La caverna, al principio, fue un reflejo dorado que colgaba en algún lugar de la oscuridad. Después se convirtió en puro dolor. Volvió a transformarse en el reflejo dorado y colgante. El vaivén no cesaba. Entonces hubo formas: un hornillo sobre las brasas, pero, cosa curiosa, maleable como el agua, donde los hierros parecían cuerpos de serpientes asustadas. Y una mancha amarilla, un hombre cuya silueta se estiraba en un punto y cedía en otro, como colgada de cuerdas invisibles. Ruidos, sí, también: un ligero eco de metales y, de vez en cuando, el tormento puntiagudo de un ladrido. Olores escogidos entre la variada gama de la humedad. Y, de nuevo, todo se cerraba como un rollo de papiro y regresaba el dolor. Fin de la historia.
No supo cuántas historias similares transcurrieron hasta que su mente empezó a comprender. De igual forma que un objeto colgado de un extremo al recibir un golpe repentino se balancea de un lado a otro, primero con gran violencia y desajuste, después isócrono, por último con moribunda lentitud, acomodándose cada vez más a la calma natural de su estado previo, así el furioso torbellino del desmayo extinguió su vaivén, y la conciencia, planeando sobre un punto de reposo, buscó -y encontró al fin- permanecer lineal e inmóvil, en armonía con la realidad del entorno. Fue entonces cuando pudo diferenciar aquello que le pertenecía -el dolor- de aquello que le era ajeno -las imágenes, los ruidos, los olores-, y desechando esto último atendió a lo primero, y preguntóse qué le dolía -la cabeza, los brazos- y por qué. Y como el porqué no era posible saberlo sin el auxilio del recuerdo, hizo uso de su memoria. «Ah, me hallaba en casa de Etis cuando ella dijo: "Placer"… Pero, no; después…»
Al mismo tiempo, su boca decidió gemir y sus manos se retorcieron.
– Oh, temía que te hubiéramos hecho demasiado daño.
– ¿Dónde estoy? -preguntó Heracles, queriendo preguntar: «¿Quién eres?». Pero el hombre, al responder a su pregunta formulada, respondió a ambas.
– Éste es, digamos, nuestro lugar de reunión.
Y acompañó la frase de un gesto amplio de su musculoso brazo derecho, mostrando una muñeca roturada de cicatrices.
La helada comprensión de lo ocurrido cayó sobre Heracles de igual manera que, por juego, los niños suelen agitar el fino tronco de los árboles empapados por la lluvia reciente, y su densa carga de gotas colgadas de las hojas se desparrama de golpe sobre sus cabezas.
El lugar era, en efecto, una caverna de considerables dimensiones. El reflejo dorado correspondía a una antorcha colgada de un gancho que sobresalía de la roca. A la luz de sus llamas se advertía un sinuoso pasillo central flanqueado por dos paredes: una, en la que se hallaba la propia antorcha; otra, la que sostenía los clavos dorados a los que Heracles estaba atado mediante gruesas y serpentinas cuerdas, de modo que sus brazos permanecían alzados por encima de la cabeza. El pasillo formaba un recodo a la izquierda que parecía resplandecer con luz individual, aunque mucho más humilde que el oro de la antorcha, debido a lo cual el Descifrador dedujo que allí se encontraría la salida de la cueva, y que, probablemente, gran parte del día había transcurrido ya. A su derecha, sin embargo, el corredor se perdía entre rocas escarpadas y una tiniebla densísima. En el centro erguíase un hornillo colocado sobre un trípode; un atizador colgaba entre la refulgente sangre de sus ascuas. Sobre el hornillo, una escudilla repicaba con los burbujeos de un líquido dorado. Cerbero menudeaba alrededor, repartiendo los ladridos por igual entre aquel artilugio y el cuerpo inmóvil de Heracles. Su amo, envuelto en un astroso manto gris, se servía de una rama para revolver el líquido de la escudilla. Su expresión mostraba la simpática ufanía con que una cocinera contempla la puja de un dorado pastel de manzanas. [132] Otros objetos que hubieran podido ser dignos de interés yacían más allá del hornillo, junto a la pared de la antorcha, y Heracles no los distinguía muy bien.
Tarareando una cancioncilla, Crántor dejó por un instante de revolver y cogió un cazo dorado que colgaba del trípode, lo introdujo en el líquido y se lo llevó hasta la nariz. La sinuosa columna de humo que le empañó el rostro pareció brotar de su propia boca.
– Hmm. Un poco caliente, pero… Toma. Te sentará bien.
Acercó el cazo a los labios de Heracles, desatando con ello la ira de Cerbero, que parecía considerar como un oprobio que su amo le ofreciera algo a aquel individuo gordo antes que a él. Heracles, que pensaba que no tenía mucha elección y que además se hallaba sediento, probó un poco. Sabía a cereal dulzón con un punto de picante. Crántor inclinó el cazo y gran parte del contenido se derramó por la barba y la túnica de Heracles.
– Bebe, vamos.
Heracles bebió. [133]
– Es kyon, ¿verdad? -dijo después, jadeando.
Crántor asintió, regresando al hornillo.
– Hará efecto dentro de poco tiempo. Tú mismo podrás comprobarlo…
– Tengo los brazos fríos como serpientes -protestó Heracles-. ¿Por qué no me desatas?
– Cuando el kyon haga efecto, tú mismo podrás liberarte. Es increíble la fuerza oculta que poseemos y que el raciocinio no nos permite utilizar…
– ¿Qué me ha ocurrido?
– Me temo que te golpeamos y te trajimos aquí en una carreta. Por cierto: a algunos de los nuestros les ha resultado sumamente difícil salir de la Ciudad, pues los soldados ya habían sido alertados por el arconte… -levantó la negra mirada de la escudilla y la dirigió hacia Heracles-. Nos has hecho bastante daño.
– El daño os gusta -replicó el Descifrador con desprecio. Y preguntó-: ¿Debo entender que habéis huido?
– Oh sí, todos. Yo me he quedado en la retaguardia para convidarte a un symposio de kyon y charlar un poco… Los demás han buscado nuevos aires.
– ¿Siempre has sido el máximo líder?
– No soy el máximo líder de nada -Crántor golpeó suavemente la escudilla con la punta de la rama, como si fuera ella la que hubiera preguntado-. Soy un miembro muy importante, eso es todo. Me presenté cuando supimos que la muerte de Trámaco estaba siendo investigada, lo cual nos sorprendió, porque no esperábamos que levantara sospechas de ningún tipo. El hecho de que tú fueras el principal investigador no hizo más fácil mi trabajo, aunque sí más agradable. De hecho, acepté ocuparme del asunto precisamente porque te conocía. Mi labor consistió en intentar engañarte… lo cual, dicho sea en tu honor, resultó bastante difícil…
Se acercó a Heracles con la rama colgando de sus dedos como un maestro balancea la vara de castigo frente a sus pupilos para inspirar respeto. Prosiguió:
– Mi problema era: ¿cómo engañar a alguien a quien nada se le pasa desapercibido?. ¿Cómo burlar la mirada de un Descifrador de Enigmas como tú, para quien la complejidad de las cosas no ofrece ningún secreto? Pero llegué a la conclusión de que tu mayor ventaja es, al mismo tiempo, tu principal defecto… Todo lo razonas, amigo mío, y a mí se me ocurrió usar esa peculiaridad de tu carácter para distraer tu atención. Me dije: «Si la mente de Heracles resuelve hasta el problema más complejo, ¿por qué no cebarla con problemas complejos?»… Y disculpa la vulgaridad de la expresión.
Crántor parecía divertido con sus propias palabras. Regresó a la escudilla y continuó revolviendo el líquido. A veces se inclinaba y chasqueaba la lengua en dirección a Cerbero, sobre todo cuando éste molestaba más de lo usual con sus chirriantes ladridos. El resplandor proveniente del recodo se hacía cada vez más tenue.
– Así pues, me propuse, sencillamente, impedir que dejaras de razonar. Es muy sencillo engañar a la razón alimentándola con razones: vosotros lo hacéis todos los días en los tribunales, la Asamblea, la Academia… Lo cierto es, Heracles, que me diste ocasión para disfrutar…
– Y disfrutaste mutilando a Eunío y Antiso.
Los ecos de la estrepitosa risotada de Crántor parecieron colgar de las paredes de la cueva y refulgir, dorados, en las esquinas.
– Pero ¿todavía no lo has entendido? ¡Fabriqué problemas falsos para ti! Ni Eunío ni Antiso fueron asesinados: tan sólo accedieron a sacrificarse antes de tiempo. Al fin y al cabo, su turno les llegaría, tarde o temprano. Tu investigación sólo logró apresurar la decisión de ambos…
– ¿Cuándo reclutasteis a esos pobres adolescentes?
Crántor negó con la cabeza, sonriendo.
– ¡Nosotros nunca «reclutamos», Heracles! La gente oye hablar en secreto de nuestra religión y quiere conocerla… En este caso particular, Etis, la madre de Trámaco, supo de nuestra existencia en Eleusis poco después de que su marido fuera ejecutado… Asistió a las reuniones clandestinas en la caverna y en los bosques y participó en los primeros rituales que mis compañeros realizaron en el Ática. Luego, cuando sus hijos crecieron, los hizo adeptos de nuestra fe. Pero, como mujer inteligente que siempre ha sido, no quería que Trámaco le reprochara no haberle dado la oportunidad de elegir por sí mismo, de modo que no descuidó su educación: le aconsejó que ingresara en la escuela filosófica de Platón y aprendiera todo lo que la razón puede enseñarnos, para que, al alcanzar la mayoría de edad, supiera elegir entre un camino y otro… Y Trámaco nos escogió a nosotros. No sólo eso: consiguió que Antiso y Eunío, sus amigos de la Academia, participaran también en los ritos. Ambos procedían de rancias familias atenienses, y no necesitaron muchas palabras para dejarse convencer… Además, Antiso conocía a Menecmo, que, por feliz casualidad, también era miembro de nuestra hermandad. La «escuela» de Menecmo fue, para ellos, mucho más productiva que la de Platón: aprendieron el goce de los cuerpos, el misterio del arte, el placer del éxtasis, el entusiasmo de los dioses…
Crántor había estado hablando sin mirar a Heracles, sus ojos fijos en un punto inconcreto de la creciente oscuridad. En aquel momento, se volvió repentinamente hacia el Descifrador y añadió, siempre risueño:
– ¡No existían los celos entre ellos! Esa fue una idea tuya que a nosotros nos agradó utilizar para desviar tu atención hacia Menecmo, que deseaba ser sacrificado con prontitud, al igual que Antiso y Eunío, con el fin de poder engañarte. No fue difícil improvisar un plan con los tres… Durante un hermoso ritual, Eunío se acuchilló en el taller de Menecmo. Después lo disfrazamos de mujer con un peplo erróneamente destrozado para que tú pensaras justo lo que pensaste: que alguien lo había matado. Antiso hizo lo propio cuando le llegó su turno. Yo intentaba por todos los medios que siguieras creyendo que eran asesinatos, ¿comprendes? Y, para ello, nada mejor que simular falsos suicidios. Tú te encargarías, más tarde, de inventarte el crimen y descubrir al criminal -y, abriendo los brazos, Crántor elevó la voz para añadir-: ¡He aquí la fragilidad de tu omnipotente Razón, Heracles Póntor: tan fácilmente imagina los problemas que ella misma cree solucionar!…
– ¿Y Eumarco? ¿También bebió kyon?
– Naturalmente. Ese pobre esclavo pedagogo tenía muchos deseos de liberar sus viejos impulsos… Se destrozó con sus propias manos. A propósito, tú ya sospechabas que usábamos una droga… ¿Por qué?
– Lo percibí en el aliento de Antiso y Eumarco, y después en el de Pónsica… Y por cierto, Crántor, aclárame esta duda: ¿mi esclava ya era de vosotros antes de que todo esto comenzara?
A pesar de la penumbra de la gruta, la expresión del rostro de Heracles debió de hacerse bien patente, porque Crántor, de improviso, enarcó las cejas y replicó, mirándole a los ojos:
– ¡No me digas que te sorprende!… ¡Oh, por Zeus y Afrodita, Heracles! ¿Crees que hubiera sido necesario insistirle mucho?
Su tono de voz reflejaba cierta compasión. Se acercó a su desfallecido prisionero y añadió:
– ¡Oh, amigo mío, intenta, por una sola vez, ver las cosas tal como son, y no como tu razón te las muestra!… Esa pobre muchacha, mutilada cuando era niña y obligada, bajo tu mandato, a soportar la humillación de una máscara perenne… ¿necesitaba que alguien la convenciera de que liberase su rabia?. ¡Heracles, Heracles!… ¿Desde cuándo te rodeas de máscaras para no contemplar la desnudez de los seres humanos?…
Hizo una pausa y encogió sus enormes hombros.
– Lo cierto es que Pónsica nos conoció poco después de que la compraras -y frunciendo el ceño con expresión de disgusto, concluyó-: Debió matarte cuando se lo ordené, y así nos hubiéramos ahorrado muchas molestias…
– Supongo que lo de Yasintra también fue idea tuya.
– Así es. Se me ocurrió cuando nos enteramos de que habías hablado con ella. Yasintra no pertenece a nuestra religión, pero la manteníamos vigilada y amenazada desde que supimos que Trámaco, que deseaba convertirla a nuestra fe, le había revelado parte de nuestros secretos… Introducirla en tu casa me fue doblemente útil: por un lado ayudó a distraerte y confundirte; por otro… Digamos que cumplió una misión didáctica: mostrarte con un ejemplo práctico que el placer del cuerpo, ante el que tan indiferente te crees, es muy superior al deseo de vivir…
– Gran lección la tuya, por Atenea -ironizó Heracles-. Pero dime, Crántor, al menos para hacerme reír: ¿en esto has empleado el tiempo que estuviste fuera de Atenas? ¿En inventar trucos para proteger a esta secta de locos?
– Durante varios años estuve viajando, como te dije -replicó Crántor con tranquilidad-. Pero regresé a Grecia mucho antes de lo que supones y viajé por Tracia y Macedonia. Fue entonces cuando entré en contacto con la secta… Se la denomina de varias maneras, pero su nombre más común es Lykaion. Me sorprendió tanto encontrar en tierra de griegos unas ideas tan salvajes, que, de inmediato, me hice un buen adepto… Cerbero… Cerbero, basta, deja ya de ladrar… Y te aseguro que no somos una secta de locos, Heracles. No hacemos daño a nadie, salvo cuando está en peligro nuestra propia seguridad: realizamos rituales en los bosques y bebemos kyon. Nos entregamos por completo a una fuerza inmemorial que ahora se llama Dioniso, pero que no es un dios ni puede ser representado en imágenes ni expresado con palabras… ¿Qué es?… ¡Nosotros mismos lo ignoramos!… Sólo sabemos que yace en lo más profundo del hombre y provoca la rabia, el deseo, el dolor y el goce. Tal es el poder que honramos, Heracles, y a él nos sacrificamos. ¿Te sorprende?… Las guerras también exigen muchos sacrificios, y nadie se sorprende por ello. ¡La diferencia estriba en que nosotros elegimos cuándo, cómo y por qué nos sacrificamos!
Revolvió furiosamente el líquido de la escudilla y prosiguió:
– El origen de nuestra hermandad es tracio, aunque ahora impera sobre todo en Macedonia… ¿Sabías que Eurípides, el célebre poeta, perteneció a ella en sus últimos años?
Enarcó las cejas en dirección a Heracles, esperando, sin duda, que aquella revelación lo sorprendiera de algún modo, pero el Descifrador lo miraba impasible.
– ¡Sí, el mismo Eurípides!… Conoció nuestra religión y se acogió a ella. Bebió kyon y fue destrozado por sus hermanos sectarios… Ya sabes que la leyenda afirma que murió despedazado por unos perros… pero ésa es la manera simbólica de describir el sacrificio en Lykaion… ¡Y Heráclito, el filósofo de Efeso que opinaba que la violencia y la discordia no sólo son necesarias sino deseables para los hombres, y del que igualmente se dice que fue devorado por una jauría de perros, también perteneció a nuestro grupo!
– Menecmo los mencionó a ambos -asintió Heracles.
– De hecho, fueron grandes hermanos de Lykaion.
Y, como si se le hubiera ocurrido una idea repentina o algún tema colateral de conversación, Crántor añadió:
– El caso de Eurípides fue curioso… Toda su vida se había mantenido apartado, artística e intelectualmente, de la naturaleza instintiva del hombre con su teatro racionalista e insípido, y en su vejez, durante su voluntario exilio en la corte del rey Arquelao de Macedonia, desengañado por la hipocresía de su patria ateniense, entró en contacto con Lykaion… Por aquella época, nuestra hermandad no había llegado aún al Ática, pero se hallaba floreciente en las regiones del norte. En la corte de Arquelao, Eurípides contempló los principales ritos de Lykaion y quedó transformado. Escribió, entonces, una obra distinta a todas las previas, la tragedia con la que quiso saldar sus deudas con el primitivo arte teatral, que pertenece a Dioniso: Bacantes, una exaltación de la furia, la danza y el placer orgiástico… Los poetas todavía se preguntan cómo es posible que el viejo maestro creara algo así al final de sus días… ¡Y desconocen que fue la obra más sincera que hizo! [134]
– La droga os enloquece -dijo Heracles con voz fatigada-. Nadie en su sano juicio desearía ser mutilado por otros…
– Oh, ¿de veras crees que es el kyon tan sólo? -Crántor contempló el humeante líquido dorado que se agitaba en la escudilla, de cuyo borde colgaban minúsculas gotas-. Yo creo que es algo que hay dentro de nosotros, y me refiero a todos los hombres. El kyon nos permite sentirlo, sí, pero… -se golpeó suavemente el pecho-. Está aquí, Heracles. Y en ti también. No se puede traducir en palabras. No se puede filosofar sobre ello. Es algo absurdo, si quieres, irracional, enloquecedor… pero real. ¡Este es el secreto que vamos a enseñar a los hombres!
Se acercó a Heracles y la inmensa sombra de su rostro se partió en una amplia sonrisa.
– En cualquier caso, ya sabes que no me gusta discutir… Si es el kyon o no lo es, pronto lo comprobaremos…, ¿no?
Heracles tensó las cuerdas que colgaban de los clavos de oro. Se sentía débil y entumecido, pero no creía que la droga le hubiese hecho ningún efecto. Alzó los ojos hacia el rocoso semblante de Crántor y dijo:
– Estás equivocado, Crántor. Este no es el secreto que la Humanidad querrá conocer. No creo en las profecías ni en los oráculos, pero si hubiera de profetizar algo, te diría que Atenas será la cuna de un nuevo hombre… Un hombre que luchará con sus ojos e inteligencia, no con sus manos, y, al traducir los textos de sus antepasados, aprenderá de ellos…
Crántor lo escuchaba con los ojos muy abiertos, como si estuviera a punto de lanzar una carcajada.
– La única violencia que profetizo es la imaginaria -prosiguió Heracles-: Hombres y mujeres podrán leer y escribir, y se formarán gremios de sabios traductores que editarán y descifrarán las obras de los que ahora son nuestros contemporáneos. Y, al traducir lo que otros dejaron por escrito, sabrán cómo fue el mundo cuando la razón no gobernaba… Ni tú ni yo lo veremos, Crántor, pero el hombre avanza hacia la Razón, no hacia el Instinto… [135]
– No -dijo Crántor sonriendo-. Tú eres quien está equivocado…
Su mirada, muy extraña, no parecía dirigirse a Heracles sino a alguien que se hallara detrás, incrustado en la roca de la caverna, o quizá bajo sus pies, en alguna invisible profundidad, aunque de esto Heracles no pudiera estar seguro debido a la creciente penumbra.
Crántor, en realidad, te miraba a ti. [136]
Y dijo:
– Esos traductores que has profetizado no descubrirán nada, porque no existirán, Heracles. Las filosofías nunca lograrán triunfar sobre los instintos -elevando la voz, prosiguió-: ¡Hércules aparenta derrotar a los monstruos, pero entre líneas, en los textos, en los bellos discursos, en los razonamientos lógicos, en los pensamientos de los hombres, alza su múltiple cabeza la Hidra, ruge el horrendo león y hacen resonar sus cascos de bronce las yeguas antropófagas. Nuestra naturaleza no es [137]
– Nuestra naturaleza no es un texto en el que un traductor pueda encontrar una clave final, Heracles, ni siquiera un conjunto de ideas invisibles. De nada sirve, pues, derrotar a los monstruos, porque acechan dentro de ti. El kyon los despertará pronto. ¿No los sientes ya removerse en tus entrañas?
Heracles iba a responder cualquier ironía cuando, de improviso, escuchó un gemido en la oscuridad, más allá del trípode del brasero, proveniente de los bultos que se hallaban junto a la pared de la antorcha. Aunque no lograba distinguirlo, reconoció la voz del hombre que gemía.
– ¡Diágoras!… -dijo-. ¿Qué le habéis hecho?
– Nada que no se haya hecho él a sí mismo -replicó Crántor-. Bebió kyon… ¡y te aseguro que a todos nos sorprendió la rapidez con que le hizo efecto!
Y, elevando la voz, añadió, en tono burlón:
– ¡Oh, el noble filósofo platónico! ¡Oh, el gran idealista! ¡Qué furia albergaba contra sí mismo, por Zeus!…
Cerbero -una mancha pálida que zigzagueaba por el suelo- coreó, iracundo, las exclamaciones de su amo. Los ladridos formaban trenzas de ecos. Crántor se agachó y lo acarició con ademanes cariñosos.
– No, no… Calma, Cerbero… No es nada…
Aprovechando la oportunidad, Heracles propinó un fuerte tirón a la cuerda que colgaba del dorado clavo derecho. Éste cedió un poco. Animado, volvió a tirar, y el clavo salió por completo, sin ruido. Crántor continuaba distraído con el perro. Ahora era cuestión de ser rápido. Pero cuando quiso mover la mano libre para desatar la otra, comprobó que sus dedos no le obedecían: se hallaban gélidos, recorridos de un extremo a otro por un ejército de diminutas serpientes que habían procreado bajo su piel. Entonces tiró con todas sus fuerzas del clavo izquierdo.
En el instante en que este último cedía, Crántor se volvió hacia él.
Heracles Póntor era un hombre grueso, de baja estatura. En aquel momento, además, sus doloridos brazos colgaban inermes a ambos lados del cuerpo como herramientas rotas. De inmediato supo que su única posibilidad consistía en poder utilizar algún objeto a guisa de arma. Sus ojos ya habían elegido el mango del atizador que sobresalía de las brasas, pero se hallaba demasiado lejos, y Crántor -que se aproximaba impetuoso- le bloquearía el paso. De modo que, en ese latido o parpadeo en que el tiempo no transcurre y el pensamiento no gobierna, el Descifrador intuyó -sin llegar siquiera a verlo- que de los extremos de las cuerdas que aún ataban sus muñecas seguían colgando los clavos de oro. Cuando la sombra de Crántor se hizo tan grande que todo su cuerpo desapareció bajo ella, Heracles levantó el brazo derecho con rapidez y describió en el aire un rápido y violento semicírculo.
Quizá Crántor esperaba que el golpe viniera de su puño, pues cuando vio que éste pasaba frente a él sin atinarle no hizo ademán de retroceder, y recibió en todo el rostro el impacto del clavo. Heracles no sabía en qué lugar exacto había golpeado, pero escuchó el dolor. Se lanzó hacia delante, con el mango del atizador como único objetivo de su mirada, pero una fuerte patada en el pecho lo dejó sin aire y lo hizo desplomarse de lado y rodar como una fruta madura que hubiese caído del árbol.
Durante el furioso tormento que siguió, quiso evocar que en su juventud había luchado en el pancracio. Incluso recordó los nombres de algunos de sus adversarios. A su memoria acudieron escenas, imágenes de triunfos y derrotas… Pero sus pensamientos se interrumpían… Las frases perdían coherencia… Eran palabras sueltas…
Soportó el castigo encogido sobre sí mismo, protegiéndose la cabeza. Cuando las rocas que eran los pies de Crántor se cansaron de golpearle, tomó aliento y olfateó sangre. Las patadas lo habían barrido como a una fofa basura hacia una de las paredes. Crántor decía algo, pero él no lograba escucharle. Por si fuera poco, algún niño salvaje y espantoso le chillaba palabras extranjeras al oído y derramaba sobre su rostro una saliva amarga y enfermiza. Reconoció los ladridos y la proximidad de Cerbero. Giró la cabeza y abrió a medias los ojos. El perro, a un palmo de su cara, era una máscara arrugada y vociferante de cuencas vacías. Parecía el espectro de sí mismo. Más allá, en la infinita distancia del dolor, Crántor le daba la espalda. ¿Qué hacía? Hablaba, quizá. Heracles no podía estar seguro, pues la montaña estrepitosa de Cerbero se alzaba entre los demás sonidos y él. ¿Por qué Crántor no continuaba golpeándole? ¿Por qué no remataba su tarea?…
Se le ocurrió algo. No era un buen plan, probablemente, pero a esas alturas ya nada era bueno. Cogió con sus dos manos el ínfimo cuerpo del perro. Éste, poco acostumbrado a las caricias de los extraños, se debatió como un bebé cuya anatomía fuera, en sus tres cuartas partes, una doble hilera de agudos dientes, pero Heracles lo mantuvo alejado de sí mientras levantaba los brazos cargando con su frenética presa. Crántor, sin duda, había percibido el cambio en el tono de los ladridos, porque se había vuelto hacia Heracles y le gritaba algo.
Heracles se permitió recordar por un momento que, en las competiciones, no había sido malo con el discóbolo.
Como una piedra blanda arrojada juguetonamente por un niño, Cerbero golpeó de lleno en el trípode e hizo caer la escudilla y el brasero. Cuando las brasas, desparramadas como el jugo lento de un volcán, entraron en contacto con su pelaje, los ladridos volvieron a variar de tono. Enfangado en fuego, siguió rodando por el suelo. La energía del lanzamiento no había sido tanta, pero el animal contribuía con sus propios músculos: era puro torbellino y ascuas. Sus aullidos, arropados por el eco de la caverna, se clavaron como doradas agujas en los oídos de Heracles, pero, tal como éste había supuesto, Crántor sólo dudó un instante entre el perro y él, y de inmediato se decidió por socorrer al primero.
Escudilla. Trípode. Brasero. Atizador. Cuatro objetos bien delimitados, cada uno en un lugar distinto del suelo, allí donde el azar los había distribuido. Heracles dejó caer su dolorida obesidad en dirección al último. Las imprevistas diosas de la suerte no lo habían alejado demasiado.
– ¡Cerbero!… -gritaba Crántor, agachado junto al perro. Daba palmadas sobre el pequeño cuerpo, limpiándolo de cenizas-. ¡Cerbero, calma, hijo, déjame que…!
Heracles pensó que un solo golpe, sosteniendo el mango con ambas manos, sería suficiente, pero sin duda había subestimado la resistencia de Crántor. Éste se llevó una mano a la cabeza e intentó girar sobre sí mismo. Heracles volvió a golpearlo. Esta vez, Crántor cayó boca arriba. Pero Heracles también se desplomó sobre él, extenuado.
– … gordo, Heracles -escuchó que jadeaba Crántor-. Deberías hacer… ejercicio.
Con dolorosa lentitud, Heracles volvió a incorporarse. Sentía sus brazos como pesados escudos de bronce. Se apoyó en el atizador.
– Gordo y débil -sonrió Crántor desde el suelo.
El Descifrador logró sentarse a horcajadas sobre Crántor. Ambos jadeaban como si acabaran de disputarse una carrera olímpica. Una húmeda serpiente negra había empezado a crecer en la cabeza de Crántor, y mientras se transformaba sucesivamente en cría, víbora y pitón, no dejaba de reptar por el suelo. Crántor volvió a sonreír.
– ¿Ya notas… el kyon? -dijo.
– No -dijo Heracles.
«Por eso no quiso matarme», pensó: «Estaba aguardando a que la droga me produjera algún efecto».
– Golpéame -murmuró Crántor.
– No -repitió Heracles, y se esforzó por levantarse.
La serpiente ya era más grande que la cabeza que la había engendrado. Pero había perdido su primitiva forma: ahora parecía la silueta de un árbol. [138]
– Te contaré… un secreto -dijo Crántor-. Nadie… lo sabe… Sólo algunos… hermanos… El kyon es… únicamente… agua, miel y… -hizo una pausa. Se pasó la lengua por los labios-… Un chorro de vino aromatizado.
Amplió su sonrisa. La herida del clavo en su mejilla izquierda sangró un poco. Añadió:
– ¿Qué te parece, Heracles?… El kyon no es… nada…
Heracles se apoyó en la pared cercana. No habló, aunque siguió escuchando los jadeantes susurros de Crántor.
– Todos creen que es droga… y, al beberlo, se transforman… se vuelven furiosos… enloquecen… y hacen… lo que esperamos que hagan… como si de verdad… hubieran bebido droga… Todos, menos tú… ¿Por qué?
«Porque yo sólo creo en lo que veo», pensó Heracles. Pero como no se sentía con fuerzas para hablar, no dijo nada.
– Mátame -pidió Crántor.
– No.
– Entonces, a Cerbero… Por favor… No quiero que sufra.
– No -volvió a decir Heracles.
Se arrastró hasta la pared opuesta, donde yacía Diágoras. El rostro del filósofo se hallaba cubierto de magulladuras, y una brecha en su frente presentaba mal aspecto, pero seguía vivo. Y tenía los ojos abiertos y la expresión alerta.
– Vamos -dijo Heracles.
Diágoras no pareció reconocerlo, pero se dejó conducir por él. Cuando salieron trastabillando de la cueva hacia la noche reciente, los ladridos de dolor del perro de Crántor quedaron, por fin, sepultados.
La luna se alzaba redonda y dorada, colgando del cielo negro, cuando la patrulla los encontró. Un poco antes, Diágoras, que caminaba apoyado en Heracles, había empezado a hablar.
– Me obligaron a beber su pócima… No recuerdo mucho más a partir de entonces, pero creo que me ocurrió lo que ellos pronosticaron. Fue… ¿Cómo describirlo?… Perdí el dominio de mí mismo, Heracles… Sentí removerse en mi interior un monstruo, una sierpe enorme y rabiosa… -jadeando, con los ojos enrojecidos al recordar su locura, prosiguió-: Comencé a gritar y a reír… Insulté a los dioses… ¡Incluso creo que ofendí al maestro Platón!…
– ¿Qué le dijiste?
Tras una pausa, Diágoras, con evidente esfuerzo, contestó:
– «Déjame en paz, sátiro» -se volvió hacia Heracles con expresión de profunda tristeza-. ¿Por qué lo llamé «sátiro»?… ¡Qué horror!…
El Descifrador, en tono de consuelo, le dijo que todo había que achacarlo a la droga. Diágoras se mostró de acuerdo, y añadió:
– Luego empecé a darme cabezazos contra la pared hasta perder la conciencia.
Heracles pensaba en lo que le había contado Crántor sobre el kyon. ¿Había mentido? No era improbable que así fuese. Pero, en tal caso, ¿por qué la supuesta pócima no le había hecho ningún efecto a él? Por otra parte, si era cierto que el kyon no era más que agua, miel y un poco de vino, ¿por qué provocaba aquellos sorprendentes ataques de locura? ¿Por qué hizo que Eumarco se destrozara a sí mismo? ¿Por qué había afectado a Diágoras? Y otra pregunta lo atormentaba: ¿debía saber este último lo que Crántor le había revelado? Decidió guardar silencio. La patrulla de soldados se tropezó con ellos en la Vía Sagrada. Heracles distinguió las antorchas y alzó la voz para explicarles quiénes eran. El capitán, que se hallaba al tanto de la situación debido al papiro que Heracles había dirigido al arconte, se interesó por el paradero de la secta, pues el único lugar conocido -la casa de la viuda Etis- había sido abandonado por sus moradores con sospechosa precipitación. Heracles ahorró palabras -que en aquel momento en que su fatiga le colgaba del cuerpo como una armadura hoplita le parecían de oro- y pidió que algunos soldados condujeran a Diágoras a la Ciudad para que fuera visto por un médico, ofreciéndose después a guiar al capitán y al resto de sus hombres a la caverna. Diágoras protestó con débiles palabras, pero terminó accediendo, pues se hallaba confuso y extenuado. El Descifrador no tardó en encontrar la senda de regreso, ayudado por las antorchas.
En los alrededores de la cueva, que se hallaba en una zona boscosa no muy lejos del Licabeto, uno de los soldados descubrió un grupo de caballos atados a los árboles y una gran carreta con mantos y víveres. Se sospechó, por tanto, que los sectarios no debían de estar muy lejos, y el capitán ordenó que se desenvainaran las espadas e hizo avanzar a sus hombres con cuidadosa prudencia hasta el reducto de la entrada. Heracles les había explicado lo que había sucedido y lo que podían esperar encontrar, así que a nadie sorprendió que el cuerpo de Crántor, mudo e inmóvil sobre un charco de sangre, permaneciera todavía tendido en la misma posición en que el Descifrador lo recordaba. Cerbero era una criatura arrugada y pacífica que gimoteaba a los pies de su amo.
Heracles no quiso saber si Crántor seguía vivo o no, así que no se acercó cuando los demás lo hicieron. El perro los amenazó con roncos gruñidos, pero los soldados se echaron a reír, e incluso agradecieron el inesperado recibimiento, ya que los rumores que habían oído sobre la secta mezclados con sus propias fantasías habían terminado por amedrentarlos, y la ridícula presencia de aquella deforme criatura contribuyó no poco a aliviar la tensión. Jugaron un rato con el can, burlándolo con amagos de golpes, hasta que una seca orden del capitán los hizo detenerse. Entonces lo degollaron sin mediar más palabras, al igual que ya habían hecho con Crántor, con quien, por cierto, había sucedido otra anécdota graciosa que después sería muy comentada en el regimiento: mientras sus compañeros se ocupaban del perro, uno de los soldados se había aproximado a Crántor y apoyado el filo de la espada en su robusto cuello; otro le preguntó:
– ¿Está vivo?
Y, al tiempo que lo degollaba, el soldado respondió:
– No.
Los demás, siguiendo a su capitán, se internaron en las profundidades de la caverna. Heracles iba con ellos. Más allá, el pasillo se ensanchaba hasta formar un recinto de notables dimensiones. El Descifrador hubo de reconocer que el lugar era ideal para celebrar cultos prohibidos, teniendo en cuenta la relativa angostura de la entrada exterior. Y era obvio que había sido utilizado recientemente: máscaras de arcilla y mantos negros se hallaban esparcidos por doquier; también armas y una considerable provisión de antorchas. Cosa curiosa, no se encontraron ni estatuas de dioses ni túmulos de piedra ni representación religiosa alguna. Sin embargo, este hecho no llamó la atención en aquel momento, pues otro mucho más evidente y asombroso atrajo las miradas de todos. El primero en descubrirlo -uno de los soldados de vanguardia- avisó al capitán con un grito, y los demás se detuvieron.
Parecían carnes colgadas en un comercio del ágora y destinadas al banquete de algún insaciable Creso. Se hallaban bañadas en oro puro debido al resplandor de las antorchas. Eran por lo menos una docena, hombres y mujeres desnudos y atados cabeza abajo por los tobillos a ganchos incrustados en las paredes de piedra. Invariablemente, todos mostraban los vientres abiertos y las entrañas colgando como burlonas lenguas o nudos de serpientes muertas. Bajo cada cuerpo distinguíase un grumoso cúmulo de ropas y sangre y una afilada espada corta. [139]
– ¡Les han sacado las vísceras! -exclamó un joven soldado, y la voz grave del eco repitió sus palabras con horror creciente.
– Han sido ellos mismos -dijo alguien a su espalda en tono mesurado-. Las heridas son de lado a lado y no de arriba abajo, lo cual indica que se abrieron el vientre mientras se hallaban colgados…
El soldado, que no estaba muy seguro de quién era el que había hablado, se volvió para contemplar, a la luz inestable de su antorcha, la figura obesa y fatigada del hombre que los había guiado hasta allí (cuya exacta identidad no conocía bien: ¿un filósofo quizá?), y que ahora, después de haber dicho aquello, como sin darle importancia a su propio razonamiento, se alejaba en dirección a los cuerpos mutilados.
– Pero ¿cómo han podido…? -murmuraba otro.
– Un grupo de locos -zanjó la cuestión el capitán.
Escucharon de nuevo la voz del hombre obeso (¿un filósofo?). Aunque su tono era débil, todos entendieron bien las palabras:
– ¿Por qué?
Se hallaba de pie bajo uno de los cadáveres: una mujer madura pero aún hermosa, de largo pelo negro, cuyos intestinos se derramaban sobre su pecho como los bordes plegados de un peplo. El hombre, que se hallaba a la misma altura que su cabeza (hubiera podido besarla en los labios, si tan aberrante idea hubiese cruzado por su mente), parecía muy afectado, y nadie quiso molestarlo. De modo que, mientras se dedicaban a la desagradable tarea de descolgar los cuerpos, varios soldados aún lo oyeron murmurar durante un tiempo, siempre junto a aquel cadáver y en un tono cada vez más perentorio:
– ¿Por qué?… ¿Por qué?… ¿Por qué?…
Entonces, el Traductor dijo: [140]