V

Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, podía volar.

Planeaba sobre la cerrada tiniebla de una caverna, ligero como el aire, en absoluto silencio, como si su cuerpo fuera una hoja de pergamino. Por fin encontró lo que había estado buscando. Lo primero que oyó fueron los latidos, densos cual paladas en aguas legamosas; después lo vio, flotando en la oscuridad como él. Era un corazón humano recién arrancado y aún palpitante: una mano lo aferraba como a un pellejo de odre; por entre los dedos fluían espesos regueros de sangre. No era, sin embargo, la desnuda víscera lo que más le preocupaba, sino la identidad del hombre que la apresaba tan férreamente, pero el brazo al que pertenecía aquella mano parecía cortado con pulcritud a la altura del hombro; más allá, las sombras lo cegaban todo. Heracles se acercó a la visión, pues sentía curiosidad por examinarla; le resultaba absurdo creer que un brazo aislado pudiera flotar en el aire. Entonces descubrió algo aún más extraño: los latidos de aquel corazón eran los únicos que escuchaba. Bajó la vista, horrorizado, y se llevó las manos al pecho. Encontró un enorme y vacío agujero.

Dedujo que aquel corazón recién extirpado era el suyo.

Se despertó gritando.

Cuando Pónsica penetró en su habitación, alarmada, él ya se sentía mejor, y pudo tranquilizarla. [32]


El niño esclavo se detuvo a colocar la antorcha en el gancho de metal, pero esta vez consiguió hacerlo de un salto, antes de que Heracles pudiera ayudarlo.

– Has tardado en regresar -dijo, sacudiéndose el polvo de las manos-, pero mientras me sigas pagando no me importaría aguardarte hasta que llegue a la edad de la efebía.

– Llegarás antes de lo que impone la naturaleza, si continúas siendo tan astuto -replicó Heracles-. ¿Cómo está tu ama?

– Un poco mejor que cuando la dejaste. No del todo bien, sin embargo -el niño se detuvo en mitad de uno de los oscuros pasillos y se acercó al Descifrador con aire misterioso-. Ifímaco, el anciano esclavo de la casa, que es amigo mío, dice que grita en sueños -susurró.

– Hoy yo he tenido uno muy propicio para gritar -confesó Heracles-. Lo extraño es que, en mi caso, tales sucesos son muy infrecuentes.

– Eso es signo de vejez.

– ¿También eres adivino de sueños?

– No. Es lo que opina Ifímaco.

Habían llegado a la habitación que Heracles recordaba: el cenáculo; pero se hallaba más limpia y luminosa, con lámparas encendidas en los nichos de las paredes y detrás de los divanes y ánforas, así como en los pasillos que se extendían más allá, lo que otorgaba al ambiente una especie de dorada belleza. El niño dijo:

– ¿No vas a participar en las Leneas?

– ¿Cómo? No soy poeta.

– Se me figuraba que sí. ¿Qué eres entonces?

– Descifrador de Enigmas -repuso Heracles.

– ¿Y eso qué es?

Heracles lo pensó un momento.

– Bien mirado, algo parecido a lo que hace Ifímaco -dijo-: Opinar sobre cosas misteriosas.

Los ojos del niño destellaron. De repente pareció recordar su condición de esclavo, porque bajó la voz y anunció:

– Mi ama no tardará en recibirte.

– Te lo agradezco.

Cuando el niño se marchó, Heracles, sonriendo, cayó en la cuenta de que aún no sabía su nombre. Se entretuvo estudiando la diminuta levedad de las partículas que flotaban alrededor de la luz de las lámparas y que, impregnadas por los resplandores, se asemejaban a limaduras de oro; intentó descubrir alguna clase de ley o patrón en el recorrido ligerísimo de aquellas nimiedades. Pero pronto tuvo que desviar la vista, pues sabía que su curiosidad, hambrienta por descifrar imágenes cada vez más complejas, corría el riesgo de perderse en la infinita intimidad de las cosas.

Al entrar en el cenáculo, los bordes del manto de Etis parecieron batir como alas debido a una repentina corriente de aire; su rostro, aún pálido y ojeroso, se hallaba un poco más cuidado; la mirada había perdido oscuridad y se mostraba despejada y ligera. Las esclavas que la acompañaban se inclinaron ante Heracles.

– Te honramos, Heracles Póntor. Lamento que la hospitalidad de mi casa sea tan incómoda: la tristeza no gusta del regalo.

– Agradezco tu hospitalidad, Etis, y no deseo otra.

Ella le indicó uno de los divanes.

– Al menos, puedo ofrecerte vino no mezclado.

– No a estas horas de la mañana.

La vio hacer un gesto, y las esclavas salieron en silencio. Ambos se recostaron en divanes enfrentados. Mientras acomodaba los pliegues de su peplo sobre las piernas, Etis sonrió y dijo:

– No has cambiado, Heracles Póntor. No echarías a perder el más insignificante de tus pensamientos con una sola gota de vino a horas desacostumbradas, ni siquiera para ofrecer una libación a los dioses.

– Tú tampoco has cambiado, Etis: sigues tentándome con el zumo de la uva para que mi alma pierda el contacto con mi cuerpo y flote libremente por los cielos. Pero mi cuerpo se ha hecho demasiado pesado.

– Tu mente, sin embargo, es cada vez más ligera, ¿verdad? Debo confesarte que a mí me ocurre lo mismo. Sólo me queda la mente para huir de estas paredes. ¿Dejas volar la tuya, Heracles? Yo no puedo encerrarla; ella extiende sus alas y yo le digo: «Llévame a donde quieras». Pero siempre me lleva al mismo lugar: el pasado. Tú no comprendes esta afición, claro, porque eres hombre. Pero las mujeres vivimos en el pasado…

– Toda Atenas vive en el pasado -replicó Heracles.

– Así hablaría Meragro -sonrió ella débilmente. Heracles acompañó su sonrisa, pero entonces percibió su extraña mirada-. ¿Qué nos ocurrió, Heracles? ¿Qué nos ocurrió? -hubo una pausa. Él bajó los ojos-. Meragro, tú, tu esposa Hagesíkora y yo… ¿Qué nos ocurrió? Obedecíamos normas, leyes dictadas por hombres que no nos conocieron y a los que no les importábamos. Leyes cumplidas por nuestros padres, y por los padres de nuestros padres. Leyes que los hombres deben obedecer aunque puedan discutirlas en la Asamblea. A las mujeres ni siquiera se nos permite hablar de ellas en la Fiesta de las Tesmoforias, cuando salimos de nuestras casas y nos reunimos en el ágora: las mujeres debemos callar y acatar, incluso, vuestros errores. Yo, ya lo sabes, no soy más que cualquier otra mujer, no sé leer ni escribir, no he visto otros cielos ni otras tierras, pero me gusta pensar… ¿Y sabes lo que pienso? Que Atenas está hecha de leyes rancias como la piedra de los antiguos templos. La Acrópolis es fría como un cementerio. Las columnas del Partenón son barrotes de jaula: los pájaros no pueden volar en su interior. La paz… sí, hay paz. Pero ¿a qué precio? ¿Qué hemos hecho con nuestras vidas, Heracles?… Antes era mejor. Al menos, todos pensábamos que las cosas eran mejores… Nuestros padres así lo creían.

– Pero se equivocaban -dijo Heracles-. Antes no era mejor que ahora. Tampoco mucho peor. Simplemente había una guerra.

Inmóvil, Etis replicó con rapidez, como si respondiera a una pregunta:

– Antes me amabas.

Heracles se sintió fuera de sí mismo, observándose reclinado en el diván, muy quieto, con expresión indiferente, respirando con calma. Sin embargo, reconocía que en su cuerpo se producían algunos hechos: de repente, por ejemplo, sus manos estaban frías y sudorosas. Ella agregó:

– Y yo a ti.

¿Por qué cambiaba de tema?, pensaba él. ¿Era incapaz de mantener un diálogo razonable, equilibrado, como el que elaboran dos hombres? ¿Por qué ahora, y de repente, aquellas cuestiones personales? Se removió inquieto en el diván.

– Perdona, oh Heracles, por favor. Considera mis palabras como el aliento de una mujer solitaria… Sin embargo, me pregunto: ¿nunca pensaste que las cosas hubieran podido ser de otra manera? No, no es eso lo que quiero decir: sé que nunca lo pensaste. Pero ¿nunca lo sentiste?

¡Y ahora, aquella absurda pregunta! Dedujo que había perdido la costumbre de hablar con las mujeres. Incluso con su último cliente, Diágoras, era posible entablar cierto nivel de conversación lógica, pese a la obvia oposición de temperamentos. Pero ¿con las mujeres? ¿Qué pretendía ella con aquella pregunta? ¿Acaso las mujeres podían recordar todos y cada uno de los sentimientos que habían experimentado en el pasado? Y aun admitiendo que así fuese: ¿qué importaba? Las sensaciones, los sentimientos, eran pájaros multicolores: iban y venían, fugaces como el sueño, y él lo sabía. Pero a ella, que evidentemente lo ignoraba, ¿cómo iba a poder explicárselo?

– Etis -dijo, aclarándose la garganta-: Sentíamos unas cosas cuando éramos jóvenes, y otras muy distintas ahora. ¿Quién puede decir con certeza qué habría ocurrido en uno u otro caso? Ya sé que Hagesíkora fue la mujer que mis padres me impusieron, y, pese a que no me dio hijos, fui feliz con ella y la lloré cuando murió. En cuanto a Meragro, te eligió a ti…

– Y yo lo elegí a él cuando tú elegiste a Hagesíkora, pues fue el hombre que mis padres me impusieron -repuso Etis, interrumpiéndolo-. Y también fui feliz con él y lo lloré cuando murió. Y ahora… aquí estamos ambos, moderadamente felices, sin atrevernos a hablar de todo lo que hemos perdido, de cada una de las oportunidades que desperdiciamos, cada desaire a nuestros instintos, cada insulto a nuestros deseos… razonando… inventando razones -hizo una pausa y parpadeó varias veces, como si despertara de un sueño-. Pero te repito que disculpes estas pequeñas locuras. Se ha marchado el último hombre de mi casa, y… ¿qué somos las mujeres sin los hombres? Tú eres el primero que nos visita después de los ágapes funerarios.

«Así pues, hablaba de esto por el dolor que siente», pensó Heracles, comprensivo. Decidió ser amable:

– ¿Cómo está Elea?

– Se soporta a sí misma aún. Pero sufre cuando piensa en su terrible soledad.

– ¿Y Daminos de Clazobion?

– Es un negociante. No aceptará casarse con Elea hasta que yo muera. La ley se lo permite. Ahora, tras la muerte de su hermano, mi hija se ha convertido legalmente en epiclera, y debe contraer matrimonio para que nuestra fortuna no pase a manos del Estado. Daminos posee la prerrogativa de tomarla como esposa, pues es su tío por línea paterna, pero no me guarda demasiado aprecio, menos aún desde la muerte de Meragro, y está esperando, como dicen que esperan las aves fúnebres el desmayo de los cuerpos, a que yo desaparezca. No me importa -se frotó los brazos-. Al menos, tendré la seguridad de que esta casa formará parte de la herencia de Elea. Además, no tengo donde elegir: ya podrás imaginarte que mi hija no cuenta con muchos pretendientes, pues nuestra familia cayó en deshonor…

Tras breve pausa, Heracles dijo:

– Etis, he aceptado un pequeño trabajo -ella lo miró. El habló con rapidez, en un tono formal-. No puedo revelarte el nombre de mi cliente, pero te aseguro que es una persona honesta. En cuanto a la labor, se relaciona de alguna forma con Trámaco… Creí que debía aceptarlo… y decírtelo.

Etis apretó los labios.

– ¿Has venido a verme, pues, como Descifrador de Enigmas?

– No. He venido a decírtelo. No te importunaré más si no lo deseas.

– ¿Qué clase de misterio puede relacionarse con mi hijo? Su vida no tenía secretos para mí…

Heracles respiró profundamente.

– No debes preocuparte: mi investigación no está centrada en Trámaco, aunque vuela a su alrededor. Me serviría de mucha ayuda que contestaras a algunas preguntas.

– Muy bien -dijo Etis, pero en un tono que parecía evidenciar que pensaba justo lo opuesto.

– ¿Notabas a tu hijo preocupado en los últimos meses?

La mujer frunció el ceño, pensativa.

– No… Era el mismo de siempre. No me pareció especialmente preocupado.

– ¿Pasabas mucho tiempo con él?

– No, porque, aunque yo lo deseaba, no quería agobiarlo. Se había vuelto muy sensible en ese aspecto, como dicen que se vuelven los hijos varones en las casas gobernadas por mujeres. No soportaba que nos entrometiéramos en su vida. Quería volar lejos -hizo una pausa-. Ansiaba cumplir la edad de la efebía, y así poder marcharse de aquí. Y Hera sabe que yo no lo censuraba.

Heracles asintió cerrando brevemente los ojos, en un gesto que parecía indicar que estaba de acuerdo con todo lo que Etis dijera sin necesidad de que ella lo dijese. Después comentó:

– Sé que se educaba en la Academia…

– Sí. Quise que fuera así, no sólo por él sino también en recuerdo de su padre. Ya sabes que Platón y Meragro mantenían cierta amistad. Y Trámaco era un buen alumno, según decían sus mentores…

– ¿Qué hacía en su tiempo libre?

Tras breve pausa, Etis dijo:

– Te respondería que no lo sé, pero, como madre, creo saberlo: hiciera lo que hiciese, Heracles, no sería muy diferente de lo que hace cualquier muchacho de su edad. Ya era un hombre, aunque la ley no lo admitiese. Y era dueño de su vida, como cualquier otro hombre. A nosotras no nos dejaba meter las narices en sus asuntos. «Limítate a ser la mejor madre de Atenas», me decía… -sus pálidos labios iniciaron una sonrisa-. Pero te repito que no


tenía secretos para mí: yo sabía que se estaba educando bien en la Academia. Su pequeña intimidad no me importaba: lo dejaba volar libre.

– ¿Era muy religioso?

Etis sonrió y se removió en el diván.

– Oh, sí, los Sagrados Misterios. Acudir a Eleusis es lo único que me queda. No sabes qué fuerzas me da, pobre viuda como soy, tener algo distinto en lo que creer, Heracles… -él no modificó la expresión de su rostro mientras la miraba-. Pero no he contestado a tu pregunta… Sí, era religioso… A su modo. Nos acompañaba a Eleusis, si eso es lo que significa ser religioso. Pero confiaba más en sus fuerzas que en sus creencias.

– ¿Conoces a Antiso y Eunío?

– Claro que sí. Sus mejores amigos, compañeros de la Academia y vástagos de buenas familias. En ocasiones, también acudían a Eleusis con nosotros. Tengo la mejor opinión sobre ellos: eran dignos amigos de mi hijo.

– Etis… ¿era costumbre de Trámaco marcharse a cazar en solitario?

– A veces. Le gustaba demostrar que estaba preparado para la vida -sonrió-. Y, de hecho, lo estaba.

– Disculpa el desorden de mis preguntas, por favor, pero ya te dije que mi investigación no se centraba en Trámaco… ¿Conoces a Menecmo, el escultor poeta?

Los ojos de Etis se entrecerraron. Se envaró un poco más en el diván, como un ave que pretendiera echar a volar.

– ¿Menecmo?… -dijo, y se mordió suavemente el labio. Tras una brevísima pausa, añadió-: Creo que… Sí, ahora lo recuerdo. Frecuentaba mi casa cuando Meragro vivía. Era un individuo extraño, pero mi marido tenía amigos muy extraños… y no lo digo por ti, precisamente.

Heracles imitó su fina sonrisa. Después dijo:

– ¿No lo has vuelto a ver? -Etis respondió que no-. ¿Sabes si, de alguna forma, se relacionaba con Trámaco?

– No, no lo creo. Desde luego, Trámaco nunca me habló de él -él semblante de Etis reflejaba preocupación. Frunció el ceño-. Heracles, ¿qué ocurre?… Tus preguntas son tan… Aunque no puedas revelarme lo que investigas, dime, al menos, si la muerte de mi hijo… Quiero decir: a Trámaco lo atacó una manada de lobos, ¿no es cierto? Eso es lo que nos han dicho, y fue así, ¿no es verdad?

Heracles, siempre inexpresivo, dijo:

– Así es. Su muerte no tiene nada que ver en esto. Pero no te molestaré más. Me has ayudado, y te lo agradezco. Que los dioses te sean propicios.


Se marchó apresuradamente. Su conciencia le remordía, pues había tenido


que mentirle a una buena mujer. [33]


Cuentan que aquel día sucedió algo inaudito: la gran urna de las ofrendas en honor a Atenea Niké dejó escapar, por descuido de los sacerdotes, los centenares de mariposas blancas que contenía. Y esa mañana, bajo el radiante y tibio sol del invierno ateniense, las vibrátiles alas, fragilísimas y luminosas, invadieron toda la Ciudad. Hubo quien las vio penetrar en el impoluto santuario de Artemisa Brauronia y buscar el camuflaje del níveo mármol de la diosa; otros sorprendieron, en el aire que rodea la estatua de Atenea Prómacos, móviles florecillas blancas agitando sus pétalos sin caer al suelo. Las mariposas, que se reproducían con rapidez, acosaron sin peligro los pétreos cuerpos de las muchachas que sostienen, sin necesidad de ayuda, el techo del Erecteion; anidaron en el olivo sagrado, regalo de Atenea Portaégida; descendieron, en el resplandor de su vuelo, por las laderas de la Acrópolis y, convertidas ya en un levísimo ejército, irrumpieron con molesta suavidad en la vida cotidiana. Nadie quiso hacerles nada, porque apenas eran nada: tan sólo luz que parpadeaba, como si la Mañana, al hacer vibrar las ligerísimas pestañas de sus ojos, dejara caer en la Ciudad el polvillo de su brillante maquillaje. De modo que, observadas por un pueblo asombrado, se dirigieron, sin obstáculos, a través del impalpable éter, al templo de Ares y a la Stoa de Zeus, al edificio del Tolo y al de la Heliea, al Teseion y al monumento a los Héroes, siempre fúlgidas, inestables, obstinadas en su transparente libertad. Después de besar los frisos de los edificios públicos como niñas fugaces, ocuparon los árboles de los jardines y nevaron, zigzagueando, sobre el césped y las rocas de los manantiales. Los perros les ladraban sin daño, como a veces hacen ante los fantasmas y los torbellinos de arena; los gatos saltaban hacia las piedras apartándose de su indeciso camino; los bueyes y mulos alzaban sus pesadas cabezas para contemplarlas, pero, como eran incapaces de soñar, no se entristecían.

Por fin, las mariposas se posaron sobre los hombres y comenzaron a morir. [34]

Cuando Heracles Póntor entró en el jardín de su casa, al mediodía, descubrió que una tersa mortaja de cadáveres de mariposas cubría la tierra. Pero los móviles picos de los pájaros que anidaban en las cornisas o en las altas ramas de los pinos habían empezado a devorarlas: abubillas, cucos, reyezuelos, grajos, torcaces, cornejas, ruiseñores, jilgueros, los cuellos inclinados sobre el manjar, concentrados como pintores en sus vasijas, devolvían el color verde al ligero césped. El espectáculo era extraño, pero a Heracles no le pareció de buen o mal augurio, pues, entre otras cosas, no creía en los augurios.

De improviso, mientras avanzaba por la vereda del jardín, un rebatir de alas a su derecha le llamó la atención. La sombra, encorvada y oscura, surgió tras los árboles asustando a las aves.

– ¿Acostumbras ahora a esconderte para sorprender a la gente? -sonrió Heracles.

– Por los picudos rayos de Zeus, juro que no, Heracles Póntor -crepitó la voz añosa de Eumarco-, pero me pagas para que sea discreto y espíe sin ser visto, ¿no? Pues bien: he aprendido el oficio.

Azuzados por el ruido, los pájaros interrumpieron su festín y alzaron el vuelo: sus pequeños cuerpos, agilísimos, se encendieron en el aire y se abatieron verticales sobre la tierra, y los dos hombres parpadearon deslumbrados bajo el resplandor cenital del sol de mediodía. [35]

– Esa horrible máscara que tienes por esclava me indicó con gestos que no estabas en casa -dijo Eumarco-, así que he aguardado con paciencia tu llegada para decirte que mi labor ha dado algunos frutos…

– ¿Hiciste lo que te ordené?

– Como tus propias manos hacen lo que dictan tus pensamientos. Me convertí anoche en la sombra de mi pupilo; lo seguí, infatigable, a prudente distancia, como el azor hembra escolta el primer vuelo de sus crías; fui unos ojos atados a su espalda mientras él, esquivando a la gente que llenaba las calles, cruzaba la Ciudad en compañía de su amigo Eunío, con quien se había reunido al anochecer en la Stoa de Zeus. No caminaban por placer, si entiendes lo que te digo: un claro destino tenían sus volátiles pasos. ¡Pero el Padre Cronida hubiera podido, como a Prometeo, atarme a una roca y ordenar que un pajarraco devorase mi hígado diariamente con su negro pico, que jamás habría imaginado, Heracles, un destino tan extraño!… Por las muecas que haces, veo que te impacientas con mi relato… No te preocupes, voy a terminarlo: ¡supe, por fin, adónde se dirigían! Te lo diré, y tú te asombrarás conmigo…

La luz del sol reanudó el lento picoteo sobre la hierba del jardín. Después se posó en una rama y gorjeó varias notas. Otro ruiseñor se acercó a él. [36]

Por fin, Eumarco terminó de hablar.

– Tú me explicarás, oh gran Descifrador, lo que significa todo esto -dijo.

Heracles pareció meditar un instante. Después dijo:

– Bien. Todavía preciso de tu ayuda, buen Eumarco: sigue los pasos de Antiso por las noches y ven a informarme cada dos o tres días. Pero antes que nada, vuela presuroso a casa de mi amigo con este mensaje…


– Cuánto te agradezco esta cena al aire libre, Heracles -dijo Crántor-. ¿Sabías que ya no puedo soportar con facilidad el interior lóbrego de las casas atenienses? Los habitantes de los pueblos al sur del Nilo no pueden creer que en nuestra civilizada Atenas vivamos encerrados entre muros de adobe. Según su forma de pensar, sólo los muertos necesitan paredes -cogió una nueva fruta de la fuente y hundió la picuda punta de su daga entre las vetas de la mesa. Tras una pausa, dijo-: No estás muy hablador.

El Descifrador pareció despertar de un sueño. En la intacta paz del jardín un pequeño pájaro desgranó una tonada. Un afilado repiqueteo metálico denunciaba la presencia de Cerbero en una esquina, lamiendo los restos de su plato.

Comían en el porche. Obedeciendo a los deseos de Crántor, Pónsica -ayudada por el propio invitado- había sacado fuera del cenáculo la mesa y los dos divanes. Hacía frío, y cada vez más, pues el carro de fuego del Sol finalizaba su vuelo dejando tras de sí una curva estela de oro que se extendía, impávida, en la franja de aire por encima de los pinos, pero aún era posible disfrutar con placidez del ocaso. Sin embargo, y a pesar de que su amigo no había dejado de mostrarse locuaz, incluso entretenido, refiriendo millares de odiseicas anécdotas y permitiéndole, además, escuchar en silencio sin tener que intervenir, Heracles había terminado arrepintiéndose de aquella invitación: los detalles del problema que se hallaba a punto de solucionar lo acuciaban. Además, vigilaba de continuo el torcido trayecto del sol, pues no quería llegar tarde a su cita de aquella noche. Pero su sentido ateniense de la hospitalidad le hizo decir:

– Disculpa, Crántor, amigo mío, mi pésima labor como anfitrión. Había dejado que mi mente volara a otro sitio.

– Oh, no quiero estorbar tu meditación, Heracles. Supongo que se halla directamente relacionada con el trabajo…

– Así es. Pero ahora repudio mi poco hospitalario comportamiento. Ea, posemos los pensamientos sobre las ramas y dediquémonos a charlar.

Crántor se pasó el dorso de la mano por la nariz y terminó de engullir la fruta.

– ¿Te va bien? En tu oficio, quiero decir.

– No puedo quejarme. Me tratan mejor que a mis colegas de Corinto o de Argos, que sólo se dedican a descifrar los enigmas oraculares de Delfos para escasos clientes ricos. Aquí me solicitan en variados y agudos asuntos: la solución de un misterio en un texto egipcio, o el paradero de un objeto perdido, o la identidad de un ladrón. Hubo una época, poco después de que te marcharas, al final de la guerra, en que me moría de hambre… No te rías, hablo en serio… A mí también me tocó resolver los acertijos de Delfos. Pero ahora, con la paz, los atenienses no encontramos nada mejor que hacer que descifrar enigmas, incluso cuando no los hay: nos reunimos en el ágora, o en los jardines de Liceo, o en el teatro de Dioniso Eleútero, o simplemente en la calle, y nos preguntamos unos a otros sin cesar… Y cuando nadie puede responder, se contratan los servicios del Descifrador.

Crántor volvió a reír.

– Tú también has escogido la clase de vida que querías, Heracles.

– No sé, Crántor, no sé -se frotó los brazos, desnudos bajo el manto-. Creo que esta clase de vida me ha escogido a mí…

El silencio de Pónsica, que traía una nueva jarra de vino no mezclado, pareció contagiarlos. Heracles advirtió que su amigo (pero ¿Crántor seguía siendo su amigo? ¿Acaso no eran ya dos desconocidos que hablaban de viejas amistades comunes?) no perdía de vista a la esclava. Los últimos rayos de sol se posaban, puros, en las suaves curvas de la máscara sin rasgos; por entre las simétricas aberturas del negro manto de bordes puntiagudos que la cubría de la cabeza a los pies, emergían, delgados pero infatigables como patas de pájaro, los níveos brazos. Pónsica depositó la jarra sobre la mesa con levedad, se inclinó y regresó al interior de la casa. Cerbero, desde su esquina, ladró con furia.

– Yo no puedo, no podría… -murmuró Crántor de repente.

– ¿Qué?

– Llevar una máscara para ocultar mi fealdad. Y supongo que tu esclava tampoco la llevaría si no la obligaras.

– La complicación de sus cicatrices me distrae -dijo Heracles. Y se encogió de hombros para añadir-: Además, es mi esclava, a fin de cuentas. Otros las hacen trabajar desnudas. Yo la he cubierto del todo.

– ¿También su cuerpo te distrae? -sonrió Crántor mesándose la barba con su mano quemada.

– No, pero de ella sólo me interesan su eficiencia y su silencio: necesito ambas cosas para pensar con tranquilidad.

El invisible pájaro lanzó un afilado silbido de tres notas distintas. Crántor volvió la cabeza hacia la casa.

– ¿La has visto alguna vez? -dijo-. Me refiero desnuda.

Heracles asintió.

– Cuando me interesé por ella en el mercado de Falero, el vendedor la desnudó por completo: pensaba que su cuerpo compensaba con creces el deterioro de su rostro, y eso me haría pagar más. Pero yo le dije: «Vístela otra vez. Sólo quiero saber si cocina bien y si puede llevar sin ayuda una casa no demasiado grande». El mercader me aseguró que era muy eficiente, pero yo quería que ella misma me lo dijera. Cuando advertí que no me respondía, supe que su vendedor había intentado ocultarme que no podía hablar. Éste, muy apurado, se apresuró a explicarme la razón de su mudez, y me contó la historia de los bandidos lidios. Añadió: «Pero se expresa con un sencillo alfabeto de gestos». Entonces la compré -Heracles hizo una pausa y bebió un sorbo de vino. Después dijo-: Ha sido la mejor adquisición de mi vida, te lo aseguro. Y ella también ha salido ganando: tengo dispuesto que, a mi muerte, sea manumitida, y, de hecho, ya le he concedido considerable libertad; incluso me pide permiso de vez en cuando para ir a Eleusis, pues es devota de los Sagrados Misterios, y yo se lo otorgo sin problemas -concluyó, sonriente-. Ambos vivimos felices.

– ¿Cómo lo sabes? -dijo Crántor-. ¿Se lo has preguntado alguna vez?

Heracles lo miró por encima del curvo borde de la copa.

– No me hace falta -dijo-. Lo deduzco.

Picudas notas musicales se extendieron por el aire. Crántor entrecerró los ojos y dijo, tras una pausa:

– Todo lo deduces… -se mesaba los bigotes y la barba con la mano quemada-. Siempre deduciendo, Heracles… Las cosas se muestran ante ti enmascaradas y mudas, pero tú deduces y deduces… -movió la cabeza y su semblante adquirió una curiosa expresión: como si admirara la terquedad deductiva de su amigo-. Eres increíblemente ateniense, Heracles. Al menos, los platónicos, como ese cliente tuyo del otro día, creen en verdades absolutas e inmutables que no pueden ver… Pero ¿tú?… ¿En qué crees tú? ¿En lo que deduces?

– Yo sólo creo en lo que puedo ver -dijo Heracles con enorme sencillez-. La deducción es otra forma de ver las cosas.

– Imagino un mundo lleno de personas como tú -Crántor hizo una pausa y sonrió, como si en verdad estuviera imaginándolo-. Qué triste sería.

– Sería eficiente y silencioso -repuso Heracles-. Lo triste sería un mundo de personas platónicas: caminarían por las calles como si volaran, con los ojos cerrados y el pensamiento puesto en lo invisible.

Ambos rieron, pero Crántor se detuvo antes para decir, con extraño tono de voz:

– Así pues, la mejor solución es un mundo de personas como yo.

Heracles levantó cómicamente las cejas.

– ¿Como tú? Sentirían en un momento dado el impulso de quemarse las manos, o los pies, o de darse cabezazos contra la pared… Todos andarían mutilados. Y quién sabe si no habría algunos que serían mutilados por otros…

– Sin duda -replicó Crántor con rapidez-. De hecho, así ocurre cada día en todos los mundos. El pescado que me has servido hoy, por ejemplo, ha sido mutilado por nuestros afilados dientes. Los platónicos creen en lo que no ven, tú crees en lo que ves… Pero todos mutiláis carnes y pescados en las comidas. O higos dulces.

Heracles, sin hacer caso de la burla, engulló el higo que se había llevado a la boca. Crántor prosiguió:

– Y pensáis, y razonáis, y creéis, y tenéis fe… Pero la Verdad… ¿Dónde está la Verdad? -y lanzó una risotada enorme que hizo temblar su pecho. Varios pájaros se desprendieron, como afiladas hojas, de las copas de los árboles.

Tras una pausa, las negras pupilas de Crántor contemplaron fijamente a Heracles.

– He notado que no dejas de observar las cicatrices de mi mano derecha -dijo-. ¿También te distraen? ¡Oh Heracles, cuánto me alegro de lo que hice aquella tarde en Eubea, cuando discutíamos sobre un tema parecido a éste! ¿Recuerdas? Estábamos sentados, tú y yo solos, junto a una pequeña hoguera, en el interior de mi cabaña. Yo te dije: «Si ahora sintiera el impulso de quemarme la mano derecha y me la quemara, te demostraría que hay cosas que no pueden ser razonadas». Tú replicaste: «No, Crántor, porque sería fácil razonar que lo hiciste para demostrarme que hay cosas que no pueden ser razonadas». Entonces extendí el brazo y puse la mano sobre las llamas -imitó el movimiento, colocando el brazo derecho paralelo a la mesa. Prosiguió-: Tú, asombrado, te levantaste de un salto y exclamaste: «¡Crántor, por Zeus, qué haces!». Y yo, sin retirar la mano, repliqué: «¿Por qué te sorprendes tanto, Heracles? ¿No será que, a pesar de tu razonamiento, estoy quemándome la mano? ¿No será que, pese a todas las explicaciones lógicas que tu mente te ofrece sobre el motivo de que yo haga esto, lo cierto es, la realidad es, Heracles Póntor, que me estoy quemando?» -y soltó otra fuerte carcajada-. ¿De qué te sirve el razonamiento cuando ves que la Realidad se quema las manos?

Heracles bajó los ojos hacia su copa.

– De hecho, Crántor, hay un enigma frente al cual mi razonamiento no sirve de nada -dijo-: ¿Cómo es posible que seamos amigos?.

Rieron de nuevo, mesuradamente. En aquel instante, un pequeño pájaro se posó en un extremo de la mesa agitando sus finas alas pardas. Crántor lo contempló en silencio. [37]

– Observa este pájaro, por ejemplo -dijo-. ¿Por qué se ha posado en la mesa? ¿Por qué está aquí, con nosotros?

– Alguna razón tendrá, pero deberíamos preguntárselo.

– Hablo en serio: desde tu punto de vista, podrías pensar que este pequeño pájaro es más importante en nuestras vidas de lo que parece…

– ¿A qué te refieres?

– Quizá… -Crántor adoptó un tono de voz misterioso-. Quizá forme parte de una clave que explicaría nuestra presencia en la gran Obra del mundo…

Heracles sonrió, aunque no se hallaba de buen humor.

– ¿En eso crees ahora?

– No. Hablo exclusivamente desde tu punto de vista. Ya sabes: aquel que siempre está buscando explicaciones corre el riesgo de inventarlas.

– Nadie inventaría algo tan absurdo, Crántor. ¿Quién podría creer que la presencia de este pájaro forma parte de… cómo has dicho… una clave que lo explica todo? [38]

Crántor no respondió: extendió la mano derecha con hipnotizadora lentitud; los dedos, de uñas afiladas y curvas, se abrieron en las proximidades del ave; entonces, de un solo gesto centelleante, atrapó al pequeño animal.

– Hay quien lo cree -dijo-. Voy a contarte una historia -acercó la diminuta cabeza a su rostro y la contempló con expresión extraña (no podría decirse si de ternura o curiosidad) mientras hablaba-. Conocí hace tiempo a un hombre mediocre. Era hijo de un escritor no menos mediocre que él. Este hombre aspiraba a ser escritor como su padre, pero las Musas no lo habían bendecido con igual talento. Así pues, aprendió otras lenguas y se dedicó a traducir textos: fue el oficio más parecido a la profesión paterna que pudo encontrar. Un día, a este hombre le entregaron un antiguo papiro y le dijeron que lo tradujera. Se puso a ello con verdadero afán, día y noche. Se trataba de una obra literaria en prosa, una historia completamente normal, pero el hombre, quizá debido a su incapacidad para crear un texto de su invención, quiso creer que ocultaba una clave. Y ahí empezó su agonía: ¿dónde se hallaba aquel secreto? ¿En lo que decían los personajes?… ¿En las descripciones?… ¿En la intimidad de las palabras?… ¿En las imágenes evocadas?… Por fin, creyó encontrarla… «¡Ya la tengo!», se dijo. Pero después pensó: «¿Acaso esta clave no me lleva a otra, y ésta a su vez a otra, y ésta a otra…?». Como miríadas de pájaros que no pueden ser atrapados… -los ojos de Crántor, repentinamente densos, miraban con fijeza un punto situado más allá de Heracles.

Te miraban a ti. [39]

– ¿Y qué sucedió con aquel hombre?

– Enloqueció -bajo el hirsuto caos de su barba, los labios de Crántor se distendieron en una curva y afilada sonrisa-. Fue terrible: no bien creía haber dado con la clave final, cuando otra muy distinta se posaba en sus manos, y otra, y otra… Al final, completamente loco, dejó de traducir el texto y huyó de su casa. Vagó por el bosque durante varios días como un pájaro ciego. Por último, las alimañas lo devoraron [40] -Crántor bajó la vista hacia el minúsculo frenesí de la criatura que albergaba en la mano y volvió a sonreír-. He aquí la advertencia que hago a todos los que buscan afanosamente claves ocultas: tened cuidado, no sea que, confiados en la rapidez de vuestras alas, no os percatéis de que voláis a ciegas… -con suavidad, casi con ternura, acercó la afilada y picuda uña pulgar a la pequeña cabeza que asomaba entre sus dedos.

La agonía del pájaro fue diminuta y espantosa, como los gritos de un niño torturado bajo tierra.

Heracles bebió plácidamente un sorbo de vino.

Cuando terminó, Crántor soltó al animal sobre la mesa con el gesto de un jugador de petteía arrojando una ficha.

– He aquí mi advertencia -dijo.

El pájaro seguía vivo, pero se estremecía y piaba frenéticamente. Dio dos pequeños y torpes saltos sobre sus patas y sacudió la cabeza, esparciendo a un lado y a otro vistosos copos rojizos.

Heracles, goloso, atrapó otro higo de la fuente.

Crántor contemplaba los sangrientos cabeceos del ave con ojos entrecerrados, como si estuviera pensando en algo poco importante.

– Hermosa puesta de sol -dijo Heracles un poco aburrido, oteando el horizonte. Crántor se mostró de acuerdo.

El pájaro echó a volar de repente -un vuelo tan brutal como una pedrada- fue a dar de lleno en el tronco de uno de los árboles cercanos. Dejó una huella púrpura y soltó un chillido. Entonces ascendió, golpeando las ramas más bajas. Cayó a tierra y remontó el vuelo otra vez, para caer de nuevo, arrastrando con sus cuencas vacías una guirnalda de sangre. Tras varios saltos inútiles, rodó por la hierba hasta quedar inmóvil, aguardando y deseando la muerte.

Heracles comentó, con un bostezo:

– No hace demasiado frío, desde luego. [41]

De repente, Crántor se levantó del diván, como si hubiera dado por finalizada la conversación. Dijo:

– La Esfinge devoraba a aquellos que no respondían correctamente a sus preguntas. Pero ¿sabes lo más terrible, Heracles? Lo más terrible era que la Esfinge tenía alas, y un día se echó a volar y desapareció. Desde entonces, los hombres experimentamos algo muchísimo peor que ser devorados por ella: no saber si nuestras respuestas son correctas -se pasó una de sus enormes manos por la barba y sonrió-. Te agradezco la cena y la hospitalidad, Heracles Póntor. Tendremos ocasión de vernos de nuevo antes de que me marche de Atenas.

– Confío en ello -dijo Heracles.

Y el hombre y el perro se alejaron por el jardín. [42]


Diágoras llegó al lugar convenido al anochecer, y, como ya se había imaginado, hubo de esperar. Agradeció, sin embargo, que el Descifrador no hubiese escogido un sitio tan poblado como el anterior: el de aquella noche era una solitaria esquina más allá de la zona de comercios metecos, frente a las callejuelas que se internaban en los barrios de Kolytos y Melita, a salvo de las miradas de un pueblo cuya escandalosa diversión podía escucharse, no tan débil como Diágoras desearía, proveniente sobre todo del ágora. La noche era fría y caprichosamente neblinosa, impenetrable a las miradas; en ocasiones, un borracho inquietaba, con pasos renqueantes, la oscura paz de las calles; pero también iban y venían los servidores de los astínomos, siempre en pareja o en grupo, portando antorchas y palos, y pequeñas patrullas de soldados que regresaban de custodiar algún servicio religioso. A nadie miraba Diágoras y nadie lo miraba a él. Hubo un hombre, no obstante, que se le acercó: era de baja estatura y vestía un manto raído que le servía también de capucha; por entre sus pliegues se deslizó con prudencia, como la pata de una grulla, un brazo óseo y alargado con la palma de la mano extendida.

– Por Ares guerrero -graznó con voz de cuervo-, serví veinte años en el ejército ateniense, sobreviví a Sicilia y perdí el brazo izquierdo. ¿Y qué ha hecho mi patria ateniense por mí? Echarme a la calle para que busque huesos roídos, como los perros. ¡Ten más piedad que nuestros gobernantes, buen ciudadano!…

Con dignidad, Diágoras buscó algunos óbolos en su manto.

– ¡Vive tantos años como los hijos de los dioses! -dijo el mendigo, agradecido, y se alejó.

Casi al mismo tiempo, Diágoras oyó que alguien lo llamaba. La obesa silueta del Descifrador de Enigmas se recortaba, orlada por la luna, en el extremo de una de las callejuelas.

– Vamos -dijo Heracles.

Caminaron en silencio, internándose en el barrio de Melita.

– ¿Adónde me llevas? -preguntó Diágoras.

– Quiero que veas algo.

– ¿Sabes más cosas?

– Creo saberlo todo.

Heracles hablaba con la misma parquedad de siempre, pero Diágoras creyó percibir en su voz una tensión cuyo origen no supo interpretar. «Quizás es que me aguardan malas noticias», pensó.

– Dime simplemente si Antiso y Eunío tienen algo que ver en todo esto.

– Aguarda. Pronto me lo dirás tú mismo.

Avanzaron por la oscura calle de los herreros, donde se agrupaban los talleres de dicha profesión, que a esas horas de la noche ya habían cerrado; dejaron atrás la casa de baños de Pidea y el pequeño santuario de Hefesto; se introdujeron por una calle tan angosta que un esclavo que llevaba al hombro una pértiga con dos ánforas hubo de aguardar a que ellos salieran para poder entrar; cruzaron la plazuela en honor al héroe Melampo, y la luna les sirvió de guía cuando descendieron por la pendiente de la calle de los establos y en la densa tiniebla de la calle de los curtidores. Diágoras, que no acababa de acostumbrarse a aquellas caminatas silenciosas, dijo:

– Espero, por Zeus, que no se trate de otra hetaira a la que debamos perseguir…

– No. Estamos cerca.

Una hilera de ruinas se extendía a lo largo de la calle en la que se encontraban. Las paredes contemplaban la noche con ojos vacíos.

– ¿Ves a esos hombres con antorchas en la puerta de aquella casa? -señaló Heracles-. Allí es. Ahora, haz lo que yo te diga. Cuando ellos te pregunten qué quieres, responderás: «Vengo a ver la representación» y les entregarás unos cuantos óbolos. Te dejarán pasar. Yo te acompañaré y haré lo mismo.

– ¿Qué significa todo esto?

– Ya te he dicho que tú me lo explicarás después. Vamos.

Heracles llegó primero; Diágoras imitó sus gestos y sus palabras. En el tenebroso zaguán de la destartalada casa se vislumbraba la entrada a una angosta escalera de piedra; varios hombres descendían por ella. Diágoras, con paso trémulo, siguió al Descifrador y se sumergió en la oscuridad. Durante un instante sólo pudo percibir la robusta espalda de su compañero; los peldaños, muy altos, requerían toda su atención. Después empezó a escuchar los cánticos y las palabras. Abajo, la tiniebla era diferente, como elaborada por otro artista, y precisaba de unos ojos distintos; los de Diágoras, desacostumbrados, sólo advirtieron formas confusas. El olor fuerte del vino se mezclaba con el de los cuerpos. Había unas gradas con bancos de madera, y allí se sentaron.

– Mira -dijo Heracles.

Al fondo de la sala, un coro de máscaras recitaba versos alrededor de un altar situado sobre un pequeño escenario; los coreutas elevaban las manos mostrando las palmas. A través de las aberturas de las máscaras, los ojos, aunque oscuros, parecían vigilantes. Antorchas en las esquinas encandilaban el resto de la visión, pero Diágoras, entrecerrando los párpados, pudo distinguir otra silueta enmascarada detrás de una mesa atiborrada de pergaminos.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Una representación teatral -dijo Heracles.

– Ya lo sé. Quiero decir qué…

El Descifrador le indicó con gestos que guardara silencio. El coro había finalizado la antistrofa y sus miembros se agrupaban en fila frente al público. Diágoras comenzó a percibir el agobio de aquel aire irrespirable; pero no era sólo el aire lo que le inquietaba: también estaba el denso afán de los espectadores. Éstos no formaban un grupo muy numeroso -había asientos vacíos- pero si solidario: erguían sus cabezas, balanceaban sus cuerpos al ritmo del canto, bebían vino en pequeños odres; uno de ellos, sentado junto a Diágoras, con los ojos desorbitados, jadeaba. Era el afán.

Diágoras recordaba haberlo observado por primera vez en las representaciones de los poetas Esquilo y Sófocles: una participación casi religiosa, un silencio tácito, inteligente, como el que yace en las palabras escritas, y cierto… ¿qué?… ¿Placer?… ¿Miedo?… ¿Embriaguez?… No podía comprenderlo. Le parecía, a veces, que aquel ritual inmenso era mucho más antiguo que la comprensión de los hombres. No se trataba exactamente de teatro: era algo previo, anárquico; no existían bellos versos que un público culto pudiera traducir a hermosas imágenes; el discurso casi nunca era racional: las madres fornicaban con sus hijos, los padres eran asesinados por éstos, las esposas atrapaban a sus cónyuges en sangrientas e inextricables redes, un crimen se pagaba con otro, la venganza era infinita, las Furias acosaban a culpables e inocentes, los cadáveres quedaban insepultos; por doquier, aullidos de dolor de un coro inclemente; y un terror opresivo, gigantesco, como el del hombre abandonado en medio del mar. Un teatro que era como el ojo de un Cíclope que acechara al público desde su caverna. Diágoras siempre se había sentido inquieto frente a aquellas obras atormentadas. ¡No le sorprendía en absoluto que disgustaran tanto a Platón! ¿Dónde se hallaban, en tales espectáculos, las doctrinas morales, las normas de conducta, el buen hacer del poeta que debe educar al pueblo, el…?

– Diágoras -susurró Heracles-: Fíjate en los dos coreutas de la derecha, en la segunda fila.

Uno de los actores se acercó a la figura que se hallaba detrás de la mesa. Por los altos coturnos que calzaba y la complicada máscara que celaba su rostro parecía tratarse del Corifeo. Emprendió un diálogo esticomítico con el personaje sedente:

CORIFEO: Vamos, Traductor: busca las claves, si es que las hay.

TRADUCTOR: Largo tiempo llevo buscándolas. Pero las palabras me confunden.

CORIFEO: Así pues, ¿piensas que es inútil persistir?

TRADUCTOR: No, pues creo que todo lo que está escrito puede descifrarse.

CORIFEO: ¿No te atemoriza llegar hasta el final?

TRADUCTOR: ¿Por qué habría de atemorizarme?

CORIFEO: Porque es posible que no existan soluciones de ningún tipo.

TRADUCTOR: Mientras tenga fuerzas, seguiré.

CORIFEO: ¡Oh, Traductor: arrastras una piedra que volverá a caer desde la cima!

TRADUCTOR: ¡Es mi Destino: vano sería pretender rebelarme!

CORIFEO: Al parecer, te impulsa una confianza ciega.

TRADUCTOR: ¡Debe haber algo tras las palabras! ¡Siempre hay un significado!

– ¿Los reconoces? -dijo Heracles.

– Oh, dioses -musitó Diágoras.

CORIFEO: Veo que es inútil hacerte cambiar de opinión.

TRADUCTOR: Ahí no te equivocas: atado estoy a esta silla y a estos papiros.

Se escucharon golpes de címbalo. El coro emprendió un rítmico estásimo:

CORO: ¡Lloro por tu destino, Traductor, que ata tus ojos a las palabras, haciéndote creer que acabarás hallando una clave en el texto que traduces! ¿Por qué Atenea, de ojos de lechuza, brindarnos quiso el luminoso conocimiento? ¡Ahí te ves, infortunado, intentando, como Tántalo, alcanzar la fútil recompensa de tus fatigas, pero los significados, huidizos, no puedes atrapar con tus manos extendidas ni con tu experta mirada! ¡Oh suplicio! [43]

Diágoras no quiso mirar más. Se levantó y caminó hacia la salida. Los címbalos resonaron tan fuertes que el sonido se hizo luz, y todos los ojos parpadearon. El coro alzó los brazos:

CORO: ¡Cuidado, Traductor, cuidado! ¡Te vigilan! ¡Te vigilan!

– ¡Diágoras, espérame! -exclamó Heracles Póntor.

CORO: ¡Un peligro te acecha! ¡Ya has sido advertido, Traductor! [44]

En la fría oscuridad de la calle, bajo el ojo vigilante de la luna, Diágoras tomó aire varias veces. El Descifrador, que venía detrás, también jadeaba, pero en su caso era debido al esfuerzo de subir las escaleras.

– ¿Los reconociste? -preguntó.

Diágoras asintió.

– Llevaban máscaras, pero eran ellos.

Regresaron por las mismas calles solitarias. Heracles dijo:

– Pues bien, ¿qué significa? ¿Por qué Antiso y Eunío vienen a este lugar por las noches, embozados en largas túnicas oscuras? Tú, supongo, podrás explicármelo.

– En la Academia opinamos que el teatro es un arte imitativo vulgar -dijo Diágoras con lentitud-: Prohibimos expresamente que nuestros discípulos asistan a representaciones dramáticas, no digamos que participen en ellas. Platón cree… Bueno, todos creemos que la mayoría de los poetas son poco cuidadosos y se dedican a dar mal ejemplo a los jóvenes mostrando personajes nobles que, sin embargo, están repletos de abyectos vicios. El verdadero teatro, para nosotros, no es un entretenimiento grosero dedicado a hacer reír o gritar a la plebe. En el gobierno ideal de Platón, el…

– Por lo visto, no todos tus discípulos opinan así -lo interrumpió Heracles.

Diágoras cerró los ojos con expresión dolorida.

– Antiso y Eunío… -murmuró-. Jamás lo hubiese creído.

– Y Trámaco, probablemente, también. Lo lamento.

– Pero ¿qué clase de… obra grotesca ensayaban? ¿Y qué lugar era ése? No conozco ningún teatro cubierto en la Ciudad, salvo el Odeón.

– ¡Ah, Diágoras: Atenas respira mientras nosotros pensamos! -exclamó Heracles con un suspiro-. Hay muchas cosas que nuestros ojos no ven, pero que pertenecen también al pueblo: diversiones absurdas, oficios inverosímiles, actividades irracionales… Tú no sales nunca de tu Academia y yo nunca salgo de mi cerebro, que vienen a ser lo mismo, pero Atenas, mi querido Diágoras, no es nuestra idea de Atenas…

– ¿Ahora opinas igual que Crántor?

Heracles se encogió de hombros.

– Lo que intento decirte, Diágoras, es que la vida tiene lugares extraños que ni tú ni yo hemos visitado jamás. El esclavo que me ofreció la información me aseguró que existen en la Ciudad varios teatros clandestinos como éste. Por regla general, se trata de viejas casas adquiridas a bajo precio por comerciantes metecos, que éstos, después arriendan a los poetas. Con el dinero que recaudan, pagan sus fuertes impuestos. Por supuesto los arcontes no permiten tal actividad, pero, como acabas de ver, público no les falta… El teatro es un negocio bastante lucrativo en Atenas.

– Y respecto a la obra…

– No conozco el título ni el tema, pero sí el autor: es una tragedia de Menecmo, el escultor poeta. ¿Lo viste actuar?

– ¿A Menecmo?

– Sí, era el hombre que estaba sentado en la mesa, el que hacía de Traductor. Su máscara era pequeña y pude reconocerle. Un individuo realmente curioso: tiene un taller de escultura en el Cerámico, donde se gana la vida realizando frisos para las casas de nobles atenienses, y escribe tragedias que nunca estrena oficialmente, sino para un grupo de «escogidos», poetas mediocres como él, en estos teatrillos ocultos. He hecho algunas averiguaciones en su barrio. Según parece, usa su taller para algo más que para trabajar: organiza fiestas nocturnas al estilo siracusano, orgías que harían palidecer a un Mórico. Los principales invitados son los mozalbetes que le sirven de modelos en sus mármoles y de coreutas en sus obras…

Diágoras se volvió hacia Heracles.

– No te atreverás a insinuar… -dijo.

Heracles se encogió de hombros y suspiró, como si se viera en la obligación de dar una mala noticia y ello le causara cierto pesar.

– Ven -dijo-. Detengámonos aquí y hablemos.

Se hallaban en una zona despejada, junto a una Stoa de paredes decoradas con pinturas que evocaban rostros humanos. El artista había suprimido todos los rasgos salvo los ojos, que permanecían abiertos y vigilantes. A lo lejos, en la calle observada por la luna, ladró un perro.

– Diágoras -dijo Heracles con lentitud-, pese al breve tiempo que llevamos tratándonos, creo conocerte un poco, y sospecho que lo mismo te ocurre a ti conmigo. Lo que voy a decirte no te va a agradar, pero es la verdad, o parte de ella. Y tú me has pagado para saberla.

– Habla -dijo Diágoras-. Te escucharé.

Empleando un tono tan delicado como las alas de un pequeño pájaro, Heracles comenzó:

– Trámaco, Antiso y Eunío han llevado… y llevan… una vida, digamos, un tanto disipada. No me preguntes el motivo: no creo que debas sentirte responsable como mentor. Pero el hecho es éste: que la Academia les aconseja rechazar las emociones vulgares del placer físico, así como participar en obras teatrales, pero ellos se relacionan con hetairas y hacen de coreutas… -alzó una mano con rapidez, como si hubiera percibido que Diágoras se hallaba a punto de interrumpirle-. En teoría, esto no es malo, Diágoras. Incluso puede que algunos de tus colegas mentores lo conozcan y lo permitan. A fin de cuentas, son cosas de jóvenes. Pero en el caso de Antiso y Eunío… y probablemente de Trámaco… Bien, digamos que exageraron un poco. Conocieron a Menecmo, aún no sé cómo, y se convirtieron en fervientes… discípulos de su… peculiar «escuela» nocturna. El esclavo que contraté para que siguiera a Antiso anoche me dijo que, después de actuar en el teatro que hemos visto, Eunío y Antiso se marcharon con Menecmo a su taller… y participaron en una pequeña fiesta.

– Una fiesta… -los ojos de Diágoras se movían, vigilantes, en sus órbitas, como si quisieran abarcar de una sola mirada toda la figura del Descifrador-. ¿Qué fiesta?


Los ojos del viejo vigilaban, asomados… el taller de esculturas… un hombre maduro… varios adolescentes… reían… resplandores de las lámparas… mientras los adolescentes aguardaban… una mano… cintura… El viejo se pasó la lengua por los labios… la caricia… un jovencito, mucho más hermoso… completamente desnudo… el vino derramado… Así, decía… El viejo, sorprendido… mientras el escultor… acercándose… lento y suave… más suave… Ah, gimió… al tiempo que los demás jóvenes… redondeces. Entonces, volcados todos… postura extraña… piernas… desesperante… en la penumbra… con el sudor… Espera, le oyó murmurar… «Increíble», pensó el viejo. [45]


– Es ridiculo -dijo Diágoras con voz ronca-. ¿Por qué no dejan la Academia entonces?

– No lo sé -Heracles se encogió de hombros-. Quizá por las mañanas quieren pensar como hombres y por las noches gozar como animales. No tengo la menor idea al respecto. Pero éste no es el problema más grave. Lo cierto es que sus familias desconocen la doble vida que llevan. La viuda Etis, por ejemplo, se siente satisfecha por la educación que Trámaco estaba recibiendo en la Academia… Y no hablemos del noble Praxínoe, el padre de Antiso, que es prítano de la Asamblea, o de Trisipo, el padre de Eunío, un antiguo y glorioso estratego… ¿Qué ocurriría, me pregunto, si la actividad nocturna de tus alumnos llegara a trascender?

– Sería horrible para la Academia… -murmuró Diágoras.

– Sí, pero ¿y para ellos? Más aún ahora, al cumplir la edad de la efebía, cuando adquieren derechos legales… ¿Cómo crees que reaccionarían sus nobles padres, que tanto han deseado que se eduquen según los ideales del maestro Platón? Yo creo que los primeros interesados en que nada de esto se sepa son tus alumnos… no digamos el propio Menecmo.

Y, como si ya no tuviera nada más que decir, Heracles reanudó la marcha por la solitaria calle. Diágoras lo siguió en silencio, vigilando su rostro. Heracles dijo:

– Todo lo que te he contado hasta aquí se aproxima mucho a la verdad. Ahora procederé a explicarte mi hipótesis, que considero bastante probable. En mi opinión, todo iba bien para ellos hasta que Trámaco decidió delatarles…

– ¿Qué?

– Es posible que la conciencia le remordiera al saber que traicionaba las normas de la Academia, quién sabe. Sea como fuere, mi teoría es ésta: que Trámaco decidió hablar. Contarlo todo.

– No hubiera sido tan terrible -se apresuró a decir Diágoras-. Yo habría comprendido…

Heracles lo interrumpió.

– No sabemos cuánto es todo, recuérdalo. No conocemos muy bien la índole exacta de la relación que mantenían, y mantienen, con el tal Menecmo…

Heracles hizo una pausa para crear un silencio lo suficientemente explícito. Diágoras murmuró:

– ¿Pretendes decirme que… su terror en el jardín…?

La expresión de Heracles evidenció que no era ése el aspecto que él consideraba más importante. Pero dijo:

– Sí, quizá. Sin embargo, debes tener en cuenta que yo nunca quise investigar el supuesto terror que afirmas haber visto en los ojos de Trámaco, sino…

– … algo que viste en su cadáver y que no has querido contarme -se impacientaba Diágoras.

– Exacto. Lo que ocurre es que ahora todo encaja. El hecho de haberte ocultado este detalle, Diágoras, obedecía a que sus implicaciones son tan desagradables que deseaba, en primer lugar, establecer alguna clase de hipótesis que pudiera explicarlo. Pero creo que ha llegado el momento de revelártelo.

De improviso, Heracles se llevó una mano a la boca. A Diágoras le pareció, por un instante, que el Descifrador pretendía amordazarse a sí mismo para no hablar. Pero, luego de acariciarse la pequeña barba plateada, Heracles dijo:

– A primera vista, se trata de algo muy simple. El cuerpo de Trámaco, como sabes, se hallaba cubierto de mordiscos, pero… no del todo. Quiero decir que sus brazos estaban casi ilesos. Y ése fue el detalle que me sorprendió. Lo primero que hacemos cuando nos atacan es alzar los brazos, y en ellos recibimos los primeros golpes. ¿Cómo se explica que una manada entera de lobos atacara al pobre Trámaco sin herirle apenas los brazos? Sólo existe una posible explicación: los lobos encontraron a Trámaco, como mínimo, inconsciente, y comenzaron a devorarlo sin necesidad de enfrentarse a él… Se fueron directamente a lo más seguro: incluso le arrancaron el corazón…

– Ahórrame los detalles -replicó Diágoras-. Lo que no comprendo es cómo se relaciona todo esto con… -de repente se interrumpió. El Descifrador lo vigilaba con fijeza, como si los ojos de Diágoras expresaran mejor su pensamiento que las palabras-. Un momento: has dicho que los lobos encontraron a Trámaco, como mínimo, inconsciente…

– Trámaco nunca se fue a cazar -continuó Heracles, impasible-. Mi hipótesis es que iba a contarlo todo. Probablemente, Menecmo…, y me gustaría pensar que fue Menecmo…, lo citó aquel día en las afueras de la Ciudad para llegar a alguna clase de trato con él. Hubo una discusión… y quizás una pelea. O puede que Menecmo ya tuviera pensado silenciar a Trámaco de la peor forma posible. Después, los lobos, por azar, hicieron desaparecer las pruebas. Ahora bien, esto es tan sólo una hipótesis…

– Cierto, porque Trámaco podía estar simplemente durmiendo cuando los lobos lo encontraron -apuntó Diágoras.

Heracles negó con la cabeza.

– Un hombre que duerme es capaz de despertarse y defenderse… No, no lo creo: las heridas de Trámaco demuestran que no se defendió. Los lobos encontraron un cuerpo inmóvil.

– Pero puede que…

– … que perdiera el conocimiento por cualquier otra causa, ¿no? Es lo que pensé al principio, por eso no quería revelarte mis sospechas. Pero, si es así, ¿por qué Antiso y Eunío han empezado a tener miedo después de la muerte de su amigo? Antiso, incluso, ha decidido marcharse de Atenas…

– Temen, quizá, que descubramos la doble vida que llevan.

Heracles replicó de inmediato, como si todas las sugerencias que le pudiera hacer Diágoras las considerara terreno conocido:

– Olvidas el último detalle: si tanto miedo tienen a ser descubiertos, ¿por qué continúan con sus actividades? No niego que les preocupe ser descubiertos, pero creo que les preocupa mucho más Menecmo… Ya te he dicho que he hecho averiguaciones sobre él. Es un individuo irascible y violento, de peculiar fuerza física a pesar de su delgadez. Puede que ahora Antiso y Eunío sepan de lo que es capaz, y estén asustados.

El filósofo cerró los ojos y apretó los labios. La ira lo sofocaba.

– Ese… maldito -masculló-. ¿Qué sugieres? ¿Acusarlo públicamente?

– Aún no. Primero hemos de asegurarnos del grado de culpabilidad de cada uno de ellos. Después tendremos que saber exactamente lo que ocurrió con Trámaco. Y por último… -el rostro de Heracles adoptó una extraña expresión-. Lo más importante: confiar en que la incómoda sensación que anida en mi interior desde que acepté este trabajo, una sensación que es como un gran ojo que vigilara mis pensamientos, sea falsa…

– ¿Qué sensación?

La mirada de Heracles, perdida en el aire de la noche, era inescrutable. Tras una pausa respondió con lentitud:

– La de estar, por primera vez en mi vida, equivocado por completo. [46]


Allí estaba -sus ojos podían verlo en la oscuridad-: Lo había buscado sin cesar, vigilante, entre las opacas espirales de piedra de la caverna. Era el mismo, no cabía ninguna duda. Lo reconoció, como en otras ocasiones, por el ruido: una sorda palpitación, como el puño forrado de cuero de un pugilista que golpeara, a intervalos regulares, el interior de su cabeza. Pero no era eso lo que importaba. Lo absurdo, lo ilógico, lo que su ojo racional se negaba a aceptar, era la flotante presencia del brazo cuya mano aferraba la víscera con fuerza. Allí, más allá del hombro, era adonde debía mirar. Pero ¿por qué las sombras se espesaban precisamente en aquel punto? ¡Apartaos, tinieblas! Era necesario saber qué se ocultaba en aquel coágulo de negrura, qué cuerpo, qué imagen. Se acercó y extendió la mano… Los latidos arreciaron. Ensordecido, se despertó bruscamente… y comprobó con incredulidad que los ruidos proseguían.

Alguien llamaba a la puerta de su casa con fuertes golpes.

– ¿Qué…?

No estaba soñando: la llamada era apremiante. Tanteó hasta encontrar su manto, doblado pulcramente sobre un asiento cercano al lecho. Por el leve rasguño del ventanuco de su dormitorio se filtraba, apenas, la mirada vigilante del Alba. Cuando salió al pasillo, un rostro ovalado que consistía tan sólo en las aberturas negras de los ojos se acercó flotando en el aire.

– ¡Pónsica, abre la puerta!… -dijo.

Al principio, neciamente, le inquietó que ella no le respondiera. «Por Zeus, aún estoy dormido: Pónsica no puede hablar.» La esclava ejecutó nerviosos gestos con su mano derecha; con la izquierda sostenía una lámpara de aceite.

– ¿Qué?… ¿Miedo?… ¿Tienes miedo?… ¡No seas estúpida!… ¡Debemos abrir la puerta!

Rezongando, apartó a la muchacha de un empellón y se dirigió al zaguán. Los golpes se repitieron. No había luces -recordó que la única lámpara la llevaba ella-, de modo que al abrir, el espantoso sueño que había tenido hacía sólo unos instantes -tan parecido al de la noche previa- rozó su memoria de igual forma que una telaraña acaricia los ojos inadvertidos de aquel que, sin vigilar sus pasos, avanza por la penumbra de una antigua casa. Pero en el umbral no le aguardaba ninguna mano oprimiendo un corazón palpitante, sino la silueta de un hombre. Casi al mismo tiempo, la llegada de Pónsica con la luz desveló su rostro: mediana edad, ojos vigilantes y legañosos; vestía el manto gris de los esclavos.

– Me envía mi amo Diágoras con un mensaje para Heracles de Póntor -dijo, con fuerte acento beocio.

– Yo soy Heracles Póntor. Habla.

El esclavo, un poco intimidado por la presencia inquietante de Pónsica, obedeció, indeciso:

– El mensaje es: «Ven cuanto antes. Ha habido otra muerte». [47]

Загрузка...