Parece adecuado que detengamos un instante el veloz curso de esta historia para decir algunas rápidas palabras acerca de sus principales protagonistas: Heracles, hijo de Frínico, del demo de Póntor, y Diágoras, hijo de Jámpsaco, del demo de Medonte. ¿Quiénes eran? ¿Quiénes creían ser ellos? ¿Quiénes creían los demás que eran?
Acerca de Heracles, diremos que [12]
Acerca de Diágoras [13]
Y, una vez bien enterado el lector de estos pormenores concernientes a la vida de nuestros protagonistas, reanudamos el relato sin pérdida de tiempo con la narración de lo sucedido en la ciudad portuaria del Pireo, donde Heracles y Diágoras acudieron en busca de la hetaira llamada Yasintra.
La buscaron por las angostas callejuelas por las que viajaba, veloz, el olor del mar; en los oscuros vanos de las puertas abiertas; aquí y allá, entre los pequeños cúmulos de mujeres silenciosas que sonreían cuando ellos se acercaban y, sin transición, se enseriaban al ser interrogadas; arriba y abajo, por las pendientes y las cuestas que se hundían al borde del océano; en las esquinas donde una sombra -mujer u hombre- aguardaba silenciosa. Preguntaron por ella a las ancianas que aún se pintaban, cuyos rostros de bronce, inexpresivos, cubiertos de albayalde, parecían tan antiguos como las casas; depositaron óbolos en manos temblorosas y agrietadas como papiros; escucharon el tintineo de las ajorcas doradas cuando los brazos se alzaban para señalar una dirección o un nombre: pregunta a Kopsias, Melita lo sabe, quizás en casa de Talia, Anfítrite la busca también; Eo ha vivido más en este barrio, Clito las conoce mejor, yo no soy Talia sino Meropis. Y mientras tanto, los ojos, bajo párpados sobrecargados de tinturas, siempre entrecerrados, siempre veloces, móviles en sus tronos de pestañas negras y dibujos de azafrán o marfil o rojizo oro, los ojos de las mujeres, siempre rápidos, como si sólo en las miradas las mujeres fueran libres, como si sólo reinaran tras el negror de las pupilas que destellaban de… ¿burla?, ¿pasión?, ¿odio?, mientras sus labios quietos, las facciones endurecidas y la brevedad de las respuestas ocultaban sus pensamientos; sólo los ojos fugaces, penetrantes, terribles.
La tarde se agotaba sin pausas sobre los dos hombres. Por fin, Diágoras, frotándose los brazos bajo el manto con gestos veloces, decidió hablar:
– Pronto llegará la noche. El día ha transcurrido muy rápido. Y aún no la hemos encontrado… Hemos preguntado, por lo menos, a veinte de ellas, y sólo hemos recibido indicaciones confusas. Creo que intentan ocultarla, o engañarnos.
Siguieron avanzando por la estrecha calle en pendiente. Más allá de los tejados, el ocaso púrpura revelaba el final del mar. La multitud y el frenético ritmo del puerto del Pireo quedaban atrás, también los lugares más frecuentados por aquellos que buscaban placer o diversión: ahora se hallaban en el barrio donde ellas vivían, un bosque de veredas de piedra y árboles de adobe donde la oscuridad llegaba antes y la Noche se alzaba prematura; una soledad habitada, oculta, repleta de ojos invisibles.
– Al menos, tu conversación resulta distraída -dijo Diágoras sin molestarse en disimular su irritación. Le parecía que llevaba horas hablando solo; su compañero se limitaba a caminar, gruñir y, de vez en cuando, dar buena cuenta de uno de los higos de su alforja-. Me encanta tu facilidad para el diálogo, por Zeus… -se detuvo y volvió la cabeza, pero sólo el eco de sus pasos les seguía-. Estas callejuelas repugnantes, atiborradas de basura y mal olor… ¿Dónde está la ciudad «bien construida», como define todo el mundo al Pireo? ¿Es éste el famoso trazado «geométrico» de las calles que, según dicen, elaboró Hipódamo de Mileto? ¡Por Hera, que ni siquiera veo inspectores de los barrios, astínomos, esclavos o soldados, como en Atenas! No me parece estar entre griegos sino en un mundo bárbaro… Además, no es sólo mi impresión: este sitio es peligroso, puedo olfatear el peligro igual que el olor del mar. Claro que, gracias a tu animada charla, me siento más tranquilo. Tu conversación me consuela, me hace olvidar por dónde voy…
– No me pagas para que hable, Diágoras -dijo Heracles con suprema indiferencia.
– ¡Gracias a Apolo, oigo tu voz! -ironizó el filósofo-. ¡Pigmalión no se asombró tanto cuando Galatea le habló! Mañana sacrificaré una cabritilla en honor de…
– Calla -lo interrumpió el Descifrador con rapidez-. Ésa es la casa que nos han dicho…
Un agrietado muro gris se alzaba con dificultad a un lado de la calle; frente al hueco de la puerta reuníase un cónclave de sombras.
– Querrás decir la séptima -protestó Diágoras-: Ya he preguntado en vano en otras seis casas anteriores.
– Pues, teniendo en cuenta tu creciente experiencia, no creo que te resulte difícil interrogar ahora a estas mujeres…
Los oscuros chales que ocultaban los rostros se transformaron velozmente en miradas y sonrisas cuando Diágoras se acercó.
– Perdonadnos. Mi amigo y yo buscamos a la bailarina llamada Yasintra. Nos han dicho…
Igual que la rama tronchada que el cazador pisa por descuido alarma a la presa que, fugacísima, huye del calvero para buscar la seguridad de la espesura, así las palabras de Diágoras provocaron una inesperada reacción en el grupo: una de las muchachas se alejó corriendo calle abajo con celeridad mientras las demás, apresuradas, se introducían en la casa.
– ¡Espera! -gritó Diágoras a la sombra que huía-. ¿Ésa es Yasintra? -preguntó a las otras mujeres-. ¡Esperad, por Zeus, sólo queremos…!
La puerta se cerró con precipitación. La calle ya estaba vacía. Heracles continuó su camino sin apresurarse y Diágoras, muy a pesar suyo, lo siguió. Un instante después, dijo:
– ¿Y ahora? ¿Qué se supone que vamos a hacer? ¿Por qué seguimos caminando? Se ha marchado. Ha huido. ¿Es que piensas alcanzarla a este paso? -Heracles gruñó y extrajo con calma otro higo de la alforja. En el colmo de la exasperación, el filósofo se detuvo y le dirigió vivaces palabras-: ¡Escucha de una vez! Hemos buscado a esa hetaira durante todo el día por las calles del puerto y del interior, en las casas de peor fama, en el barrio alto y en el bajo, aquí y allá, apresuradamente, confiando en la palabra mendaz de las almas mediocres, los espíritus incultos, las soeces alcahuetas, las mujeres malvadas… Y ahora que, al parecer, Zeus nos había permitido encontrarla ¡vuelve a perderse! ¡Y tú sigues caminando sin prisas, como un perro satisfecho, mientras…!
– Cálmate, Diágoras. ¿Quieres un higo? Te dará fuerzas para…
– ¡Déjame en paz con tus higos! ¡Quiero saber por qué continuamos caminando! Creo que deberíamos intentar hablar con las mujeres que entraron en la casa y…
– No: la mujer que buscamos es la que ha huido -dijo tranquilamente el Descifrador.
– ¿Y por qué no corremos tras ella?
– Porque estamos muy cansados. Al menos, yo lo estoy. ¿Tú no?
– Si es así -Diágoras se irritaba cada vez más-, ¿por qué continuamos caminando?
Heracles, sin detenerse, se permitió un breve silencio mientras masticaba.
– En ocasiones, el cansancio se quita con cansancio -dijo-. De esta forma, tras muchos cansancios seguidos nos volvemos incansables.
Diágoras lo vio alejarse al mismo ritmo, calle abajo, y, a regañadientes, se unió a él.
– ¡Y todavía te atreves a decir que no te gusta la filosofía! -resopló.
Caminaron durante un trecho en el silencio de la Noche cercana. La calle por la que había huido la mujer proseguía sin interrupciones entre dos filas de casas ruinosas. Muy pronto, la oscuridad sería absoluta, y ni siquiera las casas podrían vislumbrarse.
– Estas callejuelas viejas y tenebrosas… -se quejó Diágoras-. ¡Sólo Atenea sabe adónde puede haber ido esa mujer! Era joven y ágil… Creo que sería capaz de correr sin detenerse hasta salir del Ática…
Y la imaginó huyendo, en efecto, hacia los bosques colindantes, dejando huellas en el barro con sus pies descalzos, bajo el brillo de una luna tan blanca como un lirio en las manos de una muchacha, sin importarle la oscuridad (pues, sin duda, conocería el camino), saltando sobre los lirios, la respiración agitando su pecho, el sonido de sus pasos atenuado por la distancia, los ojos de cervatilla muy abiertos. Quizá se despojaría de la ropa para correr con más presteza, y la blancura de lirio de su cuerpo desnudo cruzaría la espesura como un relámpago sin que los árboles lo estorbaran, el pelo suelto enredándose apenas en la cornamenta de las ramas, finas como tallos de plantas o dedos de muchacha, veloz, desnuda y pálida como una flor de marfil que una adolescente sostuviera entre sus manos mientras huye. [14]
Habían llegado a una encrucijada. Más allá, la calle se prolongaba con un pasaje estrecho, sembrado de piedras; otra callejuela arrancaba a la izquierda; a la derecha, un pequeño puente entre dos casas altas cobijaba un angosto túnel cuyo extremo final se perdía entre las sombras.
– ¿Y ahora? -se irritó Diágoras-. ¿Debemos echar a suertes nuestro camino?
Sintió la presión en el brazo y se dejó conducir en silencio, dócilmente pero con rapidez, hacia la esquina más cercana al túnel.
– Esperaremos aquí -susurró Heracles.
– Pero ¿y la mujer?
– A veces esperar es una forma de perseguir.
– ¿Acaso supones que va a regresar sobre sus pasos?
– Por supuesto -Heracles capturó otro higo-. Siempre se regresa. Y habla más bajo: la presa puede asustarse.
Esperaron. La luna descubrió su cuerna blanca. Un golpe de viento fugacísimo animó la quietud de la noche. Ambos hombres se arrebujaron aún más en sus mantos; Diágoras reprimió un escalofrío, pese a que la temperatura era menos desagradable que en la Ciudad debido a la presencia moderadora del mar.
– Viene alguien -susurró Diágoras.
Era como el lento ritmo de los pies descalzos de una muchacha. Pero lo que llegó hasta ellos procedente de las estrechas calles más allá de la encrucijada no fue una persona sino una flor: un lirio estropeado por las manos fuertes de la brisa; sus pétalos golpearon las piedras cercanas al escondite de Heracles y Diágoras, y, desparramada, siguió su apresurado camino entre un aire con olor a espuma y sal, perdiéndose calle arriba, sostenida por el viento como por una muchacha deslumbrante -ojos de mar, cabellos de luna- que la llevara entre los dedos mientras corriera.
– No era nada. Sólo el viento -dijo Heracles. [15]
El tiempo murió durante un breve instante. Diágoras, que empezaba a estar aterido de frío, se descubrió hablando en voz baja con la robusta sombra del Descifrador, a quien ya no podía ver el rostro:
– Nunca imaginé que Trámaco… Quiero decir, ya me entiendes… Nunca creí que… La pureza era una de sus principales virtudes, o al menos así me lo parecía. Lo último que hubiese llegado a creer de él era esto… ¡Relacionarse con una vulgar…! ¡Pero si todavía no era un hombre!… Ni siquiera se me ocurrió pensar que sintiera los deseos de un efebo… Cuando Lisilo me lo dijo…
– Calla -dijo de repente la sombra de Heracles-. Escucha.
Eran como rápidos arañazos entre las piedras. Diágoras recibió en su oído el tibio aliento del Descifrador un momento antes de oír su voz.
– Échate sobre ella con rapidez. Protege tu entrepierna con una mano y no pierdas de vista sus rodillas… Y procura tranquilizarla.
– Pero…
– Haz lo que te digo o se escapará de nuevo. Yo te secundaré.
«¿Qué quiere decir con yo te secundaré?», pensó Diágoras, indeciso. Pero no tuvo tiempo de hacerse más preguntas.
Ágil, rápida, silenciosa, una silueta se extendió como una alfombra por el suelo de la encrucijada, proyectada por un rastro de luna. Diágoras se abalanzó sobre ella cuando, inadvertida, se encarnó en un cuerpo junto a él. Una mata de pelo perfumado se revolvió con violencia frente a su rostro y unas formas musculares se agitaron entre sus brazos. Diágoras empujó aquella cosa hacia la pared opuesta.
– ¡Por Apolo, basta! -exclamó, y se echó sobre ella-. ¡No vamos a hacerte nada! Sólo queremos hablar… Calma… -la cosa cesó de moverse y Diágoras se apartó un poco. No pudo verle el rostro: se enmascaraba con las manos; por entre los dedos, largos y delgados como tallos de lirio, brillaba una mirada-. Sólo vamos a hacerte unas preguntas… Sobre un efebo llamado Trámaco. Lo conocías, ¿no? -pensó que ella terminaría por abrirle la puerta de sus manos, apartar aquellas frondas tenues y mostrar su rostro, más tranquila. Fue entonces cuando sintió el relámpago en el vientre inferior. Vio la luz antes de percibir el dolor: era cegadora, perfecta, y anegó sus ojos como un líquido rellena rápidamente una vasija. El dolor aguardó un poco más, agazapado entre sus piernas; entonces se desperezó con rabia y ascendió súbito hasta su conciencia como un vómito de cristales. Cayó al suelo tosiendo, y ni siquiera percibió el golpe de sus rodillas contra la piedra.
Hubo un forcejeo. Heracles Póntor se abalanzó sobre la cosa. No la trató con miramientos, como había hecho Diágoras: la cogió de los delgados brazos y la hizo retroceder con rapidez hasta la pared; la oyó gemir -un jadeo de hombre- y volvió a usar la pared como arma. La cosa respondió, pero él apoyó su obeso cuerpo contra ella para impedirle usar las rodillas. Vio que Diágoras se incorporaba con dificultad. Entonces le dirigió a su presa rápidas palabras:
– No te haremos daño a menos que no nos dejes otra elección. Y si vuelves a golpear a mi compañero, no me dejarás otra elección -Diágoras se apresuró a ayudarle. Heracles dijo-: Sujétala bien esta vez. Ya te advertí que tuvieras cuidado con sus rodillas.
– Mi amigo… habla la verdad… -Diágoras tomaba aliento en cada palabra-. No quiero hacerte daño… ¿Me has comprendido? -la cosa asintió con la cabeza, pero Diágoras no disminuyó la presión que ejercía sobre sus brazos-. Sólo serán unas preguntas…
La lucha cedió súbitamente, como cede el frío cuando los músculos se esfuerzan en una veloz carrera. De repente, Diágoras percibió cómo la cosa se convertía, sin pausas, en una mujer. Sintió por primera vez la firme proyección de sus pechos, la estrechez de la cintura, el olor distinto, la tersura de su dureza; advirtió el crecimiento de los oscuros rizos del pelo, la emergencia de los esbeltos brazos, la formación de los contornos. Por fin, sorprendió sus rasgos. Era extraña, eso fue lo primero que pensó: descubrió que la había imaginado (no sabía la razón) muy hermosa. Pero no lo era: los rizos de su cabello formaban un pelaje desordenado; los ojos eran demasiado grandes y muy claros, como los de un animal, aunque no advirtió el color en la penumbra; los pómulos, flacos, denunciaban el cráneo bajo la piel tensa. Se apartó de ella, confuso, sintiendo aún el lento latido del dolor en su vientre. Dijo, y sus palabras se envolvieron en humo con el aliento:
– ¿Eres Yasintra?
Ambos jadeaban. Ella no respondió.
– Conocías a Trámaco… Él te visitaba.
– Ten cuidado con sus rodillas… -escuchó a infinita distancia la voz de Heracles.
La muchacha seguía mirándolo en silencio.
– ¿Te pagaba por las visitas? -no entendió muy bien por qué había hecho aquella pregunta.
– Claro que me pagaba -dijo ella. Ambos hombres pensaron que muchos efebos no poseían una voz tan viril: era el eco de un oboe en una caverna-. Los ritos de Bromion se pagan con peanes; los de Cipris, con óbolos.
Diágoras, sin saber la razón, se sintió ofendido: quizá la ofensa radicaba en que la muchacha no parecía asustada. ¿Había advertido, incluso, que sus gruesos labios se burlaban de él en la oscuridad?
– ¿Cuándo lo conociste?
– En las pasadas Leneas. Yo bailaba en la procesión del dios. Él me vio bailar y me buscó después.
– ¿Te buscó? -exclamó Diágoras, incrédulo-. ¡Si aún no era un hombre!…
– Muchos niños también me buscan.
– Quizá hablas de otra persona…
– Trámaco, el adolescente al que mataron los lobos -replicó Yasintra-. De ése hablo.
Heracles intervino, impaciente:
– ¿Quiénes creías que éramos?
– No comprendo -Yasintra volvió hacia él su acuosa mirada.
– ¿Por qué huíste de nosotros cuando preguntamos por ti? No eres de las que suelen huir de los hombres. ¿A quiénes esperabas?
– A nadie. Huyo cuando me apetece.
– Yasintra -Diágoras parecía haber recobrado la calma-, necesitamos tu ayuda. Sabemos que a Trámaco le sucedía algo. Un problema muy grave lo atormentaba. Yo… Nosotros fuimos sus amigos y queremos averiguar qué le ocurría. Tu relación con él ya no importa. Sólo nos interesa saber si Trámaco te habló de sus preocupaciones…
Quiso añadir: «Oh, por favor, ayúdame. Es mucho más importante para mí de lo que crees». Le hubiera pedido ayuda cien veces, pues se sentía desvalido, frágil como un lirio en las manos de una doncella. Su conciencia había perdido todo rastro de orgullo y se había convertido en una adolescente de ojos azules y cabellos radiantes que gemía: «Ayúdame, por favor, ayúdame». Pero aquel deseo, tan ligero como el roce de la túnica blanca de una muchacha con los pétalos de una flor, y, a la vez, tan ardiente como el cuerpo núbil y deleitable de la misma muchacha desnuda, no se tradujo en palabras. [16]
– Trámaco no solía hablar mucho -dijo ella-. Y no parecía preocupado.
– ¿Te pidió ayuda en alguna ocasión? -preguntó Heracles.
– No. ¿Por qué había de hacerlo?
– ¿Cuándo lo viste por última vez?
– Hace una luna.
– ¿Nunca te hablaba de su vida?
– A mujeres como yo, ¿quién nos habla?
– ¿Su familia estaba de acuerdo con vuestra relación?
– No había ninguna relación: él me visitaba de vez en cuando, me pagaba y se iba.
– Pero puede que a su familia no le gustara que su noble hijo se desahogara contigo de vez en cuando.
– No lo sé. No era a su familia a quien yo tenía que complacer.
– Así pues, ¿ningún familiar te prohibió que siguieras viéndolo?
– Nunca hablé con ninguno… -replicó Yasintra, cortante.
– Pero quizá su padre supo algo de lo vuestro… -insistió Heracles con calma.
– El no tenía padre.
– Es verdad -dijo Heracles-: Quise decir su madre.
– No la conozco.
Hubo un breve silencio. Diágoras miró al Descifrador, buscando ayuda. Heracles se encogió de hombros.
– ¿Puedo marcharme ya? -dijo la muchacha-. Estoy cansada.
No le respondieron, pero ella se apartó de la pared y se alejó. Su cuerpo, envuelto en un largo chal oscuro y una túnica, se movía con la bella parsimonia de un animal del bosque. Las ajorcas y brazaletes invisibles resonaban con los pasos. En el límite de la oscuridad se volvió hacia Diágoras.
– No quería golpearte -dijo.
Regresaban a la Ciudad en plena noche, por el camino de los Muros Largos.
– Siento lo del rodillazo -comentó Heracles un poco apenado por el hondo silencio que había mantenido el filósofo desde la conversación con la hetaira-. ¿Aún te duele?… Bueno, no se puede decir que no te lo advertí… Yo conozco muy bien a esa clase de hetairas bailarinas. Son muy ágiles y saben defenderse. Cuando huyó, comprendí que nos atacaría si la abordábamos.
Hizo una pausa confiando en que Diágoras diría algo, pero su compañero siguió caminando con la cabeza inclinada, la barba apoyada en el pecho. Las luces del Pireo habían quedado atrás hacía tiempo, y la gran vía de piedra (no muy concurrida pero más segura y más rápida que la ruta común, según Heracles), flanqueada por los muros que construyera Temístocles y derribara Lisandro para ser reconstruidos después, se extendía oscura y silenciosa bajo la noche invernal. A lo lejos, hacia el norte, el débil resplandor de las murallas de Atenas destacaba como un sueño.
– Ahora eres tú, Diágoras, quien no habla desde hace mucho tiempo. ¿Te has desanimado?… Bueno, me dijiste que querías colaborar en la investigación, ¿no es cierto? Mis investigaciones siempre comienzan así: parece que no tenemos nada, y después… ¿Acaso te ha parecido una pérdida de tiempo venir al Pireo para hablar con esta hetaira?… Bah, por experiencia te digo que seguir un rastro nunca es perder el tiempo, todo lo contrario: cazar es saber rastrear huellas, aunque éstas parezcan no llevarnos a ninguna parte. Después, clavar la flecha en el lomo del ciervo, a diferencia de lo que cree la mayoría de la gente, resulta ser lo más…
– Era un niño -murmuró Diágoras de improviso, como si respondiera a alguna pregunta formulada por Heracles-. Aún no había cumplido la edad de la efebía. Su mirada era pura. Atenea misma parecía haber bruñido su alma…
– No te culpes más. A esas edades también buscamos desahogos.
Diágoras apartó por primera vez la vista del oscuro camino para observar al Descifrador con desprecio.
– No lo entiendes. En la Academia, educamos a los adolescentes para que amen la sabiduría sobre todas las cosas y rechacen los placeres peligrosos que sólo conllevan un beneficio inmediato y breve. Trámaco conocía la virtud, sabía que es infinitamente más útil y provechosa que el vicio… ¿Cómo pudo ignorarla en la práctica?
– ¿De qué forma enseñáis la virtud en la Academia? -preguntó Heracles, intentando por enésima vez distraer al filósofo.
– A través de la música y del goce del ejercicio físico.
Otro silencio. Heracles se rascó la cabeza.
– Bueno, digamos que a Trámaco le pareció más importante el goce del ejercicio físico que la música -comentó, pero la mirada de Diágoras le hizo callar de nuevo.
– La ignorancia es el origen de todos los males. ¿Quién elegiría lo peor a sabiendas de que se trata de lo peor? Si la razón, a través de la enseñanza, te hace ver que el vicio es peor que la virtud, que la mentira es peor que la verdad, que el placer inmediato es peor que el duradero, ¿acaso los escogerías conscientemente? Sabes, por ejemplo, que el fuego quema: ¿pondrías la mano sobre las peligrosas llamas por tu propia voluntad?… Es absurdo. ¡Un año visitando a esa… mujer! ¡Pagando su placer!… Es mentira… Esa hetaira nos ha mentido. Yo te aseguro que… ¿De qué te ríes?
– Disculpa -dijo Heracles-, estaba recordando a alguien a quien, una vez, vi poner la mano sobre las llamas por voluntad propia: un viejo amigo de mi demo, Crántor de Póntor. Él opinaba todo lo contrario: decía que no basta con razonar para elegir lo mejor, ya que el hombre se deja guiar por sus deseos y no por sus ideas. Un día le apeteció quemarse la mano derecha, y la puso sobre el fuego y se quemó.
Hubo un largo silencio tras aquellas palabras. Al cabo del tiempo, Diágoras dijo:
– Y tú… ¿estás de acuerdo con esa opinión?
– En modo alguno. Siempre he creído que mi amigo estaba loco.
– ¿Y qué ha sido de él?
– No lo sé. De repente quiso marcharse de Atenas y se marchó. Y no ha regresado.
Tras un nuevo silencio y varios pasos más por la vía de piedra, Diágoras dijo:
– Bueno, hay muchas clases de hombres, desde luego, pero todos elegimos nuestras acciones, por absurdas que parezcan, después de un debate razonado con nosotros mismos. Sócrates pudo haber evitado su condena durante el juicio, pero escogió beber la cicuta porque sabía, razonablemente, que eso era lo mejor para él. Y realmente era así, ya que de esa forma acataba las leyes de Atenas, que tanto había defendido durante toda su vida. Platón y sus amigos intentaron hacerle cambiar de opinión, pero él los convenció con sus argumentos. Cuando se conoce la utilidad de la virtud, jamás se elige el vicio. Por eso creo que esta hetaira nos ha mentido… En caso contrario -añadió, y Heracles percibió la amargura de su voz-, tendré que suponer que Trámaco tan sólo fingía aprender mis enseñanzas…
– ¿Y qué opinas de la hetaira?
– Es una mujer extraña y peligrosa -se estremeció Diágoras-. Su rostro… su mirada… Me he asomado a sus ojos y he visto cosas horribles…
En su visión, ella era ajena a él y hacía cosas imprevistas: bailaba en las nevadas cumbres del Parnaso, por ejemplo, llevando como único atuendo la breve piel de un cervato; su cuerpo se movía sin pensar, casi sin voluntad, como una flor entre los dedos de una muchacha, girando peligrosamente al borde de los resbalosos abismos.
En su visión, ella podía incendiar sus cabellos y azotar con aquel peligroso pelo el aire frío; o volcar la cabeza encendida hacia atrás mientras el hueso de la garganta despuntaba entre los músculos del cuello como el tallo de un lirio; o gritar como si pidiera ayuda, llamando a Bromion de pies de ciervo; o entonar el rápido peán en la oreibasía nocturna, la danza ritual incesante que las mujeres bailan en la cima de las montañas durante los meses invernales. Y es sabido que muchas mueren de frío o de cansancio sin que nadie pueda evitarlo; y también se sabe -aunque ningún hombre lo haya visto nunca- que las manos de las mujeres, en tales danzas, manipulan peligrosos reptiles de velocísimo veneno y anudan sus colas con hermosura, como una muchacha trenzaría, sin ayuda, una corona de lirios blancos; y se sospecha -aunque ningún hombre lo sabe con certeza- que en esas peligrosas noches de rápidos tambores las mujeres sólo son formas desnudas, brillantes de sangre por las llamas de las hogueras y el jugo de los pámpanos, y dejan, con sus pies descalzos, rastros apresurados y audaces en la nieve, como presas heridas por el cazador, sin escuchar el grito de socorro de la cordura, que, como una adolescente de esbelta figura vestida de blanco, exige en vano el final de los rituales. «Ayúdame», clama la vocecilla, pero es inútil, porque el peligro, para las bailarinas, es como un lirio brillante posado en la otra orilla del río: no hay ninguna que resista la tentación de nadar velozmente, sin pensar siquiera en buscar ayuda, hasta que sus manos alcanzan la flor y pueden sostenerla. «Cuidado: hay peligro», clama la voz, pero el lirio es demasiado hermoso y la muchacha no hace caso.
Todo aquello formaba parte de su visión, y él lo tenía por cierto. [17]
– ¡Extrañas cosas ves en las miradas de los demás, Diágoras! -se burló Heracles de buena fe-. No dudo que nuestra hetaira baile de vez en cuando en las procesiones Leneas, pero, sinceramente, creer que se revuelca con las ménades en los éxtasis en honor a Dioniso, esos peligrosos rituales que, si aún persisten, sólo son practicados por algunas tribus de campesinos tracios en lejanos y desolados montes de la Hélade, me parece una exageración. Me temo que tu imaginación posee una vista más aguda que la de Linceo…
– Te he contado lo que he podido contemplar con los ojos del pensamiento -replicó Diágoras-, capaces de vislumbrar la Idea en sí. No los desprecies tan rápido, Heracles. Ya te expliqué que nosotros también somos partidarios de la razón, pero creemos que hay algo superior a ella, y es la Idea en sí, que es la luz ante la cual todos, los seres y cosas que poblamos el mundo, no somos sino vagas sombras. Y, en ocasiones, sólo el mito, la fábula, la poesía o el sueño pueden ayudarnos a describirla.
– Sea, pero tus Ideas en sí no me resultan útiles, Diágoras. Yo me muevo en el campo de lo que puedo comprobar con mis propios ojos y razonar con mi propia lógica.
– ¿Y qué viste tú en la muchacha?
– Poca cosa -repuso Heracles con modestia-. Tan sólo que nos mentía -Diágoras interrumpió sus rápidos pasos con brusquedad y se volvió para contemplar al Descifrador, que sonrió suavemente y con cierto aire culpable, como un niño regañado por una peligrosa jugarreta-. Le tendí una trampa: le hablé del padre de Trámaco. Como sabes, Meragro fue condenado a muerte hace años, acusado de colaborar con los Treinta… [18]
– Lo sé. Fue un juicio triste, como el de los almirantes de Arginusa, porque Meragro pagó por las culpas de muchos otros -Diágoras suspiró-. Trámaco nunca quería hablar de su padre conmigo.
– Precisamente. Yasintra dijo que Trámaco apenas le hablaba, pero sabía muy bien que su padre había muerto en deshonor…
– No: sabía tan sólo que había muerto.
– ¡En modo alguno! Ya te he explicado, Diágoras, que yo descifro lo que puedo ver, y yo veo lo que alguien me dice de igual forma que veo, ahora mismo, las antorchas de la Puerta de la Ciudad. Todo lo que hacemos o decimos es un texto susceptible de ser leído e interpretado. ¿No recuerdas sus palabras exactas? No dijo: «Su padre murió» sino «Él no tenía padre». Es la frase que emplearíamos comúnmente para negar la existencia de alguien a quien no queremos recordar… Es la clase de expresión que Trámaco habría utilizado. Y yo me pregunto: si Trámaco le habló de su padre a esa hetaira del Pireo (un tema que ni siquiera quería compartir contigo), ¿qué otras cosas no le habrá dicho que tú desconoces?
– Así pues, la hetaira miente.
– Eso creo.
– Por tanto, yo también decía la verdad cuando afirmaba que nos había mentido -Diágoras recalcó ostensiblemente sus palabras.
– Sí, pero…
– ¿Te convences, Heracles, de que los ojos del pensamiento también vislumbran la Verdad, aunque por otros métodos?
– Lamento no poder estar de acuerdo -dijo Heracles-, porque tú te referías a la relación de Trámaco con la hetaira, y yo creo, precisamente, que eso es lo único en que no ha mentido.
Tras un par de rápidos pasos silenciosos, Diágoras dijo:
– Tus palabras, Descifrador de Enigmas, son flechas veloces y peligrosas que han ido a clavarse en mi pecho. Hubiera jurado ante los dioses que Trámaco tenía conmigo una confianza absoluta…
– Oh, Diágoras -Heracles meneó la cabeza-, debes abandonar ese noble concepto que pareces tener sobre los seres humanos. Encerrado en tu Academia, enseñando matemáticas y música, me recuerdas a una jovencita de cabellos de oro y alma de lirio blanco, muy hermosa pero muy crédula, que jamás hubiera salido del gineceo, y que, al conocer por vez primera a un hombre, gritara: «Ayuda, ayuda, estoy en peligro».
– ¿No te hartas de burlarte de mí? -repuso el filósofo con amargura.
– ¡No es burla sino compasión! Pero vamos al tema que nos interesa: otra cosa me intriga, y es por qué huyó Yasintra cuando preguntamos por ella…
– No creo que le falten razones. Lo que aún no comprendo es cómo supiste que se había ocultado en el túnel…
– ¿Y dónde, si no? Huía de nosotros, en efecto, pero sabía que jamás podríamos alcanzarla, porque ella es ágil y joven mientras que nosotros somos viejos y torpes… Hablo sobre todo por mí -alzó una obesa mano con rapidez, deteniendo a tiempo la réplica de Diágoras-. Así que deduje que no precisaría seguir corriendo y que le bastaría con ocultarse… ¿Y qué mejor escondite que la oscuridad de aquel túnel tan cercano a su casa? Pero… ¿por qué huyó? Su medio de vida consiste, precisamente, en no huir de ningún hombre…
– Más de un delito pesará sobre su conciencia. Te reirás de mí, Descifrador, pero jamás he visto una mujer más extraña. El recuerdo de su mirada aún me estremece… ¿Qué es eso?
Heracles miró hacia donde indicaba su compañero. Una procesión de antorchas vagaba por las calles próximas a la Puerta de la Ciudad. Sus integrantes llevaban tamboriles y máscaras. Un soldado se detuvo a hablar con ellos.
– El inicio de las fiestas Leneas -dijo Heracles-. Ya es la fecha.
Diágoras movió la cabeza en ademán desaprobador.
– Mucha prisa se dan siempre a la hora de divertirse.
Atravesaron la Puerta, tras identificarse ante los soldados, y siguieron caminando hacia el interior de la Ciudad. Diágoras dijo:
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
– Descansar, por Zeus. Tengo los pies doloridos. Mi cuerpo se hizo para rodar como una esfera de un lugar a otro, no para apoyarse sobre los pies. Mañana hablaremos con Antiso y Eunío. Bueno, hablarás tú y yo escucharé.
– ¿Qué debo preguntarles?
– Déjame pensarlo. Nos veremos mañana, buen Diágoras. Te enviaré a un esclavo con un mensaje. Relájate, descansa tu cuerpo y tu mente. Y que la preocupación no te robe el dulce sueño: recuerda que has contratado al mejor Descifrador de Enigmas de toda la Hélade… [19]