Los comienzos
En octubre de 1999 asistí a un congreso sobre ingeniería de automóviles en la suntuosa ciudad de Wiessbaden, a poca distancia de Frankfurt, en Alemania. Como en anteriores ediciones, las ponencias resultaron aburridas, pero el último día tuve la fortuna de entablar conversación con el Dr. Gerhard Müller, un hombre afable y despistado que no paró de saludarme hasta que logré convencerle de que se equivocaba de persona. No obstante, el encuentro resultó providencial, pues acabé de invitado en su casa ayudándole a preparar la cena, y no es que por aquel entonces yo tuviera vocación de cocinero, pero coincidió que Frida Müller, la esposa de mi anfitrión, se hallaba enfrascada en su tesis doctoral y el Dr. Müller propuso que fuéramos nosotros quienes nos ocupáramos de los huevos y la crema.
Durante el transcurso de la cena comprobé que Frida era una mujer extraordinaria, no por su apariencia, ciertamente común, sino por el inopinado y contagioso entusiasmo con el que hablaba de la tesis en la que estaba trabajando. Su investigación versaba sobre las intrigas que rodearon la coronación de Carlomagno como emperador de Europa, y despertó en mí tanto interés, que a mi regreso a España encargué de inmediato cuanta bibliografía pude recordar.
A partir de ese momento se sucedieron innumerables correos, no sólo con Frida Müller, sino también con Hans Reück, su tutor en la tesis y profesor adjunto de la cátedra de Historia Medieval de la Facultad Heinsurrgtruck de Frankfurt-Main, y con Albert Sacker, conservador del Museo de Aquisgrán, al tiempo que trabajaba con ahínco en el argumento de La Escriba.
Porque siempre deseé escribir una novela.
Hay personas que disfrutan con un yate lujoso, un menú impronunciable o el último bolso de marca. Yo prefiero compartir mi tiempo con un libro o un buen amigo, aunque éstos sean más difíciles de encontrar.
A lo largo de los años, he leído decenas de panfletos y opúsculos; tratados de historia y de filosofía; cuentos y ensayos; novelas de aventuras, de época y de intriga; narraciones cotidianas ejemplarizantes o historias cómicas e intrascendentes. Y con todas aprendí al tiempo que me entretenía. Pero si tuviera que elegir un género, sin duda escogería aquel que me ha llevado a respirar la penetrante humedad de una abadía, a secar mi garganta con el polvo asfixiante de los desiertos de Ispahán, o a padecer la crudeza de la edad media en plena campiña inglesa. Viajar a otras épocas y vivir sus personajes. Para mí, eso es la novela histórica.
La lucha
Una novela histórica debe ser, antes que historia, una novela. La documentación no es sino el decorado, el barniz que abrillanta y enluce a los personajes, el envoltorio que los legitima y los hace verosímiles. Pero al igual que ocurre con un barniz espeso, si la documentación crece hasta opacar el lienzo, sin duda estropeará el cuadro. Porque lo verdaderamente esencial es la novela en sí; su argumento rápido y preciso, sus giros inesperados, sus desenlaces terribles. En una novela histórica, los personajes, pese a la distancia temporal, han de resultar tan creíbles y cercanos como el vecino que cada mañana rezonga en el ascensor, o el desgraciado que nos implora limosna en una acera.
Durante dos años extracté miles de páginas hasta enquistarme en la paternidad literaria de la Donación de Constantino, el famoso documento del siglo VIII en el que se apoyaría la trama de La Escriba.
El testimonio más antiguo se encuentra en el Códice Latino 2777 de la Bibliothéque Nationale de Paris, fechado en el siglo IX, si bien tal códice no es más que una copia del nunca hallado original. Numerosos estudiosos han atribuido su autoría a la misma mano que pergeñó las Falsas Decretales, mientras que otros, como Baronius, señalaban a Oriente y a un griego cismático. Ponencias recientes han dirigido sus miradas hacia Roma, por ser el Papado su principal beneficiario, si bien la interpretación más antigua de Zacarías y otros apunta con fuerza al Imperio Francogermano. Esta última tesis, defendida con habilidad por Hergenróther y Grauert, recalca el hecho de que la Donatio aparezca primero en las colecciones francogermanas, es decir en las Falsas Decretales y en el manuscrito de St. Denis, argumentando así que el documento legitimaba la «translatio imperii» a los francogermanos, es decir el traslado del título imperial a la coronación de Carlomagno.
Podría referir más hipótesis como las de Martens, Friedrich y Bayet sobre la presencia de distintos autores, o las de Colombier y Genelin sobre la fecha de su ejecución, pero afortunadamente, la conclusión no cambiaría: los huecos en los cimientos históricos me permitían encajar los personajes que necesitaba, sin que éstos pareciesen unos falsarios.
Superado este escollo, aparecieron (cómo no) otros como la orografía (necesitaba un río, dos ciudades próximas, una abadía y un desfiladero), las armas (Theresa no podía aprender de un día para otro el manejo de un arco), o la remota posibilidad de que bandadas de sajones decidieran aventurarse en territorios alejados.
La localización recayó en Würzburg y Fulda, ciudades a las que viajé en varias ocasiones para comprobar la idoneidad de su emplazamiento. El arco lo sustituí por una ballesta, instrumento que si bien me solucionaba un problema, me acarreaba otro, ya que la ballesta, aunque presente en la época, no estaba difundida. Pero en definitiva, tales proposiciones entraban dentro de lo factible, así que me ocupé hasta del último detalle para hacerlas verosímiles.
Respecto a los personajes, sería preciso recordar a fray Alcuino, hombre de vital trascendencia en el devenir de Europa, de cuya existencia me apropié inopinadamente para convertirlo en un investigador cubierto de oscuros matices.
Y aunque tras estas puntualizaciones pudiera parecer que es la historia la que maneja la novela, lo cierto es que son sus personajes y los acontecimientos los que convierten su lectura en un mosaico de aventuras, amor y crímenes que se entretejen hasta formar una compleja urdimbre en la que la documentación tan sólo impulsa al avance de la trama.
Los deseos
Los de los lectores, por supuesto.
Cuando me planteé escribir una novela no pensé en mí. Ni siquiera en lo que personalmente me gustaría leer.
Deseaba que fuese el lector quien disfrutara, no yo, y para eso pregunté a quienes más saben de libros: los libreros.
Hubo opiniones diversas, desde quienes apostaban por la importancia del título o el diseño de la portada, hasta los que insistían en la utilidad de un buen póster. Sin embargo, casi todos coincidieron en que nada de eso serviría si el libro carecía de alma. «Infunde alma a tus personajes, y la novela emocionará.» Me hablaron del ritmo, del interés y del poder del entretenimiento. «Los críticos parecen denostar una novela entretenida, pero te aseguro que ésas, sin duda, son las mejores», me confesó Peter Hirling, propietario de una diminuta librería en el centro de Londres desde hace treinta años.
Sólo puedo decir que intenté seguir sus consejos. Pesé y medí cada párrafo, cada capítulo, buscando esa alquimia que desaparece cuando concluyes la novela. Y tras la última pincelada, quedaron atrás las palabras, las metáforas y el simbolismo para dar paso al cuadro completo. Y lo mejor de todo es que he disfrutado con ello.
En cuanto a otros deseos, en esta ocasión, los míos, necesito agradecerle a mi mujer Maite su cariño y apoyo durante los siete años que ha durado esta aventura, y durante los casi veinte que hace que nos conocemos. También a mis padres y hermanos (sobre todo, a ti, Javier) por su interés y sus desvelos.
Por último, no podría dejar de agradecer los elogios que Carlos García Gual, catedrático de filología griega en la complutense de Madrid, escritor, ensayista y crítico, además de editor de la revista Historia de National Geographic, vertió sobre el primer manuscrito. Sus consejos, por lo demás, directos y certeros, contribuyeron a pulir la historia, y sus palabras de ánimo me ayudaron en este difícil camino. También quisiera mencionar a mi hija Lidia, a Juan Montesa, mi mejor amigo, y a Antonio Penedés, escritor de generosidad impagable cuya opinión me encauzó hacia mis actuales agentes, Ramón Conesa y Gloria Masdeu, de la agencia Carmen Balcells, a quienes felicito por su magnífica labor y su excelente comportamiento. Y por supuesto, por su confianza casi abrumadora, a Carmen Pinilla, a Rene Strien, mi editor alemán, y a Lucía Luengo, mi editora en Ediciones B.
Para todos ellos y, sobre todo, para mis lectores, mi eterno agradecimiento.