10. El intento de conseguir el despido

La mezcla de éxtasis y duelo causada por la nueva tragedia de la familia Kennedy llevaba casi una semana en el primer plano de la actualidad cuando Wallingford intentó, sin conseguirlo, prepararse para un improvisado fin de semana con la señora Clausen y el pequeño Otto en la casita del lago. El telediario del viernes, una semana después de que la avioneta de Kennedy cayera al mar, sería el último antes de que Patrick viajara al norte, aunque no podría conseguir un vuelo desde Nueva York que conectara con Green Bay hasta el sábado por la mañana. No había ninguna manera óptima de viajar a Green Bay.

El noticiario del jueves por la noche fue bastante malo. Ya no sabían qué decir, y una indicación evidente de ello fue la entrevista que le hizo Wallingford a una crítico feminista a quien nadie hacía caso. (Incluso Evelyn Arbuthnot la había dejado ex profeso al margen.) La mujer había escrito un libro sobre la familia Kennedy en el que afirmaba que todos los hombres eran misóginos. No le sorprendía que un joven Kennedy hubiera matado a dos mujeres en su avioneta.

Patrick pidió que omitieran la entrevista, pero Fred creía que aquella autora hablaba en nombre de muchas mujeres. A juzgar por la brusca reacción de las periodistas en la redacción neoyorquina, la crítico feminista no hablaba en nombre de ellas. Wallingford, siempre indefectiblemente cortés como entrevistador, tuvo que hacer un esfuerzo por mantener las formas.

La mujer se refería una y otra vez a la «fatal decisión» del joven Kennedy, como si su vida y su muerte hubiesen sido una novela. «Partieron tarde, estaba oscuro, había niebla, sobrevolaban el mar y John-John tenía una experiencia limitada como piloto.

Con un atisbo de sonrisa en su apuesto rostro y una expresión reveladora de que la señora no le convencía, Patrick pensaba que todo eso no era nuevo. También le parecía reprensible que aquella arrogante mujer llamara una y otra vez «John-John» al difunto.

– Ha sido víctima de su propio pensamiento viril, el síndrome masculino de los Kennedy -comentó la escritora-. Está claro que John-John obedecía a los impulsos de la testosterona. Todos son así.

– Todos… -fue lo único que Wallingford acertó a decir.

– Ya sabe lo que quiero decir -replicó ella-. Los hombres del lado paterno de la familia.

Patrick echó un vistazo al apuntador electrónico, donde reconoció las que debían ser sus siguientes observaciones, destinadas a conducir a la entrevistada a la afirmación todavía más dudosa de la «culpabilidad» de los jefes de Lauren Bessette en Morgan Stanley. Que sus jefes la hubieran obligado a quedarse hasta muy tarde «aquel viernes fatal», como lo llamaba la crítico feminista, era otro de los motivos de que la avioneta se hubiera estrellado.

Pero acompañaba a la mujer un agente de prensa, a quien Fred halagaba por razones desconocidas. El agente de prensa quería que Wallingford formulara la pregunta tal como estaba escrita, puesto que la demonización de Morgan Stanley era el siguiente objetivo de la crítico y Wallingford (con fingida inocencia) tenía que prepararle el terreno para lanzar su ataque.

– No tengo claro que John F. Kennedy hijo estuviera «impulsado por la testosterona» -dijo Patrick, saliéndose del guión-. Desde luego, no es usted la primera persona a la que oigo decir eso, pero yo no le conocí, y usted tampoco. Lo que está claro es que hemos hablado de su muerte hasta la exasperación. Creo que deberíamos tener un poco de dignidad y no insistir más en ello. Es hora de seguir adelante.

Wallingford no esperó la reacción de la mujer insultada. Le quedaba un minuto de programa, pero había un amplio montaje de imágenes de archivo. Puso fin bruscamente a la entre vista diciendo, como tenía por costumbre: «Buenas noches, Doris. Buenas noches, mi pequeño Otto». Entonces emitieron las ubicuas imágenes de archivo; poco importaba que la presentación fuese un poco desordenada.

Los espectadores del canal de noticias internacionales, fatigados ya de la insistencia en el duelo, volvieron a ver las imágenes repetidas hasta la saciedad: las tomas del barco meciéndose en el agua, de la subida a bordo de los cadáveres, una imagen totalmente gratuita de la iglesia de Santo Tomás Moro y otra de un sepelio en el mar, a falta del sepelio verdadero. Las últimas imágenes del montaje, cuando expiraba el tiempo, eran de Jackie recién estrenada en la maternidad, con el pequeño John en brazos, la mano en la nuca del recién nacido, su pulgar triplicando el tamaño de la minúscula oreja del bebé. El peinado de Jackie había pasado de moda, pero las perlas eran atemporales y la sonrisa que la caracterizaba estaba intacta.

Wallingford pensó que parecía muy joven. (Y lo era… ¡las imágenes se remontaban a 1961!)

Le estaban desmaquillando cuando Fred se le acercó para echarle un rapapolvo.

– Se te ha ido la mano, Pat -le dijo, dejando en el aire si era consciente de que esta manera de referirse a la torpeza del presentador podía tener más de una interpretación. No esperó a que Wallingford le replicara.

Un presentador debía tener libertad para decir la última palabra. Lo que indicaba el apuntador electrónico no era sacrosanto. Fred debía de tener otros motivos de irritación. Pero a Patrick no se le había ocurrido que, entre sus colegas periodistas, cuanto tenía que ver con el joven Kennedy era sacrosanto. Su negativa a participar en la cobertura informativa de lo ocurrido demostraba a los directivos que había perdido el entusiasmo por su profesión.

– Me ha gustado lo que has dicho, ¿sabes? -le comentó a Patrick la joven maquilladora-. Creo que era necesario decirlo.

Era la muchacha que parecía estar encaprichada de él y que había vuelto de sus vacaciones. El aroma de goma de mascar se mezclaba con su perfume; su olor y lo cerca que la joven estaba de su cara recordaron a Wallingford la mezcla de olores y el calor en un baile de adolescentes en el instituto. No se había sentido tan excitado desde la última vez que estuvo con Doris Clausen.

La atracción que sentía hacia ella le tomó desprevenido. La deseaba de improviso y sin ninguna reserva. Sin embargo, salió con Mary y fueron a casa de ella, sin molestarse en cenar.

– ¡Bueno, esto sí que es una sorpresa! -observó Mary, mientras hacía girar la llave en la primera de las dos cerraduras.

El pequeño piso tenía una vista parcial del East River. Wallingford no estaba seguro, pero creía que se encontraban en la calle Cincuenta y dos Este. Había estado atento a Mary, sin fijarse en su dirección. Había esperado ver su apellido en alguna parte, pues recordar el apellido de la joven le habría hecho sentirse un poco mejor, pero ella no se detuvo para abrir el buzón, y no había cartas esparcidas por el suelo, al otro lado de la puerta, ni siquiera sobre el desordenado escritorio.

Mary revoloteó de un lado a otro, corriendo cortinas y reduciendo la intensidad de las luces. El sofá y los sillones de la sala de estar tenían una tapicería de colores y dibujos vistosos; la sala era tan pequeña que producía claustrofobia, y estaba festoneada por las prendas de Mary. Era uno de esos apartamentos de un solo piso sin espacio para el ropero, y estaba claro que a Mary le gustaban los vestidos.

En el dormitorio, donde se amontonaban más vestidos, Wallingford reparó en el estampado floral de la colcha, un poco infantil para Mary, y al igual que el árbol del caucho que ocupaba demasiado espacio en la diminuta cocina y la lámpara sobre la cómoda baja y ancha, uno de esos cilindros giratorios con un dibujo móvil en la superficie, debía de ser una reliquia de sus tiempos de estudiante. No había ninguna fotografía, y esa ausencia significaba que no había desempaquetado sus pertenencias después del divorcio.

Mary le invitó a usar primero el baño. Le llamó a través de la puerta cerrada, de modo que él no pudiera tener ninguna duda acerca de la infatigable seriedad de sus intenciones.

– Tengo que felicitarte, Pat… el momento no podía ser más adecuado. ¡Estoy ovulando!

Él le dio una respuesta ininteligible porque se estaba extendiendo dentífrico sobre los dientes con un dedo; el dentífrico de ella, claro. Abrió el botiquín en busca de medicamentos, algo donde figurase el apellido de Mary, pero no encontró nada. ¿Cómo era posible que una mujer que se había divorciado recientemente y trabajaba en la ciudad de Nueva York no tomara ninguna clase de medicamento?

En opinión de Patrick, Mary siempre había tenido un aire algo biónico. Sólo había que ver su piel impoluta, su cabello rubio sin adulterar, sus prendas de vestir serias pero atractivas y sus dientes pequeños y perfectos. Incluso su simpatía, si realmente la había conservado. (Sería más apropiado decir la simpatía que tuvo antes.) ¿Pero no tomaba ningún fármaco? Tal vez aún no había desempaquetado los medicamentos desde el divorcio.

Mary le había preparado la cama, y parecía como si una doncella del hotel hubiera doblado hacia abajo el cobertor. Luego dejó encendida la luz del baño, con la puerta entre abierta. Aparte de esa luz, el dormitorio sólo estaba iluminado por las ondulaciones rosadas de la lámpara en la mesilla de noche, que arrojaba sombras móviles sobre el techo. Dadas las circunstancias, era inevitable que Patrick considerase los movimientos protozoicos de la lámpara como indicadores de la porfiada fertilidad de Mary.

De improviso ella le dijo que había tirado todos sus medicamentos dos meses atrás, y que ahora no tomaba nada. «Ni siquiera para los calambres», puntualizó. En cuanto quedara encinta, prescindiría del alcohol y el tabaco.

Wallingford apenas tuvo tiempo de recordarle que estaba enamorado de otra mujer.

– Lo sé, no importa -replicó Mary.

Ella hacía el amor con tal firmeza que Wallingford no tardó en sucumbir. Sin embargo, la experiencia no tenía comparación con la embriagadora manera en que le montó la señora Clausen. Él no quería a Mary, y ésta sólo quería la vida que, en su imaginación, le aguardaba cuando tuviera el niño. Tal vez ahora podrían ser amigos.

El hecho de que Wallingford no se diera cuenta de que estaba volviendo a sus viejos hábitos es una prueba de su confusión moral. Haber actuado de acuerdo con el repentino deseo que le inspiraba la joven maquilladora, habérsela llevado a la cama, habría supuesto el retorno a su anterior vida licenciosa. Pero en el caso de Mary se había limitado a aceptar. Si ella quería un hijo suyo, ¿por qué no complacerla?

Le consolaba haber localizado la única parte no biónica de la joven, una zona de vello rubio cerca de la rabadilla. La besó allí antes de que ella se diera la vuelta para dormir. Dormía boca arriba y roncaba ligeramente, las piernas elevadas sobre algo que Wallingford reconoció como los vistosos cojines del sofá de la sala. (Al igual que la señora Clausen, Mary no corría ningún riesgo debido a la fuerza de la gravedad.)

Patrick no pudo dormir. Tumbado, escuchaba el ruido del tráfico en la avenida Franklin Delano Roosevelt mientras repetía mentalmente lo que le diría a Doris Clausen. Quería casarse con ella, ser un padre verdadero para el pequeño Otto. Tenía intención de decirle que había prestado a «una amiga» el mismo servicio que le había «prestado» a ella. Sin embargo, obraría con tacto, diciéndole que no había gozado del acto de dejar preñada a Mary. Y si bien procuraría no ser un padre demasiado ausente para el hijo de Mary, le dejaría a ésta muy claro que quería vivir con la señora Clausen y el pequeño Otto. Desde luego, era absurdo pensar que semejante arreglo pudiera salir bien.

¿Cómo había imaginado que Doris podría considerar esa posibilidad? Pensar que ella y Otto abandonarían sus raíces en Wisconsin no era realista, y estaba claro que Wallingford no era un hombre capaz de mantener una relación a distancia (y probablemente ninguna clase de relación).

¿Debería decirle a la señora Clausen que estaba intentando conseguir el despido? No había ensayado esa parte, y tampoco lo intentaba con suficiente ahínco. A pesar de la débil amenaza de Fred, Patrick temía ser insustituible en la cadena de remedos de noticias.

Cierto que con respecto a su ligera rebelión del jueves, tendría que enfrentarse a uno o dos directores; algún director ejecutivo sin carácter le soltaría un sermón, insistiendo en que «las normas de conducta son aplicables a todo el mundo», o en «la falta de aprecio por el trabajo de equipo» por parte de Wallingford. Pero no le despedirían por desviarse del apuntador electrónico, no harían tal cosa mientras se mantuvieran los índices de audiencia.

En realidad, como Patrick había previsto correctamente, y de acuerdo con las cifras de audiencia minuto a minuto, después de sus observaciones el interés de los telespectadores no sólo había mejorado sino ascendido de una manera vertiginosa. Al igual que la muchacha del maquillaje, y pensar en ella le procuraba a Wallingford una turgencia inesperada en la cama de Mary, los telespectadores también creían que era «hora de seguir adelante». Los comentarios acerca de que tanto él como sus colegas periodistas deberían tener un poco de dignidad y «no insistir más en ello», habían tocado de inmediato una fibra sensible de la gente. Patrick no se había hecho acreedor al despido sino que, por el contrario, era más popular de lo que jamás había sido.

Por la mañana, cuando le llegó desde el East River el obsceno sonido de la sirena de un barco, que probablemente remolcaba un lanchón de basura, aún estaba con el pene erecto. Yacía boca arriba en el dormitorio, envuelto por una luminosidad rosada, el color del tejido cicatricial. La verga erecta mantenía levantada la ropa de cama. Nunca había comprendido cómo las mujeres percibían esas cosas. Notó que Mary desplazaba de la cama los cojines con los pies. Le asió las caderas mientras ella se le sentaba encima y oscilaba de atrás adelante. Mientras se movían, la luz del día inundó la habitación y la desagradable coloración rosada empezó a palidecer.

– Vas a ver tú lo que es el impulso de la testosterona… -le susurró Mary antes de que él se corriera.

No importaba que ella tuviera mal aliento, pues eran amigos. Sólo se trataba de sexo, tan sincero y familiar como un apretón de manos. Se había levantado una barrera que existía desde mucho tiempo atrás. El sexo había sido una carga, un obstáculo entre ellos. Ahora no era gran cosa.

Mary no tenía nada de comer en el piso. Nunca cocinaba, ni siquiera desayunaba allí. Comentó que, ahora que sería madre, iba a buscar un piso más grande.

– Sé que estoy embarazada -dijo alegremente-. Lo noto.

– Bueno, desde luego es posible -se limitó a decir Patrick.

Empezaron a arrojarse los cojines y se persiguieron desnudos por el pequeño apartamento, hasta que Wallingford se golpeó la espinilla contra la superficie de cristal de la mesita baja, en la absoluta confusión de la sala. Entonces se ducharon juntos. Patrick se quemó con el grifo del agua caliente mientras se enjabonaban mutuamente y se retorcían, un torso contra el otro.

Dieron un largo paseo hasta una cafetería que les gustaba a los dos, en la avenida Madison, a la altura de las calles Sesenta o Setenta. Debido a los ruidos que competían en la vía pública, tuvieron que gritarse a lo largo de todo el trayecto. Entraron en la cafetería todavía gritando, como si hubieran estado nadando y no supieran que tenían los oídos llenos de agua.

– Es una lástima que no nos queramos -le decía Mary, en voz demasiado alta-. Así no tendrías que ir a Wisconsin y partirte allí el alma, y yo no me vería obligada a tener tu hijo sola.

Los demás parroquianos parecían dudar de que esto fuese juicioso, pero Wallingford accedió neciamente y le dijo que tenía la intención de decírselo a Doris. Mary frunció el ceño. Le preocupaba la aparente insinceridad de Patrick en lo que respectaba al intento de perder su empleo. (En cuanto a lo que pensaba realmente de la otra parte, que él le hiciera un hijo poco antes de declarar su amor eterno por Doris Clausen, Mary no dijo nada.)

– Vamos a ver -le dijo ella-. ¿Cuándo finaliza el contrato, dentro de un año y medio? Si te despidieran ahora, procurarían darte la liquidación más baja posible. Probablemente tendrías que conformarte con el salario de un año. Si te vas a Wisconsin, es de suponer que tardarás más de un año en encontrar un nuevo empleo, quiero decir uno de tu gusto.

A Patrick le tocó ahora el turno de fruncir el ceño. Su contrato finalizaría, en efecto, al cabo de año y medio, pero ¿cómo lo había sabido ella?

– Además -siguió diciéndole Mary-. Serán reacios a despedirte mientras seas el presentador. Tienen que dar la impresión de que quien ocupa el puesto de presentador es una persona en cuya valía están todos de acuerdo.

Sólo entonces cayó Wallingford en la cuenta de que Mary podría estar interesada en el puesto de presentadora. La había subestimado. Las mujeres de la sala de redacción no eran unas estúpidas, y Patrick había notado en ellas cierta inquina hacia Mary. Había pensado que eso se debía a que era la más joven, la más bonita, la más lista y presuntamente la más simpática. No había tenido en cuenta la posibilidad de que fuese también la más ambiciosa.

– Comprendo -dijo él, aunque no acababa de comprenderlo-. Continúa.

– Verás, yo en tu lugar pediría un nuevo contrato, por tres años… no, que sean cinco. Pero diles que no quieres seguir presentando, que quieres realizar tareas de información sobre el terreno. Diles también que sólo aceptarás los encargos que te interesen.

– ¿Que me rebaje yo mismo de categoría? -replicó él-. ¿Ésa es la manera de conseguir que me despidan?

– ¡Espera! ¡Déjame terminar! -Todos los clientes que acertaban a oírles estaban atentos a lo que decían-. Lo que haces es empezar a rechazar encargos. ¡Te vuelves demasiado exigente!

– … Demasiado exigente -repitió Patrick-. Ya veo.

– De repente ocurre algo importante… me refiero a una gran angustia, desolación, terror y la consiguiente aflicción. ¿Me sigues, Pat?

El la seguía. Empezaba a ver de dónde procedían algunas de las hipérboles del apuntador electrónico… no todo era obra de Fred. Wallingford nunca había estado a solas con Mary bajo la dura luz de media mañana, e incluso el azul de sus ojos era ahora nuevamente esclarecedor.

– Sigue, Mary.

– ¡La calamidad golpea! -Los clientes de la cafetería detenían sus tazas en el aire, o no las alzaban del platillo-. Es una primera noticia imponente, ya sabes de qué clase. Tenemos que enviarte, no puede hacerlo otro. Y tú te niegas a ir. -

– ¿Entonces me despiden? -le preguntó Wallingford.

– Entonces nos vemos obligados a despedirte, Pat.

Aunque no lo traslució, él ya había captado el momento en que «ellos» se habían convertido en «nosotros». Sí, desde luego, la había subestimado.

– Vas a tener un pequeñín muy listo, Mary -se limitó a decirle.

– Pero ¿no te das cuenta?-insistió ella-. Digamos que todavía quedan cuatro años o cuatro y medio de tu nuevo contrato. Te despiden y procuran pagarte la liquidación mínima. ¿Pero hasta dónde pueden rebajar? Pongamos que tres años. ¡Acaban pagándote el salario de tres años y estás libre! Bueno… estás libre en Wisconsin, si es ahí donde realmente quieres estar.

– Eso no depende de mi decisión -le recordó él.

Mary le tomó la mano. Mientras hablaban en voz demasiado alta, habían dado cuenta de un copioso desayuno. Los clientes de la cafetería, fascinados, los habían estado observando al tiempo que comían.

– Te deseo toda la suerte del mundo con la señora Clausen -le dijo seriamente Mary-. Sería una necia si no te aceptara.

Wallingford percibió la falsedad de estas palabras, pero no hizo ningún comentario. Pensó que una sesión de cine podría serle de ayuda, aunque decidirse por una película resultó frustrante. Patrick sugirió Arlington Road, pues sabía que a Mary le gustaba Jeff Bridges, pero las películas de suspense político la ponían demasiado tensa.

¿Eyes Wíde Shut? -propuso Wallingford, y observó una vacuidad extraña en la expresión de Mary-. La última película de Kubrick…

– Acaba de morir, ¿no es cierto?

– Así es.

– Todos esos elogios que han volcado sobre él me dan mala espina -dijo Mary.

Era una chica lista, desde luego. Pero, de todos modos, Patrick esperaba poder convencerla para ver esa película.

– Protagonizada por Tom Cruise y Nicole Kidman.

– A mi modo de ver, que estén casados lo echa todo a perder.

Su conversación se interrumpió con tal brusquedad que los clientes situados de tal manera que podían mirarlos discretamente así lo hicieron. Esto se debía en parte a que sabían que él era Patrick Wallingford, el hombre del león, en compañía de una guapa rubia, pero todavía más debido al frenesí verbal que había cesado de repente. Era como contemplar a una pareja en pleno coito que, de repente, y al parecer sin orgasmo, se hubiera detenido.

– No quiero ir al cine, Pat. Vayamos a tu casa. No he estado nunca en ella. Vayamos allí y jodamos un poco más.

Sin duda aquél era mejor material en bruto del que cualquier escritor en ciernes presente en la cafetería podría haber esperado escuchar.

– De acuerdo, Mary -le dijo Wallingford.

Él creía que la joven no se había dado cuenta de que el público del local estaba pendiente de ellos. Quienes no solían hallarse en público con Patrick Wallingford no estaban acostumbrados al hecho de que, sobre todo en Nueva York, todo el mundo reconocía al hombre de los desastres. Pero cuando pagaba la cuenta, observó que Mary encajaba con aplomo las miradas de los clientes y, cuando estuvieron en la acera, tomó a Patrick del brazo y le dijo que un pequeño episodio como aquél hacía maravillas en los índices de audiencia.

A él no le sorprendió que su piso le gustara a Mary más que el suyo propio.

– ¿Todo esto para ti solo? -le preguntó.

– No tiene más que un dormitorio, como el tuyo -protestó Wallingford.

Pero si bien esto era estrictamente cierto, el piso de Patrick en una de las calles Ochenta Este tenía una cocina lo bastante grande para contener una mesa, y la sala de estar se podía utilizar como comedor, si alguna vez lo necesitaba. Lo mejor de todo, desde el punto de vista de Mary, era el amplio espacio del dormitorio en forma de ele. La cuna y los objetos propios de una criatura cabrían en el tramo corto de la ele.

– El bebé podría estar ahí -dijo Mary, indicando el rincón desde la posición ventajosa de la cama-, y yo aún tendría un poco de intimidad.

– Te gustaría cambiar tu apartamento por el mío… ¿no es cierto, Mary?

– Bueno… si vas a estar casi siempre en Wisconsin. Vamos, Pat, parece que todos necesitáis una vivienda de paso en Nueva York. ¡Mi piso sería perfecto para ti!

Estaban desnudos, pero Wallingford apoyó la cabeza en el estómago liso y un tanto andrógino de Mary con más resignación que entusiasmo sexual. Había perdido las ganas de «joder un poco más», como ella le había dicho tan cautivadoramente en la cafetería. Patrick procuraba no imaginarse en su ruidoso apartamento de la calle Cincuenta y tantos Este. Detestaba la parte media de la ciudad, donde siempre había tanto estrépito. En comparación, las calles Ochenta parecían un barrio residencial.

– Te acostumbrarás al ruido -le dijo Mary mientras le restregaba lentamente el cuello y los hombros.

Era una chica lista, y por lo tanto capaz de leerle a Patrick el pensamiento. Él le rodeó las caderas con los brazos y la besó en el vientre pequeño y suave, tratando de imaginar los cambios que sufriría aquel cuerpo al cabo de seis, siete y ocho meses.

– He de admitir que tu piso sería mejor para el pequeño -comentó ella, y le dio un lametón en el interior de la oreja.

Patrick era incapaz de efectuar maquinaciones a largo plazo, y sólo podía admirar a Mary por todo cuanto había subestimado en ella. Era posible que pudiera aprender de aquella mujer, y tal vez entonces conseguiría lo que deseaba, la vida imaginada con la señora Clausen y el pequeño Otto. ¿O no era realmente eso lo que deseaba? De repente sintió que le abandonaba la confianza en sí mismo. ¿Y si lo que deseaba de veras era alejarse tanto del mundo televisivo como de Nueva York?

– Pobre pene -decía Mary, en tono consolador. Aunque lo estaba acariciando, el miembro no reaccionaba-. Debe de estar cansado -siguió diciendo-. Quizá deba descansar, probablemente debe reservarse para su actuación en Wisconsin.

– Esperemos que en Wisconsin actúe como es debido, Mary. Eso sería lo mejor para nuestros planes.

Ella le besó el miembro ligeramente, casi con indiferencia, a la manera en que tantas neoyorquinas podrían besar la mejilla de un simple conocido o un amigo no demasiado íntimo.

– Eres un chico listo, Pat. Y también eres esencialmente una buena persona, digan lo que digan los demás.

– Parece ser que lo único bueno que ven en mí son mis genes -se limitó a decir Wallingford.

Trató de imaginar lo que diría el apuntador electrónico durante la emisión del viernes, previendo que Fred ya podría haber aportado su colaboración. Entonces procuró imaginar lo que Mary aportaría también al guión, porque lo que Patrick Wallingford decía ante la cámara había sido escrito por muchas manos invisibles, y ahora se daba cuenta de que Mary siempre había sido una parte de aquel todo.

Cuando resultó evidente que Wallingford no estaba en condiciones de hacer nuevamente el amor, Mary le sugirió que llegasen un poco antes al edificio de la televisión.

– Sé que te gustaría tener un conocimiento previo de lo que va a aparecer en el apuntador electrónico.

Así fue como lo expresó, y luego, cuando ya estaban en el taxi y se dirigían al centro de la ciudad, añadió que ella tenía algunas ideas que aportar. La oportunidad con que sacaba a relucir el tema era casi mágica. Le habló de «cierre», de «rematar el asunto Kennedy». El se dio cuenta de que Mary ya había escrito el guión.

Casi como una ocurrencia de última hora, cuando ya habían pasado por el control de seguridad y subían en el ascensor a la sala de redacción, Mary le tocó el antebrazo izquierdo, un poco por encima del borde del muñón, de aquella manera solidaria a la que tantas mujeres parecían proclives.

– Si yo estuviera en tu lugar, Pat, no me preocuparía por Fred, no pensaría para nada en él.

Al principio, Wallingford creyó que las mujeres de la sala de redacción estaban en ascuas porque Mary y él habían entrado juntos. Sin duda, por lo menos una de ellas los había visto salir juntos la noche anterior, y ahora todas estaban enteradas. Pero el motivo de la animada cháchara de las mujeres era otro: habían despedido a Fred. A Wallingford no le sorprendió ver que la noticia no impresionaba a Mary. (Con una leve sonrisa, desapareció en el lavabo de señoras.)

Lo que sí le sorprendió fue que le saludara un solo productor y un director ejecutivo. Este era un joven carirredondo llamado Wharton que siempre daba la sensación de estar reprimiendo el vómito. ¿Acaso era Wharton más importante de lo que Wallingford había creído? ¿También había subestimado a aquel hombre? De repente, la inocuidad de Wharton le parecía a Patrick potencialmente peligrosa. El aspecto inexpresivo, insípido del joven podría haber ocultado una autoridad latente para despedir a la gente… incluso a Fred, incluso a Patrick Wallingford. Pero la única referencia de Wharton a la pequeña rebelión de Wallingford en el noticiario nocturno del viernes y al posterior despido de Fred fue pronunciar (dos veces) la palabra «desafortunado». Entonces dejó a Patrick en compañía de la productora.

Patrick no estaba seguro de lo que significaba aquello. ¿Por qué sólo habían enviado a una productora para que hablara con él? En cualquier caso, era predecible quién iba a ser la persona enviada. Ya habían requerido con anterioridad sus servicios, cuando les pareció que Wallingford necesitaba una charla estimulante o alguna otra clase de instrucción.

Se llamaba Sabina, y había conseguido promocionarse gracias a sus esfuerzos. Años atrás formaba parte del equipo de periodistas en la sala de redacción. Patrick se había acostado con ella, pero una sola vez, cuando era mucho más joven y aún estaba casada con su primer marido.

– Supongo que hay un sustituto provisional de Fred, ¿no? -especuló Wallingford-. Un nuevo director de pista, por así decirlo…

– Yo, en tu lugar, no diría que se trata de una sustitución provisional le previno Sabina. (Él observó que, al igual que Mary, aquella mujer tendía a decir «yo, en tu lugar»)-. Yo diría que ese nombramiento se ha estado preparando durante mucho tiempo y que no tiene nada de «provisional».

– ¿Eres tú, Sabina? -le preguntó Wallingford, aunque en realidad estaba pensando en la posibilidad de que fuese Wharton.

– No, es Shanahan -respondió Sabina, con un deje muy tenue de amargura en la voz.

– ¿Shanahan? -repitió Patrick. Ese apellido no le decía nada.

– Mary, para ti -dijo Sabina.

¡De modo que se llamaba así! Ni siquiera lo recordaba ahora. ¡Mary Shanahan! Debería haberlo sospechado.

– Buena suerte, Pat -le deseó Sabina-. Nos veremos en la reunión preparatoria del guión.

La mujer le dejó a solas con sus pensamientos, pero Patrick no estuvo solo mucho tiempo.

Cuando llegó a la sala de redacción, las periodistas ya estaban reunidas, vivaces e inquietas como perras nerviosas. Una de ellas deslizó un informe sobre la mesa, en dirección a Patrick. A primera vista le pareció un comunicado de prensa sobre la noticia que él ya conocía, pero no tardó en ver que, además de sus tareas como nueva jefa de redacción, habían nombrado a Mary Shanahan productora del programa. Ése debía de ser el motivo por el que Sabina tuvo tan poco que decir en la reunión anterior. También ella era productora, sólo que ahora no parecía ser una productora tan importante como lo había sido antes de que nombraran a Mary.

En cuanto a Wharton, el director mofletudo, nunca abría la boca en las reuniones para la preparación de los guiones. Era uno de esos hombres que hacen todas sus observaciones des de la ventaja que ofrece la comprensión a posteriori. Siempre efectuaba sus comentarios después de los hechos consumados. Sólo asistía a las reuniones para saber quién era responsable de lo que Patrick Wallingford decía ante la cámara, lo cual imposibilitaba saber hasta qué punto Wharton era importante.

En primer lugar revisaron las imágenes de archivo seleccionadas. No había una sola imagen que no estuviera ya bien grabada en la conciencia del público. La toma más desvergonzada, con la que finalizaba el montaje en una foto fija, era una imagen de Caroline Kennedy Schlossberg tomada clandestinamente. No era del todo nítida, pero parecía haberse tomado en el momento en que Caroline trataba de impedir que filmaran a su hijo. El chico encestaba pelotas, tal vez en el sendero de acceso de la casa de verano que los Schlossberg tenían en Sagaponack. El cámara había usado un teleobjetivo, como lo evidenciaban las ramas desenfocadas (probablemente ligustro) en primer plano del cuadro. (Alguien debía de haber introducido una cámara a través del seto.) El niño hacía caso omiso de la cámara, o al menos lo fingía.

Habían captado a Caroline Kennedy Schlossberg de perfil. Aún tenía un aspecto elegante y digno, pero el insomnio, o quizá la tragedia, le habían demacrado más el rostro. (Su aspecto refutaba la idea consoladora de que uno se acostumbra al sufrimiento.)

– ¿Por qué usamos esto? -preguntó Patrick-. ¿No nos da vergüenza o, por lo menos, no nos violenta un poco?

– Sólo hay que comentarlo un poco, Pat -respondió Mary Shanahan.

– A ver qué te parece esto, Mary. Podría decir: «Somos neoyorquinos y tenemos la buena reputación de ofrecer anonimato a los famosos. Sin embargo, últimamente no nos merecemos esa reputación». ¿Eh? ¿Qué tal si dijera esto?

Nadie le respondió. Los ojos azul claro de Mary centelleaban tanto como su sonrisa. Las mujeres de la sala de redacción no cabían en sí de la emoción. A Patrick no le habría extrañado que hubiesen empezado a morderse unas a otras.

– O quizá podría decir esto -prosiguió Wallingford-: «Según cuantos le conocían, John F. Kennedy hijo era un joven moderado y decente. Una moderación y decencia similares por nuestra parte sería estimulante».

Hubo una pausa que habría sido cortés si no fuera por los suspiros exagerados de las periodistas.

– He escrito algo -señaló Mary, casi con timidez. El guión ya estaba allí, en el apuntador electrónico. Debía de haberlo escrito el día anterior, o tal vez antes.

La primera frase del guión apareció en el apuntador electrónico: «Hay ciertos días, incluso ciertas semanas, en los que tenemos que representar el ingrato papel del terrible mensajero».

– ¡Tonterías! -exclamó Patrick-. Ese papel no es nada ingrato. ¡Al contrario, nos encanta!

Mary sonrió recatadamente mientras el apuntador electrónico seguía girando: «Preferiríamos ser amigos consoladores que mensajeros terribles, pero ésta ha sido una de esas semanas». Siguió una indicación de pausa.

– Me gusta -dijo una de las periodistas.

Wallingford sabía que habían tenido una reunión previa. (Siempre había una reunión previa a la reunión general.) Sin duda habían decidido cuál de ellas diría: «Me gusta».

Entonces otra de las periodistas tocó el brazo izquierdo de Patrick, en el lugar acostumbrado.

– Me gusta porque no da la sensación de que pides disculpas por lo que dijiste anoche -le explicó. Dejó descansar su mano en el antebrazo de Patrick un poco más de lo que era natural o necesario.

– Por cierto, los índices de audiencia de anoche han sido magníficos -dijo Wharton.

Patrick sabía que haría mejor en no mirar a Wharton, cuya cara redonda era una esfera fofa al otro lado de la mesa.

– Anoche estuviste estupendo, Pat -añadió Mary.

Su observación fue tan oportuna que también debía de haber sido ensayada en el encuentro previo a la reunión general, porque ninguna de las mujeres presentes se rió entre dientes, como sin duda habría ocurrido en otras circunstancias. Todas estaban tan serias como un jurado que ha tomado su decisión. Por supuesto, Wharton era el único de los asistentes a la reunión que ignoraba que la noche anterior Patrick Wallingford se había ido a casa con Mary Shanahan, aunque de haberlo sabido no le habría importado lo más mínimo.

Mary le concedió a Patrick el tiempo apropiado para que respondiera. Todos se lo dieron, tan silenciosos y respetuosos. Entonces, cuando Mary vio que él no iba a decir nada, puso fin a la reunión.

– Bien, si todo está perfectamente claro…

Mientras se encaminaba a la sala de maquillaje, reflexionó en que, de todas las conversaciones que había sostenido con Mary, había una sola que no lamentaba. La segunda vez que hicieron el amor, cuando amanecía, él le habló del repentino e inexplicable deseo que le había provocado la chica de maquillaje. La reacción de Mary había sido de absoluta condena.

– No te estarás refiriendo a Angie, ¿verdad?

Él no sabía el nombre de la maquilladora.

– La que masca chicle…

– ¡Esa es Angie! -exclamó Mary-. ¡Esa chica es un desastre!

– Pues me pone cachondo, no sabría decirte por qué. Tal vez sea por el chicle.

– Puede que sea tan sólo porque eres un caliente, Pat.

– Es posible.

Pero el asunto no había quedado zanjado con tanta facilidad. Caminaban hacia la cafetería de la avenida Madison cuando Mary, sin que viniera a cuento, exclamó:

– ¡Angie! Dios mío, Pat… ¡Esa chica da risa! Todavía vive con su familia. Su padre es policía del metro o algo así, en Queens. ¡Es de Queens!

– ¿A quién le importa de dónde sea? -le preguntó Patrick.

Al reflexionar en ello, le parecía curioso que Mary hubiera querido un hijo suyo, se hubiera mostrado interesada por su piso y le hubiera aconsejado sobre la manera más ventajosa de conseguir el despido. Bien mirado, y hasta un grado minuciosamente calculado, realmente daba la impresión de que quería ser su amiga. Incluso le había deseado que las cosas le fuesen bien en Wisconsin, y Wallingford no había percibido la menor señal de que tuviera celos de la señora Clausen. En cambio, se mostraba fuera de sí por algo tan trivial como que una maquilladora le excitara sexualmente. ¿Cuál era el motivo?

Se sentó en la silla de maquillaje y contempló a aquella chica que le atraía mientras ella se ocupaba de sus patas de gallo (de una manera especial aquella noche) y las ojeras.

– Esta noche no has dormido gran cosa, ¿eh? -le dijo Angie, entre uno y otro chasquido de la goma de mascar. Había cambiado de chicle; la noche anterior emitía un olor a menta, y ahora mascaba algo afrutado.

– Así es, por desgracia -replicó Patrick-. Otra noche de insomnio.

– ¿Por qué no puedes dormir?

Wallingford frunció el entrecejo. Estaba pensando, preguntándose hasta dónde podía llegar.

– No arrugues la frente -le pidió Angie-. ¡Relájate! -Le estaba dando toques de maquillaje con un cepillito blando-. Así está mejor. Bueno, ¿por qué no puedes dormir? ¿No vas a decírmelo?

Qué diablos, se dijo Patrick. Si la señora Clausen le rechazaba, ya nada le importaba. ¿Qué más daba que acabara de dejar encinta a su jefa? En algún momento, durante la reunión preparatoria del guión, ya había decidido no intercambiar los pisos. Y si Doris le aceptaba, aquélla sería su última noche como hombre libre. Sin duda algunos de nosotros estamos familiarizados con el hecho de que la anarquía sexual puede preceder al compromiso con la vida monógama. Así razonaba el Patrick Wallingford de siempre; su talante licencioso se reafirmaba.

– No puedo dormir porque no dejo de pensar en ti -le confesó Wallingford.

La maquilladora acababa de extender la mano y con los dedos pulgar e índice suavizaba lo que ella llamaba «líneas de la sonrisa» en las comisuras de su boca. Él notó los dedos de la chica sobre su piel como si la mano hubiera expirado allí. Angie se había quedado boquiabierta, dejando el chicle a medio estallar.

Angie llevaba un suéter de manga corta ceñido, de color sorbete de naranja. De una cadena alrededor del cuello le pendía un grueso sello, inequívocamente masculino, lo bastante pesado para separarle los senos. Incluso éstos dejaron de moverse mientras retenía la respiración. Todo estaba en suspenso.

Finalmente respiró de nuevo, una larga exhalación que olía a goma de mascar. Patrick veía su propia cara en el espejo, pero no la de ella. Sólo veía los músculos tensos en el cuello de la muchacha, y uno o dos mechones colgantes de su cabello negro azabache. A través del suéter naranja, subido por encima de la cintura de la ceñida falda negra, se le veían las tiras del sostén. Tenía la piel de color oliváceo y los brazos cubiertos de vello oscuro.

Angie tenía poco más de veinte años, y a Wallingford no le había sorprendido saber que aún vivía con sus padres, como tantas otras chicas trabajadoras de Nueva York. Tener tu propio piso era demasiado caro, y los padres, en general, eran más dignos de confianza que algunas compañeras de habitación. Patrick empezaba a creer que Angie no iba a reaccionar. Sus suaves dedos volvían a extenderle el maquillaje sobre la piel. Por fin Angie aspiró hondo y retuvo el aliento, como si estuviera pensando en lo que iba a decir. Entonces exhaló otra bocanada de aire con aroma frutal, empezó a mascar el chicle de nuevo, con rapidez, y su aliento se volvió entrecortado además de aromático. Wallingford se sentía incómodo, consciente de que ella le escrutaba el rostro en busca de algo más que imperfecciones y arrugas.

– ¿Me estás pidiendo que salga contigo? -le susurró Angie.

Una y otra vez dirigía la vista a la puerta abierta de la sala de maquillaje, donde estaba a solas con Patrick. La peluquera había bajado en el ascensor a la calle y estaba en la acera, fumando un cigarrillo.

– Te diré cómo puedes tomarlo, Angie -susurró Wallingford a la chica agitada y jadeante-. Si juegas bien tus cartas, esto es claramente una muestra de acoso sexual.

Wallingford estaba satisfecho de sí mismo por haber imaginado una manera de conseguir que le despidieran en la que no había pensado Mary Shanahan, pero Angie no sabía que le hablaba en serio, creía que sólo estaba tonteando con ella. Y, como Wallingford había supuesto acertadamente, estaba encaprichada de él.

– ¡Ja! -dijo Angie, con una sonrisa retozona. Él vio el color de su chicle por primera vez: era violeta. (Uva o alguna variación sintética de esa fruta.)

Empuñaba las pinzas y parecía mirar fijamente un punto entre sus ojos. Cuando se inclinó más sobre él, Patrick aspiró su olor: el perfume, el cabello, el chicle. Era un olor delicioso, que recordaba un poco el de unos grandes almacenes.

Vio los dedos de su mano derecha en el espejo, y los extendió sobre la estrecha franja de piel entre la cintura de la falda y el suéter alzado con tanta decisión como si fuese el teclado de un piano antes de ponerse a tocar. En aquel momento se sentía descaradamente como un virtuoso jubilado a medias, que llevaba largo tiempo sin practicar pero que no había perdido el toque.

Cualquier abogado de Nueva York aceptaría de inmediato hacerse cargo del caso. Wallingford sólo confiaba en que ella no le sacara los ojos con las pinzas.

Pero mientras tocaba la cálida piel de Angie, ella arqueó la espalda de tal manera que le presionaba la mano… mejor dicho, se amoldaba a ella. Le arrancó suavemente con las pinzas un pelo de la ceja en el puente de la nariz, y entonces le besó en los labios con la boca un poco abierta. Él notó el sabor del chicle.

Quería decirle: «¡Por Dios, Angie, deberías demandarme!», pero no podía apartar la mano de ella. Instintivamente, deslizó los dedos bajo el suéter y avanzó por la columna vertebral de la joven, hasta llegar a la tira posterior del sujetador.

– Me encanta el chicle -le dijo. El mujeriego de siempre encontraba fácilmente las palabras apropiadas.

Ella volvió a besarle, esta vez separándole los labios y después los dientes con su lengua poderosa.

Se sintió un poco desconcertado cuando Angie le introdujo en la boca el viscoso chicle; por un alarmante momento imaginó que le había mordido la lengua. No era aquélla la clase de juego amoroso previo a que estaba acostumbrado… no había salido con muchas mascadoras de chicle. La espalda desnuda de la muchacha se contorsionaba contra su mano, y los senos bajo el fino suéter le rozaban el pecho.

Una de las mujeres de la sala de redacción carraspeó en el umbral. Eso era casi exactamente lo que Wallingford había querido: que Mary Shanahan le viera besando y palpando a Angie. Pero sin duda informarían a Mary del incidente antes de que el presentador se sentara ante la cámara.

– Tienes cinco minutos, Pat -le dijo la mujer.

Angie, que le había pasado su chicle, todavía se estaba bajando el suéter cuando regresó la peluquera tras haberse fumado un pitillo en la calle. Era una mujer de raza negra, voluminosa y con un olor como a tostada de canela y pasas. Siempre se fingía exasperada cuando el cabello de Patrick no necesitaba sus cuidados. A veces le rociaba con un poco de loción, o le restregaba con una pizca de gel. Esta vez se limitó a darle unas palmaditas en lo alto de la cabeza y abandonó la sala.

– ¿Estás seguro de saber en qué te estás metiendo? -le preguntó Angie-. Mi vida es más bien complicada -le advirtió-Tengo un montón de problemas, si sabes lo que quiero decir.

– ¿Qué quieres decir, Angie?

– Si vamos a salir esta noche, tengo que cancelar otros planes, he de hacer varias llamadas telefónicas, para empezar.

– No quiero causarte ninguna molestia, Angie.

La chica buscaba algo en el interior de su bolso, y Wallingford supuso que era una agenda telefónica. Pero no, lo que buscaba era más chicle.

– Bueno -le dijo, mascando de nuevo-. ¿Quieres que salgamos esta noche o qué? No es ninguna molestia, sólo que debo hacer unas llamadas.

– Sí, esta noche -replicó él.

¿Por qué no iba a hacerlo? No sólo no estaba casado con la señora Clausen, sino que ella no le había dado ninguna esperanza. No tenía motivos para pensar que llegaría a casarse con ella, y lo único que sabía era que deseaba proponérselo. Dadas las circunstancias, la anarquía sexual era tan comprensible como recomendable. (Para el Patrick Wallingford de siempre, claro.)

– Supongo que tienes teléfono en casa -le decía Angie-. Podrías darme el número. No se lo diré a nadie a menos que sea necesario.

Estaba anotando su número de teléfono cuando la misma mujer de antes apareció de nuevo en el umbral, a tiempo de ver el papelito que cambiaba de mano. «Esto se pone cada vez mejor», pensó Wallingford.

– Dos minutos, Pat -le dijo la observadora mujer.

Mary le aguardaba en el estudio. Le tendió la mano, cuya palma estaba cubierta por un pañuelo de papel.

– Escupe el chicle, tonto -le dijo.

El placer de Patrick al depositar en su mano la viscosa masa de chicle violáceo no fue pequeño.

Inició el noticiario del viernes con más formalidad de la habitual, diciendo «Buenas noches». Eso no figuraba en el apuntador electrónico, pero Wallingford quería parecer tan insinceramente sombrío como fuese posible. Al fin y al cabo, conocía el nivel de insinceridad existente detrás de lo que iba a decir a continuación.

– Buenas noches. Hay ciertos días, incluso ciertas semanas en los que tenemos que representar el ingrato papel del terrible mensajero. Preferiríamos ser amigos consoladores que mensajeros terribles, pero ésta ha sido una de esas semanas.

Era consciente de que las palabras caían a su alrededor como prendas húmedas, tal como se había propuesto. Cuando empezaron a emitir las imágenes de archivo y Patrick supo que estaba fuera de cámara, buscó con la mirada a Mary, pero ésta ya se había ido, al igual que Wharton. El montaje era interminable, con el ritmo de un servicio religioso demasiado largo. No hacía falta ser un genio para conocer por anticipado los índices de audiencia del noticiario.

Por último apareció aquella imagen gratuita de Caroline Kennedy Schlossberg protegiendo a su hijo del teleobjetivo. Cuando esa imagen quedó fija, Patrick se preparó para decir sus palabras de cierre. Tendría tiempo para decir lo habitual: «Buenas noches, Doris. Buenas noches, mi pequeño Otto», o algo de duración equivalente.

Aunque Wallingford no tenía la sensación de ser infiel a la señora Clausen, puesto que no estaban comprometidos, de todos modos le parecía que actuar como si nada hubiera ocurrido sería en cierto modo una traición a la madre y al niño. Tras lo que había hecho la noche anterior con Mary, y pensando en la noche que le esperaba con Angie, no le parecía correcto pronunciar siquiera el nombre de la señora Clausen.

Y no sólo eso, sino que deseaba decir algo más. Cuando finalizó la emisión de las imágenes de archivo, miró fijamente a la cámara y dijo: «Ojalá éste sea el final del asunto». Era una palabra más corta, pero en la primera frase Patrick no hacía ninguna pausa ni en el punto y seguido, y mucho menos en las comas, por lo que la duración de ambas frases era casi idéntica; de hecho sólo tardaba tres segundos en decirlo en vez de cuatro. Patrick lo sabía porque lo había cronometrado.

Aunque la observación final de Wallingford no mejoró los índices de audiencia, gracias a ella hubo algunos elogios del noticiario vespertino en la prensa. Un comentario en The New York Times, que en realidad era una cáustica crítica de la cobertura que se había dado a la muerte de John F. Kennedy hijo, alababa a Patrick por lo que el articulista denominaba «tres segundos de integridad en una semana de sordidez». Wallingford, a su pesar, parecía más insustituible que nunca.

Naturalmente, cuando finalizó el telediario de la noche del viernes, Mary Shanahan había desaparecido, y también estaban ausentes Wharton y Sabina. No había duda de que tenían una reunión. Mientras desmaquillaban a Patrick, éste hizo una exhibición pública de su afecto físico hacia Angie, hasta tal punto que la peluquera abandonó la sala, disgustada. Wallingford buscó, además, el momento adecuado para marcharse con Angie: los dos salieron cuando un grupo de mujeres de la sala de redacción, un grupo pequeño pero muy comunicativo, susurraban junto a los ascensores.

¿Pero era pasar una noche con Angie lo que quería realmente? ¿Cómo podía considerarse una aventura sexual con la maquilladora veinteañera como un avance en el viaje hacia la mejora de sí mismo? ¿No eran aquéllas las maneras propias del Patrick Wallingford de siempre, que volvía a caer en sus viejas mañas? ¿Cuántas veces puede repetir un hombre su pasado sexual antes de que ese pasado se convierta en lo que él es?

No obstante, aunque no podía explicar la sensación, ni siquiera a sí mismo, Wallingford se sentía como un hombre nuevo, que estaba en el camino recto. Era un hombre con una misión, que seguía un trayecto laberíntico en dirección a Wisconsin, a pesar del desvío que ahora tomaba. ¿Y qué decir del desvío de la noche anterior? A pesar de todo, esos desvíos no eran más que preparativos para encontrarse con la señora Clausen y conquistar su corazón. Por lo menos Patrick trataba de convencerse a sí mismo de ello.

Llevó a Angie a un restaurante de la Tercera Avenida, a la altura de la calle Ochenta. Tras una cena con vino, fueron a pie hasta el piso de Wallingford, Angie un poco tambaleante. La excitada muchacha volvió a darle su goma de mascar. El viscoso intercambio siguió a un beso largo y profundo, sólo unos segundos después de que Patrick hubiera abierto y luego cerrado de nuevo con llave la puerta del piso.

El chicle era de un nuevo sabor, algo muy refrescante y plateado. Cuando Wallingford respiraba por la nariz, notaba un picor en las fosas nasales; cuando respiraba por la boca, notaba frío en la lengua. En cuanto Angie se excusó para ir al baño, Patrick escupió el chicle en la palma. La superficie brillante y con reflejos metálicos de la goma de mascar temblaba como un charquito de mercurio. La tiró y se lavó la mano en el fregadero de la cocina antes de que Angie saliera del baño, desnuda y envuelta en una toalla de baño, y se arrojara en sus brazos. Una chica atrevida, una ardua noche por delante… A Patrick no le sería fácil encontrar el tiempo necesario para hacer el equipaje antes de partir hacia Wisconsin.

Estaban, además, las llamadas telefónicas, que iban a escuchar a través del contestador automático durante toda la noche. Él se mostraba partidario de bajar el volumen, pero Angie insistió en controlar las llamadas. En primer lugar, había dado a varios miembros de su familia el número de Patrick por si se presentaba una emergencia. Pero la primera llamada fue de la nueva jefa de redacción de Patrick, Mary Shanahan.

Wallingford oyó el fondo cacofónico que creaban las mujeres de la sala de redacción, la ruidosa hilaridad de su celebración, que contrastaba con la voz de barítono del camarero al recitar «los cócteles especiales de esta noche», antes de que Mary pronunciara una sola palabra. La imaginó encorvada sobre el móvil, como si fuera a comérselo. Con una de sus manos de esbeltos dedos se cubriría un oído, mientras ahuecaría la otra sobre la boca. Un mechón de cabello rubio le caería sobre el rostro, tal vez ocultando los ojos de color zafiro. Por supuesto, las mujeres de la sala de redacción sabrían que le estaba llamando a él, tanto si ella se lo había dicho como si no.

– Lo que has hecho ha sido una jugada sucia, Pat -empezó a decir Mary a través del contestador.

– ¡Es la señorita Shanahan! -susurró Angie, presa de pánico, como si Mary pudiera oírla.

– Sí, lo es -le respondió Patrick, también en un susurro.

La maquilladora se contorsionaba encima de él, el rostro cubierto por la espléndida cabellera, de color negro azabache. Lo único que Wallingford podía verle era una de sus orejas, pero, a juzgar por el aroma, dedujo que su nuevo chicle era de frambuesa o de fresa.

– No me has dicho nada, ni siquiera «felicidades» -siguió diciendo Mary-. Mira, eso puedo soportarlo, pero no que te ligues a esa chica horrible. Supongo que quieres humillarme. ¿Se trata de eso, Pat?

– ¿Soy yo la chica horrible? -le preguntó Angie. Estaba empezando a jadear, y al mismo tiempo emitía una especie de gruñido bajo desde el fondo de la garganta, tal vez causado por la goma de mascar-. ¿Qué tiene contra mí la señorita Shanahan?

Hablaba como si se estuviera quedando sin aliento. ¿Algo parecido a lo que le ocurría a Crystal Pitney? Wallingford confió en que no fuese así.

– Anoche me acosté con Mary -le dijo Patrick-. Quizá la he dejado embarazada. Eso es lo que ella quería.

– Ah, eso lo explica más o menos -replicó la maquilladora.

– ¡Sé que estás ahí! -aulló Mary-. ¡Contéstame, idiota!

– Ostras… -empezó a decir Angie. Movía a Wallingford, al parecer empeñada en que se pusiera sobre ella, como si ya se hubiera cansado de estar encima.

– ¡Deberías estar haciendo las maletas para irte a Wisconsin! -gritó Mary-. ¡Deberías estar descansando para el viaje!

Una de las redactoras intentaba tranquilizarla. Se oía al camarero diciendo algo acerca de la temporada de trufas. Patrick reconoció la voz del camarero. Era un restaurante italiano en la calle Diecisiete Oeste.

– ¿Y qué pasa con Wisconsin? -gimió Mary-. Quería pasar el fin de semana en tu piso mientras estabas en Wisconsin, sólo para probar… -Los sollozos la interrumpieron.

– ¿Qué pasa con Wisconsin?-jadeó Angie.

– Me iré allá mañana a primera hora -se limitó a decir Wallingford.

Una voz diferente surgió del contestador automático; una de las redactoras había tomado el móvil de Mary después de que ésta se hubiera echado a llorar.

– Eres un desgraciado, Pat -le dijo la mujer.

Wallingford se formó una imagen mental de su rostro quirúrgicamente reducido. Era la mujer con la que estuvo en Bangkok, mucho tiempo atrás. En aquel entonces tenía la cara más llena. Ese insulto fue lo único que dijo.

– ¡Ja! -exclamó Angie.

Le había obligado a ponerse de costado, una posición a la que Wallingford no estaba acostumbrado. Le resultaba un poco dolorosa, pero la maquilladora estaba adquiriendo impulso, y su gruñido se había convertido en un gemido.

Cuando el contestador recogió la segunda llamada, Angie apretó con un talón la rabadilla de Patrick. Todavía estaban unidos de costado, y la muchacha gruñía sonoramente, cuando una voz femenina dijo en tono lastimero:

– ¿Está ahí mi niña? ¡Oh, Angie, Angie… cariño! Tienes que interrumpir lo que estás haciendo, Angie. ¡Me estás rompiendo el corazón!

– Por el amor de Dios, mamá… -empezó a decir Angie, pero estaba jadeando. El gemido había vuelto a convertirse en un gruñido, y éste en un rugido.

Wallingford se dijo que probablemente tendía a gritar, y temió que los vecinos pensaran que estaba asesinando a la chica. Mientras ésta se volvía con brusquedad, poniéndose boca arriba, él pensaba que debería estar haciendo el equipaje para irse a Wisconsin. De alguna manera, aunque la había penetrado a fondo, ella tenía una pierna encima de su hombro. Intentaba besarla, pero la rodilla se interponía.

La madre de Angie lloraba de una manera tan rítmica que el contestador automático emitía por sí mismo un sonido preorgásmico. Wallingford no oyó el final del mensaje, porque los gritos de Angie ahogaron los últimos sollozos de su madre. Patrick supuso erróneamente que ni siquiera los gritos durante el parto podían ser tan ruidosos, ni siquiera los de Juana de Arco en la hoguera. Pero los gritos de Angie cesaron bruscamente, y por un instante yació como si estuviera paralizada; entonces empezó a agitarse. Su cabello azotaba el rostro de Wallingford, su cuerpo se movía a sacudidas contra él y sus uñas le rastrillaban la espalda.

Vaya por Dios, se dijo Wallingford, no sólo era gritona sino que también arañaba. No se había olvidado de aquella Crystal Pitney, cuando era más joven y estaba soltera. Aplicó la frente a la garganta de Angie, para que ella no pudiera sacarle los ojos. Temía sinceramente la siguiente fase de su orgasmo, pues la muchacha parecía poseer una fuerza sobrehumana. Sin producir ningún sonido, ni siquiera un gemido, tuvo la fuerza suficiente para arquear la espalda y desplazar a Patrick, quien quedó primero de lado y luego boca arriba. Milagrosamente, su cópula se mantuvo; era como si nunca fuesen a separarse. Se sentían unidos a perpetuidad, una nueva especie zoológica. Él notaba los latidos del corazón de la joven; a ésta le vibraba el pecho, pero no emitía sonido alguno, ni siquiera el de la respiración.

Entonces se dio cuenta de que no respiraba. ¿Además de sus tendencias a gritar y arañar tenía también la de perder el sentido? El necesitó toda su fuerza para enderezar los brazos, y, con la mano en un seno y el muñón en el otro, la empujó hasta apartarla de sí. En ese momento percibió que se estaba asfixiando con la goma de mascar: tenía el rostro azulado y sólo se le veía el blanco de sus ojos de color castaño oscuro. Wallingford le asió la mandíbula colgante y la golpeó con el muñón debajo de la caja torácica, un puñetazo sin puño. El dolor inmediato le recordó los días que siguieron a la operación de trasplante, un dolor que le había causado náuseas y se transmitía desde el antebrazo al hombro antes de dirigirse al cuello. Con una brusca exhalación, Angie expelió la goma de mascar.

Sonó el teléfono mientras la asustada muchacha yacía estremecida sobre su pecho, sacudida por los sollozos y aspirando grandes bocanadas de aire.

– Me estaba muriendo -dijo en voz entrecortada. Patrick, que había creído que ella se estaba corriendo, no dijo nada, mientras el contestador automático recibía otra llamada-. Me moría y, al mismo tiempo, me estaba corriendo -añadió la muchacha-. Era muy raro.

El contestador automático emitió una voz procedente del sombrío subsuelo de la ciudad. Se oían chirridos metálicos y el estrépito de un tren subterráneo, por encina del cual el padre de Angie, vigilante del metro, dejó claramente su mensaje.

– ¿Tratas de matar a tu madre o qué, Angie? Ni come ni duerme ni va a misa… -Los chirridos de otro tren ahogaron los lamentos del vigilante.

– Es papá -le dijo Angie a Wallingford.

Estaba moviendo de nuevo las caderas. Como pareja, parecían unidos eternamente: un dios y una diosa menores que representaban la muerte por medio del placer.

Angie gritaba de nuevo cuando el teléfono sonó por cuarta vez. Patrick se preguntó qué hora sería, pero cuando consultó el despertador digital, algo rosado cubría la esfera. Tenía un repugnante aspecto anatómico, como parte de un pulmón, pero no era más que el chicle de Angie… sí, desde luego, su aroma era el de alguna baya. La luz del despertador, al brillar a través de la sustancia, hacía que pareciera tejido vivo.

Los dos alcanzaron el orgasmo al mismo tiempo, y ella, sin duda por la necesidad que tenía del chicle, le clavó los dientes en el hombro izquierdo. Patrick resistió bien el dolor, pues los había sufrido peores, pero Angie se mostró incluso más entusiasta de lo que él había esperado. Gritaba, se asfixiaba y mordía. Aún le tenía aferrado el hombro con los dientes cuando perdió el sentido.

– Eh, lisiado -dijo la voz de un desconocido en el contestador automático-. Eh, señor manco, ¿sabe una cosa? Va a perder algo más que la mano, mire lo que le digo. Va a terminar sin otra cosa entre las piernas que un pingajo de mierda.

Wallingford besó a Angie, tratando de despertarla, pero la chica seguía desvanecida, con una sonrisa en los labios.

– Hay una llamada para ti -le susurró Patrick al oído-. Puede que quieras responder.

– Eh, cara de culo -dijo el hombre del contestador automático-, ¿sabías que incluso las personalidades de la televisión pueden desaparecer?

Debía de llamar desde un coche en movimiento. La radio emitía una melodía de Johnny Mathis, con el volumen bajo, pero no lo suficiente. Wallingford pensó en el anillo de sello que Angie llevaba colgado del cuello, adecuado para un dedo del tamaño de su dedo gordo del pie. Pero ella ya se había quitado el anillo, había descartado a su propietario, diciendo de él que era «un don nadie», un tipo «del extranjero». Bueno, ¿quién era el hombre que llamaba?

– Creo que deberías escuchar esto, Angie -susurró Patrick.

Enderezó suavemente a la muchacha dormida hasta que estuvo sentada. El cabello le cayó hacia delante, le ocultó el rostro y cubrió los hermosos senos. Su olor era el de una mezcla deliciosa de frutas y flores. Tenía el cuerpo cubierto por una delgada y reluciente película de sudor.

– Escúcheme, señor manco -siguió diciendo el hombre del contestador-. Voy a meter su polla en una licuadora, ¡y luego me la beberé!

Así finalizó la desagradable llamada.

Wallingford estaba haciendo el equipaje para partir hacia Wisconsin, cuando Angie se despertó.

– ¡Jolin, me estoy meando! -dijo la muchacha.

– Ha habido otra llamada… esta vez no era tu madre. Un tipo ha dicho que iba a meter mi pene en una licuadora.

– Ah, debía de ser mi hermano Vittorio… Vito, para abreviar -replicó Angie. Dejó abierta la puerta del baño mientras orinaba-. ¿De veras ha dicho «pene»? le preguntó desde el lavabo.

– No, en realidad ha dicho «polla».

– Sí, seguro que es Vito -dijo ella-. Es inofensivo, ni siquiera tiene un empleo. -¿Por qué razón el hecho de estar desempleado le convertía en inofensivo?-. Bueno, dime, ¿qué hay en Minnesota? -inquirió Angie.

– Wisconsin -la corrigió él-. Una mujer a la que voy a pedir que se case conmigo. Probablemente me rechazará.

– Vaya, tienes un buen problema, ¿lo sabías? -repuso Angie, y tiró de él para que volviera a la cama-. Ven aquí, has de tener más confianza y pensar que ella te aceptará. De lo contrario, ¿por qué te molestas en ir allá?

– Creo que ella me quiere.

– ¡Pues claro que sí! -exclamó la muchacha-. Sólo tienes que practicar. Vamos, puedes practicar conmigo. Vamos… ¡pregúntamelo!

Él lo intentó; al fin y al cabo, había estado ensayando. Le dijo lo que quería decir a la señora Clausen.

– Ostras… eso es terrible -replicó Angie-. Para empezar, no puedes andar pidiendo disculpas. Tienes que ir directo al grano y decirle: «No puedo vivir sin ti». Esa clase de cosas. Vamos… ¡dilo!

– No puedo vivir sin ti -dijo Wallingford, de una manera nada convincente.

– Madre mía…

– ¿Qué pasa? -le preguntó Patrick.

– ¡Tienes que decirlo mejor!

Sonó el teléfono, la quinta llamada. Era Mary Shanahan de nuevo, y presumiblemente llamaba desde su piso solitario en una de las calles Cincuenta Este… Wallingford casi percibía el ruido de los coches que pasaban raudos por la avenida Franklin Delano Roosevelt.

– Creía que éramos amigos -empezó a decirle Mary-. ¿Es así como tratas a una amiga? Una mujer que va a ser madre de tu hijo…

O bien se le quebró la voz, o bien sus pensamientos se habían esfumado.

– Tiene razón -le dijo Angie a Patrick-. Será mejor que le digas algo.

Wallingford pensó en sacudir la cabeza, pero yacía con la cara sobre los senos de Angie, y le pareció que sería demasiado grosero sacudir la cabeza en esa posición.

– ¡No es posible que todavía te estés tirando a esa chica! -exclamó Mary.

– Si no hablas con ella, lo haré yo -dijo la solidaria maquilladora-. Alguien tiene que hacerlo.

– Pues háblale tú -replicó Wallingford.

Deslizó la cabeza más abajo, hasta el vientre de Angie, e intentó oír lo menos posible mientras Angie se ponía al aparato.

– Soy Angie, señorita Shanahan -empezó a decir la buena muchacha-. No debería usted enfadarse. La verdad es que no nos lo hemos pasado muy bien. Hace un rato por poco me asfixio. Casi me muero, de veras, no bromeo. -Mary colgó-. ¿Lo he hecho mal? -le preguntó Angie a Wallingford.

– No, lo has hecho bien -le dijo sinceramente-. Ha sido perfecto. Eres estupenda.

– No lo dices en serio. ¿Lo haces para que echemos otro polvo o qué?

Así pues, hicieron el amor. ¿Qué otra cosa iban a hacer? Esta vez, cuando Angie volvió a perder el sentido, Wallingford tomó la precaución de desprender el chicle del despertador antes de conectar el timbre.

La madre de Angie llamó una vez más, o por lo menos Patrick supuso que se trataba de su madre. Sin decir palabra, la mujer se echó a llorar, casi melodiosamente, mientras Wallingford dormitaba con intermitencias.

Se despertó antes de que sonara el despertador. Contempló a la muchacha dormida, cuya ilimitada buena voluntad era realmente hermosa. Desconectó el timbre sin dejar que sonara, pues no quería turbar el sueño de Angie. Después de ducharse y afeitarse, examinó las magulladuras de su cuerpo: el moratón en la espinilla producido por el golpe con la superficie de vidrio de la mesa en casa de Mary, la quemadura por el contacto con el grifo del agua caliente en la ducha. Las uñas de Angie le habían arañado la espalda, y en el hombro izquierdo tenía una ampolla de sangre de tamaño considerable, un hematoma violáceo y algunos desgarros en la piel causados por el mordisco espontáneo de la muchacha.

Patrick Wallingford no parecía estar en condiciones de hacer una proposición matrimonial, ni en Wisconsin ni en ningún otro lugar. Preparó café y llevó a la muchacha dormida un vaso de zumo de naranja. Ella no tardó en despertarse.

– Mira todo esto… -le dijo, deambulando desnuda por el piso-. ¡Está claro que has hecho el amor! -Quitó de la cama las sábanas y las fundas de las almohadas, y empezó a recoger las toallas-. Tienes lavadora, ¿no? Ya sé que has de tomar el avión… limpiaré esto. ¿Y si esa mujer te acepta? ¿Y si viene aquí contigo?

– Eso no es probable. Quiero decir que no es probable que venga aquí conmigo, aunque me acepte.

– No me vengas con eso de que «no es probable». Lo cierto es que podría venir. Eso es lo único que has de saber. Vete a tomar el avión y yo arreglaré el piso. Borraré los mensajes del contestador antes de marcharme. Te lo prometo.

– No tienes por qué hacerlo -le dijo Patrick.

– ¡Quiero ayudarte! -exclamó Angie-. Sé lo que es llevar una vida liada. Vamos… ¡será mejor que te largues! No te arriesgues a perder el avión.

– Gracias, Angie.

Le dio un beso de despedida. Sabía tan bien que le entraron deseos de quedarse. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo la anarquía sexual?

El teléfono sonó cuando Patrick estaba a punto de salir. Oyó la voz de Vito en el contestador automático.

– Eh, oiga, señor manco… señor sin polla -decía Vittorio. Se oía un zumbido mecánico, un sonido aterrador.

– No es más que una estúpida licuadora -le dijo Angie-. ¡Vete… no pierdas el avión! -Wallingford estaba cerrando la puerta cuando ella se puso al aparato-: Eh, Vito -oyó que decía-. Escúchame, gilipollas. -Patrick se detuvo en el descansillo, hubo una pausa de silencio, breve pero significativa-. Ése es el sonido que haría tu polla en la licuadora, Vito… ¡ningún sonido, porque ahí no tienes nada!

El vecino de al lado estaba en el descansillo, un hombre de aspecto insomne, que se disponía a pasear a su perro. Incluso el perro parecía insomne mientras aguardaba, temblando ligeramente, en lo alto de la escalera.

– Me voy a Wisconsin -le dijo Patrick, en un tono de optimismo.

El hombre, que tenía una perilla gris plateada, parecía aturdido, lleno de indiferencia hacia todo y odio hacia sí mismo.

– ¿Por qué no te compras una lupa para poder cascártela? -gritaba Angie. El perro irguió las orejas-. ¿Sabes qué puedes hacer con una polla tan pequeña como la tuya, Vito? -Wallingford y su vecino miraban al perro-. Te vas a una tienda de animales domésticos, compras un ratón y le ruegas que te la chupe.

El perro, con una expresión de absoluta seriedad, parecía reflexionar en todo esto. Era una especie de schnauzer en miniatura, con una barba gris plateada como la de su amo.

– Le deseo un buen viaje -le dijo a Wallingford su vecino.

– Muchas gracias.

Empezaron a bajar juntos la escalera. El schnauzer estornudó dos veces y el vecino expresó su parecer de que el perro había atrapado «un resfriado debido al aire acondicionado».

Habían llegado al descansillo entre dos pisos cuando Angie gritó algo que, afortunadamente, fue ininteligible. La heroica lealtad de la muchacha bastaba para que Wallingford deseara volver a su lado. Sin duda sería más juicioso decantarse por ella.

Pero la mañana de un sábado veraniego acababa de empezar y el día rebosaba de esperanza. (Tal vez no en Boston, donde una mujer que no se llamaba Sarah Williams tal vez esperaba que le practicaran el aborto, o tal vez no.)

Apenas había tráfico camino del aeropuerto. Patrick llegó a la terminal antes de que los viajeros empezaran a subir a bordo del avión. Puesto que había hecho el equipaje en la oscuridad mientras Angie dormía, consideró prudente revisar el contenido de la bolsa: una camiseta de media manga, un polo, una sudadera, dos bañadores, dos mudas de ropa interior, dos pares de calcetines deportivos blancos y un estuche con los utensilios para el afeitado, el cepillo de dientes, el dentífrico y varios preservativos, por si acaso. También llevaba una edición de bolsillo de Stuart Little, un libro recomendado para niños de edades comprendidas entre ocho y doce años.

No había incluido La telaraña de Charlotte porque dudaba de que la atención de Doris pudiera abarcar dos libros en un fin de semana. Al fin y al cabo, Otto hijo, aunque aún no andaba, probablemente ya gatearía. No habría mucho tiempo para leer en voz alta.

¿Por qué Stuart Little en lugar de La telaraña de Charlotte? Tan sólo porque Patrick Wallingford consideraba que el final del primer relato coincidía más con su manera de vivir, siempre en marcha. Y tal vez la melancolía de ese cuento persuadiría a la señora Clausen. Desde luego, era más romántico que el nacimiento de todas aquellas arañitas.

En la sala de espera, los demás pasajeros observaban cómo Wallingford sacaba el contenido de la bolsa y volvía a meterlo. Aquella mañana se había vestido con unos tejanos, unas zapatillas deportivas y una camisa hawaiana, y llevaba una chaqueta ligera, una especie de cazadora que, doblada sobre el antebrazo izquierdo, ocultaba el muñón. Pero un manco que extrae el contenido de su bolsa y vuelve a meterlo llamaría la atención de cualquiera. Cuando Patrick dejó de examinar lo que se llevaba a Wisconsin, todos los presentes en la sala de espera sabían quién era.

Observaron que el hombre del león sostenía el teléfono móvil en su regazo y lo sujetaba contra el muslo con el muñón del antebrazo izquierdo mientras marcaba el número con su única mano. Entonces tomó el teléfono y se lo aplicó a la oreja. La cazadora se deslizó del asiento vacío a su lado y él extendió el antebrazo izquierdo para recogerla, pero se lo pensó mejor y puso de nuevo el inútil muñón en el regazo.

Los demás pasajeros debían de estar sorprendidos. ¡Al cabo de varios años sin mano, su brazo izquierdo todavía cree que la tiene! Pero nadie se aventuró a recoger la cazadora caída hasta que una pareja solidaria con un niño pequeño susurró algo a su hijo. El chico, de siete u ocho años, se aproximó cautamente a la chaqueta de Patrick, la recogió y la depositó con cuidado junto a la bolsa de Wallingford. Patrick sonrió e hizo un gesto de asentimiento al niño, quien, abrumado por la timidez, se apresuró a regresar al lado de sus padres.

El móvil sonaba una y otra vez en el oído de Wallingford. Quería llamar a su piso y hablar con Angie o dejar un mensaje, confiando en que ella lo escuchara. Quería decirle lo estupenda y natural que era, y había pensado iniciar la frase con unas palabras como: «En otra vida…», o algo por el estilo. Pero no había hecho esa llamada. Había algo en la misma bondad de la muchacha que no le dejaba arriesgarse a escuchar su voz. (Y qué estúpido era llamar «natural» a una mujer con la que habías pasado una sola noche.)

Cambió de propósito y llamó a Mary Shanahan. El teléfono sonó tantas veces que Wallingford estaba componiendo un mensaje para dejarlo en el contestador cuando Mary respondió.

– Sólo podías ser tú, gilipollas -le dijo.

– No estamos casados, Mary, ni siquiera salimos. Y no voy a cambiar mi piso por el tuyo.

– ¿No te lo pasaste bien conmigo, Pat?

– Había muchas cosas que no me contaste -señaló Wallingford.

– Eso obedece tan sólo a la naturaleza del negocio.

– Comprendo -le dijo él. Se oía aquel sonido lejano y resonante, la clase de sonido reverberante que se asocia a las llamadas transoceánicas-. Supongo que ésta es una buena ocasión para preguntarte por el nuevo contrato -añadió-. Me dijiste que pidiera cinco años…

– Deberíamos hablar de ello después de tu fin de semana en Wisconsin -replicó Mary-. Creo que tres años sería más realista que cinco.

– Y debería… bueno, ¿cómo lo dirías tú? ¿Debería retirarme por etapas del puesto de presentador? ¿Es eso lo que me sugieres?

– Si quieres un contrato nuevo y ampliado… sí, ésa sería una manera -le dijo Mary.

– No sé nada de presentadoras embarazadas -admitió Wallingford-. ¿Se ha dado alguna vez el caso? En fin, supongo que podría funcionar. ¿Es ésa la idea? Podríamos verte cada vez más gorda. Por supuesto, habría algún que otro comentario hogareño, y te harían una o dos tomas de perfil. Sería mejor que te dieran un breve permiso de maternidad, a fin de demostrar que tener un hijo en el mundo laboral de hoy, sensible a las necesidades familiares, no supone ningún obstáculo. Y entonces, tras una temporada que no parecerá más larga que unas vacaciones corrientes, volverás a sentarte ante la cámara, casi tan esbelta como antes.

Siguió aquel silencio transoceánico, el sonido resonante de la distancia entre ellos. Era como su matrimonio, tal como Wallingford lo recordaba.

– ¿Qué, todavía no comprendo «la naturaleza del negocio»? -le preguntó Patrick-. ¿O la comprendo bien?

– Yo te quería -le recordó Mary, antes de colgar.

A Wallingford le complacía haber superado por lo menos una fase de la política empresarial en la que ambos eran protagonistas. Ya encontraría por sí mismo la manera de obtener el despido, cuando le pareciera, y si decidía hacerlo a la manera de Mary, ella sería la última en saber cuándo. Si Mary estaba embarazada, él sería tan responsable del bebé como ella le permitiera ser, pero no iba a tolerar que le manejara a su antojo.

¿A quién estaba engañando? Si has tenido un hijo con una mujer, ¡claro que te va a manejar! Y él había subestimado antes a Mary Shanahan. Ella podría encontrar cien formas de manejarle.

Sin embargo, Wallingford reconoció lo que había cambiado en él: ya no accedía a todo. A lo mejor sí que era el nuevo, o por lo menos seminuevo, Patrick Wallingford. Además, la frialdad del tono de voz de Mary Shanahan había sido alentadora. A él no se le ocultaba que sus perspectivas de conseguir el despido habían mejorado.

Camino del aeropuerto, Patrick había echado un vistazo al periódico del taxista, sólo la página del tiempo. La previsión para el norte de Wisconsin era de tiempo bueno y soleado. Incluso la meteorología era de buen agüero.

La señora Clausen había expresado cierta inquietud por el tiempo, porque sobrevolarían el lago rumbo al norte en un pequeño hidroavión. La misma Green Bay formaba parte del lago Michigan, pero el lugar adonde se dirigían estaba aproximadamente entre el lago Michigan y el Superior, en la zona de Wisconsin que está cerca de la Upper Península de Michigan.

Puesto que Wallingford no podía llegar a Green Bay antes del sábado y tenía que estar de regreso en Nueva York el lunes, Doris había decidido que tomarían el pequeño hidroavión. Era un trayecto demasiado largo desde Green Bay para un solo fin de semana. Así dispondrían de dos noches en el piso del cobertizo para los botes en el lago.

Para ir a Green Bay, Patrick había probado anteriormente dos conexiones distintas desde Chicago y un vuelo vía Detroit. Esta vez optó por un cambio de planes en Cincinnati. Sentado en la sala de espera, le acometió un momento de característica incomprensión neoyorquina. (Esto sucedió sólo unos segundos antes del aviso para subir a bordo.) ¿Por qué iba tanta gente a Cincinnati un sábado de julio?

Desde luego, Wallingford sabía por qué iba allí: Cincinnati era tan sólo la primera etapa de un viaje en tres partes. Pero ¿qué podía atraer a toda aquella gente a esa ciudad? Jamás se le habría ocurrido a Patrick Wallingford que cualquiera que conociera sus razones para el viaje consideraría el atractivo de la señora Clausen como la más improbable de todas las excusas.

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