El cadáver se hallaba tendido sobre la fragilidad de unas parihuelas de abedul. El torso y el vientre eran un amasijo de reventones y desgarros florecidos de sangre cuajada y tierra reseca, aunque la cabeza y los brazos presentaban mejor aspecto. Un soldado había apartado los mantos que lo cubrían para que Aschilos pudiera examinarlo, y los curiosos se habían acercado, al principio con timidez, después en gran número, formando un círculo alrededor del macabro despojo. El frío erizaba la piel azul de la Noche, y el Bóreas hacía ondular la cabellera dorada de las antorchas, los oscuros bordes de las clámides y la espesa crin del casco de los soldados. El Silencio tenía los ojos abiertos: las miradas estaban pendientes de la terrible exploración de Aschilos, que, con gestos de comadrona, separaba los labios de las heridas o hundía los dedos en las espantosas cavidades con la pulcra atención con que un lector desliza su índice por los grafitos de un papiro, todo bajo la luz de una lámpara que su esclavo le acercaba protegiéndola con la mano de los zarpazos del viento. Cándalo el Viejo era el único que hablaba: había gritado en medio de las calles, cuando los soldados aparecieron con el cadáver, despertando a todos los vecinos, y aún quedaba en él como un eco de su algarabía; el frío no parecía afectarlo, pese a que estaba casi desnudo; cojeaba alrededor del círculo de hombres arrastrando el marchito pie izquierdo, formado por una sola y renegrida uña de sátiro y tendía los juncos de sus brazos delgadísimos para apoyarse en los demás mientras exclamaba:
– Es un dios… ¡Miradlo!… Los dioses bajan así del Olimpo… ¡No lo toquéis!… ¿No os lo dije?… Es un dios… ¡Júralo, Calímaco!… ¡Júralo, Euforbo!…
Su gran cabellera blanca, que emergía desordenada de la angulosa cabeza como una prolongación de su locura, se agitaba con el viento cubriéndole a medias el rostro. Pero nadie le prestaba mucha atención: la gente prefería observar al muerto antes que al loco.
El capitán de la guardia fronteriza había salido de la casa más próxima acompañado de dos soldados, y ahora se ajustaba de nuevo el casco de larga melena: le parecía correcto mostrar sus signos militares frente al público. A través de la oscura visera contempló a todos los presentes, y, reparando en Cándalo, lo señaló con la misma indiferencia con que hubiera podido espantar la molestia de una mosca.
– Hacedle callar, por Zeus -dijo, sin dirigirse a ninguno de los soldados en especial.
Uno de ellos se acercó al viejo, levantó la lanza por su base y golpeó con un solo movimiento horizontal el arrugado papiro de su vientre inferior. Cándalo tomó aire en medio de una palabra y se dobló sobre sí mismo sin ruido, como el cabello cuando el viento lo inclina. Quedó retorciéndose y gimiendo en el suelo. La gente agradeció el repentino silencio.
– ¿Tu dictamen, físico?
Aschilos el médico no se apresuró a responder; ni siquiera alzó la mirada hacia el capitán. No le gustaba que lo llamaran así, «físico», y menos en aquel tono que parecía proclamar a todos los individuos despreciables salvo a su poseedor. Aschilos no era militar, pero procedía de un antiguo linaje de aristócratas y su educación había sido exquisita: conocía bien los Aforismos, practicaba en todos sus puntos el Juramento y había dedicado largas temporadas de estudio en la isla de Cos, aprendiendo el sagrado arte de los Asclepíadas, discípulos y herederos de Hipócrates. No era, pues, alguien a quien un capitán de la guardia fronteriza podía humillar fácilmente. Además, se sentía ultrajado: los soldados lo habían despertado a una hora incierta de la tenebrosa madrugada para que examinara en plena calle el cadáver de aquel joven que habían traído en parihuelas desde el monte Licabeto, con el fin, sin duda, de elaborar alguna clase de informe; pero él, Aschilos, bien lo sabían todos, no era médico de muertos sino de vivos, y consideraba que aquella tarea indigna desacreditaba su oficio. Alzó las manos del cuerpo destrozado arrastrando consigo una cabellera de humores sanguinolentos; su esclavo se apresuró a purgarlas con un paño humedecido en agua lustral. Se aclaró dos veces la garganta antes de hablar. Dijo:
– Los lobos. Probablemente fue atacado por una manada hambrienta. Mordiscos, zarpazos… No tiene corazón. Se lo arrancaron. La cavidad de los fluidos cálidos está vacía parcialmente…
El Rumor, de luengos cabellos, recorrió los labios del público.
– Ya lo has oído, Hemodoro -susurró un hombre a otro-. Los lobos.
– Se debería hacer algo al respecto -repuso su interlocutor-. Hablaremos del asunto en la Asamblea…
– La madre ya ha sido informada -anunció el capitán, extinguiendo los comentarios con la firmeza de su voz-. No he querido darle detalles; sólo sabe que su hijo ha muerto. Y no verá el cuerpo hasta que llegue Daminos de Clazobion: ahora es el único hombre de la familia, y será él quien determine lo que se ha de hacer -hablaba con voz potente, acostumbrada a los usos de la obediencia, las piernas separadas, los puños apoyados en el faldellín de la túnica. Parecía dirigirse a los soldados, aunque era evidente que disfrutaba con la atención del público vulgar-. ¡En lo que a nosotros atañe, ya hemos terminado!
Y se volvió hacia el grupo de civiles para añadir:
– ¡Vamos, ciudadanos, a vuestras casas! ¡Ya no hay nada más que ver aquí! Conciliad el sueño si podéis… ¡Aún queda un resto de noche!
Como una espesa melena alborotada por un viento caprichoso en la que cada cabello escoge una dirección para agitarse, así se fue dispersando la modesta muchedumbre, marchándose unos en compañía, otros por separado, comentando el espantoso suceso, o bien en silencio:
– Es cierto, Hemodoro, los lobos abundan en el Licabeto. He oído decir que varios campesinos han sufrido sus ataques…
– Y ahora… ¡este pobre efebo! Debemos hablar del tema en la Asamblea…
Un hombre de baja estatura, muy obeso, no se movió cuando los demás lo hicieron. Se encontraba a los pies del cadáver, contemplándolo con ojos entrecerrados y pacíficos, sin mostrar ninguna expresión en su grueso aunque pulcro rostro. Aparentaba haberse dormido de pie: los hombres que se marchaban lo esquivaban, pasando junto a él sin mirarlo, como si se tratase de una columna o una piedra. Uno de los soldados se le acercó y tiró de su manto.
– Vete a tu casa, ciudadano. Ya has oído a nuestro capitán.
El hombre apenas se sintió aludido: continuó mirando en la misma dirección al tiempo que sus gruesos dedos acariciaban los bordes de su bien cortada barba plateada. El soldado, pensando que era sordo, le dio un débil empujón y alzó la voz:
– ¡Eh, contigo hablo! ¿No has oído a nuestro capitán? ¡Vete a tu casa!
– Discúlpame -dijo el hombre en un tono que en modo alguno evidenciaba que la intromisión del soldado le preocupara lo más mínimo-. Ya me voy.
– ¿Qué miras?
El hombre parpadeó dos veces y desvió la vista del cuerpo, que ahora otro soldado cubría con un manto. Dijo:
– Nada. Pensaba.
– Pues piensa acostado en tu lecho.
– Tienes razón -asintió el hombre. Parecía haber despertado de un brevísimo sueño. Miró a su alrededor y se alejó con lentitud.
Todos los curiosos se habían marchado ya, y Aschilos, que comentaba algo con el capitán de la guardia, parecía más que dispuesto a desaparecer velozmente en cuanto se lo permitiera su interlocutor. Incluso el viejo Cándalo, aún retorcido de dolor y gemebundo, alejábase a gatas, azuzado por las patadas de los soldados, en busca de algún oscuro rincón en el que pasar la noche so-fiando con su locura; su larga melena blanca cobraba vida con el viento, se encrespaba a lo largo de la espalda, alzándose al instante siguiente en un cúmulo irregular de cabellos de nieve, un albo penacho inquietado por el aire. En el cielo, sobre las líneas exactas del Partenón, la nubla cabellera de la Noche, orlada de plata, se desflecaba perezosa como el lento peinado de una doncella [2].
Pero el hombre obeso a quien el soldado parecía haber despertado de un sueño no penetró, como los demás, en la cabellera de calles que formaban el complejo barrio interior sino que, titubeando, como si se lo hubiese pensado dos veces, dio un rodeo por la pequeña plaza a paso tranquilo y dirigiose a la casa de la que había salido, momentos antes, el capitán de la guardia, y por la que ahora emergían -eran claramente audibles- funestos lamentos. La vivienda, aun en la agotada penumbra de la noche, denunciaba la presencia de una familia de cierta posición económica: era grande, de dos plantas, y estaba precedida por un extenso jardín y un muro de baja altura. El portón de entrada, al que se accedía mediante breves escalinatas, era de doble hoja y se hallaba flanqueado por columnas dóricas. Las puertas estaban abiertas. Sentado en las escalinatas, bajo la luz de una antorcha colgada de la pared, había un niño.
Cuando el hombre se acercó, un anciano apareció por las puertas dando tumbos: vestía la túnica gris de los esclavos, y al principio, por su manera de moverse, el hombre creyó que estaba borracho o tullido, pero después percibió que lloraba amargamente. El anciano ni siquiera lo miró al pasar: aferrando su rostro entre las sucias manos, avanzó a ciegas por el camino del jardín hasta la pequeña estatua del Hermes tutelar mientras balbucía frases sueltas, ininteligibles, entre las que a veces podía escucharse: «¡Mi ama…!», o bien: «¡Oh, infortunio…!». El hombre dejó de prestarle atención y se dirigió al niño, que lo observaba sin dar muestras de timidez, sentado aún en la escalinata, con los pequeños brazos cruzados sobre las piernas.
– ¿Sirves en esta casa? -preguntó, mostrándole el herrumbroso disco de un óbolo.
– Sí, pero igual podría servir en la tuya.
Al hombre le sorprendió la rapidez de su respuesta y la claridad desafiante de su voz. Le calculó una edad no mayor de los diez años. Llevaba atada en la frente una cinta de trapo que encerraba a duras penas el desorden de sus mechones rubios, o no exactamente rubios sino del color de la miel, aunque era difícil apreciar la tonalidad justa de aquella melena bajo los resplandores de la antorcha. Su rostro, pequeño y pálido, negaba cualquier origen lidio o fenicio y hacía pensar en una procedencia norteña, quizá tracia; en su expresión, con el breve ceño fruncido y la asimétrica sonrisa, se acumulaba la inteligencia. Vestía tan sólo la túnica gris de los esclavos, pero, aunque sus brazos y piernas estaban desnudos, no parecía tener frío. Atrapó el óbolo con destreza y lo ocultó entre los pliegues de la túnica. Continuó sentado, balanceando los pies descalzos.
– Ahora sólo necesito este servicio -dijo el hombre-: Que me anuncies a tu ama.
– Mi ama no recibe a nadie. Un soldado grande, que es el capitán de la guardia, la ha visitado antes y le ha dicho que su hijo ha muerto. Ahora grita y se arranca los cabellos, y clama a los dioses para maldecirlos.
Y como si sus palabras hubiesen necesitado de alguna prueba, se dejó oír de repente, desde la profundidad de la casa, un prolongado alarido coral.
– Esas son sus esclavas -indicó el niño sin inmutarse.
El hombre dijo:
– Escucha. Yo conocía al marido de tu ama…
– Era un traidor -lo interrumpió el niño-. Murió hace mucho tiempo, condenado a muerte.
– Sí, por eso murió: porque fue condenado a muerte. Pero tu ama me conoce bien, y ya que estoy aquí, me gustaría darle el pésame -extrajo un nuevo óbolo de su túnica, que cambió de manos con la misma rapidez que el anterior-. Ve y dile que ha venido a verla Heracles Póntor. Si no desea verme, me marcharé. Pero ve y díselo.
– Lo haré. Pero, si no te recibe, ¿tengo que devolverte los óbolos?
– No. Son para ti. Pero te daré otro más si me recibe.
El niño se puso en pie de un salto.
– ¡Sabes hacer negocios, por Apolo! -y desapareció en la oscuridad del umbral.
En el cielo nocturno, la alborotada cabellera de nubes apenas cambió de forma durante el intervalo en que Heracles aguardó una respuesta. Por fin, los melosos cabellos del niño retornaron de la oscuridad:
– Dame el tercer óbolo -sonrió.
En el interior de la casa, los corredores se comunicaban entre sí por arcos de piedra que parecían grandes fauces abiertas, formando un dédalo de tinieblas. El niño se detuvo en mitad de uno de los penumbrosos pasillos para colocar en la boca de un gancho la antorcha con la que había venido señalando el camino: el gancho se hallaba a demasiada altura, y, aunque el pequeño esclavo no había solicitado ayuda -se alzaba de puntillas haciendo esfuerzos por alcanzarlo-, Heracles cogió la antorcha y la deslizó suavemente a través del aro de hierro.
– Te lo agradezco -dijo el niño-. No soy demasiado mayor aún.
– Pronto lo serás.
Por las paredes se filtraban los clamores, los rugidos, los ecos del dolor, provenientes de bocas invisibles. Era como si todos los habitantes de la casa estuvieran lamentándose al mismo tiempo. El niño -a quien Heracles no podía ver el rostro, pues caminaba delante de él, diminuto, desprotegido, como una oveja avanzando hacia las mandíbulas abiertas de alguna inmensa bestia negra- pareció, de improviso, igualmente afectado:
– Todos queríamos al joven amo -dijo sin volverse y sin dejar de caminar-. Era muy bueno -y emitió un breve jadeo, o un suspiro, o sorbió por la nariz, y Heracles se preguntó por un momento si estaría llorando-. Sólo nos mandaba azotar cuando habíamos hecho algo malo de verdad, y ni al viejo Ifímaco ni a mí nos castigó nunca… ¿Te fijaste en el esclavo que salió de casa cuando llegaste?
– No mucho.
– Ése era Ifímaco. Fue el pedagogo de nuestro joven amo, y la noticia le ha sentado muy mal -y añadió, bajando la voz-: Ifímaco es buena persona, aunque un poco necio. Yo me llevo bien con él, pero es que yo me llevo bien con casi todos.
– No me sorprende.
Habían llegado a una habitación.
– Debes esperar aquí. El ama vendrá enseguida.
El cuarto era un cenáculo sin ventanas, no muy grande, desvelado por el irregular resplandor de modestas lámparas colocadas sobre pequeñas repisas de piedra. Se adornaba con ánforas de boca ancha. Había también dos viejos divanes que no invitaban precisamente a reposar el cuerpo. Cuando Heracles se quedó solo, la oscuridad de aquel antro, los incesantes sollozos, aun el aire clausurado que flotaba como el aliento de una boca enferma, comenzaron a agobiarlo. Pensó que toda la casa parecía armonizada con la muerte, como si no hubieran dejado de celebrarse en su interior prolongados funerales diarios. ¿A qué olía?, se preguntó. Al llanto de una mujer. La habitación estaba repleta del olor húmedo de las mujeres tristes.
– Heracles Póntor, ¿eres tú?…
Una sombra se recortaba en el umbral de acceso a los aposentos interiores. La débil luz de las lámparas no descubría su rostro, salvo -por un raro azar- la región de los labios. De modo que lo primero que Heracles vio de Etis fue su boca, que, al abrirse para que las palabras nacieran, dejó entrever un huso negro como un ojo vacío que pareció contemplarlo desde la distancia como los ojos de las figuras pintadas.
– Hace mucho tiempo que no cruzabas el umbral de mi modesto hogar -dijo la boca sin aguardar una respuesta-. Eres bienvenido.
– Te lo agradezco.
– Tu voz… Aún la recuerdo. Y tu rostro. Pero el olvido llega pronto, aunque nos veamos con frecuencia…
– No nos vemos con frecuencia -repuso Heracles.
– Es cierto: tu vivienda está muy cerca de la mía, pero tú eres un hombre y yo una mujer. Yo ocupo mi puesto de déspoina, de ama de casa solitaria, y tú de hombre que conversa en el ágora y opina en la Asamblea… Yo sólo soy una mujer viuda. Tú eres un hombre viudo. Ambos cumplimos con nuestro deber de atenienses.
La boca se cerró, y los pálidos labios se fruncieron formando una línea curva muy fina, casi invisible. ¿Una sonrisa? A Heracles le resultaba difícil saberlo. Detrás de la sombra de Etis, escoltándola, aparecieron dos esclavas; ambas lloraban, o sollozaban, o simplemente entonaban un único sonido, entrecortado, como tañedoras de oboe. «Debo soportar su crueldad», pensó él, «porque acaba de perder a su único hijo varón».
– Te ofrezco mis condolencias -dijo.
– Son aceptadas.
– Y mi ayuda. Para todo lo que necesites.
Inmediatamente supo que no había debido añadir aquello: era excederse en los límites de su visita, querer acortar la interminable distancia, resumir todos los años de silencio en dos palabras. La boca se abrió como un pequeño pero peligroso animal agazapado, o dormido, que de repente percibiera una presa.
– Tu amistad con Meragro queda pagada de esta forma -repuso ella, secamente-. No es preciso que digas nada más.
– No se trata de mi amistad con Meragro… Lo considero un deber.
– Oh, un deber -la boca dibujó (ahora sí) una vaga sonrisa-. Un sagrado deber, claro. ¡Sigues hablando como siempre, Heracles Póntor!
Ella avanzó un paso: la luz descubrió la pirámide de su nariz, los pómulos -surcados por arañazos recientes- y las ascuas negras de sus ojos. No se hallaba tan envejecida como Heracles esperaba: seguía conservando -así lo creyó él- la marca del artista que la había creado. Los colpos del oscuro peplo se derramaban en lentas ondas sobre su pecho; una mano, la izquierda, desaparecía bajo el chal; la derecha se aferraba a la prenda para cerrarla. Fue en esta mano donde Heracles advirtió su vejez, como si los años hubieran descendido por sus brazos hasta ennegrecer los extremos. Allí, sólo allí, en aquellos ostensibles nudillos y en la deforme posición de los dedos, Etis era vieja.
– Te agradezco ese deber -murmuró ella, y en su voz había, por primera vez, cierta profunda sinceridad que lo estremeció-. ¿Cómo te has enterado tan pronto?
– Hubo un alboroto en la calle cuando trajeron el cuerpo. Todos los vecinos se despertaron.
Se escuchó un grito. Después otro. Durante un absurdo momento, Heracles pensó que procedían de la boca de Etis, que se hallaba cerrada: como si ella hubiera rugido hacia dentro y todo su delgado cuerpo se estremeciera, resonante, con el producto de su garganta.
Pero entonces el grito penetró en la habitación vestido de negro, empujó a las esclavas, y, en cuclillas, corrió de una pared a otra y se dejó caer en una esquina, ensordecedor, retorciéndose como si fuera presa de la enfermedad sagrada. Por último se deshizo en un llanto inagotable.
– Para Elea ha sido mucho peor -dijo Etis en tono de disculpa, como si quisiera pedirle perdón a Heracles por la conducta de su hija-: Trámaco no sólo era su hermano; también era su kyrios, su protector legal, el único hombre que Elea ha conocido y amado…
Etis se volvió hacia la muchacha que, recostada en el oscuro rincón, las piernas encogidas como si quisiera ocupar el mínimo espacio o deseara ser absorbida por las sombras como una negra telaraña, elevaba ambas manos frente al rostro, con ojos y boca desmesuradamente abiertos (sus facciones eran sólo tres círculos que abarcaban todo el semblante), estremecida por violentos sollozos. Etis dijo:
– Basta, Elea. No debes salir del gineceo, ya lo sabes, y menos en este estado. Manifestar así el dolor frente a un invitado… ¡qué! ¡No es propio de una mujer digna! ¡Regresa a tu habitación! -pero la muchacha acreció el llanto. Etis exclamó, alzando la mano-: ¡No te lo ordenaré otra vez!
– Permitidme, ama -rogó una de las esclavas y, apresuradamente, se arrodilló junto a Elea y le dirigió tenues palabras que Heracles no acertó a escuchar. Pronto, los sollozos se convirtieron en incomprensibles balbuceos.
Cuando Heracles volvió a mirar a Etis, advirtió que ella lo miraba a él.
– ¿Qué ocurrió? -dijo Etis-. El capitán de la guardia me contó, tan sólo, que un cabrero lo había encontrado muerto no muy lejos del Licabeto…
– Aschilos el médico afirma que fueron los lobos.
– ¡Muchos lobos harían falta para acabar con mi hijo!
«Y no pocos para acabar contigo, oh noble mujer», pensó él.
– Fueron muchos, sin duda -asintió.
Etis empezó a hablar con extraña suavidad, sin dirigirse a Heracles, como si rezara una plegaria a solas. En la palidez de su rostro anguloso, las bocas de sus rojizos arañazos sangraban de nuevo.
– Se marchó hace dos días. Me despedí de él como tantas otras veces, sin preocuparme, pues ya era un hombre y sabía cuidarse… «Voy a pasarme todo el día cazando, madre», me dijo. «Llenaré mi alforja para ti de codornices y tordos. Tenderé trampas con mis redes para las liebres»… Pensaba regresar esa misma noche. No lo hizo. Yo quería reprochárselo cuando llegara, pero…
Su boca se abrió de repente, como preparada para pronunciar una enorme palabra. Permaneció así un instante, la mandíbula tensa, la oscura elipse de las fauces inmovilizada en el silencio [3]. Entonces volvió a cerrarla con suavidad y murmuró:
– Pero ahora no puedo enfrentarme a la Muerte y regañarla… porque no regresaría con el semblante de mi hijo para pedirme perdón… ¡Mi hijito querido!…
«En ella, una leve ternura es más terrible que el rugido del héroe Esténtor», pensó Heracles, admirado.
– Los dioses, a veces, son injustos -dijo, a modo de mero comentario, pero también porque, en el fondo, lo creía así.
– No los menciones, Heracles… ¡Oh, no menciones a los dioses! -la boca de Etis temblaba de cólera-. ¡Fueron los dioses quienes clavaron sus colmillos en el cuerpo de mi hijo y sonrieron cuando arrancaron y devoraron su corazón, aspirando con deleite el tibio aroma de su sangre! ¡Oh, no menciones a los dioses en mi presencia!…
A Heracles le pareció que Etis intentaba, en vano, apaciguar su propia voz, que ahora resonaba con fuertes rugidos por entre sus fauces, provocando el silencio a su alrededor. Las esclavas habían vuelto la cabeza para contemplarla; aun la misma Elea había enmudecido y escuchaba a su madre con mortal reverencia.
– ¡Zeus Cronida ha derribado el último roble de esta casa, aún verde!… ¡Maldigo a los dioses y a su casta inmortal!…
Sus manos se habían alzado, abiertas, en un gesto temible, directo, casi exacto. Después, bajando lentamente los brazos al tiempo que el tono de sus gritos, añadió, con súbito desprecio:
– ¡La mejor alabanza que pueden esperar los dioses es nuestro silencio!…
Y aquella palabra -«silencio»- fue rota por un triple clamor. El sonido se hundió en los oídos de Heracles y lo acompañó mientras salía de la funesta casa: un grito ritual, tripartito, de las esclavas y de Elea, las bocas abiertas, desencajadas, formando una sola garganta rota en tres notas distintas, agudas y ensordecedoras, que arrojaron fuera de sí, en tres direcciones, el fúnebre rugido de las fauces [4].