Aunque a Eric el Sucio le hubieran arrancado un diente en su última pelea, aún escupía más lejos que el resto de los chiquillos. Por eso, y porque disponía de los puños más rápidos de Würzburg, continuaba capitaneando a los muchachos del arrabal, a quienes había guiado hasta su nuevo escondrijo.
Al llegar a los barracones se asombraron de lo derruidos que habían quedado tras el paso del invierno. Luego entraron en los túneles y reunieron cuantos instrumentos pensaron que podrían servirles para sus juegos. Eric decidió que se establecerían en el barracón mejor conservado y nombró al pequeño Thomas vigilante de la mina. Lo hizo subir a las vigas que atravesaban el techado y le amenazó con dejarle arriba si no dejaba de llorar. Al cabo de un rato, Eric el Sucio observó que Thomas, en lugar de sollozar, gateaba por la viga.
– Aquí hay algo escondido -anunció el pequeño.
Se incorporó sobre el travesaño y alzó un envoltorio de cuero cuidadosamente atado. Al verlo, Eric le ordenó que se lo diera. Luego todos se apiñaron alrededor de él, que les ordenó guardar silencio.
– ¿Qué es? -preguntó uno de los muchachos.
Eric le soltó un sopapo por adelantarse a sus dedos. Desató el cordón con el mismo cuidado de quien desenvuelve un tesoro, pero al descubrir que sólo escondía varios pergaminos, torció el gesto y los arrojó a un rincón. Los chiquillos se rieron de la decepción de Eric, pero éste la emprendió a patadas con los que tenía más cerca hasta que se arrepintieron de haber reído. Después se quedó mirando los documentos, se acercó a ellos y los recogió con cuidado.
– ¿Por qué creéis que soy vuestro jefe? -presumió-. Iré a la fortaleza y los cambiaré por dulces de membrillo.
De regreso a la ciudad, Eric intentó que uno de los guardias le franqueara el paso, pero el hombre le apartó de un empellón y lo envió a jugar con los otros niños. Ya pensaba en romper los documentos cuando se topó con un fraile alto que dijo llamarse Alcuino. Eric se le acercó desconfiado, pero enseguida se armó de valor. Para eso era el jefe. Se lamió las manos, y tras peinarse con ellas le ofreció los pergaminos. Cuando el fraile examinó los pliegos, cayó de rodillas y, cubriéndole de besos, le bendijo. Luego corrió hacia el scriptorium para agradecer a Dios que le hubiera devuelto la Donación de Constantino.
Aquella tarde, los muchachos de la pandilla vitorearon a Eric el Sucio como el mejor jefe del mundo, porque además de los pasteles de membrillo, consiguió que le dieran cuatro barriles de vino.