VI [48]

El cadáver era el de una muchacha: llevaba un velo en el rostro, un peplo que cubría también sus cabellos y un manto alrededor de sus brazos; se hallaba tendida de perfil sobre el infinito garabato de los escombros, y, por la posición de sus piernas, desnudas hasta los muslos y en modo alguno indignas de contemplar, aun en aquellas circunstancias, hubiérase dicho que la muerte la había sorprendido mientras corría o daba saltos con el peplo alzado; la mano izquierda la mostraba cerrada, como en los juegos en que los niños ocultan cosas, pero la derecha sostenía una daga cuya hoja, de un palmo de longitud, parecía hecha de sangre forjada. Estaba descalza. Por lo demás, no parecía existir lugar en su esbelta anatomía, desde el cuello hasta las pantorrillas, que las heridas no hubieran hollado: cortas, largas, lineales, curvas, triangulares, cuadradas, profundas, superficiales, ligeras, graves; todo el peplo se hallaba arrasado por ellas; la sangre ensuciaba el borde de los desgarros. La visión, triste, no dejaba de ser un preámbulo: una vez desnudo, el cuerpo mostraría, sin duda, las pavorosas mutilaciones entrevistas por los abultamientos grotescos del vestido, bajo los cuales los humores se acumulaban en sucias excrecencias semejantes a plantas acuáticas observadas desde la superficie de un agua cristalina. No parecía que aquella muerte revelara otra sorpresa.

Pero, de hecho, había otra sorpresa: porque al apartar el velo de su rostro, Heracles se encontró con las facciones de un hombre.

– ¡Ah, te asombras, Descifrador! -chilló el astínomo, afeminadamente complacido-. ¡Por Zeus, que no te censuro! ¡Yo mismo no lo quise creer cuando mis servidores me lo contaron!… Y ahora, permíteme una pregunta: ¿qué haces aquí? Este amable individuo -señaló al hombre calvo- me aseguró que estarías interesado en ver el cuerpo. Pero no entiendo por qué. ¡No hay nada que descifrar, creo yo, salvo el oscuro motivo que impulsó a este efebo…! -se volvió de repente hacia el hombre calvo-. ¿Cómo me dijiste que se llamaba?…

– Eunío -dijo Diágoras como si hablara en sueños.

– … el oscuro motivo que impulsó a Eunío a disfrazarse de cortesana, emborracharse y hacerse estas espantosas heridas… ¿Qué buscas?

Heracles levantaba suavemente los bordes del peplo.

– Ta, ta, ta, ba, ba, ba -canturreaba.

El cadáver parecía asombrado por aquella humillante exploración: contemplaba el cielo del amanecer con su único ojo (el otro, que había sido arrancado y pendía de una sutil viscosidad, miraba el interior de una de las orejas); por la boca abierta sobresalía, burlón, el músculo de la lengua partido en dos trozos.

– Pero ¿se puede saber qué miras? -exclamó el astínomo, impaciente, pues deseaba terminar con su trabajo. El era el encargado de limpiar la ciudad de excrementos y basuras, y de vigilar el destino de los muertos que brotaban sobre ella, y la aparición madrugadora de aquel cadáver en un solar lleno de escombros y desperdicios en el barrio Cerámico Interior era responsabilidad suya.

– ¿Por qué estás tan seguro, astínomo, de que fue el propio Eunío quien se hizo todo esto? -dijo Heracles, ocupado ahora en abrir la mano izquierda del cadáver.

El astínomo saboreó su gran momento. Su pequeña y tersa cara se ensució con una grotesca sonrisa.

– ¡No he necesitado contratar a un Descifrador para saberlo! -chilló-. ¿Has olido sus asquerosas ropas?… ¡Apestan a vino!… Y hay testigos que vieron cómo se mutilaba él mismo con esa daga…

– ¿Testigos? -Heracles no parecía impresionado. Había encontrado algo (un pequeño objeto que el cadáver albergaba en la mano izquierda) y lo había guardado en su manto.

– Muy respetables. Uno de ellos, aquí presente…

Heracles alzó la vista.

El astínomo señalaba a Diágoras. [49]


Dieron el pésame a Trisipo, el padre de Eunío. La noticia había cundido con rapidez y había mucha gente cuando llegaron, en su mayoría familiares y amigos, pues Trisipo era muy respetado: como estratego, se le recordaba por sus hazañas en Sicilia, y, aún más importante, era de los pocos que habían regresado para contarlo. Y por si alguien lo dudaba, su historia estaba escrita en sucias cicatrices sobre el cementerio de su rostro, «que se ennegreció en el sitio de Siracusa», como solía decir: de una en especial se hallaba más orgulloso que de todos los honores recibidos en su vida, y era ésta una hendidura tajante, oblicua, que se dirigía desde la zona izquierda de su frente hasta la mejilla derecha, infectando en su descenso la húmeda pupila, producto de un golpe de espada siracusano; su aspecto, con aquella grieta blanca sobre la piel tostada y el globo ocular tan semejante a la clara de los huevos, no resultaba muy agradable de contemplar, pero era honroso. Muchos jóvenes guapos le tenían envidia.

En casa de Trisipo había un gran revuelo. Daba, empero, la sensación de que siempre lo había, no importaba que el día fuera excepcional: cuando Diágoras y el astínomo llegaron (el Descifrador venía detrás, pues, por algún motivo, no había querido unirse a ellos), un par de esclavos intentaban salir cargando con abultadas cestas de desperdicios, resultado quizá de algún cuantioso banquete de los muchos que ofrecía el militar a los prohombres de la Ciudad. La puerta se hallaba casi impracticable debido a los numerosos montoncitos de gente depositados frente a ella: preguntaban; no entendían; opinaban sin saber; observaban; se lamentaban cuando los gritos rituales de las mujeres detenían sus conversaciones. Había algo más que la muerte en el tema de aquella animada reunión: estaba también, y sobre todo, el hedor. La muerte de Eunío hedía. ¿Vestido de cortesana? Pero… ¿Borracho?… ¿Loco?… ¿El hijo mayor de Trisipo?… ¿Eunío, el hijo del estratego?… ¿El efebo de la Academia?… ¿Un cuchillo?… Pero… Aún era demasiado pronto para proponer teorías, explicaciones, enigmas: el interés general, por ahora, se concentraba en los hechos. Los hechos eran algo así como basura bajo la cama: nadie sabía exactamente cuáles habían sido, pero todos podían percibir su mal olor.

Trisipo, sentado como un patriarca en una silla del cenáculo y rodeado de familiares y amigos, recibía las muestras de condolencia sin preocuparse por quién se las daba: extendía una mano o las dos, erguía la cabeza, agradecía, se mostraba confuso, ni triste ni irritado sino confuso (eso era lo que le hacía digno de compasión), como si la presencia de tanta gente hubiera acabado por desconcertarlo, y se preparaba para alzar la voz e improvisar un discurso fúnebre. La emoción había oscurecido aún más la broncínea piel de su rostro, del que pendía una barba gris y deshecha, acentuando la sucia blancura de su cicatriz y otorgándole una extraña apariencia de hombre mal construido, elaborado a trozos. Por fin pareció hallar las palabras adecuadas y, tras imponer débilmente el silencio, dijo:

– Gracias a todos. Si poseyera tantos brazos como Briareo, me gustaría usarlos, oídme bien, para estrecharos fuertemente contra mí. Ahora compruebo con gozo que mi hijo era amado… Permitidme que os honre con unas breves palabras de alabanza… [50]

– Yo creía conocer a mi hijo -dijo Trisipo cuando hubo terminado su discurso-: Era respetuoso con los Sagrados Misterios, pese a que era el único devoto de nuestra familia; y se le consideraba un buen alumno en la escuela de Platón… Su mentor, aquí presente, puede atestiguarlo…

Todos los rostros se volvieron hacia Diágoras, que enrojeció.

– Así era -dijo.

Trisipo hizo una pausa para sorber por la nariz y preparar un poco más de sucia saliva: cada vez que hablaba acostumbraba a expulsarla con calculada precisión a través de una de las comisuras, la que parecía más débil de las dos, aunque no podía saberse con certeza si cambiaba de comisura tras las pausas de sus prolongados discursos. Como hablaba siempre como un militar, nunca esperaba que nadie le replicase; por ello, se extendía indebidamente cuando el tema se hallaba más que agotado. En aquel momento, sin embargo, ni el más grande partidario de la concisión hubiera considerado agotado el tema. Por el contrario, todos escuchaban sus palabras con un interés casi enfermizo:

– Me dicen que se emborrachó… que se vistió de mujer y se cortó en pedazos con una daga… -escupió minúsculas gotas de saliva al proseguir-: ¿Mi hijo? ¿Mi Eunío?… No, él nunca haría algo tan… hediondo. ¡Habláis de otro, no de mi Eunío!… ¡Que enloqueció, dicen! Que se volvió loco en una sola noche y ofendió de esa forma el sagrado templo de su cuerpo virtuoso… ¡Por Zeus y Atenea Portaégida, es falso, o deberé creer entonces que mi hijo era un desconocido para su propio padre! ¡Más aún: que todos sois para mí tan enigmáticos como el designio de los dioses! ¡Si esa basura fuera cierta, creeré a partir de ahora que vuestras caras, vuestras muestras de dolor y vuestras miradas comprensivas son tan sucias como una carroña insepulta!…

Hubo murmullos. A juzgar por las expresiones de indiferencia, hubiérase dicho que casi todo el mundo estaba de acuerdo en ser considerado «carroña insepulta», pero que nadie se hallaba dispuesto a modificar un ápice su opinión sobre lo ocurrido. Existían testigos de toda confianza, como Diágoras, que afirmaban -aunque con reticencia- haber visto a Eunío borracho y enloquecido, vestido con peplo y manto de lino, infligiéndose heridas más o menos serias por todo el cuerpo. Diágoras, en concreto, precisó que su encuentro había sido casual: «Regresaba a mi casa por la noche cuando lo vi. Al principio pensé que era una hetaira; entonces me saludó, y pude reconocerlo. Pero advertí que estaba borracho, o loco. Se provocaba arañazos con la daga y al mismo tiempo se reía, así que al pronto no fui consciente de la gravedad de la situación. Cuando quise detenerle, ya había huido. Se dirigía al Cerámico Interior. Me apresuré a buscar ayuda: encontré a Ipsilo, Deolpos y Argelao, que son algunos de mis antiguos discípulos, y… ellos también habían visto a Eunío… Avisamos, por fin, a los soldados… pero demasiado tarde…».

Cuando Diágoras dejó de ser el centro de la atención, buscó con la vista al Descifrador. Lo halló a punto de escabullirse por la puerta, esquivando a la gente. Corrió tras él y logró alcanzarlo en la calle, pero Heracles hizo caso omiso a sus palabras. Por fin, Diágoras tiró de su manto.

– ¡Aguarda!… ¿Adónde vas?

La mirada de Heracles lo hizo retroceder.

– Contrata a otro Descifrador que sepa escuchar mentiras mejor que yo, Diágoras de Medonte -dijo, con gélida furia-. Consideraré que la mitad del dinero que me has pagado hasta ahora son mis honorarios: mi esclava te entregará el resto cuando quieras. Buen día…

– ¡Por favor! -suplicó Diágoras-. ¡Espera!… Yo…

Aquellos ojos fríos e inclementes volvieron a acobardarle. Diágoras jamás había visto al Descifrador tan enojado.

– No me ofende tanto tu engaño como tu necia pretensión de que podías engañarme… ¡Esto último, Diágoras, lo considero imperdonable!

– ¡No he querido engañarte!

– Entonces, mi enhorabuena al maestro Platón, pues te ha enseñado el difícil arte de mentir sin querer.

– ¡Aún trabajas para mí! -se irritó Diágoras.

– ¿Vuelves a olvidar que se trata de mi trabajo?

– Heracles… -Diágoras optó por bajar la voz, ya que advertía la presencia de demasiados curiosos aglomerados como desperdicios alrededor de la discusión-. Heracles, no me abandones ahora… ¡Después de lo ocurrido ya no puedo confiar en nadie salvo en ti!…

– ¡Afirma otra vez que viste a ese efebo vestido de muchachita cortándose lonchas de carne ante tus ojos, y juro por el peplo de Atenea Políade que no volverás a recibir noticias mías!

– Ven, te lo ruego… Busquemos un lugar tranquilo para hablar…

Pero Heracles prosiguió:

– ¡Extraña forma de ayudar a tus alumnos, oh mentor! ¿Cubriendo de estiércol la verdad crees que contribuirás a descubrirla?

– ¡No pretendo ayudar a los alumnos sino a la Academia! -toda la esférica cabeza de Diágoras había enrojecido; jadeaba; sus ojos se hallaban húmedos. Había logrado algo curioso: gritar sin estrépito, manchar la voz hasta conseguir un aullido hacia dentro, como para hacer saber a Heracles (pero sólo a él) que había gritado. Y con idéntica magia vocal, añadió-: ¡La Academia debe quedar fuera de todo esto!… ¡Júramelo!…

– ¡No tengo por costumbre ofrecer mi juramento a aquellos que esgrimen la mentira con tanta facilidad!

– ¡Mataría -exclamó Diágoras en la cúspide de su alarido inverso, de su estentóreo cuchicheo-, óyeme bien, Heracles, mataría por ayudar a la Academia…!

Heracles se hubiera reído de no hallarse tan indignado; pensó que Diágoras había descubierto el «murmullazo»: la forma de ensordecer a su interlocutor con susurros espasmódicos. Sus ahogados chillidos se le antojaban los de un niño que, temiendo que su compañero le arrebate el maravilloso juguete de la Academia (la palabra donde su voz enmudecía casi por completo, de modo que Heracles sólo podía intuirla por los gestos de su boca), intenta impedírselo a toda costa, pero en mitad de una clase y sin que el maestro se aperciba.

– ¡Mataría! -repitió Diágoras-. ¿Qué es para mí, entonces, una mentira, comparada con perjudicar a la Academia?… ¡Lo peor debe ceder el paso a lo mejor! ¡Aquello que vale menos ha de sacrificarse por lo que vale más!…

– Sacrifícate, pues, Diágoras, y dime la verdad -replicó Heracles con mucha calma y no poca ironía-, porque te aseguro que, ante mis ojos, nunca has valido menos que ahora.


Caminaban por la Stoa Poikile. Era la hora de la limpieza, y los esclavos bailaban con las escobas de caña barriendo los desperdicios acumulados durante el día anterior. Aquel ruido múltiple y vulgar, semejante a una chachara de viejas, imprimía (Heracles no sabía muy bien por qué) cierta burla de fondo a la actitud apasionada y trascendente de Diágoras, el cual, siempre incapaz de frivolizar los asuntos, mostraba en aquel momento, y más que nunca, toda la gravedad que requería la situación: con su actitud cabizbaja, su lenguaje de orador de Asamblea y sus profundos suspiros interruptores.

– Yo… de hecho, no había vuelto a ver a Eunío desde anoche, cuando lo dejamos interpretando aquella obra de teatro… Esta mañana, un poco antes del amanecer, uno de mis esclavos me despertó para decirme que los servidores de los astínomos habían encontrado su cadáver entre los escombros de un solar del Cerámico Interior. Cuando me contó los detalles, me horroricé… Lo primero que pensé fue: «Debo proteger el honor de la Academia»…

– ¿Es preferible el deshonor de una familia al de una institución? -preguntó Heracles.

– ¿Tú crees que no? Si la institución, como es el caso, se halla mucho más capacitada que la familia para gobernar e instruir noblemente a los hombres, ¿debe sobrevivir la familia antes que la institución?

– ¿Y de qué modo se perjudicaría a la Academia si se hiciera público que Eunío puede haber sido asesinado?

– Si encuentras porquería en uno de esos higos -señaló Diágoras el que Heracles se llevaba en aquel momento a la boca-, y desconoces cuál puede ser su origen, ¿confiarías en los demás frutos de la misma higuera?

– Puede que no -a Heracles le estaba pareciendo que preguntarle a los platónicos consistía, básicamente, en responder a sus preguntas.

– Pero si hallaras un higo sucio en el suelo -prosiguió Diágoras-, ¿acaso pensarías que es la higuera la responsable de su suciedad?

– Claro que no.

– Pues lo mismo pensé yo. Mi razonamiento fue el siguiente: «Si Eunío ha sido el único responsable de su muerte, la Academia no sufrirá daño; la gente, incluso, se alegrará de que el higo enfermo haya sido apartado de los sanos. Pero si hay alguien detrás de la muerte de Eunío ¿cómo evitar el caos, el pánico, la sospecha?». Aún más: piensa en la posibilidad de que a cualquiera de nuestros detractores (y tenemos muchos) se le ocurriera establecer peligrosas comparaciones con la muerte de Trámaco… ¿Te imaginas lo que sucedería si se extendiera la noticia de que alguien está matando a nuestros alumnos?

– Te olvidas de un detalle tonto -sonrió Heracles-: Con tu decisión contribuyes a que el asesinato de Eunío quede impune…

– ¡No! -exclamó Diágoras, triunfal por primera vez-. Ahí te equivocas. Yo pensaba decirte a ti la verdad. De esta forma, tú seguirías investigando en secreto, sin riesgo para la Academia, y atraparías al culpable…

– Un plan magistral -ironizó el Descifrador-. Y dime, Diágoras, ¿cómo lo hiciste? Quiero decir, ¿colocaste también la daga en su mano?

Sonrojándose, el filósofo retornó a su actitud mustia y trascendente.

– ¡No, por Zeus, jamás se me hubiera ocurrido tocar el cadáver!… Cuando el esclavo me llevó hasta el lugar, se hallaban presentes los servidores del astínomo y el propio astínomo. Les expliqué la versión que había ido elaborando por el camino y cité los nombres de antiguos discípulos que, llegado el caso, sabía que confirmarían todo lo que yo dijera… Precisamente, al ver el puñal en su mano y percibir aquel fuerte olor a vino, pensé que mi explicación era plausible… De hecho, ¿por qué no pudo ser así, Heracles? El astínomo, que había examinado el cuerpo, me dijo que todas las heridas estaban al alcance de su mano derecha… No había cortes en la espalda, por ejemplo… En verdad, parece que fue él mismo quien…

Diágoras se calló al advertir un repunte de enojo en la fría mirada del Descifrador.

– Por favor, Diágoras, no ofendas mi inteligencia citando la opinión de un miserable limpiabasuras como el astínomo… Yo soy Descifrador de Enigmas.

– ¿Y qué te hace pensar que Eunío haya sido asesinado? Olía a vino, se había vestido de mujer, sostenía una daga con su mano derecha y podía haberse producido él mismo todas las heridas… Conozco varios casos horribles en relación con los efectos del vino puro en los espíritus jóvenes. Esta misma mañana me vino a la memoria el de un efebo de mi demo, que se emborrachó por primera vez durante unas Leneas y se golpeó la cabeza contra un muro hasta morir… Así pues, pensé…

– Tú empezaste a pensar cosas, como siempre -lo interrumpió Heracles con placidez-, y yo me limité a examinar el cuerpo: ahí tienes la gran diferencia entre un filósofo y un Descifrador.


– ¿Y qué hallaste en el cuerpo?

– El vestido. El peplo que llevaba encima, y que estaba desgarrado por las cuchilladas…

– Sí, ¿y qué?

– Los desgarros no guardaban relación con las heridas que había debajo. Hasta un niño hubiera podido darse cuenta… Bueno, un niño no, pero yo sí. Me bastó un simple examen para comprobar que, sobre el desgarro lineal de la tela, yacía una herida circular, y que el producido por una punción profunda se correspondía, en la piel, con un trayecto rectilíneo y superficial… Es obvio que alguien lo vistió de mujer después de que recibiera las puñaladas… no sin antes desgarrar y manchar la ropa de sangre, claro.

– Increíble -se admiró Diágoras con sinceridad.

– Consiste, tan sólo, en saber ver las cosas -replicó el Descifrador, indiferente-. Por si fuera poco, nuestro asesino se equivocó también en otro detalle: no había sangre cerca del cadáver. Si Eunío se hubiera provocado a sí mismo esos salvajes cortes, los escombros y desperdicios cercanos mostrarían un reguero de sangre, por lo menos. Pero no había sangre en los escombros: eran basura limpia, valga la expresión. Lo cual significa que Eunío no recibió allí las puñaladas, sino que fue herido en otro lugar y trasladado después a esa zona en ruinas del Cerámico Interior…

– Oh, por Zeus…

– Y quizás este último error haya sido decisivo -Heracles entrecerró los ojos y se atusó la pulcra barba plateada mientras meditaba. Entonces dijo-: En todo caso, aún no entiendo por qué vistieron a Eunío de mujer y le colocaron esto en la mano…

Extrajo el objeto de su manto. Ambos lo contemplaron en silencio.

– ¿Por qué crees que fue otro quien lo puso? -preguntó Diágoras-. Eunío pudo haberlo cogido antes de…

Heracles negó con la cabeza, impaciente.

– El cadáver de Eunío ya no manaba sangre y estaba rígido -explicó-. Si Eunío hubiera tenido esto en la mano cuando murió, la contractura de los dedos habría impedido que yo se lo quitara con tanta facilidad como lo hice. No: alguien lo disfrazó de muchacha y se lo introdujo entre los dedos…

– Pero, por los sagrados dioses, ¿por qué razón?

– No lo sé. Y me desconcierta. Es la parte del texto que aún no he traducido, Diágoras… Aunque puedo asegurarte, modestamente, que no soy mal traductor -y de repente Heracles dio media vuelta y comenzó a bajar por las escalinatas de la Stoa-. ¡Pero, ea, ya está todo dicho! ¡No perdamos más tiempo! ¡Nos queda por realizar otro Trabajo de Hércules!

– ¿Adónde vamos?

Diágoras tuvo que apresurar el paso para alcanzar a Heracles, que exclamó:

– ¡A conocer a un individuo muy peligroso que quizá nos ayude!… ¡Vamos al taller de Menecmo!

Y, mientras se alejaba, volvió a guardar en su manto el marchito lirio blanco. [51]

En la oscuridad, una voz preguntó: -¿Hay alguien aquí? [52]

En la oscuridad, una voz preguntó:

– ¿Hay alguien aquí?

El lugar era tenebroso y polvoriento; el suelo estaba repleto de escombros y quizá también de basura, cosas que sonaban y se dejaban pisar como si fueran piedras y cosas que sonaban y se dejaban pisar como si fueran restos blandos o quebradizos. La oscuridad era absoluta: no se sabía por dónde se avanzaba ni hacia dónde. El recinto podía ser enorme o muy pequeño; quizás existía otra salida además del pórtico de entrada, o quizás no.

– Heracles, aguarda -susurró otra voz-. No te veo.

Por ello, el más débil de los ruidos representaba un irrefrenable sobresalto.

– ¿Heracles?

– Aquí estoy.

– ¿Dónde?

– Aquí.

Y por ello, descubrir que en verdad había alguien era casi gritar.

– ¿Qué ocurre, Diágoras?

– Oh dioses… Por un momento pensé… Es una estatua.

Heracles se acercó a tientas, extendió la mano y tocó algo: si hubiera sido el rostro de un ser vivo, sus dedos se hubieran hundido directamente en los ojos. Palpó las pupilas, reconoció la pendiente de la nariz, el contorno ondulado de los labios, el demediado promontorio de la barbilla. Sonrió y dijo:

– En efecto, es una estatua. Pero debe de haber muchas por aquí: se trata de su taller.

– Tienes razón -admitió Diágoras-. Además, casi puedo verlas ya: los ojos se me están acostumbrando.

Era cierto: el pincel de las pupilas había comenzado a dibujar siluetas de color blanco en medio de la negrura, esbozos de figuras, borradores discernibles. Heracles tosió -el polvo lo asediaba- y removió con la sandalia la suciedad que yacía bajo sus pies: un ruido semejante a agitar un cofre lleno de abalorios.

– ¿Dónde se habrá metido? -dijo.

– ¿Por qué no lo aguardamos en el zaguán? -sugirió Diágoras, incómodo por la inagotable penumbra y el lento brotar de las esculturas-. No creo que tarde en venir…

– Está aquí-dijo Heracles-. Si no, ¿por qué iba a dejar la puerta abierta?

– Es un lugar tan extraño…

– Es un taller de artista, simplemente. Lo extraño es que las ventanas estén clausuradas. Vamos.

Avanzaron. Ya era más fácil hacerlo: sus miradas amanecían paulatinamente sobre las islas de mármol, los bustos asentados en altas repisas de madera, los cuerpos que aún no habían escapado de la piedra, los rectángulos donde se grababan frisos. El mismo espacio que los contenía empezaba a ser visible: era un taller bastante amplio, con una entrada en un extremo, tras un zaguán, y lo que parecían pesadas colgaduras o cortinajes en el extremo opuesto. Una de las paredes se hallaba arañada por filamentos de oro, débiles manchas resplandecientes que discurrían por la madera de enormes postigos cerrados. Las esculturas, o los bloques de piedra en las cuales se gestaban, se distribuían a intervalos irregulares por todo el lugar, sobresaliendo entre los desperdicios del arte: residuos, esquirlas, guijarros, arenisca, herramientas, escombros y pedazos desgarrados de tela. Frente a los cortinajes se erguía un podio de madera bastante grande al que se accedía por dos escaleras cortas situadas a los costados. Sobre el podio se vislumbraba una cordillera de sábanas blancas asediada por un vertedero de cascotes. Hacía frío entre aquellos muros, y, por extraño que parezca, olía a piedra: un aroma inesperadamente denso, sucio, semejante a olfatear el suelo aspirando con fuerza hasta atrapar también la picante levedad del polvo.

– ¿Menecmo? -preguntó en voz alta Heracles Póntor.

El ruido que siguió, inmenso, impropio de aquella penumbra mineral, hizo trizas el silencio. Alguien había quitado la tabla que cerraba una de las amplias ventanas -la más cercana al podio-, dejándola caer al suelo. Un mediodía fúlgido y tajante como la maldición de un dios atravesó la sala sin hallar obstáculos; el polvo giraba a su alrededor en visibles nubes calizas.

– Mi taller cierra por las tardes -dijo el hombre.

Sin duda existía una puerta oculta tras los cortinajes, pues ni Heracles ni Diágoras habían advertido su llegada.

Era muy delgado, y presentaba un aspecto de enfermizo desaliño. En su cabello, revuelto y gris, las canas no habían terminado de extenderse y florecían en sucios mechones blancos; la palidez de su rostro se manchaba de ojeras. No existía un solo detalle en su aspecto que un artista no hubiese deseado perfilar: la barba rala y mal esparcida, los irregulares cortes del manto, el estropicio de las sandalias. Sus manos -fibrosas, morenas- mostraban una revuelta colección de residuos de origen diverso; también sus pies. Todo su cuerpo era una herramienta usada. Tosió, se alisó -en vano- el pelo; sus ojos sanguinolentos parpadearon; dio la espalda a sus visitantes, ignorándolos, y se dirigió a una mesa cercana al podio, repleta de utensilios, dedicándose, al parecer -pues no había modo de cerciorarse-, a elegir los más adecuados para su trabajo. Se escucharon distintos ruidos metálicos, como notas de címbalos desafinados.

– Lo sabíamos, buen Menecmo -dijo Heracles con pulcra suavidad-, y no venimos a adquirir tus estatuas…

Menecmo giró la cabeza y dedicó a Heracles un residuo de su mirada.

– ¿Qué haces aquí, Descifrador de Enigmas?

– Dialogar con un colega -repuso Heracles-. Ambos somos artistas: tú te dedicas a cincelar la verdad, yo a descubrirla.

El escultor prosiguió su labor en la mesa, provocando un desgarbado ajetreo de herramientas. Entonces dijo:

– ¿Quién te acompaña?

– Soy… -alzó la voz Diágoras, muy digno.

– Es un amigo -lo interrumpió Heracles-. Puedes creerme si te aseguro que tiene mucho que ver con mi presencia aquí, pero no perdamos más tiempo…

– Cierto -asintió Menecmo-, porque debo trabajar. Tengo un encargo para una familia aristocrática del Escambónidai, y he de terminarlo antes de un mes. Y otras muchas cosas… -volvió a toser: una tos, como sus palabras, sucia y estropeada.

Abandonó repentinamente su quehacer en la mesa -los movimientos, siempre bruscos, desajustados- y subió por una de las escalerillas del podio. Heracles dijo, con suma amabilidad:

– Serán sólo unas preguntas, amigo Menecmo, y si tú me ayudas acabaremos antes. Queremos saber si te suena de algo el nombre de Trámaco, hijo de Meragro, y el de Antiso, hijo de Praxínoe, y el de Eunío, hijo de Trisipo.

Menecmo, que en lo alto del podio se ocupaba de recoger las sábanas que cubrían la escultura, se detuvo.

– ¿Cuál es la razón de tu pregunta?

– Oh, Menecmo: si respondes a mis preguntas con preguntas, ¿cómo vamos a terminar pronto? Procedamos con orden: contesta tú ahora a mis cuestiones y yo contestaré a las tuyas después.

– Los conozco.

– ¿Por motivos profesionales?

– Conozco a muchos efebos en la Ciudad… -se interrumpió para tirar de una de las sábanas, que se resistía. No tenía paciencia; sus gestos poseían cualidades agonistas; los objetos parecían desafiarlo. Concedió al lienzo la oportunidad de dos intentos breves, casi de advertencia. Entonces apretó los dientes, afirmó los pies en el podio de madera y, lanzando un sucio gruñido, tiró con ambas manos. La sábana se desprendió con un ruido como de volcar desperdicios, desordenando las colecciones intangibles de polvo.

La escultura, descubierta al fin, era compleja: mostraba a un hombre sentado a una mesa repleta de rollos de papiros. La base, inacabada, se retorcía con la informe castidad del mármol virgen de cincel. De la cabeza de la figura, que daba la espalda a Heracles y Diágoras, sólo era visible la coronilla, tan concentrado parecía estar en lo que hacía.

– ¿Alguno de ellos te sirvió de modelo? -preguntó Heracles.

– En ocasiones -fue la lacónica respuesta.

– Sin embargo, no creo que todos tus modelos sean también actores de tus obras…

Menecmo había regresado a la mesa de utensilios y preparaba una hilera de cinceles de diferente tamaño.

– Les dejo libertad para elegir -dijo sin mirar a Heracles-. A veces hacen ambas cosas.

– ¿Como Eunío?

El escultor volvió la cabeza con brusquedad: Diágoras pensó que gustaba de maltratar a sus propios músculos como un padre ebrio maltrataría a sus hijos.

– Acabo de saber lo de Eunío, si es a eso a lo que te refieres -dijo Menecmo; sus ojos eran dos sombras fijas en Heracles-. No he tenido nada que ver con su arrebato de locura.

– Nadie ha dicho lo contrario -Heracles levantó ambas manos abiertas, como si Menecmo lo estuviera amenazando.

Cuando el escultor volvió a ocuparse de las herramientas, Heracles dijo:

– Por cierto, ¿sabías que Trámaco, Antiso y Eunío participaban en tus obras de incógnito? Los mentores de la Academia les prohibían hacer teatro…

Los huesudos hombros de Menecmo se alzaron a la vez.

– Creo haber oído algo parecido. ¡Es lo más necio que he escuchado jamás! -y diciendo esto, volvió a subir por la escalera del podio en dos saltos-. ¡Nadie puede prohibir el arte! -exclamó, y propinó un cincelazo impulsivo, casi azaroso, en una de las esquinas de la mesa de mármol; el sonido dejó en el aire un ligero vestigio musical.

Diágoras abrió la boca para replicar, pero pareció pensárselo mejor y desistió. Heracles dijo:

– ¿Y se mostraban temerosos de ser descubiertos?

Menecmo rodeó la estatua con expresión afanosa, como buscando alguna otra esquina desobediente que castigar. Dijo:

– Supongo. Pero sus vidas no me interesaban. Les ofrecí la posibilidad de actuar como coreutas, eso es todo. Ellos aceptaron sin rechistar, y los dioses saben que lo agradecí: mis tragedias, a diferencia de mis estatuas, no me dan fama ni dinero, sólo placer, y no es fácil encontrar gente que participe en ellas…

– ¿Cuándo los conociste?

Tras una pausa, Menecmo repuso:

– Durante los viajes que hacíamos a Eleusis. Soy devoto.

– Pero tu relación con ellos no se limitaba a compartir creencias religiosas, ¿no es cierto? -Heracles había iniciado un lento recorrido por el taller, deteniéndose a examinar varias obras con el limitado interés que podría manifestar un aristocrático mecenas.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir, oh Menecmo, que los amabas.

El Descifrador se hallaba frente a la figura de un inacabado Hermes con caduceo, sombrero pétaso y sandalias aladas. Dijo:

– Sobre todo a Antiso, por lo que veo.

Señalaba el rostro del dios, cuya sonrisa expresaba cierta bella malicia.

– ¿Y aquella cabeza de Baco, coronada de pámpanos? -prosiguió Heracles-. ¿Y ese busto de Atenea? -iba de una figura a otra, gesticulando como un vendedor que quisiera encarecerlas-. ¡Yo diría que advierto varios bellos rostros de Antiso repartidos entre las diosas y dioses del sagrado Olimpo!…

– Antiso es amado por muchos -Menecmo reanudó su trabajo con furia.

– Y ensalzado por ti. Me pregunto cómo te las arreglabas con los celos. Imagino que a Trámaco y a Eunío no les agradaría demasiado esta ostensible inclinación tuya por su compañero…

Por un instante, entre las notas del cincel, pareció que Menecmo jadeaba con fuerza: pero al volver el rostro, Heracles y Diágoras descubrieron que sonreía.

– Por Zeus, ¿crees que yo les importaba mucho?

– Sí, puesto que accedían a ser tus modelos y actuar en tus obras, desobedeciendo así los sagrados preceptos que recibían en la Academia. Creo que te admiraban, Menecmo: que, por ti, posaban desnudos o vestidos de mujer, y que, cuando el trabajo finalizaba, empleaban sus desnudeces o sus vestimentas andróginas para tu deleite… y se arriesgaban, de este modo, a ser descubiertos y deshonrar a sus familias…

Menecmo, sin dejar de sonreír, exclamó:

– ¡Por Atenea! ¿Crees de veras que valgo tanto como artista y como hombre, Heracles Póntor?

Heracles replicó:

– Para los espíritus jóvenes, que, al igual que tus esculturas, se hallan aún inacabados, cualquier tierra es buena para echar raíces, Menecmo de Carisio. Y mejor que ninguna, la que abunda en estiércol…

Menecmo no pareció escucharle: se dedicaba en aquel momento, con gran concentración, a esculpir ciertos pliegues de la ropa del hombre. ¡Cling! ¡Cling! De repente empezó a hablar, pero era como si se dirigiera al mármol. Su áspera y desigual voz ensuciaba de ecos las paredes del taller.

– Yo soy un guía para muchos efebos, sí… ¿Piensas que nuestra juventud no necesita de guías, Heracles? ¿Acaso… -y parecía emplear su creciente irritación en aumentar la fuerza del golpe: ¡Cling!-… acaso el mundo que van a heredar es agradable? ¡Mira a tu alrededor!… Nuestro arte ateniense… ¿Qué arte?… ¡Antes, las figuras estaban llenas de poder: imitábamos a los egipcios, que siempre han sido mucho más sabios!… -¡Cling!-. Y ahora, ¿qué hacemos? ¡Diseñar formas geométricas, siluetas que siguen estrictamente el Canon!… ¡Hemos perdido espontaneidad, fuerza, belleza!… -¡Cling! ¡Cling!-. Dices que dejo inacabadas mis obras, y es cierto… Pero ¿adivinas por qué?… ¡Porque soy incapaz de crear nada de acuerdo con el Canon!…

Heracles quiso interrumpirle, pero el limpio comienzo de su intervención quedó sumido en el lodazal de golpes y exclamaciones de Menecmo.

– ¡Y el teatro!… ¡En otra época, el teatro era una orgía donde aun los dioses participaban!… Pero con Eurípides, ¿en qué se convirtió?… ¡En dialéctica barata a gusto de las nobles mentes de Atenas!… -¡Cling!-. ¡Un teatro que es meditación reflexiva en vez de fiesta sagrada!… ¡El propio Eurípides, ya viejo, lo reconoció al final de sus días! -interrumpió el trabajo y se volvió hacia Heracles, sonriendo-. Y cambió de opinión radicalmente…

Y, como si sólo aquella última frase hubiera necesitado de una pausa, reanudó los golpes con más fuerza que antes, mientras proseguía:

– ¡El viejo Eurípides abandonó la filosofía y se dedicó a hacer teatro de verdad! -¡Cling!-. ¿Recuerdas su última obra?… -y exclamó, con gran satisfacción, como si la palabra fuera una piedra preciosa y él la hubiese descubierto de repente entre los escombros-: ¡Bacantes!…

– ¡Sí! -se impuso otra voz-. ¡Bacantes! ¡La obra de un loco! -Menecmo se volvió hacia Diágoras, que parecía desparramar sus gritos con exaltación, como si el silencio que hasta entonces había mantenido le hubiera costado un gran esfuerzo-. ¡Eurípides perdió facultades al envejecer, como nos suele ocurrir a todos, y su teatro se degradó hasta extremos inconcebibles!… ¡Los nobles cimientos de su espíritu razonador, afanado en buscar la Verdad filosófica durante la madurez, cedieron con el paso de los años… y su última obra se convirtió, como las de Esquilo y Sófocles, en un basurero hediondo donde pululan las enfermedades del alma y corren regueros de sangre inocente! -y, sonrojado tras el ímpetu de su discurso, desafió a Menecmo con la mirada.

Después de un breve silencio, el escultor inquirió con suavidad:

– ¿Puedo saber quién es este imbécil?

Heracles detuvo con un gesto la airada réplica de su compañero:

– Perdona, buen Menecmo, no hemos venido aquí para hablar de Eurípides y su teatro… ¡Déjame seguir, Diágoras!… -el filósofo se contenía a duras penas-. Queremos preguntarte…

Un estrépito de ecos lo interrumpió: Menecmo había comenzado a gritar mientras paseaba de un lado a otro por el podio. De vez en cuando señalaba a uno de los dos hombres con el pequeño martillo, como si se dispusiera a lanzárselo a la cabeza.

– ¿Y la filosofía?… ¡Recordad a Heráclito!… ¡«Sin discordia no hay existencia»!… ¡Eso opinaba el filósofo Heráclito!… ¿Acaso la filosofía no ha cambiado también?… ¡Antes era una fuerza, un impulso!… Ahora… ¿qué es?… ¡Puro intelecto!… ¡Antes…! ¿Qué nos intrigaba?… ¡La materia de las cosas: Tales, Anaximandro, Empédocles…! ¡Antes pensábamos en la materia! ¿Y ahora? ¿En qué pensamos ahora? -y deformó la voz grotescamente para decir-: ¡En el mundo de las Ideas!… ¡Las Ideas existen, claro, pero viven en otro lugar, lejos de nosotros!… ¡Son perfectas, puras, bondadosas y útiles…!

– ¡Lo son! -saltó Diágoras, chillando-. ¡Lo son, de la misma forma que tú eres imperfecto, vulgar, canalla y…!

– ¡Por favor, Diágoras, déjame hablar! -exclamó Heracles.

– ¡No debemos amar a los efebos, oh no!… -se burlaba Menecmo-. ¡Debemos amar la idea de efebo!… ¡Besar un pensamiento de labios, acariciar una definición de muslo!… ¡Y no hagamos estatuas, por Zeus! ¡Eso es un arte imitativo vulgar!… ¡Hagamos ideas de estatuas!… ¡Esta es la filosofía que heredarán los jóvenes!… ¡Aristófanes hacía bien en situarla en las nubes

Diágoras resoplaba, en el colmo de la indignación.

– ¿Cómo puedes opinar con tanto desparpajo sobre algo que ignoras, tú…?

– ¡Diágoras! -la firmeza de la voz de Heracles provocó una repentina pausa-. ¿No te das cuenta de que Menecmo pretende desviar el tema? ¡Déjame hablar de una vez!… -y prosiguió, con sorprendente calma, dirigiéndose al escultor-: Menecmo, hemos venido a preguntarte sobre las muertes de Trámaco y Eunío…

Y lo dijo casi en tono de disculpa, como si se excusara por mencionar un asunto tan trivial frente a alguien a quien consideraba muy importante. Tras un breve silencio, Menecmo escupió en el suelo del podio, se frotó la nariz y dijo:

– A Trámaco lo mataron los lobos mientras cazaba. En cuanto a Eunío, me han contado que se emborrachó, y las uñas de Dioniso aferraron su cerebro obligándole a clavarse un puñal en el cuerpo varias veces… ¿Qué tengo yo que ver con eso?

Heracles replicó de inmediato:

– Que ambos, junto con Antiso, visitaban tu taller por las noches y participaban en tus curiosas diversiones. Y que los tres te admiraban y correspondían a tus exigencias amorosas, pero tú favorecías sólo a uno. Y que, probablemente, hubo discusiones entre ellos, y quizás amenazas, pues las diversiones que organizas con tus efebos no gozan precisamente de buena reputación, y ninguno de ellos quería que se hicieran públicas… Y que Trámaco no se fue a cazar, pero el día en que salió de Atenas tu taller permaneció cerrado y nadie te vio por ninguna parte…

Diágoras enarcó las cejas y se volvió hacia Heracles, pues desconocía esta última información. Pero el Descifrador prosiguió, como si recitara un cántico ritual:

– Y que Trámaco, de hecho, fue asesinado o golpeado hasta quedar inconsciente, y abandonado a merced de los lobos… Y que anoche, Eunío y Antiso vinieron aquí después de la representación de tu obra. Y que tu taller es la casa más próxima al lugar donde encontraron a Eunío esta madrugada. Y que sé con certeza que Eunío también fue asesinado, y que su asesino cometió el crimen en otro sitio y luego trasladó el cuerpo a ese lugar. Y que es lógico suponer que ambos lugares no deben distar mucho entre sí, pues a nadie se le ocurriría atravesar Atenas con un cadáver al hombro -hizo una pausa y abrió los brazos, en un ademán casi amistoso-. Como puedes comprobar, buen Menecmo, tienes bastante que ver en todo esto.

La expresión del rostro de Menecmo era inescrutable. Hubiera podido pensarse que sonreía, pero su mirada era sombría. Sin decir nada, se volvió lentamente hacia el mármol, dando la espalda a Heracles, y continuó cincelándolo con pausados golpes. Entonces habló, y su voz sonó divertida:

– ¡Oh, el razonamiento! ¡Oh, qué maravilloso, qué exquisito el razonamiento! -emitió una risita sofocada-. ¡Yo soy culpable por un silogismo! Mejor aún: por la distancia que separa mi casa del solar de los alfareros -sin dejar de esculpir, movió la cabeza con lentitud y volvió a reírse, como si la escultura o su propio trabajo le parecieran dignos de burla-. ¡Así construimos los atenienses las verdades hoy día: hablamos de distancias, hacemos cálculos con las emociones, razonamos los hechos…!

– Menecmo… -dijo Heracles con suavidad.

Pero el artista continuó hablando:

– ¡Podrá afirmarse, en años venideros, que Menecmo fue considerado culpable por un asunto de longitudes!… Hoy día todo sigue un Canon, ¿no lo he dicho ya muchas veces? La justicia ya es, tan sólo, cuestión de distancia…

– Menecmo -insistió Heracles en el mismo tono-. ¿Cómo sabías que el cuerpo de Eunío fue hallado en el solar de los alfareros? Eso no lo he dicho yo.

A Diágoras le sorprendió la violenta reacción del escultor: se había vuelto hacia Heracles con los ojos muy abiertos, como si este último fuera una gorda Galatea que hubiese cobrado vida de repente. Por un instante no profirió una sola palabra. Después exclamó, con un resto de voz:

– ¿Estás loco? ¡Lo comenta toda la gente!… ¿Qué pretendes insinuar con eso?…

Heracles empleó de nuevo su más humilde tono de disculpa:

– Nada, no te preocupes: formaba parte de mi razonamiento sobre la distancia.

Y entonces, como si hubiera olvidado algo, se rascó la cónica cabeza y añadió:

– Lo que no comprendo muy bien, buen Menecmo, es por qué te has centrado únicamente en mi razonamiento sobre la distancia y no en mi razonamiento sobre la posibilidad de que alguien asesinara a Eunío…, idea mucho más extraña, por Zeus, y que, sin duda, nadie comenta, pero que tú pareces haber admitido de buen grado en cuanto te la he referido. Has empezado por criticar mi razonamiento sobre la distancia y no me has preguntado: «Heracles, ¿por qué estás tan seguro de que Eunío fue asesinado?»… La verdad, Menecmo, no lo entiendo.

Diágoras no sintió ninguna compasión por Menecmo, pese a que advertía cómo las despiadadas deducciones del Descifrador lo sumergían progresivamente en el desconcierto más absoluto, haciéndolo caer en la trampa de sus propias y frenéticas palabras de manera semejante a esos lagos de podredumbre que -según diversos testimonios de viajeros con los que había hablado- engullen con más rapidez a aquellos que intentan salvarse con contorsiones o aspavientos. En el denso silencio que siguió, quiso añadir, por burla, algún comentario huero que dejara bien patente la victoria que habían obtenido sobre aquella alimaña. Y dijo, con cínica sonrisa:

– Bella escultura es ésa en la que trabajas, Menecmo. ¿A quién representa?

Por un momento, creyó que no obtendría respuesta. Pero entonces advirtió que Menecmo sonreía, y aquello bastó para inquietarlo.

– Se llama El traductor. El hombre que pretende descifrar el misterio de un texto escrito en otro lenguaje sin percibir que las palabras sólo conducen a nuevas palabras, y los pensamientos a nuevos pensamientos, pero la Verdad permanece inalcanzable. ¿No es un buen símil de lo que hacemos todos?

No entendió muy bien Diágoras lo que quería decir el escultor, pero como no deseaba quedar en desventaja comentó:

– Es una figura muy curiosa. ¿Qué vestido lleva? No parece griego…

Menecmo no dijo nada. Observaba su obra y sonreía.

– ¿Puedo verla de cerca?

– Sí -dijo Menecmo.

El filósofo se acercó al podio y subió por una de las escaleras. Sus pasos retumbaron en la sucia madera del pedestal. Se aproximó a la escultura y observó su perfil.

El hombre de mármol, encorvado sobre la mesa, sostenía entre el índice y el pulgar una fina pluma; los rollos de papiro lo sitiaban. ¿Qué clase de vestido llevaba?, se preguntó Diágoras. Una especie de manto muy entallado… Ropas extranjeras, evidentemente. Contempló su cuello inclinado, la prominencia de las primeras vértebras -estaba bien hecho, hubo de reconocer-, los espesos mechones de pelo a ambos lados de la cabeza, las orejas de lóbulos gruesos e impropios…

Aún no había podido verle el rostro: la figura agachaba demasiado la cabeza. Diágoras, a su vez, se agachó un poco: observó las ostensibles entradas en las sienes, las áreas de calvicie prematura… No pudo evitar, al mismo tiempo, admirar sus manos: venosas, delgadas; la derecha atrapaba el tallo de la pluma; la izquierda descansaba con la palma hacia abajo, ayudando a extender el pergamino sobre el que escribía, el dedo medio adornado con un grueso anillo en cuyo sello estaba grabado un círculo. Un rollo de papiro desplegado se hallaba cerca de la misma mano: sería, sin duda, la obra original. El hombre redactaba la traducción en el pergamino. ¡Incluso las letras, en este último, se hallaban cinceladas con pulcra destreza! Intrigado, Diágoras se asomó por encima del hombro de la figura y leyó las palabras que, se suponía, acababa de «traducir». No supo qué podían significar. Decían:


No supo qué podían significar. Decían


Pero aún no había visto el rostro de la figura. Inclinó un poco más la cabeza y lo contemplo. [53]

Pero aún no había visto el rostro de la figura. Inclinó un poco más la cabeza y lo contempló.

Eran unas facciones [54]

– Un hombre muy astuto -dijo Heracles cuando salieron del taller-. Deja las frases inacabadas, como sus esculturas. Adopta un carácter repugnante para que retrocedamos con las narices tapadas, pero estoy seguro de que, frente a sus discípulos, sabe ser encantador.

– ¿Crees que fue él quien…? -preguntó Diágoras.

– No nos apresuremos. La verdad puede hallarse lejos, pero posee infinita paciencia para aguardar nuestra llegada. Por lo pronto, me gustaría tener la oportunidad de hablar de nuevo con Antiso…

– Si no me equivoco, lo encontraremos en la Academia: esta tarde se celebra una cena en honor de un invitado de Platón, y Antiso será uno de los coperos.

– Muy bien -sonrió Heracles Póntor-: Pues creo, Diágoras, que ha llegado la hora de conocer tu Academia. [55]

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