Aunque la señora Clausen había escrito a Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados diciéndoles que era de la localidad wisconsiniana de Appleton, eso significaba tan sólo que había nacido allí. Cuando contrajo matrimonio con Otto Clausen, vivía en Green Bay, sede de los Packers, el célebre club de fútbol americano. Otto Clausen, hincha de aquel equipo, se ganaba la vida repartiendo cerveza en un camión que lucía en el parachoques una sola pegatina decorativa, la única que el conductor jamás permitiría, un letrero verde, el color de Green Bay, sobre un fondo dorado: ¡ORGULLOSO DE SER QUESERO! Y es que a los hinchas de los Packers se los conocía popularmente como «los queseros».
Otto y su mujer solían acudir a uno de esos bares deportivos, donde los parroquianos beben mientras contemplan el partido de la jornada en una gran pantalla de televisión, y eso era lo que se habían propuesto hacer la noche del domingo, 25 de enero de 1998, cuando tenía que disputarse la XXXII Super Bowl, con los Packers contra los Broncos de Denver, en San Diego. Pero la señora Clausen se había sentido indispuesta durante todo el día, con náuseas, y le dijo a su marido, como hacía a menudo, que confiaba en estar embarazada. No tuvo esa suerte, sin embargo, y la causa de sus molestias resultó ser una gripe. Enseguida le subió la temperatura y vomitó dos veces antes de que comenzara el partido. Tanto a ella como a su marido les decepcionó que no se tratara de las náuseas del embarazo. (Aun cuando hubiera estado encinta, había tenido la regla sólo dos semanas antes; demasiado pronto para ser náuseas del embarazo.)
Los estados de ánimo de la señora Clausen eran muy fáciles de interpretar, o por lo menos Otto creía que normalmente sabía en qué pensaba su mujer. Quería tener un hijo más que nada en el mundo. Su marido también lo deseaba, y ella no podía culparle en ese particular. Sufría por no tener hijos, y sabía que Otto compartía ese sufrimiento.
Con respecto a aquel caso concreto de gripe, Otto nunca la había visto tan enferma, y se ofreció voluntario para quedarse en casa y cuidar de ella. Los dos verían el partido en el televisor del dormitorio. Pero la señora Clausen se sentía tan mal que no estaba en condiciones de ver el partido, ella, que también era una quesera a todos los efectos. El hecho de haber sido hincha de los Packers durante toda su vida era uno de los vínculos principales entre ella y Otto. Incluso trabajaba para el equipo de Green Bay. Podrían haber conseguido entradas para el partido en San Diego, pero Otto detestaba viajar en avión.
Cuando Otto le dijo que se quedaría en casa, ella se sintió profundamente conmovida: su marido la quería tanto que estaba dispuesto a perderse el encuentro, que tan bien se veía en el bar deportivo. La mujer se negó en redondo a que él se quedara. Aunque sentía demasiadas náuseas para hablar, hizo acopio de fuerzas y expresó, en una frase completa, una de esas verdades a menudo repetidas en el mundo de los deportes y que dejan sin habla y del todo convencidos a los hinchas del fútbol americano (mientras que a quienes son indiferentes a ese deporte les parece una colosal estupidez).
– No hay ninguna garantía de que volvamos a participar en la Super Bowl -dijo la señora Clausen.
Otto se sintió conmovido como una criatura. Incluso en el lecho de enferma, su mujer quería que se divirtiera. Pero uno de sus dos coches estaba en el taller de reparación, como resultado de un encontronazo en el aparcamiento de un supermercado, y Otto no quería que su mujer se quedara en casa sola, enferma y sin un coche a mano por si surgía una emergencia.
– Iré en el camión -le dijo él.
El vehículo estaba descargado, y Otto conocía a todo el mundo en el bar deportivo. Le permitirían aparcar delante del almacén. El domingo de una Super Bowl no llegarían mercancías para almacenar.
– ¡Adelante, Packers -exclamó su mujer débilmente, sumiéndose ya en el sueño.
Con un gesto de callada ternura física que ella recordaría durante mucho tiempo, Otto dejó el mando a distancia del televisor a su lado y se aseguró de que el aparato tenía sintonizado el canal correcto.
Entonces partió hacia el local. La camioneta de reparto era más liviana que de ordinario, y él controlaba la velocidad mientras conducía el voluminoso vehículo por las calles casi desiertas en domingo. Desde los seis o siete años de edad Otto Clausen no se había perdido el saque inicial de un partido de los Packers, y no se perdería aquél. Sólo tenía treinta y nueve años, pero había visto las treinta y una Super Bowls anteriores, y vería la XXXII Super Bowl desde el saque inicial hasta el final.
La mayoría de los reporteros deportivos convienen en que la trigésimo segunda Super Bowl figura entre las mejores jamás jugadas, un partido reñido y excitante que ganaron los más humildes. Es de conocimiento general que a los norteamericanos les gustan los humildes, pero no así en Green Bay, localidad de Wisconsin, en el caso de la XXXII Super Bowl, cuando los advenedizos Broncos de Denver derrotaron a los Packers, dejando abatidos a los queseros.
Al final del cuarto periodo del encuentro, los hinchas de Green Bay estaban al borde del suicidio, aunque no necesariamente Otto, que se sentía abatido pero también más bebido de la cuenta. Al final del cuarto periodo se había dormido en el bar, durante un anuncio de cerveza, y cuando salió del sopor ya se había reanudado el juego. Durante el amodorramiento había tenido una edición no abreviada de su peor sueño recurrente, que parecía varias horas más largo que el anuncio.
En ese sueño se encontraba en una sala de partos, y un hombre que no era más que un par de ojos por encima de una mascarilla quirúrgica permanecía de pie en un rincón. Una tocóloga asistía al parto de su esposa, ayudada por una enfermera a la que él estaba seguro de no haber visto nunca. La doctora era la toco ginecóloga habitual de la señora Clausen. Ella y su marido habían ido a verla muchas veces.
Aunque Otto no había reconocido al hombre que estaba en el rincón la primera vez que tuvo el sueño, ahora sabía por anticipado quién era, y eso le hacía tener un presagio.
Cuando nacía el bebé, la alegría que revelaba el semblante de su esposa era tan abrumadora que Otto siempre lloraba en sueños. Era entonces cuando el otro hombre se quitaba la mascarilla. Se trataba de aquel reportero botarate de la televisión, el tipo del león, el hombre de los desastres. ¿Cómo coño se llamaba? En cualquier caso, la alegría que evidenciaba el semblante de su esposa iba dirigida a él, no a Otto. Era como si éste no se encontrara realmente en la sala de partos, o que sólo él supiera que estaba allí.
Lo malo del sueño era que el tipo del león tenía dos manos y sostenía con ellas al recién nacido. De repente, la mujer de Otto alzó un brazo y le acarició el dorso de la mano izquierda.
Entonces Otto se vio a sí mismo. Contemplaba su propio cuerpo, mirándose las manos. La izquierda había desaparecido… ¡su propia mano izquierda se había esfumado!
Fue entonces cuando se despertó, sollozando. Esta vez, en el bar deportivo de Green Bay, cuando sólo quedaban dos minutos para el final de la Super Bowl, otro hincha de los Packers malentendió su angustia y le dio unas palmadas en el hombro.
– Un partido malísimo -le dijo con aspereza, solidarizándose con él.
A pesar de lo bebido que estaba, Otto tuvo que hacer un esfuerzo coordinado para no volver a dormirse. No es que no quisiera perderse el final del partido, sino que no quería tener de nuevo aquel sueño, si podía evitarlo.
Naturalmente, sabía cuál era la procedencia del sueño, y ese origen le avergonzaba hasta tal punto que nunca le habló del asunto a su esposa.
Como camionero, Otto se consideraba un modelo para la juventud de Green Bay, pues jamás había sido un conductor borracho. Apenas bebía, y cuando lo hacía no tomaba nada más fuerte que cerveza. Por ello se sintió enseguida tan avergonzado de su embriaguez como del sueño y el resultado del partido.
– Estoy demasiado bebido para conducir -le confesó al barman, que era un hombre amable y un amigo de confianza.
El barman se decía que ojalá hubiera más borrachos como Otto Clausen, es decir, responsables.
Enseguida acordaron cuál sería la mejor manera de que Otto regresara a casa, que no consistía en aceptar que le llevara cualquiera de sus varios amigos cargados de alcohol y desalentados. Otto podría mover fácilmente el camión los cincuenta metros desde la entrada del almacén hasta el aparcamiento del bar, de modo que no fuese un obstáculo si se producían entregas de mercancías el domingo por la mañana. Puesto que el aparcamiento y la entrada del almacén eran adyacentes, Otto no tendría que cruzar ninguna acera ni calzada. Entonces el barman llamaría a un taxi para que lo llevara a casa.
– No, no, no… -musitó Otto.
No era necesario telefonear. Él tenía un móvil en la cabina, así que primero movería el camión y luego él mismo pediría un taxi y esperaría en el camión hasta que llegara. Además, quería llamar a su mujer, sólo para comprobar cómo se encontraba y lamentarse con ella por la trágica derrota del equipo de Green Bay. Y por si esto fuese poco, el aire fresco le reanimaría.
Es posible que estuviera menos seguro del efecto que tendría el aire fresco que del resto de su plan, pero Otto también deseaba librarse del programa televisivo acerca del partido. Ver a aquellos hinchas lunáticos de Denver en el frenesí de sus celebraciones sería repugnante, como lo serían las repeticiones de Terrell Davis atravesando la defensa de los Packers alineada detrás de los delanteros. Los Broncos habían hecho que la defensa de Green Bay pareciera tan blanda como… bueno, sí, como requesón.
Pensar en ver de nuevo aquellas jugadas de los de Denver le provocaba a Otto arcadas, o tal vez se le había contagiado la gripe de su mujer. No se había sentido tan mal desde que viera la mano de aquel periodista guaperas devorada por los leones. ¿Cómo se llamaba el pájaro?
La señora Clausen sí que conocía el nombre del infortunado reportero.
– Me pregunto cómo le irá a ese pobre Patrick Wallingford -le dijo cierta vez, sin que viniera a cuento, y Otto sacudió la cabeza y le entraron ganas de vomitar.
Tras una pausa respetuosa, su mujer añadió:
– Si supiera que iba a morirme, le daría mi mano a ese pobre hombre. ¿No lo harías tú también, Otto?
– No lo sé, ni siquiera le conozco -replicó él-. No es lo mismo que donar uno de tus órganos. No son más que órganos, nadie los ve. Pero la mano… en fin, es una parte tuya reconocible, ¿comprendes?
– Cuando estás muerto, estás muerto -dijo la señora Clausen.
Otto recordaba la demanda de paternidad contra Patrick Wallingford, pues había salido en la televisión y en todos los periódicos y revistas. El caso había fascinado a la señora Clausen, y cuando la prueba del ADN demostró que Patrick Wallingford no era el padre su decepción fue evidente.
– ¿A ti qué te importa quién sea el padre? -le preguntó Otto.
– Tenía todo el aspecto de serlo -respondió la señora Clausen-. Quiero decir que da la impresión de que debería serlo.
– Es muy bien parecido… ¿te refieres a eso? -le preguntó Otto.
– Parece como si estuviera esperando que le caiga encima una demanda de paternidad.
– ¿Es ése el motivo por el que quieres darle mi mano?
– No he dicho tal cosa, Otto. Lo único que he dicho es: «Cuando estás muerto, estás muerto».
– Eso ya lo he entendido -le dijo Otto-. Pero ¿por qué mi mano? ¿Por qué precisamente él?
Ahora bien, hay algo que el lector debería saber acerca de la señora Clausen, incluso antes de conocer su aspecto: cuando se lo proponía, había algo en el tono de su voz que podía provocar una erección a su marido. Y no necesitaba mucho tiempo para que eso ocurriera.
– ¿Por qué tu mano? -le preguntó ella, en ese tono de voz-. Pues… porque te quiero, y nunca querré a nadie más. No de la misma manera.
Estas palabras debilitaron a Otto hasta el extremo de que se sintió demasiado al borde de la extinción para poder hablar; toda la sangre del cerebro, el corazón y los pulmones se concentraba en la erección. Era algo que sucedía cada vez que ella le hablaba de aquella manera.
– ¿Por qué he pensado en ese hombre? -siguió diciéndole la señora Clausen, sabedora de que, a partir de aquel momento, tenía a Otto por completo en sus manos-. Porque… bueno, es evidente que necesita una mano. Eso está claro como el agua.
Otto necesitó todas sus fuerzas para responderle débilmente.
– Supongo que hay otras personas que han perdido las manos.
– Pero no las conocemos.
– Tampoco le conocemos a él.
– Está en la televisión, Otto. Todo el mundo le conoce. Además, parece un hombre simpático y agradable.
– ¡Has dicho que parece como si estuviera esperando que le cayera encima una demanda de paternidad!
– Eso no quiere decir que no sea simpático y agradable -replicó la señora Clausen.
– Ah.
Ese «ah» consumió el resto de su escasa energía. Otto sabía lo que venía a continuación. Una vez más, el tono de voz de su mujer le dejó inerme.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó ella-. ¿Quieres hacerme un hijo?
Otto apenas pudo mover la cabeza para asentir.
Pero el hijo seguía sin llegar. Cuando la señora Clausen escribió a Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados, incluyó una declaración mecanografiada y firmada por Otto.
Éste no protestó cuando ella le pidió que lo hiciera. Notó que la sangre no circulaba por sus dedos y tuvo la sensación de que contemplaba la mano de otro hombre trazando su firma. «¿Qué estás haciendo?», le preguntó también en esa ocasión.
Entonces comenzaron los sueños. Aquel desgraciado domingo de la Super Bowl, Otto no sólo estaba asombrosamente bebido, sino que también cargaba con el peso de unos celos inmotivados. Y mover el camión cincuenta metros no era tan sencillo como le había parecido. Sus torpes intentos de poner el vehículo en marcha le convencieron de ello; no sólo estaba demasiado bebido para conducir… incluso podría estar demasiado bebido para introducir la llave de contacto. Tardó un rato en lograrlo, como tardó el descongelador en fundir el hielo bajo la nieve del parabrisas. Sólo habían caído otros cinco centímetros de nieve desde el saque inicial del encuentro.
Es posible que Otto se despellejara los nudillos de la mano izquierda al quitar la nieve de los retrovisores laterales. (Esto es una suposición. Nunca sabremos cómo se despellejó los nudillos de esa mano, pero lo cierto es que los tenía despellejados.) Cuando giró lentamente e hizo marcha atrás para recorrer la corta distancia entre la entrada del almacén y el aparcamiento, la mayoría de los clientes del bar que habían visto allí la Super Bowl se habían ido a sus casas. Ni siquiera eran las nueve y media, pero sólo cuatro o cinco coches compartían el aparcamiento con Otto, que tenía la sensación de que sus propietarios habían hecho lo mismo que él estaba haciendo: llamar a un taxi para que los llevara a casa. Lamentablemente, los demás habían conducido bebidos.
Entonces Otto recordó que aún no había pedido el taxi por teléfono. Al principio el número que el barman le había anotado en un papel comunicaba. (Aquel domingo de la Super Bowl en Green Bay, ¿cuánta gente debía de haber pedido taxis para que los llevaran a casa?) Cuando por fin Otto logró ponerse en contacto con la agencia, el empleado le dijo que la espera sería como mínimo de media hora. «Quizá tres cuartos de hora.» El empleado era un hombre sincero.
¿Qué le importaba a Otto? La temperatura en el exterior era de casi cuatro grados bajo cero, suave dada la estación del año, y el descongelador había calentado parcialmente la cabina del camión. Aunque no tardaría en hacer frío, ¿qué eran cuatro grados bajo cero con una ligera nevada para un hombre que había engullido ocho o nueve cervezas en menos de cuatro horas?
Otto telefoneó a su mujer, y se dio cuenta de que la había despertado. Ella había visto el cuarto periodo del partido, y entonces, como se sentía deprimida y con náuseas, volvió a dormirse.
– Tampoco he podido ver el programa que hacen después del partido -admitió él.
– Pobre chiquitín mío -le dijo su esposa.
Eso era lo que se decían para consolarse mutuamente, pero en los últimos tiempos, dado el esfuerzo todavía baldío de la señora Clausen por quedar embarazada, habían pensado en decir algo cariñoso que no les recordase su fracaso. La frase era como una daga en el embriagado corazón de Otto.
– Ya verás como llega, cariño -le prometió Otto de improviso, porque el buen hombre, aunque borracho y abatido, era lo bastante sensible para saber que la principal aflicción de su esposa era tener la gripe cuando lo que quería era sentir las náuseas del embarazo. El insensato programa posterior al partido, incluso la desgarradora derrota de los Packers, no era lo que realmente le incomodaba.
Que la tocoginecóloga habitual de la señora Clausen hubiera aparecido en el sueño de Otto tenía perfecto sentido, pues no era sólo la médica a quien la señora Clausen consultaba con regularidad sobre sus dificultades para quedar embarazada, sino que también les había dicho que Otto debería someterse a una «revisión». (Se refería al recuento de espermatozoides, como Otto lo consideraba tácitamente.) Tanto la doctora como la señora Clausen sospechaban que el problema radicaba en Otto, pero su esposa le quería hasta tal punto que había temido averiguarlo. También Otto había compartido ese temor: no quería someterse a la «revisión».
Su complicidad había unido todavía más a los Clausen, pero ahora existía también cierta complicidad en los silencios entre ellos. Otto no podía dejar de pensar en la primera vez que hicieron el amor. No se trataba de un simple rasgo romántico, aunque él era un hombre profundamente romántico. En el caso de los Clausen, aquel primer acto amoroso había constituido la propuesta matrimonial.
La familia de Otto poseía una casita de veraneo, una vivienda campestre a orillas de un lago. Hay muchos lagos pequeños en el norte de Wisconsin, y los Clausen poseían la cuarta parte de la orilla de uno de ellos. Cuando la señora Clausen fue allí por primera vez, la mal llamada «casa de campo» resultó ser un agrupamiento de cabañas, con un cobertizo cercano y mayor que cualquiera de ellas. En ese cobertizo, por encima de los botes, había espacio suficiente para construir un pequeño piso, y aunque la finca carecía de electricidad, había una nevera (en realidad dos), una estufa y calentadores de agua (todos de propano) para la vivienda principal.
El agua de las cañerías procedía del lago. Los Clausen no la bebían, pero podían darse un baño caliente, y había dos lavabos con depósito de agua. Obtenían el agua del lago por medio de un motor de gasolina como el de una segadora de césped, y contaban con una fosa séptica de gran tamaño. (Los Clausen ponían mucho empeño en no contaminar su pequeño lago.)
Un fin de semana en que sus padres no habían podido ir allí, Otto fue al lago con su futura esposa. Nadaron frente al embarcadero antes de que el sol se pusiera, y luego el agua de sus bañadores mojados se filtró entre las tablas. Sólo los somorgujos rompían el silencio, y permanecían tan quietos que el agua que goteaba de sus bañadores sonaba como la de un grifo mal cerrado. El sol, ocultado sólo unos minutos antes, había caldeado las tablas durante todo el día. Otto y su futura mujer notaron el calor al quitarse los bañadores mojados. Yacieron juntos sobre una toalla seca. La toalla y el agua que se secaba en sus cuerpos exhalaban un olor sutil, un aroma a lago y a sol.
El no le dijo «te quiero» ni «¿te casarás conmigo?». Aquel momento, abrazados sobre la toalla, en el cálido embarcadero, con la piel todavía húmeda y fresca, requería algo más que ese compromiso verbal. Fue la primera vez que la futura señora Clausen se dirigió a Otto con su tono de voz especial, y le hizo su excitante pregunta: «¿Qué estás haciendo?». Fue la primera vez que Otto descubrió que estaba demasiado débil para hablar. «¿Quieres hacerme un hijo?», le preguntó ella. Fue la primera vez que lo intentaron.
Tal fue la proposición matrimonial. El dijo que sí con su turgencia, con una erección alimentada por la sangre de mil palabras.
Después de la boda, Otto construyó dos habitaciones independientes y un pasillo por encima de los botes, en el cobertizo. Eran dos habitaciones extrañas, largas y estrechas («como las calles de una bolera», bromeó la señora Clausen), pero Otto las había construido de tal manera que los ocupantes de ambas habitaciones pudieran ver la orilla del lago. Una de ellas era el dormitorio, donde la cama ocupaba la mayor parte de la anchura y estaba elevada hasta el nivel de las ventanas, a fin de ofrecer la mejor vista. En la otra habitación había dos camas gemelas. Era para el bebé.
A Otto le asomaban las lágrimas a los ojos cuando pensaba en la habitación sin ocupar por encima de los botes que se mecían suavemente. El sonido nocturno que más le había gustado, aquel sonido casi inaudible del agua que lamía los botes en el cobertizo y el embarcadero donde hicieron el amor por primera vez, ahora sólo le recordaba el vacío de aquella habitación sin usar.
La sensación, al finalizar el día -del bañador mojado y del acto de quitárselo, el aroma del lago y el sol en la piel húmeda de su mujer-, parecía ahora echada a perder por unas expectativas que no se habían realizado. Los Clausen llevaban más de diez años casados, pero dos o tres veranos atrás dejaron de ir a la casita del lago. Estaban más atareados en Green Bay y cada vez parecía más difícil escaparse. O eso era lo que ellos decían. En realidad, a los dos les era mucho más difícil aceptar que el olor de los pinos pertenecía ya al pasado.
¡Y entonces los jodidos Broncos tuvieron que vencer a los Packers!, se lamentó Otto. Sumido en la aflicción y borracho, apenas podía recordar la causa de su llanto en el frío camión aparcado. Ah, sí, las causantes habían sido las palabras de su mujer, «pobre chiquitín mío», que últimamente tenían un efecto devastador sobre él. Y cuando las pronunciaba en aquel tono de voz… ¡Oh, qué implacable era el mundo! ¿Cómo se le había ocurrido decirle eso cuando no estaban juntos, cuando sólo hablaban por teléfono? Ahora Otto lloraba y, al mismo tiempo, tenía el miembro erecto. Un motivo más de frustración era que no recordaba ni cómo ni cuándo había finalizado la conversación telefónica con su esposa.
Ya había pasado media hora desde que indicó a la compañía de taxis que el conductor le buscara en el aparcamiento de detrás del bar. («Estaré en el camión de transporte de cerveza, no tiene pérdida.») Se dispuso a abrir la guantera, donde había dejado el teléfono móvil, con cuidado, para no desordenar los posavasos y las pegatinas de la marca de cerveza que transportaba y que también guardaba en la guantera. Los regalaba a los niños que iban en bicicleta y que a menudo le rodeaban cuando iba de reparto. Los niños de su barrio le llamaban «el hombre de los posavasos» o «el hombre de las pegatinas», pero lo que realmente querían eran los pósters comerciales que Otto tenía en la caja del camión, junto con la cerveza.
No veía nada malo en que los muchachos decorasen las paredes de sus dormitorios con pósters de cerveza, años antes de que tuvieran la edad suficiente para beber. Otto se habría sentido profundamente herido si alguien le hubiera acusado de conducir a los jóvenes por el camino del alcoholismo. Sencillamente, le gustaba hacer felices a los chicos, y les regalaba los posavasos, las pegatinas y los pósters con la misma preocupación por su bienestar que mostraba al no conducir cuando estaba bebido.
¿Pero cómo era posible que se hubiese quedado dormido mientras alargaba la mano para abrir la guantera? Que estuviera demasiado bebido para soñar era una bendición, o así le parecía. Lo cierto era que Otto estaba soñando, pero no se daba cuenta debido a su embriaguez. Y además, el sueño era nuevo, demasiado nuevo para que supiera que era un sueño.
Notó la nuca cálida y sudorosa de su mujer en el pliegue del codo derecho; la estaba besando, tenía la lengua dentro de su boca mientras con la mano izquierda (Otto era zurdo) la tocaba una y otra vez. Ella estaba muy húmeda, y su abdomen presionaba hacia arriba contra la palma. Él la tocaba con la mayor suavidad posible, se esforzaba por rozarla apenas. Ella tenía que enseñarle a hacerlo.
De repente, en el sueño del que Otto no sabía que era un sueño, la señora Clausen tomó la mano izquierda de su marido y se la llevó a los labios, se metió los dedos en la boca, mientras él la besaba, y ambos notaron el sabor del sexo femenino al tiempo que él se colocaba encima y la penetraba. Sostenía con suavidad la cabeza de la mujer contra su garganta, de modo que los dedos de la mano izquierda, en el cabello de ella, estaban lo bastante cerca para que le llegara su olor. En la cama, junto al hombro izquierdo de la mujer, estaba la mano derecha de Otto, que aferraba la sábana. Sólo que él no la reconocía… ¡no era su mano! Era demasiado pequeña, de osamenta demasiado fina, casi delicada. No obstante, la mano izquierda sí que era la suya, y la habría reconocido en cualquier parte.
Entonces vio a su mujer debajo de él, pero desde cierta distancia. No era Otto quien estaba encima; las piernas del hombre eran demasiado largas, y los hombros demasiado estrechos. Otto reconoció el perfil del hombre atacado por un león… ¡Patrick Wallingford se estaba tirando a su mujer!
Sólo unos segundos después, y en realidad apenas un par de minutos después de que hubiera perdido el conocimiento en la cabina del camión, Otto se despertó tendido sobre el lado derecho, encima de la caja de cambios, con la palanca en las costillas. La cabeza descansaba sobre el brazo derecho, y la nariz tocaba el frío asiento del pasajero. En cuanto al miembro erecto, pues de la manera más natural el sueño le había provocado tal estado, se lo aferraba firmemente con la mano izquierda. ¡En un aparcamiento!, pensó, avergonzado. Se apresuró a meterse los faldones de la camisa dentro del pantalón y se apretó el cinturón.
Entonces miró con fijeza la guantera. Allí estaba el teléfono móvil y, también allí, en el ángulo derecho del compartimiento, estaba el revólver de cañón corto y calibre 38, un Smith y Wesson, cargado y apuntando en dirección al neumático delantero derecho.
Otto debió de incorporarse sobre el codo derecho, o más bien se sentó antes de oír el ruido de los adolescentes que entraban en la caja del camión. Eran sólo muchachos, pero un poco mayores que los chiquillos del barrio a los que Otto Clausen regalaba los posavasos, las pegatinas y los pósters, y aquellos adolescentes no se proponían nada bueno. Uno de ellos se había apostado cerca de la entrada del bar deportivo; si un cliente salía y se encaminaba al aparcamiento, el vigilante podría avisar a los dos chicos que se estaban introduciendo en la caja del camión.
La razón por la que Otto Clausen llevaba un revólver del calibre 38 cargado en la guantera de su vehículo no era que conducía un camión de reparto de cerveza y a esa clase de vehículos los asaltan con frecuencia. A Otto no le habría pasado por la cabeza disparar contra nadie, ni siquiera en defensa de la cerveza. Pero era aficionado a las armas de fuego, como tantas buenas gentes de Wisconsin. Le gustaba toda clase de armas. Además era cazador de ciervos y patos. Incluso usaba un arco y flechas, en la temporada en que se permite la caza de ciervos por ese sistema, y aunque nunca había acertado a un ciervo con una flecha, sí que había abatido a muchos con rifle, la mayoría en los alrededores de su casa de campo.
Otto también era pescador… en fin, le encantaban las actividades al aire libre, y aunque era ilegal que tuviera un revólver del 38 cargado en la guantera, ni un solo conductor de un camión de reparto de cerveza se lo habría echado en cara. Con toda probabilidad, la fábrica de cerveza para la que trabajaba habría aplaudido su iniciativa, por lo menos en privado.
Otto habría tenido que sacar el arma de la guantera con la mano derecha, porque no habría podido alcanzar el compartimiento, desde detrás del volante, con la izquierda, Y puesto que era zurdo, casi con toda seguridad habría transferido el arma de la mano derecha a la izquierda antes de investigar lo que ocurría en la caja del camión.
Todavía estaba muy bebido, y la temperatura por debajo de cero del Smith y Wesson tal vez hizo que el arma le pareciera poco familiar al tacto. (Además había salido bruscamente de un sueño tan perturbador como la misma muerte: ¡su mujer haciendo el amor con el hombre de los desastres, que la acariciaba con la mano izquierda de Otto!) Jamás sabremos si amartilló el revólver con la mano derecha antes de intentar transferirlo a la izquierda o si lo hizo sin darse cuenta cuando lo sacó de la guantera.
Lo que sabemos es que el arma se disparó, y que la bala atravesó la garganta de Otto dos centímetros y medio por debajo del mentón, que siguió una trayectoria recta y salió por la coronilla del buen hombre, llevándose consigo partículas de sangre y hueso y un fragmento de tejido cerebral que brilló durante una fracción de segundo y cuya evidencia se encontraría en el techo tapizado de la cabina del camión. El proyectil también atravesó el techo. Otto falleció en el acto.
El disparo puso los pelos de punta a los jóvenes ladrones que estaban en la caja del vehículo. Un cliente que salía del bar deportivo oyó el disparo y las quejumbrosas peticiones de clemencia por parte de los asustados adolescentes, incluso el estrépito de la palanca que dejaron caer en el suelo del aparcamiento mientras huían en la noche. La policía no tardaría en dar con ellos, y lo confesarían todo, expondrían sus cortas biografías hasta el momento en que oyeron el estruendoso disparo. Cuando los capturaron, no sabían de dónde había procedido el disparo ni que alguien había sido alcanzado.
Mientras el alarmado cliente volvía al interior del bar y el barman avisaba a la policía (informando sólo de que se había oído un disparo y que alguien había visto huir a unos adolescentes), el taxista llegó al aparcamiento. Localizó sin dificultad el camión, pero cuando se acercó a la cabina, golpeó con los nudillos la portezuela en el lado del conductor y la abrió, allí estaba Otto Clausen caído sobre el volante, con el revólver del calibre 38 en el regazo.
Incluso antes de que la policía se pusiera en contacto con la señora Clausen, que estaba profundamente dormida cuando la llamaron, ya estaban seguros de que la muerte de Otto no era un suicidio, por lo menos no era lo que ellos llamaban «un suicidio planeado». La policía no dudaba de que el conductor del camión de reparto de cerveza no había tenido intención de matarse.
– No era esa clase de persona -dijo el barman.
Era cierto que el barman desconocía que Otto Clausen había tratado de dejar encinta a su mujer durante más de una década, y, por supuesto, no tenía la menor idea de que ella quería que Otto donara su mano izquierda a Patrick Wallingford, el hombre del león. El barman sólo sabía que Otto Clausen nunca se habría matado debido a que los Packers habían perdido la Super Bowl.
Nadie sabe cómo la señora Clausen tuvo la suficiente presencia de ánimo para telefonear a Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados aquella misma noche del domingo de la Super Bowl. El servicio de contestación automática remitió la llamada al doctor Zajac, que se encontraba en su casa. Zajac era hincha de los Broncos, aunque esto requiere una aclaración. El doctor Zajac era hincha de los Patriots de Nueva Inglaterra, que Dios le perdone, pero había apoyado a los Broncos en la Super Bowl porque Denver pertenecía a la misma liga que Nueva Inglaterra. De hecho, cuando recibió la llamada del servicio de contestación automática, Zajac estaba tratando de explicar a su hijo de seis años la retorcida lógica de su deseo de que ganaran los Broncos. En opinión de Rudy, si los Patriots no jugaban en la Super Bowl, ¿qué importaba quién ganara?
Durante el partido habían tomado un tentempié razonablemente saludable: tallos de apio frío y barritas de zanahoria que mojaban en crema de cacahuete. Irma había sugerido al doctor Zajac que probara con el «truco de la crema de cacahuete», como ella lo llamaba, para lograr que Rudy comiera más verdura. Cuando sonó el teléfono, Zajac se estaba diciendo que debía agradecerle a Irma su recomendación.
El timbre del teléfono sobresaltó a Medea, que estaba en la cocina. La perra acababa de comerse un rollo de cinta adhesiva. Aún no se encontraba mal, pero se sentía culpable, y la llamada telefónica debió de convencerla de que la habían sorprendido en el acto de comerse la cinta, aunque Rudy y su padre no sabrían que había hecho tal cosa hasta que la vomitara en la cama de Rudy; cuando todos se hubieran acostado.
El operario que acudió para instalar el nuevo sistema DogWatch, una barrera eléctrica subterránea destinada a impedir que Medea saliera del jardín, se había dejado allí la cinta adhesiva. La invisible valla eléctrica significaba que Zajac (o Rudy o Irma) no tenían que estar fuera con la perra. Pero precisamente porque nadie había estado con ella, Medea había encontrado la cinta y se la había comido.
La perra llevaba ahora un nuevo collar con dos púas metálicas vueltas hacia dentro, contra la garganta. (El collar contenía una pila.) Si el animal rebasaba la invisible barrera eléctrica en la zona acotada para ella en el jardín, aquellas púas le daban un buen trallazo. Pero antes de darle esa desagradable sorpresa, habría una advertencia: cuando se acercara demasiado a la valla invisible, el collar emitiría un sonido.
– Cómo suena? -le preguntó Rudy a su padre.
– No podemos oírlo -le explicó el doctor Zajac-. Sólo lo oyen los perros.
– Qué siente cuando le pasa la corriente?
– Poca cosa -mintió el cirujano-. No puede hacerle daño.
– Me haría daño a mí, si me pusiera el collar en el cuello y saliera del jardín?
– ¡No hagas eso jamás, Rudy! ¿Me has entendido? -le dijo el doctor Zajac al pequeño, un tanto agresivamente, como acostumbraba.
– Entonces hace daño -replicó el pequeño.
– A Medea no le hace daño -insistió el médico.
– Te lo has puesto tú alrededor del cuello?
– El collar no es para personas, Rudy. ¡Es para perros!
Entonces su conversación giró en torno a la Super Bowl y el motivo por el que Zajac había querido que ganara el equipo de Denver.
Cuando sonó el teléfono, Medea se metió bajo la mesa de la cocina, pero el mensaje del servicio de contestación automática del doctor Zajac («Ha llamado la señora Clausen, de Wisconsin») hizo que el médico se olvidara por completo de la estúpida perra. Lleno de ansiedad, se apresuró a telefonear a la viuda. La señora Clausen aún no estaba segura del estado en que se hallaba la mano del donante, pero de todos modos su entereza impresionó al doctor Zajac.
La señora Clausen no se había mostrado tan serena al tratar con la policía de Green Bay y el médico forense. Aunque pareció entender los detalles de la «muerte presumiblemente accidental por disparo de arma de fuego» de su marido, casi de inmediato apareció la expresión de una nueva duda en su rostro arrasado por las lágrimas.
– ¿Está verdaderamente muerto? -preguntó. Su extraña mirada, como puesta en el futuro, sorprendió a la policía y al médico forense, pues nunca la habían visto en el semblante de una viuda afligida. Tras cerciorarse de que su marido estaba «verdaderamente muerto», la señora Clausen sólo hizo una breve pausa antes de preguntar-: ¿Pero cómo está la mano de Otto? La izquierda.