II [5]

Las esclavas prepararon el cuerpo de Trámaco, hijo de la viuda Etis, según el método: se lustró el horror de las dilaceraciones con ungüentos procedentes del lequito; manos de ágiles dedos se deslizaron sobre la piel socavada para extender esencias y perfumes; fue envuelto en la fragilidad del sudario y vestido con ropa limpia; se dejó el rostro al descubierto y se ató la mandíbula con fuertes vendajes para impedir el escalofriante bostezo de la muerte; bajo la untuosidad de la lengua se depositó el óbolo que pagaría los servicios de Caronte. Después aderezaron un lecho con mirto y jazmines, y sobre él colocaron el cadáver, los pies hacia la puerta, para ser velado durante todo el día; la presencia gris de un pequeño Hermes tutelar lo custodiaba. En la entrada del jardín, el ardanion, el ánfora con agua lustral, serviría para hacer pública la tragedia y purificar a las visitas del contacto con lo desconocido. Las plañideras contratadas entonaron sus sinuosos cánticos a partir del mediodía, cuando arreciaron las muestras de condolencia. Por la tarde, una serpenteante hilera de hombres se extendía a lo largo de la vereda del jardín: cada uno aguardaba en silencio, bajo la húmeda frialdad de los árboles, su turno para entrar en la casa, desfilar ante el cuerpo y dar el pésame a los familiares. Daminos, del demo de Clazobion, el tío de Trámaco, ofició de anfitrión: poseía cierta fortuna en barcos y en minas de plata de Laurion, y su presencia atrajo a numerosa gente. Fueron escasos, sin embargo, los que acudieron en recuerdo de Meragro, el padre de Trámaco (que había sido condenado y ejecutado por traidor a la democracia muchos años antes), o por respeto a la viuda Etis, que había heredado el deshonor de su esposo.

Heracles Póntor llegó a la caída del sol, pues había decidido participar también en la ecforá, la comitiva fúnebre, que se celebraba siempre de noche. Penetró con ceremoniosa lentitud en el oscuro vestíbulo -húmedo y frío, de aire aceitoso por el olor de los ungüentos-, dio una vuelta completa alrededor del cadáver siguiendo los pasos de la flexuosa fila de visitantes, y abrazó en silencio a Daminos y a Etis, que lo recibió velada por un negro peplo y un chal de gran capucha. Nada hablaron. Su abrazo fue uno de tantos. Durante su recorrido pudo distinguir a algunos hombres que conocía y a otros que no: allí estaban el noble Praxínoe y su hijo, el bellísimo Antiso, de quien se afirmaba que había sido uno de los mejores amigos de Trámaco; allí también Isífenes y Efialtes, dos reputados mercaderes que, sin duda, habían acudido por Daminos; y -una presencia que no dejó de sorprenderle- Menecmo, el escultor poeta, vestido con el descuido que lo caracterizaba, que se entretuvo en quebrantar el protocolo dedicándole a Etis algunas palabras en voz baja. Por fin, a la salida, en la húmeda frialdad del jardín, creyó advertir la robusta figura del filósofo Platón aguardando entre los hombres que aún no habían entrado, y dedujo que había venido en recuerdo de su antigua amistad con Meragro.

Una inmensa y sinuosa criatura parecía la comitiva que emprendió el camino del cementerio por la Vía de las Panateneas: la cabeza la formaban, en primer lugar, los vaivenes del cadáver transportado por cuatro esclavos; detrás, los familiares directos -Daminos, Etis y Elea-, sumidos en el silencio del dolor; y los tañedores de oboe, jóvenes con túnicas negras que aguardaban el inicio del rito para empezar a tocar; por último, los peplos blancos de las cuatro plañideras. El cuerpo lo constituían los amigos y conocidos de la familia, que avanzaban en dos hileras.

El cortejo salió de la Ciudad por la Puerta del Dipilon y se internó en el Camino Sagrado, lejos de las luces de las viviendas, entre la húmeda y fría neblina de la noche. Las piedras del Cerámico retemblaron undosas bajo el resplandor de las antorchas: por doquier aparecían figuras de dioses y héroes cubiertas por el suave aceite del rocío nocturno, inscripciones en altas estelas adornadas con siluetas ondulantes y urnas de graves contornos sobre las que reptaba la hiedra. Los esclavos depositaron cuidadosamente el cadáver en la pira funeraria. Los tañedores de oboe hicieron deslizar por el aire las sinuosas notas de sus instrumentos; las plañideras, coreográficas, rasgaron sus vestiduras al tiempo que entonaban la oscilante frialdad de su canto. Se iniciaron las libaciones en honor a los dioses de los muertos. El público se dispersó para contemplar el rito: Heracles eligió la proximidad de una enorme estatua del héroe Perseo; la cabeza decapitada de Medusa, que el héroe asía de las víboras del pelo, quedaba a la altura de su rostro, y parecía contemplarlo con ojos deshabitados. Finalizaron los cánticos, se pronunciaron las últimas palabras, y las doradas cabezas de cuatro antorchas se inclinaron ante los bordes de la pira: el Fuego multicefálico se alzó, retorciéndose, y sus múltiples lenguas ondearon en el aire frío y húmedo de la Noche [6].


El hombre golpeó la puerta varias veces. Como nadie respondió, volvió a golpear. En el oscuro cielo ateniense, las nubes de varias cabezas comenzaron a agitarse.

Por fin, la puerta se abrió, y un rostro blanco, sin rasgos, envuelto en un largo sudario negro, apareció tras ella. El hombre, confuso, casi atemorizado, titubeó antes de hablar:

– Deseo ver a Heracles Póntor, a quien llaman el Descifrador de Enigmas.

La figura se deslizó hacia las sombras en silencio y el hombre, aún indeciso, penetró en la casa. Afuera proseguía el irregular estrépito de los truenos.


Heracles Póntor, sentado a la mesa de su pequeña habitación, había dejado de leer y se concentraba, distraído, en el sinuoso trayecto de una grieta grande que descendía desde el techo hasta la mitad de la pared frontera, cuando de repente la puerta se abrió con suavidad y apareció Pónsica en el umbral.

– Una visita -dijo Heracles descifrando los armónicos, ondulantes gestos de las delgadas manos de su esclava enmascarada, de ágiles dedos-. Un hombre. Quiere verme -las manos se agitaban juntas; las diez cabezas de los dedos conversaban en el aire-. Sí, hazlo pasar.

El hombre era alto y delgado. Se envolvía en un humilde manto de lana impregnado de las untuosas escamas del relente nocturno. Su cabeza, bien formada, ostentaba una lustrosa calva, y una barba blanca recortada con esmero le adornaba el mentón. En sus ojos había claridad, pero las arrugas que los rodeaban revelaban edad y cansancio. Cuando Pónsica se hubo marchado, siempre en silencio, el recién llegado, que no había dejado de observarla con expresión de asombro, se dirigió a Heracles.

– ¿Acaso es cierta tu fama?

– ¿Qué dice mi fama?

– Que los Descifradores de Enigmas pueden leer en el rostro de los hombres y en el aspecto de las cosas como si fueran papiros escritos. Que conocen el lenguaje de las apariencias y saben traducirlo. ¿Es por ello que tu esclava oculta el rostro tras una máscara sin rasgos?

Heracles, que se había levantado para coger una fuente de frutas y una crátera de vino, sonrió ligeramente y dijo:

– Por Zeus, que no seré yo quien desmienta tal fama, pero mi esclava se cubre la cara más por mi tranquilidad que por la suya: fue secuestrada por unos bandidos lidios cuando no era más que un bebé, los cuales, durante una noche de borrachera múltiple, se divirtieron quemando su rostro y arrancándole la pequeña lengua… Puedes coger fruta si quieres… Según parece, uno de los bandidos se apiadó de ella, o atisbo la posibilidad de negocio, y la adoptó. Después la vendió como esclava para trabajos domésticos. Yo la compré en el mercado hace dos años. Me gusta, porque es silenciosa como un gato y eficiente como un perro, pero sus facciones destruidas no me agradan…

– Comprendo -dijo el hombre-. Te compadeces de ella…

– Oh no, no es eso -repuso Heracles-. Es que me distraen. Sucede que mis ojos se dejan tentar con demasiada frecuencia por la complejidad de todo lo que ven: antes de que tú llegaras, por ejemplo, contemplaba abstraído el discurrir de

esa interesante grieta en la pared, su cauce y afluentes, su origen… Pues bien: el rostro de mi esclava es un nudo espiral e infinito de grietas, un enigma constante para mi insaciable mirada, de modo que decidí ocultarlo obligándola a llevar esa máscara sin rasgos. Me gusta que me rodeen cosas simples: el rectángulo de una mesa, los círculos de las copas…, geometrías sencillas. Mi trabajo consiste, precisamente, en lo opuesto: descifrar lo complicado. Pero acomódate en el diván, por favor… En esta fuente hay fruta fresca, higos dulces sobre todo. A mí me apasionan los higos, ¿a ti no? También puedo ofrecerte una copa de vino no mezclado…

El hombre, que había estado escuchando las tranquilas palabras de Heracles con creciente sorpresa, se recostó lentamente en el diván. La sombra de su calva cabeza, proyectada por la luz de la pequeña lámpara de aceite que había sobre la mesa, se irguió como una esfera perfecta. La sombra de la cabeza de Heracles -un grueso tronco de cono con un breve musgo de pelo plateado en la cúspide- llegaba hasta el techo.

– Gracias. Por ahora, aceptaré el diván -dijo el hombre.

Heracles se encogió de hombros, apartó algunos papiros de la mesa, acercó la fuente de frutas, se sentó y cogió un higo.

– ¿En qué puedo ayudarte? -preguntó amablemente.

Un áspero trueno clamó en la distancia. Tras una pausa, el hombre dijo:

– Realmente, no lo sé. He oído decir que resuelves misterios. Vengo a ofrecerte uno.

– Enséñamelo -repuso Heracles.

– ¿Qué?

– Enséñame el misterio. Yo sólo resuelvo los enigmas que puedo contemplar. ¿Es un texto? ¿Un objeto?…

El hombre adoptó de nuevo su expresión de asombro -ceño fruncido, labios entreabiertos- mientras Heracles arrancaba de un pulcro mordisco la cabeza del higo [7].

– No, no es nada de eso -dijo con lentitud-. El misterio que vengo a ofrecerte es algo que fue, pero que ya no es. Un recuerdo. O la idea de un recuerdo.

– ¿Cómo quieres que resuelva tal cosa? -sonrió Heracles-. Yo sólo traduzco lo que mis ojos pueden leer. No voy más allá de las palabras…

El hombre lo miró fijamente, como desafiándolo.

– Siempre hay ideas más allá de las palabras, aunque sean invisibles -dijo-.


Y ellas son lo único importante [8] -la sombra de la esfera descendió cuando el hombre inclinó su cabeza-. Nosotros, al menos, creemos en la existencia independiente de las Ideas. Pero me presentaré: me llamo Diágoras, soy del demo de Medonte, y enseño filosofía y geometría en la escuela de los jardines de Academo. Ya sabes… la que llaman la «Academia». La escuela que dirige Platón.

Heracles movió la cabeza, asintiendo.

– He oído hablar de la Academia y conozco un poco a Platón -dijo-. Aunque he de admitir que últimamente no lo veo con frecuencia…

– No me extraña -repuso Diágoras-: Se encuentra muy ocupado en la composición de un nuevo libro para su Diálogo sobre el gobierno ideal. Pero no es de él de quien vengo a hablarte, sino de… uno de mis discípulos: Trámaco, el hijo de la viuda Etis; el adolescente al que mataron los lobos hace unos días… ¿Sabes a quién me refiero?

El carnoso rostro de Heracles, iluminado a medias por la luz de la lámpara, no reflejó ninguna expresión. «Ah, Trámaco era alumno de la Academia», pensó. «Por eso Platón fue a darle el pésame a Etis.» Volvió a mover la cabeza y asintió. Dijo:

– Conozco a su familia, pero no sabía que Trámaco era alumno de la Academia…

– Lo era -replicó Diágoras-. Y un buen alumno, además.

Entrelazando las cabezas de sus gruesos dedos, Heracles dijo:

– Y el misterio que vienes a ofrecerme se relaciona con Trámaco…

– Directamente -asintió el filósofo.

Heracles permaneció pensativo durante un instante. Entonces hizo un gesto vago con la mano.

– Bien. Cuéntamelo lo mejor que puedas, y ya veremos.

La mirada de Diágoras de Medonte se perdió en el afilado contorno de la cabeza de la llama, que se alzaba, piramidal, sobre la mecha de la lámpara, mientras su voz desgranaba las palabras:

– Yo era su mentor principal y me sentía orgulloso de él. Trámaco poseía todas las nobles cualidades que Platón exige en aquellos que pretendan convertirse en sabios guardianes de la ciudad: era hermoso como sólo puede serlo alguien que ha sido bendecido por los dioses; sabía discutir con inteligencia; sus preguntas siempre eran atinadas; su conducta, ejemplar; su espíritu vibraba en armonía con la música y su esbelto cuerpo se había moldeado en el ejercicio de la gimnasia… Estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, y ardía de impaciencia por servir a Atenas en el ejército. Aunque me entristecía pensar que pronto abandonaría la Academia, ya que le profesaba cierto aprecio, mi corazón se regocijaba sabiendo que su alma ya había aprendido todo lo que yo podía enseñarle y se hallaba de sobra preparada para conocer la vida…

Diágoras hizo una pausa. Su mirada no se desviaba de la quieta ondulación de la llama. Prosiguió, con fatigada voz:

– Y entonces, hace aproximadamente un mes, empecé a percibir que algo extraño le ocurría… Parecía preocupado. No se concentraba en las lecciones: antes bien, permanecía alejado del resto de sus compañeros, apoyado en la pared más lejana a la pizarra, indiferente al bosque de brazos que se alzaban como cabezas de largos cuellos cuando yo hacía una de mis preguntas, como si la sabiduría hubiese dejado de interesarle… Al principio no quise darle demasiada importancia a tal conducta: ya sabes que los problemas, a esa edad, son múltiples, y brotan y desaparecen con suave rapidez. Pero su desinterés continuó. Incluso se agravó. Se ausentaba con frecuencia de las clases, no aparecía por el gimnasio… Algunos de sus compañeros habían notado también el cambio, pero no sabían a qué atribuirlo. ¿Estaría enfermo? Decidí hablarle a solas… si bien aún seguía creyendo que su problema sería intrascendente… quizás amoroso… ya me entiendes… es frecuente, a esa edad… -Heracles se sorprendió al observar que el rostro de Diágoras enrojecía como el de un adolescente. Lo vio tragar saliva antes de continuar-: Una tarde, en un intervalo entre las clases, lo hallé a solas en el jardín, junto a la estatua de la Esfinge…

El muchacho se hallaba extrañamente quieto entre los árboles. Parecía contemplar la cabeza de piedra de la mujer con cuerpo de león y alas de águila, pero su prolongada inmovilidad -tan semejante a la de la estatua- hacía pensar que su mente se hallaba muy lejos de allí. El hombre lo sorprendió en aquella postura: de pie, los brazos junto al cuerpo, la cabeza un poco inclinada, los tobillos unidos. El crepúsculo era frío, pero el muchacho sólo vestía una ligera túnica, corta como los jitones espartanos, que se agitaba con el viento y dejaba desnudos sus brazos y sus muslos blancos. Los bucles castaños estaban atados con una cinta. Calzaba hermosas sandalias de piel. El hombre, intrigado, se acercó: al hacerlo, el muchacho percibió su presencia y se volvió hacia él.

– Ah, maestro Diágoras. Estabais aquí…

Y comenzó a alejarse. Pero el hombre dijo:

– Aguarda, Trámaco. Precisamente quería hablarte a solas.

El muchacho se detuvo dándole la espalda (los blancos omoplatos desnudos) y giró con lentitud. El hombre, que intentaba mostrarse afectuoso, percibió la rigidez de sus suaves miembros y sonrió para tranquilizarle. Dijo:

– ¿No estás desabrigado? Hace un poco de frío para tu escaso vestido…

– No siento frío, maestro Diágoras.

El hombre acarició con cariño el ondulado contorno de los músculos del brazo izquierdo de su pupilo.

– ¿Seguro? Tu piel está helada, pobre hijo mío… y pareces temblar.

Se acercó aún más, provisto de la confianza que le otorgaba el afecto que sentía por él, y, con un suave gesto, un movimiento casi maternal de sus dedos, le apartó los rizos castaños arrollados en la frente. Una vez más se maravilló de la hermosura de aquel rostro intachable, de la belleza de aquellos ojos color miel que lo contemplaban parpadeando. Dijo:

– Escucha, hijo: tus compañeros y yo hemos notado que te ocurre algo. Últimamente no eres el mismo de siempre…

– No, maestro, yo…

– Escucha -insistió el hombre con suavidad, y acarició el terso óvalo del rostro del muchacho tomándolo con delicadeza del mentón, como se coge una copa de oro puro-. Eres mi mejor alumno, y un maestro conoce muy bien a su mejor alumno. Desde hace casi un mes parece que nada te interesa, no intervienes en los diálogos pedagógicos… Espera, no me interrumpas… Te has alejado de tus compañeros, Trámaco… Claro que te ocurre algo, hijo. Dime tan sólo qué es, y juro ante los dioses que procuraré ayudarte, ya que mis fuerzas no son escasas. No se lo diré a nadie si no quieres. Tienes mi palabra. Pero confía en mí…

Los ojos castaños del muchacho se hallaban fijos en los del hombre, muy abiertos. Quizá demasiado abiertos. Durante un instante hubo silencio y quietud. Entonces el muchacho movió lentamente sus rosados labios, húmedos y fríos, como si fuera a hablar, pero no dijo nada. Sus ojos continuaban dilatados, saltones, como pequeñas cabezas de marfil con inmensas pupilas negras. El hombre advirtió algo extraño en aquellos ojos, y se quedó tan absorto contemplándolos que apenas percibió que el muchacho retrocedía unos pasos sin interrumpir su mirada, el blanco cuerpo aún rígido, los labios apretados…

El hombre continuó inmóvil mucho tiempo después de que el muchacho huyera.


– Estaba muerto de terror -dijo Diágoras tras un hondo silencio.

Heracles cogió otro higo de la fuente. Un trueno se agitó en la distancia como la sinuosa vibración de un crótalo.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo él?

– No. Ya te he contado que huyó antes de que yo pudiese pronunciar una palabra más, tan confuso me encontraba… Pero, aunque carezco de tu poder para leer el rostro de los hombres, he visto demasiadas veces el miedo y creo que sé reconocerlo. El de Trámaco era el horror más espantoso que he contemplado jamás. Toda su mirada estaba llena de eso. Al descubrirlo, no supe reaccionar. Fue como… como si sus ojos me hubieran petrificado con su propio espanto. Cuando miré a mi alrededor, ya se había marchado. No volví a verle. Al día siguiente, uno de sus amigos me dijo que se había ido a cazar. Me extrañó un poco, ya que el estado de ánimo en que yo lo había encontrado la víspera no me parecía el más indicado para disfrutar de aquel ejercicio, pero…

– ¿Quién te dijo que se había ido a cazar? -lo interrumpió Heracles atrapando la cabeza de otro higo de entre los múltiples que asomaban por el borde de la fuente.

– Eunío, uno de sus mejores amigos. El otro era Antiso, el hijo de Praxínoe…

– ¿También alumnos de la Academia?

– Sí.

– Bien. Prosigue, por favor.

Diágoras se pasó una mano por la cabeza (en la sombra de la pared, un animal reptante deslizose por la untuosa superficie de la esfera) y dijo:

– Precisamente aquel día quise hablar con Antiso y Eunío. Los encontré en el gimnasio…


Manos que se alzan, culebreantes, jugando con la lluvia de diminutas escamas; brazos esbeltos, húmedos; la risa múltiple, los comentarios jocosos fragmentados por el ruido del agua, los párpados apretados, las cabezas alzadas; un empujón, y nuevo eco de carcajadas derramándose. La visión, desde arriba, podría evocar una flor formada por cuerpos de adolescentes, o un solo cuerpo con varias cabezas; brazos como pétalos ondulantes; el vapor acariciando la desnudez untuosa y múltiple; una húmeda lengua de agua deslizándose por la boca de una gárgola; movimientos… gestos sinuosos de la flor de carne… De repente, el vapor, con su denso aliento, nubla nuestra visión [9].

Las neblinas se despejan otra vez: distinguimos una pequeña habitación -un vestuario, a juzgar por la colección de túnicas y mantos colgados de las paredes enjalbegadas- y varios cuerpos adolescentes en diversos grados de desnudez, uno de ellos tendido bocabajo sobre un diván, sin vestigios de ropa, recorrido por la avidez de unas manos morenas que, deslizándose, proporcionan un lento masaje a sus músculos. Se escuchan risas: los adolescentes bromean después de la ducha. El siseo del vapor de las marmitas con agua hirviendo decrece hasta desaparecer. La cortina de la entrada se aparta, y las múltiples risas cesan. Un hombre alto y enjuto, de lustrosa calva y barba bien recortada, saluda a los adolescentes, que se apresuran a responderle. El hombre habla; los adolescentes permanecen atentos a sus palabras aunque intentan no interrumpir sus actividades: continúan vistiéndose o desvistiéndose, frotando con largos paños sus bien formados cuerpos o untando con aceitosos ungüentos los ondulados músculos.

El hombre se dirige sobre todo a dos de los jóvenes: uno de espeso pelo negro y mejillas con perenne rubor que, inclinado hacia el suelo, se ata las sandalias; y el otro, el efebo desnudo que recibe el masaje y cuyo rostro -ahora lo vemos- es hermosísimo.

La habitación exuda calor, como los cuerpos. Entonces un remolino de niebla serpentea ante nuestros ojos, y la visión desaparece.


– Les pregunté sobre Trámaco -explicó Diágoras-. Al principio no comprendían muy bien lo que quería de ellos, pero ambos admitieron que su amigo había cambiado, aunque no se explicaban la causa. Entonces Lisilo, otro alumno que por casualidad se hallaba allí, me hizo una increíble revelación: que Trámaco frecuentaba, en secreto, desde hacía unos meses, a una hetaira del Pireo llamada Yasintra. «Quizás ella sea quien le ha hecho cambiar, maestro», añadió socarronamente. Antiso y Eunío, muy tímidos, confirmaron la existencia de aquella relación. Quedé asombrado, y en cierto modo dolido, pero al mismo tiempo experimenté un considerable alivio: que mi pupilo me ocultara sus infamantes visitas a una prostituta del puerto era preocupante, desde luego, teniendo en cuenta la noble educación que había recibido, pero si el problema se reducía a eso pensé que no había nada que temer. Me propuse abordarle de nuevo, en ocasión más propicia, y discutir con él razonablemente aquella desviación de su espíritu…

Diágoras hizo una pausa. Heracles Póntor había encendido otra lámpara adosada a la pared, y las sombras de las cabezas se multiplicaron: troncos de cono de Heracles que se movían, gemelos, en el muro de adobe, y esferas de Diágoras, pensativas, quietas, perturbadas por la asimetría del pelo blanco derramado sobre su nuca y la bien recortada barba. Cuando reanudó su narración, la voz de Diágoras parecía afectada por una repentina afonía:

– Pero entonces… aquella misma noche, de madrugada, los soldados de frontera llamaron a mi puerta… Un cabrero había hallado su cuerpo en el bosque, cerca del Licabeto, y había avisado a la guardia… Cuando lo identificaron, sabiendo que en su casa no había hombres para recibir la noticia y que su tío Daminos no se hallaba en la Ciudad, me llamaron a mí…

Hizo otra pausa. Se escuchó la tormenta lejana y la suave decapitación de un nuevo higo. El semblante de Diágoras se hallaba contraído, como si cada palabra le costara ahora un gran esfuerzo. Dijo:

– Por extraño que pueda parecerte, me sentí culpable… Si me hubiese ganado su confianza aquella tarde, si hubiera logrado que me dijese lo que le ocurría… quizá no se habría marchado a cazar… y aún estaría vivo -elevó los ojos hacia su obeso interlocutor, que lo escuchaba retrepado en la silla con pacífico semblante, como si estuviera a punto de dormirse-. Puedo confesarte que he pasado dos días espantosos pensando que Trámaco improvisó su fatídica jornada de caza para huir de mí y de mi torpeza… Así que tomé una decisión esta tarde: quiero saber lo que le ocurría, qué le aterrorizaba tanto y hasta qué punto mi intervención hubiera podido ayudarle… Por eso acudo a ti. En Atenas se dice que para conocer el futuro es necesario el oráculo de Delfos, pero para saber el pasado basta con contratar al Descifrador de Enigmas…

– ¡Eso es absurdo! -exclamó Heracles de repente.

Su imprevista reacción casi asustó a Diágoras: se incorporó con rapidez, arrastrando consigo todas las sombras de su cabeza, y empezó a dar breves paseos por la húmeda y fría habitación mientras sus gruesos dedos acariciaban uno de los untuosos higos que acababa de coger. Prosiguió, en el mismo tono exaltado:

– ¡Yo no descifro el pasado si no puedo verlo: un texto, un objeto o un rostro son cosas que puedo ver, pero tú me hablas de recuerdos, de impresiones, de… opiniones! ¿Cómo dejarme guiar por ellas?… Dices que, desde hace un mes, tu discípulo parecía «preocupado», pero ¿qué significa «preocupado»?… -alzó el brazo con brusquedad-. ¡Un momento antes de que entraras en esta habitación, hubieras podido decir que yo también estaba «preocupado» contemplando la grieta!… Después afirmas que viste el terror en sus ojos… ¡El terror!… Te pregunto: ¿acaso el terror estaba escrito en su pupila en caracteres jónicos? ¿El miedo es una palabra grabada en las líneas de nuestra frente? ¿O es un dibujo, como esa grieta en la pared? ¡Mil emociones distintas podrían producir la misma mirada que tú atribuiste sólo al terror!…

Diágoras replicó, un poco incómodo:

– Yo sé lo que vi. Trámaco estaba aterrorizado.

– Sabes lo que creíste ver -puntualizó Heracles-. Saber la verdad equivale a saber cuánta verdad podemos saber.

– Sócrates, el maestro de Platón, opinaba algo parecido -admitió Diágoras-. Decía que sólo sabía que no sabía nada, y, de hecho, todos estamos de acuerdo con este punto de vista. Pero nuestro pensamiento también tiene ojos, y con él podemos ver cosas que nuestros ojos carnales no ven…

– ¿Ah, sí? -Heracles se detuvo bruscamente-. Pues bien: dime qué ves aquí.

Alzó la mano con rapidez, acercándola al rostro de Diágoras: de sus gruesos dedos sobresalía una especie de cabeza verde y untuosa.

– Un higo -dijo Diágoras tras un instante de sorpresa.

– ¿Un higo como los demás?

– Sí. Parece intacto. Tiene buen color. Es un higo normal y corriente.

– ¡Ah, ésta es la diferencia entre tú y yo! -exclamó Heracles, triunfal-. Yo observo el mismo higo y opino que parece un higo normal y corriente. Puedo, incluso, llegar a opinar que es muy probable que se trate de un higo normal y corriente, pero ahí me detengo. Si quiero saber más, debo abrirlo… como ya había hecho con éste mientras tú hablabas…

Separó con suavidad las dos mitades del higo que mantenía unidas: con un único movimiento sinuoso, múltiples cabezas diminutas se alzaron airadas del oscuro interior, retorciéndose y emitiendo un debilísimo siseo. Diágoras hizo una mueca de repugnancia. Heracles añadió:

– Y cuando lo abro… ¡no me sorprendo tanto como tú si la verdad no es la que yo esperaba!

Volvió a cerrar el higo y lo colocó sobre la mesa. De repente, en un tono mucho más tranquilo, similar al que había empleado al comienzo de la entrevista, el Descifrador prosiguió:

– Los elijo personalmente en el comercio de un meteco del ágora: es un buen hombre y casi nunca me engaña, te lo aseguro, pues sabe de sobra que soy experto en materia de higos. Pero a veces la naturaleza juega malas pasadas…

La cabeza de Diágoras había vuelto a enrojecer. Exclamó:

– ¿Vas a aceptar el trabajo que te propongo, o prefieres seguir hablando del higo?

– Compréndeme, no puedo aceptar algo así… -el Descifrador cogió la crátera y sirvió espeso vino no mezclado en una de las copas-. Sería como traicionarme a mí mismo. ¿Qué me has contado? Sólo suposiciones… y ni siquiera suposiciones mías sino tuyas… -meneó la cabeza-. Imposible. ¿Quieres un poco de vino?

Pero Diágoras ya se había levantado, recto como un junco. Sus mejillas ardían de rubor.

– No, no quiero vino. Ni tampoco quiero quitarte más tiempo. Ya sé que me he equivocado al elegirte. Discúlpame. Tú has cumplido con tu deber rechazando mi petición, y yo con el mío exponiéndotela. Que pases buena noche…

– Aguarda -dijo Heracles con aparente indiferencia, como si Diágoras hubiera olvidado algo mientras se marchaba-. He dicho que no puedo ocuparme de tu trabajo, pero si quisieras pagarme por un trabajo propio, aceptaría tu dinero…

– ¿Qué clase de broma es ésta?

Las cabezas de los ojos de Heracles emitían múltiples destellos de burla como si, en efecto, todo lo que hubiera dicho hasta ese instante no hubiera sido sino una inmensa broma. Explicó:

– La noche en que los soldados trajeron el cuerpo de Trámaco, un viejo loco llamado Cándalo alertó a todo el vecindario de mi barrio. Salí a ver lo que ocurría, como los demás, y pude contemplar su cadáver. Un médico, Aschilos, lo estaba examinando, pero ese inepto es incapaz de ver nada más allá de su propia barba… Sin embargo, yo sí vi algo que me pareció curioso. No había vuelto a pensar en ello, pero tu petición me ha hecho recordarlo… -se atusó la barba mientras reflexionaba. Entonces, como si hubiera tomado una decisión repentina, exclamó-: ¡Sí, aceptaré resolver el misterio de tu discípulo, Diágoras, pero no por lo que tú creíste ver cuando hablaste con él sino por lo que yo vi al observar su cadáver!

Ni una sola de las múltiples preguntas que surgieron en la cabeza de Diágoras obtuvo la mínima respuesta por parte del Descifrador, que se limitó a agregar:

– No hablemos del higo antes de abrirlo. Prefiero no decirte nada más por ahora, ya que puedo estar equivocado. Pero confía en mí, Diágoras: si resuelvo mi enigma, es probable que el tuyo quede resuelto también. Si quieres, pasaré a comentarte mis honorarios…

Enfrentaron las múltiples cabezas del aspecto económico y llegaron a un acuerdo. Entonces Heracles indicó que comenzaría su investigación al día siguiente: iría al Píreo e intentaría encontrar a la hetaira con la que Trámaco se relacionaba.

– ¿Puedo ir contigo? -lo interrumpió Diágoras.

Y, mientras el Descifrador lo observaba con expresión de asombro, Diágoras añadió:

– Ya sé que no es necesario, pero me gustaría. Quiero colaborar. Será una forma de saber que aún puedo ayudar a Trámaco. Prometo hacer lo que me ordenes.

Heracles Póntor se encogió de hombros y dijo, sonriente:

– Bien, considerando que el dinero es tuyo, Diágoras, supongo que tienes todo el derecho del mundo a ser contratado…

Y, en aquel instante, las múltiples serpientes enroscadas bajo sus pies levantaron sus escamosas cabezas y escupieron la untuosa lengua, llenas de rabia [10].

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