4. Un interludio japonés

Más adelante, Wallingford se preguntaría si sus relaciones con Asia estaban contaminadas por alguna maldición. Primero había perdido la mano en la India, y ahora… ¿qué decir de Japón?

El viaje a Tokyo había ido mal desde el principio, si tenemos en cuenta la nada juiciosa proposición que Patrick le hizo a Mary. El mismo Wallingford contaba ese episodio como el comienzo de la experiencia. Había tropezado con una joven recién casada y encinta, una joven cuyo apellido nunca podía recordar. Peor todavía, ella tenía un aspecto que le obsesionaba. Era algo más que una inequívoca belleza, aunque tampoco le faltaba hermosura. Su aspecto revelaba una capacidad de hacer daño superior al chismorreo, una ferocidad que no se podía refrenar fácilmente, un potencial de violencia todavía por definir.

Entonces, a bordo del avión rumbo a Tokyo, Patrick se debatió con el discurso que debía pronunciar. Allí estaba él, divorciado por una buena razón, sintiéndose como un depredador sexual frustrado a causa de la embarazada Mary… y tenía que hablar del «futuro de las mujeres», nada menos que en Japón, un país notorio por el rigor con que se obligaba a las mujeres a mantenerse en su sitio.

No sólo Wallingford era inexperto en la redacción de discursos, sino que no estaba acostumbrado a hablar sin leer el texto en el teleprompter, el apuntador electrónico. (Normal mente, otra persona había escrito el guión.) Pero tal vez si examinaba la lista de participantes en el congreso, todas ellas mujeres, podría encontrar algo halagador que decirles, y ese halago podría bastar para las observaciones iniciales.

Fue un duro golpe para él descubrir que no tenía un conocimiento directo de los logros de ninguna de las mujeres que participaban en aquel encuentro. Por desgracia, sólo sabía quién era una de las mujeres, y lo más halagador que se le ocurría decir era que le gustaría acostarse con ella, aunque sólo la había visto en la televisión.

A Patrick le gustaban las mujeres alemanas. No había más que ver su relación con aquella técnico de sonido que formaba parte del equipo de televisión en Gujarat, la rubia que se desvaneció en la carretilla de la carne, la emprendedora Monika con ka. Pero la alemana que participaba en el congreso de Tokyo era Bárbara, quien, al igual que Wallingford, se dedicaba al periodismo televisivo. A diferencia de él, tenía más éxito que fama.

Barbara Frei presentaba el informativo matinal de la ZDF. Su voz era resonante, de locutora profesional, su sonrisa cautelosa, y tenía los labios delgados. El cabello, de un rubio sucio, le llegaba a los hombros, y se lo colocaba diestramente detrás de las orejas. Tenía una cara bonita y lustrosa, de pómulos altos. En el mundo de Wallingford, era una cara hecha para la televisión.

Cuando aparecía en pantalla, Barbara Frei no llevaba más que trajes de corte bastante viril, de color negro o azul marino, y nunca usaba blusa ni camisa de ninguna clase bajo el ancho cuello de la chaqueta. Tenía unas espléndidas clavículas, y le gustaba exhibirlas, justificadamente, desde luego. Patrick había observado que prefería los pendientes pequeños, como cabezas de clavos de adorno, a menudo eran de esmeraldas o rubíes; él tenía un buen conocimiento de las joyas femeninas.

Pero si bien la perspectiva de encontrar a Barbara Frei en Tokyo despertaba en Wallingford una ambición sexual poco realista durante su estancia en Japón, ni ella ni cualquier otra de las participantes en el congreso podía ayudarle a redactar su discurso.

Había una directora de cine ruso, una mujer llamada Ludmilla Slovaboda. (Esta manera de escribir el apellido sólo se aproxima a la manera en que Patrick suponía que se pronunciaba. Llamémosla Ludmilla.) Wallingford no había visto ninguna de sus películas.

Había una novelista danesa, cuyo nombre era Bodille, Bodile o Bodil Jensen. Su nombre aparecía escrito de tres modos distintos en el material impreso que los organizadores japoneses del simposio enviaron a Patrick. Al margen de cuál fuese el nombre correcto, Wallingford suponía que se pronunciaba bode eel, con el acento en eel [4], pero no estaba seguro.

Había una economista inglesa que respondía al anodino nombre de Jane Brown. Había una china experta en genética, una doctora coreana, especialista en enfermedades infecciosas, una bacterióloga holandesa y una mujer de Ghana cuyo campo de actividad se consideraba alternativamente como «administración de recursos alimenticios» o «ayuda para paliar el hambre en el mundo». Wallingford no podía tener ninguna esperanza de pronunciar sus nombres correctamente, y ni siquiera lo intentaría.

La lista de participantes era interminable, todas ellas profesionales de alto nivel, con la probable excepción de una autora norteamericana que se consideraba a sí misma feminista radical, de la que Wallingford nunca había oído hablar, y un número desproporcionado de participantes japoneses que parecían relacionados con el mundo del arte.

Patrick se sentía incómodo entre mujeres que se dedicaban a la poesía y la escultura. Probablemente no era correcto llamar poetisa a una poeta, y menos aún «escultorisa» a una escultora, pero así era como él las llamaba en su fuero interno. (A su modo de ver, la mayoría de los artistas son unos farsantes que venden como buhoneros algo irreal, inventado.)

¿Qué diría, pues, en su discurso de bienvenida? No carecía por completo de recursos, como ciudadano de Nueva York que era: En no pocas ocasiones había tenido que asistir a actos sociales vestido de etiqueta. Sabía que, en general, los maestros de ceremonias decían bobadas, y también él sabía decirlas. Por lo tanto, decidió que sus observaciones iniciales se ceñirían a la cháchara de buen tono, aderezada con un ameno desparpajo informativo, de un maestro de ceremonias: el humor insincero y humilde de quien parece a sus anchas riéndose de sí mismo. No podía estar más equivocado.

¿Qué tal este comienzo?: «Me siento inseguro al dirigirme a un público tan distinguido, dado que mi principal y, en comparación, insignificante logro ha sido el de alimentar ilegalmente con mi mano izquierda a un león, en la India, hace cinco años».

Sin duda, así rompería el hielo. Era el comienzo que ya había utilizado en su último discurso, que no fue realmente tal, sino un brindis durante una cena ofrecida a los atletas olímpicos en el Athletic Club de Nueva York. Las mujeres reunidas en Tokyo iban a revelarse como un público mucho más difícil.

Que la línea aérea extraviara el equipaje facturado por Wallingford, una de esas maletas especiales para trajes, demasiado llena, pareció establecer el tono.

– Su equipaje va camino de las Filipinas -le dijo el empleado de la compañía aérea que había extraviado su maleta-. ¡Mañana estará de vuelta!

– ¿Acaban de extraviarlo y ya sabe usted que mi equipaje está camino de las Filipinas?

– Es un maleficio, señor -respondió el empleado, o eso creyó haber oído Patrick.

En realidad había dicho: «Se lo garantizo, señor», pero Wallingford le había oído mal. (Patrick tenía la costumbre infantil y ofensiva de burlarse de los acentos extranjeros, casi tan antipática como su tendencia compulsiva a reírse cuando alguien tropezaba o se caía.) A fin de aclarar las cosas, el empleado de la compañía aérea añadió:

– El equipaje perdido de ese vuelo desde Nueva York siempre va a las Filipinas.

– ¿Siempre? -le preguntó Wallingford.

– Y siempre, invariablemente, regresa al día siguiente -replicó el empleado.

Siguió el vuelo en helicóptero desde el aeropuerto hasta el tejado del hotel en Tokyo. Los organizadores del congreso habían contratado aquel medio de transporte.

– Ah, Tokyo en el crepúsculo… ¿hay algo comparable? -comentó una mujer de aspecto severo sentada al lado de Patrick en el helicóptero.

A bordo del avión, Patrick no se había fijado en ella, probablemente porque la mujer había llevado unas gafas de carey que no le favorecían, y él apenas le había dirigido una mirada al pasar. Claro, era la autora norteamericana que se consideraba a sí misma una feminista radical…

– Supongo que lo dice usted en broma le dijo Patrick.

– Siempre hablo en broma, señor Wallingford -replicó la mujer, y se presentó al tiempo que le daba un breve y firme apretón de manos-. Soy Evelyn Arbuthnot. Le he reconocido por su mano… la otra.

– ¿También le han enviado su equipaje a las Filipinas? -preguntó Patrick a la señora Arbuthnot.

– Ya ve cómo viajo, señor Wallingford. Lo llevo todo encima. Las compañías aéreas no pierden mi equipaje.

Tal vez había subestimado las capacidades de Evelyn Arbuthnot; tal vez debería buscar, e incluso leer, alguno de sus libros.

Pero por debajo de ellos se extendía Tokyo. Él veía helipuertos en los tejados de muchos hoteles y edificios de oficinas, y otros helicópteros que se cernían en el aire para posarse. Era como si hubiera una invasión militar de la enorme y brumosa ciudad que, en el crepúsculo, aparecía teñida con un surtido de colores improbables, desde el rosa al rojo como la sangre, mientras se desvanecían los últimos resplandores de la puesta de sol. A Wallingford las plataformas de aterrizaje en los tejados le parecían dianas. Intentó adivinar a cuál de ellas apuntaba su helicóptero.

– Japón -dijo Evelyn Arbuthnot en un tono de desánimo

– ¿No le gusta a usted Japón? -le preguntó Patrick.

– Gustar, lo que se dice gustar, no me gusta ninguna parte -respondió ella-, pero aquí la situación de las mujeres bajo el dominio de los hombres es especialmente opresiva.

– Ah -se limitó a decir Patrick.

– Nunca había estado aquí, ¿verdad? -inquirió la mujer, y mientras él aún sacudía la cabeza, añadió-: No debería haber venido, hombre de los desastres.

– ¿Y usted por qué ha venido? -quiso saber Wallingford.

Aquella mujer le iba cayendo mejor a cada palabra negativa que decía. A Patrick empezó a gustarle su cara, que era cuadrada, con la frente alta y la mandíbula ancha, y el cabello corto y gris que parecía un práctico casco. Su cuerpo era más bien rechoncho y de aspecto robusto, aunque no se le veía nada; llevaba unos tejanos negros y una camisa masculina de dril, que parecía suavizada por innumerables lavados. A juzgar por lo que Wallingford podía ver, que no era mucho, tenía los senos pequeños y no se molestaba en usar sujetador. Calzaba unas zapatillas de marcha apropiadas para viajar, aunque sucias, y apoyaba los pies en una bolsa de gimnasia de gran tamaño que sólo cabía parcialmente bajo el asiento. La bolsa tenía una correa para colgarla de los hombros y parecía pesada.

La señora Arbuthnot rondaba los cincuenta años, o quizá los había sobrepasado, y viajaba con más libros que prendas de vestir. No usaba maquillaje ni esmalte para las uñas, no lucía anillos ni otras joyas. Sus manos eran pequeñas, sin la menor mancha en la piel, y las uñas estaban roídas hasta lo vivo.

– ¿Por qué he venido aquí? -repitió la pregunta que le había hecho Patrick-. Voy allá donde me invitan, dondequiera que sea, porque no recibo muchas invitaciones y porque tengo un mensaje. Pero usted no tiene ningún mensaje, ¿no es cierto, señor Wallingford? No puedo imaginar para qué habría de venir usted a Tokyo, y lo más inimaginable es que venga para participar en un congreso sobre «El futuro de las mujeres». ¿Desde cuándo es noticia el futuro de las mujeres? O, en cualquier caso, la clase de noticias de las que se ocupa el hombre del león -añadió.

El helicóptero estaba aterrizando. Wallingford contemplaba en silencio la diana que se iba agrandando.

Finalmente repitió la pregunta de la señora Arbuthnot.

¿Por qué he venido aquí? -Trató de ganar un poco de tiempo mientras buscaba una respuesta.

– Yo se lo diré, señor Wallingford. -Evelyn Arbuthnot le puso las manos, sorprendentemente pequeñas, en las rodillas y le dio un buen apretón-. Ha venido aquí porque sabía que iba a encontrarse con muchas mujeres, ¿no es cierto?

Así pues, era una de esas personas a las que les desagradan los periodistas, o Patrick Wallingford en particular. Wallingford era sensible a ambos desagrados, bastante frecuentes. Quería decir que había ido a Tokyo porque era un jodido reportero y le habían hecho un jodido encargo, pero se mordió la lengua. Tenía esa popular debilidad consistente en tratar de congraciarse con las personas a las que desagradaba y en consecuencia, contaba con numerosas amistades, ninguna de ellas íntima y muy pocas femeninas. (Se había acostado con demasiadas mujeres para que pudiera trabar amistades íntimas con los hombres.)

El helicóptero aterrizó dando un bote sobre la plataforma. Un botones de movimientos rápidos, que había estado esperando en la terraza, avanzó a toda prisa con un carro para el equipaje. No había nada que cargar, excepto la bolsa de gimnasia de Evelyn Arbuthnot, de la que ella no quiso desprenderse.

– ¿No hay maletas, nada de equipaje? -preguntó el afanoso botones a Wallingford, que aún pensaba en cómo podría responder a la señora Arbuthnot.

– Han enviado mi maleta por error a las Filipinas -informó Patrick al botones, hablando con una lentitud innecesaria.

– Ah, eso no es ningún problema -replicó el botones-. ¡Mañana estará de vuelta!

– Mire, señora Arbuthnot -logró decir Wallingford, con cierta rigidez-. Le aseguro que no he venido a Tokyo y a este congreso para conocer mujeres. Puedo conocerlas en cualquier parte del mundo.

– Sí, de eso no me cabe la menor duda -dijo Evelyn Arbuthnot, al parecer nada complacida con la idea-. Y estoy segura de que lo hace, continuamente, en todas partes. Una detrás de otra.

«¡Zorra!», se dijo Patrick. Y pensar que había empezado a gustarle… Últimamente se sentía como un idiota, y era evidente que la señora Arbuthnot había triunfado sobre él. No obstante, generalmente Patrick Wallingford se consideraba a sí mismo una persona amable.

Temeroso de que la maleta perdida no estuviera de regreso a tiempo, cuando tuviera que vestirse para pronunciar su discurso en el congreso sobre «El futuro de las mujeres», Wallingford envió las prendas que había llevado en el avión al servicio de lavandería del hotel, donde le prometieron que estarían listas al día siguiente. No había previsto que sus anfitriones japoneses (todos colegas periodistas) le llamarían una y otra vez a la habitación del hotel para invitarle a tomar copas y cenar.

Les dijo que estaba cansado y que no tenía apetito. Ellos se mostraron corteses, pero Wallingford comprendió que los había decepcionado. Sin duda estaban deseando echar un vistazo a la «mano invisible», la otra mano, como le había dicho Evelyn Arbuthnot.

Estaba examinando con desconfianza el menú del servicio de habitaciones cuando le llamó la señora Arbuthnot.

– ¿Dónde piensa cenar? -le preguntó-. ¿O va a conformarse con el servicio de habitaciones?

– ¿Es que no le ha invitado nadie? -replicó Patrick-. No dejan de llamarme, pero no puedo salir porque he enviado la ropa que llevaba al servicio de lavandería, por si mi maleta no regresa mañana de las Filipinas.

– Nadie me ha invitado -le dijo la señora Arbuthnot-, pero no soy famosa, ni siquiera soy periodista. Nunca me invita nadie.

Wallingford no podía creerla, pero se limitó a decirle:

– La invitaría a cenar conmigo en mi habitación, pero no tengo nada que ponerme, salvo una toalla de baño.

– Pues llame a recepción y pida un albornoz -le sugirió Evelyn Arbuthnot-. Los hombres no saben cubrirse con toallas.

Ella le dio su número de habitación y le dijo que volviera a llamarle cuando tuviera el albornoz. Mientras tanto, examinaría el menú del servicio de habitaciones.

Pero cuando Wallingford llamó a recepción y pidió un albornoz, una voz femenina le dijo: «Ro shíento… ¿arbornós?, no tenemos nada de eso». Y cuando se puso en contacto con la señora Arbuthnot y le informó de lo que le habían dicho en recepción, ella volvió a sorprenderle.

– ¿Que no tienen nada de eso? Pues aquí no vamos a tener nada de lo otro.

Patrick pensó que bromeaba.

– No se preocupe, apretaré bien las rodillas, o intentaré usar dos toallas.

– No es por usted, sino por mí… la culpa es mía -replicó Evelyn-. Estoy decepcionada conmigo misma por sentirme atraída hacia usted.

Entonces dijo «perudone» y colgó el auricular. Por lo menos, en vez del albornoz, tuvieron el detalle de enviarle un cepillo de dientes y un tubito de dentífrico.

Cuando uno está en Tokyo y sólo lleva puesta una toalla no puede meterse en demasiados líos, pero Wallingford encontró la manera de hacerlo. Como no tenía mucho apetito, en lugar del servicio de habitaciones llamó a un servicio que en la información telefónica del hotel correspondía a MASAJE TERAPÉUTICO. Fue un gran error.

– Han de ser dos, dos damas -dijo la voz que le respondió. Era una voz masculina, y a Patrick le pareció haber oído «han de ser dos bananas», pero creyó entender lo que el hombre le había dicho.

– No, no… dos damas no, sólo un hombre. Soy un hombre y estoy solo -explicó.

– Dos damas -replicó en tono confidencial el hombre.

– Lo que sea -dijo Wallingford-. ¿Es shiatsu?

– Son dos damas o nada -respondió el hombre en un tono más agresivo.

– Está bien, está bien -concedió Patrick.

Sacó una cerveza del minibar y se la tomó mientras esperaba enfundado en la toalla. Poco después dos mujeres se presentaron en su habitación.

Una de ellas llevaba la mesa con el orificio en un extremo para la cara del cliente. Parecía un instrumento de ejecución, y la mujer que la llevaba tenía unas manos que a Zajac le habrían recordado las de algún famoso bateador. La otra mujer iba provista de unas almohadas y toallas, y tenía unos antebrazos como los de Popeye.

– Hola -les saludó Wallingford.

Ellas miraron con cautela al hombre envuelto en la toalla.

– ¿Shiatsu? -les preguntó Patrick.

– Somos dos -le dijo una de ellas.

– Sí, desde luego -replicó él, pero no entendía por qué eran dos. ¿Acaso para acelerar el masaje? Tal vez para duplicar su coste.

Cuando tuvo la cara en el orificio de la mesa, contempló los pies descalzos de la mujer que le restregaba el cuello con un codo; la otra hacía lo mismo con su codo (¿o acaso una rodilla?) en la rabadilla. Patrick hizo acopio de valor para formularles una pregunta directa.

– ¿Por qué sois dos?

Se sorprendió cuando las musculosas masajistas terapeutas soltaron unas risitas de colegialas.

– Para que no nos violen -dijo una de las mujeres.

– Dos bananas, no vioran -le pareció a Wallingford que decía la otra.

Ahora le masajeaban con brío, hundiéndole en el cuerpo pulgares y codos o rodillas, pero lo que realmente ofendía a Wallingford era la idea de que alguien pudiera ser tan moralmente reprensible como para violar a una masajista terapeuta. (Todas las experiencias de Patrick con mujeres habían sido de una clase bastante limitada: las mujeres habían querido relacionarse con él.)

Cuando las masajistas se marcharon, Patrick se sintió sin fuerzas. Apenas pudo ir al baño a orinar y cepillarse los dientes antes de dejarse caer en la cama. Vio que había dejado la cerveza sin terminar sobre la mesilla de noche, donde por la mañana apestaría, pero estaba demasiado cansado para levantarse. Yacía allí como si lo hubieran engomado. Por la mañana se levantó en la misma posición en que se había quedado dormido, boca abajo y con ambos brazos a los costados, como un soldado, y el lado derecho de la cara contra la almohada, mirándose el hombro izquierdo.

Cuando llamaron a la puerta (le traían el desayuno) y tuvo que levantarse, se percató de que no podía mover la cabeza. Parecía como si tuviera el cuello trabado y sólo podía mirar a la izquierda. Esto supondría un problema en el podio, donde pronto tendría que pronunciar el discurso, y antes de que llegara ese momento tendría que desayunar con la cara vuelta hacia la izquierda. Observó entonces que el cepillo de dientes con que le habían obsequiado era un poco corto, lo cual aumentaría la dificultad de cepillarse los dientes con la mano derecha (y única), dado el grado de giro de la cabeza a la izquierda.

Por lo menos, su equipaje había regresado de la imprevista excursión a las Filipinas, una circunstancia de lo más oportuna, puesto que el encargado de la lavandería le había llamado para disculparse por haber «puesto fuera de su lugar» las únicas prendas de vestir que tenía, aparte de las extraviadas.

– ¡No perudidas, sólo fuera de su lugar! -le gritó un hombre al borde de la histeria-. ¡Perudone!

Cuando Wallingford abrió la maleta de los trajes, cosa que logró hacer mirando por encima del hombro izquierdo, descubrió que la maleta y todas sus prendas de vestir despedían un fuerte olor a orina. Telefoneó a la compañía aérea para quejarse.

– ¿Ha estado usted en las Filipinas? -le preguntó el funcionario de la compañía aérea.

– Yo no, pero mi maleta sí -respondió Wallingford.

– ¡Ah, eso lo explica todo! -exclamó alegremente el empleado-. Esos perros husmeadores de droga que tienen allí… ¡a veces se mean en las maletas!

Como no podía ser de otra manera, Patrick creyó oír «hacen la puñeta», pero captó la idea. ¡Unos perros filipinos se habían meado en sus ropas!

– ¿Por qué?

– No lo sabemos -respondió el empleado de la compañía aérea-. Son cosas que pasan. Supongo que los perros tienen que hacerlo.

Tras superar su estupor, Wallingford examinó las prendas de vestir en busca de una camisa y unos pantalones que estuvieran, por lo menos relativamente, libres de orina canina. Envió, no sin renuencia, el resto de las ropas al servicio de lavandería del hotel, advirtiendo por teléfono al encargado de que, por lo que más quisiera, no le perdiera también aquellas prendas, pues eran las únicas que tenía.

– ¡Las otoras no perudidas! -exclamó el hombre-. ¡Sólo fuera de su lugar!

(Esta vez ni siquiera se molestó en decir «perudone».)

A Patrick no se le ocultaba el aroma que despedía, y le incomodaba compartir un taxi para ir al local del congreso con Evelyn Arbuthnot, sobre todo porque, debido a la tortícolis, debía permanecer en su asiento con la cara groseramente desviada de su acompañante.

– Mire, no le culpo por estar enfadado conmigo, ¿pero no le parece un tanto infantil esa actitud de no mirarme? -le preguntó ella. Husmeaba continuamente, como si sospechara que había un perro en el vehículo.

Wallingford se lo contó todo: el masaje de las dos bananas («la paliza de las dos mujeres», lo llamaba él), la inmovilidad del cuello, el episodio del equipaje meado.

– Podría escuchar sus anécdotas durante horas -le dijo la señora Arbuthnot. Él no tenía necesidad de verla para saber que lo decía en broma.

Llegó el momento de pronunciar su discurso, y lo hizo colocándose de lado en el podio, mirándose el muñón en que terminaba su brazo izquierdo, para él más visible que las páginas difíciles de leer. Con el lado izquierdo hacia el público, su amputación era más evidente, y un periodista japonés guasón escribió que Wallingford «se ordeñaba la mano ausente». (En los medios de comunicación occidentales a menudo se referían a su «mano invisible».) Unos periodistas nipones más generosos, la mayoría de ellos sus anfitriones, consideraron el sistema de hablar mostrando el lado izquierdo al público «sugestivo» e «increíblemente imperturbable».

Las expertas mujeres que participaban en el congreso criticaron el discurso de Patrick con aspereza. No habían ido a Tokyo para hablar sobre «El futuro de las mujeres» y escuchar los chistes reciclados de maestro de ceremonias que les endilgaba un hombre

– ¿Eso era lo que usted escribió ayer en el avión, o quizá trató de escribir? -observó Evelyn Arbuthnot-. Dios mío, deberíamos haber cenado juntos en su habitación. Si hubiera salido a relucir el tema de su discurso, podría haberle ahorrado una situación tan delicada.

Como ya le había sucedido, Wallingford se quedó sin habla en compañía de aquella mujer.

La sala donde había hablado era de acero, con tonos de gris ultramoderno. Así era más o menos como veía Patrick a Evelyn Arbuthnot, «hecha de acero, con tonos de gris ultramoderno».

A partir de entonces, las demás mujeres le evitaron, y él sabía que el motivo no era tan sólo los orines de perro.

Ni siquiera su colega alemana en el mundo del periodismo televisivo, la hermosa Barbara Frei, le dirigía la palabra. La mayoría de los periodistas, al conocer a Wallingford en persona, por lo menos le expresaban su condolencia por el episodio con el león, pero la reservada señora Frei dejó bien claro que no quería conocerle.

Sólo la novelista danesa, Bodille o Bodile o Bodil Jensen, pareció mirar a Patrick con un destello de conmiseración en sus inquietos ojos verdes. Era bonita, con cierto aire de congoja o trastorno, como si recientemente hubiera habido un suicidio o un asesinato de alguien muy cercano a ella, tal vez su amante o su marido.

Wallingford trató de abordar a la señora o señorita Jensen, pero Evelyn Arbuthnot le paró los pies.

– Yo la he visto primero -le dijo a Patrick, y se dirigió en línea recta hacia Bodille o Bodile o Bodil Jensen.

Esto deterioró todavía más la débil confianza de Wallingford en sí mismo. ¿Qué había querido decir la señora Arbuthnot al confesarle que estaba decepcionada consigo misma por la atracción que sentía hacia él? ¿Acaso era lesbiana?

Como no tenía muchas ganas de encontrarse con alguien mientras despedía aquel lamentable olor a orines de perro, Wallingford regresó al hotel, para esperar el retorno de sus ropas limpias. Encargó a los dos hombres que formaban su equipo de televisión que filmaran todo cuanto les pareciera interesante de los restantes discursos que se pronunciarían durante aquella primera jornada, incluida una mesa redonda sobre el tema de la violación.

Al entrar en la habitación del hotel vio que la dirección le había enviado flores, subrayando así las disculpas por haberle puesto la ropa «fuera de su lugar», y que dos masajistas terapeutas, dos mujeres distintas a las de la víspera, le estaban esperando. El hotel también le obsequiaba con un masaje.

Perudone por lo del cuello -le dijo una de las mujeres.

Aunque Wallingford oyó «cuero», comprendió lo que la masajista le decía. Estaba condenado a sufrir otra paliza.

Pero aquellas dos mujeres lograron eliminarle la tortícolis, y mientras aún se dedicaban a convertirlo en jalea, el servicio de lavandería le devolvió las ropas limpias, sin que faltara una sola prenda. Patrick se dijo que tal vez aquello señalaba un cambio a mejor en su experiencia japonesa.

Dada la pérdida de la mano izquierda en la India, aunque había sucedido cinco años atrás; dado que unos perros filipinos se habían meado en sus ropas y que había necesitado un segundo masaje para corregir los daños causados por el primero; dado que no había sabido que Evelyn Arbuthnot fuese lesbiana, y dado su discurso, caracterizado por una terrible insensibilidad; dado que no sabía nada de Japón y probablemente incluso menos sobre el futuro de las mujeres, en el que nunca, ni siquiera ahora, pensaba… Wallingford debería haber tenido la prudencia de no imaginar que su experiencia japonesa estaba a punto de cambiar hacia mejor.

Toda persona que hubiera conocido a Patrick Wallingford en Japón habría advertido al instante que era precisamente la clase de hombre con el cerebro en forma de pene que con toda tranquilidad acercaría demasiado la mano a la jaula de un león. (Y si el león hubiera tenido acento, Wallingford se habría burlado de él.) Cuando rememorase aquellos días pasados en Japón, los consideraría todavía más deplorables que el episodio de la mano perdida en las fauces de un león ocurrido en la India.

Para ser justos, debemos señalar que Wallingford no fue el único hombre ausente en la mesa redonda sobre la violación. La economista inglesa, cuyo nombre (Jane Brown) le había parecido a Patrick anodino, resultó no ser tal cosa en persona. La mujer hizo una exhibición de vehemencia en la mesa redonda e insistió en que ningún hombre debería estar presente durante el debate. Discutir abiertamente del asunto entre ellas equivalía a estar desnudas.

El cámara y el técnico de sonido del canal de noticias internacionales pudieron seguir filmando hasta que la economista inglesa, para ilustrar su punto de vista, empezó a desnudarse. Entonces el cámara, que era japonés, dejó respetuosamente de filmar.

Es discutible que contemplar a Jane Brown mientras se desnudaba hubiera agradado a la mayoría de los telespectadores. Decir de la señora Brown que tenía un aspecto de matrona habría sido una amabilidad. Lo cierto es que sólo tuvo que empezar a desnudarse para que los pocos hombres que estaban allí se apresuraran a marcharse. Un número muy escaso de hombres asistían al congreso sobre el «futuro de las mujeres», sólo los dos miembros del equipo de televisión de Patrick, los periodistas japoneses de aspecto inquieto que eran los organizadores del encuentro y, por supuesto, el propio Patrick.

Los organizadores se habrían ofendido si hubieran oído la petición efectuada por el jefe de redacción de la cadena de Patrick desde Nueva York: no quería más metraje de las sesiones; lo que Dick deseaba ahora era «algo para contrastarla», en otras palabras, algo para arruinarla.

Aquello era puro Dick, se dijo Wallingford. Cuando el jefe de redacción pedía «material relacionado», lo que en realidad quería decir era algo que no estuviera relacionado con el congreso y que se pudiera convertir en una burla de la misma idea del futuro de las mujeres.

– Tengo entendido que en Tokyo hay toda una industria de pornografía infantil -le dijo Dick-. También hay prostitutas infantiles. Me han informado de que todo esto es relativamente nuevo. Está emergiendo… digamos que está en ciernes.

– ¿Y qué? -replicó Wallingford.

Sabía que también aquello era puro Dick. El jefe de redacción nunca se había interesado por «El futuro de las mujeres». Los organizadores japoneses del congreso expusieron sus deseos de que acudiera Wallingford, el vídeo de cuyo accidente en la India había alcanzado un récord de ventas en Japón, y Dick aprovechó la invitación para que el llamado hombre de los desastres escarbara un poco de suciedad en Tokyo.

– Naturalmente, tendrás que actuar con cuidado -siguió diciéndole Dick, y le advirtió de que lanzarían «calumnias de racismo» contra la cadena de televisión si hacía algo que pareciera «sesgado contra los japoneses»-. ¿Comprendes? le preguntó Dick desde el otro extremo de la línea-. Sesgado o, como se trata de japoneses, podríamos decir rasgado…

Wallingford exhaló un suspiro, y entonces, como de costumbre, planteó la existencia de algo más profundo y complejo. El encuentro sobre «El futuro de las mujeres» duraba cuatro días, pero sólo en las horas diurnas. No había nada programado para las noches, ni siquiera cenas, y Patrick se preguntaba por qué.

Una joven japonesa, que había pedido a Wallingford que estampara su autógrafo en la camiseta de Mickey Mouse que llevaba, pareció sorprendida de que no hubiera adivinado la razón. Por la noche no había actividades relacionadas con las sesiones porque en Japón, un congreso sobre mujeres con sesiones nocturnas no habría podido contar con la presencia de muchas mujeres.

¿No era eso interesante?, le preguntó Wallingford a Dick, pero el jefe de redacción en Nueva York le dijo que lo olvidara. Aunque la joven japonesa tuviera un aspecto fantástico en la pantalla, las camisetas con Mickey Mouse no estaban permitidas en la cadena de noticias, debido a que cierta vez tuvieron una disputa con la compañía Walt Disney.

Al final Wallingford recibió instrucciones de ceñirse a las entrevistas individuales con las mujeres que participaban en el congreso. Patrick comprendió que Dick no compartía su interés.

– A ver si una o dos de esas fulanas se sincera contigo -concluyó Dick.

Por supuesto, Wallingford trató de entrevistar a Barbara Frei, la reportera de televisión alemana, a la que abordó en el bar del hotel. Parecía estar sola, y la idea de que podría estar esperando a alguien no pasó por la mente de Patrick. La presentadora de la ZDF era tan bella como lo parecía en la pequeña pantalla, pero rechazó cortésmente la entrevista.

– Conozco su cadena, desde luego -empezó a decirle la señora o señorita Frei, con tacto-. No creo probable que cubran informativamente este congreso con seriedad. ¿Y usted? -Caso cerrado-. Siento lo de su mano, señor Wallingford. Fue terrible, lo siento de veras.

– Gracias -replicó Patrick.

La mujer era sincera y, al mismo tiempo, tenía clase. El canal de noticias internacionales de Wallingford no respondía a la idea que la señora o señorita Frei, o cualquier otra persona, tenía del periodismo televisivo serio. Comparado con Barbara Frei, Patrick Wallingford tampoco era serio, y ambos lo sabían. El bar del hotel estaba lleno de hombres de negocios, como suele ocurrir en esos locales.

– ¡Mirad, es el hombre del león! -oyó Wallingford decir a uno de ellos.

– ¡El hombre de los desastres! -exclamó otro hombre de negocios.

Barbara Frei se apiadó de él.

– ¿No quiere usted tomar nada? -le preguntó.

– Sí… de acuerdo. -La sensación de tener los ánimos por el suelo era nueva para él.

En cuanto le sirvieron la cerveza que había pedido, llegó el hombre al que la señora Frei había estado esperando, su marido.

Wallingford le conocía. Era Peter Frei, periodista de la ZDF, también muy conocido y respetado. Peter Frei se ocupaba de programas culturales y su mujer lo hacía de las llamadas noticias duras.

– Peter está un poco cansado -comentó la señora Frei, restregando cariñosamente los hombros y la nuca de su esposo-. Se ha estado entrenando para viajar al monte Everest.

– Supongo que es para un reportaje que está usted haciendo -dijo Patrick con envidia.

– Sí, pero he de subir a cierta altura de la montaña para hacer el reportaje como es debido.

– ¿Va a subir al monte Everest? -preguntó Wallingford a Peter Frei.

Aquel hombre parecía en una forma extraordinaria. Su mujer y él formaban una pareja muy atractiva.

– Bueno, hoy en día todo el mundo sube al Everest -replicó con modestia el señor Frei-. Eso es lo malo… ¡la montaña más alta del mundo ha sido invadida por aficionados como yo!

Su bella esposa se echó a reír afectuosamente, y siguió restregándole el cuello y los hombros. Wallingford, apenas capaz de tomarse la cerveza, se decía que era una pareja tan agradable como la que más entre todas las que había conocido.

Cuando se despidieron, Barbara Frei tocó el brazo izquierdo de Patrick en el lugar habitual.

– ¿Por qué no intenta entrevistar a esa mujer de Ghana? -le sugirió amablemente-. Es muy simpática e inteligente, y le dirá mucho más de lo que le diría yo. Quiero decir que es una persona con una causa en mucho mayor grado que yo.

(Wallingford sabía lo que eso significaba: la mujer de Ghana hablaría con cualquiera.)

– Es una buena idea, gracias

– Lamento lo de la mano -le dijo Peter Frei a Patrick-. Es terrible. Creo que la mitad de la población mundial recuerda dónde estaba y qué hacía cuando lo vieron.

– Sí -respondió Wallingford.

Sólo había tomado una cerveza, pero apenas recordaría el momento en que abandonó el bar. Salió lleno de disgusto hacia sí mismo, en busca de la mujer africana como si fuese un barco salvavidas y él un hombre que se ahogaba. Lo era.

Por una cruel ironía del destino la experta en hambrunas de Ghana estaba muy gorda, y a Wallingford le preocupó que Dick explotara su obesidad de alguna manera impredecible. Debía de pesar ciento cincuenta kilos, y vestía un ropaje que parecía una tienda de campaña hecha con muestras de colchas de colores abigarrados. Sin embargo tenía una licenciatura por Oxford y otra por Yale, había recibido el premio Nobel por algo relacionado con la nutrición mundial, de la que ella decía que era «tan sólo cuestión de anticiparse de una manera inteligente a las crisis del Tercer Mundo… cualquier bobo con dos dedos de frente y la conciencia íntegra podría hacer lo que yo hago».

Pero por mucho que Wallingford admirase a la voluminosa mujer de Ghana, ésta no gustó en Nueva York.

– Demasiado gorda -le dijo Dick a Patrick-. Los negros creerán que nos burlamos de ella.

– ¡Pero nosotros no tenemos la culpa de que sea gorda! -protestó Patrick-. ¡Lo importante es que se trata de una persona inteligente, que tiene realmente algo que decir!

– Puedes encontrar a otra con algo que decir, ¿no es cierto? ¡Por Dios, encuentra a alguien inteligente que tenga un aspecto normal!

Pero como Wallingford descubriría en el congreso sobre «El futuro de las mujeres» de Tokyo, eso era difícil en extremo, dado que, por «aspecto normal», Dick entendía sin duda que no fuese ni gorda ni negra ni japonesa.

Patrick echó un vistazo a la china experta en genética, que tenía un lunar elevado y peludo en medio de la frente. No se molestaría en entrevistarla. Ya podía oír lo que aquel gilipollas de Dick diría al ver las imágenes en la sala de redacción: «¡Santo cielo! ¿No hemos quedado en que no debemos dar la impresión de que nos burlamos de la gente? ¿Es que quieres provocar una guerra con China? ¡En vez de esto podríamos bombardear una embajada china en algún país idiota y tratar de hacerlo pasar por un accidente o algo así!».

Así pues, Patrick intentó hablar con la doctora coreana especializada en enfermedades infecciosas y que a él le parecía bastante atractiva, pero resultó ser tímida ante la cámara y se quedaba mirándole fijamente el muñón del brazo izquierdo. Tampoco podía nombrar una sola de las enfermedades infecciosas que estudiaba sin tartamudear. La simple mención de una enfermedad parecía provocarle un terror que la atenazaba.

En cuanto a la directora de cine rusa («Nadie ha visto sus películas», le dijo a Wallingford el jefe de redacción desde Nueva York), Ludmilla (dejémoslo así) era fea como un sapo. Además, como Patrick descubriría a las dos de la madrugada, cuando regresara a su habitación del hotel, intentaba desertar, y no pretendía quedarse en Japón. Quería que Wallingford la introdujera de contrabando en Nueva York. ¿En qué?, se preguntaría él. ¿En la maleta de los trajes, que ahora hedía permanentemente a pipí canino?

¡Sin duda una desertora rusa sería noticia, incluso en Nueva York! ¿Qué importaba que nadie hubiera visto sus películas?

– Quiere ir a Sundance -le dijo Patrick a Dick-. ¡Diablos, Dick, quiere desertar! ¡Es una noticia!

(Ninguna cadena informativa sensata rechazaría la noticia de una desertora rusa.)

Pero Dick no estaba impresionado.

– Acabamos de dedicar cinco minutos a un desertor cubano, Pat.

– ¿Te refieres a ese jugador de béisbol malísimo? -le preguntó Wallingford.

– Juega muy bien entre la segunda y la tercera base, y posee un buen bateo -replicó Dick, y dio por zanjado el asunto.

Entonces se produjo el rechazo de la novelista danesa de ojos verdes, la cual resultó ser una escritora quisquillosa que se negaba a que la entrevistara alguien que no había leído sus obras. ¿Al fin y al cabo, quién se creía ella que era?, Wallingford era un periodista muy ocupado, ¡no tenía tiempo para leer libros! Por lo menos había acertado al suponer cómo se pronunciaba su nombre: era bode eel, con el acento en la última sílaba, que sonaba en inglés como infortunio.

Las japonesas dedicadas a las artes eran demasiadas y además estaban deseosas de hablar con él; cuando lo hacían, les gustaba tocarle solidariamente el brazo izquierdo un poco por encima de su brusco final. Pero el jefe de redacción estaba «harto de las artes». Dick adujo, además, que las japonesas darían al público la falsa impresión de que las únicas participantes en el congreso eran niponas.

Patrick hizo acopio de valor para responder:

– ¿Desde cuándo nos preocupamos por dar a los telespectadores una falsa impresión?

– Escucha, Pat -le dijo Dick-, esa poeta diminuta con un tatuaje en la cara desanimaría incluso a otros poetas.

Wallingford ya llevaba demasiado tiempo en Japón, y estaba tan acostumbrado a lo mal que pronunciaban allí su lengua materna que también entendió mal a su jefe de redacción. No oyó «poeta diminuta», sino «poeta tan puta».

– No, Dick, escúchame tú -replicó Wallingford, mostrando una irritación que era totalmente impropia de él-: No soy mujer, pero incluso yo me ofendo al oír esa palabra.

– ¿Qué palabra? -inquirió Dick-. ¿Tatuaje?

– ¡Puta! -gritó Patrick-. Ya sabes qué palabra es.

– Has tomado la segunda mitad de «diminuta» por «puta», Pat -le informó el jefe de redacción-. Supongo que continuamente oyes aquello en lo que estás pensando.

A Patrick no le quedaba ningún recurso. Tenía que entrevistar a Jane Brown, la economista inglesa que había amenazado con desnudarse, o bien hablar con Evelyn Arbuthnot, la presunta lesbiana que le odiaba y se avergonzaba de haberse sentido atraída por él, aunque sólo hubiese sido momentáneamente. La economista inglesa era una estúpida de variedad claramente inglesa, pero esto último no importaba pues los norteamericanos se pirran por el acento inglés. Jane Brown silbaba como una tetera en pleno hervor de la que nadie se ocupara. No sólo se desgañitaba acerca de la marcha de la economía mundial, sino que insistía en la amenaza de desnudarse delante de los hombres.

– Sé por experiencia que los hombres jamás me permitirán que termine de desnudarme -dijo la señora Brown a Patrick Wallingford ante la cámara, recalcando las palabras a la manera de una característica de la escena inglesa, una actriz de cierta edad y educación-. Nunca llego a la ropa interior antes de que los hombres hayan huido de la sala… ¡ocurre siempre! Los hombres son muy dignos de confianza. ¡Con esto sólo quiero decir que puedo estar segura de que huirán de mí!

En Nueva York, Dick se mostró encantado. Dijo que la entrevista a Jane Brown «contrastaba estupendamente» con el metraje anterior de la economista en plena exhibición de su temperamento mientras hablaba de la violación, durante la primera jornada del congreso. El canal de noticias internacionales tenía ya lo que le interesaba. El congreso sobre «El futuro de las mujeres» que se celebraba en Tokyo había sido informativamente cubierto… o sería más exacto decir que había sido cubierto a la manera de la cadena televisiva especializada en noticias, que consistía no sólo en dejar al margen a Patrick Wallingford, sino también en dejar al margen las mismas noticias. El congreso sobre las mujeres en Japón había quedado reducido a una anécdota sobre una inglesa entrada en carnes e histriónica que amenazaba con desnudarse en una mesa redonda sobre la violación… y nada menos que en Tokyo.

– Vaya, qué bien ha estado eso, ¿verdad? -diría con sorna Evelyn Arbuthnot cuando viera la noticia, de un minuto y medio de duración, en el televisor de su habitación.

Estaba todavía en Tokyo, y era la última jornada del congreso. El simplón canal televisivo de Wallingford ni siquiera había esperado a que terminaran las sesiones.

Patrick estaba todavía en cama cuando la señora Arbuthnot le llamó.

Perudone -fue todo lo que pudo decirle Wallingford-. No soy el jefe de redacción, soy tan sólo un reportero enviado al lugar de los hechos.

– Usted se ha limitado a cumplir las órdenes -replicó la señora Arbuthnot. ¿Es eso lo que quiere decir?

Evelyn Arbuthnot era demasiado dura con él, sobre todo porque Wallingford no se había recuperado de una noche en la ciudad con los anfitriones japoneses. Pensaba que hasta el alma debía de olerle a sake. Tampoco recordaba Patrick cuál de sus periodistas japoneses favoritos le había dado dos billetes para el tren de alta velocidad, un viaje de ida y vuelta a Kyoto en el «tren bala», como lo llamó Yoshi, o tal vez fuese Fumi. Le dijo que una visita a una hostería tradicional de Kyoto sería muy reparadora, eso lo recordaba. «Pero será mejor que vatas antes del fin de semana», añadió. Por desgracia, Wallingford olvidaría este último consejo.

Ah, Kyoto… ciudad de templos, ciudad de plegarias. Un lugar más apropiado que Tokyo para la meditación le haría mucho bien a Wallingford. Ya era hora de que meditara un poco, le explicó a Evelyn Arbuthnot, pero ella siguió regañándole por el fiasco de la cobertura informativa que su «asquerosa cadena de antinoticias» había dado al congreso de mujeres.

– Lo sé, lo sé -repetía Patrick. (¿Qué otra cosa podía decir?)

– ¿Y ahora se va a Kyoto? -le preguntó-. ¿Qué va a hacer allí? ¿Rezar? ¿Y rezar por qué? ¡La extinción más humillante que quepa imaginar de su cadena de noticias cómicas y desastrosas! ¡Por eso es por lo que yo rezo!

– Aún confío en que me suceda algo agradable en este país -replicó Wallingford con tanta dignidad como pudo reunir, que no fue mucha.

Evelyn Arbuthnot permaneció un momento en silencio, y Patrick supuso que estaba considerando de nuevo una vieja idea.

– ¿Quiere que le ocurra algo agradable en Japón? -le preguntó ella-. Bien… puede llevarme a Kyoto con usted. Yo le enseñaré algo agradable.

Él era Patrick Wallingford, al fin y al cabo, y aceptó. Hacía lo que las mujeres querían que hiciera; en general hacía lo que le pedían. ¡Pero había creído que Evelyn Arbuthnot era lesbiana! Se sentía confuso.

– Verá…, pensaba…, quiero decir que por su observación sobre esa novelista danesa, entendí que… bueno, que era usted lesbiana, señora Arbuthnot.

– Ése es un truco que empleo continuamente -replicó ella-. No creí que usted picara.

– Ah -dijo Wallingford.

– No, no soy lesbiana, pero sí lo bastante mayor para ser su madre. Si quiere pensarlo y llamarme cuando haya tomado una decisión, no me ofenderé.

– No me diga que podría ser mi madre…

– Por lo menos biológicamente, de eso no hay duda -respondió la señora Arbuthnot. Podría haberle tenido a los dieciséis años… cuando, por cierto, aparentaba dieciocho. Haga la cuenta.

– ¿Tiene cincuenta y algo? -inquirió él.

– Se ha acercado mucho. Mire, hoy no puedo ir a Kyoto, porque no voy a saltarme la última jornada de este patético pero bienintencionado congreso. Si puede esperar a mañana, iré con usted a pasar el fin de semana en Kyoto.

– De acuerdo -convino Wallingford. No le dijo que tenía ya dos billetes para el tren bala. Pediría en la recepción del hotel que le cambiaran las reservas para el tren y la hostería.

– ¿Está seguro de que quiere hacer esto? -le preguntó Evelyn Arbuthnot. Ella misma no parecía demasiado segura.

– Sí, estoy seguro. Me gusta usted. Puede que sea un idiota, pero tengo buen gusto.

– No sea demasiado duro consigo mismo por ser un idiota -le dijo ella.

Al pronunciar estas palabras su voz se aproximó al máximo a un murmullo sensual. Desde el ángulo de la velocidad, y sobre todo en cuanto a la rapidez con que podía cambiar de idea, Evelyn era una especie de tren bala. Patrick empezó a pensar que quizá no era muy acertado ir con ella a ninguna parte. Fue como si Evelyn le leyera la mente.

– No seré demasiado exigente -le dijo de improviso-. Además, debería tener alguna experiencia con una mujer de mi edad. Un día, cuando sea setentón, las mujeres de mi edad serán las más jóvenes a su alcance.

Durante el resto del día y por la noche, mientras Wallingford aguardaba el momento de tomar el tren bala hacia Kyoto con Evelyn Arbuthnot, le desapareció la resaca. Cuando se acostó, sólo notaba el sabor del sake al bostezar.

El día siguiente amaneció claro y brillante en la tierra del sol naciente… pero esa bondad climática resultó ser una falsa promesa. Wallingford viajó en un tren a más de trescientos kilómetros por hora, en compañía de una mujer lo bastante mayor para ser su madre y de unas quinientas colegialas, todas chicas porque, en la medida en que Patrick y Evelyn pudieron entender el retorcido inglés del revisor, se celebraba algo así como el Fin de Semana Nacional de la Oración para Niñas, y todas las colegialas de Japón iban a Kyoto, o así lo parecía.

Llovió durante todo el fin de semana. Kyoto estaba invadido de colegialas japonesas que rezaban. Bueno, debían de haber rezado durante parte del tiempo que duró su invasión de la ciudad, aunque Patrick y Evelyn no las vieron hacerlo en ningún momento. Cuando no rezaban, hacían lo que hacen las colegialas en todas partes, reían, gritaban, prorrumpían en sollozos histéricos… y todo ello sin ningún motivo aparente.

– Las condenadas hormonas -comentó Evelyn, como si hablara por experiencia propia.

Las colegialas también llamaban a sus madres, escuchaban la peor música occidental imaginable y se hartaban de baños, tantos que la hostería tradicional donde Wallingford y Evelyn Arbuthnot paraban se quedaba una y otra vez sin agua caliente.

– ¡Demasiadas chicas que no rezan! -les dijo el hospedero en tono de disculpa.

No es que a ellos les importara la falta de agua caliente, pues con uno o dos baños tibios les bastaba. Se pasaron el fin de semana haciendo el amor, con sólo alguna que otra visita a los templos por los que Kyoto (al contrario de Patrick Wallingford) era justamente famoso.

Resultó que a Evelyn Arbuthnot le gustaba mucho el sexo. En cuarenta y ocho horas… no, no importa. Sería grosero contar el número de veces que lo hicieron. Baste decir que Wallingford estaba completamente agotado al término del fin de semana, y de regreso a Tokyo con Evelyn en el tren tenía la verga tan dolorida que se sentía como un adolescente que se la hubiera despellejado de tanto masturbarse.

Le encantó lo que había visto de los húmedos templos. Permanecer en el interior de los enormes santuarios de madera mientras fuera llovía era como estar cautivo en un primitivo instrumento similar a un tambor. El agudo parloteo de las vivaces colegialas que les rodeaban se imponía al ruido de la lluvia.

Muchas de las chicas llevaban sus uniformes escolares, que les daban el aspecto monótono de una banda militar. Algunas eran bonitas, pero la mayoría no. Además, durante aquel Fin de Semana Nacional de la Oración para Niñas, que probablemente no tenía ese nombre oficial, Wallingford sólo miraba a Evelyn Arbuthnot.

Le gustaba hacer el amor con ella, y gran parte del motivo era la evidencia de que Evelyn gozaba con él. Su cuerpo no era hermoso, pero sí diestro para la satisfacción de sus apetitos, y Evelyn lo utilizaba como si fuese una herramienta bien diseñada. Sin embargo, en uno de sus pequeños senos había una cicatriz de tamaño considerable, y sin duda no se debía a un accidente. (Era demasiado recta y delgada; tenía que ser una cicatriz quirúrgica.)

– Me quitaron un bulto -le dijo a Patrick cuando él le preguntó qué era aquello.

– Debía de ser un bulto bastante grande -comentó él.

– Resultó que no era nada -replicó ella-. Estoy bien.

Durante el trayecto de regreso a Tokyo, empezó a exhibir cierta actitud maternal hacia él.

– ¿Qué piensas hacer con tu vida, Patrick? -le preguntó, tomándole la mano.

– ¿Qué quieres decir?

– Eres un desastre -le dijo Evelyn, y Patrick vio en su semblante que la preocupación por él era sincera.

– Soy un desastre -convino.

– Sí, lo eres, y lo sabes. Tu profesión es insatisfactoria, pero lo más importante es que no vives como deberías. Es como si estuvieras perdido en el mar, querido.

(Lo de «querido» era una novedad poco atractiva.)

Patrick se puso a hablar indiscretamente acerca del doctor Zajac y la perspectiva de someterse a un trasplante de mano, de volver a tener una mano izquierda al cabo de cinco años de manquedad.

– No, no me refiero a eso -le interrumpió Evelyn-. ¿A quién le importa tu mano izquierda? ¡Han pasado cinco años! Puedes arreglártelas sin ella. Siempre podrás encontrar a alguien que te corte un tomate en rodajas, y si no, prescinde del tomate. Si eres un hazmerreír, aunque guapo, eso sí, no es porque te falte una mano. Lo es, en parte, por la clase de trabajo que haces, pero sobre todo por tu manera de vivir.

– Ah -dijo Wallingford.

Intentó retirar la mano que ella le sujetaba de un modo cada vez más maternal, pero la señora Arbuthnot no le dejaba; al fin y al cabo, ella tenía dos manos, entre las que apretaba con firmeza la única que él poseía.

– Escúchame, Patrick -le dijo Evelyn-. Es estupendo que el doctor Sayjac quiera proporcionarte una nueva mano izquierda…

– El doctor Zajac -le corrigió Wallingford con petulancia.

– Bueno, el doctor Zajac -prosiguió la señora Arbuthnot-. No niego que has de tener mucho valor para someterte a un experimento tan arriesgado…

– Sólo sería la segunda vez que se hiciera una operación de esas características -le informó Patrick, en el mismo tono petulante-. La primera no salió bien.

– Sí, sí, ya me lo has dicho -le recordó la señora Arbuthnot. ¿Pero tienes el valor para cambiar de vida?

Entonces se quedó dormida, y en ese estado de sopor sus manos dejaron de presionar la suya. Probablemente podría haberla retirado sin despertarla, pero no quería correr el riesgo. Evelyn estaba a punto de regresar a San Francisco, y Wallingford volvería a Nueva York. Ella le había dicho que en la ciudad californiana iban a celebrar otro congreso relacionado con las mujeres.

Él no le había preguntado cuál era su «mensaje»; después, tampoco fue capaz de terminar ninguno de sus libros. El único que intentó leer le decepcionó. Evelyn Arbuthnot era más interesante como persona que como escritora. Como les sucede a tantas personas inteligentes y motivadas, bien informadas y llenas de actividad, no escribía especialmente bien.

En la cama, donde incluso quienes acaban de conocerse dejan de lado las inhibiciones y hablan de su vida personal, la señora Arbuthnot le había contado a Patrick que estuvo casada dos veces, la primera cuando era muy joven. Del primer marido se había divorciado; el segundo, el único al que amó de veras, había muerto. Era una viuda con hijos adultos y nietos pequeños. Le dijo a Wallingford que hijos y nietos eran su vida, mientras que sus escritos y viajes eran sólo su mensaje. Pero por lo poco que Wallingford logró leer de Evelyn Arbuthnot, su «mensaje» se le escapaba. No obstante, cada vez que pensaba en ella, tenía que admitir que le había enseñado mucho acerca de sí mismo.

En el tren bala, poco antes de su llegada a Tokyo, unas escolares japonesas y la maestra que las acompañaba le reconocieron. Parecían hacer acopio de valor para enviar a una de las chicas al otro extremo del vagón y pedirle su autógrafo al hombre del león. Patrick confió en que no lo hicieran, pues para trazar su firma debería extraer la mano de entre los dedos de la dormida Evelyn.

Finalmente ninguna de las colegialas se atrevió a acercársele, y fue su maestra quien lo hizo. Llevaba un uniforme muy parecido al de sus alumnas, y aunque también era joven, al dirigirse a Patrick mostró la circunspección y la formalidad de una mujer mucho mayor. También evidenció una cortesía extremada. Hizo tal esfuerzo para no despertar a Evelyn que Wallingford tuvo que inclinarse un poco hacia el pasillo para oírla por encima del estrépito que producía el veloz tren.

– Las chicas quieren que le diga que les parece un hombre muy guapo y que debe de ser muy valiente -le dijo a Patrick, y entonces susurró-: También yo tengo algo que decirle. Lamento que la primera vez que le vi, con el león, no pensé que fuera usted un hombre tan simpático y amable, pero ahora, al verle en persona… en fin, al verle viajando y hablando con su madre, me doy cuenta de que es un hombre muy simpático y amable.

– Gracias -replicó Wallingford, aunque el malentendido le había decepcionado.

Cuando la joven maestra hubo regresado a su asiento, Evelyn le apretó la mano, sólo para hacerle saber que estaba despierta. Wallingford se volvió hacia ella y vio que tenía los ojos completamente abiertos y le sonreía.

Menos de un año después, cuando se enteró de su muerte

(«El cáncer de mama apareció de nuevo», le dijo a Wallingford una de las hijas cuando él telefoneó a los hijos y nietos de Evelyn para darles el pésame), Patrick recordó su sonrisa en el tren bala. Aquel bulto del que Evelyn dijera que no era nada, había sido algo, después de todo. Y dada la longitud de la cicatriz, tal vez ella ya lo sabía.

Entre las impresiones que Patrick Wallingford podía causar, había una de excesiva fragilidad. Tal vez por eso las mujeres, con la excepción de Marilyn, su ex esposa, siempre trataban de evitarle cuanto pudiera resultarle ingrato, aunque ése no había sido precisamente el estilo de Evelyn Arbuthnot.

Wallingford también recordaría que podría haber preguntado a la maestra de escuela japonesa cuál era el nombre oficial del Fin de Semana Nacional de la Oración para Niñas, pero no lo había hecho. Por increíble que pareciera, sobre todo tratándose de un periodista, había pasado seis días en Japón sin enterarse absolutamente de nada acerca del país.

Los japoneses que había conocido eran como la joven maestra de escuela, civilizados y corteses en extremo, incluidos los periodistas que habían sido sus anfitriones… mucho más respetuosos y más educados que la mayoría de los periodistas con los que Patrick trabajaba en Nueva York. Pero no les había preguntado nada; había estado demasiado absorto estudiándose a sí mismo. Lo único que había aprendido medianamente era a burlarse de sus acentos, los cuales imitaba de una manera incorrecta.

Culpad, si queréis, a Marilyn, la ex esposa de Wallingford. Ésta tenía razón por lo menos en un aspecto: Patrick era un adolescente perpetuo. Sin embargo, era capaz de crecer, o así lo esperaba él.

A menudo hay una experiencia determinada que marca cualquier cambio trascendental en el curso de la vida. En el caso de Patrick Wallingford, esa experiencia no fue la pérdida de la mano izquierda, como tampoco lo fue el hecho de carecer de esa mano durante cinco años. La experiencia que le cambió realmente fue un viaje a Japón en gran parte desperdiciado.

– Háblanos de Japón, Pat -le preguntaban aquellas mujeres charlatanas de la sala de redacción en Nueva York, siempre provocándole con su coquetería-. ¿Cómo es aquello?

(Ya sabían, porque se lo había dicho Dick, el despreciado jefe de redacción, que cuando éste se refirió a una mujer diciendo de ella que era «diminuta», Wallingford había entendido «tan puta».)

Pero cuando le preguntaban por Japón, escurría el bulto. «Japón es una novela», decía, y no añadía nada más.

Ya estaba convencido de que el viaje a Japón había hecho que deseara sinceramente cambiar de vida. El lo arriesgaría todo para cambiarla. Sabía que no iba a ser fácil, pero creía tener la fuerza de voluntad para intentarlo. Hay que decir en su honor que, en la primera ocasión en que estuvo a solas con Mary X (nunca se acordaba de su apellido) en la sala de redacción, le dijo:

– Lo siento mucho, Mary. Lamento de veras lo que te dije, haberte enojado tanto…

Ella le interrumpió.

– Lo que dijiste no es lo que me enojó… es mi matrimonio. No funciona nada bien, y estoy embarazada.

– Lo siento -repitió Patrick.

Llamar al doctor Zajac y confirmarle que quería someterse al trasplante había sido relativamente fácil.

La siguiente vez que Patrick estuvo un momento a solas con Mary, cometió uno de sus errores bienintencionados.

– ¿Cuándo darás a luz, Mary?

(A ella todavía no se le notaba el embarazo.)

– ¡He perdido el bebé! -exclamó, y entonces se echó a llorar.

– Lo siento -dijo Patrick una vez más.

– Es el segundo aborto -le informó la afligida joven.

Sollozó contra su pecho, humedeciéndole la camisa. Algunas de aquellas astutas mujeres de la sala de redacción los vieron e intercambiaron sus miradas más significativas. Pero se equivocaban, es decir, esta vez se equivocaban: Wallingford estaba tratando de cambiar.

– Debería haber ido a Japón contigo -le susurró Mary X al oído.

– No, Mary… no, no -replicó Wallingford-. No deberías haber ido a Japón conmigo, y yo hice mal en proponértelo.

Pero diciéndole esto sólo consiguió que la joven llorase todavía más.

Cuando estaba en compañía de mujeres que lloraban, Wallingford hacía lo mismo que hacen muchos hombres, pensaba en otras cosas. Por ejemplo, ¿de qué modo, exactamente, esperas que te trasplanten una mano cuando has estado sin ella durante cinco años?

A pesar de su reciente experiencia con el sake, no era bebedor, pero adquirió la curiosa afición de sentarse en un bar desconocido, siempre diferente, al caer la tarde. Una especie de fatiga le impulsaba a jugar a ese juego. Cuando llegaba la hora del cóctel y el local se llenaba de gente empeñada en cultivar cada vez más las relaciones sociales, Patrick Wallingford estaba allí, tomando a sorbos una cerveza. Su objetivo consistía en proyectar un aura de tristeza tan inabordable que nadie se inmiscuyera en su soledad.

Todo el mundo le reconocía, por supuesto. A veces oía que alguien susurraba «el hombre del león» o «el hombre del desastre», pero nadie se dirigía a él. Ése era el juego, un ejercicio de actor para adoptar el aspecto apropiado. («Apiadaos de mí», decía aquel aspecto. «Apiadaos de mí, pero dejadme en paz.») Era un juego en el que se estaba volviendo muy diestro.

Entonces, un atardecer, poco antes de la hora del cóctel, Wallingford entró en un bar de su antiguo barrio neoyorquino. Era demasiado pronto para que el portero nocturno del edificio donde él había vivido iniciara su turno, pero se llevó una sorpresa al verle allí, tanto más cuanto que no llevaba el uniforme de portero.

– Hola, señor O'Neill -le saludó Vlad, Vlade o Lewis-. El otro día vi que estaba usted en Japón. Allá juegan un béisbol bastante bueno, ¿eh? Supongo que es una alternativa para usted, si las cosas no le van bien aquí.

– ¿Qué tal, Lewis? -le preguntó Wallingford.

– Soy VIade -respondió Vlad tristemente-. Le presento a mi hermano. Estamos matando el tiempo antes de irme al trabajo. Ya no disfruto del turno de noche.

Patrick saludó con una inclinación de cabeza al joven que estaba en el bar junto al portero de aspecto deprimido. Se llamaba Loren o Goran, o posiblemente Zorbid. El hermano era tímido y se había limitado a musitar su nombre.

Pero cuando Vlad, VIade o Lewis fue al lavabo (había tomado un vaso tras otro de zumo de arándanos con soda), el hermano tímido se sinceró con Patrick.

– No tiene ninguna mala intención, señor Wallingford. Tan sólo confunde un poco las cosas. No sabe que usted no es Paul O'Neill, aunque en realidad lo sepa. Yo estaba convencido de que, tras el suceso con el león, por fin lo entendería, pero no ha sido así. En general, usted es Paul O'Neill para él. Lo siento. Debe de ser una molestia.

– No se disculpe, por favor -le dijo Patrick-. Su hermano me cae bien. Si soy Paul O'Neill para él, por mí no hay ningún inconveniente.

Cuando Vlad, VIade o Lewis regresó del lavabo, los dos parecían un poco culpables, sentados allí, ante la barra. Patrick lamentaba no haberle preguntado al hermano normal cómo se llamaba realmente el hermano confuso, pero el momento de hacerlo ya había pasado. Ahora el portero con tres nombres estaba de vuelta. Se parecía más al de siempre, porque en el lavabo se había puesto el uniforme.

El portero le dio las ropas de calle a su hermano, que las metió en una mochila apoyada en el raíl al pie de la barra. Patrick no había visto la mochila hasta entonces, pero se dio cuenta de que aquello formaba parte de un convenio entre los hermanos. Probablemente el hermano normal regresaba por la mañana para llevarse a casa a Vlad, VIade o Lewis. Parecía ser la clase de buen hermano que hace esas cosas.

De repente el portero apoyó la cabeza en la barra, como si quisiera dormir allí mismo.

– Eh, vamos, hombre, no hagas eso -le dijo su hermano cariñosamente-. No debes hacerlo, sobre todo en presencia del señor O'Neill.

El portero alzó la cabeza.

– A veces me canso de trabajar hasta tan tarde -comentó-. Basta de turnos de noche, por favor. Basta de turnos de noche.

– Mira, tienes un empleo, ¿no es cierto? -replicó el hermano, tratando de animarle.

Con una celeridad que parecía milagrosa, Vlad, VIade o Lewis sonrió.

– ¿Pero qué coño hago? Siento lástima de mí mismo cuando estoy aquí sentado con el mejor exterior derecho que ha existido jamás, ¡y le falta la mano izquierda! Precisamente la izquierda, la mano con que batea y lanza. No sabe cuánto lo siento, señor O'Neill. No hay derecho a que sienta lástima de mí mismo delante de usted.

Naturalmente, también Wallingford sentía lástima de sí mismo, pero quería ser Paul O'Neill un poco más. Así empezaba a alejarse del Patrick Wallingford que había sido hasta entonces.

Allí estaba él, el hombre de los desastres, cultivando un aspecto que mostrar a la hora del cóctel. Sabía que era sólo una actuación, pero una parte, la de sentir lástima de sí mismo, era auténtica.

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