Primero sintió un ligero hormigueo. Luego la herida le aguijoneó.
Gorgias arrojó al camastro la tablilla de cera que le había proporcionado Genserico y se acercó a la luz procedente del ventanuco que presidía la celda. Luego se desprendió del vendaje que le protegía el brazo, con cuidado de no arrancar la costra. Cuando lo consiguió, advirtió que la herida presentaba un inflamado color violáceo y un racimo de pústulas comenzaba a aflorar entre los puntos de sutura. De haber podido, se lo habría hecho examinar por el físico Zenón, aunque la ausencia de pestilencia le tranquilizó. Con la punta de su estilo levantó las postillas más resecas y limpió el fluido amarillento que encontró bajo las mismas. Luego se aseguro el vendaje y rezó porque el brazo cicatrizara sin secuelas.
Durante la primera hora, tan sólo esperó. Después se entretuvo mirando el pequeño ventanuco por el que ni un niño habría logrado colarse. Por más que lo intentó, no logró ver a través del alabastro. Valoró romperlo, pero se contuvo. Luego escuchó las campanas del oficio de sexta y se dijo que su mujer ya habría acudido al cabildo, preocupada por su tardanza.
Imaginó las mentiras que le contarían.
Quiso pensar que Genserico estuviese en lo cierto, que quizá fuese Wilfred el responsable de su encierro. Tal vez pretendiese protegerle del percamenarius, o quizá desease vigilar sus progresos con el documento. Pero ¿por qué en aquel sitio alejado de su control? Podría haber escogido el scriptorium, donde habría dispuesto de todo su material, o incluso sus aposentos, para tenerle bien vigilado. Al fin y al cabo, Wilfred desconocía el ataque del que había sido objeto, y si como decía el coadjutor, lo encerraban para evitarle problemas, en el scriptorium habría estado a salvo.
Al anochecer oyó el sonido de un cerrojo. Pensó en el conde, pero el hedor a orina le anunció al coadjutor. Luego escuchó su voz pausada ordenándole que se situara al fondo de la habitación. Él preguntó por su mujer, pero no recibió contestación. La orden resonó de nuevo y esta vez Gorgias obedeció. Al poco advirtió el movimiento de una portezuela en la parte inferior de la puerta. Cuando el torno se detuvo, comprobó que Genserico había depositado en su interior un trozo de pan y una jarra de agua. Al otro lado, el coadjutor le instó a que sacara los alimentos y pusiese en el torno la relación del material que precisaba.
– No hasta que me respondáis -declaró.
Transcurrieron unos instantes que se le antojaron eternos. Luego el torno volvió a girar, arrastrando con su movimiento el pan y el agua hacia fuera. Imaginó que Genserico retiraba los alimentos mientras él aguardaba. Luego oyó un portazo, y el silencio se prolongó hasta bien entrada la madrugada.
A media mañana Genserico regresó tarareando una cancioncilla. Tras comprobar que Gorgias seguía despierto, le informó que Rutgarda se encontraba bien. La había visitado en casa de su hermana.
– Le dije que pasaríais unos días trabajando en el scriptorium y ¿sabéis?, lo comprendió perfectamente. De paso le entregué dos panes y una ración de vino, y le aseguré que mientras permanecieseis con nosotros, cada día dispondría de otro tanto. Por cierto, me pidió que os entregase esto.
Gorgias observó cómo giraba el torno. Junto al pan y el agua del día anterior encontró un pequeño pañuelo bordado. Pertenecía a Rutgarda. Siempre lo llevaba puesto.
Lo cogió con delicadeza y lo guardó junto a su pecho. Seguidamente extrajo el pan y lo mordió con ansiedad. Al otro lado, Genserico le apremió. Pretendía la lista de lo que necesitara. Sin dejar de engullir, Gorgias anotó sobre la tablilla una relación extensa en la que obvió a propósito el polvo secante. A continuación simuló que repasaba las anotaciones. Luego la dejó en el torno e hizo girar el artefacto. Genserico se apoderó de la tablilla, la leyó cuidadosamente y se marchó sin decir palabra.
Una hora más tarde regresó cargado de pliegos, tinteros y otros útiles de escritura. El coadjutor le comunicó que cada día le visitaría para comprobar sus progresos, suministrarle alimento y retirar los excrementos. Antes de irse, le advirtió con malicia que también visitaría a Rutgarda. Luego se despidió y salió de la cripta, dejando al escriba con sus aparejos.
Cuando se supo solo, Gorgias comenzó a trabajar. Tomó uno de los códices traídos por Genserico y se volvió de espaldas a la puerta para ocultar sus movimientos. Con sumo cuidado, extrajo un pergamino en blanco. Lo extendió sobre el pupitre y recordó como si lo estuviera leyendo:
IN-NOMINE-SANCTAE-ET-INDIVIDUAL-TRINITATIS-PATRIS-SCILICET-ET-FILII-ET-SPIRITUS-SANCTI
– – -
IMPERATOR-CAESAR-FLAVIUS-CONSTANTINUS
Se sabía el texto de memoria. Había leído aquel encabezamiento cientos de veces, y transcrito otras tantas.
Se santiguó antes de empezar y acto seguido comprobó la piel sobre la que iba a efectuar el trabajo. Observó que, pese a su tamaño, resultaría insuficiente para conformar las veintitrés páginas en latín y las veinte en griego que precisaría. Luego deslizó los dedos sobre el sello imperial, que impreso al pie del pergamino representaba una cruz griega sobre un rostro romano. Circundando el sello se leía un nombre: «Gaius Flavius Valerius Aurelius Constantinus»; Constantino el Grande: primer emperador cristiano y fundador de Constantinopla.
La leyenda aseguraba que la conversión de Constantino había tenido lugar cuatro siglos atrás, durante la batalla de Puente Silvio. Al parecer, poco antes de la ofensiva, el emperador romano observó una cruz flotando en el cielo e, inspirado por la imagen, hizo bordar sobre sus estandartes el símbolo cristiano. La batalla concluyó con su victoria, y en agradecimiento renunció al paganismo.
Gorgias rememoró el contenido del documento.
La primera parte, o Confessio, relataba cómo Constantino, por entonces enfermo de lepra, acudía a los sacerdotes paganos del Capitolio, quienes le aconsejaban abrir una zanja, verter sangre de niños recién sacrificados y, aún caliente, bañarse en ella. No obstante, la noche anterior Constantino recibía una visión en la que se le aconsejaba que se dirigiera al papa Silvestre y abandonara el paganismo. Constantino obedecía, se convertía y era sanado.
La segunda parte, denominada Donatio, refería los honores y prebendas que, en pago por su curación, Constantino donaba a la Iglesia. De esa forma, reconocía la preeminencia del Papado romano sobre los patriarcados de Antioquia, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén. Además, para que la dignidad pontificia no desmereciera de la terrena, le donaba también el palacio lateranense, la ciudad de Roma, toda Italia y Occidente. Por último, y a fin de no infringir los derechos otorgados, Constantino erigiría una nueva capital en Bizancio, donde él y sus descendientes se limitarían a gobernar los territorios orientales.
Sí, no cabía duda: aquella donación representaba la supremacía de Roma sobre el resto de la cristiandad.
Con sumo cuidado, dividió el pergamino en los cuarterones que debían componer los cuadernillos. Luego fraccionó los pliegos en bifolias de idéntico tamaño y comprobó que disponía del número suficiente. Mojó el cálamo en la tinta y comenzó a copiar en el pergamino sellado. No dejó de hacerlo hasta que la noche acabó con el día.
El proceso de la taxidermia, lejos de incomodar a Theresa, logró que por un momento se olvidara de la daga. La joven observó que Althar había iniciado la construcción del armazón destinado a soportar el corpachón del oso. Para ello empleó un tronco central al que adhirió otros dos de menor calibre a modo de patas. El viejo le pidió que retirase la piel para probar el equilibrio de la estructura. Luego modificó la posición de las patas y las apuntaló con clavos y cuñas.
– Al final siempre se podrá aguantar con una cuerda -comentó poco convencido.
Encomendó a Theresa que separara de la piel los restos de grasa, la despiojara bien y la lavara con jabón. A ella no le resultó difícil porque en el taller de Korne acostumbraba realizar esa misma tarea. Cuando terminó, secó la piel y la colgó de un bastidor para orearla.
– ¿Las cabezas también he de limpiarlas? -preguntó.
– No. Espera un poco. -Se bajó del taburete y tiró la maza al suelo-. Esto es asunto aparte.
Se sentó sobre una piedra y colocó una cabeza entre sus piernas para examinarla. Tras comprobar que no sangraba, con un cuchillo realizó una incisión vertical desde la coronilla hasta la nuca, y añadió una segunda horizontal en la parte posterior del cuello hasta formar una T invertida. Luego desprendió la piel tirando con fuerza de los dos vértices hasta dejar el cráneo pelado.
– Echa la calavera a la cuba -pidió.
Theresa obedeció. En cuanto añadió el agua caliente, la cal comenzó a hervir y corroer los tejidos que aún permanecían adheridos al cráneo. Mientras, Althar repitió la operación con la otra cabeza.
A media mañana habían concluido toda la estructura. Althar extrajo uno de los cráneos perfectamente limpio y lo secó. Después lo situó sobre el extremo del tronco que hacía las veces de columna. Con las maderas y la calavera, el armazón adquirió el aspecto de un horrible espantapájaros. Sin embargo, Althar se mostró satisfecho con el resultado.
– Cuando la piel esté curada podremos terminarlo -aseguró.
De regreso a la cueva pasaron frente a unos extraños arcones de madera. Theresa se interesó por su utilidad.
– Son colmenas -le informó-. Los cajones se cubren con barro porque en invierno las abejas se vuelven frágiles. Sellando la estructura, aguantan calentitas…
– ¿Y las abejas?
– Dentro. Cuando acabe el invierno abriré las colmenas y en poco tiempo volveremos a tener miel.
– Me encanta la miel.
– Y a quién no… -dijo entre risas-. Esos bichos pican como cabrones, pero proporcionan lo suficiente como para endulzar los postres de toda una temporada. Y no sólo miel. ¿Ves este panal viejo? -Levantó la tapa de un arcón que yacía abandonado-. Es cera pura. Ideal para cirios y velas.
– No vi velas en la cueva.
– Porque las vendemos casi todas. Nosotros sólo las empleamos en casos muy justificados; cuando enfermamos y cosas así. Dios creó la noche para dormir: de lo contrario, nos habría hecho lechuzas.
Theresa pensó que podría coger algo de cera para rellenar las tablillas que aún guardaba en su bolsa y así practicar la escritura. Sin embargo, cuando se lo insinuó a Althar, éste se negó en redondo.
– Pero si se la devolveré intacta… -argumentó la joven. -En ese caso, tendrás que ganártela. Cerraron la tapa y siguieron caminando.
De regreso a la osera, Leonora les recibió con un apetitoso guiso de liebre. Comieron todos juntos porque Hóos ya caminaba, y bebieron con ganas para celebrarlo. Cuando terminaron, Althar se felicitó por el resultado de los cepos nuevos, y a continuación anunció que aquella misma tarde disecaría a Satán, tarea que desempeñaría él solo porque requería paciencia. Antes de partir, le dijo a Theresa que le proporcionaría algo de cera si encontraba unos ojos adecuados.
– ¿Unos ojos? -se extrañó ella.
– Para los osos… -le aclaró-. Los verdaderos se pudren, hay que sustituirlos por unos postizos. Si dispusiera de ámbar quedarían perfectos, pero no es el caso, así que habré de contentarme con los cantos rodados que encuentres en el río. -Sacó unas piedras de su bolso y se las mostró-. Más o menos como éstos, pero algo más lisos. Barnizados con resina parecerán auténticos.
Theresa asintió. Cuando terminó de fregar los cacharros, le comunicó a Leonora su intención de acudir al río.
– ¿Por qué no te acompaña Hóos? Un poco de aire fresco no le hará ningún daño.
A él le sorprendió escuchar la sugerencia, y a Theresa comprobar que la aceptaba sin problemas.
Salieron juntos de la osera, pero al poco ella tomó la delantera y siguió así hasta el riachuelo. Una vez allí, se agachó para buscar entre las piedras.
– Tal vez te sirva ésta -dijo Hóos.
Theresa cogió el canto y lo comparó con los que ya había seleccionado. Le molestó reconocer que el guijarro de Hóos era más liso y uniforme.
– Demasiado pequeño -objetó, y se lo devolvió casi sin mirarlo.
Él se lo guardó en su talega. Mientras la contemplaba, observó la delicadeza con que Theresa examinaba la textura y el color de las piedras; se fijó en sus dedos desplazándose furtivamente por los cantos para comprobar su rugosidad, en cómo los mojaba para resaltar su color, los sopesaba delicadamente y los clasificaba ateniéndose a un patrón que sólo ella parecía conocer. En ese instante ella se giró y sus ojos resplandecieron como el ámbar.
Él se hallaba ensimismado cuando Theresa perdió pie y cayó al río. Hóos corrió en su ayuda, y al sacarla sintió que algo en el pecho le quemaba. Terminaron de recoger las piedras y emprendieron el regreso, pero esta vez ella no se adelantó. Mientras avanzaban, él se interesó por la colecta de piedras y ella se mostró medianamente satisfecha. No hablaron más hasta llegar a las colmenas.
– Durante el invierno las tapan con barro. Para que las abejas no se mueran -presumió Theresa.
– Lo ignoraba. -No le dijo que el pecho le punzaba.
– Yo también -admitió con una sonrisa-. Me lo contó Althar. Parece un buen hombre, ¿no crees?
– Estamos aquí gracias a él.
– ¿Ves ese arcón de allá? Althar me dijo que podría utilizar su cera para rellenar mi tablilla. -Se acercó y levantó la tapa.
– ¿Qué es una tablilla? ¿Alguna especie de candil?
– No -rio-. Una cajita del tamaño de una hogaza de pan. Bueno, también las hay más grandes y más pequeñas. La mía es de madera, y una vez rellena de cera sirve para escribir en ella.
– ¡Aja! -asintió Hóos sin comprender demasiado.
– Cuando me seque iré a la cueva. ¡Ese lugar es asombroso! ¿Querrás acompañarme?
– Por hoy ya he caminado bastante -dijo quejándose-. Ve tú. Yo me tumbaré un rato y aprovecharé para cambiarme las vendas.
– Hóos…
– ¿Sí?
– No sé por qué la robé… De veras que lo siento. -Bueno. No te preocupes. Simplemente, no vuelvas a hacerlo.
Después de cambiarse, Theresa se encaminó hacia la cueva, no sin antes inspeccionar las piedras y seleccionar cuatro de forma lenticular y tamaño parejo. Se dijo que, una vez pintadas, parecerían retinas auténticas.
Cuando llegó a la osera se encontró con la portilla atrancada. Supuso que Althar se encontraría dentro, de modo que empujó la portezuela y entró. Halló al viejo trabajando en el armazón del oso, al que había añadido dos brazos de madera en posición caída.
– ¡Vaya! ¡Ya estás aquí! -comentó sorprendido-. Bueno, dime… ¿qué te parece?
La muchacha miró un instante la estrafalaria estructura.
– Horrible -contestó sin pensar.
Althar se lo tomó como un halago.
– Como debe ser -aseveró-. Así se venderá más caro… ¿Qué te trae por aquí?
– Traigo las piedras para los ojos. -Y se las mostró.
Althar las examinó cuidadosamente. Luego las depositó en la caja en que guardaba los escalpelos, raspadores y punzones.
– Valdrán -afirmó.
Entre ambos colocaron la piel ya tratada sobre el tosco armazón. Cosieron las junturas y rellenaron los huecos con heno seco y trapos. Después le añadieron el cráneo, y por último lo forraron con la piel de la cabeza. Cuando terminaron, el oso se asemejaba a un enorme muñeco desmadejado.
– No parece una fiera -se lamentó Althar.
Modificaron el relleno varias veces, pero el resultado fue aún peor. Hasta entonces, Althar nunca se había enfrentado a un trabajo de tan grandes proporciones. Finalmente, el viejo maldijo la figura y salió afuera a despejarse un rato.
Entretanto, Theresa meditó sobre el patético aspecto del oso. Comprendió que al permanecer erguido, el peso del heno hacía que éste se acumulase en la panza, ahuecando el torso y los hombros. Además, los brazos le colgaban inermes, y la cabeza, con la boca cerrada, siempre terminaba inclinada hacia abajo. Se dijo que el animal, en lugar de disecado, parecía ahorcado.
Salió en busca de Althar para comentarle sus apreciaciones, pero al no encontrarlo volvió a la osera y comenzó a trabajar sin consultárselo.
Cuando el viejo regresó, se quedó estupefacto. Theresa había modificado la postura de los brazos, que ahora lucían enhiestos y desafiantes por encima de la cabeza. En esa posición, el heno tendía a acumularse alrededor de los hombros, que era donde lo necesitaba. En las patas traseras había sustituido el heno por trapos pespunteados para mantenerlos ajustados.
– Y si introducimos heno entre la piel y la tela, no se apreciarán las protuberancias -le explicó.
Althar siguió mirando absorto. Advirtió que además había colocado un palo oscuro entre las fauces para que permaneciesen abiertas, confiriéndole a la bestia un aspecto amenazador. Le pareció imposible que aquel soberbio animal fuese el mismo espantajo que momentos antes había repudiado.
Regresaron al anochecer, cansados pero contentos. De camino se detuvieron en las colmenas para recoger la cera de Theresa. Cuando llegaron a la vivienda, Althar saludó a Leonora con un aparatoso beso y le contó los avances en el trabajo.
– Mis noticias no son tan buenas -se lamentó la mujer-. El joven ha empeorado.
Se dirigieron hacia el camastro de Hóos, el cual temblaba y respiraba con dificultad. Leonora les enseñó un paño con sangre. La había esputado.
– ¿La vomitó o la tosió? -preguntó Althar.
– Yo qué sé. Fue todo junto.
– Si la tosió es mal presagio. Hóos, ¿puedes oírme? -le habló al oído. El joven asintió. Althar puso su mano sobre el picho-. ¿Te duele aquí? -Volvió a asentir.
Althar torció el gesto y sacudió la cabeza. La presencia de sangre en los esputos sólo podía significar que una costilla había atravesado el pulmón y lo estaba desgarrando. Maldijo sin miramientos cuando se enteró de que había ido al río y se había esforzado.
– Si es eso, no podremos hacer nada -dijo en un aparte a su mujer-. Como mucho, rezar por él, y esperar hasta mañana.
Hóos pasó la noche tosiendo y quejándose. Leonora y Theresa se turnaron para atenderle, pero aun así apenas mejoró. Por la mañana, la fiebre le consumía. Althar comprendió que si no lo atendía Un médico, en unos días moriría.
– Mujer, prepara algo de comer. Marchamos a Fulda -anunció.
Estuvieron listos a media mañana. Althar cargó el carro con el oso disecado, la cabeza a medio terminar y los guijarros para las cuencas de los ojos. En medio dispusieron un jergón en el que acomodaron a Hóos Larsson. Cogieron los alimentos, un fardo de pieles para vender, y se despidieron de Leonora.
– Espero volver a verla -le dijo Theresa con los ojos humedecidos.
– Se curará -respondió ella, y le dio otro beso acompañado también de lágrimas.
La primera jornada transcurrió sin incidentes, deteniéndose lo preciso para comer el pastel de venado y aliviarse las vejigas. Hóos permaneció inconsciente y la fiebre no le bajó. Pasaron la noche junto a un arroyo. Se repartieron las guardias, que Theresa aprovechó para terminar de coser la cabeza del segundo oso. Cuando le colocó los ojos adquirió un aspecto formidable; o al menos, sin luz, así se lo pareció. Por la mañana reemprendieron el viaje y pasado el mediodía divisaron las columnas de humo que señalaban la proximidad de Fulda.
Aunque aún se encontraran distantes, a Theresa le impresionó el imponente aspecto de la abadía. Sobre un amplio promontorio, decenas de abigarrados edificios se atestaban unos contra otros, disputándose hasta el último palmo en que un madero pudiera clavarse o una valla ser construida. En su centro, concéntricas a las exteriores, se erguían las murallas que custodiaban el monasterio, una lúgubre construcción del mismo tono oscuro que el de la montaña sobre la que se asentaba. Más abajo, en las faldas, decenas de casuchas, chabolas, almacenes y graneros, se apretujaban contra talleres y corrales en tal desorden que nadie apostaría por distinguir los segundos de los primeros.
Conforme avanzaban, el sendero fue perdiendo su angostura hasta trocarse en un camino amplio y transitado por el que campesinos y animales discurrían desordenadamente. Las aisladas granjas, con sus tejados de zarzo y barro, salpicaban los campos definiendo con sus vallas de espino el poder de sus propietarios. Finalmente alcanzaron la ribera del río Fulda, frontera entre el tortuoso camino y la entrada sur de la ciudad.
Una interminable fila de campesinos aguardaban turno para atravesar el puente. Althar se cubrió el rostro con una capucha y arreó al caballo hasta situarlo al final de la hilera.
Cruzaron el viaducto después de pagar al vigilante un tarro de miel como tasa de pontazgo. Althar se lamentó porque podría habérselo ahorrado vadeando el río un par de millas más abajo, pero con el carro, los osos y Hóos malherido, había preferido evitarlo. Theresa no dijo nada. Se hallaba ensimismada con el trasiego de gente, el constante griterío, y el olor a guisos y humanidad aderezado con el que despedían las ovejas, gallinas y mulos, que parecían deambular con más libertad que sus mismos propietarios. Por un momento olvidó sus preocupaciones para distraerse con los mercaderes de telas, los vendedores de viandas, las tabernas improvisadas sobre toneles de cerveza y los grupos de pihuelos correteando entre los puestos de manzanas que festoneaban la gran puerta de entrada. Le parecía todo tan diferente, que por un instante creyó haber regresado a su antigua Constantinopla.
Althar enfiló el carro hacia un acceso lateral para evitar el bullicio de la travesía de los artesanos, dejó atrás el mercado y ascendió por un callejón despejado hasta desembocar en una plaza donde confluía una miríada de callejuelas. Allí aguardaron hasta que una comitiva procedente de la abadía terminó de desfilar y dejó espacio a los carros que esperaban para continuar hacia la colina.
Durante la espera, Althar le confió a Theresa que en la ciudad conocía a una persona que les hospedaría.
– Pero no se lo cuentes a Leonora -rio.
A Theresa le sorprendió el comentario. Althar detuvo el carro y le encargó que vigilase mientras se informaba. Luego se dirigió hacia un grupo de hombres que bromeaban en torno a una jarra de vino. Tras saludarles como si les conociera de toda la vida, regresó cariacontecido. Al parecer, la persona a la que buscaba se había mudado a la zona del arrabal. En ese instante, el boyero del carro que les precedía restalló el látigo y todos reemprendieron la marcha.
A poco para la abadía, giró por un callejón estrecho que atravesó rozando y continuó por un sendero que conducía a la parte oriental de la villa. Poco a poco, las casas se tornaron más viejas y oscuras, y los aromas de comidas y especias dieron paso a un persistente hedor a vino agrio. A la altura de una vivienda destartalada, Althar detuvo al caballo. Theresa observó que la casa tenía la puerta pintarrajeada de vivos colores. No estaba en ruinas, pero necesitaba un repaso. El viejo se apeó y entró sin llamar. Poco después regresó luciendo una flamante sonrisa.
– Baja. Nos harán de comer -dijo.
Descargaron los osos con el equipaje, y acomodaron a Hóos en la cantina.
Helga la Negra resultó ser una prostituta de lo más entretenida. Nada más reconocer a Althar, le sacó descaradamente la lengua, se recogió la falda mostrándole las rodillas y tras llamarle «tesoro», le plantó un sonoro beso en la mejilla. Luego le preguntó por aquella novia tan remilgada que traía, y continuó bromeando hasta el instante en que advirtió que les acompañaba un herido. Entonces olvidó las tonterías y pasó a ocuparse de Hóos como si en ello le fuera la vida.
Según le contó a Theresa, había trabajado como cantinera hasta que descubrió que chupársela a un vecino resultaba más lucrativo que al borracho de su marido, de modo que nada más enviudar vendió su casa y abrió una taberna con la que ganarse la vida. La llamaban la Negra porque su pelo era del color del tizón y sus uñas del mismo tono. Mientras hablaba, no paraba de reír, exhibiendo en su sonrisa unos llamativos huecos en el centro de sus encías. Theresa advirtió que el gracioso carmín que adornaba sus mejillas disimulaba algo las mellas y que, a pesar de las arrugas, aún podía considerársela una mujer atractiva. Mientras cambiaba los vendajes de Hóos, Helga preguntó a Althar por su esposa, y Theresa comprendió por qué el viejo le había pedido que le guardara el secreto.
Theresa jamás habría imaginado que una buscona pudiera albergar tan buen corazón. Nunca antes había tratado con una, ya que en Würzburg no las conocía, y de hecho le extrañó que en Fulda las hubiese tan cerca de una abadía. Cuando la mujer terminó con los cuidados le preguntó a Althar sobre la naturaleza de las heridas. Él le trasladó sus impresiones y ella pareció meditar una respuesta.
– Aquí el único físico es un monje que vive en el monasterio -contestó-, pero sólo atiende a los benedictinos. Los demás hemos de jodernos con el barbero dentista.
– Éste no es un herido cualquiera -repuso Althar molesto-. Precisa de alguien que sepa.
– Pues ya me contarás, cariño… Yo no puedo presentarme acompañada de un hombre a la puerta de la abadía. Y tú, aún menos: en cuanto te reconociesen te soltarían los perros.
Althar se atusó la barba. Helga la Negra llevaba razón. En el monasterio aún abundaban quienes opinaban que la muerte del hijo del abad había sido culpa suya. La única opción pasaba por avisar al barbero.
– Se llama Maurer -dijo Helga-. Por la mañana sale a atender a los enfermos, pero a mediodía ya está en la taberna del mercado, gastando hasta el último óbolo.
Althar pareció entender. Le pidió a Theresa que amontonase sus cosas bajo el camastro de Hóos y le acompañara. Helga cuidaría al enfermo.
– Nos vamos al mercado -anunció con una sonrisa-. Olvidaba que tenemos unos osos que vender.
Al llegar a la plaza, hubieron de instalarse en un extremo apartado porque los mejores espacios ya estaban negociados. La gente abarrotaba los puestos de comida, de cerámica, herramientas, aperos, semillas, tejidos o cestería, intercambiando unos con otros las más dispares mercancías. Era día de mercado y todo el mundo aprovechaba para mirar o charlar, a pesar de que cada semana se vendiese siempre lo mismo. Althar estacionó el carro contra una pared para evitar que los pilluelos le robaran por la espalda, levantó el oso y lo situó de pie sobre el propio carro, y justo a su lado dispuso la otra cabeza apoyándola sobre un soporte que improvisó con unos palos.
Le preguntó a Theresa si sabía bailar. Ella respondió que no, pero al viejo no pareció importarle. Le ordenó que subiera al carro y meneara el culo como le viniese en gana. Luego sacó un cuerno de caza y lo hizo sonar. Al principio acudieron unos mozalbetes desaliñados que se dedicaron a imitar los contoneos de Theresa, pero pronto se acercaron otros curiosos y enseguida formaron un corro alrededor de la carreta.
– Te cambio el oso grande por mi mujer -ofreció un campesino desdentado-. Tiene las uñas igual de largas.
– Lo siento, pero mi esposa ya es una fiera… -rio Althar.
– ¿Y dices que ese bicho es un oso? -apuntó otro desde más atrás-. Si apenas se le ven los huevos. -Los congregados rieron.
– Acércate a sus fauces y verás cómo se encogen los tuyos. -Y la gente volvió a reír.
– ¿Cuánto pides por la muchacha? -preguntó un tercero.
– La muchacha fue quien lo mató, así que imagina lo que haría contigo… -De nuevo carcajadas.
Un mozalbete les arrojó una col, pero Althar lo agarró por los pelos y le arreó un empellón que hizo escarmentar a los demás muchachos. Un vendedor de cerveza pensó que podría hacer negocio y trasladó su barril cerca del carro. Algunos borrachines le siguieron por si caía una invitación.
– Este oso devoró dos sajones antes de ser cazado -anunció Althar-. Guardaba sus esqueletos en la osera. Mató a mi perro y me hirió a mí -mintió enseñando una antigua cicatriz en su pierna-. Y ahora puede ser vuestro por tan sólo una libra de plata.
Al escuchar el precio, varios asistentes se dieron la vuelta y abandonaron el puesto. Si tuviesen una libra, adquirirían seis vacas, tres yeguas, o incluso un par de esclavos, antes que la piel remendada de un oso muerto. Los demás permanecieron atentos a los bailoteos de Theresa.
Una mujer ataviada con un abrigo de pieles finas pareció admirar el animal. La acompañaba un hombrecillo de aspecto elegante que, al advertir su curiosidad, envió a un siervo para interesarse por el precio.
– Dile a tu amo lo que ya sabe. Una libra el animal completo -dijo el viejo, e hizo sonar otra vez el cuerno.
El siervo palideció, pero su dueño no se inmutó al conocer la cifra. Envió de nuevo al sirviente para que ofreciera la mitad.
– Dile que por ese dinero no le vendo ni una raposa -repuso Althar-. Si quiere impresionar a su dama, que se rasque la bolsa, o que vaya él a cazarlo y se juegue las pelotas.
Cuando la pareja conoció la respuesta, se giró y desapareció entre el bullicio. Sin embargo, Althar observó que tras alejarse unos pasos, la mujer volvía la cabeza. El viejo sonrió y comenzó a recoger los bártulos.
– Ha llegado la hora de echar un trago -anunció a Theresa.
Antes de marchar, logró cerrar un par de negocios: vendió una piel de castor a un comerciante de sedas por un sueldo de oro, y cambió otra a un panadero por tres modios de trigo. Luego contrató a dos muchachos para que vigilaran el oso, no sin antes advertirles que él mismo les despellejaría si al volver faltaba algo. Fueron a la cantina y se sentaron junto a la ventana para vigilar el carro. Althar pidió dos vasos de vino y pan con salchichas, que les sirvieron de inmediato. Mientras bebían, Theresa le preguntó por qué había rehusado negociar el precio del oso.
– Deberías aprender el lenguaje de los negocios -respondió mientras engullía su ración de un solo bocado-. Y la primera lección es conocer a tu futuro cliente, cosa que, por suerte, a mí me ha sucedido. El hombre que se ha interesado es uno de los más ricos de Fulda: podría comprar cien osos y aún le sobraría dinero para adquirir mil esclavos. Y en cuanto a ella… ahí donde la ves no sé qué tendrá entre las piernas, pero siempre ha conseguido lo que se le ha antojado.
– Pues puede que desconozca ese lenguaje, pero el oso sigue ahí fuera, y si hubieseis rebajado el precio, tal vez ahora lo estaríamos celebrando.
– Y eso es lo que vamos a hacer -rio Althar, y le guiñó un ojo al tiempo que le señalaba la puerta: en ese instante entraba el hombre del que habían estado hablando.
El recién llegado se aproximó y cogió un taburete mientras la mujer que le acompañaba permanecía fuera admirando la figura del animal disecado.
– ¿Le importa? -preguntó.
Althar concedió casi sin mirar y el hombre se sentó con parsimonia. Enseguida se acercó el tabernero. Mientras le servían queso y vino, Theresa examinó el aspecto del invitado. Lucía anillos en todos los dedos y bajo su nariz colgaba un lacio bigote recién engrasado. Observó que sus vestidos, aunque ostentosos, aparecían salpicados de restos de comida. El hombre agarró la jarra de vino, y tras servirse un vaso, añadió al de Althar hasta rebosarlo.
– ¿Acaso no te gusta mi dinero? -preguntó directamente.
– Tanto como a ti mi oso -respondió Althar sin levantar la mirada del vaso.
El hombre sacó una bolsa que depositó encima de la mesa. Althar la cogió y la sopesó un instante. Al advertir su peso la dejó de nuevo frente a su propietario.
– Media libra es lo que gana al año uno de mis jornaleros -arguyó el hombre.
– Por eso no trabajo como jornalero -contestó Althar sin conceder importancia al comentario.
El hombre recogió la bolsa y se levantó irritado, salió un momento y habló con la mujer. Después volvió y de una patada hizo saltar la mesa en la que aún comían Theresa y Althar. Luego sacó dos bolsas y las arrojó sobre el estropicio.
– Una libra de plata. Que tú y tu puta sepáis disfrutarlo -dijo refiriéndose a Theresa.
– Eso haremos, señor. ¡Gracias! -Y apuró sin inmutarse el último trago.
Fuera, la mujer besó a su hombre y rio con zalamería mientras un par de siervos descargaban el oso para trasladarlo a su nuevo carro. Uno de los rapaces contratados por Althar intentó impedirlo, pero sólo consiguió que le dieran un sopapo. Cuando Althar salió de la taberna, llamó al chico y le regaló un óbolo por su valentía.
– Oye, mozuelo. ¿Tú sabes dónde puedo encontrar a Maurer, el barbero?
El zagal mordió el óbolo hasta que le crujieron los dientes y lo guardó entusiasmado. Subieron todos al carro y los condujo por unas callejuelas hasta una taberna situada a un par de manzanas de distancia. Una vez allí, el muchacho entró en el local, y al poco salió un hombre panzudo con el rostro picado de viruela. Althar bajó del carro y después de informar al barbero, acordaron el precio de la consulta. El hombre entró de nuevo a la taberna y salió de ella portando una talega. Después ambos subieron al pescante y todos se encaminaron hacia la cantina de Helga la Negra.
Pese a despedir olor a vino, el barbero se desempeñó con manifiesta destreza. Nada más llegar, afeitó el torso de Hóos y lo limpió con aceites. Luego examinó la induración de su pecho a la altura de las tetillas, controló su rubor, calor e hinchazón. Su aspecto cárdeno le hizo denegar con la cabeza. Luego escuchó su respiración con la ayuda de una trompetilla de hueso que aplicó sobre la herida, y después aspiró su aliento, que encontró agrio y espeso. Le prescribió una cataplasma porque juzgó innecesaria la sangría.
– La fiebre es lo que me preocupa -aclaró. Recogió las navajas y las piedras de colores con que las había afilado-. Tiene tres costillas rotas. Dos parecen estar soldando, pero la tercera alcanzó el pulmón. Por suerte entró y salió. La herida cicatriza bien, los soplos son débiles. Pero la fiebre… mal asunto.
– ¿Morirá? -preguntó Althar, y la Negra le propinó un pescozón en la coronilla-. Quiero decir… ¿vivirá? -se corrigió.
– El problema es la hinchazón. Si persiste, la fiebre aumentará. Existen plantas… Pócimas capaces de atajar el avance del mal, pero por desgracia yo no las poseo.
– Si es por dinero…
– Desafortunadamente, no. Me habéis pagado bien y yo he hecho cuanto podía -dijo mientras daba el último bocado al habitual tentempié con que las familias obsequiaban a los médicos.
– Y esas plantas de las que hablabais… -se interesó la Negra.
– No debí mencionarlas. Aparte del hinojo contra el estreñimiento, y el perifollo para las hemorragias, apenas las conozco.
– ¿Y entonces quién las conoce? -intervino Theresa-. ¿El físico del monasterio? Pues acompañadnos y hablemos con él. Tal vez vos consigáis que nos atienda.
El barbero se rascó la calva y miró a Theresa con pena.
– No creo que os sea de ayuda. El físico del que habláis murió el mes pasado.
A Helga se le cayeron los cacharros al suelo. La noticia también sorprendió a Althar, y golpeó aún más a Theresa. Sin llegar a expresarlo, los tres habían confiado en que el físico de la abadía auxiliaría a Hóos Larsson.
– Aunque tal vez podríais hablar con el boticario -apuntó Maurer-. A ese que llaman fray Herbolario. Es terco como una muía, pero a menudo se apiada de quienes acompañan sus ruegos con algún tipo de vianda. Decidle que vais de mi parte. Hago tratos con él y me tiene en estima.
– ¿Y vos no podríais…? -insistió Theresa.
– Tampoco es buen momento. A principios de mes se presentó en Fulda una legación eclesial enviada por Carlomagno. La encabeza un fraile britano al que el rey le ha confiado las reformas de la Iglesia, y por lo que cuentan, ha venido con el látigo en la mano. -Echó un trago de vino-. Bastaría que alguien le fuese con que en ocasiones me saco unas monedas ahuyentando a los malos espíritus para que me acusara de hereje y me colgase de un pino bien alto. Ese britano ha puesto patas arribas el monasterio, de modo que andad con cuidado.
Maurer terminó de extender la cataplasma y cubrió a Hóos con una manta. Antes de despedirse les indicó el modo de llegar hasta el boticario y le explicó a Helga cómo repetir las friegas sin apretar demasiado. Luego estrechó la mano a Althar y se marchó con gesto circunspecto.
Una vez solos, hasta las paredes enmudecieron.
La Negra se empolvó la cara y comenzó a ordenar la estancia en la que pronto empezaría a desempeñar su trabajo. Por su parte, Althar decidió que era buen momento para ir a la herrería a reparar el buje del carro.
Theresa se quedó junto a Hóos para enjugarle el sudor con un paño. Deslizó el lienzo sobre su rostro con la suavidad de un susurro, recorriendo sus cejas, sus párpados dormidos, rogando que el temblor que la dominaba no le enturbiase el sueño. Luego percibió cómo una humedad similar a la que le enjugaba añoraba a sus propios ojos, como si de algún modo ambos compartiesen el mismo sufrimiento. En ese instante se juró que mientras de ella dependiese, Hóos Larsson jamás moriría. Lo arrastraría hasta el monasterio si fuese necesario, y lograría que el boticario lo sanara con sus hierbas.
Cuando Theresa vio de nuevo a Helga, le pareció hallarse frente a una extraña. Su cabello suelto adornado con cintas de colores parecía menos cano, se había pintado los labios de color sangre y lucía unos coloretes exagerados que subrayaban sus regordetas mejillas. El pronunciado escote dejaba adivinar unos pechos abundantes que, aunque caídos, ella había levantado apretándolos con un refajo. Vestía una falda amplia rematada con un vistoso cinturón, y de su cuello colgaba un collar de cuentas que a cada paso bailaba sobre sus senos en un llamativo tintineo. La mujer tomó asiento y se sirvió un vaso de vino bien colmado.
– Bueno. Habrá que esperar -dijo mirando a Hóos. Al advertir que le rebosaba una lorza por la cintura, se la remetió descuidadamente bajo la falda.
– No creo que esta cataplasma le ayude. Deberíamos llevarle al boticario.
– Ahora debe descansar. Mañana, cuando veamos cómo amanece, ya veremos lo que hacemos. Althar me comentó que pretendías quedarte en Fulda.
– Así es.
– Y mencionó que no tenías familia. ¿Ya has pensado cómo vas a ganarte la vida?
Theresa se ruborizó. Lo cierto era que aún no se lo había planteado.
– Ya veo… -continuó la Negra-. Dime una cosa. ¿Aún eres doncella?
– Sí -respondió azorada.
– Desde luego se te nota en la cara. -Meneó la cabeza-. Si hubieses sido puta habría sido más fácil, aunque, bueno, para eso siempre se está a tiempo. ¿Qué pasa? ¿No te gustan los hombres?
– Me dan igual. -Miró a Hóos y se dio cuenta de que no decía la verdad.
– ¿Y las mujeres?
– ¡Por supuesto que no! -Se levantó ofendida.
Helga rio con descaro.
– No te asustes, princesa, que aquí no viene Dios a escucharnos. -Echó otro trago de vino. La miró y se limpió los labios con la mano, desdibujándose la pintura-. Pues tendrás que pensar en algo. La comida cuesta denarios, el vestido cuesta denarios, y la cama en que ahora duerme ese joven, cuando no se utiliza para follar, también cuesta denarios.
Theresa se sintió ofuscada. Por un instante no supo qué contestar.
– Mañana buscaré trabajo. Iré al mercado y preguntaré en los puestos y en el campo. Seguro que encuentro algo.
– ¿Qué oficios conoces? Lo mismo puedo ayudarte.
Le explicó que en Würzburg trabajaba en un taller de curtidos. También que conocía algo de cocina, recordando lo que había aprendido con Leonora. Sin embargo, evitó mencionar su habilidad con la escritura. Cuando la Negra se interesó por los detalles, le respondió que preparaba pergaminos, cosía cuadernillos y encuadernaba códices.
– Aquí no hay talleres de pieles. Cada uno se las arregla como puede. Tal vez en la abadía las trabajen, pero no puedo asegurártelo. ¿Y ganabas mucho con ese oficio?
– Me entregaban un pan cada día. A los aprendices no se les paga.
– ¡Aja!, que aún estás aprendiendo. ¿Y qué cobraba un jornalero?
– Pues uno o dos denarios al día, aunque por lo general también percibían comida. -No quiso explicarle que se consideraba una experta.
Helga asintió. En todas partes, el pago con alimentos o mercancías era la forma habitual de salario. Sin embargo, cuando Theresa le informó que les entregaban un modio de trigo, equivalente a un denario, la mujer rompió a reír.
– Se ve que nunca has acudido al mercado. Veamos. -Apartó las jarras a un lado de la mesa y comenzó a formar bolitas de pan con las migajas sobrantes-. Una libra de plata son veinte sueldos. -Terminó de hacer las bolitas y dejó dos filas de diez a un lado-. Y un sueldo se corresponde con doce denarios. -Elaboró unas cuantas más, pero se equivocó al contar y las envió todas al suelo de un manotazo-. En fin. Los sueldos son de oro, y los denarios de plata, ¿de acuerdo?
Theresa miró hacia arriba, como si buscase algo en el techo. De pronto respondió:
– Si doce denarios hacen un sueldo, y veinte sueldos hacen una libra… -Manejó los dedos un instante-. Entonces una libra equivale a ¡doscientos cuarenta denarios!
La Negra la miró asombrada. Imaginó que había acertado porque conocía la respuesta de antemano.
– Así es -concedió-. Doscientos cuarenta denarios. Con un denario se puede adquirir un cuarto de modio de trigo, o un tercio de modio de centeno. Incluso medio de cebada, o uno de avena. El problema es que para molerlos necesitarías de una muela de piedra, y las condenadas son caras como diablos, así que si encuentras trabajo, sería preferible que te pagasen en pan en lugar de en grano. A un denario le corresponderían doce barras de dos libras, pero tal cantidad, para una persona sola, sería demasiado.
– ¿Y entonces?
– En realidad sólo precisas una barra para tu consumo, de modo que te tocaría ir al mercado a cambiar las nueve barras restantes. Y digo nueve, porque si te quedas aquí, otras dos deberías entregármelas como pago por tu alojamiento. Una libra de carne o pescado cuesta aproximadamente medio denario, es decir, el equivalente a seis barras de pan de trigo. Después de eso, aún te restarían otras tres para canjearlas por sal, que al no pudrirse, siempre podrías volver a trocar en cualquier momento. Si no te gusta este lugar, puedo preguntar por el vecindario. Tal vez encontremos alguna habitación por ese precio.
– Pero necesitaré otras cosas. No sé… ropa, o zapatos…
– A ver, deja que te mire… Por ahora puedo prestarte algo. De todas formas, aunque un tejido de lana cueste a un sueldo la yarda, si la buscas usada puedes encontrarla por tres denarios. Despiojada y remendada te dará el mismo servicio que un abrigo nuevo. De hecho, ayer compré una librea de lana vieja. Eso son unas cuatro o cinco yardas, suficiente para dos o tres prendas. Te cederé un retal con el que podrás confeccionarte un precioso vestido nuevo.
Theresa no supo qué decir porque hacía rato que se había despistado. Mordisqueó un mendrugo de pan y se la quedó mirando. Se dijo que pese a su lenguaje brusco y sus modos groseros, Helga la Negra poseía un gran corazón.
– En cuanto a Hóos -añadió la mujer-, puede quedarse el tiempo que precise, pero necesito la cama porque a veces los clientes quieren divertirse un rato. Atrás, en el pajar, encontraréis sitio donde acomodaros.
Theresa la besó en la mejilla y la mujer se emocionó por el gesto.
– I Sabes? Tiempo atrás yo también fui bonita -sonrió Helga con amargura-. Hace mucho, mucho tiempo…
Durante la cena, Althar maldijo al gremio de los herreros, a sus miembros y, en especial, al usurero que le había reparado la rueda del carromato.
– El maldito cabrón me pidió un sueldo -volvió a quejarse-. Un poco más y se queda con el carro.
Luego anunció que al día siguiente regresaría a las montañas.
La Negra apenas habló. Theresa advirtió que, con el paso de las horas, los churretes de pintura habían transformado su cara en la de un espantajo. A duras penas mantenía los ojos abiertos. Había bebido más de la cuenta, pero aun así continuaba agarrada al vaso.
Después de limpiar la mesa, Theresa se retiró al pajar para atender a Hóos. Volvió a aplicarle una friega y comprobó que la fiebre le devoraba. Aquella noche no durmió porque el enfermo vomitó tres veces.
Durante la vela recordó a su padre y a Rutgarda. A cada poco los añoraba, y no había noche en que no les extrañase. Los imaginaba tristes y abatidos, y se culpaba por haberles decepcionado. Algunas veces se planteaba regresar, pero el miedo y la vergüenza la atenazaban. A menudo se consolaba imaginando que estarían bien, y fantaseaba sobre la forma de hacerles saber dónde se encontraba. Se prometió que encontraría el modo de hablarles, de explicarles lo sucedido para que algún día pudieran perdonarla.
Por la mañana la despertaron los bufidos de Althar, que intentaba enganchar el caballo al carro. Theresa incorporó a Hóos, aún confundido, y le ayudó a llegar a las letrinas del establo. Mientras él se aliviaba, ella apartó una ración del pastel que había preparado Helga para el boticario. Le pidió a Althar que antes de partir les condujese hasta la abadía y el viejo aceptó de buen grado.
No se despidió de la Negra porque estaba tan borracha que ni siquiera logró levantarse. En el establo, Theresa advirtió que el carro de Althar lucía como nuevo, pues el herrero, además de reparar el buje, también lo había lijado. Se situó junto a Hóos y lo abrigó para protegerle del rocío. Luego Althar hizo restallar el látigo y el animal emprendió parsimoniosamente el camino.
Las callejuelas se sucedieron mientras las primeras almas abandonaban sus casas para desplazarse a los campos. Siguiendo las indicaciones del barbero, se dirigieron hacia el flanco meridional de la abadía, donde, según sus palabras, encontrarían al boticario trabajando en el huerto. Debía de ser temprano, porque a través de la alambrada de zarzo no se divisaba ningún jornalero. Althar se apeó del carro y ayudó a acomodar a Hóos sobre un tocón cercano.
– Hemos llegado -anunció el viejo.
Un escalofrío sacudió a Theresa, que no supo si obedecía a la helada o al hecho de quedarse sola de nuevo. Miró agradecida a Althar y se abrazó a él cuando éste le extendió los brazos. Luego se apartó con los ojos brillando.
– Nunca le olvidaré, cazador de osos. Ni a Leonora. Dígaselo.
Él se frotó los párpados. Luego hurgó entre sus ropajes y sacó una bolsa de monedas que ofreció a Theresa.
– Es todo lo que conseguí. -Ella se quedó boquiabierta-. Por tu cabeza de oso -añadió él.
Althar se despidió de Hóos con un gesto. Luego arreó al caballo y lentamente desapareció entre las callejuelas anegadas por el barro.
Transcurrió un rato antes de que las campanadas de prima anunciaran el inicio de la actividad en el monasterio. Al poco se abrió una portezuela, y de la misma salieron varios monjes que comenzaron a merodear por las veredas del huerto. Los más jóvenes se dedicaron a limpiar y desbrozar perezosamente la maleza, mientras el más viejo, un fraile alto y desgarbado, se entretenía en examinar los arbustos agachándose de vez en cuando para acariciarlos. Theresa se dijo que el alto debía de ser el boticario, no sólo por su edad, sino también porque lucía la sarga de monje en lugar de la más tosca de novicio. El fraile alto continuó mata por mata en parsimoniosa inspección, hasta alcanzar el lugar donde aguardaba Theresa. En ese momento, ella aprovechó para chistarle.
– ¿Quién anda ahí? -preguntó el monje, e intentó vislumbrar a través del seto de zarzo.
Theresa se encogió como un conejo asustado.
– ¿Fray Herbolario? -preguntó con un hilo de voz.
– ¿Quién le busca?
– Me envía Maurer, el barbero. Por el amor de Dios. Ayúdenos.
Al apartar las zarzas, el fraile divisó a Hóos con el espinazo encorvado, doblado sobre sí mismo a punto de caer del tocón. De inmediato ordenó a dos novicios que lo trasladaran al interior del cercado. Theresa les siguió sin preguntar, cruzando por los corrales hasta un edificio achaparrado protegido por una puerta con un tosco candado. El fraile sacó de entre sus mangas una llave y tras un par de intentos empujó la puerta, que cedió con un crujido. Luego los novicios acomodaron a Hóos sobre una mesa tras apartar varios cuencos y, siguiendo las indicaciones del fraile, regresaron al huerto para continuar escardando y reparando las cercas. Theresa aguardó en el umbral de la puerta.
– No te quedes ahí fuera -dijo el fraile mientras componía los botes, tarros, frasquillas y redomas que trastabillados y desordenados se amontonaban a ambos lados de la mesa-. De modo que te envía el barbero, ¿eh? ¿Y dijo él que yo te ayudaría?
Theresa pareció comprender.
– Traje esto para vos. -Y le ofreció el pastel de carne preparado por Helga la Negra.
El fraile le echó un vistazo y lo apartó a un lado sin prestarle atención. Luego se volvió hacia la mesa y continuó ordenando los tarros mientras interrogaba a Theresa sobre el origen de la fiebre. Se mordió el labio al oír lo del pulmón.
Desplazó a un lado un alambique de desecado y sorteó una prensa de madera que aparecía ligeramente inclinada. Luego cogió una balanza de mano y un frasco que llenó de agua de un pozo interior, midió la cantidad y se dirigió hacia un enorme aparador donde descansaban decenas de recipientes de cerámica, entre los que comenzó a buscar algo. Theresa observó que le costaba distinguir los nombres escritos por la forma en que guiñaba los ojos.
– Veamos: Salix Alba… Salix Alba…-dijo acercando la nariz hasta rozar los tarros-. ¿Sabes? La salud es la integridad del cuerpo, el equilibrio de la naturaleza a partir de lo cálido y lo húmedo. Eso es la sangre. De ahí que se diga sanitas, como si se dijera sanguinis status. -Sacó un tarro, lo miró y volvió a dejarlo en su sitio-. Todas las enfermedades tienen su origen en los cuatro humores: la sangre, la bilis, la melancolía y la flema. Cuando aumentan por encima de lo natural, se producen las enfermedades. La sangre y la bilis originan las dolencias agudas, mientras que la flema y la melancolía producen las crónicas. ¿Dónde habrán puesto la corteza de sauce?
– Salix Alba. Aquí está -indicó Theresa.
El monje la miró con extrañeza. Luego se dirigió al tarro que señalaba la muchacha y comprobó que así era.
– ¿Sabes leer? -preguntó incrédulo.
– Y también escribir -respondió ella sin pudor.
El fraile enarcó una ceja, pero no comentó nada al respecto.
– Tiene flema en el pulmón -explicó-, para lo que no existe un único tratamiento. Disponemos de tal cantidad de tinturas, ensalmos y pociones, que dar con el adecuado nos llevará algún tiempo. Fíjate en este remedio. -Sacó una brizna de corteza del tarro-. Cierto es que el sauce infundido en leche disminuye la fiebre, pero igualmente lo consigue la harina de cebada disuelta en agua tibia, o el azafrán con miel. Cada remedio se comporta de distinta forma conforme a las distintas mezclas de sus proporciones, y cada paciente se revela distinto, como distintas son las naturalezas de los órganos que lo componen. Pulmones débiles o malheridos a veces sanan como por ensalmo, mientras que otros, en apariencia vigorosos y saludables, se inflaman sin motivo con la llegada de la primavera. Por cierto… ¿a qué se dedica este joven?
– Posee tierras en Aquis-Granum -aclaró, y aprovechó para contarle que ella se hospedaba con Helga la Negra hasta que encontrase algún trabajo.
– Interesante -comentó él. Dejó el tarro de sauce y cruzó la sala hasta una hornera que encendió con un candil-. Dios nos envía las enfermedades, pero igualmente nos ofrece los remedios para mejorarnos. Y del mismo modo que para alcanzar el paraíso estudiamos Sus palabras, debemos estudiar las de Empédocles, Galeno, Hipócrates o incluso Plinio, para encontrar la curación, ya sea bajo el polvo de un mineral de alumbre, ya sea entre las glándulas del prepucio del castor. Sujeta esta tintura -ordenó.
La muchacha aferró el recipiente en que el fraile había vertido un hervor oscuro. Le preocupaba que hablase tanto porque temía que de repente apareciese el enviado eclesial mencionado por Maurer, y les expulsase del monasterio antes de que el boticario aplicara el tratamiento.
– Y si hay varios remedios, ¿por qué no utilizarlos todos? -preguntó.
– Alibi tu medicamentum obligas. Déjame eso. -El fraile añadió un polvo claro y batió el suero que se enturbió hasta convertirse en blanquecino-. «Medicina» proviene de «medida», es decir, de la moderación, que es la premisa que debe guiar todos nuestros actos. Griegos fueron los padres de este arte iniciado por Apolo y continuado por su hijo Esculapio. Más tarde fue Hipócrates quien retomó su saber y lo elevó con sus conocimientos cautos y sabios. A él debemos su forma de entender la curación, basada en el razonamiento, la experimentación y la observación.
Theresa se impacientaba.
– Pero ¿cómo lo curaréis?
– La pregunta no es tanto «cómo», sino «cuándo». En cuanto a la respuesta, no depende de mí, sino de él. Así pues, deberá permanecer aquí hasta que eso suceda… si es que llega a suceder.
– La verdad, no creo que sea buena idea. El barbero nos comentó que la semana pasada llegó a la abadía un monje extranjero enviado por Carlomagno, y si es tan severo como dicen, me asusta que pudiera reprocharos algo.
– ¿Pues qué habría de decirme?
– No sé. Según parece, la abadía sólo se ocupa de sus propios enfermos, y si ese hombre se entera de que auxiliáis a un desconocido…
– ¿Cómo se llama?
– No sé. Sólo recuerdo que era un fraile extranjero.
– Me refiero al herido.
– Perdón -respondió azorada-. Larsson. Hóos Larsson.
– Pues bien, señor Larsson, un placer conocerle. Y una vez hechas las presentaciones, asunto solucionado.
Theresa esbozó una sonrisa, pero insistió.
– Si por cualquier causa ese hombre expulsa a Hóos antes de su curación, no podría perdonármelo.
– ¿Y qué te hace pensar así? Por lo que sé, ese «recién llegado» no es ningún demonio. Tan sólo pretende imponer orden en la abadía.
– Pero el barbero dijo…
– Por Dios, olvida al barbero. Además, para tu tranquilidad te aseguro que ese enviado de Carlomagno no se enterará de que Hóos se hospeda en la botica.
– Intentad comprenderme. Estoy muy preocupada. ¿Me aseguráis que, si Hóos se queda aquí, se recuperará?
– Ǽgroto dum anima est, spes est. Mientras hay vida, hay esperanza.
Theresa imaginó que tanta amabilidad no sería gratuita, de modo que sacó la bolsa con monedas que le había entregado Althar y se la ofreció. El fraile le prestó la misma atención que al pastel de carne.
– Guárdalo. Ya me lo compensarás de otro modo. O hagamos una cosa: vuelve mañana después de tercia y pregunta por el cirellero. Dile que fray Alcuino te está esperando. Tal vez pueda encontrarte un trabajo.
Cuando se lo contó a la Negra, ésta no dio crédito. -Seguro que ese boticario busca algo malo -afirmó. -¿A qué te refieres?
– Espabila, muchacha. Algo malo contigo.
– A mí me pareció honesto. En vez de comerse el pastel, se lo entregó a los novicios.
– A saber si no estaba ya empachado.
– ¡Si es flaco como un palillo! Oye -rio nerviosa-. ¿De qué clase de trabajo crees que se tratará?
– Pues si el boticario se comporta como Dios manda, quizá te emplee de doméstica, que los frailes mucho rezar y luego ensucian como puercos. O a lo mejor tienes suerte y necesita una cocinera, que tampoco te vendría mal para coger unas libras de peso. Pero si quieres que te sea sincera, hay decenas de muchachas dispuestas a limpiar letrinas, así que no entiendo su interés en contratar a una joven tan fina. En fin. Ándate con tiento y cuida bien de tu trasero.
Pasaron la mañana cocinando y ordenando la taberna. En la estancia principal había varios toneles que hacían las veces de mesas, algunos taburetes, una banca corrida y una tela colgante que separaba la zona de los clientes de la de la cocina. Junto al hogar, un anafre de hierro, dos trébedes, diversas pailas, un enjambre de sartenes, una caldereta, paletas de madera, cántaros y orzas desportillados, y un sinfín de jarras y platos amontonados a la espera de que llegase el agua del pozo para limpiarlos. Helga le explicó que había trasladado la bodega al altillo porque cuando guardaba el vino en la cocina, a la que se descuidaba, se lo sisaban. Detrás se ubicaba el almacén, mitad corral mitad gallinero, en que cada noche ejercía su oficio.
A mediodía comieron de las raciones que habían preparado para servir en la taberna, y volvieron a comentar el episodio del monasterio. Cuando terminaron, Helga propuso ir a la plaza mayor para ver al Marrano, un reo a quien acusaban de un terrible delito. Dijo que se arreglarían el cabello y se entretendrían contemplando cómo los muchachos le arrojaban berzas y nabos, y de paso comprarían algún afeite para perfumarse el cuerpo. Theresa acabó aceptando y salieron canturreando hacia la plaza del mercado.
Aunque los golpes propinados por los guardias habían convertido el cuerpo del Marrano en un pegote de carne magullada, aún se le apreciaba el rostro arrugado y lampiño del que provenía su apodo. El hombre permanecía acurrucado de rodillas, atado a un madero y vigilado por dos hombres armados con espadas. Theresa supuso que era un retrasado porque sus ojillos temblaban asustados, como si intentase comprender lo que le estaba ocurriendo. Decenas de personas lo rodeaban, amenazándolo y maldiciéndolo. Un muchacho azuzó a un perro para que le mordiera, pero el animal se revolvió y salió huyendo. Helga compró dos cervezas a un vendedor ambulante y buscó un lugar desde donde contemplar el espectáculo, pero varias mujeres la señalaron con el dedo, así que finalmente decidió retirarse a un sitio más discreto.
– Nació tonto, pero en treinta años nadie imaginó que fuera peligroso -le contó a Theresa mientras acomodaba su culo contra un murete.
– ¿Peligroso? ¿Qué ocurrió?
– Antes nunca había dado problemas, pero la semana pasada encontraron desnuda y despatarrada en la ribera del río a una muchacha a la que solía importunar. Le había cortado el cuello.
Theresa no pudo evitar rememorar el incidente con aquellos sajones que habían intentado violentarla. Entonces apuró su cerveza y pidió a la Negra que volvieran a la casa. La mujer accedió de mala gana, porque hacía tiempo que en Fulda no escarmentaban a un asesino, aunque se conformó diciéndose que ya disfrutaría el día del ajusticiamiento. De regreso se detuvieron a comprar los afeites que Helga utilizaba para ejercer su oficio. Eligió un frasco con aroma a resina de pino y otro más profundo, parecido al incienso. Theresa no comprendió por qué en lugar de cobrarle por los afeites, el comerciante le guiñaba un ojo y quedaba con ella para luego.
Por la tarde acudieron a la taberna dos borrachos que bebieron vino barato hasta que se les acabó el dinero. Cuando marcharon, Theresa propuso a Helga acercarse al monasterio para saber del estado de Hóos, pero Helga le recomendó que esperase a la cita concertada con el boticario. Por la noche se presentaron en la taberna tres jovenzuelos que cenaron, rieron y se fueron. Al poco llegaron cinco jornaleros que apestaban a sudor, en busca de alimento. Tomaron asiento cerca del fuego, pidieron cerveza en abundancia y bromearon sobre cuál de las dos mujeres acabaría antes con las enaguas por los suelos. Después de atenderles, la Negra dejó a Theresa a cargo de la cocina y salió en busca de unas amigas, ya que pronto las necesitaría. Regresó del brazo de dos mujeres pintarrajeadas, vestidas con ropas coloridas, que nada más llegar se sentaron en los regazos de los jornaleros para chillar y reír al compás de sus caricias. Uno de ellos deslizó la mano bajo la falda de la que tenía encima y la mujer fingió un gritito. Otro ya bebido ofreció un trago a la suya y derramó el vino por su escote, pero la joven, en lugar de reprochárselo, le respondió enseñándole un pecho. En aquel instante, Theresa comprendió que lo más apropiado sería retirarse, pero uno de los jornaleros lo advirtió y se interpuso en su camino. Por fortuna, la Negra lo tranquilizó prometiéndole al oído una noche de desenfreno. Luego dijo a la joven que fuera al almacén y se encerrara en la bodega.
Theresa pronto descubrió que la bodega de un prostíbulo no era lugar para pasar una noche tranquila. Desde su altillo se dominaba el rincón que uno de los jornaleros había elegido para arrodillar a una mujer y que ésta le devolviera su miembro a la vida. Cuando la mujerzuela lo logró, el hombre le apartó la cabeza, se encajó entre sus piernas y movió el trasero como si tiritara con fuerza. Luego dio un par de respingos, maldijo a la prostituta y se dejó caer sobre su cuerpo blancuzco. Al rato apareció Helga acompañada del comerciante de afeites. Los dos rieron al ver a la otra pareja dormida. El comerciante hizo ademán de despertarlos, pero Helga se lo impidió. Después comenzaron a toquetearse en un camastro cercano, pero al menos ellos se cubrieron con una capa que ocultó sus cuerpos.
Cuando Theresa logró dormirse, soñó con Hóos. Sin pretenderlo lo imaginó desnudo, al igual que ella misma, él acariciando su cabello, su cuello, sus senos; acariciándola entera. Sintió algo extraño que la despertó asustada. Luego, cuando se tranquilizó, pidió perdón a Dios por pecar de aquella manera.
Por la mañana, Theresa ordenó la taberna, que parecía un campo de batalla. Después preparó un desayuno que tomó sola, ya que la Negra continuaba con resaca. Cuando por fin se levantó, la mujer se lavó la entrepierna en una palangana mugrienta, habló del frío que hacía y le ofreció a Theresa varios consejos antes de que marchara.
– Y sobre todo, no les digas que me conoces -recalcó con los párpados hinchados.
Theresa se despidió con un beso, recordando que ya le había comentado al boticario dónde se alojaba. Luego corrió hacia la abadía porque comenzaban a tañer las campanas que anunciaban el oficio de tercia. Cuando llegó a la puerta principal, la atendió un monje grueso de aspecto retraído que se sorprendió al escuchar sus pretensiones.
– En efecto, soy el cirellero, pero aclárame una cosa, ¿con quién dices que has de encontrarte? ¿Con el boticario, o con fray Alcuino?
Theresa se sorprendió, pues daba por hecho que el boticario y fray Alcuino eran la misma persona, pero el cirellero, al advertir sus dudas, cerró la portezuela dejándola fuera. Ella repicó con los nudillos, pero el religioso no abrió hasta que tuvo que vaciar fuera un cubo de desperdicios.
– Si continúas molestando te azotaré con una vara -la amenazó.
Theresa buscó una respuesta que no encontró. Por un instante pensó en empujar al fraile y correr hacia el huerto, pero se dijo que, si le ofrecía la carne que traía para el boticario, tal vez lograra convencerle. Cuando el cirellero vio el aspecto de las chuletas, los ojos se le agrandaron.
– Decídete, muchacha. ¿A quién quieres ver? -preguntó, apoderándose de las viandas.
– A fray Alcuino. -Supuso que el portero era corto de entendederas.
El hombre mordió una chuleta mientras guardaba la otra en una manga de la sotana. Luego le franqueó el paso y, tras cerrar, le dijo que lo acompañara.
Para asombro de Theresa, en lugar de encaminarse hacia el huerto, el cirellero atravesó los corrales pateando gallos y gallinas, dejó atrás las cuadras, pasó por delante de la cocina y, tras sortear los graneros, se dirigió hacia un edificio de piedra que destacaba entre los demás por su apariencia mayestática. El hombre llamó a la puerta y esperó.
– La residencia de los optimates. Aquí se alojan los huéspedes importantes -explicó.
Abrió un acólito cuya toga oscura contrastaba con la palidez de su cara. El hombre miró al cirellero y asintió como si los estuviera esperando. Luego pidió a Theresa que le siguiera.
Evitando las estancias comunes, tomaron una escalera que les condujo a una sala de paredes lujosamente revestidas con tapices de lana. Los muebles estaban labrados y sobre la mesa principal descansaban varios volúmenes dispuestos en círculo, sobre los que se derramaba el hilo de luz que se filtraba por los ventanales de alabastro. El acólito le indicó que esperase y acto seguido abandonó la estancia. Instantes después entró la figura alargada del boticario; lucía una exquisitapénula blanca afianzada mediante un cinturón adornado con recamos y chapas de plata. Theresa se avergonzó de su vestimenta porque era la misma que llevaba desde el día del incendio en Würzburg.
– Disculpa mi atuendo de ayer, aunque no sé bien si debería excusarme por el atuendo de hoy. -Sonrió el boticario-. Por favor, toma asiento.
El religioso se acomodó en un sillón de madera y Theresa hizo lo propio sobre un taburete dispuesto a su lado. El fraile la observó. Ella se fijó en su cara huesuda de añejada piel blanca, fina como capa de cebolla.
– ¿Por qué nos encontramos en este lugar? ¿Y qué hacéis vestido como un obispo? -preguntó finalmente Theresa.
– Bueno, no exactamente como un obispo. -Volvió a regalarle una sonrisa-. Mi nombre es Alcuino. Alcuino de York, y en realidad sólo soy un fraile. Peor aún: ni siquiera me he ordenado como sacerdote, aunque en ocasiones, por el cargo que ostento, me vea obligado a cubrirme con estos pretenciosos trapos. En cuanto a este lugar, temporalmente resido aquí, acompañado por mis acólitos. Bueno, en verdad me alojo en el cabildo catedralicio, que se encuentra ubicado en la otra parte de la ciudad, aunque ciertamente ese detalle no es demasiado importante.
– No entiendo.
– Lo cierto es que te debo una disculpa. Ayer debí explicarte que no soy el boticario.
– ¿No? ¿Entonces quién sois?
– Pues me temo que ese «recién llegado» del que tan mal te han hablado.
Theresa dio un respingo. Por un instante imaginó que el destino de Hóos pendía de un hilo, pero Alcuino la tranquilizó.
– No has de preocuparte. Si, tal como imaginabas, hubiese querido echarle, ¿no crees que ni siquiera le habría atendido? En cuanto a mi identidad, lo cierto es que no pretendía confundirte. El boticario murió anteayer, de repente. Es un asunto del que ya te hablaré. Casualmente entiendo bastante de hierbas y emplastos, de modo que cuando me sorprendiste en el huerto no pensé en otra cosa que en auxiliar a tu amigo.
– Pero después…
– Después no quise preocuparte. Pensé que dados tus recelos, saber la verdad tan sólo te hubiera intranquilizado.
Theresa guardó silencio y luego preguntó:
– ¿Cómo se encuentra?
– Gracias a Dios, mucho mejor. Más tarde iremos a visitarlo. Pero ahora hablemos de lo que te ha traído aquí. Hablemos de tu trabajo. -Cogió uno de los volúmenes de la mesa y lo ojeó con sumo cuidado-. Phaeladias Xhyncorum, de Juan Aeropagita. Una auténtica maravilla. Que yo sepa, sólo existe otra copia en Alejandría y un facsímil en Northumbria. Dijiste que sabías escribir, ¿no es así?
Theresa asintió.
El fraile dio unas palmadas y al poco apareció la figura del acólito portando unos utensilios. Alcuino los depositó frente a la joven con cuidado.
– Me gustaría que transcribieses este párrafo.
Theresa se mordió el labio. Si bien era cierto que sabía escribir, últimamente lo había hecho sobre tablillas de cera, dado que el pergamino resultaba demasiado oneroso para ser desperdiciado. Recordó que, en palabras de su padre, el secreto de la escritura residía en la elección de una pluma adecuada: ni demasiado ligera, para evitar un trazo suelto, ni en exceso pesada, porque impediría la obligada fluidez y gracia. Dudó entre varias, pero al final se decidió por una de ganso rosa que sopesó un par de veces antes de alisar el vexilo y las bárbulas. Luego comprobó el tajo del ombligo por donde fluiría la tinta. Lo juzgó romo y demasiado inclinado, así que seccionó una nueva punta con la ayuda de un escalpelo. Después examinó el pergamino.
Escogió la cara más suave. Con la ayuda de un punzón y una tableta, trazó varios renglones invisibles para usarlos como guía. Seguidamente colocó el texto en un atril y mojó el cálamo en la tinta hasta que la pluma goteó. Respiró hondo, y comenzó a escribir.
Las primeras letras, aunque temblorosas, fueron surgiendo encadenadas. Después la tinta fluyó brillante y sedosa mientras la pluma se deslizaba con la delicadeza de un cisne sobre el agua. Desafortunadamente, al inicio de la octava uncial apareció un borrón que estropeó la hoja.
Por un instante pensó en abandonar, pero apretó los dientes y siguió con decisión. Cuando terminó el texto, raspó y sopló el error, limpió los restos de secante y finalmente se lo entregó a Alcuino, quien no había dejado de observarla. El fraile examinó el pergamino y luego miró a Theresa con gesto adusto.
– No es perfecto -concluyó-. Pero servirá.
Theresa observó cómo los ojos del fraile volvían de nuevo al texto. Eran de un azul pálido, apagado, de ese color vacuo que nubla los ojos de los más ancianos. No se correspondían con la edad que aparentaba, que calculó en los cincuenta y cinco.
– ¿Necesitáis un escriba? -se atrevió a preguntar.
– Así es. Para ayudarme en mis trabajos contaba con Romualdo, un monje benedictino que siempre me ha acompañado. Desgraciadamente, enfermó al poco de llegar a Fulda. Murió un día antes que el boticario.
– Lo siento. -No supo decir más.
– Yo también. Romualdo era mis ojos, y a veces incluso mis manos. Últimamente mi vista ha ido mermando, y aunque recién levantado aún aprecio una brizna de azafrán o una grafía enrevesada, conforme avanza la tarde, la vista comienza a nublárseme y me cuesta más trabajo. Era a esas horas cuando Romualdo leía por mí, o transcribía mis comentarios.
– ¿Acaso no podéis escribir?
Alcuino alzó la mano derecha y mostró su dorso a Theresa. Temblaba como si estuviese tiritando.
– Apareció hace cuatro años. A veces el temblor se extiende por el codo, impidiéndome incluso beber. Por eso necesito a alguien que escriba mis notas. Acostumbro tomarlas de los sucesos que voy observando, de forma que pueda luego reflexionar sin olvidar ningún detalle. Además, deseaba transcribir unos textos de la biblioteca del obispo.
– ¿Y no hay más escribas en la abadía?
– Ciertamente. Están Teobaldo de Pisa, Baldassare el viejo y también Venancio; los tres demasiado mayores para tenerlos tras de mí todo el día. También Nicolás y Mauricio, pero éstos, aunque pueden escribir, no saben leer.
– ¿Cómo es posible?
– La lectura es un proceso complejo, exigente, que requiere de un afán y una capacidad que no todos los frailes poseen. Sin embargo, y por extraño que parezca, existen copistas que pueden imitar con absoluta maestría los signos sin necesidad de entender su significado, aunque éstos, claro está, son incapaces de escribir al dictado. Así pues, los hay que pueden escribir, o mejor dicho, transcribir, pero no son capaces de leer, y quienes sabiendo medianamente leer, resulta que no han aprendido a escribir; a ésos habríamos de añadir los que, pese a saber leer y escribir, sólo dominan el latín. Si además excluimos a los que confunden la ele con la efe, a quienes escriben exasperantemente despacio, a los que cometen errores a propósito, o a los que se aburren con el oficio y se quejan de dolor de manos, apenas nos quedan unos pocos. Y por desgracia, ni todos pueden, ni quieren dejar de lado sus tareas para ayudar a un recién llegado.
– Pero vos podríais obligarles…
– Bueno. Por mi cargo, sí, pero digamos que no me interesa la ayuda de ningún desganado.
– ¿Y qué cargo es ése? -Se mordió la lengua por su curiosidad.
– Podría compararse a un maestro de maestros. Carlomagno ama la cultura, y el reino franco adolece de ella. Por eso el rey me ha confiado la responsabilidad de que la educación y la palabra de Dios alcancen hasta el último rincón del reino. Al principio lo tomé como un honor, pero he de admitir que esa tarea se ha tornado una ardua responsabilidad.
Theresa se encogió de hombros. Seguía sin comprender qué pretendía Alcuino, pero supuso que si deseaba ayudar a Hóos debería aceptar el trabajo. En ese instante el fraile le indicó que había llegado el momento de visitar al enfermo. Antes de salir, cubrió a Theresa con una toga para resguardarla de miradas indiscretas.
– Lo que me extraña es que creáis que pueda ayudaros. No sabéis nada de mí.
– Yo no me atrevería a afirmar tanto… Por ejemplo, sé que te llamas Theresa, y que sabes leer y escribir griego.
– Eso no es demasiado.
– Bueno. También podría añadir que procedes de Bizancio, sin lugar a dudas de una familia acaudalada, aunque venida a menos; que hasta hace unas semanas vivías en Würzburg, donde trabajabas en el taller del percamenarius; que hubiste de escapar por culpa de un inesperado incendio; y que eres obstinada y decidida hasta el punto de sobornar al cirellero con dos chuletas de carne para que te franqueara el paso.
Theresa balbuceó. Era imposible que Alcuino conociera aquellos hechos; ella ni siquiera se los había contado a Hóos. Por un instante pensó que se encontraba frente al mismísimo diablo.
– Y por si lo estás pensando, no. No ha sido Hóos quien me lo ha contado.
Theresa se asustó aún más.
– Entonces quién.
– Sigue caminando -sonrió-. La pregunta adecuada no es «quién», sino «cómo».
– ¿A qué os referís? -Y continuó avanzando.
– A que cualquiera, con la adecuada experiencia y el suficiente grado de observación, podría haberlo adivinado. -Se detuvo un instante para explicarse-. Por ejemplo: tu procedencia bizantina es fácil de argumentar si se repara en la naturaleza de tu nombre, Theresa, originario de Grecia e impropio de estos pagos. Si a eso añadimos tu acento, una infrecuente mezcla de romance y griego, no sólo confirmaríamos esta teoría, sino que además entroncaría con la afirmación de que llevas en la región varios años. Incluso si todo ello fuera insuficiente, tan sólo habría que recordar tu capacidad para leer los tarros de las medicinas, unos tarros cuyos contenidos, por motivos de seguridad, están inscritos en griego.
– ¿Y lo de la familia acaudalada venida a menos? -Volvió a detenerse, pero Alcuino continuó andando.
– Bueno. Es lógico suponer que sabiendo leer y escribir, no procedas de una familia de esclavos. Además, tus manos no presentan las típicas cicatrices provocadas por el trabajo. Al contrarío, sólo se aprecia cierta corrosión en las uñas y algunos débiles cortes entre el índice y el pulgar izquierdos, ambas marcas, propias del oficio de percamenarius. -Se detuvo un momento para que cruzara una procesión de novicios-. Todo ello nos conduce a que tus padres poseían suficiente riqueza para que su hija, exquisitamente educada, no se viese obligada a trabajar en el campo. Sin embargo, las ropas que vistes son pobres y raídas, y tampoco gastas buenos zapatos, lo cual significa que, por alguna causa, la otrora abundancia de tu familia parece haberse desvanecido.
– Pero ¿qué os hace suponer que residía en Würzburg? -La procesión terminó y reanudaron el paso.
– El que no vivías en Fulda era obvio, pues ni siquiera conocías el aspecto del boticario. Así pues, sólo cabía considerar una villa de los alrededores, ya que con este temporal sería impensable que procedieses de un lugar más lejano. Las tres ciudades más próximas son Aquis-Granum, Erfurt y Würzburg. Si hubieses vivido en Aquis-Granum, sin duda yo lo habría sabido, puesto que resido allí. En Erfurt no existe taller de percamenarius, luego por simple eliminación, fue fácil elegir Würzburg.
– ¿Y lo del incendio?
– He de admitir que en eso fui más atrevido. Al menos, al señalarlo como la causa de tu huida. -Se dio la vuelta y continuó caminando sin concederse importancia-. Tus ropajes y tus brazos aparecen salpicados de pequeñas quemaduras, que pese a lo dispersas, se aprecian de igual aspecto: exiguas y puntuales, señal de que se produjeron en un único suceso. De su naturaleza y extensión se desprende que se originaron durante un incendio, o al menos durante un gran fuego, ya que las marcas se encuentran diseminadas tanto por delante como por detrás del vestido. Además, las quemaduras de los brazos aún no han cicatrizado, de modo que el suceso hubo de tener lugar hará poco más de cuatro semanas.
Theresa lo miró sin dar crédito. Aunque sus explicaciones sonaran razonables, seguía sin creer que alguien pudiera inducir tanta información con un simple vistazo. Apresuró el paso rodeando un jardincillo que conducía a un edificio achaparrado.
– Pero ¿y lo de las chuletas cómo pudisteis averiguarlo? Cuando se las di, me encontraba a solas con el cirellero.
– Eso fue lo más fácil -dijo entre risas-. Cuando ese glotón te acompañó hasta la residencia de los optimates, no esperó a que entrases para sacar la segunda chuleta y comérsela de tres bocados. Lo vi desde la ventana en que aguardaba tu llegada.
– Sin embargo, eso no significa que fuera yo quien se las entregara. Y menos aún, a cambio de que me franqueara la entrada…
– También eso tiene una explicación: los benedictinos no podemos comer carne porque así lo prohíbe la regla de san Benito. Sólo en determinados casos se autoriza a los enfermos, y desde luego, ése no es el caso del cirellero. Así pues, alguien ajeno a la abadía tuvo que proporcionarle las chuletas. Cuando él llegó al edificio ya venía masticando, cosa extraña porque era la hora tercia y en el monasterio sólo se realizan dos comidas al día, la primera antes de maitines, y la segunda, la cena, antes de tercia. De ahí lo de la primera chuleta, que supe que era tal, al ver cómo escupía un trozo de hueso. Por lo demás, ayer me trajiste un pastel de carne como regalo, luego era lógico especular que hoy repetirías el mismo acto. -Se agachó para enderezar una lechuga que nacía torcida-. Por si ello no fuera suficiente, antes de comenzar a escribir el texto te limpiaste las manos en un paño y dejaste un rastro de grasa al que pronto acudieron un par de moscas. Y no creo que una muchacha con tan buena educación se presentase así de sucia ante un presunto boticario.
Theresa guardó silencio aturdida. Seguía costándole aceptar que Alcuino no se sirviera de las artes de la brujería para aquellas adivinaciones, pero no tuvo ocasión de replicar porque un olor azufrado le avisó que estaban llegando al hospital de la abadía.
Antes de entrar, Alcuino le solicitó brevedad en la visita.
El hospital constaba de una sala amplia y oscura, con dos hileras de camas, en su mayoría ocupadas por frailes demasiado decrépitos para servirse por sí mismos. También disponía de una habitación pequeña donde descansaban los cuidadores y una estancia anexa destinada a los enfermos externos al monasterio. Alcuino le explicó que, pese a lo que hubiera oído, seguían atendiendo a los lugareños. Al instante se personó un fraile grueso que les informó que Hóos se había levantado para evacuar y caminar un poco, pero que se había cansado y acostado de nuevo. También les dijo que había desayunado pan de trigo con un poco de vino. Alcuino respondió con mala cara, indicándole que en adelante cuidaran de suministrar tan sólo pan de centeno. No obstante, se alegró al conocer que no había escupido sangre desde su última visita. Mientras Alcuino se interesaba por los otros pacientes, Theresa se acercó al camastro de Hóos, donde permanecía cubierto por una gruesa piel y un velo de sudor en el rostro. Le rozó el cabello con la mano y el joven abrió los ojos. La muchacha le sonrió, aunque él tardó en reconocerla.
– Dicen que pronto te recuperarás -lo animó.
– También dicen que este vino es bueno -respondió Hóos con otra sonrisa-. ¿Qué haces vestida con una toga de novicio?
– Tuve que ponérmela. ¿Necesitas alguna cosa? No puedo quedarme mucho tiempo.
– Curarme es lo que necesito. ¿Sabes cuántos días me tendrán aquí? Odio a los curas casi más que a los matasanos.
– Supongo que hasta que te recuperes. Por lo que he oído, al menos una semana, pero vendré a verte a menudo. A partir de hoy trabajo aquí.
– ¿Aquí, en el monasterio?
– Así es -sonrió-. No sé bien de qué, pero creo que como escriba.
Hóos asintió con la cabeza. Parecía muy cansado. En ese momento Alcuino se acercó para interesarse por su estado.
– Me alegro de tu mejoría. Si sigues así, en una semana estarás cazando gatos, que es lo único que encontrarás por los alrededores de esta abadía -le informó.
Hóos volvió a sonreír.
– Ahora hemos de marcharnos -agregó Alcuino.
A Theresa le habría gustado besarle, pero se despidió con una mirada rebosante de ternura. Antes de partir, Alcuino instruyó al enfermero sobre el tratamiento que debía aplicar al joven durante el resto del día. Luego le indicó a Theresa el camino hasta la salida de la abadía. Mientras la acompañaba le informó de que los fundamentos de una ciencia, o theorica, suministraban los elementos necesarios para llevar a cabo su practica, y que el conocimiento de ambos componentes -theorica y practica- mejoraba la operado, o práctica cotidiana.
– Al menos, así debería suceder en el arte de la medicina. Y del mismo modo -añadió-, también en la escritura.
A ella le extrañó que un mismo fraile conociese de dos artes tan dispares, escritura y medicina, pero después de lo visto con su capacidad adivinatoria, no quiso hacerse demasiadas preguntas.
Una vez en la puerta, Alcuino se despidió de ella y la emplazó para el día siguiente, a primera hora de la mañana.
Cuando llegó a casa de Helga, la encontró llorando tendida sobre la cama. La estancia aparecía revuelta, las sillas volcadas y restos de vasos y jarras de loza esparcidos por todas partes. Trató de consolarla, pero Helga ocultó la cabeza entre los brazos como si su mayor interés fuese que Theresa no le viera la cara. La joven la abrazó sin saber cómo reconfortarla.
– Debería haber matado a ese cabrón cuando me dio la primera paliza -dijo por fin entre sollozos la Negra.
Theresa humedeció un trapo en agua para limpiarle la sangre reseca. Tenía un párpado abierto y los labios reventados, pero más que por el dolor parecía llorar de rabia.
– Deja al menos que te lave -le pidió.
– ¡Maldito sea mil veces! ¡Maldito sea!
– Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Quién te ha pegado?
La Negra rompió a llorar desconsoladamente.
– Estoy encinta -sollozó-. De un cabronazo que casi me mata.
Le contó que, pese a tomar precauciones, no era la primera vez que la dejaban preñada. Al principio había seguido los consejos de las parteras: desnudarse, embadurnarse en miel y revolcarse sobre un montón de trigo; luego recoger con cuidado los granos adheridos al cuerpo y molerlos manualmente al contrario que de la forma habitual, de izquierda a derecha. Con el pan resultante se alimentaba al varón con el que se iba a copular, a quien de esa forma se le castraban los fluidos germinales, pero ella era más fértil que una familia de conejas, y a pesar de los remedios, a poco que se descuidara volvía a quedarse preñada.
A sus dos primeros hijos los había dejado morir nada más nacer, porque eso era lo que solían hacer las madres solteras. Los otros embarazos terminaron antes de parto, merced a una vieja que consiguió hacerla abortar introduciéndole una pluma de pato entre las piernas. Sin embargo, el último año había conocido a Widukindo, un leñador casado a quien no pareció importarle su oficio de prostituta. Él le decía que la quería, y disfrutaban como muchachos cuando se metían en la cama. En cierta ocasión, él le había dicho que repudiaría a su mujer para casarse con ella.
– Por eso, al faltarme el segundo menstruo, pensé que se animaría. Y, sin embargo, ya ves: cuando se lo conté, se enfureció como si le hubiese robado el alma y la emprendió a golpes llamándome puta y artera. El muy embustero… ¡Ojalá se le pudra cuanto le cuelga, y si un día quiere tener hijos, que sea luciendo una cornamenta!
Theresa siguió a su lado hasta que dejó de llorar. Más tarde se enteró de que Widukindo le había pegado otras veces, pero nunca tan brutalmente como aquel día. También supo que muchas madres sin recursos mataban a sus recién nacidos antes de tener que ofrecerlos como esclavos.
– Pero a éste me gustaría tenerlo -le confió la Negra mientras se acariciaba el vientre-. Desde que perdí a mi marido, lo único que he parido han sido problemas.
Entre las dos arreglaron la taberna. Theresa le contó que Hóos había mejorado de sus heridas aunque todavía debería permanecer en el monasterio. Añadió que Alcuino de York le había referido su extrañeza por la plaga que azotaba la villa.
– Tiene razón. Pero es una enfermedad extraña que al parecer sólo afecta a los acaudalados -apuntó Helga.
A mediodía comieron puré de legumbres hervidas con agua y harina de centeno. El resto de la tarde lo pasaron hablando de partos, niños y embarazos. Ya a última hora, Helga le confesó que se había prostituido para ganarse la vida. En realidad, una noche, al poco de enviudar, un desconocido entró en su casa y la violó hasta dejarla hecha un despojo. Cuando los vecinos se enteraron, le volvieron la espalda negándole el pan y la palabra. Nadie le ofreció trabajo, así que hubo de ganarse la vida de aquel modo tan humillante.
Se acostaron pronto porque a la Negra le dolía la cabeza.
Aún no había amanecido cuando Theresa abandonó la taberna, provista de sus tablillas colmadas con cera nueva. Escarchaba. En la primera esquina se arrebujó la toga que Alcuino le había proporcionado porque el viento arreciaba. Luego corrió por las callejas temiendo extraviarse y llegar tarde a su primer día de trabajo. Cuando alcanzó el monasterio, el cirellero le abrió nada más reconocerla. Luego la acompañó hasta el edificio de los optimates, donde Alcuino la esperaba junto a la entrada.
– ¿Hoy no traes chuletas? -sonrió.
La acompañó a la misma sala del día anterior, que Theresa encontró más iluminada merced a unos velones dispuestos alrededor de la mesa. Enseguida advirtió que habían añadido al mobiliario un scriptorium recién aceitado, sobre el cual descansaban un códice, un tintero, un cuchillo y varias plumas afiladas.
– Tu lugar de trabajo -anunció Alcuino señalando el pupitre con la palma de la mano-. De momento permanecerás aquí practicando la copia de textos. No podrás abandonar la sala a menos que yo lo autorice, y desde luego, cuando lo hagas, será siempre acompañada. Más adelante, cuando le comunique al obispo Lotario que te he acogido como ayudante, nos trasladaremos al cabildo. -Se retiró un momento y regresó con dos vasos de leche-. A mediodía visitaremos brevemente a Hóos. Podrás comer en las cocinas siempre y cuando me avises con tiempo. Si en mi ausencia necesitases cualquier cosa, comunícaselo a alguno de mis auxiliares. Bien. Ahora he de atender otros asuntos, de modo que antes de empezar con las notas, quisiera que copiaras unas páginas de este códice.
Theresa hojeó el ejemplar con curiosidad. Se trataba de un volumen grueso de reciente manufactura, con cubierta de cuero repujada en oro y miniaturas bellamente iluminadas. En palabras de Alcuino, un valioso ejemplar del Hypotyposeis de Clemente de Alejandría, una copia de un códice italiano traducido del griego por Theodoro de Pisa, que como tantos otros códices circulaba de abadía en abadía para su reproducción por los diferentes copistas. Observó que la letra era diferente de la habitual, más pequeña y fácil de leer. Alcuino la catalogó como un nuevo tipo de caligrafía sobre la que llevaba tiempo trabajando.
Mientras examinaba el texto, cayó en la cuenta de que Alcuino no había acordado ninguna clase de compensación por el desempeño de su nuevo empleo. Sabía que él se estaba ocupando de Hóos, y no pretendía resultar desagradecida, pero en cuanto se le acabase el dinero obtenido con la cabeza del oso, precisaría lo necesario para pagarse el alojamiento y la comida. No sabía cómo plantearlo, pero Alcuino pareció leerle el pensamiento.
– En cuanto a tu remuneración -le informó-, me comprometo a suministrarte dos libras de pan diarias más las hortalizas que necesites. Además, también puedes quedarte con la toga que llevas, y te proporcionaré un par de zapatos nuevos para que no te resfríes.
A Theresa le pareció suficiente, pues según sus cuentas, sólo estaría ocupada hasta la hora de la cena. En el caso del monasterio, ésta tenía lugar después del oficio de nona, unas seis horas después del mediodía, lo cual significaba que aún dispondría de varias horas para ayudar a Helga en la taberna.
Se sentó en el pupitre y comenzó a escribir. Alcuino la observó mientras se arropaba con un abrigo de lana.
– Si en mi ausencia necesitaras visitar a Hóos, pregunta por mi acólito y enséñale este anillo. -Le entregó un arete de bronce de aspecto deslucido-. Él te escoltará. Yo regresaré en un par de horas para comprobar tus adelantos. ¿Te gusta la sopa?
– Sí, claro.
– Diré que te preparen un plato en la cocina. -Y se marchó, dejándola a solas con el texto.
Le había explicado que su horario se ajustaría a las cadencias de los sagrados oficios, los cuales tenían lugar cada tres horas. La actividad en el monasterio comenzaba al amanecer, tras el oficio deprima. Entonces se desayunaba, y después cada monje se dedicaba a sus tareas. Sobre las nueve venía el oficio de tercia, coincidiendo con la misa capitular, momento en que ella empezaría su tarea. Tres horas más tarde, a las doce, tenía lugar el oficio de sexta, justo después de la comida de mediodía. A las tres de la tarde se celebraba el de nona, y luego a las seis, el de vísperas. Se cenaba y a las nueve se volvía a la iglesia para completas. Le dijo que terminaría la jornada según las hojas que avanzara cada día.
Mojó la pluma, se santiguó y comenzó a escribir dejándose el alma en cada letra. Las dibujó imitando su trazo, la inclinación, el movimiento, su tamaño… Y mientras de la página afloraban símbolos perfectos, mientras las palabras se enlazaban hasta formar párrafos armoniosos plenos de sentido, a su mente acudió la imagen de su padre animándola a lograr sus objetivos. Se entristeció al pensar en él y añoró estar a su lado. Luego continuó escribiendo con todo su empeño.
– Haec studia adolescenciam alunt, senectutem oblectant, secundas res ornant, adversis solatium et perfugium praebent, delectant domi, non impediunt foris, pernoctan tnobiscum, peregrinantur, rusticantur.
– ¡No, no y no! -repitió Alcuino malhumorado, dirigiéndose al joven que le había asignado el obispo como auxiliar-. ¡Ya han pasado tres días y sigues sin aprender! ¿Cuántas veces he de decirte que si no mantienes la pluma perpendicular al pergamino, arruinarás el escrito?
El novicio bajó la cara mientras farfullaba una disculpa. Era la segunda ocasión en que se equivocaba aquella tarde.
– Además, mira esto. No es haec, sino hæc. Y tampoco se escribe praebent. ¡Prabent, muchacho! ¡Prabent! ¿Cómo pretendes que alguien entienda esta especie de… jerigonza? Está bien -determinó-. Lo dejaremos aquí por hoy. De todas formas, ya es casi la hora de cenar y ambos estamos cansados. Continuaremos con más tranquilidad el lunes.
El muchacho se levantó con la cabeza gacha. A él tampoco le agradaba aquel trabajo, pero el obispo le había ordenado que auxiliase a Alcuino en lo que le pidiera. Espolvoreó un poco de yeso sobre el borrón que acababa de echar, pero lo único que consiguió fue estropearlo aún más. Cuando se dio por vencido, comenzó a recoger sus utensilios limpiándolos descuidadamente antes de depositarlos en un cofre de madera. Sopló los restos de yeso y con la ayuda de una diminuta brocha barrió los montículos formados alrededor del borrón. Por último, afiló el cálamo de la pluma, lo enjuagó un poco y lo dejó sobre el atril que soportaba el códice original. Luego corrió tras Alcuino, quien ya desaparecía por el pasillo que conducía al antiguo peristylium del cabildo catedralicio.
– ¡Maestro, maestro! -le llamó el joven acólito-. Ahora que lo recuerdo, el lunes es el día de la ejecución.
– ¿La ejecución? ¡Por Dios Santísimo!, lo había olvidado -dijo rascándose la tonsura-. Bueno. Aun sin saber de qué se acusa al criminal, nuestra obligación es asistirle en un trance tan comprometido. Por cierto, ¿acudirá el obispo?
– Con todo el cabildo catedralicio -respondió el auxiliar.
– Pues bien, muchacho. Hasta el martes, entonces, a la hora del desayuno.
– ¿Hoy no viene a la cena?
– No, no. Por la noche, el alimento, además de atiborrarme el estómago, me embota los sentidos. Y aún tengo que terminar este De Oratione -dijo elevando el rollo que portaba bajo el brazo-. Que Dios sea contigo.
– Igualmente, padre. Buenas noches.
– A propósito… -añadió Alcuino-. ¿No crees que deberías guardar el códice en su estantería?
– ¡Oh! ¡Claro! ¡Desde luego! -dijo el novicio, volando sobre sus pasos-. Buenas noches, padre. Enseguida lo guardo.
El fraile se encaminó hacia la hospedería del complejo catedralicio con gesto contrariado. Llevaba enfrascado con aquel códice varios días y apenas había logrado transcribir cuatro páginas completas. A tal paso nunca lograría una copia en condiciones. Decidió que en cuanto viese al obispo le anunciaría su intención de contratar a Theresa, porque el novicio que le había asignado, obviamente, no era la persona adecuada.
Mientras atravesaba el peristylium se detuvo un momento para mirar alrededor.
Por lo que pudo comprobar, el cabildo de Fulda se había sumado a las últimas reformas emprendidas por Carlomagno, quien en su Institutio Canonicorum, con el fin de promover la vida comunitaria entre los clérigos de los cabildos, regulaba la agrupación de edificios clericales en torno a la catedral y el palacio del obispo.
Le resultaba curiosa aquella disposición de construcciones de diferentes estilos y funciones, arrebujados en torno a la pequeña catedral, y aún le sorprendía más el hecho de que el obispo de Fulda hubiese escogido una antigua domus romana para establecer la sede episcopal. El palacio consistía en un edificio de dos alturas construido en piedra. El piso superior disponía de once pequeñas habitaciones calefactadas, orientadas a una galería común con vistas al atrio. En el piso inferior se ubicaba la bodega, dos pórticos, otras tantas habitaciones con suelo de madera, un establo, las cocinas, una panadería, la despensa, el almacén de grano y una pequeña enfermería. Quizás él no fuera el más adecuado para juzgar aquella elección, pero le daba la impresión de que aquel palacio sobrepasaba en mucho la necesaria humildad que debía caracterizar a un prelado de la Iglesia. No obstante, comprendió que no debía ejercer mayor crítica sobre quien tan calurosamente le había acogido. Al fin y al cabo, el obispo de Fulda se había sentido muy halagado por su presencia, y más aún al saber que se mostraba interesado por los delicados tesoros de su biblioteca.
Ya era noche cerrada cuando llegó a su celda. Habría podido pernoctar en la residencia de los optimates en la misma abadía, pero prefería una celda pequeña y con intimidad a una estancia amplia pero compartida. Dio gracias al cielo, se descalzó, y se dispuso a aprovechar aquel rato de recogimiento para meditar sobre los acontecimientos de la jornada.
Aquél había sido un día especialmente duro, pero no tanto como los que estaba acostumbrado a soportar en su lejana Northumbria. Ni en Fulda ni en Aquis-Granum había de levantarse para maitines, y tras el oficio de prima siempre le esperaba un desayuno reconfortante a base de tortas con miel, queso curado y sidra de manzana. Sin embargo, su tarea diaria en nada se parecía a la que antaño había desempeñado con plena dedicación en la escuela episcopal de York. Allí impartía clases de retórica y gramática, dirigía la biblioteca, ordenaba el scriptorium, recopilaba códices, acometía traducciones, organizaba los préstamos de los libros que trasegaban desde los lejanos monasterios de Hybernia, supervisaba el ingreso de los novicios, organizaba debates, y se encargaba de juzgar los progresos de los alumnos.
¡Qué lejanos aquellos días en York!
Como si lo reviviese, a su mente acudieron las imágenes de su infancia en Britania.
Había nacido en el seno de una familia cristiana en Whitby, Northumbria, una diminuta villa costera donde sus escasos habitantes subsistían de lo que arrancaban al mar, y de los exiguos huertos desperdigados a los pies de un antiguo fuerte.
Recordó la tierra lluviosa; un lugar eternamente húmedo y fresco, donde el olor a rocío y sal y el rumor de las olas en continua batalla solían despertarle cada mañana.
Sus padres descubrieron en él a un niño asustadizo que prefería emplear su tiempo examinando semillas o estudiando caracoles, antes que jugar a apedrearse con el resto de los chiquillos. Un niño raro, pensaron, y más aún cuando éste comenzó a adivinar la cantidad de pescado que capturaría una determinada barca, o la siguiente casa que se derrumbaría tras el paso de una tormenta.
De nada le valió explicarles que se fijaba en el estado de las redes utilizadas por los pescadores o en la podredumbre que amenazaba a pilares y vigas. Para el resto del pueblo, aquel pequeño larguirucho estaba tocado por el demonio, de modo que sus padres decidieron enviarlo a las escuelas catedralicias de York para que allí le enderezaran el alma.
Le asignaron como maestro a Aelberto de York, un fraile patizambo por entonces director y discípulo del anterior, el conde Egberto, que era pariente de la familia. Tal vez por ese motivo, Aelberto lo acogió como a un hijo y se dedicó en cuerpo y alma a encauzar su extraño talento. Allí, Alcuino aprendió que Inglaterra era una heptarquía formada por los reinos sajones de Kent, Wessex, Essex y Sussex, al sur de la isla, y los norteños estados anglos de Mercia, East Anglia y Northumbria, donde ellos residían.
Disfrutaba instruyéndose en las materias típicas del trivium, que incluía la gramática, la retórica y la dialéctica, y las del cuadrivinm, conformadas por la aritmética, la geometría, la astronomía y la música, pero agregando a estas últimas, conforme a la tradición anglosajona, la astrología, la mecánica y la medicina.
«Saeculare quoque et forasticae philosophorum disciplinae», insistía una y otra vez Aelberto, intentando convencerle de que las artes seculares no eran sino obras del diablo cedidas a los cristianos para que olvidasen el Verbo de Dios.
– Pero el mismo san Gregorio Magno, en su Comentario al Libro de los Reyes, legitima estos estudios -replicaba Alcuino con sólo dieciséis años.
– Eso no te da derecho a pasarte todo el día leyendo ese compendio de mentiras que es la Historiae Naturalis.
– ¿Acaso os contrariaría menos si estudiara las Etymologiae u Originum sive etymologicarum libri vigintii Porque si comparáis ambas obras, advertiréis que el santo hispano se basó en la enciclopedia de Plinio para la estructura de alguno de sus libros. Y no sólo en Plinio, sino también en Casiodoro y Boecio, o en las traducciones de Celio Aureliano sobre Asclepíades de Bitinia y Sorano de Éfeso, o en Lactancio y Solino, y hasta en las Prata de Suetonio.
– Desde la óptica cristiana, no de la pagana.
– También los paganos son hijos de Dios.
– ¡Pero al servicio del diablo, muchacho! Y no me contradigas o arrojaré uno tras otro los treinta y siete volúmenes por la ventana.
Realmente a Aelberto no le importaba demasiado en qué tipo de lecturas se enfrascara Alcuino, porque el muchacho nunca descuidaba sus deberes como cristiano. Al contrario, se había mostrado como un estudiante diestro y aplicado, capaz de superar en sus discusiones teológicas a los frailes más veteranos, y de demostrar que sus escarceos con los textos paganos, aunque rechazables, no habían supuesto meandro alguno en su trayecto hacia la sabiduría.
Con los años, Alcuino se reveló como un artesano de las letras. Examinaba textos, volúmenes y códices de los que, como un virtuoso constructor, extraía fragmentos y pasajes para luego elaborar extraordinarios mosaicos de conocimiento y elocuencia. Así, se atrevió con poemas como el De sanctus Euboriensis ecclesiae, en el que a lo largo de sus mil seiscientos cincuenta y siete versos no sólo desgranaba la historia de York, de sus obispos y los reyes de Northumbria, sino que también compendiaba a los autores que como Ambrosio, Atanasio, Agustín, Casiodoro, Juan Crisóstomo, Cipriano, Gregorio Magno, Jerónimo, Isidoro, Lactancio, Sedulio, Arator, Juvenco, Venancio, Prudencio o Virgilio, contribuían con sus obras a la biblioteca que dirigía fray Eanvaldo.
Escribía sin parar.
Con el paso del tiempo, las obras didácticas redactadas como alumno pasaron a emplearse como textos pedagógicos por su claridad y retórica. De ese modo, se atrevió con las Categorías de Aristóteles adaptadas en el Categoriae decem de san Agustín, o el Disputatio de vera philo Tberesa, el canon que luego utilizaría como libro de cabecera el mismísimo Carlomagno. Todo ello sin olvidar los textos litúrgicos, las obras teológicas, los escritos exegéticos, los dogmáticos, las obras poéticas y las hagiografías.
Y escribiendo se deleitaba.
El día que Aelberto sucedió a Egberto en el arzobispado de York, quedó vacante la dirección de la escuela catedralicia. Varios candidatos se postularon al puesto, pero para entonces Alcuino ya era el favorito al cargo. Contaba treinta y cinco años y acababa de ordenarse diácono.
Luego fue el mismo rey sajón Efvaldo quien lo envió a Roma a fin de buscar el palio para el nuevo conde y obtener para York la dignidad metropolitana. En Parma, durante el viaje de regreso, conoció a Carlomagno, y ya nunca más volvió a ocuparse de las escuelas catedralicias.
Pero, sin embargo, siguió complaciéndole el adivinar las cosas, empleando su particular astucia.
En aquel momento le volvió a la memoria el asunto del Marrano. Era viernes y lo ajusticiarían el lunes, antes del anochecer.
En el cabildo le habían informado que las ejecuciones públicas tenían lugar en la plaza mayor a la caída de la tarde, ya que de esa manera podían ser presenciadas por un mayor número de asistentes. Mientras caminaba, imaginó que el condenado habría sido hallado culpable de algún acto horrendo, como robar en la hacienda de un noble o incendiar alguna propiedad. Según las leyes, el robo o el estrago eran los únicos delitos castigados con la pena de muerte, aunque desde luego existían excepciones que por lo general dependían de la posición social del reo, o incluso de la de las víctimas.
Él entendía que crímenes de tal calibre debían contestarse con un castigo severo, pero no compartía el afán de algunos jueces por ofrecer escarmientos ejemplares. De hecho, durante su mandato en la escuela de York había participado en numerosos juicios, y aunque por desgracia algunos habían concluido con el reo en el patíbulo, él nunca había asistido a las ejecuciones. Sin embargo, en esta ocasión había prometido al obispo que le acompañaría, así que concluyó que lo mejor sería apartar aquella cuestión de su cabeza y dedicar algunas horas a la lectura de Virgilio.
El sábado amaneció muy frío. Tras asistir al oficio deprima, Alcuino se encontró con el obispo en el pequeño refectorio habilitado junto a la hospedería. El lugar estaba templado y olía a pan recién hecho.
– Buen día os depare el Señor -saludó Lotario-. Por favor, sentaos aquí a mi lado. Hoy tenemos un pastel de calabaza exquisito.
– Buen día, su paternidad. -Le agradeció el ofrecimiento y se sirvió un trozo pequeño-. Quisiera hablaros del auxiliar que me adjudicasteis para las tareas de escritura, el novicio sobrino del bibliotecario.
– Sí. ¿Qué ocurre con él? ¿Acaso os desobedece?
– No, eminencia, al contrario. El muchacho es trabajador, y también muy aseado. Tal vez algo melindroso, pero aplicado desde luego.
– ¿Entonces?
– Simplemente, no es adecuado. Y creed que no digo esto en razón de su juventud. He de reconocer que cuando su paternidad lo propuso como ayudante, lo juzgué acertado. Sin embargo, los hechos se han obstinado en demostrarme lo contrario.
– Bueno. Decidme en qué os ha disgustado y veremos de solucionarlo.
– Pues en mil cosas, su paternidad. Para empezar, desconoce las minúsculas. Emplea ese antiguo alfabeto latino, todo en burdas versales, sin signos de puntuación ni espacios entre las palabras. Además, estropea pergaminos como quien se suena la nariz. Ayer, sin ir más lejos, emborronó la misma página dos veces. ¡Ah! Y, por supuesto, no sabe griego. Sí, pone entusiasmo; pero lo que yo necesito es un escriba, no un aprendiz.
– Podéis dar gracias de contar con ese muchacho. Es dócil y tiene una bonita letra. Además, vos sabéis griego. ¿Para qué necesitáis a otra persona?
– Ya se lo he explicado, su paternidad. La vista no me responde. A distancia soy capaz de distinguir un milano de un vencejo, pero de cerca, según pasan las horas, a duras penas diferencio una vocal de una consonante.
El obispo se rascó la barba y soltó un eructo.
– De todas formas, no sé cómo podría ayudaros. En el cabildo no conozco a nadie que sepa griego. Tal vez en el monasterio…
– También lo he preguntado -dijo Alcuino negando con la cabeza.
– Entonces habréis de conformaros.
– Quizá no. -Enarcó las cejas-. Hará un par de días conocí casualmente a una muchacha que necesitaba ayuda. Por fortuna, no sólo sabe leer, sino que también escribe con una letra inmaculada.
– ¿Una muchacha? Seguro que estáis al corriente de la incapacidad de la mujer para asuntos del conocimiento. ¿No os habrá atraído por motivos más mundanos? -le guiñó el ojo con picardía.
El fraile endureció el semblante.
– Os aseguro que no, paternidad. Necesito una escriba, y su presencia más bien obedece a un regalo de la providencia.
– Si ése es vuestro capricho, haced lo que creáis. Pero que no ande de noche por el cabildo, no vaya a soliviantar al resto del clero.
Alcuino quedó satisfecho. Bebió un poco de vino y se sirvió otro trozo de pastel. En ese momento recordó el tema del Marrano y le preguntó a Lotario por la causa que lo llevaría al patíbulo.
– Parecéis angustiado por el asunto -aventuró el obispo tras engullir un bocado de pastel más grande que su propia boca-. De hecho, cuando os invité al acto, no mostrasteis demasiado interés, y debo reconocer, fray Alcuino, que eso me ha inquietado.
– Os ruego me disculpéis si no comparto vuestro entusiasmo -se sirvió un exiguo trozo de queso-, pero nunca fue de mi agrado tratar la muerte como un acontecimiento. Tal vez si conociese los detalles de lo sucedido, comprendería mejor vuestra postura, aunque en cualquier caso, no os preocupéis más allá de lo necesario: os acompañaré a la ejecución y rezaré por el alma del reo.
Lotario apartó el pan de un manotazo.
– Actio personalis moritur cum persona. Aquí en Fulda, el clero es respetuoso con la ley, del mismo modo que supongo lo será en vuestro país britano. Nuestra humilde presencia no sólo reconforta al reo en su última vicisitud terrena, sino que además infunde el necesario respeto en la muchedumbre, que, como sabréis, por naturaleza está tentada de seguir ejemplos contrarios a la doctrina de Nuestro Salvador.
– Y yo admiro tan loables intenciones -respondió Alcuino-. Sin embargo, considero que ciertos espectáculos no consiguen más que provocar la distracción de la plebe y acentuar los bajos instintos. ¿Acaso vos mismo no habéis comprobado cómo tuercen sus caras en grotescas muecas cuando aplauden la agonía del ajusticiado, no habéis oído las soeces blasfemias que pronuncian mientras el reo se retuerce bajo la horca, o no habéis percibido sus miradas lujuriosas, empañadas aún por los efectos del vino?
El obispo dejó de engullir y retó a Alcuino con la mirada.
– ¡Escuchadme atentamente! Ese bastardo asesinó a una muchacha que estaba en la flor de la vida. La degolló con una hoz y profanó su cuerpo inocente.
Alcuino se atragantó y echó fuera el bocado. No había imaginado que el suceso alcanzara tal gravedad.
– Un crimen verdaderamente horrendo -dijo-. Del que nada sabía. Pero aun así, ese castigo…
– Querido hermano. La ley no la dictamos nosotros, humildes siervos de Dios. Son los capitulares de Carlomagno los que hablan al respecto. Además, no entiendo qué justificación podéis esgrimir ante la aplicación de un escarmiento tan íntegro.
– No, no. Por favor. No me malinterpretéis. Opino como vos que el crimen ha de ser castigado, y que el castigo, para que obre justicia, debe estar en consonancia con la perversidad del delito cometido. Lo que ocurre es que esta mañana, después del oficio de tercia, escuché a unos capellanes un comentario desconcertante.
– Decidme, pues, de qué hablaban.
– Dijeron que ese pobre retrasado, aludiendo al condenado, no debería haber nacido. ¿Sabéis vos a qué podían referirse?
– Vos mismo lo habéis dicho. Hablaban de ese cretino. No veo en esas palabras nada que os hubiera de intrigar -repuso Lotario mientras se servía otro trozo de calabaza.
– El caso es que les pregunté sobre el Marrano, creo que fue así como le llamaron. Me contaron que es retrasado de nacimiento, y que hasta el día del asesinato no había causado problemas serios. Añadieron que en alguna ocasión había asustado a alguien, pero más a causa de su aspecto desaliñado que por su propio comportamiento, y que nadie habría imaginado que fuera capaz de cometer un acto tan cruel y abominable.
– Y cierto es todo lo que os han dicho. Por lo visto, querido Alcuino, sabéis del caso bastante más de lo que parece.
– Sólo los detalles que os acabo de relatar. Sin embargo, ignoro cómo se determinó su culpabilidad. Por favor, decidme, ¿acaso fue sorprendido mientras atacaba a la joven? ¿Le vio un testigo por los alrededores? ¿O tal vez alguien halló sus ropas ensangrentadas?
El obispo se levantó y apartó el plato bruscamente.
– Habet aliquid ex inicuo omne magnum exemplum, quod cautra ángulos, utilitate publica rependitur. El monstruo es culpable. Fue juzgado y condenado. Y como cualquier cristiano de bien, espero que aplaudáis cuando lo enviemos al infierno.
A Alcuino le sorprendió aquella reacción. No había pretendido enjuiciar su forma de obrar, sino tan sólo hacer un comentario, pero al punto comprendió que había conducido la conversación de un modo irreverente. En realidad no tenía ningún motivo para cuestionar la opinión de Lotario.
– Querido padre, le ruego sepa perdonarme -se disculpó-. Si aún lo considera oportuno, cuente el lunes con mi presencia.
Lotario le miró de arriba abajo.
– Eso espero, fray Alcuino. Y le sugiero que piense más en las víctimas y se despreocupe de los asesinos. Ni para ellos, ni para los que les comprenden, hay lugar en el Reino de los Cielos -dijo Lotario mientras se retiraba sin despedirse.
Alcuino advirtió tarde lo necio de su comportamiento. Ahora Lotario le tomaría por un britano presuntuoso con más ganas de querer demostrar su superioridad que de ocuparse de sus propios asuntos. Y lo peor de todo era que estaba seguro de que, tarde o temprano, aquel enfrentamiento le granjearía algún disgusto.
Terminado el desayuno, se encaminó hacia las cocinas para aprovisionarse de un par de manzanas con las que alimentarse a mediodía. Las escogió maduras y amarillas, muy perfumadas, como le gustaban. Luego se dirigió a la antigua biblioteca ubicada en la parte opuesta del palacio. Le dijeron que el obispo había mandado construirla en el extremo sur del edificio, orientada hacia el interior del atrio, a fin de preservarla del viento y las humedades.
Cuando abrió la puerta, le extrañó encontrar a Theresa sentada en el único banco que escoltaba el scriptorium. La joven manejaba la pluma en el aire como si escribiera sobre un pergamino imaginario, pero la movía con tal delicadeza que en lugar de escribir daba la sensación de estar interpretando una suerte de danza. Alcuino imaginó que intentaba ejercitarse, pero lo cierto era que, sin duda, ya disponía de las aptitudes necesarias para el delicado arte de la copia.
– Buenos días -la interrumpió-. No recordaba que hoy vinieras al cabildo.
La joven dio un respingo y dejó la pluma sobre el scriptorium. Se quedó mirando boquiabierta a Alcuino y de repente se levantó como si la hubieran pinchado en el culo.
– Estaba… estaba practicando -se excusó-. Mi padre dice que si se practica lo suficiente, uno puede llegar hasta donde quiera.
– Eso casi siempre es cierto, con mucha práctica… y yo diría también que con mucha fe. Para progresar hay que creer en lo que se hace. Por cierto, ¿te gusta tu oficio? Quiero decir… ¿Te gusta trabajar como percamenarius?
La muchacha no respondió enseguida y sus mejillas se encendieron.
– No quisiera parecer desagradecida, pero tan sólo lo hago para estar cerca de los libros -dijo al cabo.
– Aprecio un sentimiento de culpa, cuando debería ser lo contrarío -repuso él-. La Divina Providencia cuida de que cada cual desempeñe el puesto que Ella haya proveído. Y el tuyo no tiene por qué ser el de una perfecta encuadernadora.
La muchacha permaneció cabizbaja un momento. De repente se le iluminó el rostro.
– ¡Leer! ¡Eso me encanta! Siempre que puedo aprovecho para leer, y cuando lo hago, creo viajar a otros países, conocer otras lenguas o vivir otras vidas. -Sus ojos se movían de un lado a otro como intentando escenificarlo-. No creo que exista nada igual. En ocasiones incluso imagino que escribo. Pero no me refiero a copiar como un amanuense, sino a redactar mis propios pensamientos. -Se detuvo como si hubiese dicho una tontería-. No sé… Mi madrastra siempre decía que tengo la cabeza llena de pájaros, que bastante mal hago con tener un oficio de hombres y que debería casarme y parir hijos.
– Nunca se sabe. Tal vez sea ése el camino que el Señor te haya deparado. ¿Cuántos años tienes? ¿Veintidós?… ¿Veinticuatro?… Fíjate en mí. Ya he cumplido los sesenta y soy un simple maestro. Tal vez no sea demasiado, pero me siento feliz desempeñando las tareas que Dios tuvo a bien encomendarme.
– Entonces, ¿no depende de mí? Quiero decir… ¿Dios ya ha decidido mi futuro?
– Veo que aún no has leído La Ciudad de Dios, pues de lo contrario sabrías lo que el santo de Hipona ilustró con meridiana claridad en sus legajos: los astros, como ciertamente se ha demostrado, tienen en su disposición y movimientos las llaves de nuestro destino.
– ¿Y vos podéis averiguarlo?
– No resulta tan fácil. Sería necesario elaborar tu pliego astral, conocer el momento exacto de tu alumbramiento, determinar la posición que ocupaba el sol en el firmamento y desde luego, muchos, muchos días de trabajo.
Theresa se quedó desconcertada. De repente torció el gesto y volvió a sentarse.
– Pero si lo que decís es cierto, ¿no significaría eso que los astros son más poderosos que la Divina Providencia?
– Pues no exactamente. Y no soy yo quien lo afirma, sino el mismísimo san Agustín, quien en sus textos se pregunta qué otra cosa son los astros sino simples instrumentos de Dios, obra Suya, y espejo de Sus celestiales propósitos. El Hacedor no nos dio el alma para ser esclavos de un destino. Nos otorgó el libre albedrío para distinguirnos de los cuadrúpedos, de las bestias salvajes que pueblan este mundo. Y ese albedrío es el que en tu interior te dice que debes perseverar en la escritura. Que servirás mejor a Sus propósitos leyendo y escribiendo, en lugar de malgastar tu vida cosiendo páginas y escaldando cueros.
– Mi padre siempre me decía lo mismo. Con otras palabras, desde luego, pero más o menos lo mismo… -Entonces se le ocurrió algo-. ¿Vos podríais enseñarme?
– ¿Enseñarte? ¿A qué?
– Habéis dicho que sois maestro. Podría aprender lo que enseñáis a vuestros alumnos.
Al principio el fraile dudó, pero finalmente se mostró conforme. Establecieron que tras la jornada de escritura dedicarían un par de horas al estudio del trivium y el cuadrivium, ya que la lectura y la escritura las dominaba con soltura. Una vez superadas las materias básicas, profundizarían en el estudio de las Sagradas Escrituras. De repente, Alcuino se levantó como si recordara algo.
– ¿Te apetece caminar un rato? -le propuso.
– ¿Y la escritura?
– Lleva contigo un par de tablillas. Ya verás como las utilizamos.
Antes de salir, Alcuino ordenó a Theresa que aguardase mientras le comentaba un asunto al obispo. Luego el fraile se dirigió a las dependencias del eparca, donde fue recibido por su secretario particular. Tras explicarle su propósito, el secretario, un viejo contrahecho al que parecía dolerle hasta el hábito, se incorporó y desapareció tras unos cortinajes rojos, de los cuales regresó al poco con andares parsimoniosos.
– Su paternidad os recibirá por la noche. Ahora se encuentra atareado con un emisario llegado de Aquis-Granum.
– Pero es preciso que le vea.
– Os repito que está ocupado. Además, no es buen momento. Al parecer, se ve obligado a retrasar la ejecución del Marrano, y eso le ha soliviantado.
– ¿Un retraso? No entiendo.
– Carlomagno se acerca a Fulda con una legación romana, y sabiendo de su venida, resultaría desconsiderado privar al rey del espectáculo.
– Perfecto -asintió, sin ocultar su satisfacción-. A propósito, ayer estropeé mi estilo y necesitaría fabricarme otro. ¿Sabríais indicarme dónde conseguir plumas de ganso?
– ¿Plumas de ganso? No sé. De esos asuntos se ocupa el chambelán, que ahora se encuentra en la plaza, ultimando los detalles de la ejecución. Pero si va a la Taberna del Gato, allí encontrará quien le diga. Hay varias granjas con patos y pollos por los alrededores.
«Patos y pollos.» ¡Patos y pollos ya tenían en los corrales de las cocinas! ¿Es que nadie en el cabildo sabía que las plumas de ganso eran las únicas apropiadas para la escritura? Recordó entonces que aquélla no era la primera vez que oía hablar de la Taberna del Gato. De hecho, aquel lugar debía de ser bastante popular, pues hasta el mismo obispo no había dudado en referirle el delicioso hidromiel que se dispensaba en aquella fonda. Alcuino le dio las gracias y se encaminó hacia el lugar donde aguardaba Theresa.
Nada más dejar el palacio, una suave llovizna les salió al encuentro. El fraile se protegió la cabeza antes de bajar la escalinata, para seguidamente mezclarse con el gentío que desde primeras horas bullía en la plaza de la catedral. Theresa le siguió a corta distancia, admirando la pléyade de callejuelas en que se encajonaba un hervidero de gente cargada de fardos, tratantes de ganado vareando animales, comerciantes desesperados por hacerse un sitio entre la muchedumbre, y pilludos huyendo de los vendedores a los que acababan de hurtar, sazonado todo por multitud de tenderetes en los que se ofrecían las más variopintas mercancías. Alcuino aprovechó para comprar una docena de nueces, de cuyas cascaras, le explicó a Theresa, obtendría una excelente tinta tras quemarlas y mezclarlas con un cuartillo de aceite. Abrió una, se echó el fruto a la boca y a continuación se encaminó hacia la calle de la herrería, donde debería encontrar la famosa taberna.
Un agradable olor a pitanza acompañado de una animada algarabía terminaron por confirmarle que había encontrado la cantina. El lugar se ubicaba en un caserón de madera rojiza, con dos ventanucos enanos y una puerta protegida por una manta de colores vivos. Cuando se disponían a entrar, la manta se apartó y apareció una mujer con los pechos fuera dando traspiés y apestando a vino. Al ver a Alcuino se remetió los pezones en el jubón y esbozó una sonrisa estúpida. Luego se disculpó y corrió calle abajo diciendo majaderías. Alcuino se santiguó, le dijo a Theresa que se cubriera, y entró con decisión en la taberna.
Una vez en el interior, Theresa se sonrojó al encontrarse un espectáculo similar al de una sala del Averno. Allí, hombres y mujeres en obscena mezcolanza se daban por igual a la gula y la lujuria entre guisos y bebida, y el soniquete de una dulzaina. Al fondo, el ciego que la tocaba mostraba sin pudor sus encías desnudas, parapetado tras un par de toneles que hacían las veces de mostrador. El fraile bajó la vista y encaminó sus pasos hacia un hombre de barba poblada y brazos grasientos que parecía el tabernero. Theresa le siguió, aunque manteniéndose a distancia.
– Dígame, fraile, ¿qué le sirvo? -preguntó el tabernero mientras despachaba a otros clientes una tanda de cervezas.
– Vengo del cabildo. Me envía el secretario del obispo.
– Lo siento, pero el hidromiel se nos ha terminado. Si lo desea vuelva a última hora, que tendremos suministro.
Alcuino supuso que los clérigos acudían a aquel lugar para aprovisionarse de bebida. Cuando le explicó que no necesitaba hidromiel, sino gansos, el hombre soltó una carcajada.
– En las granjas del río encontraréis los que necesitéis. ¿Van a preparar un festín en el cabildo?
En ese momento un vocerío se adueñó de la taberna. Alcuino y el tabernero se giraron sorprendidos, para comprobar cómo la gente se arremolinaba alrededor de una mesa mientras los denarios comenzaban a correr de mano en mano.
– ¡Pelea a primera sangre! -gritó el tabernero mientras corría hacia el gentío.
Alcuino se dirigió al lugar donde Theresa observaba absorta. Una pelea a primera sangre. Había oído hablar de ellas, incluso había visto a los mozos simular alguna, pero nunca había presenciado una. Por lo que sabía, se trataba de un combate de habilidad que concluía cuando uno de los luchadores hería al otro con un objeto punzante. Alcuino le sugirió que tomase nota de cuanto viera.
Para entonces los parroquianos ya hacían sitio a los contendientes: el primero, una bola de sebo con troncos por antebrazos, y su oponente, un pelirrojo que parecía haberse bebido todo el vino de la taberna. Ambos giraban uno en torno al otro como lobos acechando su presa. La clientela comenzó a rugir y vitorear con la misma saña con que los contrincantes lanzaban las primeras cuchilladas.
Pese a su corpulencia, el grueso esgrimía el scramasax con brío, obligando al pelirrojo a retroceder mientras se cambiaba el cuchillo de mano. Theresa garabateó algo sobre la tablilla creyendo que el reto acabaría pronto, pero ninguno de los hombres se decidía a la acometida definitiva. Finalmente el hombre grueso se abalanzó sobre el pelirrojo en una nube de cuchilladas, obligándole a recular hasta una esquina. Parecía que en cualquier momento lo atravesaría, pero el pelirrojo se mantenía tranquilo, como si en lugar de pelear por su vida jugase con una niña. Simplemente se limitaba a retroceder y fintar mientras las apuestas seguían engordando.
El hombre grueso comenzó a sudar y a moverse más despacio. Debió de pensar que si acorralaba a su oponente, cobraría ventaja, así que empujó una mesa tratando de cortarle el paso, pero el pelirrojo saltó esquivando el impacto. En ese instante, el gordo logró aferrar al pelirrojo por la muñeca con que empuñaba el cuchillo, pero éste se defendió sujetando al gordo por el brazo contrario. El pelirrojo resistió unos segundos, con las venas de los brazos hinchándosele como lombrices. La gente no cesaba de vitorear y jalear, pero de repente la mano del gordo crujió y los parroquianos callaron como si hubiera aparecido el diablo. Entonces, el pelirrojo gritó algo incomprensible, hizo una finta y el cuchillo relampagueó entre sus manos. En un pestañeo acometió al gordo y retrocedió como si no hubiera sucedido nada. Luego se irguió bajando la guardia.
El gordo se mantenía en pie, quieto, mirando al pelirrojo con sorpresa, como si quisiera decir algo y no le saliesen las palabras. De repente un chorro de sangre brotó de su vientre y el hombre se derrumbó como una marioneta a la que hubieran cortado las cuerdas. El pelirrojo lanzó un alarido de triunfo y escupió sobre el cuerpo caído, al tiempo que los parroquianos corrían a atender al herido. Algunos hombres se maldijeron por su mala suerte, mientras los más afortunados se aprestaron a dilapidar las ganancias con las rameras. Luego el pelirrojo se sentó a una mesa alejada de la muchedumbre, se peinó tranquilamente y rio con desdén mientras contemplaba cómo retiraban al gordo hacia la trastienda. Cogió una jarra y bebió hasta vaciarla. Después se sirvió un trozo de pan con salchichas e invitó a la clientela a una ronda de cerveza.
Alcuino le ordenó a Theresa que esperara. Seguidamente se acercó al ganador con otra jarra de vino que encontró suelta en una mesa.
– Un combate impresionante. ¿Me permite que le invite a un trago? -dijo Alcuino, sentándose sin esperar respuesta.
El pelirrojo lo miró de arriba abajo antes de enganchar la jarra y apurar hasta la última gota.
– Ahórrese los sermones, fraile. Si lo que busca es limosna, salga ahí al centro, empuñe un cuchillo y que Dios le proteja. -El hombre volvió la vista hacia la mesa y comenzó a contar las monedas que un conocido acababa de traerle como parte de las apuestas.
– La verdad, pensé que el gordo le liquidaría, pero su manejo del scramasax ha resultado proverbial -contemporizó Alcuino.
– Oiga, ya le he dicho que no doy limosnas, así que lárguese antes de que me canse.
Alcuino comprendió que debía ser más directo.
– En realidad no deseaba hablar de la pelea. Más bien me interesa otro asunto: me refiero al molino…
– ¿Al molino? ¿Qué sucede con el molino?
– Trabaja allí, ¿no es así?
– ¿Y qué si lo hago? No es algo nuevo.
– Verá, el cabildo desea adquirir una partida de grano. Un buen negocio para quien sepa llevarlo. ¿Con quién debería hablar para discutir este asunto?
– ¿Viene del cabildo y no sabe a quién dirigirse? No me agradan los mentirosos -dijo echando mano a la empuñadura de su cuchillo..
– Tranquilo -se apresuró a decir el religioso-. No conozco a los responsables porque soy recién llegado. El trigo iría al cabildo, pero se trata de un asunto privado. En realidad pretendo cubrir unas partidas antes de que los missi dominio, inspeccionen los graneros. Nadie está al tanto, y así quiero que siga siendo.
El pelirrojo soltó el mango del scramasax. Los missi dominici eran los jueces que periódicamente enviaba Carlomagno por sus territorios para resolver los pleitos judiciales de mayor rango. La última visita la habían hecho en otoño, así que era posible que el fraile estuviese en lo cierto.
– ¿Y qué tengo yo que ver con eso? Hable con el dueño, a ver qué le dice.
– ¿El dueño del molino?
– Del molino, del arroyo, de esta taberna y de medio pueblo. Pregunte por Kohl. Lo encontrará en el puesto de grano que posee en el mercado.
– Eh, Rothaart, ¿ahora te vas a meter a fraile? -interrumpió el mismo hombre que antes le había traído las monedas. Alcuino supo que Rothaart era el nombre del pelirrojo, pues eso precisamente significaba en la lengua de los germanos.
– Tú, Gus, sigue bromeando. Un día de éstos te machacaré el cráneo, pondré en su lugar una calabaza, y hasta tu mujer se alegrará por el cambio -contestó Rothaart a su amigo-. Y en cuanto a vos -dijo a Alcuino-, si no vais a traer más vino, ya podéis dejar el sitio a una de esas mujerzuelas que están esperando.
Alcuino le agradeció su atención, hizo una seña a Theresa y ambos salieron de la taberna. Se dirigieron hacia la plaza del mercado.
– ¿Y ahora adónde vamos? -preguntó ella.
– A hablar con un tipo que es dueño de un molino.
– ¿El molino de la abadía? -Theresa corría detrás de Alcuino, que cada vez andaba más rápido.
– No, no. En Fulda existen tres molinos: dos pertenecen al cabildo, aunque uno esté situado en la abadía. El tercero es propiedad de un tal Kohl, que según parece es el rico del condado.
– Pensé que queríais conseguir unas plumas.
– Eso fue antes de conocer al molinero.
– Pero ¿no le conocíais? Oí cómo os dirigíais a él afirmando que trabajaba en el oficio. ¿Y para qué queréis comprar grano?
Alcuino la miró como si le irritase la pregunta.
– ¿Quién te ha dicho que quiero comprarlo? Y tampoco conocía al molinero. Lo cierto es que lo deduje por la harina que no sólo impregnaba su vestimenta, sino también lo más recóndito de sus uñas.
– ¿Y qué tiene de particular ese molino?
– Si lo supiera, no iríamos a visitarlo -dijo sin aminorar el paso-. Lo único que puedo decir es que nunca había visto a un molinero que comiera pan de centeno. Por cierto, ¿qué apuntaste en tus tablillas?
Theresa se detuvo para buscar en la talega. Iba a leer, pero al comprobar que Alcuino no la esperaba, corrió detrás de él mientras repasaba lo anotado.
– El hombre grueso resultó herido en el vientre. El pelirrojo esperó a que se desequilibrara para atacarle. Las ganancias del vencedor ascendieron a unos noventa denarios. ¡Ah! Y esto no lo anoté, pero la herida del gordo no debió de ser grave porque salió de la taberna por su propio pie -dijo ufana, a la espera de un reconocimiento.
– ¿Y en eso has malgastado tu tiempo? -Alcuino la miró un instante y continuó andando-. Muchacha, te pedí que apuntases cuanto vieses, pero no aquello tan evidente que hasta un necio pudiera contarlo. Debes aprender a fijarte en los pormenores, en los acontecimientos más sutiles, en los detalles que pasando casi desapercibidos, pareciendo insustanciales o vacíos, proporcionan la información más interesante.
– No os entiendo.
– ¿Te fijaste en el detalle de la harina? ¿Acaso lo hiciste con sus zapatos? ¿Determinaste con qué mano lanzó la cuchillada?
– No -reconoció Theresa, sintiéndose estúpida.
– En primer lugar, el pelirrojo: cuando entramos a la taberna parecía borracho, pero en realidad elegía a su víctima, porque a la hora de apostar contó hasta el último denario.
– Aja.
– Escogió a un hombre fuerte pero poco diestro. Antes lo había tanteado Gus, que resultó ser su compinche, con un torpe juego de manos. De hecho, Rothaart no empezó a pelear hasta que Gus le indicó que las apuestas ya se habían elevado.
– Vi algo raro en ese Gus, pero no le presté importancia.
– Respecto al dinero que anotaste; veinte denarios… es mucho.
– Lo suficiente para comprar un cerdo -dijo Theresa recordando sus charlas con Helga.
– Pero no tanto si al final debes pagar una ronda de consumiciones y a las dos rameras que te están esperando. Sin embargo, sus zapatos eran de cuero fino, distintos para cada pie, lo que significa que fueron hechos por encargo. También lucía una cadena de oro, y un anillo engarzado en la mano. Demasiada riqueza para un molinero que se juega la vida apostando.
– Tal vez pelee todos los días.
– Si así fuera, y siempre ganase, la fama le precedería y no encontraría ni contendientes dispuestos a morir, ni apostantes que tiraran su dinero. Y si fuese el caso contrario, en alguna de esas apuestas ya lo habrían matado. No. La explicación a sus zapatos caros debe de ser otra. Quizá la misma por la que, en lugar de trigo, coma pan de centeno.
– Pero entonces…
– Entonces sabemos que trabaja como molinero. Que es zurdo, astuto, hábil con el cuchillo, y también adinerado.
– ¿También os fijasteis con qué mano acometió al gordo?
– No me hizo falta mirarlo. Agarraba la jarra con la izquierda, contó sus ganancias con la izquierda y fue ésa la que empleó cuando intentó amenazarme.
– ¿Y todo esto qué importancia tiene?
– Quizá ninguna. Pero tal vez esté relacionado con la enfermedad que asola la villa.
De camino al mercado, Alcuino le confió que las muertes de su ayudante y el boticario no parecían accidentales. Eran varias las personas fallecidas entre terribles dolores, y dado que ahora disponía de ayudante, se había propuesto averiguar lo que estaba sucediendo.
El encargado del puesto de grano, un hombre tuerto y demacrado, les informó que Hansser Kohl se había marchado hacía rato. Dijo que si se apresuraban lo encontrarían en el molino, pues debía almacenar allí un cargamento de cebada recién recibido. Les indicó cómo encontrar el lugar, un terreno escarpado al que se llegaba saliendo por la puerta sur de las murallas para seguir el curso del río un par de millas en dirección a las montañas.
Alcuino le agradeció la aclaración y reanudó la marcha. Atravesaron la ciudad, que abandonaron por la puerta meridional para, a continuación, tomar el margen del cauce, el cual remontaron a buen paso. De haber conservado el resuello, Theresa le habría preguntado cómo era posible que no se cansara, pero el fraile no le dio oportunidad. Cuando por fin alcanzaron las inmediaciones del molino, ella apenas podía con su alma.
Se detuvieron un instante para observar el paisaje, con la figura del molino destacando imponente sobre el risco que el torrente había excavado entre las rocas.
A Theresa le sorprendió el crujir continuo y pesado de la noria, semiahogado por el propio rumor del agua. Al acercarse, advirtió que las aspas no las impulsaba el río, sino la corriente de una acequia lateral, que mediante una rudimentaria esclusa regulaba el caudal de entrada.
Alcuino admiró la estructura del edificio, construido como casi todos los de aquel tipo en torno a tres alturas. En la planta baja se ubicaban las poleas y los engranajes encargados de trasladar el movimiento de la noria hasta el enorme eje vertical que atravesaba el molino. La planta principal, o de molido, acogía ensartadas sobre el eje las dos ruedas de piedra ranuradas, una fija y otra móvil, que al girar opuestamente molían el grano. Por último, en el tercer nivel se hallaba el almacén del cereal junto al embudo de carga. Por éste se vertía el grano, que a través de un conducto hueco discurría hasta el agujero horadado en la rueda superior, para acabar triturado entre las muelas.
Observó que lindante con el molino se levantaba una pequeña vivienda fortificada. También distinguió un establo y un almacén vallado en el que imaginó custodiarían el grano.
– Lo que me extraña es su situación, tan alejada del pueblo -dijo Alcuino señalando el edificio-. Tal vez por eso la casa sea de piedra: para proteger al molinero y su familia.
– ¿Y qué venimos a hacer aquí? No quisiera decir ninguna inconveniencia.
– Lo cierto es que no quise explicártelo porque aún son conjeturas, pero sospecho que el origen de la enfermedad reside en el trigo. -Sacó unos granos de un bolsillo y se los cedió a Theresa-. Para confirmarlo, necesito examinar el cereal, así que simularé mi interés por una transacción para intentar que el dueño me ceda una muestra.
– ¿Creéis que están envenenando el trigo?
– No exactamente. Pero tú, por si acaso, mantén la boca cerrada.
En ese instante, unos perros que merodeaban por los establos comenzaron a ladrar como si los hubieran apaleado. Simultáneamente, dos hombres pertrechados con arcos aparecieron por la puerta.
– ¿Qué les trae por aquí? -preguntó el mejor vestido sin dejar de apuntarles.
Theresa presumió que sería Kohl, pero Alcuino no lo dudó.
– Buenos días -les saludó para que viesen que no portaban armas-. Venía a proponerle un negocio. ¿Podríamos pasar? Aquí hace un frío del demonio.
Los dos hombres bajaron los arcos.
En lugar de al molino, ingresaron en la vivienda porque, según dijo el peor vestido, en el molino no encendían fuego para evitar los incendios. Una vez en la casa, Kohl apremió al siervo para que sacase alguna vianda. El hombre llamó a su mujer y ésta corrió por las estancias como si la persiguiera el diablo. Primero trajo pan y queso y luego una jarra de vino con la que sirvió a los cuatro.
– Sin gota de agua -presumió Kohl después de paladearlo-. Bien. Hablad, ¿de qué negocio se trata?
– Por mi atuendo ya habréis adivinado que vengo de la abadía. -Se tomó un instante para brindar por los presentes-. Sin embargo, he de confesaros que no represento al abad, sino al monarca Carlomagno. Veréis: el rey visitará Fulda próximamente, en dos semanas o menos, y me gustaría atenderle con el mayor de los merecimientos. Por desgracia, nuestras reservas de grano han disminuido considerablemente, y el que nos queda ya está algo pasado. En el cabildo tampoco disponen de acopios, así que me dije que tal vez pudiera adquiriros a vos una partida. De digamos… ¿cuatrocientos modios?
Kohl se atragantó al escuchar la cifra, tosió y se sirvió de nuevo. Cuatrocientos modios era cantidad suficiente para alimentar un ejército. Sin duda era un trato excelente.
– Eso es mucho dinero. Supongo que conocéis la tarifa del grano: tres denarios el modio de centeno, dos denarios el modio de cebada y un denario el de avena. Si lo que queréis es harina…
– Obviamente, lo prefiero en grano.
Kohl asintió. Era lógico que si la abadía poseía dos molinos, quisiera ahorrarse el coste sobreañadido.
– ¿Y para cuándo lo precisáis?
– Cuanto antes. Necesitamos tiempo para moler el trigo.
– ¿Trigo? -Kohl se levantó sorprendido-. Que yo sepa aquí nadie ha hablado de ese cereal. Puedo suministraros centeno, cebada y avena; e incluso si queréis, espelta, pero el cultivo de trigo lo maneja la abadía. Y vos deberíais saberlo.
Efectivamente lo sabía. Pensó en una respuesta.
– También sé que en la abadía a veces se extravían partidas que luego acaban en el mercado -respondió-. Cuatrocientos modios son dieciséis mil denarios…
Kohl caminó de un lado a otro sin apartar la vista de Alcuino. Sabía que era un riesgo, pero precisamente aceptándolos era como se había enriquecido.
– Volved mañana y hablaremos. Esta tarde tengo trabajo y no podré resolver nada.
– ¿Podríamos visitar el molino?
– Ahora se encuentran trabajando. Tal vez en otro momento.
– Perdonad que insista, pero me gustaría… -Un molino es un molino. Os he dicho que están trabajando.
– Bien. Entonces, mañana nos veremos.
Cuando salieron de la vivienda, Theresa preguntó qué había averiguado, pero Alcuino sólo rumió sobre su mala fortuna. Al pasar junto a los establos le comentó que precisaba examinar el interior del molino, pero no había insistido para no despertar sospechas.
– ¿Te has fijado en los caballos? -añadió-. Seis, sin contar a los que tiran del carro.
– ¿Y eso qué significa?
– Pues que como mínimo, en el molino hay seis personas vigilando.
– ¿Demasiadas?
– Demasiadas.
De repente se detuvo como si hubiera recordado algo. Luego retrocedió. Tras comprobar que nadie les observaba, saltó la valla y se introdujo en el establo. Rebuscó en las alforjas de los caballos, entre las maderas de un carro y en la paja del suelo. Estaba arrodillado cuando llamó a Theresa. La muchacha acudió corriendo y sacó una tablilla de cera, suponiendo que deseaba que escribiese algo, pero Alcuino negó con la cabeza.
– Busca en el suelo. Como los granos que te di.
Escudriñaron entre el estiércol hasta que oyeron ruidos procedentes del molino. Entonces se levantaron y huyeron a toda prisa.
Llegaron a la abadía con las manos y los pies congelados, pero en las cocinas encontraron una sopa caliente que les reconfortó. Comieron rápido porque Alcuino pretendía volver al trabajo, pero Theresa le sugirió visitar antes a Hóos. El fraile accedió, y tras recoger sus platos se encaminaron hacia el hospital.
En la enfermería les recibió el mismo fraile de anteriores ocasiones. Sin embargo, su usual cara risueña mostraba ahora un velo de preocupación.
– Me alegro de veros. ¿Os han dado el recado?
– No. ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? -preguntó Alcuino.
– Pasad, por Dios, pasad. Dos nuevos enfermos y con los mismos síntomas.
– ¿Gangrena en las piernas?
– Uno de ellos ya ha empezado con las convulsiones.
Ambos frailes se apresuraron hacia la estancia donde agonizaban los contagiados. Eran padre e hijo y trabajaban en el aserradero. Alcuino advirtió que el padre ya mostraba negras la nariz y las orejas. Probó a interrogarles, pero sólo consiguió que respondieran incoherencias. Al instante les prescribió unas purgas.
– Y que beban leche mezclada con carbón. Toda la que les quepa.
Dejaron al enfermero preparando los remedios mientras ellos se trasladaban a la estancia donde Hóos se recuperaba. Sin embargo, al llegar a su cama la encontraron vacía. Interrogaron a los presentes, pero ninguno supo dar cuenta de su paradero. Miraron en las letrinas, en el comedor anexo y en el pequeño claustro donde los heridos más dispuestos se iban recuperando, todo en vano. Después de buscar por todas partes hubieron de aceptar que había desaparecido.
– Pero no puede ser -se quejó Theresa.
– Le encontraremos -fue lo único que acertó a decir Alcuino.
Aconsejó a la joven que volviera a casa y permaneciera tranquila. Él debía regresar a la biblioteca, pero daría orden de que tan pronto apareciese, acudieran a avisarla. Acordaron verse a la mañana siguiente en la puerta del cabildo. Theresa le agradeció su preocupación, pero cuando se dio la vuelta no pudo evitar que le afloraran unas lágrimas.
Theresa pasó el resto de la tarde encerrada en el pajar, para que Helga no le preguntara. Sin embargo, poco antes del anochecer decidió dar un paseo por las callejuelas cercanas. Mientras deambulaba por las callejas se preguntó qué significaría aquella opresión en su pecho, aquel escalofrío que la sacudía cuando recordaba a Hóos. Cada mañana se moría por que llegase el momento de encontrarle, de hablar con él, de sentir sobre ella su mirada. Las lágrimas volvieron a sus ojos. ¿Por qué su vida era un castigo? ¿Qué mal había causado para que todo lo que amaba terminara desapareciendo?
Avanzó sin rumbo conjeturando sobre el paradero de Hóos, intentando imaginar qué le habría sucedido. Recordó que durante su última visita, el joven apenas si había logrado encadenar varios pasos por el claustro, y eso había ocurrido el día anterior. Aún seguía enfermo, así que resultaba imposible que hubiese huido.
Siguió caminando sin advertir que paulatinamente se alejaba de las calles más concurridas. Hacía frío y escondía la cabeza entre los bordes de su capa, intentando guarecer la nariz. Para cuando quiso darse cuenta, se encontró en un callejón estrecho y oscuro.
Olía a podrido. Un ladrido la asustó.
Miró alrededor y comprobó que la mayoría de las casas aparentaban estar abandonadas, como si sus dueños se hubieran arrepentido de vivir en un lugar tan tenebroso y hubieran huido sin siquiera cerrar las ventanas.
Se asustó y decidió retroceder.
Había emprendido el regreso cuando en el exterior del callejón se perfiló una figura encapuchada. Theresa esperó a que se fuera, pero la figura no se movió.
Intentó no alarmarse. Se dijo que no sería nadie y que no le sucedería nada.
Continuó avanzando. Sin embargo, a medida que se aproximaba, su corazón se aceleró. La figura permanecía callada, vigilante, inmóvil como una estatua. Theresa apretó el paso bajando la mirada, pero al llegar a su altura, el encapuchado se abalanzó sobre ella y trató de inmovilizarla. Quiso gritar pero una mano se lo impidió. Entonces gimió aterrada. En un intento desesperado, mordió la mano que la amordazaba, el hombre gritó y entonces su voz la paralizó.
– ¡Diablo de mujer! Pero ¿qué pretendes? ¿Amputarme las manos? -dijo chupándose el mordisco.
Theresa no dio crédito. Su acento, su entonación…
– ¿Hóos? ¿Eres tú?
Al mirarlo lo reconoció. Sin pretenderlo se echó en sus brazos, que la recibieron con ternura. Hóos se despojó de la capucha dejando a la vista su sonrisa franca. Él acarició su cabello mientras aspiraba su perfume. Luego le sugirió caminar hacia otro lado porque allí no estaban seguros.
– Pero ¿dónde estabas? -sollozó la muchacha-. Creí que no volvería a verte nunca.
Él le contó que la había seguido. Había huido de la abadía porque debía regresar inmediatamente a Würzburg. Si continuaba en el hospital, nunca lo conseguiría.
– Pero si apenas te mantienes en pie.
– Por eso necesito un caballo.
– Es una locura. Los bandidos te matarán. ¿Ya no recuerdas lo que te hicieron?
– Olvida eso. Tienes que ayudarme.
– Pero yo no sé…
– Escúchame -la interrumpió-. Es vital que alcance Würzburg en la próxima semana. Arriesgué mi vida por salvar la tuya, y ahora soy yo el que te necesita. Tienes que conseguirme una montura.
Theresa comprobó que su mirada rezumaba desesperación.
– De acuerdo, pero no entiendo de caballos. Tendré que preguntarle a la Negra.
– ¿La Negra? ¿Quién es ésa?
– ¿No lo recuerdas? La mujer que nos atendió cuando llegamos a Fulda. Ahora vivo con ella.
– No creo que sea buena idea. ¿No tienes dinero? Althar te dejó una bolsa con monedas.
– Pero ese mismo día se la entregué a la Negra como adelanto por el hospedaje y la manutención. Apenas si conservo un par de denarios.
– Maldita sea -apretó los dientes.
– Podría preguntarle a Alcuino. Tal vez él pueda ayudarnos.
Hóos se revolvió al oír el nombre del fraile.
– ¿Acaso has perdido el juicio? ¿Por qué crees que escapé de la abadía? No te fíes de ese hombre, Theresa. No es lo que parece.
– ¿Por qué lo dices? Se ha portado bien con nosotros.
– No puedo explicártelo, pero debes confiar en mí. Aléjate de ese fraile.
Theresa no supo qué decir. Creía a Hóos, pero Alcuino le parecía un buen hombre.
– ¿Entonces qué haremos? ¡Tu daga! -recordó ella-. Podríamos intentar venderla. Seguro que te alcanza para comprar un caballo.
– Ojalá la conservara. Esos malditos frailes debieron de robármela -se quejó-. ¿No sabes de nadie que negocie con caballos? ¿Alguien que pudiera proporcionarte una montura?
Theresa negó con la cabeza. Y añadió que aún era pronto para cabalgar porque se le abriría la herida. Hóos se detuvo para respirar. Jadeaba como un viejo mientras se apretaba el pecho por la zona herida.
– ¿Te encuentras bien?
– Eso no importa. ¡Maldición! Necesito una cabalgadura -gritó a la vez que tosía. Se sentó abatido sobre un tronco para leña.
Por un instante, Theresa pensó que se le abriría la herida.
– Ahora que recuerdo… -dijo-. Esta mañana estuve en un lugar donde guardaban caballos. -No supo bien por qué decía eso.
Hóos se levantó y la miró con ternura. Acogió su cara entre sus manos y luego, lentamente, acercó sus labios hasta besarla. Theresa creyó morir. El cuerpo le tembló con el calor de su boca, cerró los ojos y se abandonó a aquella miel que la inundaba. Sus labios se entreabrieron tímidos, permitiendo que la lengua de él la rozara. Luego se separó despacio, mirándolo a los ojos y con las mejillas ruborizadas. Pensó que sus pupilas resplandecían más bellas que nunca.
– ¿Y qué será de mí cuando te vayas? -le dijo. Hóos la besó de nuevo y ella olvidó sus preocupaciones como por ensalmo.
Se encaminaron hacia la taberna de Helga deteniéndose en cada esquina, besándose con el miedo de los ladronzuelos, como si fuera a regañarles el primero que les sorprendiera. Tras cada arrumaco reían y apretaban el paso. Al llegar a la taberna ingresaron por la parte de atrás para que Helga no les sorprendiera. Subieron al pajar donde Theresa dormía y volvieron a besarse. Hóos acarició sus senos, pero ella se apartó. Luego le trajo algo de comer, lo acomodó con una manta y le dijo que esperara. Si todo salía bien, en unas horas regresaría con una montura.
Sabía que era una locura, pero salió de la casa provista de una vela, un eslabón y yesca seca. También se aprovisionó con un poco de carne cruda y un cuchillo de cocina. Luego se dirigió hacia las murallas sin saber si las encontraría cerradas. Por fortuna, las obras de mantenimiento seguían en la puerta meridional, así que no necesitó identificarse cuando un guarda medio dormido la saludó a su paso.
Mientras caminaba hacia el molino, recordó los labios de Hóos. Sintió el calor de sus susurros y el aliento sobre sus mejillas, y el estómago se le encogió. Se apresuró guiándose por la claridad de la luna, con la esperanza de que los perros no la descubrieran. No estaba segura, pero confiaba en que la carne picada les mantuviese ocupados mientras ella iba a los establos. Cuando llegó a las inmediaciones del molino, comprobó que se vislumbraba lo suficiente como para prescindir de la yesca. Buscó a los perros, pero no los divisó. Sin embargo, por precaución, depositó la mitad de la carne en el camino principal y desperdigó el resto por el sendero de la cuadra.
En el establo contó sólo cuatro caballos que le parecieron dormidos. Los examinó con cuidado, intentando adivinar cuál sería el más adecuado, pero no se decidió por ninguno. De repente oyó unos ladridos y el corazón se le aceleró. Al instante corrió a un rincón, donde se agazapó cubriéndose con paja y esperó atemorizada. Pasados unos segundos, los ladridos cesaron. Entonces se dio cuenta del error que estaba a punto de cometer.
Se preguntó qué hacía allí y cómo podía haber considerado cometer un robo, y se respondió que, aunque desease ayudar a Hóos, aquélla no era la manera. No podía traicionarse a sí misma; no era la educación que su padre le había procurado.
Se sintió sucia e indecente. De hecho, ni siquiera entendía cómo había llegado hasta el molino. Cabía la posibilidad de que la capturaran y la condenaran por robo, un delito que en ocasiones se castigaba con la muerte. Sentía defraudar a Hóos, pero no podía seguir adelante. Lloró por lo necio de su comportamiento. Luego pidió perdón a Dios y le rogó que la ayudara.
Estaba asustada. Cualquier ruido, desde el resoplar de un caballo hasta el crujido de una madera le hacía imaginar que la descubrirían. Se arrastró despacio entre las patas de los caballos, reptando hacia la salida. Sin embargo, cuando se disponía a abandonar el establo, advirtió con horror que cuatro hombres se dirigían hacia las cuadras.
Supuso que los perros les habrían alertado.
Volvió sobre sus pasos y se enterró entre la paja. Uno de los hombres entró en el establo y comenzó a golpear los lomos de los animales, que relincharon despavoridos. Theresa vio los cascos de un caballo desfilar frente a su cara y a punto estuvo de gritar, pero logró contenerse. El hombre embridó un ejemplar, montó sobre él y emprendió el galope hacia la maleza. Luego observó cómo los otros tres descargaban un carro y transportaban su contenido hasta el molino. A Theresa le extrañó que se empleasen a una hora tan intempestiva sin siquiera la ayuda de teas, y se le ocurrió que tal vez aquellos sacos tuviesen alguna relación con el grano que Alcuino andaba buscando.
Sin pensar en las consecuencias, aprovechó la ausencia de los hombres para inspeccionar el cargamento. Aún les quedaba un par. de fardos por descargar, así que extrajo el cuchillo y practicó un corte en la esquina del que tenía más cerca, hundió la mano lo justo para obtener un puñado de cereal, y volvió corriendo al establo.
Los hombres regresaron pronto. El primero en llegar descubrió el saco roto y culpó al segundo del destrozo. Éste lo acusó a su vez y comenzaron a discutir, hasta que el que parecía ser el jefe los separó a puñetazos. El primero se marchó, pero regresó poco después con una tea encendida que el jefe empuñó iluminando su cabello pelirrojo. Cargaron los sacos restantes y abandonaron el lugar sin preocuparse más del establo.
En cuanto se supo a solas, Theresa corrió sendero abajo imaginando el aliento del pelirrojo a su espalda. Lo recordó apuñalando al gordo de la taberna y pensó que en cualquier momento aparecería tras un árbol para segarle el cuello. Ni cuando alcanzó la muralla se consideró a salvo.
Llegó a casa de Helga con el corazón en la garganta. Entró al edificio por la parte trasera, comprobó que la Negra seguía en la taberna y, con sigilo, se dirigió al pajar donde permanecía Hóos medio dormido. Al verla el joven se alegró, pero torció el gesto tras conocer que no había conseguido el jamelgo.
– Lo intenté, te lo juro -se lamentó ella.
Hóos maldijo entre dientes, pero aun así le dijo que no se preocupara. A la mañana siguiente ya encontraría él la manera de escapar.
Theresa lo besó en los labios y él le correspondió.
– ¡Aguarda un momento! -se interrumpió ella. Se incorporó con un respingo y bajó a la taberna.
Al cabo de un rato regresó tarareando una tonta cancioncilla. Se acercó a él con disimulo y volvió a besarle. Luego lució una hermosa sonrisa.
– Ya tienes caballo -anunció.
Le dijo que, pese a que él no lo aprobara, le había preguntado a Helga por el pago que en su día le satisfizo como adelanto por el hospedaje. Necesitaba el dinero, y si le reintegraba una parte, se lo devolvería con creces antes de febrero.
– Al principio se negó, pero le recordé que disponía de trabajo fijo, y le prometí que además de recobrar lo prestado, percibiría una quinta parte en concepto de intereses. No obstante, quiso saber para qué demonios quería el dinero.
Hóos la miró con ansiedad, pero ella lo tranquilizó. Le había contado que precisaba un potranco para acompañar al fraile en sus recorridos campestres, y Helga no sólo la había creído, sino que incluso le había recomendado un tratante que le dejaría uno barato. En total le había devuelto cincuenta denarios, la mitad de lo entregado a cuenta. Con ese dinero podría adquirir una montura vieja y comida suficiente para aguantar el camino.
– ¿Y no te preguntó por qué no ibas andando?
– Le dije que me dolían los tobillos. Escucha, Hóos. Antes de que te vayas, me gustaría pedirte algo.
– Por supuesto. Si está en mi mano…
– Dentro de unos días… cuando llegues a Würzburg…
– ¿Sí…?
– ¿Sabes? Cuando me encontraste en la cabaña… te mentí. No estaba allí de paseo.
– Bueno. No te preocupes. Si no quisiste contármelo, no tienes por qué hacerlo ahora.
– Estaba asustada, pero ahora… ahora quiero decírtelo. En Würzburg hubo un incendio.
– ¿Un incendio? ¿Dónde?
– Yo no tuve la culpa, te lo aseguro. Fue ese maldito Korne, que me empujó. Las ascuas prendieron, se quemó todo y… -Las lágrimas la interrumpieron. Hóos la abrazó-. Prométeme que buscarás a mi padre y le dirás que estoy bien. Promételo.
– Sí, claro. Te lo prometo.
– Que les quiero. A él y a Rutgarda. Promételo.
Hóos acarició su rostro y ella se calmó. De repente Theresa recordó el pergamino que había encontrado oculto en la talega de su padre. Por un momento pensó en encomendarle a Hóos que se lo entregara, pero al instante se contuvo. Quizá fuera un documento privado y por eso lo había escondido.
– Llévame contigo -le pidió.
Él le sonrió con dulzura.
– Encontraré a tu padre y le diré que no se aflija, pero no puedes acompañarme. Acuérdate de los bandidos. -Pero…
Él selló su boca con un beso.
Cuando sopló la última vela, Hóos le pidió que se acercara. Ella aceptó sin saber bien por qué. El joven la abrazó con gentileza para protegerla del frío, pero aunque pronto entraron en calor, ya no quisieron separarse.
Hóos fue el hombre atento que ella siempre anheló. Sus brazos la estrecharon mientras sus besos la cobijaban. Recorrió su cuerpo dibujando senderos inexplorados, acariciándola despacio mientras la envolvía con su aliento, y ella se dejó embriagar, apreciando cómo en su interior anidaba un apetito vergonzoso.
Nunca antes se había sentido así. No acertaba a interpretar aquel cúmulo de sensaciones, aquel combate entre el pudor y la ansiedad, entre el temor y el deseo.
– Aún no -le suplicó.
Hóos siguió besándola sin escucharla, recorriéndola con sus labios, acariciando su pubis, su vientre, sus pezones erectos. Ella codició la firmeza de sus brazos mientras él arrullaba la tersura de sus senos. Tembló cuando él separó sus piernas. Luego, al sentirle entrar, su cuerpo se arqueó por el dolor. Sin embargo, el deseo le hizo apretarse contra él como si quisiera poseerlo para siempre. Después se abandonó a sus movimientos y al fuego que la consumía.
Él se movió sobre ella sin dejar de besarla. La embistió despacio, entreteniéndose entre sus ingles, para luego ir más rápido, y finalmente con tal ansia que el delirio sacudió el vientre de ella haciéndole creer que el diablo la poseía. Cuando Hóos se vació, ella deseó que se quedara.
– Te quiero -le susurró él, y la apretó entre sus brazos.
Ella cerró los ojos y anheló que se lo repitiera mil veces.
Por la mañana, cuando Hóos se despidió, ella sólo oyó que la amaba.
Los domingos no acudía al scriptorium, de modo que Theresa aprovechó la mañana para ordenar el pajar y fregar los cacharros acumulados en la cocina. Aun así, se dijo que después de almorzar iría a la abadía para simular interés por el paradero de Hóos y de ese modo evitar sospechas. Mientras limpiaba la taberna recordó cada beso de la noche anterior. El aroma de Hóos la impregnaba como si la hubieran frotado con un paño empapado en esencia.
Hóos Larsson…
Antes de partir, él le había prometido que a su regreso viajarían juntos a Aquis-Granum para instalarse en sus tierras.
Imaginó cómo sería su vida en la hacienda de Hóos, atendiendo la casa durante el día, y apretándose contra su cuerpo cada noche. Por un instante olvidó los problemas de Helga y Alcuino para embelesarse con su imagen. No pensó en otra cosa durante toda la mañana.
Para cuando Helga se levantó, Theresa ya había limpiado cuatro veces la misma estancia. La mujer se quejó de un ardor en el vientre que decidió atemperar con un trago de vino y varias arcadas. Su cuerpo aún olía a hombre, pero ella no pareció darle importancia. Una vez en la cocina, le sorprendió encontrarse a Theresa porque ni siquiera recordaba que fuera domingo, así que fue dando tumbos hasta una jofaina en la que se mojó los ojos lo justo para desprenderse las legañas.
– ¿Hoy no vas con los frailes? -dijo mientras se servía otro trago.
– Los domingos los reservan para rezar.
– Será porque no tienen más que hacer -se lamentó Helga con envidia-. A ver qué demonios preparo yo para comer hoy.
Comenzó a hurgar entre los cacharros hasta dejarlos tan revueltos como antes de que Theresa los ordenara. Luego agarró una perola en la que fue introduciendo todas las verduras que encontró, añadió un pedazo de tocino salado y cubrió todo con agua limpia de una tinaja. Cuando la puso al fuego, aprovechó para agregarle la lengua de una vaca.
– Bien fresca. Me la trajo ayer un cliente -presumió.
– Si me sigues cebando así, al final tendré que robarte la ropa -le advirtió Theresa con una sonrisa.
– ¡Pero hija! Si, con lo que comes, lo extraño es que se te noten las tetas.
La mujer removió el puchero mientras Theresa se ocupaba nuevamente de la cocina.
– Además, recuerda que en mi estado he de cuidarme -agregó la Negra acariciándose su incipiente barriga.
Theresa sonrió. No obstante, se preguntó si continuaría ejerciendo de meretriz cuando la tripa se le pusiera como una sandía.
– ¿Cómo se preña una mujer? -preguntó de repente.
– ¿Qué clase de pregunta estúpida es ésa?
– No. En fin. Lo que quería decir es… ya sabes… bueno… si al hacerlo la primera vez…
Helga la miró sorprendida, y de repente echó a reír.
– Depende de lo bien que te hayan jodido, so granuja. -Y le plantó un sonoro beso en la cara.
Theresa intentó disimular su rubor frotando con fuerza la herrumbre de la cocina. Mientras lo hacía, rogó a Dios que aquello no sucediera. Afortunadamente Helga le dijo que era una broma, y que los embarazos dependían de otros factores además de la puntería. Como eso tampoco la tranquilizó, siguió frotando hasta que el ejercicio ocultó los coloretes de sus mejillas.
Hablaron largo rato sobre Hóos. Cuando Helga le preguntó si de verdad le quería, Theresa la reprendió por el hecho de que lo dudara. Sin embargo, la mujer continuó sin inmutarse, interrogándola sobre la familia del muchacho, la riqueza de que disponía y su habilidad como amante. Llegado a ese punto Theresa dejó de contestar, aunque la delató una sonrisa.
– Seguro que estás embarazada -bromeó Helga, y volvió a reír antes de que Theresa le arrojara una lechuga a la cabeza.
Mientras se dirigía hacia el monasterio, Theresa recapacitó sobre la preñez de la Negra. Por un momento se imaginó a sí misma rolliza como un tonel, portando en su vientre a una indefensa criatura y sin recursos con los que afrontar el parto. Pasó las manos sobre su barriga lisa y un escalofrió la sacudió. En ese instante se prometió que, por mucho que lo deseara, no volvería a yacer con Hóos hasta después de casada.
Cuando llegó a la abadía, el cirellero le franqueó el paso, escarmentado tras el episodio de las chuletas. Theresa vestía la toga que Alcuino le había proporcionado, de modo que con la capucha echada, su aspecto no difería del de cualquier novicio que merodeara por el exterior de los edificios. El encargado de la enfermería se sorprendió al reconocerla, pero tras cerciorarse de que disponía del permiso de Alcuino, accedió a informarle sobre el paradero de Hóos.
– Te lo vuelvo a repetir: la única explicación es que se marchara por su propia voluntad.
– ¿Y entonces por qué no me avisó? -fingió indignación.
– ¡Y yo qué sé! ¿Crees que aquí nos quedamos con algún lisiado?
A Theresa le desagradó el comentario. Pensó que tal vez aquel fraile fuese el mismo que le había robado la daga a Hóos mientras éste yacía en cama. El enfermero advirtió el gesto de desconfianza de la muchacha, pero no se inmutó.
– Si no te gusta lo que oyes, vete a protestar a Alcuino -dijo señalando el camino del scriptorium, y sin dedicarle más tiempo se volvió para amasar una cataplasma.
Theresa dudó en visitar al monje. Aunque Hóos le hubiera advertido contra él, lo cierto era que hasta ese momento Alcuino había cumplido con todas sus promesas. Además, necesitaba devolverle a Helga el dinero prestado para la compra del caballo. Recordó entonces la muestra de grano que había recogido durante su incursión en el molino. Aún la llevaba en el bolsillo, así que decidió enseñársela y aprovechar la excusa para hablarle de dineros. Lo encontró a la puerta del scriptorium, justo cuando ya salía. El religioso no esperaba verla, pero aun así la saludó con amabilidad.
– Lamento decirte que tu amigo…
– Lo sé. Vengo de la enfermería.
– No entiendo qué puede haberle ocurrido. Si dispusiera de tiempo… pero he de solucionar varios asuntos de vital importancia.
– ¿Y acaso Hóos no lo es? -replicó ella con hipocresía.
– Por supuesto que sí. Te prometo que esta noche dedicaré un rato a estudiar el caso.
Theresa asintió, simulándose satisfecha. Luego se hurgó los bolsillos y sacó el puñado de grano que había hurtado en el molino. Cuando Alcuino lo vio, los ojos se le abrieron casi tanto como la boca.
– ¿De dónde lo has sacado? -dijo, acercándose a la semilla.
Ella le contó la historia obviando el episodio de los caballos. El fraile observó el grano un instante antes de recoger un palito del suelo que utilizó para remover el cereal. Luego le dijo que lo guardara otra vez en sus bolsillos y se lavara bien las manos. Seguidamente se encaminaron hacia la botica. Tras comprobar que se encontraba desierta, Alcuino encendió varias velas y clausuró puertas y ventanas para que nadie pudiera observarles. Seguidamente le pidió a Theresa que depositara hasta el último grano sobre un platillo metálico. Cuando finalizó, la obligó a sacudirse el interior del bolsillo sobre el mismo platillo, conminándola a que se lavara de nuevo.
– ¿Has sentido molestias en el estómago? -le preguntó.
Ella negó con la cabeza. Tenía molestias, pero de haber pasado la noche con Hóos.
El fraile dispuso todas las velas junto al platillo, que refulgió como el sol. Los granos dorados resplandecían bajo las llamas, al igual que su cara, tan cerca del cuenco como la de un animal que husmeara en su pitanza. Le pidió a Theresa que le acercara dos escudillas de cerámica blancas y unas pinzas de un anaquel cercano. Luego trasladó de uno en uno los granos desde el platillo metálico hasta una escudilla.
Continuó la tarea despacio, tomándose tiempo para examinar cada grano, oliéndolos y tocándolos en un extraño ritual. Avanzado el trasiego, con las tres cuartas partes del grano en uno de los recipientes blancos, Alcuino se levantó de un salto, enarbolando las pinzas de cuyo extremo pendía un grano negro. Se lo mostró ufano a Theresa y rio, pero ante la inexpresividad de la muchacha volvió a sentarse y depositó el grano sobre la escudilla que permanecía vacía.
– Acércate -le dijo-. Y presta atención a la forma y el color.
Ella observó con detenimiento la especie de cuernecillo que descansaba en el centro de la escudilla. Era un cuerpo negruzco, retorcido, de tamaño similar al recorte de una uña.
– ¿Qué es? -Le pareció una simple semilla.
– «Cuando el cereal ondula con el viento, Körnmutter vaga por los campos esparciendo a sus hijos, los lobos del centeno.»
Theresa lo miró sin entender nada.
– Körnmutter: la Diosa Madre de los granos -explicó-. O al menos, eso creen los paganos del norte. Lo sospeché desde el primer momento, pero lo extraño es que suceda en el trigo.
– No comprendo…
– Míralo bien -dijo, volviendo a asir la brizna con la pinza-. No se trata de ninguna semilla. Es cornezuelo: un hongo alucinógeno. Esto que ves es el esclerocio, la estructura en que resiste tras abandonar su presa. -Extrajo un cuchillo de su cintura con el que sajó la cápsula, dejando a la vista un interior blanquecino-. El hongo anida en las espigas húmedas, a las que consume cual parásito, y lo mismo hace con quienes tienen la desgracia de comerlo. Los síntomas siempre son idénticos: mareos, visiones infernales, gangrena en las extremidades y finalmente una muerte terrible. Examiné el centeno mil y una veces sin hallar rastro de cornezuelo y, sin embargo, no se me ocurrió pensar en el trigo. No hasta después de la muerte de Romualdo, mi pobre acólito.
– ¿Y por qué no se os ocurrió?
– Quizá porque no soy Dios, o tal vez porque el cornezuelo no suele crecer en el trigo -respondió con tono molesto-. Fíjate en su tamaño. Es mucho más pequeño que el del centeno. No fue hasta hace poco, tras recordar que la enfermedad sólo afectaba a los más acaudalados, cuando concluí que debería buscar en el trigo.
Theresa tomó el cuchillo y con la punta examinó los restos de la cápsula como si se tratara de un bicho muerto.
– Entonces, si ésta es la causa de los fallecimientos… -aventuró ella.
– Que sin duda lo es…
– Se evitarían las muertes advirtiendo a los molineros.
– Podría parecer así, aunque por desgracia no sería suficiente. Quien lo esté vendiendo ya sabe que el trigo provoca los fallecimientos, de modo que un simple aviso sólo serviría para advertir al criminal que le hemos descubierto.
– Pero al menos la gente dejaría de comer el pan de trigo.
– Se ve que desconoces lo que puede hacer un hambriento. La gente come basura, alimentos podridos, animales enfermos. Y no pienses que los ricos son los únicos afectados, porque hoy han fallecido dos pordioseros. Además, no sólo arruinaríamos a los comerciantes, a los molineros, a los panaderos y los cientos de familias que viven de ese cereal, sino que el criminal, al saberse buscado, molería el grano contaminado diseminando el veneno de forma irremediable. No. -Miró a Theresa con severidad-. Sólo cabe el descubrir al causante antes de que continúe matando. Y para ello, necesito que me jures el más absoluto secreto.
La muchacha sujetó entre sus manos el crucifijo que Alcuino le tendía, lo pegó a su pecho y juró ante él, sabiendo que, si quebrantaba su promesa, su alma quedaría irremisiblemente condenada.
Después de limpiar los recipientes salieron de la botica en dirección a la catedral, buscando refugio de soportal en soportal como si temiesen que alguien les siguiera. Alguna vez se detenían para coger resuello, momento en el que Theresa aprovechaba para interesarse por lo que Alcuino sabía sobre el cornezuelo. El monje le informó que durante su estancia en la escuela de York habían sufrido la plaga en más de una ocasión.
– Pero siempre en el centeno -insistió.
Le contó que, coincidiendo con su nombramiento como bibliotecario, varios monjes cayeron enfermos. Fue una época de hambruna, le explicó. Cuando el trigo se acabó, trajeron unas partidas de centeno de los campos de Edimburgo que daban un pan oscuro y amargo, no tan malo como el de la espelta, pero resistente a los fríos. Además, no se endurecía tan rápido, por lo que podía almacenarse incluso después de horneado. Pero luego la gente empezó a morir. Él se ocupaba de los fondos de la biblioteca, pero también contabilizaba los impuestos por portazgos, mercados y demás corveas. Gracias a esto advirtió la coincidencia de la llegada del centeno con los primeros indicios de la enfermedad y, sin embargo, sólo tras la muerte del cuarto novicio solicitaron su ayuda.
– Para entonces, la mitad del monasterio ya estaba contaminado -se lamentó-. Le llamábamos Ignis Sacer, o fuego sagrado, por el ardor que provocaba en las extremidades. Descubrí la presencia de esos cuernecillos entre los granos del centeno, y comprobé sus mortíferos efectos tras alimentar con ellos a algunos perros. Con los años, la plaga volvió a visitarnos, pero para entonces ya sabíamos cómo protegernos.
– ¿Encontrasteis el remedio?
– Por desgracia, no como tal. Una vez que la ponzoña penetra en el organismo, se difunde como el agua en la arena. A partir de ese momento, el destino del enfermo depende de la voluntad de Dios y la cantidad de cornezuelo que haya ingerido. Sin embargo, aprendimos a examinar el grano antes de consumirlo.
Continuaron andando en dirección al cabildo porque Alcuino deseaba consultar el libro de aprovisionamiento de su molino. Anteriormente lo había hecho con el de la abadía, y pretendía hacer lo propio con el que pertenecía a Kohl.
– Lo que no entiendo es por qué hemos de mirar en el obispado, si donde hallé el cornezuelo fue en el molino de Kohl -apuntó Theresa, inmiscuyéndose en la investigación.
– La cápsula… La vaina del cornezuelo estaba seca. Muerta -respondió el fraile mientras ascendían por las escaleras de la catedral-. Pero aun así, conserva su poder asesino. Sin embargo, tal circunstancia nos indica que el grano fue recolectado hace más de un año, pues ése es el período que el cornezuelo aguanta vivo.
– Pero ese hecho no altera el que lo encontrase en el molino de Kohl.
– Es innegable que una partida acabó en ese lugar. Sin embargo, tal como afirma Kohl, en sus fincas no se planta trigo, cosa que obviamente comprobé tras consultar los diferentes polípticos.
– Entonces, ¿por qué cuando os ofrecisteis a comprarle trigo, no dudó en considerar vuestra oferta?
– Una observación interesante -sonrió-, y desde luego un punto para la reflexión, siempre y cuando no olvidemos que el propósito de esta pesquisa es evitar más fallecimientos. Y ahora aguarda hasta mi regreso. Vuelvo en cuanto dialogue con el obispo.
Theresa se sentó en la escalinata de la catedral, alejada de los harapientos que se disputaban los sitios más próximos al pórtico. Mientras esperaba, observó a un grupo de soldados que desmantelaban unos tenderetes en medio de la plaza.
– ¿Qué hacen esos hombres? -le preguntó a un pordiosero que la contemplaba ensimismado. El mendigo tardó en abrir la boca.
– Preparan el tormento. Vinieron hace un rato y se pusieron a cavar en el centro. -Y señaló un agujero de medianas proporciones.
– ¿El hoyo es para el patíbulo?
– ¡No va a ser para un estanque! -rió mostrando un único diente-. ¿Una limosna, por caridad?
Theresa sacó un par de nueces de su bolsa, pero al verlas, el pordiosero escupió al suelo y se dio media vuelta. Ella se encogió de hombros, las guardó de nuevo y dirigió sus pasos hacia el lugar donde se encontraban los soldados. Junto a ellos, dos peones se afanaban en agrandar un socavón tan amplio que en él podría enterrarse a un caballo. Los trabajadores se mostraron dicharacheros, pero cuando les preguntó por el propósito del agujero, un soldado la conminó a que se marchara.
Alcuino encontró a Lotario camino del refectorio. Tras los saludos de rigor, el obispo se interesó por sus progresos caligráficos.
– No he avanzado lo que quisiera -se lamentó-, pero lo cierto es que la escritura ahora es lo que menos me preocupa.
– ¿Y eso?
– Como ya sabéis, mi presencia en la abadía obedece al expreso deseo de Carlomagno. -Alcuino observó en Lotario un gesto de hastío-. Nuestro monarca ostenta un inusual equilibrio entre la devoción por lo divino y su rectitud en lo mundano, y quizá por ello me ha encargado que vigile la especial observancia de la regla de san Benito. He comprobado, muy a mi pesar, que en el monasterio los frailes salen y entran, frecuentan los mercados, hablan durante los oficios, duermen en lugar de acudir a nocturnas, e incluso comen carne de vez en cuando.
Lotario asintió. Conocía sobradamente las cualidades del monarca, pues gracias a él ocupaba el obispado, pero aun así permitió que Alcuino prosiguiera con su alocución.
– Y aunque seamos indulgentes ante pecados como la laxitud o la complacencia, al fin y al cabo limitaciones propias de la condición humana, no podemos aprobar, ni menos aún consentir, la depravación y la impureza de quienes deben velar y dar ejemplo ante sus gobernados.
– Perdonad, mi buen Alcuino, pero ¿adónde queréis llegar? Sabéis que el monasterio nada tiene que ver con el cabildo.
– En Fulda habita el diablo. -Se santiguó-. Pero no Satanás, ni Azazel, ni Asmodeo o Belial. Lucifer no necesita de príncipes para alcanzar sus infames propósitos. Y no creáis que hablo de rituales o sacrificios. Me refiero a malnacidos. Sujetos indignos de llamarse ministros de Dios, que se sirven de su posición para alcanzar sus ominosos propósitos.
– Sigo sin entender, pero por la capa de san Martín que empezáis a preocuparme.
– Disculpadme, paternidad. En ocasiones reflexiono, sin advertir que quien me escucha no puede escudriñar mis pensamientos. Intentaré ser preciso.
– Por caridad.
– Hará un par de meses llegaron a Carlomagno noticias de ciertas irregularidades habidas en el monasterio. Ya sabéis que cada abadía se comporta como un pequeño condado: dispone de tierras de las que el abad obtiene una renta mensual, generalmente en especies. Unos inquilinos le entregan cebada para elaborar cerveza, otros espelta, otros trigo, otros carneros, o patos, o cerdos, algunos lana para confeccionar los hábitos; otros más, herramientas o aperos; y la mayoría, su propio esfuerzo.
– Así es. Nuestro cabildo funciona de manera semejante.
– Como también conocéis, aquí, en Fulda, la mayor parte de los arrendados se dedica al cultivo del trigo. Pero al no disponer de molino propio, se ven obligados a moler la cosecha en la abadía. Se les devuelve en forma de harina, a cambio de una parte que se queda el monasterio en concepto de pago.
– Continuad.
– El caso es que, de un tiempo a esta parte, decenas de lugareños han enfermado o muerto sin que se conozcan las causas.
– Y creéis que la enfermedad está relacionada con la abadía.
– Es lo que pretendo averiguar. En un principio especulé con algún tipo de pestilencia, pero ahora comienzo a inclinarme por un origen diferente.
– Pues vos diréis en qué puedo ayudaros.
– Gracias, paternidad. Lo cierto es que necesitaría comprobar los polípticos de los últimos tres años.
– ¿Los del cabildo?
– En realidad, los de los tres molinos. Los de la abadía ya los tengo en mi celda. Además, precisaría vuestra autorización para que mi auxiliar accediera al scriptorium.
– Los polípticos podéis pedírselos a mi secretario Ludovico, pero los de Kohl dudo que los consigáis. Ese hombre no refleja sus cuentas en libros. Lo lleva todo en su cabeza.
Alcuino torció el gesto porque suponía una contrariedad con la que no había contado.
– En cuanto a lo de mi ayudante… -Obvió decirle que se trataba de una mujer.
– ¡Oh! ¡Sí! Por supuesto que puede acompañaros. Y ahora, si me perdonáis.
– Una última cosa -se detuvo un instante para pensárselo.
– Decidme. Llevo prisa.
– Esta enfermedad… ¿Recordáis si con anterioridad ya se dio una situación semejante? Quiero decir, hace años…
– Pues no, que yo recuerde. Tal vez en alguna ocasión alguien haya fallecido por gangrena, pero ya sabéis que eso, por desgracia, es algo común.
Alcuino reiteró las gracias algo decepcionado. Luego se dirigió a la salida, donde aguardaba Theresa con la mirada fija en el agujero excavado en el centro de la plaza. Alcuino le indicó que cenarían en el cabildo porque continuarían trabajando durante el resto de la noche. A Theresa le sorprendió la noticia, pero no la discutió. Pidió permiso para regresar a casa de Helga, con el fin de proveerse de ropa de abrigo, y acordaron reencontrarse en el mismo lugar tras las campanadas de nona.
Cuando Theresa llegó a la taberna de Helga, se dio de bruces con la puerta atrancada. Sorprendida, comprobó la entrada trasera así como los postigos de las ventanas que encontró también cerrados. El lugar se encontraba desierto, así que permaneció unos instantes frente a la vivienda mirando por las rendijas, hasta que de repente un chiquillo desdentado le tironeó de los bajos de su toga.
– Mi abuela te llama -le espetó.
Theresa miró en la dirección que el mozuelo le indicaba y tras una portezuela atisbo unas manos que le hacían señas para que se acercara. Cogió al mozalbete en brazos y corrió hacia la casa. La puerta se abrió dejando a la vista el rostro asustado de una anciana que gesticulaba para que se apresurara. Nada más entrar, la vieja aseguró la puerta con un madero.
– Está ahí -le indicó.
Pese a la oscuridad, Theresa advirtió tirada en el suelo la figura de la Negra. Tenía los ojos cerrados y la cara ensangrentada.
– Ahora duerme -explicó la anciana-. Fui a pedirle un poco de sal y la encontré así. Ha sido el cabrón de siempre. Acabará por matarla.
Theresa se acercó consternada a su amiga. Un tremendo tajo le recorría el rostro desde la sien hasta la barbilla. Después de acariciarle el cabello se dijo que aquello debía terminar. Le pidió a la anciana que la cuidase y le entregó un denario que la mujer aceptó. Cuando comprendió que no podría hacer más por ella, regresó a la taberna, forzó la ventana más endeble y entró a por sus pertenencias.
A la hora nona se presentó a la puerta del cabildo cargada como una muía. A cuestas portaba su ropa, algo de comida, las tablillas de cera y el jergón que le había regalado Althar antes de regresar a las montañas. Cuando le contó a Alcuino que no tenía adonde ir, éste intentó consolarla.
– Pero aquí no puedes quedarte -le aclaró.
Establecieron que dormiría en las cuadras del cabildo hasta que encontrara un lugar donde acomodarla. Luego Theresa le pidió que se ocupase de Helga la Negra.
– Es una meretriz. A ella no puedo ayudarla.
Intentó convencerle de que era una buena mujer; que estaba herida y embarazada, y que necesitaba ayuda urgente, pero Alcuino se mantuvo firme. Entonces Theresa se reveló.
– Si vos no la auxiliáis, entonces lo haré yo -dijo, y cogió de nuevo sus cosas.
Alcuino apretó la mandíbula. No podía disponer de otro ayudante sin arriesgarse a que sus hallazgos se esparcieran por el cabildo. Renegó y sujetó por el brazo a Theresa.
– Hablaré con la encargada del servicio, pero no te prometo nada. Y ahora, anda, cúbrete con la capucha.
Tras dejar sus pertenencias en las cuadras, Theresa se dirigió al scriptorium episcopal, una estancia de inferior tamaño a la del monasterio y amueblada con pupitres acolchados. Allí Alcuino liberó cuatro volúmenes que permanecían encadenados por su lomo a los laterales de la biblioteca, los depositó sobre la mesa central y examinó los respectivos índices. Luego le entregó uno a Theresa, indicándole que vigilara cualquier asiento en que se detallasen transacciones de grano.
– En realidad no sé lo que busco: un detalle que revele si en algún momento la abadía, el cabildo, o Kohl, adquirieron alguna partida emponzoñada.
– ¿Y eso se reflejaría aquí?
– Al menos aparecería la compra. Por lo que he averiguado, las cosechas habidas en Fulda nunca han ocasionado epidemias, de modo que la enfermedad hubo de originarse a partir de algún lote importado de otras haciendas.
Theresa observó que el políptico no sólo señalaba transacciones alimentarias, sino que igualmente se ocupaba del control de las rentas, las compraventas de terreno, los impuestos, los nombramientos de los cargos en el cabildo…
– Esta letra no hay quien la entienda -se quejó.
Cenaron sopa de cebolla mientras repasaban hoja a hoja los volúmenes. Theresa localizó varios asientos referentes a compras de cebada y espelta, pero ninguno de trigo.
– No lo entiendo -repuso Alcuino-. Deberíamos encontrar algo.
– Aún faltan por comprobar los polípticos de Kohl.
– Eso es lo malo. Sus transacciones no figuran en ningún políptico.
– ¿Entonces?
– Tiene que haber algo. Ha de haberlo -repitió, abriendo otra vez los códices.
Volvieron a repasarlos con el mismo resultado. Finalmente, Alcuino se dio por vencido.
– ¿Puedo quedarme un poco más? -solicitó ella. En la cuadra sólo le esperaba el olor a estiércol.
Alcuino la miró extrañado.
– ¿Seguro que deseas proseguir? -Ella se lo confirmó-. En tal caso dormiré aquí al lado -dijo señalando un banco.
El hombre se amoldó a la rigidez del mueble, que crujió bajo su peso. Luego entornó los ojos lacrimosos y comenzó unos rezos que poco a poco se fueron transformando en ronquidos. A Theresa le complació contemplarle, pero enseguida se volvió hacia el primer volumen que empezó a leer con los cinco sentidos. Apuntó los nombramientos y ceses de los almaceneros, las reparaciones de los molinos y los beneficios que en cada estación reportaba la venta de trigo. Sin embargo, transcurrida la primera hora, comenzó a ver las letras como un desordenado reguero de insectos.
Dejó el volumen y se puso a pensar en Hóos. Seguramente él estaría durmiendo, o tal vez permaneciese en vela, como ella, acordándose de la noche anterior y deseando regresar a su lado para viajar juntos hasta Aquis-Granum. ¿Tendría frío? Ojalá estuviese a su lado para abrazarle. Después recordó a su padre y el corazón se le encogió. Cada día que pasaba, más lo echaba de menos.
Un crujido la alertó de sus divagaciones. Se giró y vio a Alcuino intentando acomodar su cuerpo espigado a la dureza del banco. El religioso siguió roncando.
Continuó la tarea, intercalando la lectura con algún intento vano de rebañar la sopa que había quedado en el plato. Avanzó con lentitud repitiendo cada una de sus anotaciones, hasta que de repente algo extraño le llamó la atención. No era el texto. Acercó la luz a uno de los pliegos y pasó la yema de los dedos por una superficie de un color diferente de las demás. De nuevo lo acarició, comprobando la distinta rugosidad de los pliegos restantes. Acercó otra vela para observarlo con detalle. Su aspecto era más claro, más limpio y suave.
Reconocía aquel tacto. Rápidamente buscó la hoja que complementaba el pliego. No estaba rasgada, lo cual significaba que no había sido añadida ni cortada. Los pliegos estaban cosidos en cuadernillos de hojas dobles que permanecían unidas por el plisado donde se pespunteaban. Encontró la segunda hoja del pliego. Era igual a las demás, rugosa y oscura. Igual de avejentada.
Sólo cabía una explicación, y ella la conocía porque la había practicado decenas de veces. Cuando un pergamino se emborronaba, podía recuperarse raspándolo hasta eliminar la piel manchada. Si se trabajaba no sólo la mancha, sino todo el pliego, volvía a lucir como nuevo, quedando en disposición de ser reutilizado. Sin embargo, su grosor disminuía y su color se alteraba. Los escribas lo denominaban palimpsesto.
Miró de nuevo el pliego suave. La letra también lucía distinta a la de las hojas contiguas. Sin duda había sido escrita con bastante posterioridad.
Se preguntó por qué razón habrían raspado toda una página.
Por un momento pensó en despertar a Alcuino, pero decidió esperar. Recordó entonces que en el taller de Korne, jugando a adivinar cuál había sido el texto borrado, empleaban ceniza húmeda para revelar las marcas dejadas por la pluma sobre la hoja posterior. A veces no lo conseguían porque las marcas del nuevo texto se entremezclaban con las anteriores. Sin embargo, todos los amanuenses sabían que antes de escribir sobre una hoja ya enmendada, debían colocar una tablilla para evitar que quedaran marcas en el pliego de abajo.
Extrajo un puñado de ceniza del hogar y se santiguó. Luego aplicó la ceniza en círculos sobre la hoja de abajo y la friccionó suavemente, hasta convertirla en un polvo gris que desapareció al primer soplo. Levantó el códice, lo puso al trasluz y ante sus ojos apareció un pequeño texto en blanco.
Anotó en su tablilla de cera:
En las calendas de febrero del año 796 de Nuestro Señor Jesucristo.
Bajo el auspicio de Beocio de Nantes, abad de Fulda, siendo garante Carlos el llamado Magno, rey de los francos y patricio de los romanos.
Hecha transacción y venta depreciada se refleja la misma de seiscientos modios de centeno, doscientos de cebada y cincuenta de espelta enviados al condado de Magdeburg.
Pagados en dinero a esta abadía con cuarenta sueldos de oro, por ley de Dios.
Que el Todopoderoso proteja a Magdeburg de la plaga.
El resto del párrafo hacía referencia a la apertura de un camino vecinal, que coincidía con lo reescrito sobre el pliego raspado.
Un sentimiento de alegría la sacudió desde el estómago hasta las orejas. De inmediato avisó a Alcuino y le puso al corriente del descubrimiento.
– Por Dios, despertarás al cabildo entero -dijo éste aún medio dormido.
Mientras ella le ampliaba los detalles, Alcuino examinó el códice con avidez. Después miró asombrado a Theresa.
– No es una compra, sino una venta. Además este precio… Cuarenta sueldos es demasiado barato.
– Pero hace referencia a una plaga, y si no fuera importante, no lo habrían ocultado -argumentó ella.
– También podría ocurrir que, aun siendo trascendente, no guarde relación con la epidemia. Sin embargo, déjame pensar: Magdeburg… Magdeburg… Hace dos años… ¡Por todos los santos! ¡Eso es!
Corrió a la biblioteca y sacó el archivo que recopilaba los últimos capitulares publicados por Carlomagno. Luego examinó las páginas como si supiera exactamente lo que buscaba.
– Aquí está: decreto de ayuda fechado en enero del mismo año. -Lo leyó entre dientes rápidamente-. Regula el envío y el precio de alimentos al condado de Magdeburg. No especifica los motivos, pero recuerdo que en esa fecha una plaga asoló la frontera de Ostfalia, a orillas del Elba.
– ¿Y eso qué significa?
– Magdeburg fue sitiado por los sajones durante uno de los inviernos más duros que se recuerdan. Los insurrectos quemaron las reservas de grano, provocando una hambruna que continuó tras la llegada de las tropas de Carlomagno. Para paliarlo, el propio rey ordenó el envío de cereal desde los condados cercanos a un precio inferior al estipulado. Nunca se supo el origen de la epidemia.
– Pero ¿por qué alguien eliminaría ese dato del políptico y, sin embargo, dejaría el capitular intacto?
– Porque son cosas diferentes. Al fin y al cabo, el capitular sólo recoge un decreto de ayuda sin especificar el motivo que la originó. Sin embargo, la página del políptico establecía una relación entre la plaga y la abadía.
– Una relación limitada a la venta de cereal -observó ella.
– A algún cabo hemos de agarrarnos.
– Pues estiremos del cabo, y agarremos al diablo.
En un rincón de la cuadra, Theresa soñó con Hóos, confortada por el olor dulzón del estiércol. Por la mañana despertó con el trasiego de los animales que relinchaban y ventoseaban como si se encontraran solos. Se desperezó con el pelo enmarañado por la paja, separó las mantas que Alcuino había preparado a modo de cortinas y se encaminó hacia los abrevaderos. El agua estaba helada, pero su cara se lo agradeció. Cuando terminó de asearse advirtió que Alcuino la miraba desesperado.
– No entiendo a qué tanta limpieza. ¡Vamos, mujer! Tenemos trabajo.
Le contó que después de que ella se retirara, él había acudido a la abadía para interrogar a un par de frailes que podían saber algo. Según le contaron recién despertados, Boecio, el anterior abad, había sufrido un ataque de locura que le condujo a una muerte prematura.
– Eso ocurrió poco después de la transacción del cereal. Por lo visto, se desató una disputa por la sucesión de la abadía en la que se vieron involucrados Racionero, por entonces tesorero y responsable de los suministros, y Juan Cristosomo, prior de la abadía, que a la postre fue el elegido. No me contaron mucho más, pero logré averiguar quién fue el boyero que realizó el transporte del grano. Te parecerá extraño, pero resulta que el Marrano no es tan tonto como pensábamos.
De regreso a la biblioteca se detuvieron en las cocinas para proveerse de gachas y leche. Theresa depositó los alimentos en una bandeja que encontró entre las decenas de cacharros. Le extrañó que las dependencias se viesen tan descuidadas.
– También me lo parece a mí -concedió Alcuino-. Es obvio que sobra faena, o faltan manos.
Theresa aprovechó para insistir sobre Helga la Negra.
– Tal vez pudierais emplearla aquí. Maneja bien los fogones, y es limpia como pocas.
– ¿Limpia, una prostibulae? ¿Una perdida que se amanceba por dinero?
– Es limpia con la comida. Si hicierais por admitirla, la ayudaríais a que abandonara ese comportamiento tan obsceno. Además, está lo de su preñez. ¿Acaso un niño debe arrastrar la culpa de sus progenitores?
Alcuino guardó silencio. Era opinión común que los retoños de las prostitutas nacían ya marcados por el diablo, pero él no compartía tamaño despropósito. Tosió un par de veces antes de anunciar que se lo plantearía al obispo.
– Aunque no te prometo nada -añadió-. Y ahora, volvamos al trabajo.
Una vez en el scriptorium, Alcuino descubrió un enorme pliego inmaculado que extendió sobre la mesa. Luego comenzó a escribir sobre él sin cuidado, como si se lo hubieran regalado.
– Repasemos detenidamente la situación: por una parte nos encontramos ante unas muertes que, según sabemos, obedecen a la ingesta de cereal contaminado. Un grano que, al parecer, se muele, o al menos transita por el molino de Kohl. -Theresa asintió-. Y por otra, asistimos a la venta, hace dos años, de una abundante partida de cereal a un condado en el que, con anterioridad o posterioridad a la transacción, se desató una extraña plaga. Por desgracia, las únicas personas que podrían habernos aclarado algo, o bien han muerto, cual es el caso de Boecio, el antiguo abad, o bien están detenidas y acusadas de asesinato, cual sería el caso del Marrano.
– Una venta que, no olvidemos, alguien trató de ocultar no hará demasiado tiempo.
– Así es. Bien observado. -Se detuvo un instante para reflexionar-. Mi teoría es que la plaga de Magdeburg, sin duda atribuida por sus habitantes al asedio, en realidad obedeció al consumo de trigo contaminado por las duras condiciones invernales. Tal corrupción sería notoria para los molineros del condado, quienes obviamente prefirieron consumir el grano a morir de inanición. Con la llegada de las tropas de Carlomagno y el restablecimiento de los suministros, es de suponer que el grano contaminado fue destruido.
– Os sigo.
– Pero ¿qué ocurriría si aquel cereal arruinado, en lugar de arder en la hoguera, hubiese acabado de vuelta en los mismos carros que enviaron el centeno desde Fulda? Sin duda habría sido un negocio redondo para el vendedor de Magdeburg, que habría obtenido un rédito de un cereal inservible, y mayor aún para el comprador de Fulda, que a precio de saldo dispondría de un cereal que luego vendería bien caro.
– ¿Aun a sabiendas de su malignidad?
– Eso es algo que tal vez nunca averigüemos. Podría haberse comprado desconociendo la ponzoña que albergaba, o pese a conocer tal extremo, haberlo adquirido pensando en extremar la limpieza del grano.
– Pero entonces no se habrían sucedido las muertes.
– A menos, claro está, que la partida de grano hubiera cambiado de manos.
Theresa miró a Alcuino ilusionada, sintiéndose protagonista de cada descubrimiento. Sin embargo, él continuó ceñudo, rumiando el siguiente paso.
Le pidió a Theresa que guardara los códices en la biblioteca mientras meditaba un rato. Luego, bebió un último sorbo de leche y miró a través de la ventana como si observara el tiempo.
– ¿Sabes? Creo que ha llegado la hora de que hablemos con el Marrano.
Camino del matadero, Alcuino informó a Theresa de que en Fulda no existían calabozos. A los reos se les encadenaba a la intemperie hasta el día que recibían su castigo. Sin embargo, pese a tenerlo vigilado, un desconocido había apedreado al Marrano hasta medio descalabrarlo, de modo que el prefecto había ordenado su encierro en el matadero para evitar que un desgraciado malograra el espectáculo.
A la entrada del matadero se toparon con un vigilante aterido y cabeceando de sueño. Cuando le tocaron el hombro, exhaló una bocanada de alcohol y se recompuso lo suficiente como para, tras conocer las pretensiones de Alcuino, impedirles el acceso. Sin embargo, en cuanto oyó que su alma corría peligro de abrasarse en el infierno, abrió la puerta y les franqueó el paso.
Theresa siguió la antorcha de Alcuino mientras éste avanzaba por la oscuridad. El hedor a carne pútrida y humedad era tan denso que le revolvió las gachas recién desayunadas. Alcuino abrió una ventana que comunicaba con un patio interior. Por todas partes se veían restos de huesos, plumas y pieles, a la luz que se filtraba por las rendijas de las tablas mal clausuradas.
Conforme avanzaban, la tea fue iluminando el estrecho corredor por donde los animales eran conducidos al sacrificio. Al fondo de la estancia distinguieron una figura acurrucada, oscura y deforme, cargada de cadenas como un animal entrampado. Cuando se acercaron, Theresa advirtió que el desgraciado se había hecho sus necesidades encima. A Alcuino no pareció importarle. El fraile se aproximó aún más y lo saludó con voz queda. El Marrano no contestó.
– No tienes nada que temer. -Le ofreció una manzana que había traído de las cocinas.
El Marrano continuó en silencio. Sus ojos temblaban al fulgor de la llama. Alcuino apreció un par de brechas en su cabeza, sin duda fruto de las pedradas.
– ¿Te encuentras bien? ¿Necesitas alguna cosa? -insistió.
El idiota se acurrucó aún más. Parecía aterrorizado.
Alcuino acercó la antorcha para comprobar sus heridas, pero de repente el Marrano saltó hacia él e intentó golpearlo; por fortuna, Alcuino retrocedió lo suficiente para que las cadenas lo retuvieran antes de que pudiera alcanzarlo.
– Deberíamos marcharnos -sugirió Theresa.
Alcuino, sin prestarle atención, aproximó de nuevo la tea. En esta ocasión el Marrano retrocedió. Parecía más asustado.
– Tranquilízate. Nadie desea causarte daño. ¿Quién te ha hecho eso?
Siguió mudo.
– ¿Tienes hambre? -Limpió la manzana y la dejó en el suelo, cerca de él. El Marrano dudó un instante. Luego, con cierta dificultad, se apoderó de ella y la guardó con avidez.
– ¿Te da miedo contestar? ¿No quieres hablar?
– No creo que le hable -le interrumpió el vigilante a sus espaldas.
Theresa y Alcuino se volvieron sorprendidos.
– ¿No? ¿Y por qué está tan seguro? -preguntó Alcuino desafiante.
– Porque le cortaron la lengua el domingo pasado.
De regreso al cabildo, Alcuino anduvo con la cabeza gacha pateando cuantos guijarros le fueron saliendo al paso. Era la primera vez que Theresa le oía maldecir. A la entrada del palacio episcopal vio a Lotario, que discutía con una mujer ricamente ataviada. Alcuino intentó acercarse, pero el obispo le hizo ademán de que aguardara. Al poco, se despidió de la mujer y se acercó a Alcuino.
– ¿Qué os trae por aquí? ¿Acaso no habéis visto con quién estaba hablando?
Alcuino le besó el anillo.
– Disculpad mi desconocimiento. No pensé que interrumpiera un asunto de importancia.
– Pues la próxima vez esperad lo que haga falta. Me habéis dejado en mal lugar con esa dama -rezongó.
– Lo siento, pero me urgía hablar con vuestra paternidad, y aquí no es el lugar más conveniente -se excusó-. Por cierto, quizá vos podáis sacarme de mi ignorancia. ¿Para qué es el agujero que están cavando en la plaza?
– Ya tendréis ocasión de comprobarlo -sonrió-. ¿Cómo andáis de hambre? Acompañadme a comer y charlemos de eso que teníais que comentarme.
Alcuino despidió a Theresa, quedando en encontrarla después en las cocinas. Cuando el fraile llegó al refectorio, se sorprendió ante el abrumador dispendio de alimentos que atiborraba la mesa.
– Por caridad, pasad y acomodaos -le indicó. Alcuino tomó asiento a su lado y saludó a los demás comensales-. Espero que tengáis más apetito que el de costumbre, porque como veis, estamos de suerte. Esta cabeza de cordero tiene un aspecto suculento, y fijaos en las mollejas: se deshacen sólo con mirarlas.
– Ya sabe su paternidad que soy parco en cuestiones de comida.
– Y por Dios que se os nota. ¡Si estáis hecho una lombriz! Miradme a mí: saludable y rollizo, que si alguna dolencia ha de cogerme, no lo haga por falta de alimento.
El obispo se levantó, bendijo la mesa y recitó una plegaria a coro junto con los demás invitados. Cuando concluyeron, agarró la cabeza de cordero y con las manos la descuartizó en varios pedazos que repartió con jolgorio entre sus más allegados.
– Esto está delicioso, Alcuino. ¿De veras conocéis el placer del que os estáis privando? Ricos hojaldres bizcochados, pastelones de venado, quesadillas con avellanas, garbanzos dulces con membrillo. Seguro que en vuestra Northumbria no habéis tenido la oportunidad de saborear tales guisos.
– Seguro que sabéis que la regla de san Benito se opone a tales atracones.
– ¡Oh, sí! ¡La regla de san Benito! Orar y morirse de hambre… Pero por suerte, aquí no estamos en vuestro monasterio -rio Lotario mientras se añadía otro trozo de cordero.
Alcuino enarcó las cejas. Se sirvió una escudilla de garbanzos, y mientras se empleaba con las legumbres echó una ojeada a los demás asistentes. Frente a él, el capellán Ambrosio sorbía unas cabezas de pichones con su habitual cara de perro. A su derecha, medio oculto por una fuente de alimentos, advirtió al lectorero, haciendo más ruido masticando que los demás departiendo. Más allá, dos ancianos de ojos pálidos y dientes escasos se disputaban la última ración de hojaldre.
El obispo arrojó los restos de su fuente al perro que le escoltaba y continuó sirviéndose.
– Decidme -se interrumpió-. ¿En qué consistía ese asunto tan urgente?
– Pues se trata del Marrano.
– ¡Vaya! ¿Otra vez ese tema? ¿Qué ocurre con él ahora?
– Preferiría comentároslo en privado.
Miró al obispo con detenimiento. Su cara pulcramente rasurada, sin apenas arrugas, gruesa y blanda al tiempo, revelaba la misma emoción que un cochino sonrosado. Calculó que rondaría los treinta y cinco, una edad inopinada para un cargo de tamaña responsabilidad, aunque no un impedimento tratándose de un familiar de Carlomagno.
A una señal de Lotario, todos se levantaron. Alcuino esperó a que la sala se vaciara.
– Sed breve, Alcuino. Debo vestirme para la ejecución.
– ¿La ejecución? Pero ¿no la habíais pospuesto? -preguntó aturdido.
– Y ahora la he adelantado -respondió el obispo sin siquiera mirarlo.
– Os ruego me excuséis, pero precisamente de eso quería hablaros… ¿Estabais al tanto de que alguien le ha cortado la lengua al Marrano?
Lotario lo miró de arriba abajo.
– Por supuesto. Todo el pueblo se ha enterado.
– ¿Y qué opináis?
– Pues lo mismo que vos, supongo. Que algún indeseable nos ha privado del placer de oírle chillar.
– Y también de hablar -apuntó sin disimulo.
– Ya, pero ¿a quién le interesan las mentiras de un asesino?
– Tal vez ahí radique la cuestión. -Se lo pensó antes de decirlo-: Quizás haya alguien que no desea que ese hombre hable. Y aún más…
– ¿Aún más?
– No creo que el Marrano sea ningún criminal -sentenció Alcuino.
Lotario lo miró con irritación. Luego se dio la vuelta y echó a andar, dejándole con la palabra en la boca.
– Os aseguro que él no la mató -le siguió.
– ¡Dejad de decir sandeces! -Se volvió y le hizo frente-. ¿Cómo habré de repetiros que lo encontraron junto a la víctima, empuñando la hoz con que la degolló? ¡Bañado en la sangre de esa joven!
– Eso no prueba que la asesinara -respondió con calma Alcuino.
– ¿Seríais capaz de explicarle eso a la madre? -le retó Lotario.
– Si supiera quién es, no tendría inconveniente.
– Pues podríais haberlo hecho antes. Era la mujer con la que hablaba cuando me interrumpisteis. La mujer de Kohl, el dueño del molino.
Alcuino enmudeció. Aun resultando prematuro establecer conclusiones, aquella revelación trastocaba la mayoría de sus planteamientos. No obstante, el nuevo dato no alteraba el hecho de que un inocente iba a ser ejecutado.
– ¡Queréis escucharme, por el amor de Dios! Vos sois el único que puede detener esta insensatez. Ese hombre sería incapaz de empuñar una hoz. ¿Os habéis fijado en sus manos? Tiene los dedos deformados. Deformes de nacimiento. Yo mismo lo he comprobado.
– ¿Cómo que lo habéis comprobado? ¿Acaso lo habéis visto? ¿Quién os ha autorizado?
– Intenté solicitaros permiso, pero vuestro secretario me comunicó que andabais ocupado. Y ahora respondedme a esto: si el Marrano es incapaz de sujetar una manzana con las dos manos, ¿cómo podría haber empuñado la hoz con que se cometió el asesinato?
– Mirad, Alcuino, puede que seáis ministro de educación, que sepáis de letras, de teología y de mil cosas más, pero debo recordaros que sólo sois un diácono. Aquí en Fulda, os guste o no, quien establece lo que ha de hacerse o no, soy yo, así que os sugiero que dejéis de lado vuestras necias teorías y os ocupéis de ese códice que tanto os interesa.
– Lo único que me interesa es evitar una tropelía. Os aseguro que el Marrano no…
– ¡Y yo os aseguro que la mató! Y si vuestro único argumento es que sus dedos no son hábiles, ya podéis empezar a rezar, porque eso será lo único que consigáis antes de que sus piernas desfilen hacia el patíbulo.
– Pero su santidad…
– Esta conversación ha terminado. -Y de un portazo lo dejó con la cara a un palmo de la puerta de sus aposentos.
Alcuino regresó a su celda cabizbajo. Tenía la certeza de que el Marrano no había asesinado a aquella joven, pero lo cierto era que tal «certeza» tan sólo se apoyaba en una triste manzana.
Se lamentó por su estupidez. Si en lugar de pretender convencer a Lotario, hubiese intentado posponer la ejecución, tal vez hubiera encontrado el tiempo suficiente para conseguir pruebas de mayor calado. Quizá debería haber insistido en la conveniencia de esperar a la llegada de Carlomagno, o haber sugerido que las heridas que le habían infligido al Marrano impedirían a la gente disfrutar del espectáculo. Pero ahora ya no había remedio. Tan sólo disponía de un par de horas para impedir lo inevitable.
Entonces se le ocurrió.
Se abrigó de nuevo y abandonó la celda a toda prisa. Luego, en compañía de Theresa, se dirigió hacia la abadía.
Una vez en la botica, pidió a Theresa que lavase un cuenco mientras él examinaba los distintos frascos que poblaban los estantes. Destapó varios para olerlos, hasta detenerse en uno en cuyo exterior rezaba «lactuca virosa». Lo abrió y extrajo una pasta blancuzca que depositó sobre un plato de barro. Hacía tiempo que no utilizaba el compuesto extraído de la variedad silvestre de la lechuga, de cuya savia se obtenía un hipnótico de contrastada eficacia. Cortó una porción del tamaño de una nuez, la machacó hasta convertirla en polvo, manipuló su anillo abriendo una especie de tapita y vertió el preparado en el minúsculo depósito que albergaba la joya. Luego la cerró, ordenaron los frascos, dejaron todo como estaba y salieron a toda prisa en dirección al cabildo. Sin embargo, cuando llegaron al palacio episcopal se encontraron con las puertas ya cerradas. Theresa se despidió porque le había prometido a Helga que la acompañaría a la ejecución del Marrano, y Alcuino emprendió carrera en dirección al patíbulo.
Cuando Theresa llegó a la taberna encontró a Helga preparada, con la cara pintada y el pelo recogido. El tajo de su rostro había desaparecido bajo una capa de harina aguada teñida con tierra, lo que le hizo suponer que no era tan profundo. Parecía animada. Además, la mujer había elaborado unos dulces para no tener que comprarlos a los vendedores ambulantes, y aunque no ofrecían buen aspecto, olían a miel y canela. Antes de acudir a la plaza se abrigaron con sendas capas de piel para protegerse del frío. Luego cerraron bien las puertas y cargaron con los alimentos, a los que añadieron un poco de vino. Mientras caminaban, Theresa le relató el episodio del matadero, pero para su sorpresa, Helga celebró que al Marrano le hubieran sajado la lengua.
– Lástima que no le arrancaran también los cojones -sentenció.
– Alcuino dijo que era inocente. Y que con matarlo no se arreglaría nada.
– ¿Y qué sabrá ese cura? A ver si al final nos va a aguar la fiesta. -Y se apresuraron del brazo en dirección a la plaza.
A poco para la puesta de sol, las campanas de la catedral comenzaron a tañer su lúgubre cadencia. Los soldados habían dispuesto en el centro de la plaza un recinto circular de una treintena de pasos, acordonado en su perímetro exterior por una hilera de estacas. En su interior aparecía un hoyo semejante a una fosa, y dispuestas frente a éste, tres mesas de madera junto a otras tantas silletas. Una decena de hombres provistos con varas vigilaban al gentío que comenzaba a agolparse sobre la valla, donde los comerciantes habían dispuesto sus tenderetes para realizar sus últimas transacciones. Poco a poco, la muchedumbre se fue amontonando, y en cuestión de minutos la empalizada quedó oculta bajo una masa que clamaba histérica por el comienzo del espectáculo.
Cuando las campanas enmudecieron, hizo entrada en el lugar una extensa comitiva.
Abría el paso un jinete enlutado acompañado de una cohorte de civiles. La mayoría lucían vistosos trajes, que contrastaban con los harapos y las tripas de embutido que colgaban de los brazos de los siervos que les escoltaban. Les seguían varios esclavos atronando el paso con el retumbar de sus tambores. A continuación venía el carromato en que viajaba el prisionero, y tras él, un atribulado verdugo entretenido en recoger la basura que la gente les lanzaba y restregársela al reo por el rostro. Cerraba la procesión un tropel de chiquillos divertidos.
Instantes después apareció un grupo de clérigos encabezado por el obispo Lotario. En su mano derecha enarbolaba un báculo dorado y en la izquierda un crucifijo ornado en plata. Lucía un siglatón de seda roja cubierto por una túnica de bocarán, coronando su cabeza una ínfula de lino de dudoso gusto. El resto de los clérigos vestían pénulas de lana, todas cubiertas por el alba sacerdotal. El obispo tomó asiento junto al hombre de negro, quien se levantó para besarle el anillo. Un auxiliar les sirvió vino en unas copas. La tercera silla fue ocupada por el corregidor de la ciudad.
Un griterío se apoderó de la plaza cuando los bueyes que transportaban al Marrano franquearon la cerca y se dirigieron hacia la fosa. Nada más detenerlos, el verdugo agarró al condenado y lo arrojó de bruces contra el suelo, momento en el que los vítores arreciaron y una lluvia de objetos cayó sobre la carreta, obligando al verdugo y al boyero a refugiarse bajo el carro. Cuando la gente se apaciguó, el verdugo arrastró al prisionero hasta una estaca cercana a la fosa y lo ató con una soga que le pasó por el cuello. Luego comprobó la firmeza de las ataduras y tras hacer un gesto, el caballero enlutado afirmó con la cabeza mientras miraba complacido la patética figura del reo.
Alcuino fue el último en acceder al recinto. Atravesó la plaza haciéndose hueco a empellones, y saltó la cerca tras amenazar con la excomunión al vigilante que intentaba impedirle el paso. Mientras se aproximaba al lugar donde permanecían los prebostes, advirtió que el hombre de negro era Kohl, el dueño del molino y padre de la joven asesinada. Una vez allí, se situó a la espalda de Lotario, justo enfrente del verdugo. Observó que Kohl aparecía desmejorado en relación a cuando había hablado con él en el molino. Su esposa, acompañada por otras mujeres, ocupaba un lugar más discreto, con la pesadumbre enquistada en sus profundas ojeras. Se dijo que para aquella familia, ni siquiera el suplicio del culpable les proporcionaría suficiente alivio.
Se preguntaba cómo verter la droga sobre la bebida de Lotario cuando los tambores resonaron. Los tres hombres que permanecían sentados se levantaron, y el obispo Lotario tomó la palabra.
– En el nombre del sapientísimo y noble Carlomagno, rey de los francos, monarca de Aquitania, Austrasia y Lombardía, patricio de los romanos y conquistador de Sajonia. Hallado culpable de abominable asesinato y otros espantosos crímenes Fredegario, más conocido como el Marrano, hombre sin luz, enviado y discípulo de Lucifer; yo, Lotario de Reims, obispo de Fulda, señor de estas tierras y representante del rey, de su poder y su justicia, ordeno y mando con la venia de Dios que el reo sea ajusticiado con el mayor de los tormentos, y que sus restos sean esparcidos por los campos de la ciudad para ejemplo y escarmiento de los que osan ofender a Dios y sus criaturas cristianas.
La muchedumbre gritó enardecida. A una señal de Lotario, el verdugo desató al condenado y, tras anudarle las manos a la espalda, lo llevó a golpes hasta el borde de la fosa.
El Marrano parecía aturdido, como si no entendiera lo que estaba a punto de suceder. Cuando se vio al lado del agujero intentó zafarse de su captor, pero éste lo arrojó al suelo y le pateó la cabeza. Para entonces, el Marrano ya era una masa de carne temblorosa. La multitud agolpada contra la valla chilló como una enorme piara de cerdos. Dos muchachos armados con piedras burlaron a los guardias y se introdujeron en el recinto, pero enseguida fueron atrapados y devueltos a su sitio. Cuando la gente se calmó, el verdugo levantó al Marrano y lo mantuvo en pie unos instantes. Acto seguido, Lotario se adelantó unos pasos, hizo la señal de la cruz con gesto de desdén y ordenó al verdugo que comenzara el tormento.
La gente chilló enloquecida. Daba la impresión de que en cualquier momento derribarían la cerca y lincharían al condenado.
Alcuino aprovechó el tumulto para abrir el anillo y verter la droga en la jarra de vino del obispo. Nadie lo advirtió, pero Lotario le sorprendió cuando aún tenía la mano sobre su jarra. Alcuino, sin tiempo de reaccionar, la elevó y se la ofreció en un brindis.
– ¡Por la justicia! -gritó, y le entregó la jarra. Él cogió otra.
Lotario quedó desconcertado, pero finalmente agarró su jarra y apuró el contenido.
– Por la justicia -repitió.
El verdugo aferró al reo y de un violento puñetazo lo arrojó al fondo de la fosa. Entonces el griterío se tornó ensordecedor. El Marrano se incorporó babeando, con la mirada perdida y los ojos cubiertos de lágrimas. La gente alzaba los puños y gritaba pidiendo sangre. Entonces el verdugo agarró una pala cercana y la estrelló contra la espalda del prisionero. Los huesos le crujieron como leña seca y cayó doblado de rodillas. En ese momento, dos hombres más se acercaron a la fosa portando grandes palas de madera, lo que provocó el delirio de la multitud. Se apostaron junto a un montón de arena y sin mediar palabra comenzaron a arrojar paletadas sobre el reo. El Marrano intentó revolverse para huir de la fosa, pero los hombres se lo impidieron a fuerza de golpes. Uno de ellos lo inmovilizó con el extremo de su pala y los otros continuaron enterrándole en vida. La muchedumbre, cercana al paroxismo, jaleaba maldiciones y juramentos a cada paletada, mientras el Marrano intentaba zafarse del palo que le aprisionaba. Sin embargo, el peso de la tierra ya vertida le impedía mover las piernas y el hombre sólo alcanzaba a agitarse como un conejo atrapado.
Pronto la tierra le alcanzó la cara. El hombre escupió y comenzó a moverse con auténtica desesperación, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Escupía tierra una y otra vez, pero la arena siguió cayendo deprisa hasta que, poco a poco, le cubrió por completo.
Por un momento el lugar quedó en silencio. Sin embargo, pasados unos instantes, la arena se agitó y de repente surgió la cabeza del reo vomitando un asqueroso puré de tierra. El Marrano respiró hondo, como si aquélla fuera su última bocanada de aire, y la gente gritó estupefacta.
Al punto, el obispo se levantó. Hizo un gesto a Kohl, pero éste no se enteró. Alcuino supo que la droga comenzaba a obrar efecto.
Lotario sintió cómo la vista se le nublaba. Las piernas le flaquearon y un calor seco le invadió la garganta. Intentó agarrarse a Kohl, pero no lo consiguió. Trató de hablar pero tampoco pudo, y apenas se santiguó, cayó cuan largo era llevándose por delante silla y mesa.
La muchedumbre enmudeció. Incluso el verdugo volvió la cabeza, olvidándose por un momento del Marrano. Al advertirlo, Kohl intervino.
– Acaba con él, maldito estúpido.
El verdugo no se movió. Entonces Kohl saltó hacia la fosa y de un empujón le arrebató la pala.
Iba a asestar el golpe final cuando Alcuino se interpuso entre él y el prisionero.
– ¿Osáis contravenir una señal del cielo? ¡Dios desea prolongar el sufrimiento de ese criminal! -gritó el fraile tan alto como pudo, mientras hacía como que examinaba al obispo.
La gente aulló enardecida.
– ¡Y cuando Lotario se recupere, volveremos a disfrutar con el ajusticiamiento! -añadió.
El gentío volvió a rugir.
– ¿Vos? -exclamó Kohl-. ¡Vos sois el fraile del molino!
– El homicida pagará su crimen, pero por ley, la autoridad ejecutora ha de sancionar el ajusticiamiento -arguyó.
Kohl intentó golpear al Marrano, pero Alcuino lo impidió.
– Dios no lo quiere -repitió, sujetando la pala con firmeza.
El populacho bramó entusiasmado. Finalmente, Kohl escupió sobre el prisionero, agarró a su esposa por el brazo y abandonó el lugar escoltado por su séquito. Le siguió la corporación del cabildo, aún desconcertada por el episodio de Lotario, pero algo más serena merced al buen pronóstico emitido por Alcuino. Por último, entre insultos y amenazas, el Marrano y sus vigilantes abandonaron la plaza en dirección a las mazmorras habilitadas en el matadero.
Helga la Negra se mostró desolada. No sólo no había contemplado la ejecución, sino que en un pequeño descuido, un mozalbete le había robado la bolsa con los pastelillos. Theresa le propuso comprar una torta caliente en un tenderete próximo, sugerencia que Helga aceptó de inmediato. Mientras Theresa se revisaba los bolsillos, la prostituta se acercó al puesto de dulces y comenzó a regatear por el precio de las tortas. Al final escogió una redonda como un pan, acordando con el pastelero que saldaría la deuda cuando éste pasara por la taberna. Regresó feliz con el dulce y lo engulleron en un santiamén. Lo encontraron tan delicioso que Helga no dudó en adquirir otro más grande, cargado de miel y castañas confitadas.
Cuando terminaron, Theresa se fijó en los restos de harina que exhibía Helga alrededor de la boca. Parte del polvo le había cubierto la cicatriz, ocultando lo que no lograba el maquillaje, mientras otro pegote le colgaba de la nariz como una extraña verruga blanca. Cuando se lo dijo, la mujer rompió a reír. A Theresa le sorprendió que con las risas no le sangrara la herida y se interesó por cómo se la había causado.
– Aún no me había levantado cuando llamaron a la puerta -le contó-. No me dio tiempo ni a preguntar. En cuanto abrí, recibí una patada en el vientre y una lluvia de puñetazos. ¡Maldito animal! Me dijo que, si me atrevía a tener el hijo, en vez de la cara me rajaría la barriga.
– Pero ¿por qué se comporta así? ¿Qué más le da que lo tengas?
– Temerá que lo denuncie.
Le explicó que a los acusados de adulterio los condenaban a siete años de penitencia, un castigo que consistía en un ayuno diario mientras durase la pena, aunque podía canjearse por una composición monetaria.
– Con lo que le gusta comer -se lamentó-. Yo creo que lo que le asusta es que su esposa lo repudie, porque la carpintería pertenece a su suegro. Pero ¿sabes?, lo voy a hacer. Le denunciaré aunque no sirva para nada. Con esta cicatriz ya nadie pagará por mis servicios. ¿Quién va a querer acostarse con una puta marcada?
– No seas exagerada -la animó-. Si apenas se te aprecia. Cuando te vi esta mañana, realmente parecía otra cosa.
– Sólo es profunda aquí -se señaló junto a la oreja-, pero me rechazarán de todas formas. Además ya tengo mis años.
Theresa se detuvo a observarla. Era cierto. Se la veía ajada, con las canas ganando terreno y las carnes blandas y desfondadas. Pensó que a algunos hombres les daría igual que tuviese la cara cosida a puñaladas.
– De todas formas, no pensarás seguir adelante con ese trabajo. Así; estando preñada.
– ¡Ah! ¿No? -rio con desgana-. ¿Y cómo haré para comer todos los días? Yo no tengo detrás un cura encaprichado que me pague por garabatear unas letras.
– Podrías buscarte otro oficio -contestó Theresa obviando su comentario-. Cocinas mejor que ese pastelero de tres al cuarto.
Helga le agradeció la intención. Sin embargo, denegó con la cabeza. Sabía que nadie contrataría a una prostituta, y menos estando embarazada.
– Vayamos al cabildo -le propuso.
– Pero ¿estás loca? Nos echarán a patadas.
Por toda respuesta, Theresa la cogió de la mano y le pidió que confiara. De camino al obispado, le contó la conversación que había mantenido con Alcuino referente a un trabajo para ella.
A la entrada de la catedral preguntaron por Alcuino, quien no tardó en presentarse. El fraile se sorprendió al encontrarse con Helga la Negra, pero pasado el primer estupor, se interesó por la herida de su cara. Helga respondió haciendo hincapié en los detalles más escabrosos. Cuando terminó de hablar, el fraile dio media vuelta y les pidió que lo acompañaran.
En las cocinas les presentó a Favila, una mujer tan gorda que parecía que en vez de un vestido llevase puestos treinta. Alcuino les explicó que regentaba los fogones, y que todo lo que tenía de gruesa, lo tenía de bondadosa. La mujer sonrió haciéndose la avergonzada, pero cuando supo de las intenciones de Alcuino, cambió el gesto por una tajante negativa.
– Aquí en Fulda todos conocen a la Negra -argumentó-. Puta una vez, puta siempre, de modo que fuera de mi cocina.
Helga se giró, pero Theresa la detuvo.
– Nadie te ha pedido que te acuestes con ella -le espetó la muchacha.
Alcuino sacó un par de monedas y las dejó encima de la mesa. Luego miró a la cocinera a los ojos.
– ¿Has olvidado la palabra perdón? ¿Acaso Jesucristo no asistió a los leprosos; no perdonó a sus verdugos; no acogió a María Magdalena?
– Yo no soy santa como Jesús -refunfuñó. Sin embargo, se guardó las dos monedas.
– Mientras el obispo continúe indispuesto, que esta mujer permanezca a tu cargo. ¡Ah! Está embarazada -le aclaró-, de modo que no la fatigues más de la cuenta. Si alguien te reprocha algo, hazles saber que ha sido decisión mía.
– Y encima remilgada. Yo he parido ocho hijos, y el último casi lo suelto aquí encima -dijo golpeando la mesa donde Alcuino había depositado las monedas-. Anda, quítate toda esa pintura de encima y ponte a pelar cebollas. ¿Y la moza? ¿También se queda en la cocina?
– Ella trabaja conmigo -le aclaró Alcuino.
– Pero puedo ayudar si es necesario -apuntó Theresa.
Alcuino se despidió dejando a las mujeres enzarzadas con la cena. Disponía de un par de días antes de que Lotario se recuperara, y quería aprovechar hasta el último instante para avanzar en sus pesquisas.