Mientras tanto, una mujer atractiva, fotogénica, que renqueaba al andar acababa de cumplir los sesenta años. En su adolescencia y toda su vida adulta había llevado faldas o vestidos largos para ocultar la pierna deforme. Fue la última niña de su ciudad natal que enfermó de poliomielitis, pues la vacuna de Salk llegó demasiado tarde para ella. Durante casi tanto tiempo como había sufrido la deformidad se había dedicado a escribir un libro con un título provocador: Cómo estuve apunto de librarme de la polio. Decía que el final del siglo le parecía «una época tan buena como cualquier otra» para ofrecer su libro a más de una docena de editores, pero todos ellos se lo habían rechazado.
– La verdad es que, con suerte o sin ella, con la polio o con lo que sea, el libro no está muy bien escrito -le confesó a Patrick Wallingford ante las cámaras la mujer de la pierna deforme y renqueante. Cuando estaba sentada, tenía un magnífico aspecto-. Lo que pasa es que cuanto me ha ocurrido en la vida se ha debido a que no me dieron esa vacuna. En cambio, enfermé de polio.
Por supuesto, enseguida consiguió un editor tras la entrevista con Wallingford, y casi de la noche a la mañana su libro tuvo un nuevo título: En cambio, enfermé de polio. Alguien reescribió el libro y alguien más iba a basarse en él para hacer una película, cuya protagonista sería una mujer que no se parecía en nada a la mujer de la pierna deforme y renqueante, excepto en que la actriz también era atractiva y fotogénica. Eso era lo que salir por televisión al lado de Wallingford podía hacer por una persona.
A Patrick no se le ocultaba la ironía de que el mundo le contempló por primera vez cuando él perdió la mano izquierda. En esos retazos de «lo mejor del siglo» que se compilaban especialmente para la televisión, siempre se incluía el episodio del león que devoraba la mano. Sin embargo, cuando perdió la mano por segunda vez o, con más precisión, cuando perdió a la señora Clausen, ninguna cámara pudo registrarlo. De lo que más le importaba a Wallingford no había quedado constancia televisiva.
En el nuevo siglo, por lo menos durante algún tiempo, se recordaría a Patrick corno el hombre del león. Pero si Wallingford hubiera apuntado los tantos de su vida, no habría empezado a contarlos hasta que conoció a Doris Clausen, lo cual no era ni noticia ni un hecho histórico. De esa manera el mundo apunta los tantos.
A Patrick Wallingford no se le recordaría en el capítulo de los trasplantes. Al finalizar el siglo lo que contaba eran los éxitos, no los fracasos. Así, en el campo del trasplante de manos el doctor Nicholas M. Zajac seguiría sin ser famoso, pues su momento de posible grandeza fue superado por la que llegó a ser la primera intervención de esas características que tuvo éxito en Estados Unidos, y la segunda en el mundo. «El tipo de los petardos», como Zajac llamaba vulgarmente a Matthew David Scott, parecía tener una nueva mano decidida a quedarse con él.
El 12 de abril de 1999, menos de tres meses después de haber recibido una nueva mano izquierda, el señor Scott realizó el saque de honor en el partido inaugural de los Phillies en Filadelfia. Wallingford no estaba exactamente celoso. (Envidioso… bueno, tal vez, pero no como se podría pensar.) De hecho, Patrick preguntó a Dick, su jefe de redacción, si podría entrevistar a aquel hombre cuyo trasplante había sido un éxito evidente. ¿No sería apropiado, sugirió el periodista, felicitar al señor Scott por tener lo que él (Wallingford) había perdido? Pero precisamente a Dick, un hombre que destacaba por su vulgaridad, la idea le pareció vulgar. La consecuencia fue que despidieron a Dick, aunque muchos dirían que era un jefe de redacción a la espera de que lo despidieran.
La euforia de las mujeres en la sala de redacción neoyorquina duró poco. El nuevo jefe de redacción era tan gilipollas como lo había sido Dick, y respondía al decepcionante nombre de Fred. Como Mary X diría (la joven se había vuelto más deslenguada con el transcurso de los años): «Si alguien ha de pasarme por la piedra, prefiero que sea la de Dick que la de Fred».
En el nuevo siglo, el mismo equipo internacional de cirujanos que llevaron el primer trasplante de mano con éxito en la ciudad francesa de Lyon volvería a la carga. Esta vez intentaron el primer trasplante mundial de ambas manos y antebrazos. El receptor, cuyo nombre no se hizo público, era un francés de treinta años que perdió las manos en un accidente con petardos (uno más) en 1996. El donante era un muchacho de diecinueve años que se había caído al vacío desde un puente.
Pero a Wallingford sólo le interesaría la evolución de los dos primeros receptores.
Al primero, el ex presidiario Clint Hallam, le amputaría la mano uno de los cirujanos que llevó a cabo la operación de trasplante. Dos meses antes de la amputación, Hallam había dejado de tomar los medicamentos prescritos como parte del tratamiento antirrechazo. Le vieron ocultando la mano, a la que calificaba de «horrenda», en un guante de cuero. (Más adelante Hallam negaría que hubiera dejado de tomar la medicación.) Y proseguiría su tensa relación con la ley. La policía francesa lo detuvo presuntamente por robar dinero y una tarjeta de American Express a un paciente con el hígado trasplantado del que se había hecho amigo en el hospital de Lyon. Aunque finalmente le permitieron abandonar Francia, después de que devolviera parte del dinero, la policía ordenó su detención en Australia debido a su presunto papel en una operación de contrabando de combustible. (Parece ser que Zajac estaba en lo cierto con respecto a él.)
El segundo, Matthew David Scott, de Absecon, localidad de Nueva Jersey, es el único receptor de una nueva mano a quien Wallingford consideraría envidiable por los aspectos interesantes de su trasplante. Nunca envidió la mano del señor Scott, pero en la cobertura que dieron los medios de comunicación al partido de los Phillies, en el que el hombre de los petardos hizo el primer lanzamiento, Wallingford reparó en que Matthew David Scott estaba con su hijo. Lo que Patrick envidiaba del señor Scott era aquel niño.
Había tenido premoniciones de lo que llamaría el «sentimiento de paternidad» cuando aún estaba en plena recuperación, tras haber perdido la mano de Otto. Los analgésicos no tenían nada de especial, pero podrían haberle impulsado a mirar sin compañía, por primera vez, la Super Bowl. ¡Uno no mira a solas un partido de esa importancia!
Seguía queriendo llamar a la señora Clausen y pedirle que le explicara lo que sucedía en el partido, pero la XXXIII Super Bowl era el aniversario del accidente o suicidio de Otto Clausen en su camión de transporte de cerveza, y, además, los Packers no jugaban. En consecuencia, Doris le había dicho a Patrick que tenía la intención de marcharse lejos, donde no hubiera posibilidad de ver ni oír el partido. Patrick estaría solo.
Se tomó una o dos cervezas mientras miraba el encuentro, pero no lograba entender por qué aquello gustaba tanto a la gente. Para ser justo, era un mal partido. Los Broncos ganaron la Super Bowl como lo hicieran el año anterior, y sin duda sus hinchas estaban satisfechos, pero el encuentro no había sido reñido, ni siquiera competitivo. Para empezar, los Falcons de Atlanta estaban fuera de lugar en la Super Bowl. (Por lo menos ésa era la opinión de todas las personas con las que más adelante Wallingford hablaría en Green Bay)
No obstante, incluso mientras miraba distraídamente la Super Bowl, por primera vez Patrick podía imaginarse yendo a un partido de los Packers en el estadio Lambeau con Doris y el pequeño Otto. O tal vez sólo con el niño cuando fuese un poco mayor. La idea le había sorprendido, pero corría enero de 1999. En abril de ese año, cuando Wallingford viera a Matthew David Scott y su hijo en el encuentro de los Phillies, la misma idea ya no le sorprendería; había dispuesto de un par de meses mas para echar de menos a Otto hijo y a la madre del muchacho. Aunque fuese cierto que había perdido a la señora Clausen, Wallingford temía con razón que si ahora (a mediados del verano de 1999, cuando Otto hijo sólo contaba ocho meses de edad y ni siquiera gateaba) no hacía un esfuerzo por ver más al pequeño Otto, no habría ninguna base sobre la que edificar una relación cuando el chico fuese mayor.
La única persona en Nueva York a la que Wallingford confesó sus temores de que había perdido la oportunidad de ser padre fue Mary. ¡Difícilmente podría haber elegido una confidente peor! Cuando Patrick le dijo que anhelaba «ser más que un padre» para Otto Clausen hijo, Mary le recordó que podía embarazarla a ella cuando le viniera en gana y ser así padre de un niño que viviría en Nueva York.
– No tienes necesidad de ir a Green Bay, en Wisconsin, para ser padre, Pat -le dijo Mary.
Que hubiera pasado de ser una chica tan simpática al empeño en expresar el monocorde deseo de recibir la «simiente» de Wallingford no beneficiaba su reputación entre las demás mujeres de la sala de redacción, o así lo creía Patrick, que seguía pasando por alto el hecho de que los hombres habían influido mucho más en Mary. Había tenido problemas con los hombres o, por lo menos (era lo mismo), eso creía ella.
Wallingford nunca sabía si por las noches, cuando terminaba de presentar el noticiario y decía «Buenas noches, Doris, buenas noches, mi pequeño Otto», ellos le estaban viendo. La señora Clausen no le había llamado ni una sola vez para decirle que había visto el noticiario de la noche.
Era un viernes de julio de 1999, y una ola de calor azotaba Nueva York. La mayor parte de los fines de semana, Wallingford iba a Bridgehampton, donde había alquilado una casa. Con excepción de la piscina (desde que era manco Patrick jamás se bañaba en el mar), era como si estuviese en la ciudad. Veía a las mismas personas en las mismas fiestas, lo cual, por cierto, era lo que a Wallingford y a muchos otros neoyorquinos les gustaba de estar allí.
Aquel fin de semana, unos amigos le habían invitado al cabo Cod, desde donde irían en avioneta a Martha's Vineyard. Pero incluso antes de que notara los ligeros pinchazos en el lugar donde le habían amputado la mano (algunas de las punzadas parecían extenderse al espacio vacío donde estuvo la mano izquierda), telefoneó a sus amigos y canceló el viaje con alguna excusa tonta.
En aquellos momentos no sabía lo afortunado que había sido al no volar a Martha's Vineyard ese viernes por la noche. Entonces recordó que había prestado su casa de Bridgehampton a un grupo de mujeres de la redacción para que pasaran allí el fin de semana. Iban a celebrar una fiesta con motivo del próximo nacimiento de un bebé… o una orgía, imaginó cínicamente Patrick. Sintió la pasajera curiosidad de saber si Mary estaría allí. (Era el Patrick anterior al tan formal de ahora quien tenía esa curiosidad.) Pero no le preguntó a Mary si era una de las mujeres que usarían su casa de verano aquel fin de semana. De habérselo preguntado, ella habría sabido que estaba libre y se habría mostrado deseosa de cambiar sus planes.
Wallingford todavía subestimaba lo sensibles y vulnerables que eran las mujeres que han tenido serias dificultades para quedar en estado. No era probable que Mary hubiera preferido asistir a la fiesta que otra mujer organizaba para celebrar su embarazo.
Así pues, Patrick se encontraba en Nueva York un viernes a mediados de julio, sin planes para el fin de semana y sin ningún lugar adonde ir. Mientras le maquillaban para presentar el noticiario del viernes, pensó en llamar a la señora Clausen. Nunca se había invitado a sí mismo, siempre había esperado a que ella le invitara a Green Bay. No obstante, Doris y Patrick eran conscientes de que los intervalos entre sus invitaciones se habían prolongado. (La última vez que estuvo en Wisconsin, aún había nieve en el suelo.)
¿Y si Wallingford se limitaba a llamarla y le decía: «¡Hola! ¿Qué hacéis tú y el pequeño Otto este fin de semana? ¿Qué tal si yo fuese a Green Bay?». Y eso fue lo que hizo, sin pensarlo dos veces: telefoneó a Doris de repente.
Le respondió el contestador automático: «Hola. El pequeño Otto y yo nos vamos a pasar el fin de semana al norte. Allí no tenemos teléfono. Estaremos de vuelta el lunes».
Patrick no dejó ningún mensaje, pero sí un poco de maquillaje en el teléfono. Estaba tan distraído por la voz de la señora Clausen en el contestador, y todavía más por su imagen, a medias imaginada y a medias soñada, en la casita del lago, que sin pensarlo trató de limpiar el maquillaje que embadurnaba el auricular con la mano izquierda. Se sorprendió cuando el muñón estableció contacto con el aparato… ésa fue la primera punzada.
Cuando colgó, las sensaciones punzantes continuaron. Se miró el muñón, esperando ver hormigas u otros pequeños insectos moviéndose por el tejido cicatricial, pero allí no había nada. Sabía que no podía haber bichos bajo el tejido, pero los notó continuamente mientras presentaba el noticiario.
Más tarde Mary observaría que su saludo habitual a Doris y al pequeño Otto, normalmente alegre, le había parecido un tanto apático, pero Wallingford sabía que no podían estar viéndole, pues la señora Clausen le había dicho que la casita del lago carecía de electricidad. (En general, era reacia a hablar de ese lugar del norte, y si hablaba lo hacía con timidez y en voz tan baja que no era fácil oírla bien.)
Las sensaciones hormigueantes prosiguieron mientras desmaquillaban a Patrick. Como pensaba en algo que le había dicho el doctor Zajac, apenas era consciente de que la maquilladora habitual estaba de vacaciones. Suponía que se había encaprichado de él, pero aún no le había tentado. Se dijo que la manera en que aquella chica mascaba chicle era lo que echaba en falta. Sólo ahora, cuando estaba ausente, la imaginó por un instante de una nueva manera, desnuda. Pero las punzadas sobrenaturales en la mano invisible seguían distrayéndole, así como el recuerdo del brusco consejo que le diera Zajac: «No haga el tonto si cree que me necesita». Así pues, Patrick no hizo el tonto y telefoneó al domicilio de Zajac, aunque suponía que el cirujano especializado en las manos más afamado de Boston pasaría los fines de semana del verano fuera de la ciudad.
Lo cierto era que aquel verano el doctor Zajac había alquilado una casa en Maine, pero sólo durante el mes de agosto, cuando tuviera la custodia de Rudy. Medea, a la que ahora llamaban con más frecuencia Colega, se comía montones de almejas y mejillones, con concha y todo, pero la perra parecía haber superado el gusto por sus propias heces, y ahora Rudy y Zajac jugaban al Iacrosse con una pelota. El chico incluso había asistido a un centro donde enseñaban a jugar al lacrosse durante la primera semana de julio. Rudy estaba con Zajac, pasando el fin de semana en Cambridge, cuando telefoneó Wallingford.
Irma se puso al aparato.
– Sí, ¿quién es? -preguntó.
Wallingford contempló la remota posibilidad de que el doctor Zajac tuviera una revoltosa hija adolescente. Sólo sabía que Zajac tenía un hijo pequeño, de seis o siete años… como el hijo de Matthew David Scott. Patrick siempre veía en su mente al chiquillo desconocido con jersey de béisbol, las manos alzadas como las de su padre, ambos celebrando aquel lanzamiento victorioso en Filadelfia. (Algún periodista lo había llamado «lanzamiento victorioso».)
– ¿Sí? -repitió Irma. ¿Era una canguro del hijito de Zajac, malhumorada y sexualmente obsesionada? Tal vez era la empleada doméstica, pero su voz era demasiado áspera para ser una empleada del doctor Zajac.
– ¿Está el doctor Zajac? -le preguntó Wallingford.
– Soy la señora Zajac -respondió Irma-. ¿Quién es usted?
– Patrick Wallingford. El doctor Zajac me operó…
– ¡Nicky! -le oyó Patrick gritar, aunque Irma había cubierto parcialmente el micrófono con la mano-. ¡Es el hombre del león!
Wallingford pudo identificar en parte el ruido de fondo: casi con toda seguridad un niño, sin ninguna duda un perro y el inequívoco ruido sordo de una pelota. Oyó el sonido de una silla arrastrada por el suelo y el de las garras de un perro que caminaba por un suelo de madera. Debían de estar practicando alguna clase de juego. ¿Trataban de lanzar la pelota lejos del perro? Cuando por fin Zajac se puso al aparato, estaba sin aliento.
Tras describirle los síntomas, Wallingford añadió esperanzado:
– Es posible que sólo se deba al tiempo.
– ¿El tiempo? -inquirió Zajac.
– Ya sabe… la ola de calor -le explicó Patrick.
– ¿No está bajo techo la mayor parte del día? -quiso saber Zajac-. ¿Es que no hay aire acondicionado en Nueva York?
– No siempre es dolor -siguió diciéndole Wallingford-. A veces la sensación es como el comienzo de algo que no va a ninguna parte. Quiero decir que parece como si la punzada o el picor fuesen a desembocar en el dolor, pero no es así, y cesa tan bruscamente como ha empezado, como algo interrumpido… algo eléctrico.
– Precisamente -le dijo el doctor Zajac. ¿Qué esperaba Wallingford? Le recordó que, sólo cinco meses después del trasplante, había recuperado veintidós centímetros de regeneración nerviosa.
– Lo recuerdo -replicó Patrick.
– Pues bien, considere que esos nervios todavía tienen algo que decir -concluyó Zajac.
– Pero ¿por qué ahora? -le preguntó Wallingford-. Ha pasado un año y medio desde que perdí la mano. Había sentido algo anteriormente, pero no tan concreto. Tengo la sensación de que realmente estoy tocando algo con el dedo anular o el índice de la mano izquierda, ¡y ni siquiera tengo la mano izquierda!
– ¿Cómo van los demás aspectos de su vida? -replicó el doctor Zajac-. Supongo que su clase de trabajo comporta cierto grado de estrés. No sé cómo avanza su vida sentimental, pero recuerdo que eso le preocupaba un tanto, o así me lo dijo. Mire, no olvide que hay otros factores que afectan a los nervios, incluso a los nervios que han sido seccionados.
– No se sienten «seccionados», eso es lo que quiero decir -puntualizó Wallingford.
– Claro que sí, y lo que yo le digo. Lo que usted siente se conoce médicamente como «parestesia», una sensación errónea que está más allá de la percepción. El nervio que le hacía sentir dolor o le proporcionaba la sensación del tacto en el dedo anular o índice de la mano izquierda ha sido cortado dos veces, ¡primero por un león y luego por mí! Esa fibra cortada se encuentra todavía en el haz nervioso del muñón, acompañada por millones de otras fibras que van y vienen por todas partes. Si el tacto, la memoria o un sueño estimulan la neurona conectada con el extremo de ese nervio del muñón, envía el mismo mensaje de siempre. Las sensaciones que parecen provenir del lugar donde estuvo su mano izquierda son registradas por las mismas fibras y tramos nerviosos que procedían de la mano izquierda. ¿Lo comprende?
– Más o menos -replicó Wallingford, aunque debería haberle dicho que no.
Siguió mirándose el muñón, por el que volvían a moverse las hormigas invisibles. Se había olvidado de mencionarle al médico aquella sensación como de insectos en movimiento, pero Zajac no le dio tiempo a hacerlo.
El cirujano se había dado cuenta de que su paciente estaba insatisfecho.
– Mire, si eso le preocupa, tome el avión y venga aquí. Alójese en un buen hotel. Le veré por la mañana.
– ¿El sábado por la mañana? -replicó Wallingford-. No quiero estropearle el fin de semana.
– No iré a ninguna parte -le dijo Zajac-. Sólo tendré que buscar a alguien que abra el edificio. No será la primera vez que lo haga. Tengo las llaves en el consultorio.
En realidad, Wallingford ya no estaba preocupado por la falta de la mano, pero ¿qué otra cosa iba a hacer aquel fin de semana?
– Vamos, hombre, tome el puente aéreo -le decía Zajac-. Le veré por la mañana, sólo para tranquilizarle.
– ¿A qué hora? -le preguntó Wallingford.
– A las diez en punto -respondió Zajac-. Alójese en el hotel Charles. Está en Cambridge, en la calle Bennett, cerca de Harvard Square. Tienen un gimnasio estupendo y piscina.
Aunque un gimnasio y una piscina nunca habían sido los rasgos que más le gustaban de un hotel, Wallingford accedió.
– De acuerdo, veré si consigo una reserva.
– No se preocupe, de eso me encargo yo -le dijo Zajac-. Me conocen, e Irma es socia de su gimnasio.
Wallingford dedujo que Irma, aquella mujer no demasiado amable, debía de ser la esposa del cirujano.
– Se lo agradezco -fue todo lo que Wallingford pudo decirle.
Oía en el fondo los alegres gritos del hijo de Zajac, los gruñidos y brincos de aquel perro que parecía salvaje, los rebotes de la pelota dura y pesada.
– ¡En mi vientre no! -gritó Irma.
Patrick oyó también esas palabras. ¿A qué se refería la mujer? Él no podía saber que Irma estaba embarazada, y mucho menos que esperaba gemelos. El parto sería a mediados de septiembre, pero su abdomen era ya tan voluminoso como la mayor de las jaulas de aves canoras. Era evidente que no quería que un niño o un perro saltaran sobre su vientre.
Patrick dio las buenas noches a la pandilla de la sala de redacción. Nunca había sido el último en marcharse, y tampoco iba a serlo aquella noche, pues Mary le estaba esperando junto a los ascensores. Lo que la joven había acertado a oír de la conversación telefónica le había desorientado. Tenía el rostro bañado en lágrimas.
– ¿Quién es ella? -le preguntó Mary.
– ¿A quién te refieres?
– Debe de estar casada, si vas a verla un sábado por la mañana.
– Por favor, Mary…
– ¿Quién es esa persona cuyo fin de semana temes estropear? -inquirió ella-. ¿No es así como lo has dicho?
– Voy a Boston para ver a mi cirujano, Mary.
– ¿Solo?
– Sí, solo.
– Llévame contigo -le pidió ella-. Si vas solo, ¿por qué no me llevas? De todos modos, ¿cuánto tiempo vas a estar con tu cirujano? ¡Puedes pasar el resto del fin de semana conmigo!
El corrió un riesgo considerable y le dijo la verdad.
– No puedo llevarte, Mary. No quiero que tengas un hijo mío porque ya soy padre, y no veo lo suficiente al pequeño. No quiero otro hijo al que no pueda ver lo suficiente.
– Ah -dijo ella, como si la hubiera pegado-. Comprendo. Eso aclara las cosas. No siempre eres claro, Pat. Te agradezco que lo seas tanto.
– Lo siento, Mary.
– Es el pequeño Clausen, ¿verdad? Quiero decir que en realidad es tuyo. ¿Se trata de eso, Pat?
– Sí -replicó Patrick-. Pero eso no es ninguna noticia, Mary. No lo conviertas en una noticia, por favor.
Era evidente que ella estaba enojada. El aire acondicionado era fresco, incluso frío, pero de repente Mary era más fría.
– ¿Quién crees que soy? -gruñó-. ¿Por quién me tomas?
– Por uno de nosotros -fue lo único que Wallingford pudo decir.
Mientras se cerraba la puerta del ascensor, la vio pasearse de un lado a otro, los brazos cruzados sobre los senos pequeños y bien formados. Llevaba una falda veraniega de color canela y una rebeca de color melocotón, abrochada en el cuello, pero por lo demás abierta, «un suéter contra el aire acondicionado», como él había oído decir a una de las mujeres de la sala de redacción. Mary llevaba la rebeca sobre una camiseta de seda blanca. Tenía el cuello largo, la figura bonita, la piel suave, y a Patrick le gustaba especialmente su boca, que le hacía poner en tela de juicio su determinación de no acostarse con ella.
En el aeropuerto de La Guardia le pusieron en lista de espera para volar en el puente aéreo. Hubo una plaza disponible en el segundo vuelo. Oscurecía cuando el avión aterrizó en Logan, y una bruma ligera cubría el puerto de Boston.
Patrick pensaría en ello más adelante, al recordar que su avión aterrizó en Boston más o menos al mismo tiempo que John F. Kennedy hijo trataba de aterrizar en el aeropuerto de Martha's Vineyard, no muy lejos de allí. O tal vez el joven Kennedy intentaba ver Martha's Vineyard a través de aquella misma luz indeterminada, en algo similar a la bruma que cubría Boston.
Wallingford se registró en el hotel Charles antes de las diez y fue de inmediato a la piscina cubierta, donde pasó media hora a solas, relajándose. Habría estado más tiempo, pero cerraban la piscina a las diez y media. Como con una sola mano no podía nadar, se limitaba a flotar y pedalear en el agua. De acuerdo con su personalidad, se las arreglaba para flotar bien.
Después del baño, pensaba vestirse e ir a pasear por los alrededores de Harvard Square. Funcionaban ya las escuelas de verano y habría estudiantes a los que mirar, que le recordarían su juventud mal empleada. Probablemente encontraría algún sitio donde cenar como es debido, con una botella de buen vino. En una de las librerías de la plaza tal vez encontraría algo mejor que el libro que había llevado consigo, una biografía de Byron del tamaño de un ladrillo. Pero incluso en el taxi, durante el trayecto desde el aeropuerto, había notado los efectos del calor opresivo, y cuando, tras abandonar la piscina, regresó a su habitación, se quitó el bañador mojado, se tendió desnudo en la cama y cerró los ojos para descansar uno o dos minutos. Debía de estar cansado. Cuando se despertó, casi al cabo de una hora, estaba aterido a causa del aire acondicionado. Se puso un albornoz y leyó el menú del servicio de habitaciones. Lo único que quería era una cerveza y una hamburguesa. Ya no le apetecía salir.
Fiel a sí mismo, no encendería la televisión durante el fin de semana. Puesto que la única alternativa era la biografía de Byron, la resistencia de Patrick a encender el receptor era todavía más notable. Pero se durmió con tanta rapidez (Byron apenas había nacido y el irresponsable padre del futuro poeta aún vivía) que la biografía no le causó dolor alguno.
Por la mañana desayunó en el restaurante informal situado en la planta baja del hotel. La sala le molestaba, sin que supiera por qué. No se debía a los niños. Tal vez había demasiados adultos a quienes parecía molestarles la presencia de los niños. La noche anterior y aquella mañana, precisamente cuando Wallingford no miraba la televisión ni siquiera echaba un vistazo al periódico, el país entero estaba pendiente de una de aquellas noticias en las que se especializaba el canal de los desastres. La avioneta de John Kennedy hijo había desaparecido, y parecía ser que había caído al océano. Pero no había nada que ver, y lo que salía una y otra vez en la pantalla era la imagen del pequeño Kennedy en el cortejo fúnebre de su padre. Allí estaba John hijo, un niño de tres años con pantalones cortos, saludando marcialmente al féretro de su padre, tal como su madre, susurrándole al oído, le había dicho que lo hiciera sólo unos segundos antes. Más adelante Wallingford se diría que esa imagen podría considerarse el momento representativo del siglo más próspero de Estados Unidos, un siglo que también había muerto, aunque sigamos comercializándolo.
Tras desayunar, Patrick siguió sentado, tratando de terminar el café sin devolver la mirada a una mujer de edad mediana que le había estado mirando sin cesar desde el otro extremo de la sala. Pero al final la mujer avanzó hacia él. Fingía que sólo pasaba por allí, pero Wallingford sabía que iba a decirle algo. Siempre se daba cuenta de esas cosas, y a menudo era capaz de adivinar lo que las mujeres iban a decirle, pero no fue así en esta ocasión.
En el pasado había sido guapa. No usaba maquillaje, y su cabello castaño sin teñir se estaba volviendo gris. Las patas de gallo en las comisuras de los ojos castaño oscuro le daban un aire de tristeza y fatiga que hacía pensar a Wallingford en la señora Clausen cuando fuese mayor.
– Escoria… cerdo asqueroso… ¿cómo puede dormir por la noche? -le preguntó la mujer en un áspero susurro. Apretaba los dientes y sólo los separaba lo suficiente para escupirlas palabras.
– Disculpe? -le dijo Patrick Wallingford.
– No ha tardado mucho en venir aquí, ¿no es cierto? -siguió diciéndole ella-. Esas pobres familias… ni siquiera han rescatado los cuerpos. Pero eso no le detiene a usted, ¿verdad? Medra en la desgracia ajena. Su cadena debería llamarse el canal de la muerte… no, ¡el canal del duelo! ¡Porque hacen algo más que invadir la intimidad de la gente, les roban su aflicción! ¡Hacen público su duelo privado, incluso antes de que hayan tenido ocasión de afligirse!
Wallingford supuso, erróneamente que la mujer hablaba en general de su pasado como presentador de noticias. Desvió la vista de la mirada fija de la mujer, pero vio que ninguno de los demás clientes del hotel que estaban desayunando acudiría en su ayuda. A juzgar por sus expresiones unánimemente hostiles parecían compartir el punto de vista de aquella demente.
– Procuro informar de lo que sucede de una manera solidaria… -empezó a decir Patrick, pero la mujer, casi violenta, le interrumpió.
– ¡No me hable de solidaridad! ¡Si usted se solidarizara con esa pobre gente, los dejaría en paz!
Puesto que la mujer estaba claramente perturbada, ¿qué podía hacer Wallingford? Sujetó la cuenta sobre la mesa con el muñón, anotó el número de su habitación, la firmó y dejó una propina. La mujer le observaba fríamente. Patrick se puso en pie, se despidió de ella con una inclinación de cabeza y se dispuso a abandonar el restaurante. Los niños que estaban en la sala le miraban fijamente el brazo sin mano.
Un subjefe de cocina, que parecía enojado y vestía de blanco de los pies a la cabeza, le miraba desde detrás de un mostrador.
– Hiena -le dijo.
– ¡Chacal! -gritó una anciana desde una mesa adyacente. La mujer, la primera atacante de Patrick, le dijo a sus espaldas:
– Buitre… se alimenta de carroña…
Wallingford siguió andando, pero notaba que la mujer le seguía; le acompañó a los ascensores, donde él oprimió el botón y esperó. La oía respirar, pero no la miraba. Cuando la puerta del ascensor se abrió, entró en el camarín y dejó que la puerta se cerrase a sus espaldas. Hasta que pulsó el botón de su planta y se volvió no supo que la mujer no estaba allí, y le sorprendió encontrarse a solas.
Patrick pensó que aquellas actitudes se debían a la atmósfera de Cambridge, a todos aquellos intelectuales de Harvard y del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que odiaban la vulgaridad de los medios de comunicación. Se cepilló los dientes, con la mano derecha, naturalmente. Nunca olvidaba que acababa de aprender a cepillárselos con la izquierda cuando ésta dejó de responderle. Todavía sin saber lo que había ocurrido, bajó al vestíbulo y tomó un taxi para ir al consultorio del doctor Zajac.
Le desconcertó que el doctor Zajac, y en concreto su cara, oliera a actividad sexual. Esta prueba de vida privada no era lo que Wallingford deseaba saber de su cirujano, mientras éste leaseguraba de nuevo que no había nada alarmante en las sensaciones que experimentaba en el muñón.
Resultó que existía una palabra para la sensación producida por los pequeños e invisibles insectos que pululaban encima o debajo de su piel.
– Formicación -le dijo el doctor Zajac.
Naturalmente, Wallingford no le oyó bien.
– ¿Perdone?
– Esa palabra significa «alucinación táctil» -le explicó el médico-. Formicación, con eme.
– Ah.
– Es como si los nervios tuvieran una memoria larga -siguió diciendo Zajac-. Lo que los provoca no es la mano desaparecida. He mencionado su vida sentimental porque usted se refirió a ella en cierta ocasión. En cuanto al estrés, me basta con imaginar la semana que le espera. No le envidio los próximos días. Ya sabe a qué me refiero.
No, Wallingford no sabía a qué se refería el doctor Zajac. ¿Qué creía que le esperaba en los próximos días? Pero aquel hombre siempre le había parecido algo loco. Patrick se dijo que tal vez todo el mundo en Cambridge estaba un poco loco.
– La verdad es que no soy muy feliz en el aspecto sentimental -le confesó Wallingford, pero no dijo más, pues no recordaba haber hablado nunca de su vida amorosa con Zajac. (¿Acaso los analgésicos habían sido más potentes de lo que creía cuando los tomó?)
En el consultorio del cirujano, intentó discernir las evidentes diferencias con el pasado, y se sintió más confuso. Aquella estancia era un suelo sagrado, pero parecía haber cambiado mucho desde la ocasión en que la señora Clausen le violó en la misma silla en la que él ahora se sentaba y desde la que examinaba las paredes.
¡Pues claro! ¡Las fotos de los pacientes famosos de Zajac habían desaparecido! En su lugar había dibujos infantiles, en realidad dibujos de un solo niño, de Rudy. Castillos en el cielo, le pareció a Patrick, y varios de un gran barco que se hundía. Sin duda el joven artista había visto la película Titanic. (Tanto Rudy como el doctor Zajac la habían visto dos veces, aunque el cirujano había hecho que Rudy cerrara los ojos durante la escena de sexo en el coche.)
En cuanto a la modelo de la serie de fotos de una mujer en las etapas progresivas de su embarazo… en fin, no era sorprendente que Wallingford se sintiera atraído por la basta sexualidad de la mujer. Debía de ser Irma, la misma dama que había dicho ser la esposa de Zajac cuando respondió a la llamada telefónica de Patrick. Wallingford se enteró de que Irma esperaba gemelos cuando preguntó por los marcos vacíos que colgaban de las paredes en media docena de lugares, siempre a pares.
– Son para los gemelos, cuando nazcan -le dijo el doctor Zajac con orgullo.
Nadie en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados envidiaba a Zajac por tener gemelos, si bien aquel imbécil de Mengerink opinaba que los gemelos eran lo que Zajac se merecía por haberse tirado a Irma el doble de lo que él opinaba que era «normal». Schatzman no tenía ninguna opinión sobre el próximo nacimiento de los gemelos del doctor Zajac, porque Schatzman estaba más que jubilado… había muerto. Y Gingeleskie (el vivo) había trocado la envidia que le causaba Zajac por la envidia más virulenta hacia un colega más joven, a quien Zajac había incorporado a la asociación quirúrgica. Nathan Blaustein había sido el mejor alumno de cirugía clínica que Zajac había tenido en Harvard. El doctor Zajac no envidiaba en absoluto al joven Blaustein; reconocía simplemente que éste le superaba en técnica, que era un genio de la medicina.
En cierta ocasión, un niño de diez años de New Hampshire se cercenó un dedo al manipular un aventador de nieve, y el doctor Zajac insistió en que Blaustein se encargara de implantárselo. El dedo pulgar estaba destrozado y se había congelado de una manera irregular. El padre del chico tardó casi una hora en encontrar el dedo amputado en la nieve, y entonces la familia tuvo que conducir durante dos horas hasta Boston. Pero la intervención fue un éxito. Zajac ya estaba tanteando a sus colegas para añadir el nombre de Blaustein a la placa del consultorio y el membrete de las cartas, una petición que había irritado no poco a Mengerink y sin duda había hecho que Schatzman y Gingeleskie (el difunto) se revolvieran en sus tumbas.
En cuanto a las ambiciones que había tenido el doctor Zajac de trasplantar manos, ahora Blaustein se ocupaba de ello. (Zajac había predicho que no tardaría en haber diversos procedimientos de trasplante.) El cirujano dijo que le gustaría formar parte del equipo, pero creía que el joven Blaustein debía dirigir la operación, porque era el mejor cirujano de todos ellos. No sentía ni envidia ni resentimiento. De una manera inesperada, incluso para sí mismo, el doctor Nicholas M. Zajac era un hombre feliz y relajado.
Desde que Wallingford perdió la mano de Otto Clausen, Zajac se había limitado a sus inventos de prótesis, que diseñaba y montaba en la mesa de la cocina mientras escuchaba los can tos de sus aves. Patrick Wallingford era el conejillo de Indias perfecto para probar los inventos de Zajac, porque estaba dispuesto a presentar las nuevas prótesis en su noticiario de la noche, aunque no las llevara personalmente. La publicidad había sido beneficiosa para el cirujano.
Una prótesis de su invención, que, como era predecible, se llamaba «la Zajac», se fabricaba ahora en Alemania y Japón. (El modelo alemán era más caro, pero ambos se comercializaban en todo el mundo.) El éxito de la Zajac había permitido al cirujano reducir a la mitad el tiempo que dedicaba a la práctica quirúrgica. Todavía enseñaba en la Facultad de Medicina, pero podía dedicarse más a sus invenciones, así como a Rudy e Irma, y dentro de poco a los gemelos.
– Debería usted tener hijos -le decía Zajac a Patrick Wallingford, mientras el cirujano apagaba las luces del consultorio y los dos hombres tropezaban torpemente en la oscuridad-. Los hijos le cambian a uno la vida.
No sin cierta vacilación, Wallingford mencionó lo mucho que deseaba afianzar la relación con Otto Clausen hijo. ¿Tenía el doctor Zajac algún consejo que darle sobre la mejor manera de comunicarse con un niño pequeño, sobre todo un niño al que uno veía muy poco?
– Léale en voz alta -respondió el doctor Zajac-. No hay nada como eso. Empiece con Stuart Little y luego pruebe a leerle La telaraña de Charlotte.
– ¡Recuerdo esos cuentos! -exclamó Patrick-. Stuart Little me encantó, y recuerdo que mi madre lloraba cuando me leía La telaraña de Charlotte.
– Quienes leen La telaraña de Charlotte sin llorar deberían ser lobotomizados -respondió Zajac-. ¿Pero qué edad tiene el pequeño Otto?
– Siete meses.
– Bueno, sólo empieza a gatear -dijo el doctor Zajac-. Espere a que tenga seis o siete años. Cuando tenga ocho o nueve leerá esos cuentos por sí mismo, pero dos o tres años antes será lo bastante mayor para escucharle atentamente cuando se los lea.
– Seis o siete -repitió Patrick. ¿Cómo podía esperar tanto tiempo para establecer una relación con el pequeño Otto?
Después de cerrar el consultorio, Zajac tomó el ascensor con Patrick hasta la planta baja. Se ofreció para llevarle en su coche al hotel Charles, pues estaba en la dirección de su casa, y Wallingford aceptó encantado. Zajac encendió la radio, y fue entonces cuando el famoso reportero televisivo, que no escuchaba la radio los fines de semana, se enteró de que había desaparecido la avioneta.
Por entonces todo el mundo sabía, excepto Wallingford, que John F. Kennedy hijo, junto con su esposa y su cuñada, se habían perdido en el mar y probablemente estaban muertos. El joven Kennedy, relativamente inexperto como piloto, iba a los mandos. Mencionaron la niebla que cubría Martha's Vineyard la noche anterior. Se encontraron las etiquetas de los equipajes, y luego restos del mismo aparato.
– Creo que sería mejor que hallaran los cadáveres -observó Zajac-. Quiero decir que habría demasiadas especulaciones si jamás aparecieran.
Las especulaciones eran lo que Wallingford preveía, tanto si los cadáveres aparecían como si no. Por lo menos durarían una semana. La próxima semana casi coincidía con la que Patrick había elegido para sus vacaciones, y ahora se decía que ojalá la hubiera pedido. (Prefirió pedir una semana en otoño, preferiblemente cuando los Packers de Green Bay jugaran un partido en su campo.)
Cuando regresó al hotel Charles, Wallingford se sentía como un hombre condenado. Sabía cuál iba a ser el contenido de las noticias durante los próximos siete días. Eso era lo más odioso de su profesión, y él tendría que participar en todo aquello.
El canal del duelo, le había dicho aquella mujer cuando desayunaba, pero el estímulo premeditado del dolor público no era precisamente exclusivo de la cadena especializada en noticias para la que Wallingford trabajaba. La muerte, la repetición continua de noticias macabras, había llegado a ser tan corriente en televisión como las noticias del mal tiempo. La muerte y el mal tiempo eran lo que mejor se les daba a los informadores de la televisión.
Tanto si aparecían los cuerpos como si no, o al margen del tiempo que tardaran en hallarlos (con o sin lo que innumerables periodistas llamarían «cierre»), no habría tal cierre. No lo habría hasta que se hubiera rememorado hasta la saciedad y en todos sus detalles el papel de los Kennedy en la historia reciente. Tampoco la invasión de la intimidad de la familia Kennedy era el aspecto más repugnante del asunto. Desde el punto de vista de Patrick el principal de los males era que no se trataba de noticias, sino de un melodrama reciclado.
La habitación de Patrick en el hotel Charles estaba silenciosa y fría como una cripta. Se tendió en la cama, tratando de prever lo peor antes de encender el televisor. Pero se olvidaba de la hermana mayor de Kennedy hijo, Caroline. Patrick siempre la había admirado por la discreción con que se presentaba ante la prensa. La casa de verano que Wallingford había alquilado en Bridgehampton estaba cerca de Sagaponak, donde Caroline Kennedy Schlossberg pasaba el verano con su marido y sus hijos. Tenía una belleza sencilla pero elegante; aunque los medios de comunicación iban a someterla a un intenso seguimiento, Patrick creía que se las arreglaría para mantener su dignidad intacta.
En su habitación del Charles, Wallingford se sentía demasiado asqueado para encender el televisor. Si regresaba a Nueva York, no sólo tendría que responder a los mensajes del con testador automático, sino que el teléfono no dejaría de sonar. Si se quedaba en su habitación del Charles, acabaría por ver la televisión, aun cuando ya supiera lo que vería: a sus colegas periodistas, nuestros árbitros morales nombrados por sí mismos, con un aspecto de lo más serio y hablando de tal manera que su sinceridad parecería inequívoca.
Ya debían de haber aterrizado en Hyannisport. Habría un seto, esa siempre predecible barrera de ligustro en el fondo del marco. Detrás del seto, sólo las ventanas del piso superior de la casa brillantemente iluminada serían visibles. (Las ventanas de las buhardillas tendrían las cortinas corridas.) No obstante, de alguna manera el periodista, de pie en primer plano de la toma, se las ingeniaría para dar la impresión de que le habían invitado.
Naturalmente, habría un análisis de la desaparición de la avioneta en la pantalla del radar, y algún comentario serio sobre el presunto error del piloto. Muchos de los colegas de Patrick no perderían la oportunidad de condenar el discernimiento de John Kennedy hijo; incluso se pondría en tela de juicio el discernimiento de todos los Kennedy. Con toda seguridad se plantearía la cuestión del «desasosiego genético» entre los varones de la familia. Y mucho más tarde, por ejemplo, a fines de la semana siguiente, algunos de esos mismos periodistas declararían que la cobertura del suceso había sido excesiva, y entonces pedirían que se pusiera fin a la información. Siempre actuaban del mismo modo.
Wallingford deseó saber cuánto tiempo pasaría antes de que algún miembro de la sala de redacción neoyorquina le preguntara a Mary dónde estaba. ¿O acaso la misma Mary intentaría comunicarse con él? Sabía que había ido a visitar al cirujano que le operó. En la época de la intervención, el nombre de Zajac salió en las noticias. Mientras yacía inmóvil en aquella fría habitación, a Patrick le pareció extraño que alguien de la cadena no le hubiera llamado ya al hotel. Tal vez Mary también estaba ausente.
Obedeciendo a un impulso, Wallingford descolgó el auricular y marcó el número de su casa de verano en Bridgehampton. Una mujer que, a juzgar por su tono, parecía histérica, se puso al aparato. Era Crystal Pitney. Éste era su apellido de casada, pero Patrick no recordaba cuál era su apellido cuando se acostaba con ella. Recordaba, eso sí, que había algo raro en su manera de hacer el amor, pero no sabía con precisión qué era.
– ¡Patrick Wallingford no está aquí! -gritó Crystal, en vez de responder con el saludo habitual-. ¡Aquí nadie sabe dónde está!
Patrick oyó el ruido de fondo de la televisión. El sonido monótono, familiar, a medias serio, estaba puntuado por ocasionales arranques de las mujeres.
– ¿Diga? -respondió Crystal Pitney. Wallingford guardó silencio-. ¿Quién es usted, un tío raro? ¡Es uno de esos que sólo respiran! -anunció la enfurecida señora Pitney a las demás mujeres.
Entonces Wallingford recordó su peculiaridad. Antes de acostarse juntos por primera vez, Crystal le advirtió de antemano que tenía una extraña anomalía respiratoria. Cuando se quedaba sin aliento y no le llegaba suficiente oxígeno al cerebro, empezaba a tener visiones y, en general, se volvía un poco loca. Esto último era un eufemismo. Crystal se quedó enseguida sin aliento, y antes de que Wallingford supiera lo que ocurría, la mujer le mordió la nariz y le quemó la espalda con la lámpara que estaba sobre la mesilla de noche.
Patrick no había visto nunca al señor Pitney, el marido de Crystal, pero admiraba la fortaleza de aquel hombre. (Según el criterio de las mujeres de la sala de redacción, el matrimonio de los Pitney había durado largo tiempo.)
– ¡Pervertido! -gritó Crystal-. ¡Si le viera le arrancaría la cara a mordiscos!
Patrick no dudaba de la seriedad de esta amenaza, y colgó el aparato antes de que Crystal se quedara sin aliento. Entonces se puso el bañador y un albornoz y fue a la piscina, donde nadie podría llamarle por teléfono.
En la piscina sólo había otra persona, una mujer que nadaba de un extremo a otro. Llevaba un gorro de baño negro, que daba a su cabeza el aspecto de la de una foca, y agitaba el agua con recias brazadas y un movimiento aleteante de los pies. Patrick pensó que tenía la fuerza inconsciente de un juguete de cuerda. No iba a relajarse si compartía la piscina con ella, por lo que se retiró a la bañera de agua caliente, donde estaría a solas. No puso en marcha los chorros que producían remolinos, pues prefería que el agua estuviera quieta. Poco a poco se acostumbró al calor, pero apenas había encontrado una posición cómoda, a medio camino entre sentarse y flotar, cuando la mujer salió de la piscina, conectó el cronómetro de los chorros y se sumergió en la burbujeante bañera donde estaba Patrick.
La mujer había rebasado la vertiente joven de la edad madura y empezado a descender por el otro lado. Wallingford examinó con rapidez aquel cuerpo nada atractivo y desvió cortésmente la mirada.
La falta de vanidad de la mujer era cautivadora. Estaba erguida en el agua agitada, de modo que los hombros y el torso sobresalían de la superficie. Se quitó el gorro de baño y sacudió la cabellera aplastada. Fue entonces cuando Patrick la reconoció. Era la mujer que aquella mañana, en el comedor, le había dicho que se alimentaba de carroña, la que le había seguido, con los ojos encendidos de rabia y la respiración perceptible, hasta el ascensor. No pudo ocultar su sobresalto al reconocerle, que fue simultáneo al de Wallingford. Ella fue la primera en hablar.
– Qué situación más violenta.
Hablaba en un tono distinto, más suave que el de la mañana, cuando le atacó en el comedor.
– No quiero provocar su hostilidad -le dijo Patrick-. Iré a la piscina. De todos modos, prefiero la piscina que esta bañera. Apoyó la mano derecha en el saliente bajo el agua y se impulsó para incorporarse. El muñón del antebrazo izquierdo emergió del agua como una herida en carne viva y goteante. Era como si alguna criatura subacuática le hubiese devorado la mano. El agua caliente había vuelto el tejido cicatricial de un color rojo como la sangre.
La mujer se levantó al mismo tiempo. El bañador mojado no realzaba su figura: tenía los pechos caídos y el vientre, que había parecido casi liso, sobresalía como una pequeña bolsa.
– Quédese un momento, por favor -le pidió ella-. Quiero darle una explicación.
– No tiene necesidad de disculparse -replicó Patrick-. En general, estoy de acuerdo con usted, pero no comprendía el contexto. No he venido a Boston debido a la desaparición de la avioneta de John Kennedy hijo. Ni siquiera estaba enterado de lo ocurrido cuando usted se dirigió a mí. He venido a ver a mi médico, para que me examinara la mano.
Alzó instintivamente el muñón, al que aún se refería como si fuese una mano. Se apresuró a bajarlo, de modo que quedó a su costado, en el agua caliente, porque vio que, sin darse cuenta, había señalado con la mano ausente los senos caídos de la mujer. Ella le rodeó el antebrazo izquierdo con ambas manos y tiró de él para que se sumergiera en el agua agitada con ella. Se sentaron en el escalón subacuático, y las manos de la mujer le sujetaron dos o tres centímetros por encima del borde de la amputación. Sólo el felino le había retenido con más firmeza. Volvió a tener la sensación de que las puntas de los dedos anular e índice izquierdos estaban tocando un bajo vientre femenino, aunque tales dedos no existían.
– Escúcheme, por favor -dijo la mujer, y puso el brazo mutilado en su regazo.
Patrick notó el cosquilleo en el extremo de su antebrazo cuando el muñón rozó el vientre un poco abultado de la mujer. El codo izquierdo descansaba sobre el muslo derecho de ella.
– De acuerdo -le dijo Wallingford, en lugar de agarrarla por la nuca con la mano derecha y hundirle la cabeza. Desde luego, aparte de medio ahogarla en la bañera de agua caliente, ¿qué más podría haber hecho?
– Me casé dos veces, la primera cuando era muy joven -le contó la mujer. Sus ojos brillantes retenían la atención de Wallingford con tanta firmeza como ella le retenía el brazo-. Los perdí a los dos… el primero se divorció de mí y el segundo murió. Los amé tanto al uno como al otro.
Wallingford se alarmó. ¿Acaso cada mujer de cierta edad tenía una versión de la historia de Evelyn Arbuthnot?
– Lo siento -le dijo, pero la manera en que ella le apretaba el brazo indicaba que no quería que la interrumpiera. -Tengo dos hijas de mi primer matrimonio -siguió diciendo la mujer-. Durante su infancia y adolescencia, me preocupaban tanto que no podía dormir. Estaba segura de que algo terrible iba a sucederles, que las perdería, a las dos o a una de ellas. Siempre tenía miedo.
Este relato parecía verdadero, claro que Wallingford no podía evitar que el comienzo de cualquier relato le pareciera verdadero.
– Pero sobrevivieron -dijo la mujer, como si no les sucediera así a la mayoría de los niños-. Ahora las dos están casadas y tienen hijos propios. Tengo cuatro nietos, tres chicas y un chico. Sufro porque no los veo más a menudo, pero cuando los veo temo por ellos. Empiezo a preocuparme de nuevo y no puedo dormir.
Patrick notaba las punzadas de falso dolor que irradiaban del lugar donde estuvo su mano izquierda, pero la mujer no le asía con tanta fuerza y él experimentaba un alivio que no quería analizar al tener el brazo apretado de aquella manera en el regazo de la mujer, mientras presionaba con el muñón la hinchazón del abdomen.
– Estoy embarazada -le dijo la mujer; el antebrazo de Patrick no reaccionó-. ¡Tengo cincuenta y un años! ¡No debería estar encinta! He venido a Boston para abortar, por recomendación de mi médico, pero esta mañana he llamado a la clínica desde el hotel y les he mentido, les he dicho que se me ha averiado el coche y que debía cambiar la fecha de la cita. Me verán el próximo sábado, dentro de una semana. Así tengo más tiempo para pensar en ello.
– ¿Ha hablado con sus hijas? -le preguntó Wallingford. Ella volvía a asirle el brazo con la fuerza de una leona.
– Intentarían convencerme de que tuviera el niño -respondió la mujer, con renovada vehemencia-. Se ofrecerían para criar al niño con los suyos, pero seguiría siendo mío. No podría dejar de quererlo, no podría mantenerme al margen. Sin embargo, no soporto el temor. La mortalidad infantil… es más de lo que puedo aguantar.
– Usted debe elegir -le recordó Patrick-. Estoy seguro de que cualquier decisión que adopte será la correcta.
La mujer no parecía tan segura.
Wallingford se preguntó quién sería el padre. Tal vez el temblor del brazo izquierdo transmitió este pensamiento; lo cierto es que la mujer percibió o interpretó lo que él pensaba.
– El padre no lo sabe -dijo ella-. Ya no nos vemos. Sólo era un colega.
Patrick nunca había oído la palabra «colega» pronunciada de una manera tan despectiva.
– No quiero que mis hijas sepan que estoy embarazada porque deseo ocultarles que tengo relaciones sexuales -le confesó la mujer-. Ése es también el motivo por el que no puedo decidirme. No creo que una haya de abortar simplemente porque intenta mantener en secreto su vida sexual. No es suficiente razón.
– ¿Quién ha de decir lo que es «suficiente razón» cuando se trata de su razón personal? Usted debe elegir -repitió Wallingford-. Nadie puede ni debe tomar esa decisión por usted.
– La verdad es que eso no es demasiado consolador -le dijo la mujer-. Estaba decidida a abortar hasta que le vi a usted en el comedor. No entiendo qué es lo que su presencia me ha provocado.
Wallingford había sabido desde el principio que todo aquello acabaría por ser culpa suya. Hizo el esfuerzo más discreto posible por retirar el brazo que le asía la mujer, pero ella no iba a soltarle con tanta facilidad.
– No sé qué me pasó cuando hablé con usted -siguió diciendo la mujer-. ¡No me había dirigido de esa manera a nadie en toda mi vida! No debería culparle personalmente de lo que hacen los medios de comunicación, o lo que yo creo que hacen. Me había afectado mucho la noticia de lo ocurrido a John Kennedy hijo, y estaba aún más trastornada por mi primera reacción. ¿Sabe qué pensé al enterarme de que la avioneta se había perdido?
– No. -Patrick sacudió la cabeza; el agua caliente le perlaba la frente de sudor, y veía las gotículas sobre el labio superior de la mujer.
– Me alegré de que su madre hubiera muerto, pues así no tendría que vivir esa tragedia. Lo sentí por él, pero me alegré de que ella estuviera muerta. ¿No es eso horrible?
– Es perfectamente comprensible -replicó Wallingford-. Usted es madre…
Su impulso de darle unas palmaditas en la rodilla bajo el agua fue sincero, es decir, impulsivo sin el menor contenido sexual. Pero como el impulso se transmitió a lo largo del brazo izquierdo, al final no hubo mano con la que tocarle la rodilla. Sin querer, apartó bruscamente el muñón, en el que volvía a notar el movimiento de los insectos invisibles.
El gesto incontrolable de Wallingford no arredró a la madre y abuela preñada, que volvió a tomarle calmosamente el brazo. Una vez más Patrick depositó de buena gana el muñón sobre el regazo de la mujer, un gesto que a él mismo le sorprendió, y ella le tomó el antebrazo sin ningún reproche, como si sólo hubiera perdido momentáneamente algo que atesoraba.
– Le pido disculpas por atacarle en público -le dijo sinceramente-. Ha sido una impertinencia, algo que sólo he podido hacer porque estoy fuera de mí. -Le aferró el antebrazo con tanta fuerza que Wallingford notó un dolor imposible en el inexistente pulgar izquierdo, y se contorsionó-. ¡Dios mío! ¡Le he hecho daño! -exclamó la mujer, soltándole el brazo-. ¡Y ni siquiera le he preguntado qué le ha dicho el médico!
– Estoy bien -replicó Patrick-. Son los nervios regenerados cuando me hicieron el trasplante y que se están portando mal. El médico cree que el problema radica en mi vida amorosa, o quizás en el estrés.
– Su vida amorosa -dijo la mujer en un tono neutro, como si no le interesara hablar del asunto. Tampoco Wallingford quería abordarlo-. Pero ¿por qué sigue usted aquí? -le preguntó de repente.
Patrick pensó que se refería a la bañera de agua caliente, y estuvo a punto de decirle que estaba allí porque ella le retenía. Entonces comprendió que le preguntaba por qué no había regresado a Nueva York. Y si no era Nueva York, ¿no debería estar en Hyannisport o en Martha's Vineyard?
Wallingford temía decirle que retrasaba la vuelta inevitable a su discutible profesión («discutible» dado el espectáculo en torno a los Kennedy, al que él no tardaría en contribuir). Sin embargo, y aunque a regañadientes, lo admitió así y, además, le dijo que se proponía ir caminando a Harvard Square para recoger un par de libros que su médico le había recomendado. Había pensado pasar el resto del fin de semana leyéndolos.
– Pero temía que en Harvard Square alguien me reconociera y me abordara más o menos como usted lo ha hecho esta mañana… me lo habría merecido -añadió.
– ¡Dios mío! -exclamó la mujer-. Dígame qué libros son y yo se los traeré. A mí nadie me reconoce.
– Es usted muy amable, pero…
– ¡Déjeme que le traiga los libros, por favor! ¡Así me sentiré mejor!
Se echó a reír nerviosamente, al tiempo que se echaba atrás el cabello mojado. No sin cierta timidez, Wallingford le dijo los títulos.
– ¿El médico se los ha recomendado? ¿Tiene usted hijos?
– Hay un niño que es como un hijo para mí, o quiero que lo sea más -le explicó Patrick-. Pero aún es demasiado pequeño para que pueda leerle Stuart Little o La telaraña de Charlotte. Sólo los quiero para imaginarme leyéndoselos dentro de unos pocos años.
– Le he leído La telaraña de Charlotte a mi nieto hace unas pocas semanas -le dijo la mujer-. Y lloré de nuevo… lloro cada vez que leo ese cuento.
– No recuerdo muy bien la historia, pero mi madre también lloraba -admitió Wallingford.
– Me llamo Sarah Williams.
El percibió una curiosa vacilación en la voz de la mujer cuando le dijo su nombre y le tendió la mano.
Patrick se la estrechó, y las manos de ambos tocaron la espuma burbujeante de la bañera. En aquel momento los chorros que creaban el remolino cesaron y el agua quedó al instante clara e inmóvil. Fue un poco sorprendente y un augurio evidente, lo cual le provocó a Sarah Williams otro acceso de risa nerviosa. La mujer se irguió y salió de la bañera.
Wallingford admiró esa manera que tienen las mujeres de salir del agua con el bañador mojado, cuando un dedo tira automáticamente hacia abajo del borde posterior de la prenda.
En pie, su pequeño vientre volvía a parecer casi liso, tan escasa era la hinchazón. Por el recuerdo que tenía del embarazo de la señora Clausen, Wallingford supuso que Sarah Williams estaba embarazada de dos meses, tres a lo sumo. Si ella no le hubiera dicho que estaba encinta, él no lo habría adivinado jamás. Y tal vez siempre tenía aquel abolsamiento, incluso cuando no estaba embarazada.
– Le llevaré los libros a su habitación -le dijo Sarah mientras se envolvía en una toalla-. ¿Qué número tiene?
El se lo dio, agradecido por la ocasión de prolongar su estancia allí, pero mientras aguardaba que ella le trajera los libros, debería decidir si regresaba a Nueva York aquella noche o esperaba al domingo por la mañana.
Tal vez Mary aún no habría dado con él, y eso proporcionaría a Patrick algo más de tiempo. Incluso podría descubrir que tenía la fuerza de voluntad suficiente para retrasar el momento de encender el televisor, al menos hasta que Sarah Williams llegara a su habitación. Tal vez aquella mujer miraría las noticias con él; ambos parecían convenir en que la cobertura sería insoportable. Siempre es mejor no mirar a solas un mal noticiario… y no digamos una Super Bowl.
Sin embargo, tan pronto como estuvo de regreso en la habitación, fue incapaz de seguir resistiendo. Se quitó el bañador mojado pero no el albornoz, y, mientras reparaba en el destello de la luz de los mensajes en el teléfono, sacó el mando a distancia del cajón donde lo había escondido y encendió el televisor.
Examinó un canal tras otro hasta dar con la cadena especializada en noticias, donde vio cumplido lo que podría haber predicho (John E Kennedy hijo, conexión con Tribeca). Allí estaban las puertas metálicas de la buhardilla que John hijo compró en el número 20 de North More. La residencia de los Kennedy, que estaba al otro lado de la calle, delante de un viejo almacén, ya se había convertido en un santuario. Los vecinos de Kennedy hijo (y probablemente personas totalmente ajenas al lugar que pasaban por vecinos) habían depositado velas y flores, y, perversamente, también habían dejado unas postales que parecían las que se usan para desearle a un enfermo que se restablezca. Si bien Patrick consideraba terrible que la joven pareja y la hermana de la señora Kennedy hubieran muerto, como era lo más probable, detestaba a aquella gente que se revolcaba en un dolor imaginario allá en Tribeca. Ellos eran los que hacían posible lo peor de la televisión.
Pero por mucho que Wallingford detestara el noticiario, también lo comprendía. Los medios de comunicación sólo podían adoptar dos posturas ante las celebridades: adorarlas o despellejarlas. Y puesto que el duelo era la forma suprema de adoración, era comprensible que la muerte de las celebridades fuese muy apreciada. Además, su fallecimiento permitía a los medios de comunicación adorarlas y despellejarlas al mismo tiempo. La situación era inmejorable.
Wallingford apagó el televisor y guardó el mando a distancia en el cajón. Pronto él mismo estaría en la pantalla como parte del espectáculo. Se sintió aliviado cuando llamó para preguntar por el mensaje telefónico: le habían llamado desde recepción para saber cuándo iba a marcharse.
Les dijo que lo haría por la mañana, y entonces se tendió en la cama de la habitación medio a oscuras. (No había corrido las cortinas al levantarse y el servicio no había tocado la habitación porque Patrick había dejado en la puerta el letrero de NO MOLESTAR.) Esperó echado a Sarah Williams, una compañera de viaje, y los maravillosos libros para niños y adultos cansados del mundo escritos por E.B. White.
Wallingford era un presentador de noticias oculto. Se ponía ex profeso fuera de alcance en el mismo momento en que emitían la noticia de la desaparición de Kennedy. ¿Qué haría la dirección con un periodista que no ansiaba informar de lo ocurrido? En realidad, Wallingford se desentendía de ello… ¡era un periodista que postergaba su trabajo! (Ninguna cadena de televisión sensata habría vacilado en despedirle.)
Pero ¿qué más postergaba Patrick Wallingford? ¿No se ocultaba también de lo que Evelyn Arbuthnot había llamado despectivamente su vida?
¿Cuándo acabaría por entenderlo? El destino no es imaginable, excepto en los sueños o en el caso de los enamorados. Cuando conoció a la señora Clausen, Patrick nunca podría haber imaginado el futuro con ella, y cuando se enamoró, no podía imaginarlo sin ella.
Wallingford no quería tener relaciones sexuales con Sarah Williams, aunque le tocaba tiernamente los pechos caídos con su única mano, y ella tampoco quería hacer el amor con él. Es cierto que deseó prodigarle cuidados maternales, posiblemente porque sus hijas vivían muy lejos y tenían hijos propios. Pero es más que probable que Sarah Williams comprendiera la necesidad que Patrick Wallingford tenía de una madre y, además de sentirse culpable por haberle insultado en público, el escaso tiempo que pasaba con sus nietos aumentaba su sentimiento de culpa.
Otro problema era el embarazo de Sarah y su convencimiento de que no podría soportar de nuevo el temor a la muerte de uno de sus hijos, y tampoco quería que sus hijas adultas supieran que aún tenía relaciones sexuales.
Le dijo a Wallingford que era profesora adjunta de lengua y literatura inglesas en la Universidad Smith Desde luego, tenía todo el aire de una profesora de lengua cuando leyó a Patrick, con voz clara y animada, algunos fragmentos de Stuart Little y luego de La telaraña de Charlotte, «porque ése es el orden en que se escribieron». Sarah yacía sobre el lado izquierdo con la cabeza en la almohada de Patrick. La luz sobre la mesilla de noche era la única encendida en la penumbrosa habitación. Aunque era mediodía, las cortinas estaban corridas.
La profesora Williams leyó Stuart Little hasta pasada la hora de comer. No tenían apetito. Wallingford yacía desnudo a su lado, el pecho pegado a la espalda de la mujer, tocándole las nalgas con los muslos mientras con la mano derecha le tomaba un seno y luego el otro. Entre los dos estaba, apretado, el muñón del antebrazo izquierdo de Patrick. Él lo notaba sobre el vientre desnudo y ella en la rabadilla.
Wallingford pensó que el final de Stuart Little podía ser más gratificante para los adultos que para los niños, quienes esperan mucho más del final de un relato. Sarah le dijo que, con todo, era «un final juvenil, que manifiesta el optimismo de los adultos jóvenes».
Sí, se expresaba como una profesora de lengua y literatura. Patrick habría dicho que el final de Stuart Little es una especie de segundo comienzo. Uno tiene la sensación de que a Stuart le aguarda otra aventura con cada nuevo viaje.
– Es un libro para chicos -le dijo Sarah.
Patrick supuso que también a los ratones podría gustarles. Ninguno de los dos deseaba hacer el amor, pero lo habrían hecho si uno de ellos lo hubiera deseado. Como si fuese un niño pequeño, Wallingford prefería que ella le leyera, y por el momento Sarah Williams se sentía más maternal que interesada por el sexo. Además, ¿cuántos adultos desnudos, desconocidos y en una habitación de hotel con las cortinas corridas en pleno día leían en voz alta a E. B. White? Incluso Wallingford habría admitido que le gustaba la peculiaridad de la situación. Sin duda era más peculiar que hacer el amor.
– No te detengas, por favor -le dijo Wallingford a la señora Williams, como podría habérselo dicho a una mujer que estuviera montada sobre él-. Sigue leyendo. Si empiezas La telaraña de Charlotte yo lo terminaré, te leeré el final.
Sarah se había movido un poco en la cama, y ahora el pene de Patrick le rozaba la parte posterior de los muslos, mientras que el muñón le tocaba las nalgas. Es posible que Sarah se preguntase cuál era uno y cuál el otro, a pesar del distinto tamaño, pero ese pensamiento los habría conducido a una experiencia mucho más ordinaria.
Cuando Mary le llamó por teléfono, interrumpió la escena de La telaraña de Charlotte en la que la araña, Charlotte, prepara al cerdo Wilbur para que encaje su muerte inminente.
«¿Qué es la vida, al fin y al cabo? -pregunta Charlotte-. Nacemos, vivimos un poco, morimos. Es inevitable que la vida de una araña sea más bien un asco, con tanto atrapar y comer moscas.»
En aquel momento sonó el teléfono, y Wallingford asió con más fuerza uno de los senos de Sarah. Ésta, irritada por la llamada, descolgó el auricular y preguntó con aspereza:
– ¿Quién es?
– ¿Y usted quién es? -replicó Mary, alzando la voz para que Patrick la oyera.
Él soltó un bufido.
– Dile que eres mi madre -susurró Wallingford al oído de Sarah. (Por un momento se avergonzó al recordar que la última vez que había usado ese recurso su madre aún vivía.)
– Soy la madre de Patrick Wallingford, querida -dijo Sarah-. ¿Y tú quién eres?
La familiar expresión «querida» hizo que Wallingford pensara de nuevo en Evelyn Arbuthnot.
Mary colgó. La señora Williams siguió leyendo el penúltimo capítulo de La telaraña de Charlotte, que termina así: «Nadie estaba con ella cuando murió».
Sin contener los sollozos, Sarah entregó el libro a Patrick. Él le había prometido leerle el último capítulo, sobre el cerdo Wilbur: «Y así Wilbur volvió a casa, a su querido montón de estiércol…», y lo leyó sin emoción, como si fuese el noticiario. (Era mejor que el noticiario, pero ésa es otra historia.) Cuando Patrick terminó de leer, dormitaron hasta que en el exterior estuvo oscuro; sólo despierto a medias, Wallingford apagó la luz de la mesilla de noche y la oscuridad también invadió la habitación. Permaneció tendido e inmóvil. Sarah Williams le abrazaba, y sus senos le presionaban los omóplatos. El firme pero suave abultamiento de su abdomen se ceñía a la curva de la parte inferior de su espalda, le rodeaba la cintura con un brazo y le asía el pene con algo más de fuerza de lo que sería cómodo, pero aun así él se quedó dormido.
Es probable que hubieran dormido durante toda la noche. Por otro lado, tal vez se habrían despertado poco antes del amanecer y habrían hecho el amor intensamente en la semipenumbra, quizá porque ambos sabían que no volverían a verse jamás. Pero poco importa lo que habrían hecho, porque sonó el teléfono de nuevo.
Esta vez respondió Wallingford. Sabía quién era; incluso dormido, había esperado la llamada. Le había contado a Mary los pormenores de la muerte de su madre, y le sorprendió que ella hubiera tardado tanto tiempo en recordarlo.
– Está muerta. ¡Tu madre está muerta! ¡Tú mismo me lo dijiste! ¡Murió cuando ibas a la universidad!
– Eso es cierto, Mary.
– ¡Estás enamorado de otra! -exclamó Mary, sollozando. Naturalmente, Sarah la oyó.
– Eso también es cierto -respondió él. No veía ninguna razón para explicarle que no era de Sarah Williams de quien estaba enamorado. Mary llevaba demasiado tiempo incordiándole.
– Es la misma joven de antes, ¿verdad? -le preguntó Sarah. El sonido de su voz, tanto si la había entendido como si no, bastó para que Mary estallara de nuevo.
– ¡Parece lo bastante mayor para ser tu madre! -gritó Mary.
– Mary, por favor…
– Ese gilipollas de Fred te está buscando, Pat. ¡Todo el mundo te busca! ¡No puedes irte un fin de semana sin dejar un número de teléfono! ¡Tienes que estar localizable! ¿Es que estás buscando que te despidan?
Ésa fue la primera vez que Wallingford pensó en la posibilidad de intentar que lo despidieran. En la habitación del hotel a oscuras, la idea brillaba tanto como el despertador digital sobre la mesilla de noche.
– Sabes lo que ha ocurrido, ¿no? -le preguntó Mary-. ¿O has estado follando tanto que ni te has enterado de la noticia?
– No he estado follando.
Patrick sabía que decir eso era una provocación. Al fin y al cabo, Mary era periodista. Llegar a la conclusión de que Wallingford se había pasado el fin de semana haciendo el amor con una mujer en una habitación de hotel era bastante fácil. Como la mayoría de los periodistas, Mary había aprendido a extraer sus fáciles conclusiones con rapidez.
– No esperarás que me lo crea, ¿verdad? -inquirió ella.
– Empieza a tenerme sin cuidado que me creas o no, Mary.
– Ese gilipollas de Fred…
– Por favor, dile que mañana estaré de vuelta.
– Estás intentando que te despidan, ¿no es cierto? -replicó Mary, y otra vez fue la primera en colgar.
Por segunda vez, Wallingford acarició la idea de hacer lo posible para conseguir el despido. No sabía por qué esa idea brillaba tanto en la oscuridad.
– No me habías dicho que estuvieras casado le dijo Sarah Williams.
La mujer ya no estaba en la cama. Él la oía, pero sólo la veía vagamente, mientras se vestía en la habitación a oscuras.
– No, no estoy casado.
– Supongo que es una novia especialmente posesiva.
– No, no es mi novia. Nunca hemos hecho el amor. No tenemos esa clase de relación.
– No esperarás que me lo crea -dijo Sarah. (Los periodistas no son los únicos que extraen rápidamente sus fáciles conclusiones.)
– Me ha gustado de veras estar contigo -le dijo Patrick, procurando cambiar de tema. También él era sincero. Pero la oyó suspirar; incluso a oscuras se daba cuenta de que ella dudaba de su sinceridad.
– Si decido abortar, quizá serías tan amable de acompañarme -aventuró Sarah Williams-. Si quisieras, tendrías que volver aquí dentro de una semana.
Tal vez quería darle más tiempo para que pensara en ello, pero Wallingford pensaba en la probabilidad de que lo reconocieran: EL HOMBRE DEL LEÓN ACOMPAÑA A UNA MUJER SIN IDENTIFICAR A UNA CLÍNICA DE ABORTOS, o un titular parecido.
– Se me hace muy cuesta arriba estar sola en esos momentos, pero supongo que no es como fijar una cita para pasarlo bien -siguió diciéndole Sarah.
– Pues claro que te acompañaré -replicó Patrick, pero ella reparó en su titubeo-. Si lo deseas, iré contigo. -Él mismo se dio cuenta de lo insincero que parecía. ¡Naturalmente que lo deseaba! Era ella quien se lo había pedido-. Sí, de acuerdo, iré contigo -dijo Patrick, empeorando más las cosas.
– No te preocupes -replicó Sarah-. Ni siquiera me conoces.
– Quiero ir contigo -le mintió Patrick, pero ella ya había zanjado el asunto.
– No me dijiste que estabas enamorado de alguien le acusó Sarah.
– No importa, ella no me quiere.
Wallingford sabía que Sarah Williams tampoco se creería eso. Ella había terminado de vestirse, y Patrick pensó que tanteaba en busca de la puerta. Encendió la luz de la mesilla de noche. Le cegó por un momento, pero pudo ver que Sarah desviaba la cara de la luz. Abandonó la habitación sin mirarle. Él apagó la luz y permaneció desnudo en la cama. La idea de intentar que le despidieran aún brillaba en la oscuridad.
Wallingford supo que a Sarah Williams le había afectado algo más que la llamada telefónica de Mary. A veces es más fácil confiar a un desconocido las cosas más íntimas, y el mismo Patrick lo había hecho. ¿Y no le había tratado Sarah con cariño maternal durante todo un día? Lo menos que podía hacer era acompañarla cuando le practicaran el aborto. ¿Qué importaba que alguien le reconociera? El aborto era legal, y él creía que debía serlo. Lamentó su vacilación anterior.
Así pues, cuando Wallingford llamó a recepción para pedir que le despertaran a una hora determinada, pidió también que le comunicaran con la habitación de Sarah, pues desconocía el número. Quería proponerle que tomaran juntos un bocado. Sin duda algún local de Harvard Square aún estaría abierto, sobre todo un sábado por la noche. Quería convencerla de que le permitiera acompañarla a la clínica, y le parecía que sería mejor intentar persuadirla durante la cena.
Pero en la recepción le informaron de que no había en el hotel ninguna clienta que se llamara Sarah Williams.
– Debe de haberse marchado hace un momento -dijo Patrick.
Se oyó el sonido de unos dedos sobre el teclado de un ordenador. Wallingford imaginó que, en el nuevo siglo, probablemente ése será el último sonido que todos oiremos antes de morir.
– Lo siento, señor-le dijo la recepcionista-. Aquí nunca se ha alojado una persona llamada Sarah Williams.
Wallingford no se sorprendió demasiado. Más tarde llamaría al departamento de lengua y literatura inglesas de la Universidad Smith, y tampoco se sorprendería al descubrir que allí no enseñaba nadie que respondiera al nombre de Sarah Williams. Era cierto que le había parecido una profesora adjunta de lengua inglesa cuando le habló de Stuart Little, y era posible que diera clases en Smith, pero no se llamaba Sarah Williams.
Quienquiera que fuese, era evidente que le había molestado la idea de que Patrick engañaba a otra mujer, o que había en su vida otra mujer y se sentía engañada. Era posible que ella engañara a alguien, o que la hubieran engañado. Lo del aborto parecía cierto, como su temor a la muerte de sus hijos y nietos. Patrick había percibido un solo titubeo en su voz, cuando le dijo su nombre.
Le irritaba haberse convertido en un hombre con quien cualquier mujer decente prefería mantener el anonimato. Hasta entonces jamás se había considerado un hombre así.
Cuando tenía ambas manos, Patrick había experimentado con el anonimato, en particular cuando estaba en compañía de la clase de mujer con la que cualquier hombre preferiría permanecer anónimo. Pero tras el episodio del león, no podía dejar de ser Patrick Wallingford, de la misma manera que no podía hacerse pasar por Paul O'Neill, por lo menos para cualquiera que tuviera sus facultades mentales intactas.
En vez de quedarse a solas con tales pensamientos, Patrick cometió el error de encender el televisor. Un comentarista político, cuya especialidad, a juicio de Wallingford, siempre había sido una comprensión a posteriori intelectualmente inflada, especulaba sobre lo que podría haber sido la vida de John F. Kennedy hijo, ahora trágicamente abreviada. El comentarista hacía con toda seriedad una afirmación absurda, la de que a John Kennedy hijo las cosas le habrían ido mejor en todos los sentidos si no hubiera hecho caso del consejo de su madre y se hubiese dedicado al cine. ¿No habría muerto el joven Kennedy en un accidente aéreo si hubiera sido actor?
Era cierto que la madre de John hijo no había querido que fuese actor, pero el atrevimiento del comentarista político era enorme. ¡La más notoria de sus especulaciones irresponsables era que el trayecto más suave e inalterable de John hijo hacia la presidencia pasaba por Los Ángeles! Para Patrick, la inanidad de semejante teoría, digna de Hollywood, era doble: primero, afirmar que el joven Kennedy debería haber seguido los pasos de Ronald Reagan y, segundo, asegurar que John Fitzgerald Kennedy hijo había querido ser presidente.
Patrick prefirió sus otros demonios, más personales, y apagó el televisor. Allí, en la oscuridad, la nueva idea de intentar que lo despidieran le saludaba con la familiaridad de una vieja amiga. Sin embargo, esa otra idea nueva, la de que era un hombre cuya compañía una mujer sólo aceptaría a condición del anonimato, le hacía estremecerse, y también provocaba una tercera idea nueva: ¿y si dejaba de oponer resistencia a Mary y se acostaba con ella? (Por lo menos Mary no insistiría en proteger su anonimato.)
Había, pues, tres nuevas ideas brillando en la oscuridad, que le apartaban de la soledad de una mujer de cincuenta y un años que no quería abortar pero a la que aterraba tener un hijo. Por supuesto, que aquella mujer abortase o dejara de abortar no era asunto de Patrick Wallingford, no era asunto de nadie salvo de ella misma.
Y a lo mejor ni siquiera estaba embarazada. Tal vez tan sólo tenía el abdomen un poco prominente. Quizá le gustaba pasar los fines de semana en un hotel con un desconocido, y todo aquello no era más que una actuación. Actuar era el punto fuerte de Patrick, lo hacía constantemente.
– Buenas noches, Doris. Buenas noches, mi pequeño Otto -susurró en la habitación a oscuras. Era lo que decía cuando quería estar seguro de que no estaba actuando.