Noviembre

Capítulo 1

El día de Todos los Santos, en Würzburg no amaneció. Bajo la penumbra, los primeros jornaleros abandonaron sus viviendas y partieron hacia los campos, señalando el cielo sucio e hinchado como el vientre de una enorme vaca. Los perros olisquearon el temporal y aullaron, pero hombres, mujeres y niños continuaron su cansino desfile como un ejército sin alma. Poco después, una vorágine de nubarrones cegó el firmamento, y al rato vomitó tal torrente de agua que hasta los campesinos más avezados temblaron augurando la venida del fin del mundo.

Theresa aún dormitaba cuando su madre la avisó. La joven escuchó aturdida el golpeteo del granizo que amenazaba con derrumbar el tejado de zarzo y al instante comprendió que debía apresurarse. En un abrir y cerrar de ojos, madre e hija recogieron el pan y el queso que había sobre la mesa, añadieron algo de ropa a un hatillo improvisado y, tras asegurar puertas y ventanas, se unieron a la turba de desesperados que corría a guarecerse en la parte alta de la ciudad.

Cuando subían por la calle de los arcos, Theresa recordó haber olvidado sus tablillas de cera.

– Siga, madre. Yo vuelvo enseguida.

Pese a los gritos de Rutgarda, Theresa se perdió entre la multitud de campesinos que, empapados como ratas, huían en la dirección contraria. Muchas callejuelas ya eran arroyos donde notaban cestos rotos, restos de leña, gallinas muertas y ropa destrozada. Sorteó el pasadizo de los curtidores saltando por encima de un carro atravesado entre dos viviendas hundidas y descendió por la calle vieja hasta alcanzar la trasera de su casa, donde sorprendió a un pilluelo que intentaba violentarla. Nada más acercarse le arreó un empellón, pero el muchacho, en vez de huir, corrió hacia otra vivienda y se coló por una ventana. Después de maldecirle, Theresa entró en su casa y de un baúl extrajo los utensilios de escritura, sus tablillas de cera y una Biblia de color esmeralda. Se santiguó, protegió todo bajo su capa y regresó lo más rápido que el agua le permitió al lugar donde aguardaba su madrastra.

De camino hacia la catedral, varias callejuelas desaparecieron bajo el lodo y un par de tejados volaron como si se tratara de hojarasca. Poco después, una violenta riada engullía el laberinto de casuchas que atestaba el arrabal, dejando tras de sí un reguero de desolación.

Las oraciones de los lugareños no impidieron que, en los días siguientes, la lluvia y la ventisca anegaran los campos hasta convertirlos en una balsa. Después llegaron las nieves; el Main se heló atrapando los esquifes de los pescadores, las ventiscas cegaron los pasos que comunicaban Würzburg con las llanuras de Fráncfort, y el suministro de víveres y mercancías quedó completamente interrumpido. Los fríos diezmaron las cosechas e hicieron estragos en los rebaños. Poco a poco, las provisiones se fueron agotando y el hambre se extendió como una enorme mancha de aceite. Algunos aldeanos malvendieron sus tierras, y quienes no encontraron el qué hubieron de vender a sus propias familias. De los insensatos que abandonaron la protección de las murallas para huir a los bosques, nunca más se supo. Algunos, llevados por la desesperación, se encomendaron a Dios y se arrojaron por los barrancos.

De la noche a la mañana, deambular por las callejas de Würzburg se convirtió en una terrible pesadilla. Los lodazales provocaban continuas caídas y los derrumbes obligaban a caminar lejos de los edificios. La gente se encerró en sus casas a la espera de un milagro, pero los chiquillos, desoyendo las advertencias de sus mayores, continuaban reuniéndose en los estercoleros de extramuros en busca de alguna rata con la que improvisar algún asado. Cuando lo lograban, festejaban la hazaña con canciones y gritos de júbilo, desfilaban por la calle mayor y enarbolaban con orgullo las piezas capturadas.

Pasadas dos semanas, los primeros cadáveres comenzaron a salpicar las calles de la ciudad. Los difuntos más afortunados recibieron sepultura en el pequeño camposanto adyacente a la iglesia de madera de Santa Adela, pero pronto flaquearon los voluntarios y los muertos se esparcieron por las rieras como si de una plaga se tratara. Algunos cadáveres se hinchaban como sapos, pero por lo general, las ratas los devoraban antes de que aquello sucediera. Muchos niños enfermaron de debilidad, mientras sus madres se desesperaban buscando inútilmente algo más que un poco de agua para ponerles a la mesa. A finales de mes, el olor a muerto impregnaba la ciudad, con las campanas de la catedral entonando su lúgubre resonar.

Por fortuna para Theresa, la catedral del condado generaba una exigua pero estable demanda de trabajadores, de modo que los laicos que prestaban sus servicios en los talleres diocesanos recibían como retribución un modio de grano a la semana. Respecto a las mujeres, de las pocas que servían, o agradaban a los hombres o lo hacían en las cocinas.

Tal vez por ese motivo, trabajar en el taller de los percamenarii suscitaba en Theresa sentimientos encontrados. Por una parte le incomodaba tener que soportar las miradas impúdicas de los guarnicioneros, los comentarios sobre el tamaño de sus pechos e incluso algún roce más o menos disimulado, pero aquellas contrariedades se veían recompensadas cuando, a última hora, se quedaba a solas con los pergaminos. Entonces apilaba los pliegos llegados del scriptorium, y en lugar de coser los cuadernillos, aprovechaba para disfrutar de unos momentos de lectura. Polípticos, salterios, textos patrísticos e incluso códices paganos, suplían con sus relatos los rigores del trabajo y le inducían a pensar que tal vez ella sirviese algún día para algo más que hornear pasteles y fregar perolas.

Su padre, Gorgias, oficiaba de amanuense en el scriptorium episcopal, cerca del taller donde ella se desempeñaba como aprendiza. Theresa había accedido al puesto merced a la desgracia de Ferrucio, el anterior aprendiz, que había malogrado su porvenir el día que en un descuido se segó los tendones de una mano. Fue entonces cuando su padre la propuso para sustituirle. Sin embargo, desde el primer momento se encontró con la oposición de Korne, el maestro de percamenarius, quien argumentó sobre el mutable carácter femenino, la natural inclinación de la mujer a la disputa y el chismorreo, su incapacidad para manejar fardos pesados, y la frecuencia de sus menstruos. Todo ello, a su entender, se revelaba inconciliable con una labor que requería sabiduría y destreza a partes iguales. Sin embargo, Theresa era capaz de leer y escribir con soltura, una habilidad de indudable valor en un lugar donde sobraban músculos y escaseaba el talento. Gracias a ello, y a la mediación de su padre, le había sido adjudicado el puesto. Cuando Rutgarda se enteró, no tardó en poner el grito en el cielo. Si Theresa hubiese sido una muchacha retrasada o enferma, tal vez hubiera entendido aquella decisión, pero era una joven agraciada, quizás algo delgada para los gustos de los mozos francos, pero de caderas amplias y pechos generosos; y eso sin mencionar su dentadura, completa y brillante como la de pocas. Cualquier otra en su lugar habría buscado un buen marido que la preñase y mantuviese; pero no: Theresa tenía que echar a perder su juventud encerrada en un viejo taller de curas, trabajando en inútiles quehaceres de curas, y padeciendo las habladurías que rodeaban a las mujeres de los curas. Y lo peor: Rutgarda estaba convencida de que el culpable de aquella situación no era otro que el propio padre de la muchacha. Al final, Theresa había sucumbido a las absurdas ideas de Gorgias, siempre con la cabeza en el pasado, añorando su Bizancio natal, hablando de los beneficios del saber y la grandeza de los antiguos autores, como si aquellos sabios fuesen a regalarle un plato de garbanzos. Pasarían los años y de repente, un día, su hijastra se encontraría con las carnes flojas y las encías desnudas, y entonces lamentaría no haber encontrado un hombre que la alimentara y protegiera.

El último viernes de noviembre, Theresa despertó antes de lo acostumbrado. Solía madrugar para adecentar el corral y ocuparse de las gallinas, pero hacía tiempo que no quedaba pitanza que repartir, ni gallinas que alimentar. Aun así, se consideró afortunada. La tormenta que arrasó el arrabal había respetado los muros de su casa, y ni su padre ni su madrastra habían sufrido daños.

A la espera del amanecer, se acurrucó bajo las mantas y repasó mentalmente el examen al que se sometería horas más tarde. La semana anterior, Korne, el maestro de los percamenarii, había mostrado su oposición a realizarle la prueba de ingreso que ella había solicitado. Cuando el hombre se enteró, se agitó como un energúmeno objetando que nunca antes una mujer había desempeñado un puesto de oficial de percamenarii, y aún se enfadó más cuando ella le recordó que habían transcurrido los dos años estipulados que, conforme a las normas del gremio, habilitaban a cualquiera para demandar su ingreso en el oficio.

– Cualquier aprendiz que pueda levantar un fardo pesado -le había contestado Korne con gesto de asco.

Sin embargo, a última hora del jueves, Korne había aparecido en el taller con aire displicente para comunicarle que accedía a su petición, advirtiéndole además que el examen tendría lugar con carácter inmediato.

Aquella decisión había desatado los recelos de Theresa, y pese a la alegría que le causaba la noticia, no dejaba de preguntarse por los motivos que habían llevado a Korne a un cambio tan repentino. Sin embargo, se sentía capacitada para superar la prueba: sabía distinguir un pergamino de piel de cordero de uno elaborado con vitela de cabra, era capaz de tensar y atamborar las pieles húmedas mejor que el propio Korne, y podía restañar marcas de flechas y mordeduras hasta dejar los cueros tan blancos y limpios como el culo de un recién nacido. Y aquello era lo único que le importaba.

No obstante, cuando llegó el momento de levantarse, no pudo evitar que un escalofrío le sacudiese el espinazo.

Se incorporó a tientas y descolgó la raída manta que separaba su camastro del de sus padres, se la ciñó al cuerpo y, tras atársela con un trozo de cuerda, salió de la estancia procurando no hacer ruido. Luego de aliviarse en el corral, se adecentó con un poco de agua helada y regresó corriendo a la vivienda. Una vez dentro, encendió una pequeña lamparilla de aceite y se sentó sobre un arcón. La llama iluminó débilmente la única sala de la casa, un cubículo rectangular donde a duras penas cabía una familia. En el centro ardía el hogar, excavado en el suelo sobre una húmeda plasta de tierra.

El frío dolía y las ascuas comenzaban a flaquear, así que añadió un poco de turba y avivó el fuego con un palo. Después agarró un perol requemado y comenzó a rascar los restos de gachas, hasta que oyó una voz a sus espaldas.

– ¿Se puede saber qué demonios haces? ¡Anda! Regresa a la cama.

Theresa se giró y miró a su padre. Lamentaba haberle despertado.

– Es por el examen. No logro dormir -se excusó a media voz.

Gorgias se desperezó y se acercó a la lumbre murmurando de mala gana. El resplandor iluminó una cara huesuda bajo una maraña de pelo cano. Se sentó junto a Theresa y la apretó contra él.

– No es por eso, hija mía. Es por este frío, que acabará matándonos a todos -susurró mientras le frotaba las manos-. Y olvida esas gachas, que no las comerían ni las ratas. Ya encontrará tu madre algo para desayunar. Ahora lo que has de hacer es dejarte de vergüenzas y usar esa manta para abrigarte por las noches, en vez de dejarla colgada ahí, en medio de la habitación como si fuera una cortina.

– Padre, si no lo hago por vergüenza -mintió-. La coloco para no molestar mientras leo.

– Me da igual por qué lo hagas. Un día te encontraremos tiesa como un carámbano y ya no hará falta que nos pongamos de acuerdo.

Theresa sonrió y volvió a raspar las gachas. Le sirvió una ración que su padre devoró mientras la escuchaba.

– Es por esa prueba. Ayer, cuando Korne accedió a examinarme, hubo algo extraño en su mirada. No sé… algo que me preocupó.

Gorgias sonrió paternalmente y le revolvió el pelo. Le aseguró que todo iría bien.

– Si sabes más de pergaminos que el propio Korne. A ese viejo lo que le irrita es que sus hijos, tras diez años de oficio, no sean capaces de distinguir la piel de un borrico de un códice de san Agustín. Dentro de un rato te dará unos pliegos para que los encuadernes, lo harás a la perfección y te convertirás en la primera oficial de percamenarius de Würzburg. Le guste o no a Korne.

– No sé, padre… Él no permitirá que una recién llegada…

– ¿Y qué si no está dispuesto? Korne será maestro de percamenarius, pero el dueño del taller es Wilfred, y no olvides que también estará presente.

– ¡Ojalá! -dijo Theresa al tiempo que se levantaba.

Comenzó a amanecer. Gorgias se puso en pie y se estiró como un gato.

– Bueno. Aguarda a que seque los estilos y te acompaño hasta el taller, que a estas horas no conviene que una belleza ande sola por la ciudadela.


Mientras Gorgias preparaba sus utensilios, Theresa se entretuvo observando el hermoso laberinto que la nieve había dibujado sobre los tejados de la villa. Para entonces, el sol comenzaba a derramarse por las callejuelas, tamizando los edificios de un suave color ámbar. En el arrabal, al abrigo de las murallas, las covachas de madera se apretujaban unas contra otras como si se disputaran el trozo de suelo sobre el que debían aguantarse, al contrario que en la zona alta, donde las construcciones fortificadas festoneaban orgullosas los pasajes y las plazas. Theresa no alcanzaba a comprender cómo un lugar tan hermoso podía haberse transformado en un horrible cementerio.

– ¡Por el arcángel san Gabriel! -exclamó Gorgias-. ¡Al fin estrenas tu vestido nuevo!

Theresa sonrió. Meses antes, su padre le había regalado aquel precioso vestido, teñido de un azul tan intenso como un cielo de verano. Lo hizo con motivo de su vigésimo tercer cumpleaños, pero ella lo había guardado a la espera de una ocasión apropiada. Antes de salir se acercó al jergón donde dormitaba su madrastra y la besó en la mejilla.

– Deséame suerte -le susurró al oído.

Rutgarda refunfuñó y asintió con la cabeza, pero cuando los dos salieron de la casa, rezó para que Theresa suspendiera la prueba.

Padre e hija ascendieron a paso ligero por el camino de la herrería, con Gorgias ocupando el centro de la calle para evitar los rincones en que pudiera ocultarse cualquier indeseable. En su mano derecha empuñaba una antorcha mientras con la otra abrazaba a Theresa y la abrigaba con su capa. A la altura del mirador se cruzaron con un grupo de vigías que bajaban en dirección a las murallas. Poco después coronaron la subida y giraron por la calle de los caballeros hacia la plaza de la catedral. Allí bordearon la iglesia hasta divisar el edificio del taller, una construcción de madera extensa y achaparrada, a espaldas del baptisterio.

Faltaban unos pasos para alcanzar la entrada cuando, inesperadamente, una sombra surgida de la oscuridad se abalanzó sobre ellos. Gorgias intentó reaccionar, pero apenas si tuvo tiempo de apartar a Theresa y empujarla a un lado. En ese momento resplandeció un cuchillo y la antorcha rodó calle abajo hasta precipitarse por un cortado. Theresa se apartó a la vez que gritaba viendo cómo los dos hombres rodaban por el suelo. Desesperada, corrió en busca de auxilio hasta la puerta del taller, que aporreó con toda su alma. Sintió cómo los nudillos se le despellejaban, pero siguió gritando y golpeando la puerta. A sus espaldas oía el forcejeo de los dos hombres luchando por sus vidas. Volvió a patear la maldita puerta pero nadie respondió. De haber podido, la habría echado abajo y habría sacado a rastras a sus ocupantes. Exasperada, se dio la vuelta y echó a correr pidiendo ayuda. En ese instante oyó la voz de su padre conminándole a que se alejara.

Theresa se detuvo sin saber qué hacer. De improviso, los dos contendientes rodaron y desaparecieron por un terraplén. La joven recordó a los soldados con que se habían cruzado momentos antes y se lanzó calle abajo con la esperanza de encontrarlos. Sin embargo, antes de llegar al mirador volvió a detenerse, insegura de alcanzarlos y más aún de convencerles. Entonces volvió rápida sobre sus pasos para encontrarse con dos desconocidos que se afanaban en atender a un ensangrentado. Conforme se acercaba reconoció a Korne y a uno de sus hijos, intentando levantar el cuerpo inerme de su padre.

– ¡Por Dios! -gritó Korne a Theresa-. Corre adentro y dile a mi mujer que prepare un caldero con agua caliente. Tu padre está malherido.

Theresa no vaciló. Subió a trompicones hasta los altillos donde vivía el percamenarius y gritó pidiendo ayuda. Tiempo atrás, aquel lugar se había utilizado como almacén, pero el año anterior Korne lo había acondicionado como vivienda añadiendo unos sólidos andamiajes. Una gruesa mujer a medio vestir asomó su cara adormilada con una vela en las manos.

– ¡Pero por todos los santos!, ¿qué gritos son éstos? -exclamó mientras se santiguaba.

– Es mi padre. ¡Deprisa, por amor de Dios! -suplicó desesperada.

La mujer bajó a saltos por la escalera intentando cubrirse las vergüenzas. Cuando llegó abajo, Korne y su hijo entraban por la puerta.

– Esa agua, mujer, ¿todavía no la has preparado? -bramó Korne-. Y luz. Necesitamos más luz.

Theresa corrió al taller y rebuscó entre el desbarajuste de herramientas que yacían desperdigadas sobre las mesas de trabajo. Encontró unas lamparillas de aceite, pero estaban agotadas. Al final dio con un par de velas, perdidas bajo un montón de retales. Una de ellas rodó bajo la mesa y desapareció en la oscuridad. Theresa cogió la otra y se apresuró a encenderla. Entretanto, Korne y su hijo habían apartado los cueros de una de las mesas para depositar el cuerpo de Gorgias. El percamenarius ordenó a Theresa que limpiara las heridas mientras él se proveía de unos cuchillos, pero la muchacha no le escuchó. Absorta, aproximó la vela y observó con horror el tremendo tajo que su padre presentaba a la altura de la muñeca. Nunca antes había visto una herida así. La sangre manaba a borbotones y empapaba ropa, pieles y códices sin que Theresa supiera qué hacer para evitarlo. Uno de los perros de Korne se acercó a la mesa y comenzó a lamer la sangre que goteaba en el suelo, pero en ese momento regresó Korne y apartó al perro de una patada.

– Alumbra aquí -espetó.

Theresa acercó la llama al lugar que el percamenarius le indicaba. Luego el hombre arrancó una membrana de un bastidor cercano y extendió la piel en el suelo. Después, con la ayuda de un cuchillo y un listón de madera cortó la piel en tiras y unió los extremos hasta formar un largo cordón.

– Quítale la ropa -le ordenó-. Y tú, mujer, trae el agua de una maldita vez.

– ¡Bendito sea Dios! Pero ¿qué ha ocurrido? -preguntó la mujer, asustada-. ¿Estáis bien?

– Déjate de chácharas y trae el condenado puchero -maldijo Korne dando un puñetazo sobre la mesa.

Theresa comenzó a desvestir a su padre, pero la mujer de Korne la apartó sin contemplaciones para hacerse cargo ella. Una vez desnudo, lo lavó con esmero utilizando un retal de piel y agua recién calentada. Korne examinó con detenimiento las heridas, advirtiendo varios cortes en la espalda y alguno más en los hombros. Sin embargo, el que más le preocupó fue el del brazo derecho.

– Aguanta aquí -dijo Korne mientras sujetaba en alto el brazo de Gorgias.

Theresa obedeció sin prestar atención al reguero de sangre que empapaba su propio vestido.

– Muchacho -dijo el percamenarius a su hijo-. Corre a la fortaleza y avisa al físico. Dile que es urgente.

El mozo salió corriendo y Korne se volvió hacia Theresa.

– Ahora, cuando te avise, quiero que flexiones su brazo por el codo y lo aprietes contra su pecho. ¿Lo has entendido?

Theresa asintió sin dejar de mirar a su padre. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

El percamenarius anudó el cordón de cuero por encima de la herida y le dio varias vueltas antes de apretarlo con firmeza. Gorgias pareció recobrar el conocimiento, pero fue sólo un espasmo, si bien al poco dejó de sangrar. Entonces Korne hizo un gesto a Theresa y ésta flexionó el codo de Gorgias, tal como Korne le había indicado.

– Bueno. Lo peor ya ha pasado. Las otras heridas parecen menos graves, aunque habrá que esperar a la opinión del físico. También presenta golpes, pero creo que los huesos están en su sitio. Vamos a taparlo para que se caliente un poco.

En ese momento Gorgias tosió con fuerza y dio varias arcadas entre gestos de dolor. Al entreabrir los párpados vio a Theresa sollozando.

– Gracias al cielo -dijo con voz entrecortada-. ¿Te encuentras bien, hija?

– Sí, padre -lloró-. Pensé que podría pedir ayuda a los soldados y corrí a buscarlos, pero no los alcancé, y luego, cuando di la vuelta… -No pudo terminar la frase, ahogada por su propio llanto.

Gorgias le cogió la mano y la atrajo hacia él con gesto de aprobación. Después intentó decir algo, pero volvió a toser y perdió el conocimiento.

– Ahora conviene que descanse -dijo la mujer apartando a Theresa con delicadeza-. Y deja de llorar, que tanta lágrima no arreglará nada.

Theresa asintió. Por un momento pensó en avisar a su madre, pero enseguida descartó la idea. Ordenaría el taller a la espera del médico y cuando supiera del alcance de las heridas le informaría del problema. Mientras tanto, Korne, provisto de un cuenco con aceite, se apresuró a rellenar las lamparillas.

– La de veces que me entran ganas de untar un mendrugo -se lamentó él percamenarius.

Cuando terminó con la última, la estancia cobró el aspecto de una covacha iluminada por teas. Theresa se ocupó de recoger la maraña de agujas, cuchillos, lunellii, mazos, pergaminos y tarros con cola que se amontonaban desordenados entre las mesas y los bastidores. Después, como de costumbre, separó las herramientas según su función, y tras limpiarlas cuidadosamente las colocó en los estantes correspondientes. Luego se dirigió a su banco de trabajo para comprobar las reservas de talco y pulimento, así como la limpieza de la superficie. Cuando terminó, regresó junto a su padre.

No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que llegó Zenón, el cirujano, un hombrecillo sucio y desgreñado cuyo olor a sudor competía con el de su aliento a vino barato. Traía una saca al hombro y parecía medio dormido. Entró en el taller sin saludar y tras un rápido vistazo se dirigió al sitio donde descansaba Gorgias. Luego abrió la talega y sacó una pequeña sierra metálica, varios cuchillos y un minúsculo cofre del que extrajo unas agujas y un rollo de cordel. El cirujano depositó los instrumentos sobre la barriga de Gorgias y pidió algo más de luz. Después se escupió varias veces en las manos, insistiendo en la sangre reseca que permanecía adherida a sus uñas, y a continuación empuñó la sierra con firmeza. Theresa palideció cuando el hombrecillo acercó el instrumento al codo de Gorgias, pero por fortuna lo empleó para segar el torniquete que momentos antes le había practicado Korne. La sangre volvió a manar, pero a Zenón no le alarmó.

– Bien hecho, aunque demasiado apretado -reconoció el hombrecillo-. ¿Os quedan tiras de cuero?

Korne le acercó una larga que el cirujano agarró sin quitar la vista de Gorgias. La anudó con pericia y comenzó a trabajar en el brazo herido con la misma despreocupación que quien rellena un pavo.

– Cada día sucede lo mismo -dijo sin levantar la cabeza de la herida-. Ayer le abrieron las tripas a la vieja Bertha, en la calle baja. Y hace dos días encontraron a Siderico, el tonelero, con la cabeza machacada a la puerta de su corral. ¿Y para qué? Pues para robarle no sé qué cosa, si el pobre desgraciado no tenía ni para alimentar a sus hijos.

Zenón parecía conocer bien su oficio. Cosía carne y suturaba venas con la agilidad de una costurera mientras escupía sobre el cuchillo para mantenerlo limpio. Terminó con el brazo y siguió con el resto de las heridas, a las que aplicó un ungüento oscuro que extrajo de un cuenco de madera. Por último, vendó la extremidad con unos paños de lino que anunció como recién lavados pese a las manchas que lucían.

– Bueno -dijo mientras se pasaba las manos por la pechera-. Esto ya está. Un poco de cuidado, y en un par de días…

– ¿Se curará? -se anticipó Theresa.

– Puede que sí… Aunque claro: también puede que no.

El hombre rio estrepitosamente. A continuación rebuscó en la talega hasta encontrar un frasco de cristal que contenía un líquido oscuro. Theresa imaginó que se trataría de algún tónico, pero el hombre lo destapó y echó un buen trago.

– ¡Por el santo Pancracio! Este licor reavivaría a un muerto. ¿Quieres un poco? -ofreció el hombrecillo, acercando el frasco a la nariz de Theresa.

La joven denegó con la cabeza. El cirujano repitió el gesto a Korne, quien respondió con un par de sorbos largos.

– Las heridas de cuchillo son como los hijos: todos se hacen de la misma forma, pero nunca salen dos iguales -rió-. El que cure o muera no depende de mí. El brazo está bien cosido, pero la herida es profunda y tal vez haya afectado a los tendones. Ahora sólo resta esperar, y si en una semana no aparecen pústulas ni abscesos… Toma -dijo el hombre sacando una bolsita de su refajo-. Aplícale estos polvos varias veces al día, y no le laves mucho la herida.

Theresa asintió.

– En cuanto a mis honorarios… -añadió al tiempo que propinaba un azote al trasero de la muchacha-, no te preocupes, que ya me pagará el conde Wilfred. -Y volvió a reír mientras recogía su instrumental.

Theresa enrojeció de indignación. Odiaba aquel tipo de libertades, y de no ser porque Zenón acababa de asistir a su padre, Dios sabe si le habría estrellado el frasco de vino en su estúpida cabeza. Sin embargo, antes de que pudiese protestar, el cirujano agarró la puerta y se marchó canturreando una melodía sin letra.

Entretanto, la mujer de Korne había subido a los altillos y regresado con unas tortas de manteca.

– Traje una para tu padre -comentó con una sonrisa.

– Se lo agradezco. Ayer apenas si probamos un cuenco de gachas -se lamentó-. Cada vez nos llega menos la comida. Mi madre dice que somos afortunados, pero lo cierto es que casi no puede levantarse de la cama. Por la debilidad, ¿sabe?

– Bueno, hija, así estamos todos -contestó la mujer-. Si no fuese por el aprecio que Wilfred muestra por los libros, a estas horas nos comeríamos las uñas.

Theresa cogió una torta que mordisqueó con delicadeza, como si temiese hacerle daño. Luego dio un bocado más grande, paladeando la dulzura de la miel y la canela; aspiró profundamente su aroma intentando atraparlo en su interior, y deslizó la lengua por la comisura de sus labios para no perder ni la más pequeña miga. Luego guardó el trozo restante en un bolso de la falda con la intención de entregárselo a su madre. En cierta medida, se avergonzaba por disfrutar de aquella delicia mientras su padre yacía inconsciente sobre la mesa, pero el hambre atrasada pudo más que sus remordimientos y se sumió en el reconfortante sabor de la cálida manteca. En ese momento, unas toses atrajeron su atención.

La muchacha se volvió y advirtió que su padre se estaba despertando. Corrió junto a él para evitar que se incorporara, pero Gorgias no atendió a razones. Parecía azorado, y miraba de un lado a otro como si buscase algo. Korne lo advirtió y acudió de inmediato.

– ¿Y mi bolsa? ¿Dónde está mi bolsa?

– Cálmate, Gorgias. Está ahí al lado, junto a la puerta -dijo Korne señalando la talega.

Gorgias bajó de la mesa a duras penas. Al agacharse emitió un gruñido y un rictus de dolor le paralizó, pero tras un momento de vacilación, abrió la bolsa y miró en su interior. Con el brazo sano rebuscó nerviosamente entre sus instrumentos de escritura. Maldecía sin parar y miraba alrededor como si echase en falta algo. Cada vez más irritado, volcó el contenido y lo desparramó por el suelo. Las plumas y los estilos rodaron por el pavimento.

– ¿Quién lo ha cogido? ¿Dónde está? -gritó.

– ¿Dónde está el qué? -preguntó Korne.

Gorgias lo miró con la ira salpicando su rostro desencajado, pero se mordió la lengua y giró la cabeza. Luego volvió a remover los utensilios y volteó la bolsa hasta ponerla del revés. Cuando se convenció de que no quedaba nada, se levantó y caminó hasta una silla cercana en la que se dejó caer. Luego cerró los ojos y susurró una plegaria por su alma.


Capítulo 2

A media mañana, las voces de los mozos devolvieron a Gorgias al mundo de los vivos.

Hasta ese momento había permanecido tumbado, con la cabeza ladeada y la mirada perdida, tan ajeno a los consejos de Korne como a los gestos de cariño de Theresa. Sin embargo, poco a poco su rostro pareció ir recuperando la cordura, y tras unos instantes de desconcierto alzó la vista para requerir la presencia de Korne. El percamenarius se mostró complacido al comprobar su mejoría, pero cuando Gorgias le preguntó sobre su agresor, cambió el semblante y afirmó no recordar ningún detalle.

– Cuando acudimos a socorrerte, quienquiera que fuera ya había huido.

Gorgias torció el gesto y masculló una maldición ahogada en una mueca de dolor. Luego se levantó y comenzó a deambular por el taller como una fiera acosada. Mientras iba y venía, intentó evocar el rostro de su agresor, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. La oscuridad y lo inesperado del asalto habían enmascarado la identidad del asaltante. Se encontraba débil y confuso, así que solicitó a Korne que uno de sus hijos le acompañara hasta el scriptorium.

Tras la marcha de Gorgias, los jornaleros olvidaron sus miramientos y poco a poco el taller recuperó su habitual bullicio. Los más jóvenes esparcieron tierra sobre la sangre derramada y limpiaron la mesa mientras los oficiales se lamentaban del desorden ocasionado. Theresa elevó una breve plegaria por la mejoría de su padre y a continuación se encomendó con diligencia a las tareas propias de su cargo. En primer lugar limpió y recogió la basura acumulada durante el día anterior. Luego separó los retales de cuero más estropeados y los colocó en el tonel de los despojos, donde deberían permanecer pudriéndose hasta el momento en que el recipiente se llenara. Por desgracia, el barril se encontraba a rebosar, por lo que hubo de extraer el contenido y trasegarlo a las tinajas de maceración, para una vez macerado, machacado y cocido, elaborar la cola que los oficiales utilizarían luego como adhesivo. Cuando terminó, se cubrió con un saco para protegerse de la lluvia y se dirigió hacia las balsas instaladas a cielo abierto en el desvencijado patio interior.

Ya en el atrio, Theresa observó la instalación con detenimiento.

Los estanques, de forma cuadrangular y en un número de siete, se distribuían desordenadamente en torno al pozo central, de forma que las pieles desolladas pudieran trasladarse sin dificultad entre ellos, conforme al habitual proceso de corte, afeitado y raspado. La joven observó las pieles blanquecinas flotando sobre el agua como escuálidos cadáveres. Odiaba el hedor ácido y penetrante que desprendían aquellos cueros descarnados.

En cierta ocasión, y coincidiendo con un severo enfriamiento, solicitó a Korne que la relevase por unos días, porque la humedad y los cáusticos de los estanques empeoraban sus pulmones, pero lo único que obtuvo fue un bofetón y una risotada de desprecio. Nunca más protestó. Cuando Korne se lo ordenaba, se recogía la falda, aspiraba el aire tan profundamente como su pecho le permitía y, conteniendo la respiración, se introducía en los estanques para remover aquellas sábanas arrugadas.

Contemplaba los estanques cuando alguien se acercó por su espalda.

– ¿Todavía te repugnan?… ¿O acaso piensas que no sea cometido propio para la nariz de una percamenarius?

Theresa se giró para darse de bruces con la sardónica sonrisa de Korne. La lluvia resbalaba sobre su rostro grotesco encharcando sus encías desnudas. Como siempre, apestaba a incienso, pues lo empleaba en abundancia para disimular su habitual olor a rancio. De buena gana le habría explicado a Korne la naturaleza de sus pensamientos, pero se mordió la lengua y bajó la cabeza. Después de tanto sacrificio, no estaba dispuesta a caer en sus provocaciones, y si lo que pretendía era valerse de una excusa para reprobarla, desde luego iba a tener que esforzarse.

– Sea como fuere -continuó el percamenarius-, debo confesar que te compadezco: tu padre herido… tú, asustada… y nerviosa, por supuesto… Desde luego no parece el mejor momento para enfrentarte a una prueba de tanta trascendencia. Así pues, y en atención a la consideración que me merece tu padre, estoy dispuesto a posponer el examen un tiempo prudencial.

Theresa respiró aliviada. Lo cierto era que aún tenía en la cabeza la imagen ensangrentada de su padre, las manos le temblaban, y aunque se sentía con fuerzas, un aplazamiento la ayudaría a recuperar la calma.

– No quisiera trastornar los preparativos, pero os agradezco el ofrecimiento. Unos días más no me vendrían mal -le reconoció.

– ¿Unos días? ¡Oh, no! -sonrió-. El aplazamiento de la prueba conlleva que tengas que esperar hasta el próximo año. Así está contemplado, y me consta que lo sabes. Pero en tu estado… Mírate: temblorosa, asustada… No me cabe duda que posponerlo resultaría lo más adecuado.

Theresa lamentó que Korne llevara razón. Si un candidato renunciaba al examen, no podía volver a solicitar el ingreso hasta pasado un año completo. Sin embargo, por un momento había imaginado que, dadas las circunstancias, el percamenarius haría una excepción.

– ¿Y bien? -la apremió.

Theresa no supo qué responder. Las manos le sudaban y el corazón le palpitaba con fuerza. La oferta de Korne no parecía descabellada, pero nadie podía predecir lo que ocurriría dentro de doce meses. Sin embargo, si afrontaba la prueba y fallaba, nunca más podría examinarse. Al menos, no mientras Korne continuara como jefe de lo percamenarii, pues éste esgrimiría su renuncia como demostración de lo que tantas veces había pregonado: que las mujeres y los animales sólo servían para acarrear peso y parir hijos.

El tiempo transcurría y él percamenarius comenzó a tabalear los dedos contra una barrica. Theresa ya pensaba en renunciar cuando en el último instante resolvió demostrarle a Korne que era más hábil que cualquiera de sus hijos. Además, si de verdad quería convertirse en oficial, debería afrontar los problemas según se le presentasen, y si por cualquier causa no superaba la prueba, tal vez en unos años pudiera volver a intentarlo. Se dijo que, al fin y al cabo, Korne era ya mayor y quizá para entonces hubiera muerto o enfermado. Así pues, alzó la cabeza y con voz resuelta le comunicó que se examinaría aquella mañana y aceptaría el resultado. El percamenarius no se inmutó.

– Bien. Si eso es lo que deseas, que dé comienzo el espectáculo.

Theresa asintió y se giró para dirigirse al interior del taller; sin embargo, cuando se disponía a franquear la entrada oyó de nuevo la voz del percamenarius.

– ¿Se puede saber adónde vas? -le preguntó. Sus fosas nasales se dilataban y contraían como los ollares de un caballo.

Theresa lo miró desconcertada. Acudía a su mesa de trabajo con la intención de comprobar el material que debería emplear durante la prueba.

– Pensaba afilar los cuchillos antes de que llegase el conde. Preparar los…

– ¿El conde? ¿Y qué pinta el conde en todo esto? -la interrumpió simulando extrañeza.

Theresa perdió el habla. Su padre le había asegurado que Wilfred estaría presente.

– ¡Ah, sí! -continuó Korne con una mueca de afectación-. Gorgias me comentó algo al respecto. Pero ayer, cuando visité al conde, lo encontré tan ocupado que juzgué innecesario distraerlo para un trámite tan nimio. Presumí, y creo que acerté, que si tal como parece estás capacitada para superar cualquier imprevisto, que el conde no acudiera tampoco supondría ningún impedimento.

Al punto Theresa comprendió que Korne no había auxiliado a su padre guiado por la caridad, ni le había propuesto el aplazamiento del examen por consideración. Había ayudado a Gorgias sabedor de que el destino del taller, y por ende el suyo propio, estaba ligado a la actividad del scriptorium. ¡Qué necia había sido! Y pensar que por unos instantes había confiado en su buena voluntad. Ahora se hallaba en manos de aquel necio, y todas sus habilidades iban a valer lo que una pila de leña mojada. La muchacha inclinó la cabeza y se preparó para aceptar lo inevitable, pero cuando ya daba todo por perdido, una idea le iluminó el rostro.

– Es curioso -respondió con tono confiado-. Mi padre no sólo me aseguró que Wilfred presenciaría el examen, sino que además, al tanto de mis progresos, deseaba conservar para sí mi primer pergamino. Un pergamino que, como sabéis, debo firmar con mi marca -puntualizó. Y rezó por que Korne se tragara la mentira. Si lo hacía, tal vez dispusiera de una oportunidad.

El percamenarius borró de inmediato su estúpida sonrisa. Al fin y al cabo, desconocía la veracidad de aquella información, pero si ésos eran los deseos de Wilfred, en modo alguno podía arriesgarse a contravenirlos. Aun así, lo que dijese o pensase el conde no le importaba lo más mínimo ya que aquella muchacha no pasaría la prueba. Al menos, no mientras él se mantuviera como el maestro de los percamenarii.

Theresa aún aguardaba cuando Korne convocó al resto de los trabajadores. Al instante, mozos y oficiales abandonaron sus faenas para transformar el patio en una suerte de escenario. Los más jóvenes acapararon los primeros lugares apartándose los unos a los otros. Un muchacho dio un empellón a otro y lo lanzó a un estanque, provocando la consiguiente algarabía. Los oficiales se acomodaron en los rincones a resguardo de la lluvia, pero a los mozos el agua no les importó. Uno de ellos acudió con un cesto de manzanas y las repartió entre los más avispados, que esperaban impacientes el comienzo del espectáculo. Parecía como si todos, menos Theresa, supieran lo que iba a suceder. En ese momento Korne dio unas palmadas y se dirigió a su improvisado público.

– Como bien sabéis, la joven Theresa ha solicitado su acceso al gremio. -Varios se carcajearon-. La muchacha -dijo señalándola al tiempo que se agarraba la entrepierna- pretende ser más lista que vosotros; más lista que mis hijos, y hasta más lista que yo. ¡Una mujer! ¡Que se caga en la falda cuando oye el ladrido de un perro y corre a esconderse bajo las sábanas! Pero no obstante, tiene el valor; ¡ja!; ¡la osadía! de pedir el trabajo que por naturaleza corresponde a los varones.

Los mozos rieron al unísono cuando uno de ellos arrojó a Theresa el corazón de una manzana. Otro imitó los ademanes de una chica que corriera asustada, y los demás aplaudieron divertidos hasta que Korne interrumpió la chanza para continuar con su arenga.

– Mujeres en trabajos de hombres… ¿Alguien quiere explicarme cómo podría una mujer trabajar aquí y atender bien a su marido? ¿Quién le cocinaría y le lavaría? ¿Quién se ocuparía de sus hijos? ¿O tal vez los traería aquí, para meter a su piara de niñas en el gremio? -De nuevo todos rieron-. Y cuando llegue el verano y el calor apriete, cuando el sudor empape su cuerpo y la blusa ciña sus pechos, ¿pretenderá acaso que miremos hacia otro lado y reprimamos nuestros deseos? ¿O quizá nos ofrecerá sus frutos como recompensa a nuestros esfuerzos?

Los artesanos volvieron a carcajearse, se empujaron los unos a los otros y se guiñaron los ojos mientras aplaudían la ocurrencia de Korne. En ese momento, Theresa se adelantó. Hasta entonces había permanecido callada, pero no iba a consentir más burlas.

– Si algún día tengo marido, el cómo le cuide será asunto mío. Y en cuanto a mis pechos -dijo-, en vista de la atención que les prestáis, con gusto informaré a vuestra esposa para que remedie las carencias que al parecer soportáis. Y ahora, si no os importa, desearía comenzar la prueba.

La ira encendió a Korne. No esperaba una reacción así, y menos aún que la respuesta de la joven fuese acogida con risas por parte de los muchachos. El percamenarius se acercó al cesto de las manzanas y escogió la más estropeada. Luego se dio la vuelta y caminó hasta situarse a un palmo de Theresa, mordió lentamente la manzana, y a continuación plantó la fruta aún babeante frente a los labios de la muchacha.

– ¿Te apetece?

Esbozó una sonrisa ante el gesto de asco de Theresa. Al mirar de nuevo la fruta observó un gusano que se retorcía en la parte podrida. Entonces, sin inmutarse, mordió a la vez el corazón y el gusano, y arrojó el trozo restante al último de los estanques. Mientras masticaba el bocado se recogió las greñas en una esperpéntica coleta. Luego se aproximó al estanque donde había arrojado la manzana.

– Aquí tienes tu prueba -dijo, y apartó la celosía de madera que protegía la balsa-. Deja la piel lista y obtendrás el título que tanto anhelas.

Theresa apretó los labios. Descarnar y acondicionar las pieles no era tarea propia de oficiales, pero si eso quería Korne, ella no iba a defraudarle. Se acercó al borde del estanque y observó la capa de sangre y grasa que flotaba en el agua. Con la ayuda de una pala apartó los despojos desprendidos por efecto de los cáusticos, buscando la piel en que debía trabajar. Sin embargo, tras varias pasadas no halló cuero alguno. Se volvió extrañada demandando una explicación.

– Está dentro -le señaló Korne.

Theresa se giró hacia el estanque más profundo, el que recibía las pieles según las arrancaban a los animales. Se descalzó con cuidado y dejó las botas cerca. Después se recogió la falda y sumergió las piernas en el agua al tiempo que contenía la respiración. En el estanque flotaban trozos de piel y sangre coagulada entremezclados con la suciedad propia de las albercas de maceramiento. Luego, ante la atenta mirada de los mozos, descendió hasta que el líquido le alcanzó el vientre.

El frío le hizo gemir.

Esperó un momento antes de aspirar una bocanada de aire y se dejó caer en las profundidades del estanque. Durante un suspiro desapareció bajo el agua, para al instante emerger con la cabeza impregnada en un velo de grasa. La joven escupió algo y se apartó la mugre del rostro. Luego se adentró en la balsa alejando los despojos que flotaban a su alrededor. Percibió el escozor de la cal bajo sus ropas y el hielo ateriéndole los huesos, pero continuó avanzando a tientas con el agua lamiéndole la barbilla. Sus pies desnudos percibían el lecho de fango mientras sus brazos se agitaban bajo el agua, como los de un ciego buscando un asidero. De repente tropezó contra algo y el corazón le dio un vuelco. Tras calmarse, tanteó el objeto con el pie sin lograr identificarlo. Por un momento pensó en renunciar, pero recordó a su padre y a cuantos habían confiado en ella. Entonces hinchó sus pulmones y se sumergió bajo las aguas. El frío palpitó en sus sienes cuando sus manos rozaron una cosa informe. Su tacto viscoso le provocó una arcada, pero se tragó el asco y continuó deslizando las manos por la masa hasta detenerse sobre una ristra de cuentas semejante a pequeños guijarros. Repasó las cuentas y tras un momento de incertidumbre advirtió que se trataba de una horrible hilera de dientes. El pavor estuvo a punto de hacerle abrir los ojos pero se contuvo a tiempo, pues de lo contrario, la cal la habría cegado para siempre. Soltó la quijada y buscó el aire desesperadamente con el rostro demudado en una máscara congestionada. Entonces, mientras tosía y escupía agua, emergieron frente a ella los restos de la cabeza pútrida y deforme de una enorme vaca.

De inmediato los mozos se acercaron para mofarse de la muchacha. Uno le ofreció la mano con la intención de ayudarla, pero cuando la joven se estaba afianzando, la soltó de repente y provocó que cayese de nuevo al agua. En ese momento apareció en el patio la mujer del percamenarius, quien había presenciado la escena y acudía con ropa seca. La señora apartó a los mozos y tiró de Theresa. Cuando la sacó, tiritaba como un perrillo. La cubrió con una manta para acompañarla al interior de la vivienda, pero cuando se disponían a franquear la puerta, se oyó la voz de Korne.

– Que se mude de ropa y vuelva a su trabajo.

Cuando Theresa regresó al taller encontró sobre su banco unos despojos de piel ajada. Los extendió con la ayuda de una paleta de madera y a continuación retiró el exceso de agua. Tras examinar la piel, dedujo que habría sido desollada aquella misma semana, pues la cal apenas había desprendido el pelo y aún quedaban adheridos restos de carne y grasa. El animal debía de haber muerto devorado por los lobos, porque el cuero presentaba numerosas dentelladas. Aparte de eso, se apreciaban señales de apostemas y desfloraduras propias de bestias de edad avanzada. Se dijo que aquella piel no serviría ni para echársela a las ratas.

– ¿No deseabas ser percamenarius? Pues ahí tienes tu prueba -sonrió Korne-. Prepara el pergamino que tanto deseabas que viera Wilfred.

Pese a saber que le pedía un imposible, Theresa no protestó. Rendir y limpiar la piel de un animal requería varios días de trabajo, y descanso para que los cáusticos y los lavados hicieran su efecto. Sin embargo, no estaba dispuesta a rendirse. Con un cepillo de cerdas frotó y descarnó los restos que los gusanos no habían llegado a devorar. Cuando acabó con la carnaza, volteó la piel y después se aplicó a la cara en flor. Frotó el pelambre enérgicamente, acompañando el proceso con continuos fregados. Luego escurrió el cuero y después lo estiró sobre el banco para seleccionar las zonas que aún mostraban pelo. Finalmente buscó el cofre de retama para aplicar el ácido, pero observó con extrañeza que había desaparecido. Entre tanto, Korne observaba el proceso, esbozando a cada poco una sonrisa. De vez en cuando se daba la vuelta, como si tuviese cosas más importantes que hacer, pero al poco regresaba para comprobar los avances de la muchacha. Theresa prefirió no prestarle atención. Supuso que la desaparición de la retama no era casual, así que no se molestó en buscarla. En su lugar recogió una paletada de ceniza, la mezcló con el estiércol que los mulos habían dejado en la entrada y aplicó la pasta resultante en los poros del cuero. Después, con la ayuda de un cuchillo curvado y romo insistió en el pelambre hasta lograr el resultado apetecido.

En ese momento se tomó un respiro. Ahora debía tensar la piel sobre el bastidor para formar una suerte de gigantesca pandereta, un paso delicado, pues corría el riesgo de rasgar la piel por las zonas más estropeadas. Dispuso con habilidad unos guijarros en la periferia del cuero y los envolvió con un pellizco de la propia piel a modo de bolsitas semejantes a gruesos pezones, los cuales aseguró con un cordel. A continuación montó el cuero en el bastidor, y lo tensó valiéndose de los mismos cordeles que partían de los distintos pezones. Cuando comprobó que los desgarros interiores resistían, suspiró aliviada. Ahora, sólo restaba secar la piel al fuego y esperar a que tensase para proceder al acuchillado, de modo que acercó el bastidor a la hoguera que ardía en el centro de la nave. Aquel lugar no sólo era el más cálido, sino también el más iluminado, por lo que a su alrededor se disponían los bancos donde esperaban su reparación los códices más valiosos.

Mientras esperaba a que la humedad exudase del atamborado, se entretuvo junto al fuego preguntándose sobre la procedencia de aquella piel. Hacía tiempo que las reses escaseaban, y hasta donde ella sabía, sólo Wilfred disponía de algunos ejemplares, de modo que probablemente Korne la habría obtenido de alguno de sus intendentes. Y a juzgar por su estado, con la única intención de plantearle dificultades.

En ese momento el percamenarius se acercó al fuego. Pasó el dedo por el tambor rezumante de humedad y miró a Theresa con desgana.

– Veo que te estás aplicando. Hasta puede que aún saques algo de provecho -dijo señalando al cuero tenso.

– Lo hago lo mejor que puedo -contestó ella.

– ¿Y esta inmundicia es lo mejor que sabes hacer? -sonrió Korne al tiempo que desenfundaba su cuchillo y lo acercaba al cuero-. ¿Has visto estas marcas? La piel se romperá por aquí.

Theresa sabía que aquello no ocurriría. Había comprobado los desgarros y dispuesto los tensores para evitar la rotura.

– Eso no sucederá -respondió desafiante.

La rabia de Korne destilaba en su mirada. Entonces, muy despacio, comenzó a pasear la punta del cuchillo sobre el cuero tenso como quien desliza un puñal por el cuello de su víctima. El filo raspó la piel y levantó una finísima rebaba. Theresa observó aterrada cómo la punta se detenía cerca de una de las marcas y comenzaba a presionar la superficie. Los ojos de Korne destellaban al crepitar del fuego y sus labios se entreabrían dejando al aire sus encías desnudas.

– ¡No! -suplicó Theresa.

En ese momento, Korne hundió el cuchillo, la piel saltó rasgada en mil pedazos y los trozos volaron sobre sus cabezas como hojarasca seca para precipitarse sobre la hoguera.

– ¡Oh! -se lamentó Korne-. Parece que no calculaste bien la tensión del tambor, cosa que por desgracia te conduce de nuevo a tu triste puesto de aprendiza.

Theresa apretó los puños mientras su rostro se crispaba. Había soportado el frío y la humillación; había mimado aquella piel inservible hasta convertirla en un cuero aceptable; se había dejado el alma preparando aquella prueba y ahora, por el sólo hecho de ser mujer, Korne la condenaba.

Aún se estaba lamentando cuando él la sujetó por el brazo y le acercó los labios al oído.

– Siempre podrás ganarte la vida masajeando la piel de algún borracho -rio.

Theresa no aguantó más. De un violento tirón se zafó de su abrazo e intentó marcharse del taller, pero el percamenarius se lo impidió.

– Ninguna ramera me trata así -masculló al tiempo que le propinaba un golpe en la cara.

Theresa intentó protegerse, pero Korne la empujó y ella resbaló, golpeándose contra el bastidor en que había estado trabajando. El armazón se bamboleó pesadamente, y tras unos segundos eternos se desplomó sobre la hoguera en medio de un gran estrépito. Al impacto, un enjambre de ascuas voló por el taller convirtiéndolo en una fragua. Las chispas centellaron en el aire y se extendieron hasta los bancos más cercanos. Algunos rescoldos prendieron en los códices, y en un abrir y cerrar de ojos las llamas se apoderaron de las estanterías.

Para cuando Korne quiso reaccionar, un mozo estúpido ya había abierto las ventanas. Alimentadas por el viento, las llamas comenzaron a lamer la techumbre de madera y zarzo, haciendo que prendieran los restos de hojarasca. Korne apenas tuvo tiempo de retirar unos fardos con pliegos antes de que una rama ardiente se precipitara sobre el lugar donde Theresa permanecía aturdida. Sin prestarle atención, ordenó a los mozos que agarrasen cuanto encontraran de valor y corriesen a la calle. Los muchachos obedecieron tropezándose los unos con los otros, y tras aprovisionarse de los útiles más cercanos, salieron huyendo como alma que lleva el diablo. Uno de ellos se acercó a Theresa, y como pudo la arrastró hasta alejarla de las llamas. Sin embargo, en cuanto comprobó que la muchacha recobraba la lucidez, la abandonó a su suerte.

Cuando Theresa consiguió incorporarse se creyó en la antesala del infierno. Desesperada, miró alrededor para advertir que las llamas devoraban cuanto encontraban a su paso y amenazaban con cercarla. En ese momento un crujido sobre su cabeza le hizo dirigir la vista a la techumbre. Por un instante pensó que el techo se derrumbaría, pero al observarlo advirtió que las llamas se detenían en el zarzo, probablemente por la humedad y la nieve acumulada. Escrutó la estancia y reparó en que la única escapatoria pasaba por alcanzar el patio interior, pues la salida a la calle se le antojó infranqueable. A su izquierda descubrió un grupo de códices resguardados bajo una repisa. No lo dudó. Se embozó con su vestido, aún empapado por el agua del estanque e hizo acopio de cuantos códices pudo abarcar. Luego corrió hasta alcanzar el patio interior. Ya en el atrio, se fijó en un castaño que ascendía por la esquina más oriental hasta los tejados lindantes con los aleros de la catedral. Entonces se despojó del embozo y lo utilizó a modo de talega para transportar los códices. Sin embargo, cuando se disponía a encaramarse, un grito proveniente del interior la detuvo.

Theresa soltó los códices y corrió hacia el taller. Entró en la sala y la humareda la cegó. Avanzó a través del fuego sin respirar, con el calor abrasándole las entrañas. Entonces, acurrucada tras un muro de fuego, descubrió a la mujer de Korne gritando desesperada. El incendio debía de haberla sorprendido en los altillos y por algún motivo había quedado atrapada. Al acercarse, la mujer chilló como un marrano antes de ser sacrificado, y al punto advirtió con horror que parte de sus ropas estaban ya en llamas. Theresa avanzó hacia ella, pero a la altura del hogar central el techo crujió. Miró hacia arriba y comprobó que las ramas del entramado comenzaban a quebrarse bajo el peso de la nieve. Escudriñó alrededor hasta localizar una larga pala caída en el suelo, la recogió y golpeó con ímpetu las ramas que habían empezado a ceder. La techumbre volvió a crujir, pero ella siguió golpeando hasta que un sonoro chasquido la detuvo. El entramado estaba a punto de desplomarse. Con el humo asfixiándola, buscó aire y sacudió con todas sus fuerzas. De repente, un aluvión de nieve irrumpió a través del hueco que acababa de abrirse en el tejado. Cuando la avalancha cesó, las llamas que se interponían entre ella y la mujer de Korne habían desaparecido.

– ¡La mano! ¡Por Dios, dadme la mano! -le gritó Theresa. La mujer abrió los ojos y dejó de chillar. Entonces se levantó, besó la mano de la joven, y al paso que le permitieron sus gruesas piernas corrió con ella hacia los estanques.


Capítulo 3

Cuando Gorgias entró en el scriptorium, advirtió con horror que había olvidado su talega en el taller del percamenarius. Se lamentó por su torpeza, pero le reconfortó el haber previsto un doble fondo donde esconder el pergamino en que estaba trabajando. Se dijo que, de no haber mediado tal precaución, a estas horas su asaltante dispondría del documento más valioso que jamás hubiera imaginado. Sin embargo, le había robado un borrador en el que constaban algunos de los pasajes más comprometidos, y eso le retrasaría respecto a los plazos acordados.

Se miró el brazo y comprobó que el vendaje que le había aplicado Zenón se había convertido en una mortaja de sangre. Con su mano sana se desprendió de las vendas y apoyó la extremidad herida sobre una mesa iluminada. Luego intentó mover los dedos que a duras penas consiguió articular. Al comprobar que la herida sangraba, tensó la costura que cerraba la incisión, pero el dolor le obligó a desistir. Sentía palpitar la carne abierta como si el corazón le galopara. Preocupado, avisó a un sirviente para que llamase de nuevo al físico, y mientras aguardaba, se reclinó en su asiento para meditar sobre lo sucedido.

No le cabía duda. El hombre que le había atacado conocía el incalculable valor del pergamino.

El crujido de la puerta sacó a Gorgias de sus pensamientos.

El mismo sirviente al que había enviado pidió permiso y cruzó el umbral. Le acompañaba el físico, visiblemente contrariado.

– Líbreme Dios de los letrados. Mucho presumen de sus conocimientos, pero al menor malestar se quejan como viejas en un velatorio -refunfuñó el médico mientras acercaba una lamparilla al brazo herido.

– Apenas si muevo los dedos y no dejo de sangrar -se lamentó Gorgias.

El hombre examinó el miembro con los mismos miramientos que un carnicero al descoyuntar un pollo.

– Y gracias deberéis dar si os libráis de que os lo ampute. ¡Por todos los diablos! ¿Qué habéis estado haciendo? ¿Escribir una Biblia en griego?

Gorgias no contestó. Entretanto, el físico revolvía en su bolsa de trabajo.

– ¡Vaya por Dios! No me queda centinodia. ¿Tenéis aquí los polvos que os prescribí?

– ¡Maldita sea! Los olvidé en el taller. Mandaré luego a recogerlos -se lamentó al advertir que se había dejado la talega en el taller del percamenarius.

– Como veáis, pero he de advertiros: las otras heridas no me preocupan, pero ese brazo… Si no lo cuidáis, en una semana no servirá ni de pitanza para los cerdos. Y si perdéis el brazo, tened por seguro que perderéis la vida. Ahora voy a afianzar la costura para cortar la hemorragia. Esto os dolerá.

Gorgias torció el gesto, no sólo por el dolor, sino porque intuía que el físico estaba en lo cierto.

– Pero ¿cómo una herida superficial…?

– Os guste o no, las cosas son así. La gente no muere sólo de escrófulas y pestilencias. Al contrario, los cementerios se atiborran de gente sana que la espichó por roces y heridas sin importancia: una ligera febrícula, unos extraños espasmos… y adiós a los padecimientos. Tal vez no conozca los métodos de Galeno, pero he visto tantos muertos que soy capaz de distinguirlos meses antes de que se vayan a la tumba.

Una vez concluida la cura, el hombrecillo recogió sus utensilios y los introdujo desordenadamente en su bolsa. Gorgias ordenó al sirviente que saliese del scriptorium y esperase fuera. El criado obedeció.

– Aguardad un momento -dijo acercándose al físico-. Necesito que me hagáis un favor.

– Si está en mi mano…

Gorgias se cercioró de la lejanía del sirviente.

– El caso es que preferiría que el conde no supiese nada de esto. Me refiero a la gravedad de la herida. Estoy trabajando en un códice, un ejemplar por el que siente un especial interés, y a buen seguro que se disgustaría si pensase que el trabajo va a retrasarse.

– Pues no veo que podáis hacer otra cosa. Esa mano no podrá empuñar una pluma en al menos tres semanas. Eso contando con que no empeore. Y siendo el conde quien paga mis honorarios, convendréis conmigo en que no debo mentirle.

– Pero no os pido que mintáis, tan sólo que calléis el pronóstico. En cuanto a vuestros honorarios…

Gorgias introdujo la mano izquierda en un bolsillo del blusón y extrajo unas monedas.

– Es más de lo que os pueda pagar el conde -apostilló.

El físico cogió las monedas y las examinó con detenimiento. Sus ojos refulgieron por la codicia. Las besó y las guardó entre sus pertenencias. Luego, sin mediar palabra, se encaminó hacia la salida.

A la altura de la puerta se detuvo y se volvió hacia Gorgias.

– Descansad y dejad que la herida madure. La salud se pierde al galope, pero regresa caminando. Si observáis la aparición de abscesos o apostemas, mandadme aviso de inmediato.

– Perded cuidado que seguiré vuestro consejo. Y ahora, si no os molesta, haced pasar al doméstico.

El físico asintió y se despidió con un guiño. Cuando el criado entró en el scriptorium, Gorgias lo miró detenidamente. El muchacho, un imberbe flaco y desgarbado, se veía corto de entendederas.

– Necesito que te acerques al taller del percamenarius y le pidas a mi hija el remedio que me recetó el físico. Ella sabrá qué hacer. Pero antes, avisa al conde y dile que le espero en el scriptorium.

– Pero señor… El conde aún descansa -balbuceó.

– ¡Pues despiértalo! -gritó Gorgias-. Dile que lo preciso con urgencia.

El sirviente retrocedió sin dejar de asentir con la cabeza. Cuando salió, cerró la puerta y sus pasos se alejaron presurosos.


Gorgias miró en derredor para advertir que todo en la estancia era humedad. Las llamas de las lamparillas apenas si alcanzaban a iluminar los mismos bancos en que se aposentaban, otorgando al scriptorium un aspecto fantasmagórico. Tan sólo un estrecho ventanuco protegido por una sólida reja proporcionaba una tenue luz al enorme atril de madera sobre el que, en el más absoluto de los desórdenes, se acumulaban códices, cuencos de tinta, plumas y estilos, entremezclados con punzones, raspadores y secantes. La sala disponía de otro atril que contrastaba con el anterior por su completa desnudez. En la pared septentrional, una recia armariada flanqueada por dos luminarias custodiaba los códices más valiosos, cuyos lomos lucían gruesas argollas por las que discurrían las cadenas que los aseguraban a la pared. En las baldas superiores, y separados del resto, se alojaban los salterios de uso común, compartiendo linde con sendas Biblias arameas. En las restantes estanterías, decenas de volúmenes sin encuadernar apilados sobre misivas, epistolarios y cartularios de distinta índole, disputaban el espacio a los polípticos y censos responsables de las cuentas y transacciones.

Aún pensaba en el asalto de la mañana cuando la puerta crujió, se abrió lentamente y una tea encendida irrumpió en la estancia cegándole. Cuando el criado se apartó, una extraña figura achaparrada se recortó bajo la luz de la antorcha. Tras unos instantes, una voz quebrada resonó desde el umbral de la puerta.

– Decidme, buen Gorgias. ¿Cuál es esa urgencia que tanto os aflige?

En ese momento se oyó un gruñido ronco y sostenido. Uno de los perros de Wilfred contrajo las mandíbulas y avanzó hacia Gorgias arrastrando al otro moloso tras de sí. Los arneses se tensaron y el extraño artilugio al que estaban unidas las bestias avanzó pesadamente, chirriando sobre sus toscas ruedas de madera. A una voz, los perros se postraron y el carretón detuvo su avance. Entonces Gorgias contempló la grotesca cabeza de Wilfred, reclinada inhumanamente sobre su hombro derecho. El hombre soltó las bridas y acercó las manos a los perros, que se apresuraron a lamerlas.

– Cada día que pasa me cuesta más manejar a estos diablos -dijo Wilfred con voz entrecortada-, pero bien sabe Dios que mi vida sin ellos sería como la de un olivo seco.

Pese a los años, a Gorgias seguía sobresaltándole la impresionante imagen del conde. Wilfred vivía atrapado sobre aquella especie de cosa rodante sobre la que dormía, comía y vaciaba los intestinos, cosa que, por lo que sabía, venía haciendo desde el día en que de mozo le amputaran las dos piernas.

Se inclinó para saludarle.

– Dejaos de cumplimientos y contadme. ¿Qué es lo que sucede?

El escriba miró hacia otro lado. Tanta prisa por hablar con el conde y ahora no sabía por dónde empezar. En ese momento un perro se movió y desplazó bruscamente el artilugio. Una de las ruedas rechinó y Gorgias se arrodilló para comprobarla mientras buscaba las palabras adecuadas.

– Es uno de los roblones; con el traqueteo ha debido de perderse. Los tablones se han desalineado y corren peligro de soltarse. Haríais bien en llevar la silla al carpintero.

– No me habréis levantado para examinar el carromato.

Cuando Gorgias alzó la mano para excusarse, Wilfred vio el aparatoso vendaje que la cubría.

– ¡Santo Cielo! Pero ¿qué os ha ocurrido en el brazo?

– ¡Oh, nada! Un incidente sin importancia -mintió-. De camino a los talleres un pobre diablo me causó unos arañazos. Avisaron al físico y se empeñó en vendármelo, pero es que ya conocéis a los matasanos: si no cubren o emplastan algo, imaginan que no les pagarán por su trabajo.

– Tenéis razón, pero decidme, ¿podéis mover bien la mano?

– Con alguna molestia. Nada que no pueda resolver con un poco de trabajo.

– Entonces el motivo de vuestra urgencia…

– Permitid que me siente. Es respecto al códice. No voy tan rápido como quisiera.

– Bueno. Aliquando bonus dormitat Deux. No se trata de ir rápido, sino de llegar a tiempo. Y decidme, ¿a qué se debe ese retraso? No me habíais comentado nada al respecto -dijo intentando disimular su contrariedad.

– Lo cierto es que no quise preocuparos. Pensé que podría arreglarme con las plumas que tenía, pero he afilado tanto los cálamos que apenas si consigo hacer fluir la tinta.

– No entiendo. Disponéis de decenas de plumas.

– Sí, pero no de ganso. Y como sabéis, no quedan gansos en Würzburg.

– Pues continuad con las que tenéis. No veo la importancia…

– El problema reside en el flujo. La tinta no desciende con la suficiente lentitud, y eso podría provocar corridos que estropearían todo el pliego. Recordad que estoy utilizando vitela de ternero nonato. La superficie es tan suave que cualquier error en el manejo de la pluma traería consecuencias irreparables.

– ¿Y por qué no utilizáis otro tipo de pergamino?

– Eso no es posible. No, si pretendéis conseguir vuestros propósitos.

Wilfred se removió sobre su asiento.

– ¿Entonces qué proponéis?

– He pensado en densificar la tinta. Utilizando el aglutinante adecuado podría conseguir que fluyese con mayor lentitud, manteniendo el necesario deslizamiento. Creo que en un par de semanas podría lograrlo.

– Haced lo que debáis, pero si en algo apreciáis vuestra cabeza, procurad tener listo el códice para la fecha convenida.

– Ya he comenzado los preparativos. Perded cuidado.

– Muy bien. Por cierto, y ya que estamos aquí, me gustaría echarle un vistazo al pergamino. Si sois tan amable de acercármelo…

Gorgias apretó los dientes. No quería explicarle que a consecuencia del asalto se vería retrasado.

– Me temo que no es posible.

– ¿Cómo decís? ¿Qué significa que no es posible?

– Que no lo tengo aquí. Lo olvidé en el taller de Korne.

– ¿Y qué infiernos hace allí, a expensas de que cualquiera pueda descubrirlo? -bramó el conde. Los perros se alteraron.

– Disculpadme, paternidad. Sé que debí consultaros, pero anoche a última hora comprobé cómo una de las páginas comenzaba a pelarse -mintió-. Desconozco la causa, pero cuando ocurre, es vital atajar el problema de inmediato. Necesitaba un ácido que Korne suele utilizar, y conociendo de su desconfianza juzgué preferible llevar allí el códice antes que pedirle el ácido. De todas formas, a excepción de Theresa, en el taller nadie sabe leer, y un pergamino más entre otros cientos, en modo alguno llamaría la atención.

– No sé… Todo eso parece acertado, pero no entiendo qué hacéis aquí en lugar de estar en el taller aplicando ese ácido. Acabad lo que debáis y regresad el documento al scriptorium. ¡Y por lo que más queráis!, no me llaméis paternidad, que hace años que no visto los hábitos.

– Como ordenéis. Saldré tan pronto recoja el atril y me provea de mis cuchillas. No obstante, antes desearía comentaros otro asunto.

– Decidme.

– Estos días… los que necesito para preparar la nueva tinta…

– ¿Sí?…

– Si vuestra dignidad lo autoriza, preferiría que me excusaseis de venir al scriptorium. En mi casa dispongo de los útiles necesarios, y allí podría efectuar las pruebas con mayor tranquilidad. Además, debo localizar ciertos ingredientes en el bosque, por lo que habré de pernoctar fuera de las murallas.

– ¿Fuera en el bosque? En tal caso solicitaré alpraefectus un soldado para que os escolte. Si esta mañana os han atacado al abrigo de las murallas, imaginad lo que podría ocurriros al otro lado.

– Bueno, no creo que sea necesario. Conozco bien los alrededores y Theresa puede acompañarme.

– ¡Ja! -rio Wilfred-. Aún miráis a Theresa con ojos de padre primerizo, pero esa joven atrae a los hombres como si estuviera en celo. En cuanto los salteadores la oliesen no dispondríais de tiempo ni para santiguaros. Vos ocupaos del códice, que yo me ocuparé de vos. Por la tarde tendréis el soldado en vuestra casa.

Gorgias decidió no porfiar. Había planeado dedicar los dos días a buscar al hombre que le había asaltado, pero con un soldado lamiéndole los talones difícilmente podría conseguirlo. Sin embargo, resolvió dar por concluida la conversación para de ese modo no alertar aún más a Wilfred. Mientras ordenaba sus pertenencias, decidió cambiar de asunto.

– ¿Cuánto estimáis que se demorará el rey? -preguntó Gorgias.

– ¿Carlomagno? No sé. Un mes. Tal vez dos. El último correo anunciaba la partida inminente de un convoy con suministros.

– Pero los pasos están cerrados.

– En efecto. Pero tarde o temprano habrán de llegar. Las despensas no aguantarán mucho más tiempo.

Gorgias asintió. Las raciones resultaban cada vez más exiguas y pronto no quedaría nada.

– Bien. Si no deseáis más… -añadió Wilfred.

El conde empuñó las riendas y los arneses se ciñeron a los perros. Luego restalló el látigo y las bestias movieron pesadamente el artilugio hasta girarlo por completo. Se disponía a abandonar el scriptorium cuando un doméstico irrumpió en la sala gritando como si hubiese visto al diablo.

– ¡La factoriae! ¡Por Dios bendito! ¡El fuego la está devorando!


Capítulo 4

Cuando Gorgias vislumbró lo que quedaba del taller, rogó a Dios que Theresa no se encontrase bajo los escombros. Las llamas habían consumido las paredes exteriores provocando el hundimiento de la techumbre, y ésta a su vez había avivado el fuego hasta convertir el lugar en una enorme pira. Los curiosos que iban llegando se agolpaban para contemplar el espectáculo mientras los más atrevidos se afanaban en atender a los heridos, rescatar algún útil o sofocar los rescoldos. Tras unos instantes de desconcierto, Gorgias reconoció la figura de Korne inclinada sobre unos maderos. Parecía un harapiento, con las ropas ennegrecidas y el rostro desencajado. Rápidamente se dirigió hacia a él.

– Gracias al cielo que os encuentro. ¿Habéis visto a Theresa?

El percamenarius se revolvió como si le hubiesen nombrado al diablo. De repente dio un salto y se abalanzó sobre la garganta de Gorgias.

– ¡Esa maldita hija tuya! ¡Ojalá arda hasta el último de sus huesos!

Gorgias se zafó de Korne en el mismo instante en que dos vecinos acudían a separarlos. Los hombres disculparon el comportamiento de Korne, aunque Gorgias sospechó que sus palabras no obedecían a ningún tipo de arrebato. Les agradeció su intervención y se alejó para continuar la búsqueda.

Tras recorrer el perímetro del recinto, observó que el fuego no sólo había arruinado los talleres y la vivienda de Korne, sino que además se había propagado hacia los almacenes y las cuadras colindantes. Por fortuna, los establos no albergaban animales, y hasta donde él sabía, los almacenes se encontraban vacíos de grano, de modo que las pérdidas se limitarían al valor de los edificios. En cualquier caso, ambas construcciones ya estaban condenadas porque el incendio comenzaba a ensañarse con los tejados.

Advirtió entonces que el muro que delimitaba el patio de los talleres se había mantenido en pie, y recordó que Korne, harto de tanto robo, había ordenado sustituir la primitiva empalizada por un muro de piedra. Al parecer, gracias a aquella decisión, la zona comprendida entre la tapia y los estanques se había librado de las llamas.

En ese momento una mano temblorosa le tocó por la espalda. Era Bertharda, la esposa del percamenarius.

– ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia tan grande! -dijo con lágrimas en los ojos.

– Bertharda, ¡por el amor de Dios! ¿Habéis visto a mi hija? -le preguntó él con desesperación.

– ¡Ella me salvó! ¿Me oís? ¡Fue ella quien me salvó!

– Sí, sí, os oigo. Pero ¿dónde está? ¿Está herida?

– Le dije que no entrara. Que olvidara los libros, pero no me hizo caso…

– Por lo que más queráis, Bertharda, decidme dónde está mi hija -insistió Gorgias mientras la sacudía por los hombros.

La mujer lo miró fijamente. Sus ojos enrojecidos parecían ver otro mundo.

– Salimos del taller huyendo de las llamas -acertó a explicar-. En el patio me ayudó a trepar por el muro. Me ayudó hasta que me vio a salvo, y entonces me dijo que debía regresar por los códices. Yo le grité que no, que subiese al muro conmigo, pero ya sabéis lo testaruda que era -lloró-. Entró en el taller entre aquellas horribles llamas, y entonces de repente se oyó aquel ruido seco y un instante más tarde el techo se derrumbó. ¿Lo entendéis? Ella me salvó, y luego todo se derrumbó…

Gorgias se giró horrorizado para darse de bruces con un páramo de ruinas y desolación. Los rescoldos crujían y crepitaban mientras el humo grisáceo se extendía lentamente como el anuncio de un macabro desenlace.

De haber conservado la sensatez, habría esperado a que el incendio se extinguiese, pero fue incapaz de aguardar otro segundo. Sorteó las vigas que se interponían en su camino y se adentró en un caos de traviesas, puntales y machones sin atender a las llamas que le lamían los huesos. Los ojos le ardían de dolor y el calor le quemaba los pulmones. Apenas si lograba distinguir sus propias manos bajo el enjambre de cenizas y ascuas que flotaba en el aire, pero eso no le detuvo. Avanzó apartando montantes, repisas y bastidores, gritando una y otra vez el nombre de Theresa. De repente, mientras intentaba orientarse en el humo, oyó a sus espaldas un grito de auxilio. Se giró y corrió atravesando los rescoldos, pero al alcanzar unas tinajas advirtió que la voz procedía de Johan Piescortos, el hijo de Hans, el curtidor. El muchacho, de unos doce años escasos, tenía el torso abrasado e imploraba auxilio con desesperación. Gorgias maldijo su suerte, pero de inmediato se inclinó sobre el muchacho para comprobar cómo una traviesa le mantenía atrapado.

Un simple vistazo le bastó para comprender que de no atenderle pronto moriría sin remedio, así que hizo acopio de fuerzas y tiró de los tablones que lo retenían. Sin embargo, para su infortunio, la viga no se movió. Se le ocurrió arrancarse un trozo del vendaje del brazo y utilizarlo para enjugar la cara del chico.

– Johan, escúchame. Voy a necesitar ayuda para sacarte de aquí. Tengo el brazo herido y yo solo no puedo mover estas tablas. Te diré lo que vamos a hacer. ¿Sabes contar?

El muchacho afirmó con un gesto de dolor.

– Sé hasta diez -dijo con orgullo.

– Bueno. Eso es estupendo. Ahora quiero que respires a través de este vendaje, y cada cinco bocanadas grites tu nombre tan fuerte como puedas. ¿Lo has entendido?

– Sí, señor.

– Bien. Pues entonces iré a buscar ayuda, y cuando regrese, te traeré un pedazo de pastel y una buena manzana. ¿Te gustan las manzanas?

– No, por favor. No me deje -sollozó.

– No voy a dejarte, Johan. Regresaré con ayuda.

– ¡No se vaya, señor! Se lo suplico -dijo aferrándole la mano.

Gorgias miró al crío y soltó una maldición. Sabía que aunque lograse volver con ayuda, el chico no lo soportaría. En aquel lugar ya no se podía respirar. Johan moriría quemado o asfixiado, pero de un modo u otro moriría. Y aun así, buscar auxilio era lo único que podía hacer por él.

De repente se agachó y agarró la viga con ambas manos, flexionó las piernas y tensó los brazos hasta que su espalda crujió, pero continuó tirando como si le fuese la vida en ello. Sintió cómo el brazo herido se desgarraba y los puntos saltaban segando piel y tendones, mas no cejó en su agónico esfuerzo.

– Vamos, maldita hija de puta. ¡Muévete! -gritó.

De repente se escuchó un chasquido y la viga cedió un par de dedos. Gorgias aspiró una bocanada de humo, tiró de nuevo y la viga volvió a moverse hasta un palmo por encima del muchacho.

– Ahora, Johan. ¡Sal de ahí!

El chico rodó sobre un costado, justo en el momento en que las fuerzas abandonaban a Gorgias y la viga se desplomaba contra el suelo. Luego, tras un instante de resuello se levantó, cargó a hombros al desmadejado muchacho y escapó rápido de aquel infierno.

En la explanada donde los vecinos habían congregado a la mayoría de los heridos, Gorgias distinguió a Zenón asistiendo a un hombre con las piernas cubiertas de ampollas. El médico esgrimía una lanceta con la que reventaba las vesículas con rapidez para, seguidamente, aplastarlas como si fuesen pellejos de uva. Le asistía un acólito de ojos asustados que aplicaba unturas de aceite con discutible destreza. Gorgias se encaminó hacia él con Johan a cuestas. Guando llegó a la altura de Zenón, depositó al chico en el suelo y le pidió que lo atendiera. Tras un rápido vistazo, el físico se volvió hacia Gorgias y meneó la cabeza.

– Nada que hacer -comentó con voz resuelta.

Gorgias lo sujetó por un brazo y lo alejó del chico.

– Al menos podríais evitar que lo oyera -le musitó-. De todas formas atendedle, y que sea lo que Dios quiera.

Zenón le sonrió con desdén.

– Deberíais cuidar más de vos mismo -dijo señalando su brazo ensangrentado-. Dejadme ver.

– Primero el chico.

Zenón torció el gesto y fue junto al muchacho. Se agachó, llamó a su ayudante y le arrebató el ungüento que tenía entre las manos.

– Manteca de cerdo… Lo mejor para las quemaduras -anunció mientras embadurnaba las heridas de Johan-. Al conde no le gustará que la malgaste en un desahuciado.

Gorgias no contestó. Tan sólo pensaba en encontrar a Theresa.

– ¿Hay más heridos? -le preguntó.

– Desde luego. A los más graves los han llevado a San Damián -contestó el cirujano sin levantar la mirada.

Gorgias se agachó junto a Johan y le pasó la mano por la cabeza. El muchacho respondió con un amago de sonrisa.

– No hagas caso a este matarife -le dijo-. Ya verás cómo te restableces. -Y sin darle tiempo a responder, se levantó y se encaminó hacia la basílica en busca de su hija.


Pese a su aspecto achaparrado, la iglesia de San Damián era un edificio sólido y seguro. En su construcción se había empleado piedra de sillería, y hasta el mismísimo Carlomagno había expresado su satisfacción al conocer que un edificio consagrado a Dios se hubiera erigido sobre cimientos tan robustos como la fe que debía sustentarlos. Antes de entrar, Gorgias se santiguó y pidió a Dios por Theresa.

Nada más franquear el pórtico, le abofeteó un insoportable hedor a carne quemada. Sin detenerse, se apoderó de una de las teas que pendían de las crujías y continuó hacia el transepto, procurando iluminar las exiguas capillas que flanqueaban las naves laterales. Cuando alcanzó el presbiterio, observó tras el altar una hilera de sacos de paja dispuestos para acomodar a los heridos. Enseguida reconoció a Hahn, un chico vivaracho que mataba las horas en el taller a la espera de que le asignaran cualquier tarea. Tenía las piernas abrasadas y se quejaba amargamente. A su lado yacía un hombre a quien no supo identificar porque las quemaduras habían transformado su cara en una costra negruzca. Junto al ábside central distinguió a Nicodemo, uno de los oficiales de Korne, confesándose de sus pecados. Más allá del transepto, un hombre grueso con la cabeza vendada, del que sólo se reconocían las orejas, y a sus espaldas, la figura tumbada de un joven desnudo. Gorgias comprobó que se trataba de Celías, el hijo menor del percamenarius. El muchacho yacía con los ojos entreabiertos y el cuello retorcido. Sin duda había muerto en una horrible agonía.

Ninguno de los presentes supo darle razón sobre el paradero de su hija.

Gorgias se arrodilló y pidió a Dios por el alma de Theresa. Cuando se disponía a continuar la búsqueda, sintió que las fuerzas le abandonaban. De repente, un escalofrío le sacudió por dentro hasta nublarle la vista. Intentó apoyarse en una columna pero la negrura se apoderó de él, y tras vacilar unos instantes se derrumbó en el suelo sin conciencia.


A media mañana, los tañidos de las campanas sacaron a Gorgias de su desvanecimiento. Lentamente, el velo que enturbiaba su mirada se fue disipando hasta que las desdibujadas figuras se aclararon como si las enjuagasen con agua limpia. Enseguida reconoció a su esposa Rutgarda; esbozaba una sonrisa que apenas disimulaba su rostro ajado por el llanto. Más atrás distinguió a Zenón, ocupado con unos frascos de tinturas. De repente sintió un dolor tan intenso que temió que le hubieran cortado el brazo, pero al alzarlo comprobó que volvía a tenerlo cuidadosamente vendado. Rutgarda lo incorporó encajándole un grueso almohadón bajo la espalda. Entonces Gorgias advirtió que continuaba en el interior de San Damián, recostado contra la pared de una de las diminutas capillas.

– ¿Y Theresa? ¿Ha aparecido? -acertó a preguntar.

Rutgarda lo miró con tristeza. Las lágrimas le resbalaron mientras escondía el rostro entre sus hombros.

– ¿Qué ha sucedido? -gritó-. ¡Por Dios! ¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está Theresa?

Gorgias miró alrededor, pero no obtuvo respuesta. Entonces, a pocos pasos de donde se encontraba, vio un cuerpo inerte cubierto por una sábana.

– La encontró Zenón en el taller, acurrucada bajo un murete -dijo Rutgarda sollozando.

– ¡No! ¡No! ¡Por todos los Santos! No es cierto.

Gorgias se levantó y corrió hacia el lugar donde yacía el cuerpo. El sudario que la protegía estaba marcado con una grotesca cruz blanca, por cuyo extremo asomaba un miembro calcinado. Gorgias retiró la sábana y sus pupilas se dilataron por el horror. Las llamas habían devorado el cuerpo hasta transformarlo en una irreconocible figura de carne y piel abrasada. Sus ojos no quisieron creerlo, pero todo se le derrumbó cuando reconoció los jirones del vestido azul de su hija, el que ella tanto adoraba.


Desde primera hora de la tarde, la gente se fue agolpando a las puertas de la iglesia para la celebración de los funerales. Varios chiquillos reían y parloteaban jugando a esquivar los empellones de los mayores, mientras los más irreverentes se burlaban de las mujeres, a quienes intentaban molestar imitándolas en sus llantos. Un grupo de ancianas envueltas en oscuras pellizas se había congregado en torno a Brunilda, una viuda acusada de regentar un negocio de mancebía, que solía estar al tanto de cualquier acontecimiento. La mujer concitó la atención de sus compañeras al sugerir que la causante del fuego había sido la hija del escriba, y que durante el incendio no sólo se habían producido víctimas, sino que además, como auténtica desgracia, había ardido un lote de provisiones que Korne mantenía oculto en sus almacenes.

Continuamente se formaban corros en los que se discutía sobre el número de heridos, se escenificaba la gravedad de las quemaduras o se especulaba sobre las causas del incendio. De vez en cuando alguna mujer corría de un lado a otro con la sonrisa en la boca, ansiosa por compartir las últimas habladurías. Sin embargo, y pese a la animación del momento, la llegada del conde Wilfred y su tiro de perros fue acogida con alivio, porque la lluvia comenzaba a arreciar y escaseaban los lugares donde protegerse.

Nada más abrirse la cancela, los asistentes se apresuraron a ocupar los mejores lugares. Como de costumbre, los hombres se acomodaron en los puestos próximos al altar, dejando para las mujeres y los niños los sitios más retrasados. La primera fila, reservada para los padres de los fallecidos, la ocupaban elpercamenarius y su esposa. Junto a ellos descansaban sobre sendos sacos de paja los dos hijos heridos en el incendio. El cadáver del menor, Celías, yacía envuelto en un sudario de lino junto al cuerpo de Theresa. Los difuntos yacían sobre una mesa instalada para la ocasión frente al altar mayor. Gorgias y Rutgarda habían declinado la invitación de Wilfred y se habían situado más atrás para evitar cualquier confrontación con Korne.

Wilfred aguardó bajo el pórtico hasta que los últimos feligreses ocuparon sus lugares. Cuando cesaron los murmullos, chasqueó su látigo e hizo que los perros le condujesen por una nave lateral hasta el transepto. Allí, dos acólitos tonsurados le ayudaron a situarse detrás del altar, y tras cubrir las cabezas de los perros con unas capuchas de cuero, liberaron al conde de los correajes que lo aseguraban al artefacto. A continuación, el subdiácono despojó a Wilfred de la capa pluvia que portaba y la sustituyó por una túnica albata que ajustó mediante un cíngulo. Encima le sobrepuso un indumentun bordado del que pendía por su reborde inferior una hilera de campanitas de plata, y finalmente coronó su cabeza con un imponente tocado damasquinado. Una vez ataviado, el ostiario le lavó las manos en un aguamanil y dispuso un modesto cáliz funerario junto a los crismas que custodiaban los santos óleos. Dos candelabros iluminaban tenuemente los sudarios de los fallecidos.

Un clérigo rechoncho de andares dificultosos se acercó al altar provisto de un salterio. El hombre abrió el volumen con parsimonia y, tras humedecerse el dedo índice, comenzó el oficio recitando los catorce versículos preceptuados por la regla de san Benito. Luego entonó cuatro salmos con antífona y salmodió otros ocho, para seguidamente pronunciar una letanía y la vigilia de los difuntos. Después tomó la palabra Wilfred, quien con su sola presencia zanjó de un plumazo las primeras murmuraciones. El conde escrutó a los asistentes como si buscase al culpable de la tragedia. Hacía dos años que no vestía la indumentaria de sacerdote.

– Agradeced a Dios el que hoy, con Su inefable misericordia, se haya apiadado de nosotros -explicó-. Acostumbrados a vivir en la complacencia, a abandonaros en el deleite de los apetitos, olvidáis con deleznable facilidad por qué estáis en este mundo. Vuestro piadoso aspecto; vuestros rezos y limosnas; vuestro turbio entendimiento os lleva a imaginar que cuanto poseéis es consecuencia de vuestro esfuerzo. Os obcecáis en desear mujeres distintas de las vuestras, envidiáis la suerte de los favorecidos y hasta os dejaríais arrancar las orejas si con ello pudieseis conseguir la riqueza que tanto anheláis. Pensáis que la vida es un banquete al que estáis invitados, un convite para saborear los guisos y los licores más refinados. Pero sólo un seso egoísta, un alma débil rezumante de ignorancia, es capaz de olvidar que no es sino el Santísimo Padre el propietario de vuestras vidas. Y del mismo modo en que un padre azota a sus hijos cuando es desobedecido, de igual forma que el alguacil corta la lengua al mentiroso o cercena el miembro del cazador furtivo, Dios corrige a quienes olvidan sus preceptos con el más terrible de los castigos.

Todos murmuraron.

– El hambre llama a nuestras puertas -continuó-, se adentra en nuestros hogares y devora a nuestros hijos. Las lluvias anegan las cosechas, las enfermedades diezman al ganado. ¿Y aún os quejáis? Dios os envía señales, y vosotros os lamentáis por sus designios. ¡Rezad! Rezad hasta que vuestras almas escupan los esputos de la codicia y las flemas de la ira. Rezad para alabar al Señor. Él se ha llevado a Celías y Theresa, liberándolos del pecaminoso mundo que vosotros habéis construido. Ahora que sus almas abandonan la corrupción de la carne, vosotros lloráis como mujeres atusándoos los cabellos. Pues atended, os digo, porque ellos no serán los últimos. Dios os muestra el camino. Olvidad las penas y tan sólo temed, pues el banquete que anheláis no lo hallaréis en este mundo. ¡Orad! Suplicad perdón, y tal vez logréis sentaros a Su festín, pues aquellos que renieguen del Señor se consumirán en el abismo de la condenación, hasta el fin de los siglos.

Wilfred guardó silencio. Con el paso de los años había comprendido que, con independencia de la causa que lo motivase, el mejor discurso era el de la condenación eterna. Sin embargo, Korne frunció el ceño y se adelantó.

– Si me lo permitís -dijo elevando la voz-. Desde mi conversión siempre me he tenido por buen cristiano: rezo al levantarme, ayuno cada viernes y sigo los preceptos. -Miró a todos como esperando su aprobación-. Hoy Dios se ha llevado a mi hijo Celías: un chico sano y robusto; un buen muchacho. Acepto los designios del Señor, y ruego a Él por su alma. También ruego por la mía, por la de mi familia y la de casi todos los presentes. -Tragó saliva antes de volverse hacia Gorgias-. Pero la culpable de esta desgracia no merece recibir ni una sola plegaria que alivie su castigo. Esa muchacha nunca debió entrar en mi taller. Si Dios usa la muerte para enseñarnos, tal vez debamos emplear Sus mismas enseñanzas. Y si es Dios el que juzga a los muertos, seamos nosotros quienes juzguemos a los vivos.

Un griterío atronó la iglesia.

Nihil est tam volucre quam maledictum; nihil faálius emiltitur, nihil citius excipitur, nihil latius dissipatur -intervino Wilfred gritando-. Pobres hombres iletratti: no hay cosa más veloz que la calumnia, nada que se nos escape más fácilmente, nada que se acepte mejor y nada que se extienda más sobre la faz de la tierra. Ya he escuchado los rumores que acusan a Theresa. Todos habláis de lo mismo, pero ninguno conocéis la realidad de lo sucedido. Guardaos de la falsedad y la ignominia porque no hay secreto que tarde o temprano no se descubra. Nihil est opertum quod non revelavitur, et ocultum quod non scietur.

– ¿Mentiras decís? -respondió Korne agitando los brazos-. Yo mismo sufrí la ira de esa hija de Caín. Su odio provocó el fuego que ha destruido mi vida. Y lo afirmo aquí, en la casa de Dios. Mi hijo Celías lo habría atestiguado de no haber muerto por culpa de esa muchacha. Pueden dar fe cuantos estuvieron presentes, y juro ante el Altísimo que así lo harán cuando Gorgias y su familia se enfrenten a la justicia. -Y sin esperar al beneplácito de Wilfred se echó a hombros el cadáver de Celías y abandonó la iglesia seguido de su familia.


Gorgias aguardó hasta que el resto de los feligreses acabaron de desalojar el templo. Deseaba hablar con Wilfred sobre el enterramiento de Theresa y sabía que no dispondría de mejor momento. Además, las palabras de Wilfred le habían sorprendido sobremanera. Rutgarda le había comentado los rumores que apuntaban a Theresa como la causante del incendio, pero la advertencia del conde parecía sugerir algo diferente. Rutgarda esperó en el exterior mientras aprovechaba para comentar con las vecinas los preparativos del entierro. Cuando Gorgias se acercó a Wilfred, lo sorprendió acariciando el lomo de sus molosos. Se preguntó cómo un hombre sin piernas podía manejar con tal facilidad a aquellas bestias.

– Siento lo de vuestra hija -dijo Wilfred meneando la cabeza-. En verdad era una buena chica.

– Era todo lo que tenía. Toda mi vida. -Sus ojos eran una cuenca de lágrimas.

– Muchos piensan que sólo existe una muerte, pero eso no es del todo cierto. Cada vez que un hijo muere, la muerte también alcanza a sus padres, y eso a su vez origina la penosa ironía de que cuanto más vacía es la vida, más pesada se revela. Sin embargo, vuestra esposa todavía es joven. Tal vez aún podáis…

Gorgias negó con la cabeza. Lo habían intentado en numerosas ocasiones, pero Dios no había querido bendecirles con un nuevo hijo.

– Mi único deseo es que Theresa reciba sepultura como la cristiana que siempre fue. Sé que lo que voy a pediros es difícil, pero os ruego que atendáis mi súplica.

– Si está en mi mano…

– Últimamente he visto cosas terribles: muertos desnudos por las roderas; cadáveres tirados por los estercoleros; cuerpos sacados de sus tumbas por hambrientos desesperados. No quiero que a mi hija le ocurra eso.

– Desde luego. Pero no veo de qué modo…

– El cementerio del claustro. Sé que sólo los clérigos y los prohombres descansan en ese jardín, pero os lo pido como un favor especial. Sabéis cuánto he hecho por vos…

– Y yo por vos, Gorgias, pero lo que me pedís es algo imposible. En el claustro no cabe un alma, y las tumbas de las capillas pertenecen a la iglesia.

– Lo sé, pero había pensado en la zona del pozo. Ese lugar está virgen.

– Ese lugar es casi roca viva.

– No me importa. Cavaré.

– ¿Con ese brazo?

– Encontraré quien me ayude.

– En cualquier caso, no creo que fuese buena idea. La gente no comprendería que una chica acusada de homicidio descansase en un claustro rodeada de santos.

– Pero no entiendo… Hace un instante, vos mismo la habéis defendido.

– Es cierto. -Meneó la cabeza-. Nicodemo, uno de los trabajadores heridos, pidió confesión. Debió de sentir la presencia de la muerte, y entre pecado y pecado habló de lo ocurrido. Al parecer, las cosas no sucedieron tal como las describe Korne.

– ¿Qué queréis decir? ¿No fue Theresa la causante del incendio?

– Digamos que no está claro que lo fuera. Sin embargo, aunque la acusación de Korne resultase falsa, sería harto difícil demostrarlo. Nicodemo habló bajo secreto de confesión, y es de suponer que el resto de los empleados confirmarán la versión de Korne. No creo que Nicodemo sobreviva, pero además, aunque lo hiciera, seguramente se desdiría de sus palabras. Recordad que trabaja para Korne.

– Y Korne para vos.

– Mi buen Gorgias. En ocasiones menospreciáis el poder de Korne. La gente no lo respeta por su trabajo. Temen a su familia. Han sido varios los aldeanos que ya han sufrido su ira. Sus hijos desenvainan la espada con la misma facilidad con que un adolescente desenfunda su miembro.

– Pero vos sabéis que mi hija no pudo hacerlo. Conocíais a Theresa. Era una chica bondadosa y caritativa. -Las lágrimas le brotaron.

– Y terca como una muía. Mirad, Gorgias, os aprecio profundamente, pero no puedo concederos lo que me pedís. Lo siento de veras.

Gorgias se quedó pensativo. Entendía la posición de Wilfred, pero no iba a consentir que profanasen el cuerpo de su hija en cualquier estercolero.

– Veo, vuestra dignidad, que no me dejáis opción. Si no puedo enterrar a mi hija en Würzburg, deberé trasladar su cadáver hasta Aquis-Granum.

– ¿A Aquis-Granum, decís? Debéis de estar bromeando. Los pasos siguen cegados y lo mismo sucede con las postas. Aunque dispusieseis de un carro con bueyes, los bandidos os despedazarían.

– Os digo que lo haré aunque me cueste la vida.

Gorgias aguantó la mirada a Wilfred. Sabía que el conde precisaba de sus servicios y no permitiría que nada le sucediera. Wilfred se demoró en contestar.

– Olvidáis que hay pendiente un manuscrito -dijo al cabo.

– Y vos que hay pendiente un entierro.

– No tentéis a vuestra suerte. Hasta ahora os he protegido como a un hijo, pero eso no os autoriza a comportaros como un muchacho insolente -repuso mientras volvía a manosear la cabeza de los perros-. Recordad que fui yo quien os acogió cuando llegasteis a Würzburg mendigando un trozo de pan. Que fui yo quien facilitó vuestra inscripción en el registro de hombres libres pese a que carecíais de los documentos o armas que os acreditaran, y que fui yo quien os ofreció el trabajo que habéis disfrutado hasta el día de hoy.

– Sería un desagradecido si lo olvidara. Pero de eso hace ya seis años, y creo que mi trabajo ha respondido con generosidad a vuestra ayuda.

Wilfred lo miró con dureza, pero luego suavizó el rostro.

– Lo siento, pero no puedo ayudaros. A estas horas Korne ya habrá acudido al corregidor para denunciaros por lo sucedido. Como comprenderéis, sería una temeridad por mi parte aceptar el cadáver de una persona que puede ser hallada culpable de homicidio. Y aún hay más: os recomendaría que comenzaseis a preocuparos por vos mismo. No dudéis que Korne irá a por vos.

– Pero ¿por qué motivo? Durante el incendio yo estaba con vos, aquí en el scriptorium…

– Mmm… Veo que aún desconocéis las complejas leyes carolingias, cosa que deberíais remediar si en algo apreciáis vuestra cabeza.

Wilfred restalló el látigo y los perros se movieron como si supieran adonde dirigirse. Los animales tomaron un pasillo lateral y arrastraron el artilugio rodante hasta unos aposentos lujosamente decorados. Gorgias siguió sus pasos obedeciendo una seña del conde.

– Aquí suelen hospedarse los optimates -explicó Wilfred-. Príncipes, nobles, obispos, reyes. Y en esta pequeña sala custodiamos los capitulares que nuestro rey Carlos ha venido publicando desde su coronación. Junto a ellos archivamos códigos de la lex Sálica y Ripuaria, decretales y actas de los Campos de Mayo… En definitiva, las normas que gobiernan a los francos, sajones, burgundios y lombardos. Ahora dejadme ver…

Wilfred hizo rodar la silla hasta una estantería deliberadamente baja y examinó uno por uno los volúmenes ordenados y protegidos por cubiertas de madera. El clérigo se detuvo ante un tomo raído que sacó con dificultad y hojeó humedeciéndose los dedos con la punta de la lengua.

– Aja. Aquí está: Capitular de Vilbis. Poitiers, anno domine 768. Karolus rex francorum. Permitidme que os la lea: «Si un hombre libre infligiere daño material o de vida a otro de igual condición, y por innominada circunstancia resultase incapaz de responder de su falta, recaerá sobre la familia del ofensor el castigo que en justicia al primero correspondiera.»

Wilfred cerró el libro y lo devolvió a la estantería.

– ¿Mi vida corre peligro? -preguntó Gorgias.

– No sabría qué deciros. Conozco al percamenarius hace tiempo. Es un hombre egoísta. Peligroso tal vez, pero, desde luego, listo como pocos. Muerto no le servís de nada, así que imagino que buscará vuestros bienes. Otra cosa es su familia. Proceden de Sajonia, y sus costumbres no son las de los francos.

– Si lo que busca es riqueza… -sonrió con amargura.

– Precisamente ése es vuestro mayor problema. El juicio podría terminar con vuestros huesos en el mercado de esclavos.

– Eso ahora no me preocupa. Cuando entierre a mi hija ya veré el modo de resolverlo.

– Por Dios, Gorgias, recapacitad. O al menos pensad en Rutgarda. Vuestra esposa no tiene culpa de nada. Deberíais concentraros en preparar vuestra defensa. Y ni se os ocurra pensar en la huida. Los hombres de Korne os darían caza como a un conejo.

Gorgias bajó la mirada. Si Wilfred no autorizaba la inhumación, sólo le quedaría la opción de trasladar el cadáver hasta Aquis-Granum, pero eso le resultaría imposible si, tal como apuntaba el conde, los parientes de Korne estaban dispuestos a impedírselo.

– Theresa será enterrada esta noche en el claustro -dijo-. Y seréis vos quien se ocupe de ese juicio. Al fin y al cabo, vuestra dignidad necesita de mi libertad mucho más que yo.

El conde sacudió las riendas y los perros gruñeron amenazadoramente.

– Mirad, Gorgias. Desde que comenzasteis a copiar el pergamino os he proporcionado comida por la que muchos matarían, pero ciertamente con esto estáis tensando la cuerda más de lo aconsejable. A tal punto, que tal vez debiera reconsiderar el alcance de nuestros compromisos. De algún modo vuestras habilidades me resultan imprescindibles, pero suponed que un accidente, una enfermedad, o incluso ese juicio os impidieran cumplir lo pactado. ¿Acaso creéis que mis planes se detendrían? ¿Que vuestra ausencia impediría el desarrollo de mi empeño?

Gorgias supo que pisaba un terreno resbaladizo, pero su única oportunidad pasaba por presionar a Wilfred. Si no lo conseguía, su cabeza acabaría junto a Theresa en un estercolero.

– No dudo que consiguieseis encontrar a alguien. Desde luego que podríais hacerlo. Tan sólo deberíais localizar un amanuense cuya lengua materna fuese el griego; que conociese las costumbres de la antigua corte bizantina; que dominase la diplomática con igual maestría que la caligrafía; que distinguiese una vitela nonata de un pergamino de cordero y que, obviamente, supiese mantener la boca cerrada. Decidme, su dignidad, ¿a cuántos de esos hombres conocéis? ¿Dos escribas? ¿Tal vez tres? ¿Y cuántos de ellos estarían dispuestos a embarcarse en tan incierto encargo?

Wilfred gruñó como uno de sus animales. Su cabeza ladeada, encendida por la ira, se veía más grotesca que nunca.

– Puedo encontrar a ese hombre -le retó mientras se daba la vuelta.

– ¿Y qué es lo que copiaría? ¿Un trozo de papel quemado?

Gorgias se detuvo en seco.

– ¿A qué os referís?

– A lo que oís, eminencia. A que la única copia existente se evaporó en el incendio, de modo que, a menos que también conozcáis a alguien capaz de leer en las cenizas, tendréis que aceptar mis condiciones.

– Pero ¿qué pretendéis? ¿Que acabemos todos en el infierno?

– No es ésa mi intención, ya que, por fortuna, recuerdo palabra por palabra el contenido del documento.

– ¿Y cómo demonios pensáis que puedo ayudaros? Represento la ley en Würzburg. Debo obediencia a Carlomagno.

– Decídmelo vos. ¿O acaso el poderoso Wilfred, conde y custodio del mayor secreto de la cristiandad, no va a poder solucionar un simple entierro?


Nada más enterarse de la noticia, Reinoldo y Lotaria se personaron en San Damián para colaborar en el sepelio de Theresa. Al fin y al cabo, Lotaria era la hermana mayor de Rutgarda, y tras su matrimonio con Reinoldo la relación entre ambas familias se había estrechado. Una vez ultimados los detalles, Gorgias y Reinoldo acordaron el traslado del cadáver. Rutgarda y Lotaria decidieron marchar solas para ir adelantando trabajo, pero sus maridos les dieron alcance al poco, merced a unas parihuelas que encontraron en la hostería catedralicia.

Ya en la vivienda, Gorgias depositó el cuerpo sobre el jergón que su hija siempre ocupaba. La miró con ternura y sus ojos se enrojecieron. No podía admitir que nunca más disfrutaría de su sonrisa, que no volvería a contemplar sus ojos vivarachos ni sus mejillas encendidas. No podía aceptar que de aquellos rasgos tan dulces, tan sólo perviviera un rostro desfigurado.

La noche se adivinaba larga y el frío les atería los huesos, así que Rutgarda propuso tomar algo caliente antes de emplearse en las distintas ocupaciones. Gorgias se mostró de acuerdo y encendió el hogar. Cuando el fuego prendió, Rutgarda puso a calentar la sopa de nabos que había preparado el día anterior, aumentándola con agua y espesándola con un trozo de manteca que había traído Lotaria, mientras ésta se dedicaba a adecentar un rincón que juzgó adecuado para amortajar a Theresa. La mujer, pese a su voluminosa figura, se desenvolvía con la agilidad de una ardilla, y en un abrir y cerrar de ojos dejó el lugar limpio de aperos y utensilios.

– ¿Saben vuestros hijos que pasaréis la noche fuera?

– Lotaria los puso sobre aviso -respondió Reinoldo-. Está mal que lo diga, pero esta mujer es un tesoro. Fijaos: en cuanto se enteró de lo ocurrido, salió corriendo a pedir un frasco de esencia a casa de la partera. No está bien que yo lo diga, pero a veces creo que piensa más que algunos hombres.

– Debe de ser cosa de familia. Rutgarda también es sensata -confirmó Gorgias.

Rutgarda sonrió. Gorgias no solía decirle cosas bonitas, pero era un hombre cabal como pocos, y eso la enorgullecía.

– Dejaos de halagos y salid a cortar un poco de leña, que he de preparar la mortaja. Ya os avisaré cuando termine -refunfuñó Lotaria.

Rutgarda rellenó un cuenco con sopa y se lo acercó a Gorgias.

– Ves lo que decía. Piensan más que algunos hombres -reiteró Reinoldo.

Los dos tomaron el caldo con avidez. Antes de salir, Gorgias se fijó en el único arcón que guarnecía la estancia. Lo observó detenidamente y tras dudar un instante lo abrió y comenzó a vaciarlo.

– ¿Qué estás buscando?

– Creo que podré convertirlo en un ataúd. Ahí fuera tengo unos tablones que tal vez sirvan.

– Pero es nuestro único arcón. No podemos tirar el ajuar al suelo -intervino Rutgarda.

– Dejaremos la ropa sobre la cama de Theresa, y no te preocupes, que ya te compraré otro más bueno -dijo Gorgias al tiempo que sacaba el último vestido-. Cuando terminéis con la mortaja, envolved el ajuar con una manta. Luego recoged todo lo que encontréis de valor: comida, pucheros, vestidos, herramientas… Yo me ocuparé de los libros.

– ¡Dios mío! Pero ¿qué ocurre?

– No preguntéis y haced lo que os digo.

Gorgias aferró una tea y pidió ayuda a Reinoldo. Éste prendió otra, y juntos arrastraron el arcón hasta el exterior de la vivienda. Lotaria dejó a Rutgarda a cargo de la casa mientras ella desnudaba el cuerpo abrasado de Theresa. Desde luego no era la primera vez que amortajaba un cadáver, pero nunca se había enfrentado a uno cuya piel se desprendiese a trozos como la corteza de un eucalipto. La mujer retiró cuidadosamente los restos del vestido y limpió el cuerpo ennegrecido con agua caliente. Luego lo perfumó, salpicándolo con esencia de cardamomo. Para embozarla empleó una sábana de lino que aplicó desde los pies hasta los hombros. Después escogió un vestido usado que rasgó con la ayuda de un cuchillo hasta conseguir un retal parejo con el que embellecer la mortaja. Para cuando terminó, Rutgarda ya había recogido casi todos los enseres.

– Aunque no fuese hija mía, siempre la quise como tal -dijo Rutgarda con lágrimas en los ojos.

Lotaria prefirió no hablar. Ya era suficiente desgracia el que Rutgarda no hubiera podido concebir, como para añadirle la pérdida de su hijastra.

– Todos la queríamos -acertó a contestar-. Era buena chica. Distinta pero buena. En fin. Voy a avisar a los hombres.

Se secó las manos y llamó a Gorgias y Reinoldo. Ambos regresaron a la casa con el arcón convertido en un extraño ataúd.

– No es bonito, pero servirá -afirmó Gorgias. Seguidamente arrastró el ataúd hasta el lugar donde descansaba el cuerpo. Miró con tristeza a su hija y se volvió hacia Rutgarda-. Estuve hablando con Wilfred. Me advirtió que Korne nos denunciaría.

– ¿A nosotros? Pero ¿qué quiere ese malnacido? ¿Que nos destierren? ¿Que reconozcamos que Theresa nunca debió entrar en el taller? ¡Por el amor de Dios! ¿Acaso no hemos tenido suficiente castigo?

– Parece que para él, no. Supongo que pretende resarcirse de las pérdidas ocasionadas por el fuego.

– Pero qué va a conseguir, si apenas nos queda para comer.

– Eso mismo le dije a Wilfred. Pero según las leyes francas, pueden arrebatarnos todo cuanto tengamos.

– ¿Y qué es lo que tenemos, si cuanto poseemos está ahí, envuelto sobre la cama?

– Podrían quitaros la casa -intervino Lotaria.

– La vivienda es arrendada -respondió Gorgias-. Y eso es lo malo.

– ¿Y por qué lo malo? -preguntó Rutgarda con ansiedad.

Gorgias miró fijamente a su mujer y contuvo la respiración.

– Porque podrían vendernos en el mercado de esclavos.

Rutgarda abrió los ojos casi tanto como la boca. Luego ocultó la cabeza entre las rodillas y rompió a llorar, mientras Lotaria meneaba la cabeza y recriminaba a Gorgias sus palabras.

– He dicho que podrían hacerlo, no que fueran a conseguirlo -aclaró él-. Antes deberían demostrar la culpabilidad de Theresa. Además, Wilfred ha dicho que nos ayudará.

– ¿Que nos ayudará? -dudó entre sollozos Rutgarda-. ¿Ese tullido?

– Te aseguro que lo hará. Mientras tanto quiero que traslades todos los enseres a casa de Reinoldo. De ese modo evitaremos que alguien se tome la justicia por su mano. Deja aquí algún cacharro, el que peor veas, y un par de mantas raídas. No te olvides de los jergones. Vacía la paja y aprovecha las fundas para transportar las cosas. Así no levantaremos sospechas. Luego tú y Lotaria os encerráis con los niños mientras Reinoldo y yo nos ocupamos del entierro. Al amanecer nos reuniremos con vosotras.


Ya a solas, Gorgias se sentó sobre el ataúd y esperó a que anocheciera. Había acordado con Reinoldo acudir al claustro tras la puesta de sol, de modo que sólo le restaba velar el cadáver y aguardar la aparición de las primeras estrellas. Pasado un rato, en su mente se dibujó la figura de Theresa. Recordó Constantinopla, la perla del Bósforo, la tierra que le vio nacer. Tiempos de fortuna y abundancia, de goce y felicidad. Qué distantes ahora, y qué crueles sus recuerdos. Nadie en Würzburg habría podido imaginar que Gorgias, el hombre que ejercía de humilde escriba en el scriptorium, había ostentado tiempo atrás el título de patricio en la urbe de urbes, la lejana Constantinopla.

Rememoró el nacimiento de su hija Theresa, aquella bolita de melocotón; aquel manojo de vida tiritando entre sus brazos. Durante semanas corrió el vino y se derramó la miel. Envió noticias a los foros del imperio, ordenó que se erigiese un altar a espaldas de la villa y exigió a sus siervos que conmemorasen con ofrendas aquella dichosa fecha. Ni siquiera su nombramiento como optimate de la provincia de Bitinia le había producido mayor satisfacción. Su esposa Otiana lamentó no haber engendrado un varón, pero él tampoco tenía prisa. Aquella chiquilla llevaba su sangre, la sangre de los Theolopoulos, la estirpe de comerciantes más renombrada de Bizancio, desde el Danubio hasta Dalmacia, desde Cartago hasta el Exarcado de Rávena, respetada y temida más allá de las defensas de Teodosio. Tiempo habría para que llegasen más niños y llenasen las salas con sus travesuras. Eran jóvenes y con la vida por delante. O al menos, así lo creía…

La segunda gestación trajo consigo la mayor de las desgracias. Los galenos atribuyeron la muerte de Otiana a la humedad y las blanduras del feto… ¡Malditos necios! Si al menos le hubieran evitado todo aquel sufrimiento…

Durante meses la desesperación se convirtió en su única compañera. En cada rincón imaginaba a su esposa, olía su perfume y escuchaba sus risas. Al final, aconsejado por sus hermanos, decidió alejarse de la melancolía que le consumía y se trasladó a la vieja Constantinopla. Allí adquirió una villa ajardinada próxima al foro de Trajano, donde se instaló con sus siervos y un ama de cría.

Transcurrieron varios años durante los cuales vio crecer a Theresa rodeada de libros y escritos, su única pasión; el remedio que los físicos no supieron recetarle. Su título de patricio y su amistad con el cubiculario del Basileus le abrieron las puertas de la Biblioteca de Santa Sofía, y de ese modo tuvo acceso al más grande almacén de sabiduría de la cristiandad. Cada mañana acudía al paraninfo de la catedral acompañado de Theresa, y mientras ésta jugaba con los faisanes, él releía a Virgilio, copiaba pasajes de Plinio o recitaba estrofas de Luciano. Pasado su sexto cumpleaños, la pequeña comenzó a interesarse por las actividades de su padre. Se sentaba entre sus piernas e insistía hasta lograr que le dejara alguno de los códices que manejaba. Al principio, para distraerla, le ofrecía pliegos estropeados, pero pronto comprobó que mientras él escribía, Theresa imitaba con extraordinaria delicadeza cada uno de sus movimientos.

Con el tiempo, lo que parecía un pasatiempo acabó por convertirse en una preocupación. La pequeña apenas jugaba con otras niñas y cuando lo hacía, disfrutaba garabateándoles la ropa con las plumas que robaba de los gallineros. Recordó que al comentarlo, Reodrakis, el titular de la biblioteca, le persuadió para que la iniciase en los secretos de la escritura postulándose a sí mismo como preceptor de la pequeña. De ese modo Theresa aprendió a leer y, poco más tarde, a imprimir sus primeros trazos sobre tablillas de cera.

Rememoró con tristeza cómo su pasión por la lectura se interrumpió a los dieciséis años, a resultas del asesinato del emperador León IV a manos de su esposa, la emperatriz Irene. La muerte del Basileus deparó una interminable sucesión de rencillas y venganzas que acabaron con la detención y ajusticiamiento de cuantos osaron oponerse a la nueva Basilissa. Pero no sólo los críticos acabaron en los cementerios. Aquellos que en vida del Basileus habían establecido vínculos políticos o comerciales con él, sufrieron igualmente la ira de la emperatriz.

Una noche de invierno, el cubiculario se presentó en su casa embozado y con un par de caballos. De no haber sido por su aviso, al día siguiente él y su hija habrían sido ejecutados. Luego vino la huida a Salónica, la peregrinación hasta Roma y el traslado a las frías tierras germanas.

Pero ¿por qué pensaba aquello en ese preciso momento? ¿Por qué evocar unos recuerdos que alimentaban su dolor?

«Destino maldito, tormenta de crueldad. Meandro de caprichos que arrancas de mi alma la carne que era mía, dejándome vacío. Cilicio infame, senda de castigo. Llévame contigo para regalarte mi odio. Ven y abrázame.»

Cerró los ojos y se echó a llorar.


Pese a lo dificultoso del terreno, Gorgias y Reinoldo concluyeron la fosa poco después de la medianoche. A esa hora los clérigos descansaban en sus aposentos y Wilfred pudo oficiar el sepelio en el más estricto secreto. Luego ordenó a Gorgias que cubrieran el féretro sin cruz o signo que pudiese delatar lo acontecido.

– En cuanto al manuscrito… -le recordó el conde.

Gorgias asintió con los ojos enrojecidos. Entonces Wilfred bajó la cabeza y lo dejó a solas con su amargura.

Capítulo 5

Aquella noche los vientos del norte sembraron de hielo hasta el último rincón de Würzburg. Los hombres se apresuraron a sellar las rendijas y avivar los fuegos de los hogares, las mujeres apretujaron a sus hijos entre los jergones, y todos rezaron por que la leña almacenada conservase el calor hasta el amanecer.

Los que durmieron al abrigo de las ascuas soportaron el frío con resignación, pero Theresa fue incapaz de conciliar el sueño. El llanto le había inflamado los párpados hasta hincharlos como odres, y sus ojos enfebrecidos apenas si lograban percibir la cochiquera en la que había encontrado refugio. Su piel aún conservaba la tez cenicienta del humo, y el olor de sus ropas le recordó una y otra vez el infierno que acababa de vivir. La muchacha rompió a llorar y pidió perdón a Dios por sus pecados.

De nuevo en su cabeza retumbaron las imágenes de lo ocurrido: las risas burlonas de los mozos del taller; la piel podrida flotando en el estanque; la prueba por la que tanto había luchado; la discusión con Korne; y por último, el pavoroso incendio. Sólo de pensar en ello se le erizaba la piel, pero dio gracias al cielo por haberle permitido escapar del fuego con vida.

Señor, ¡si al menos hubiese podido evitar la muerte de Clotilda!

En alguna ocasión había sorprendido a aquella muchacha merodeando por los almacenes del taller o rebuscando entre los restos de basura. Según creía, sus padres habían fallecido a principios del invierno, y desde entonces deambulaba sola por los aledaños de la catedral sin que nadie se apiadara de ella. Calculó que Clotilda sería de su edad o incluso algo más joven. Pasado un tiempo, la muchacha había desaparecido y no volvió a saber de ella hasta el día del incendio.

Recordó el instante en que decidió regresar al taller, justo después de asegurar a la esposa de Korne sobre el muro del patio. Cuando entró en la estancia, las llamas crepitaban en el techo convirtiendo el lugar en una enorme lengua de fuego. Buscaba sus últimos libros y entonces la vio. Clotilda, acurrucada en un rincón, manoteaba sin cesar intentando alejar las ascuas que le llovían desde la techumbre. A sus pies había varias manzanas desparramadas. Sin duda la muchacha había aprovechado la confusión para entrar en el taller y conseguir algo de comida.

Intentó sacarla, pero ella se resistió con un gesto de dolor. Entonces advirtió que su piel enrojecida ya había sufrido el envite de las llamas. Al mirar alrededor descubrió bajo una de las mesas su vestido azul, el que había utilizado cuando se sumergió en el estanque. Lo cogió, y tras comprobar que aún seguía empapado, se lo ofreció a la muchacha. Ésta se despojó de sus andrajos y se enfundó el vestido de Theresa. El agua la alivió. En ese momento el techo crujió y las vigas comenzaron a caer. Recordaba que intentó arrastrarla, pero la muchacha se asustó y corrió en la dirección opuesta. Luego todo se derrumbó y Clotilda quedó sepultada bajo los escombros.

Después ella huyó ladera abajo, corriendo, tropezando, sintiendo en su nuca el aliento del diablo. Tomó la vereda que rodeaba la muralla y tras franquearla se adentró en la maleza hasta llegar a un castañar donde los cerdos solían alimentarse. Allí se refugió en la cabaña de los porqueros. Cerró la puerta como si quisiese negarle el paso a tanta desgracia y se dejó caer en el suelo, apoyando la espalda contra la pared de barro y zarza.

Los libros quemados; el taller arruinado y consumido; aquella pobre chica muerta. Ya nunca se atrevería a mirar a Gorgias a la cara. Le había deshonrado de la peor forma en que una hija podía deshonrar a su padre, y aunque le doliese reconocerlo, haberle decepcionado era lo que más sentía. Lloró sin consuelo hasta que las lágrimas horadaron sus mejillas. Su garganta balbuceó una y otra vez pidiendo perdón a Dios, rogándole que nada de aquello hubiese sucedido. Todo era culpa suya, de su estúpido afán por querer ser quien no era. Tenían razón quienes le decían que el sitio de una mujer estaba en su casa, con su marido, pariendo hijos y sacando adelante una familia. Y Dios ahora la castigaba por su avaricia.


Se despertó tiritando, con el cuerpo entumecido y las sienes martilleándole la cabeza. Al levantarse, las piernas le flaquearon como si hubiese caminado toda la noche. El frío le atería el pecho y su garganta era un sembrado de espinas. Cuando logró despejarse abrió la portezuela y comprobó que ya había amanecido. El lugar aparecía desierto, pero aun así lo escrutó con atención.

Una bandada de estorninos elevó el vuelo aleteando con estruendo. Theresa admiró el verdor de los abetos y la limpieza del cielo. El bosque de castaños se le antojó un jardín recién arreglado, y por un momento se dejó llevar por el perfume de la tierra húmeda y el suave susurro del viento.

El estómago le gruñó recordándole que no probaba bocado desde el día anterior. Desató la talega de piel que su padre había olvidado en el taller del percamenarius y extendió su contenido en el suelo. Descubrió una tablilla de cera y un estilo de bronce que utilizaba como puntero. Envuelta en un paño, una manzana madura. La cogió y la mordió con fruición. Mientras masticaba, terminó de ordenar el resto de las pertenencias: un pequeño eslabón acerado para encender fuego, un crucifijo tallado en hueso, un frasco de esencia para perfumar pergaminos, y el carrete de hilo de cáñamo que Gorgias solía utilizar en el cosido.de los cuadernillos. Lo recogió todo para guardarlo de nuevo.

Meditó un buen rato hasta tomar una decisión: huiría lejos de Würzburg, a un lugar donde nadie pudiera encontrarla. Tal vez al sur, a Aquitania; o al oeste, a Neustria, donde había oído hablar de la existencia de abadías regidas por mujeres. Incluso si encontrase la oportunidad, viajaría hasta Bizancio. Su padre siempre decía que algún día conocería a sus abuelos, los Theolopoulos. Apenas los recordaba, pero si llegaba a Constantinopla seguro que les encontraría. Allí trabajaría hasta convertirse en una mujer de provecho. Estudiaría gramática y poesía, como a Gorgias le hubiese gustado, y quizás entonces, algún día, se atreviese a regresar a Würzburg para encontrarse con su padre y pedirle perdón por sus pecados.

Asustada, recogió la talega de su padre. Luego volvió la cabeza hacia las murallas para contemplar por última vez la ciudad. Ahora, iniciado su vigésimo tercer aniversario, debía construirse una nueva vida. Le pidió fuerzas a Dios y con paso decidido tomó el sendero que se internaba entre la espesura.


A media mañana dejó caer la bolsa, exhausta. Durante cinco millas había transitado por la senda que comunicaba Würzburg con las rutas del norte, pero con las primeras estribaciones el camino desaparecía engullido por la nevada. Allá donde mirara, la nieve blanqueaba desde el más pequeño guijarro hasta la última de las colinas, ocultando cualquier vestigio que pudiera servirle de guía. Cada árbol era una repetición del anterior y cada peñasco un reflejo del siguiente.

Decidió tomarse un pequeño descanso. Se sentó sobre un tronco caído y observó el firmamento con preocupación, pues el tiempo se mostraba cambiante y amenazaba tormenta. Había imaginado que por el camino encontraría nueces y bayas, pero los hielos habían asolado los arbustos, de modo que hubo de conformarse con el corazón de manzana que había tenido la precaución de conservar. Abrió la talega y lo sacó. De repente un relámpago iluminó el horizonte. Luego el viento zarandeó las copas de los árboles y el cielo se fue apagando hasta teñirse de ceniza. Pronto comenzó a llover. Theresa buscó abrigo entre unos peñascos, pero la lluvia la alcanzó hasta empaparla.

Mientras se apretaba contra un saliente comprendió lo iluso de sus planteamientos. Por mucho que lo desease, nunca llegaría a Aquitania o Neustria, y menos aún a la lejana Bizancio. No tenía alimento, ni dinero, ni parientes a quien acudir. Ignoraba el manejo de la azada o el arado, nunca había vendimiado y ni siquiera sabía preparar un mal puchero. Tan sólo entendía de inútiles pergaminos que jamás le servirían para ganarse el sustento. ¡Qué necia había sido al no escuchar a su madrastra! Debería haberse dedicado a los fogones o a un oficio propio de mujeres. Hilandera, costurera, lavandera… cualquiera de ellos le habría permitido obtener un jornal en Aquis-Granum, e incluso ahorrar lo suficiente para pagar un pasaje en caravana hasta Neustria.

Pero aun así, lo intentaría. Se emplearía como bracera o buscaría un puesto de aprendiz de curtidora. Cualquier cosa, menos terminar en un burdel cubierta de pústulas y enfermedades.

Con la lluvia arreciando, sopesó la conveniencia de trasladarse a un lugar más seguro. Además, probablemente en Würzburg ya habrían comenzado su búsqueda, y si permanecía a orillas del camino no tardarían en encontrarla. Recordó entonces el viejo horno de cal, un edificio ubicado en una pequeña cantera a una media hora de camino. Conocía el lugar porque en varias ocasiones había acudido a recoger la cal que empleaban para curtir los cueros. La construcción pertenecía a la viuda Larsson, una mujerona de carácter rudo que explotaba la cantera con la ayuda de sus hijos. En invierno, cuando los constructores interrumpían los pedidos, cerraban el horno y trasladaban su actividad a Würzburg, de modo que podría guarecerse en uno de los cobertizos y esperar a que amainase la tormenta.

A poco para el mediodía, Theresa llegó a las inmediaciones de la pedrera. Anhelaba protegerse de la lluvia, pero en lugar de apresurarse, aguzó el oído y avanzó con cautela.

La cantera se abría en la ladera de la montaña como una enorme boca mellada, cuyos dientes yacieran desperdigados por su falda. A sus pies se alzaba el horno de cal, una especie de torreón chato y ahusado de un tamaño algo mayor que los hornos de pan. En la parte superior se abría un agujero circular que hacía las veces de chimenea, mientras que en el lateral, otros cuatro proporcionaban la ventilación necesaria. La vivienda se levantaba a orillas del río, alejada de los vapores que desprendía la cal al ser quemada, y más atrás, a su espalda, aparecían los cobertizos que usaban como almacenes.

Theresa esperó hasta cerciorarse de que ni la viuda Larsson ni sus hijos deambularan por los alrededores. Albergaba la esperanza de no encontrarse con nadie, pero al acercarse a la casa advirtió que la puerta estaba entreabierta. En ese instante se preguntó si no habría tomado la decisión equivocada. Llamó con los nudillos pero no obtuvo respuesta. Sabía que cometía una locura, pero aun así decidió entrar. Recogió un palo del suelo y empujó la puerta con el hombro. Parecía atrancada. Al tercer intento cedió estrepitosamente dejando a la vista una estancia vacía. Theresa penetró y entornó la puerta tras de sí. Luego cerró los ojos para paladear unos instantes de paz. El olor amargo de la cal le quemó la garganta, pero incluso así lo recibió con agrado. Oyó el agua golpeando en el tejado y el viento azotando los tablones; sin embargo, el saberse a resguardo la reconfortó.

Como el resto de las construcciones de la zona, la vivienda carecía de ventanas, por lo que la única claridad procedía del hueco practicado en el tejado de zarzo destinado a evacuar los humos. Cuando sus pupilas se acostumbraron a la penumbra, observó que la sala se encontraba terriblemente desordenada, con los taburetes volcados y numerosos cacharros desperdigados por el suelo. Supuso que algún animal habría causado el revuelo, así que no le concedió importancia. Después de comprobar que no había comida ni prendas de abrigo, decidió entretenerse recogiendo los enseres. En un rincón amontonó los retales de tronco y madera que la viuda Larsson solía utilizar para confeccionar zuecos.

Al igual que otras muchas familias, los Larsson habían encontrado en la talla de la madera un oficio adicional con el que aprovechar los tiempos muertos entre hornada y hornada. Se fijó entonces en la aparatosa herramienta que descansaba sobre uno de los bancos de trabajo, una especie de machete articulado en su punta mediante una argolla remachada al propio banco. De esa forma, la cuchilla pivotaba sobre su extremo como si de una cizalla se tratara. Theresa lo asemejó a una suerte de puente levadizo.

En alguna ocasión había visto a la viuda Larsson manejar el artefacto con suma destreza. La mujer izaba el mango fijándolo sobre un soporte, colocaba el tarugo de madera bajo la cuchilla y con precisos movimientos de subida y, bajada desbastaba lascas de madera hasta tallar el exterior del zueco.

Movida por la curiosidad, decidió probar su manejo. Buscó un trozo de madera del tamaño adecuado y lo colocó junto a la cuchilla. Luego agarró el mango de la cizalla y con las dos manos lo elevó para asegurarlo en el soporte, pero el mango resbaló y la cuchilla cayó violentamente sobre la mesa. Theresa se alegró de haber utilizado ambas manos, pues de lo contrario habría perdido una de ellas. Con más cuidado, izó de nuevo la cuchilla hasta colocarla en el soporte, y nada más asegurarla dio por concluida su experiencia como talladora de zuecos.

Luego se dedicó a colocar los taburetes mientras imaginaba su llegada a Aquis-Granum. En primer lugar iría al mercado y cambiaría el eslabón y el punzón por comida. Seguramente obtendría una libra de pan y varios huevos, incluso regateando tal vez consiguiese una loncha de carne ahumada. Luego buscaría trabajo como curtidora en el barrio de los artesanos. Nunca había estado en Aquis-Granum, pero suponía que un barrio así debía de existir en la ciudad que el rey Carlomagno había escogido para fijar su residencia.

De repente le dio un vuelco el corazón.

No le cabía duda. Las voces que escuchaba provenían del exterior y se oían cada vez más cerca.

Aterrorizada, dejó lo que estaba haciendo y corrió hacia la puerta. ¿Serían los Larsson? Pegó la cabeza a una rendija y observó cómo dos figuras desdibujadas se aproximaban a la casa. ¡Dios! Parecían hombres armados y en pocos segundos se presentarían en la vivienda. Debía encontrar un lugar donde esconderse. Recordó el montón de maderos junto a la cizalla y corrió a agazaparse tras ellos, justo en el instante en que los hombres irrumpían en la casa. Agachó la cabeza entre las piernas y rezó para que no la descubriesen. Sin embargo, en lugar de buscarla, los dos hombres se encaminaron hacia el centro de la habitación y se afanaron en encender el fuego del hogar.

Oculta tras la leña, Theresa no alcanzaba a adivinar lo que estaba sucediendo. ¿A qué estaban esperando? ¿Por qué no la buscaban? Desde su escondrijo observó cómo los hombres se desprendían de las armas y ensartaban un par de ardillas para asarlas al fuego. Reían y gesticulaban como dos borrachos mientras se daban empellones y volteaban los espetones descuidadamente. Se fijó en el más corpulento, una montaña de grasa cubierta de pieles cuya mayor virtud parecía consistir en no caer de bruces contra el suelo. El delgado no paraba quieto, constantemente se rascaba la cara llena de pecas y alzaba la nariz como una alimaña olisqueando a su presa. Theresa imaginó que si una rata caminara sobre dos patas, seguramente se le parecería.

En un momento determinado, el más corpulento espetó algo al pecoso y éste, molesto, hizo ademán de empuñar el cuchillo. Sin embargo, se detuvo y ambos rieron ruidosamente. Cuando se calmaron, Theresa advirtió que conversaban en un dialecto ininteligible, y entonces comprendió que sólo un milagro la salvaría. Aquellos hombres no eran soldados, ni venían de Würzburg. Parecían sajones: paganos dispuestos a matar al primer infortunado que se cruzase en su camino.

En ese instante Theresa se apoyó en un madero haciéndolo caer con estrépito. La muchacha contuvo la respiración mientras el hombre corpulento miraba el tronco con ojos estúpidos, pero en vez de comprobar el origen del ruido se volvió hacia el fuego y continuó con el asado. Sin embargo, el pecoso mantuvo la mirada sin pestañear. Después cogió una rama encendida, empuñó su cuchillo y avanzó lentamente hacia los troncos. Theresa cerró los ojos y se acurrucó tanto que los huesos le dolieron. De repente sintió una mano que la aferraba por los pelos y tiraba hasta alzarla. Chilló y pataleó intentando zafarse, pero un brutal puñetazo la dejó sin aliento. Momentos después, el sabor de la sangre le hizo comprender que lo último que verían sus ojos serían los rostros de aquellos asesinos.

El pecoso acercó la tea a Theresa y la examinó como quien descubre una zorra en un cepo para conejos. Sonrió al comprobar la tez clara de su rostro, apenas estropeada por el puñetazo. Después bajó lentamente la mirada deteniéndose en sus pechos, que adivinó firmes y generosos, para continuar hasta sus caderas amplias y marcadas. Entonces enfundó el cuchillo y la arrastró por el brazo hasta el centro de la sala. Allí, ante la mirada aterrada de Theresa, el hombre se desabrochó los pantalones dejando a la vista un palpitante miembro velludo. La joven se quedó paralizada. Jamás había imaginado que una cosa tan horrible pudiera esconderse bajo unos pantalones. Estaba tan aterrorizada que no pudo evitar que la vejiga se le vaciase. Creyó morir de vergüenza. Sin embargo, los dos hombres celebraron la deyección con una sonora carcajada. Luego, el corpulento la sujetó mientras el otro hacía jirones su vestido.

El pecoso esbozó una grotesca sonrisa cuando el vientre de Theresa latió bajo el fulgor de las ascuas. Admiró la palidez de su carne, en contraste con el triángulo que adornaba el nacimiento de sus piernas, y sintió cómo el deseo le aguijoneaba con fiereza. Entonces se escupió sobre el miembro, lo frotó y lo condujo hacia Theresa. La joven gritó y se revolvió. Los maldijo una y mil veces, y sin saber cómo logró soltarse, momento que aprovechó para correr hacia la pila de maderos. Allí se apresuró a buscar el estilo que llevaba en la talega, pensando que si lo encontraba dispondría de una oportunidad. Sin embargo, sus manos hurgaron en vano.

Justo cuando el pecoso se disponía a asaltarla, sus dedos tropezaron con el punzón de su padre, y Theresa lo esgrimió con desesperación. El pecoso se detuvo, con el estilo temblando a un palmo de su cara. El corpulento miraba la escena sorprendido, aguardando como un perro el gesto de su amo, pero el pecoso, en lugar de pronunciarse, rompió a reír escandalosamente. Luego agarró una vasija de la que bebió hasta que el líquido le resbaló a borbotones y entonces, sin soltar la jarra, arreó un bofetón a Theresa haciendo que el estilo volase por los aires.

En un instante Theresa se encontró tumbada sobre un banco lleno de zuecos y con el sajón babeándole la cara. El aliento a alcohol le inundó los pulmones. Enfebrecido por el vino, el sajón buscaba su sexo mientras le sujetaba los brazos por encima de la cabeza. Theresa intentó cerrar las piernas pero el sajón las separó con violencia. En ese momento advirtió que su atacante apoyaba la mano derecha bajo la enorme cuchilla. Estaba tan borracho que ni se había dado cuenta. Ella se dijo que le bastaría con un instante de libertad. Entonces alzó la cabeza y lo besó en la boca. El sajón se sorprendió y ella aprovechó su desconcierto. Empujó el soporte que aseguraba la cizalla hasta lograr que se desplomase sobre la mano del sajón, con tal violencia que sus dedos saltaron seccionados en un interminable reguero de sangre.

Theresa aprovechó para correr hacia la puerta mientras el herido se revolcaba como un cerdo. La habría franqueado de no ser porque el corpulento se interpuso en su camino. La joven intentó esquivarle, pero el hombre, con inusitada rapidez, la agarró por los pelos y elevó su cuchillo. Theresa cerró los ojos y gritó. Sin embargo, cuando se disponía a descargar el golpe, el hombre dejó escapar un extraño gruñido. A continuación sus ojos palidecieron y sus piernas se tambalearon. Después cayó de rodillas frente a Theresa, y finalmente se derrumbó de bruces contra el suelo. En ese instante ella advirtió un enorme puñal clavado en la espalda del bandido, y detrás de éste, la figura del joven Hóos Larsson tendiéndole la mano.

Hóos la sacó de allí. Luego el joven regresó a la casa, se oyeron unos gritos desgarradores y al poco volvió con las manos ensangrentadas. Se acercó a Theresa y la cubrió con su capa de lana.

– Ya pasó todo -dijo con voz torpe.

Ella lo miró con lágrimas en los ojos. Entonces se dio cuenta de que estaba medio desnuda y sus mejillas enrojecieron. Procuró taparse lo mejor que pudo. Hóos la ayudó.


Hóos Larsson le resultó más atractivo de lo que recordaba. Quizás algo recio, pero de mirada franca y modales contenidos. Hacía tiempo que no sabía de él, aunque eso no importaba. Le agradecía que la hubiese salvado, pese a que seguramente ahora la conduciría a Würzburg para entregarla a la justicia. Pero eso ya le daba lo mismo. Lo único que deseaba era que su padre la perdonase.

– Deberíamos entrar. Aquí vamos a congelarnos -sugirió él.

Theresa miró hacia la casa y negó con la cabeza.

– No tienes nada que temer. Están muertos.

Volvió a menear la cabeza. No entraría ni aunque se muriese de frió.

– ¡Dios! -refunfuñó Hóos-. Pues vayamos al cobertizo. Allí no hay fuego, pero al menos nos protegeremos de la lluvia.

Sin darle tiempo a contestar, tomó a la joven en brazos y la llevó hasta el cobertizo. Una vez allí, dispuso con los pies un poco de paja a modo de lecho y depositó encima a Theresa.

– He de ocuparme de esos cadáveres -dijo.

– Por favor, no te vayas.

– No puedo dejarles. La sangre atraería a los lobos.

– ¿Y qué harás con ellos?

– Pues enterrarlos, supongo.

– ¿Enterrar a unos asesinos? Deberías arrojarlos al río -sugirió ella frunciendo el ceño.

Hóos rompió a reír. Sin embargo, al advertir el gesto de reprobación de Theresa, procuró contenerse.

– Disculpa, pero no creo que sea una buena idea. El río está tan helado que necesitaría un pico para abrir un agujero por donde echarlos.

Theresa calló avergonzada. Lo cierto era que sabía bastante de pergaminos, pero casi nada de cualquier otra cosa.

– Y aunque el agua fluyese -agregó él-, arrojarlos no resolvería el problema. Sin duda esos hombres formaban parte de alguna avanzadilla, y tarde o temprano, el río conduciría los cadáveres hasta sus compañeros.

– Pero ¿es que hay más sajones? -preguntó atemorizada.

– Son poco más que una banda, pero fieros como alimañas.

La verdad, no sé cómo se han infiltrado, pero los pasos están infestados. De hecho, he perdido tres días rodeando las montañas.

Rodeando las montañas… Eso sólo podía significar que Hóos procedía de Fulda, de modo que no podía conocer lo ocurrido en Würzburg. Suspiró aliviada.

– En cualquier caso, tu aparición ha resultado providencial -dijo mientras observaba cómo Hóos se limpiaba las manos ensangrentadas frotándolas contra la nieve.

– Bueno. Lo cierto es que desde ayer merodeaba por los alrededores -repuso él-. A última hora decidí hacer noche en el horno, pero al acercarme observé luz en la casa y comprobé que eran esos sajones. No quería problemas, así que resolví dormir en el cobertizo y esperar a que marchasen. Cuando desperté habían desaparecido. No obstante, me adentré en el bosque para asegurarme. Después de un rato decidí volver y entonces vi que te habían atrapado.

– Habrían salido a cazar. Traían unas ardillas.

– Probablemente. Pero dime… ¿qué hacías tú en la casa?

Theresa se ruborizó. No había previsto esa pregunta.

– La tormenta me sorprendió cerca del horno. -Carraspeó-. Me acordé de la vivienda y vine para guarecerme. Luego esos hombres surgieron de la nada.

Hóos torció el gesto. Seguía sin entender qué hacía una joven por aquellos andurriales.

– ¿Y ahora qué haremos? -preguntó ella intentando cambiar de tema.

– Yo he de cavar un rato. En cuanto a ti -le sugirió-, convendría que te ocupases del moretón de tu cara.

Theresa contempló a Hóos mientras el joven se adentraba en la vivienda. Hacía tiempo que no le veía, y aunque su rostro se había endurecido, aún conservaba su pelo ensortijado y su semblante amable. Hóos era el único de los hijos de la viuda Larsson que había abandonado el oficio de cantero. Lo sabía porque la mujer presumía continuamente de su nombramiento como fortior de Carlomagno, cargo del que ella desconocía todo, a excepción de su extraña pronunciación. Calculó que Hóos rondaría la treintena. A esa edad un hombre ya solía haber engendrado un par de hijos. Sin embargo, nunca oyó a la viuda Larsson mencionar que tuviese nietos.

Al cabo de un rato, Hóos regresó al cobertizo con la pala que había usado para remover la tierra. Con gesto cansado la arrojó al suelo junto a Theresa.

– Esos hombres ya no nos causarán problemas -dijo.

– Estás empapado.

– Sí. Ahí fuera diluvia.

Ella torció el gesto, pero no supo qué decir.

– ¿Tienes hambre? -preguntó Hóos.

Asintió con la cabeza. De buena gana se habría comido una vaca.

– Perdí mi montura atravesando un barranco -se lamentó él-. El caballo y los víveres se fueron al diablo, pero ahí dentro -dijo señalando la casa- he visto un par de ardillas que podrían aliviarnos, de modo que decide: o entras y nos llenamos la tripa, o nos quedamos aquí fuera hasta que el frío nos reviente.

Theresa apretó los labios. No quería volver a la cabaña, pero Hóos llevaba razón: en aquel cobertizo no aguantarían mucho más tiempo. Se levantó y lo siguió, aunque a la entrada la detuvo un escalofrío. Hóos la miró con el rabillo del ojo; la compadecía, pero no quería que ella lo notara. De un puntapié abrió la puerta y le mostró la habitación vacía. Luego le pasó un brazo por los hombros y entraron juntos.

El calor de la leña les reconfortó igual que un caldo recién servido. Hóos había añadido una brazada de leña al fuego, que chisporroteaba con fuerza iluminando suavemente la estancia. La fragancia a castañas calientes acarició su olfato y el olor a carne aguijoneó su apetito. Theresa observó los enseres recogidos y una manta dispuesta junto al fuego. Por primera vez desde el incendio creyó sentirse segura.

Aún no se había acostumbrado al calor cuando Hóos se presentó con las ardillas y las castañas.

– Esa gente sabía dónde buscar alimento -dijo-. Espera un momento… -Salió y al poco volvió con varias prendas-. Se las pedí a los sajones antes de enterrarlos. Échales un vistazo. Tal vez encuentres algo que te sirva.

Theresa apuró un último bocado antes de ocuparse de las ropas. Las examinó detenidamente para acabar escogiendo una casaca de paño oscuro y aspecto desaliñado que usó para cubrirse las piernas. Hóos le recriminó que desechase una pelliza más gruesa porque presentaba manchas de sangre, pero en cambio celebró que conservara el cuchillo con que el sajón corpulento había intentado matarla.

Cuando terminaron de comer, se quedaron en silencio un rato escuchando el tableteo de la lluvia sobre el techo de hojarasca. Luego Hóos fue a mirar a través de una rendija. Estimó que pronto anochecería, aunque hacía rato que la oscuridad se había adueñado del firmamento.

– Si continúa arreciando, los sajones no saldrán de sus guaridas.

– Aja -asintió ella.

– ¿Tú no eras la hija del escriba? Te llamabas…

– Theresa.

– Es cierto. Theresa… Venías de vez en cuando al horno en busca de cal para curtir pergaminos. Recuerdo que la última vez que te vi, tenías tantos granos en la cara que parecías una torta de arándanos. Has cambiado mucho. ¿Aún trabajas de aprendiza en el taller del percamenarius?

A ella le molestó la comparación con una torta.

– Sí. Pero ya no soy aprendiz -mintió-. Realicé la prueba para acceder al puesto de oficial.

– ¿Una mujer oficial? ¡Dios Santo! ¿Es eso posible?

Theresa calló. Estaba acostumbrada a conversar con mozos cuya mayor sabiduría consistía en perseguir perros a pedradas, así que bajó la cabeza y se acurrucó bajo la casaca. Luego la alzó lentamente y miró a Hóos de reojo. Visto de cerca, resultaba más alto de lo que en principio le había parecido. Quizás hasta el extremo de superar en una cabeza a cualquiera de los mozos que recordaba. Parecía fuerte y nervudo; probablemente, a causa del trabajo en la cantera. Mientras Hóos atisbaba por la rendija, lo imaginó como uno de esos enormes perros lanudos que cubren de lametones a los bebés mientras soportan pacientemente sus travesuras, pero que despedazarían en un instante al primero que osase ponerles la mano encima.

– ¿Y tú a qué te dedicas? -le preguntó-. Tu madre presume de que ocupas un cargo en la corte.

– Bueno -sonrió él-. Ya conoces a las madres cuando hablan de sus hijos: lo mejor es creer la mitad de lo que dicen, regalarles un gesto de admiración y olvidar rápidamente la otra mitad.

Theresa rio. Su padre hablaba tan bien de ella, que en ocasiones la hacía ruborizar.

– Hace tres años -continuó Hóos-, la fortuna me hizo destacar en una de las campañas militares emprendidas por Carlomagno. La noticia llegó a sus oídos y a mi regreso me ofreció el juramento de fidelidad. Lo que muchos conocen como encomendación.

– ¿Y eso qué significa?

– Pues en pocas palabras, convertirse en vasallo del rey. Un soldado de confianza; alguien a quien acudir en cualquier momento.

– ¿Un soldado? ¿Como los del praefectus de Würzburg?

– No exactamente -rio-. Esos hombres son unos pobres diablos que obedecen sin rechistar por un mísero jornal. Yo en cambio poseo mis propias tierras.

– Pensé que los soldados no tenían tierras -se admiró.

– A ver cómo te lo explico… Al encomendarte al rey, te obligas a servirle con lealtad, pero estableces un compromiso mutuo que el rey suele compensar con generosidad. De su mano obtuve veinte arpendes de tierra de laboreo, quince más de viñedos y otros cuarenta de campo inculto que pronto comenzaré a roturar, de modo que, en realidad, mi vida no difiere en mucho de la de un cómodo terrateniente.

– Pero aun así, tienes que ir a la guerra…

– Así es. Por lo general las levas sólo entran en combate con la llegada del verano, cuando la siega ya ha finalizado, así que en ese momento preparo mis pertrechos, recluto a los que me acompañarán a la contienda y acudo a la llamada.

– ¿También dispones de siervos? -se sorprendió.

– Siervos no. Llámalos colonos, manumisos o mancipia. Pero no son siervos; son hombres libres. Unos veinte, entre hombres y mujeres. Como comprenderás, yo solo no podría explotar esos terrenos. Por suerte, Aquis-Granum rebosa de desheredados procedentes de todos los rincones del reino: aquitanos, neústrios, austrasios, lombardos… Acuden a la corte creyendo que harán fortuna, y acaban desesperados en busca de un mendrugo que llevarse a la boca. Entre tanta gente, sólo has de elegir con tino a quién arrendar la tierra.

– Entonces, ¿eres rico?

– No, por Dios, ya me gustaría -rio-. Los colonos son gente humilde. Como pago por su usufructo me entregan una parte de la cosecha, más ciertas corveas semanales. Ya sabes: limpiar los caminos, reparar algún cercado y tareas semejantes. En ocasiones me ayudan a arar los mansos que reservo para mi uso, pero como te decía, todo eso no es demasiado. Mis posesiones ni se aproximan a las de un antrustion del rey.

– Y dime, Hóos, ¿es Aquis-Granum hermoso?

– ¡Oh! Desde luego, tan hermoso como pudiera serlo un enorme bazar si dispusieses de los suficientes denarios. Te diré que en una sola de sus calles se abarrota más gente que en toda la ciudad de Würzburg. Tanta que te perderías. A cada paso surgen comercios de carnes o aperos, de hebillas o guisados; justo a su lado se elevan otros repletos de telas y sederías, y apretujado entre cada dos, donde apenas si cabe una alfombra, encontrarás un tercero en el que te ofrezcan desde un tarro de miel hasta una espada aún ensangrentada.

Le contó que las calles serpenteaban como una vieja maraña tejida por manos temblorosas, entrecruzadas mil veces en una urdimbre de covachas, tabernas y lupanares. De vez en cuando surgían pequeñas plazas de incontables esquinas que acogían a la multitud, donde rateros y lisiados competían con borrachos, transeúntes y animales, a la búsqueda del mejor lugar para sus negocios. Al final, las callejas confluían en una rambla por la que podría desfilar un regimiento a caballo, y donde ésta acababa, al flanco de la gran basílica, se alzaba majestuoso un imponente edificio de ladrillos negros. El palacio del rey Carlomagno.

Theresa escuchaba embelesada. Por un instante creyó estar viendo su lejana Constantinopla.

– ¿Y hay juegos, y foro, y circo?

– No te entiendo.

– Como en Bizancio… Edificios de mármol, avenidas empedradas, jardines y fuentes, teatros, bibliotecas…

Hóos enarcó una ceja. Imaginó que Theresa bromeaba. Le dijo que lugares así sólo existían en las fábulas.

– Te equivocas -respondió contrariada.

Al punto se levantó y miró hacia otro lado. No le importaba si Aquis-Granum tenía o no jardines con fuentes, pero le dolía que Hóos dudase de su palabra.

– Deberías conocer Constantinopla -añadió-. Recuerdo Hagia Sofía, una catedral como jamás llegarías a imaginar. Tan alta y espaciosa que su interior podría acoger a una montaña. O el hipódromo de Constantino, de dos estadios de longitud, donde cada mes se celebraban juegos y competiciones de aurigas. Recuerdo los paseos por las murallas de Teodosio -sus ojos se iluminaron-, unas defensas de piedra que resistirían el envite de cualquier ejército; las fuentes iluminadas, haciendo brotar agua del suelo; los suntuosos desfiles imperiales, interminables batallones de soldados encabezados por columnas de elefantes primorosamente engalanados… Sí. Deberías conocer Constantinopla. Así sabrías cómo es el paraíso.

Hóos se quedó boquiabierto. Aunque aquello no fuera más que fantasía, admiró la portentosa imaginación de la muchacha.

– Desde luego que me agradaría conocer el paraíso -afirmó burlón-, pero no quiero morir tan pronto. Por cierto… ¿qué son los aurigas?

– Son conductores de carros a los que uncen varios caballos. Pero no carros como los tirados por bueyes. Aquéllos son pequeños y ligeros, y, sobre todo, veloces como el viento.

– Como el viento… ya. ¿Y los elefantes?

– ¡Oh! Los elefantes… Deberías verlos -rio-. Son animales enormes como casas, de piel acerada inmune a los dardos. Poseen gruesas patas que semejan troncos de árbol, y por su boca asoman dos colmillos gigantescos con los que embisten como lanzas. Bajo los ojos agitan una nariz parecida a una enorme serpiente. -Sonrió ante la incredulidad de Hóos-. Sin embargo, pese a su fiero aspecto, obedecen a sus guías, y cabalgados por seis jinetes se comportan como el más dócil de los potros.

Hóos intentó reprimirse, pero finalmente se echó a reír.

– Bueno. Ya está bien por hoy. Deberíamos descansar un poco. Mañana nos espera un buen trecho hasta Würzburg -dijo.

– ¿Y cuál es el motivo de tu viaje? -se interesó Theresa desoyéndole.

– Duérmete.

– Pero es que yo no quiero regresar a Würzburg.

– Ah ¿no? ¿Y qué pretendes? ¿Esperar aquí a que aparezcan, más sajones?

– No, claro que no. -Su gesto se ensombreció.

– Pues entonces deja de pronunciar desatinos y duerme un rato. No quiero tener que tirar de ti mañana.

– Aún no me has contestado -insistió ella.

Hóos, que ya se había tumbado junto al fuego, se incorporó de mala gana.

– Dentro de poco, un par de navíos cargados de alimentos zarparán de Fráncfort en dirección a Würzburg. En ellos viajarán personas importantes. El rey desea que se les acoja conforme a su rango y por ese motivo me envió como emisario.

– ¿Y vendrán ahora, con las tormentas?

– Mira, ese asunto ya no es de tu incumbencia. Ni siquiera de la mía, así que acuéstate y duerme hasta mañana.

Theresa guardó silencio pero no logró conciliar el sueño.

Aquel joven la había ayudado, sí, pero apenas difería de los otros mozos, y seguramente, el que la hubiese salvado sólo obedecía al fruto de la providencia. Además, le resultó extraño que alguien con su posición cruzara las montañas desarmado y sin compañía. Sin apenas darse cuenta, cerró el puño sobre el cuchillo que guardaba bajo sus ropas y entornó los ojos. Luego, tras un rato imaginando su ansiada Constantinopla, se fue quedando dormida.

Por la mañana despertó antes que Hóos. El joven dormía profundamente, así que se levantó con cuidado, fue hasta la puerta y acercó su cara a una rendija. El frescor matinal la saludó. Sin pensar en el peligro, abrió despacio y salió al manto de nieve nueva que tapizaba el camino. Olía a paz, y no llovía.

Hóos aún dormitaba cuando regresó. Sin saber el motivo, ella se recostó contra su hombro y la templanza de su cuerpo la reconfortó. Por un instante se sorprendió a sí misma imaginándose junto a él en una ciudad lejana, en un lugar cálido y luminoso donde nadie la importunara por su afición a la escritura; un lugar donde poder conversar con un joven de mirada franca, distante de los problemas que tan inesperadamente habían irrumpido en su vida. Pero en ese instante acudió a su mente el recuerdo de su padre, y entonces se reprendió por su egoísmo y cobardía. Se preguntó qué clase de hija se dedicaría a fantasear con un mundo de felicidad mientras su padre soportaba el oprobio de sus pecados. La respuesta no la satisfizo. Entonces se juró que algún día regresaría a Würzburg para confesar sus pecados y devolver a su padre la dignidad que nunca debió haberle arrebatado. Luego volvió la vista hacia Hóos. Por un momento pensó en despertarlo y pedirle que la acompañase a Aquis-Granum; sin embargo, se contuvo, a sabiendas de que aunque se lo suplicase, él no lo aprobaría.

Con los dedos temblando, rozó su cabello antes de susurrarle un adiós impregnado de culpa.

Se levantó con cuidado y miró alrededor. Junto a la ventana descansaban las pertenencias que Hóos había sustraído a los cadáveres; principalmente, enseres de caza y ropa sucia. Aunque el joven las había revisado, ella volvió a examinarlas.

Entre los pliegues de una capa descubrió una cajita de madera con un eslabón afilado, lasca de pedernal y algo de yesca en su interior. También halló varias cuentas de ámbar enhebradas y una porción de huevas secas de pescado que no dudó en introducir en su bolsa junto a la caja. Desechó una correa medio podrida, pero aprovechó un pequeño odre de agua y un par de botas enormes que, haciéndolas ceder, calzó sobre sus propios zapatos. Luego se dirigió hacia donde yacían las armas que Hóos había limpiado antes de clasificarlas. Mientras las ordenaba, el joven le había explicado la habilidad de los sajones en el manejo del scramasax, un puñal ancho del que a veces se valían como espada corta, y de su torpeza con la francisca, el hacha ligera empleada por los ejércitos francos.

Pasó de largo ante los arcos de tejo y se detuvo frente al mortífero scramasax. Al empuñarlo, un temblor le sacudió el espinazo. Las armas le asustaban, pero si pretendía cruzar los pasos debería portar alguna. Finalmente se decidió por un cuchillo chato que juzgó mucho más ligero. Sin embargo, justo después de habérselo uncido, reparó en la daga que Hóos había depositado aparte.

Al contrario de los toscos puñales sajones, aquella daga lucía un minucioso labrado que ascendía por ambos lados de la hoja hasta imbricarse en un puño de plata coronado por una esmeralda. Era ligera y fría, y su filo refulgía delicadamente a la luz de las ascuas. Imaginó que poseería un valor incalculable.

Contempló a Hóos plácidamente dormido y la vergüenza le encogió el corazón. Él le había salvado la vida y ella le pagaba como una ladrona. Dudó un instante, pero al momento se deshizo del puñal y se unció la daga a su cíngulo. Luego, al tiempo que pronunciaba una disculpa imperceptible, cargó con la talega de su padre, se embutió en las pieles nuevas y abandonó la casa para adentrarse en el terrible frío de la madrugada.

El amanecer sorprendió a Hóos con Theresa ya lejos de la cabaña. La buscó por la cantera y los lindes del bosque, e incluso ascendió el curso del río antes de darse por vencido. De regreso a la vivienda se entristeció por el destino que aguardaba a la muchacha, pero más aún le apenó el hecho de que le hubiera robado su daga de esmeraldas.


Capítulo 6

Gorgias se despertó aterrado, tiritando por el sudor que le empapaba, incapaz aún de aceptar el que días atrás hubiera sepultado a su única hija. Vio a Rutgarda a su lado y la abrazó. Luego imaginó a Theresa cuando aún vivía, sonriente, enfundada en su vestido nuevo, dispuesta a realizar la prueba que la llevaría a convertirse en oficial depercamenarius. Recordó el ataque sufrido y cómo ella le había salvado la vida. Después el pavoroso incendio, su búsqueda desesperada, los heridos y los muertos… Lloró al revivir el instante en que contempló el cadáver de Theresa. De su hija apenas quedaban los jirones de aquel vestido azul que ella tanto adoraba.

Acurrucado junto a Rutgarda, sollozó hasta gastar sus últimas lágrimas. Pasado un rato se preguntó cuánto más podrían permanecer en la vivienda de sus cuñados, apretados como arenques, sin paja sobre la que acomodarse y a expensas de los tablones que Reinoldo disponía cada noche sobre el suelo de tierra.

Se dijo que sus cuñados formaban una familia excepcional. Pese al trastorno que les ocasionaban con su presencia, ambos les habían acogido con cariño, y tanto uno como otro se esforzaban para que ni él ni Rutgarda echasen en falta las comodidades de su antigua vivienda. Gorgias se congratuló por la fortuna de Reinoldo. Su trabajo como carpintero no dependía de las inclemencias del tiempo, de modo que incluso en los momentos más difíciles, el reparar un tejado podrido o recomponer las ruedas de un carro podían ayudarle a alejar el hambre de su casa.

Por un momento sintió que la envidia le asaltaba. Codició la sencillez de Reinoldo; el que su única preocupación consistiese en obtener el pan necesario para alimentar a sus retoños, o dormir junto al calor de su esposa. Reinoldo solía afirmar que la felicidad no dependía del tamaño de la hacienda, sino de quienes le esperaran a uno dentro de ella, y a juzgar por su familia, aquella frase no podía resultar más cierta.

Desde su llegada a la vivienda de Reinoldo, Rutgarda había atendido a los niños de la pareja, se había encargado de la limpieza y la costura, e incluso de la comida cuando había dispuesto de la suficiente como para utilizar la cocina. Eso había permitido a Lotaria entregarse a sus quehaceres como doméstica en la hacienda de Arno, uno de los ricos de la comarca. Él, por su parte, procuraba auxiliar a Reinoldo en la carpintería cuando el trabajo en el scriptorium y su maltrecho brazo se lo permitían. Sin embargo, pese a la hospitalidad de su cuñado, sabía que pronto debería encontrar otro lugar en el que alojarse, pues era posible que por su causa, Reinoldo fuera objeto de cualquier tropelía.

En aquel instante los pucheros de un pequeño hicieron que Lotaria y Rutgarda se movilizaran al ritmo de la llantina. Entre ambas adecentaron a los chiquillos, que tiritaban como si se hubieran caído al río, les frotaron los ojos con un poco de agua y los vistieron con casullas de lana limpias. Luego encendieron la lumbre y calentaron unas gachas resecas que en otro tiempo habrían ido directamente a la pocilga. Gorgias se levantó medio dormido, saludó con un gruñido y, tras rebuscar en un baúl destartalado, se cubrió con el delantal que habitualmente empleaba para su faena como escriba. Mientras lo hacía, dejó escapar un juramento como pago a los dolores con que le saludaba la herida de su brazo.

– Deberías cuidar tu lenguaje -le reprendió Rutgarda señalando a los niños.

Gorgias murmuró algo y entre bostezos se dirigió hacia el fuego procurando evitar los bártulos diseminados por toda la estancia. Se lavó la cara y se acercó al aroma de las gachas.

– Otro día de perros -se lamentó Gorgias.

– Al menos en el scriptorium no hace tanto frío.

– No estoy seguro de ir allí hoy.

– Ah, ¿no? ¿Y adonde irás? -preguntó extrañada.

Gorgias no respondió enseguida. Se había propuesto investigar el asalto sufrido antes del incendio, pero no deseaba inquietar a Rutgarda.

– Me quedé sin tinta en el scriptorium, así que pasaré por el bosque de nogales a ver si recojo unas cuantas nueces.

– ¿Tan temprano?

– Si voy tarde, los chiquillos no dejarán ni una.

– Abrígate -dijo la mujer.

Gorgias miró a su esposa con cariño. Rutgarda era una buena mujer. La estrechó entre sus brazos y la besó en la boca. Luego cogió la talega con su material de escritura y se abrió camino hacia las dependencias catedralicias.


Mientras Gorgias ascendía por las callejuelas dormidas, se preguntó sobre el asaltante que días atrás le había robado el pergamino, recordando el suceso como si lo reviviera: la sombra agazapada abalanzándose contra él; unos ojos de hielo resaltando sobre el embozo que protegía su rostro. Luego aquel dolor agudo atravesando su brazo, y por último, tan sólo tinieblas.

«Unos ojos de hielo», se dijo con amargura. Si por cada par de ojos claros que encontrase en Würzburg le regalasen un puñado de trigo, llenaría su granero en una semana.

Por un momento anheló que aquel robo hubiese obedecido a un capricho del destino; al desvarío de un muerto de hambre en busca de un mendrugo que llevarse a la boca. En tal caso, el borrador yacería abandonado en algún camino, estropeado por la lluvia o roído por las alimañas. Sin embargo, era de necios imaginar algo semejante. Con toda seguridad, el ladrón conocía de antemano su incalculable valor. Se preguntó entonces quién podría codiciar aquel pergamino.

Eran varios los clérigos y domésticos que tenían acceso al scriptorium, aunque difícilmente podrían haber concebido la valía del documento sin haber escuchado a Wilfred, el único conocedor del secreto. En ese momento resolvió confeccionar una lista de posibles sospechosos.

Gorgias ingresó en la basílica por la entrada lateral que comunicaba directamente con el claustro. Allí se detuvo para rezar por Theresa. Cuando se le acabaron las lágrimas, trazó la señal de la cruz sobre la tierra, luego atravesó las cocinas sin saludar al cirellero y se dirigió a toda prisa hacia el scriptorium.

Halló la estancia vacía, de modo que podría trabajar hasta tercia sin interrupciones. Cerró la puerta, entornó los postigos y encendió cuidadosamente la miríada de cirios que yacían desperdigados encima de los pupitres. Cuando las llamas doblegaron la penumbra, extrajo de una arqueta los útiles de escritura y una tablilla de cera de la que borró sus anotaciones con el extremo romo de un estilo. Luego se acomodó en un taburete, y tras desentumecerse las manos, comenzó a escribir la lista.

Durante un rato desplazó el punzón sobre la cera, apuntando y borrando nombres de sospechosos sin que ninguno le satisficiera. La herida del brazo volvió a molestarle, pero apenas le prestó atención. Lo importante era recobrar el pergamino. Una vez concluida la relación, repasó uno por uno los nombres seleccionados.

En primer lugar figuraba Genserico, el coadjutor y secretario de Wilfred, un viejo apergaminado que, de no ser por su persistente olor a orina, podría confundirse con una de las esculturas que flanqueaban los deambulatorios del claustro. Genserico hacía las veces de vicario general, lo cual significaba que junto con Wilfred se ocupaba de la administración regular y las cuentas del condado.

A continuación aparecía Bernardino, un fraile hispano de estatura ridícula que manejaba con firmeza el servicio doméstico. Su cargo le permitía entrar y salir de cualquier dependencia, de modo que no resultaría extraño que estuviese al tanto de la existencia del pergamino.

Seguidamente venía Casiano, el joven maestro de chantre, un toscano cuya voz almibarada le había recordado siempre a la de una mujerzuela. Como responsable del coro, Casiano solía acceder a la parte de la biblioteca en que se guardaban los salterios, los tetragramas y las antífonas. Además, era de los pocos que dominaban la lectura, lo cual lo convertía en un serio sospechoso.

Y por último, Theodor, un gigantón de aspecto bondadoso, pero con los ojos más claros que pudiera recordar. Trabajaba de mozo para todo, aunque debido a su fortaleza, a menudo asistía a Wilfred en sus desplazamientos por la fortaleza.

Previamente había borrado a Jeremías, su auxiliar particular, y a Emilius, el anterior escriba, haciendo también lo propio con el cubiculario Bonifatius y con Cirilo, el magistral de los novicios. Los tres últimos sabían leer, pero Bonifatius había perdido casi por completo la vista, y tanto Cirilo como Emilius gozaban de su absoluta confianza.

El resto del servicio y de los hombres de Wilfred, o bien no sabían leer, o no tenían acceso al scriptorium.

Gorgias releyó la tablilla mientras se masajeaba el antebrazo herido: Genserico, el viejo coadjutor; Bernardino, el enano; Casiano, el maestro de chantre; Theodor, el gigantón… Cualquiera de ellos podría haber ideado el asalto, incluido el propio Korne, a quien no había olvidado.

Intentaba resolver el dilema cuando unos golpes retumbaron en la puerta. Gorgias escondió la tablilla y se apresuró a abrir. Sin embargo, al empuñar el cerrojo comprobó que éste se había atascado en su alojamiento. Los golpes insistieron, acompañados de una voz apremiante, así que Gorgias forcejeó el picaporte hasta que la puerta cedió con un seco crujido. Al otro lado aguardaba Genserico, el viejo coadjutor. Su mirada líquida recorrió el fondo de la estancia.

– ¿Se puede saber a qué tanta urgencia? -preguntó Gorgias con enojo.

– Lamento molestaros, pero Wilfred me pidió que os avisara. Me extrañó encontrar la puerta atrancada, y pensé que tal vez tuvieseis problemas.

– Por todos los santos. ¿Acaso nadie comprende que mi único problema es el trabajo que se acumula en este scriptorium? ¿Qué desea Wilfred ahora?

– El conde precisa veros. En sus aposentos -puntualizó.

«En sus aposentos…» Un escalofrío le sacudió el espinazo.

Por lo que él sabía, a excepción de Genserico nadie más tenía acceso a las dependencias privadas de Wilfred. De hecho, los domésticos solían comentar que, aparte del coadjutor, nadie más conocía el camino. Frunció el ceño. No entendía el porqué, pero intuía que aquella llamada no le acarrearía nada bueno.

Se tomó el tiempo necesario para limpiar sus útiles y recoger los documentos que presumió necesitaría para el encuentro con Wilfred. Cuando terminó, el coadjutor inició la marcha con andares cansinos. Gorgias le siguió a una distancia prudencial mientras trataba de imaginar el motivo de aquella convocatoria.

Desde el scriptorium tomaron el pasillo que flanqueaba el refectorio, dejaron a un lado las cillas donde se almacenaba el grano, cruzaron el atrio del claustro y se adentraron en la sala capitular situada a espaldas del nártex, entre el contracoro de piedra y la capilla de los novicios. Al fondo de la capilla se abría un pasadizo que comunicaba con la sala capitular, habitualmente cerrada por una gruesa puerta. En aquel punto Genserico se detuvo.

– Antes de continuar, deberéis jurar que nada de lo que veáis saldrá de vuestros labios -advirtió.

Gorgias besó el crucifijo que colgaba de su cuello.

– Lo juro ante Cristo.

Genserico asintió con la cabeza. Luego sacó un trozo de tela de entre sus mangas y se la tendió.

– Debo pediros que os cubráis.

Gorgias no protestó. Agarró la capucha y se la colocó sobre la cabeza.

– Ahora sujetad este cabo y permaneced atento a mis indicaciones.

Gorgias extendió las manos hasta tropezar con la cuerda que le ofrecía Genserico. Sintió cómo el viejo la anudaba a su brazo y comprobaba la colocación de la capucha. Instantes después, el chirriar de unos goznes le anunció el inicio del camino. De repente el cabo se estiró, obligándole a avanzar a trompicones sin más apoyo que el de sus titubeantes pasos. Siguió a ciegas los tirones de la cuerda, tanteando las paredes con el brazo herido, auxiliado de vez en cuando por las escuetas advertencias de Genserico. Durante el trayecto apreció al tacto cómo las paredes comenzaban a rezumar una humedad untuosa, impropia de aquellos edificios. Gorgias se preguntó en qué parte de la fortaleza se encontraría, pues llevaban ya un buen trecho recorrido. Hasta el momento había advertido la apertura de al menos cuatro puertas, el ascenso por una angosta escalera y un desagradable olor a excrementos que sin duda procedía de alguna letrina cercana. Le pareció descender por una rampa prolongada, que luego remontó a través de un terreno irregular y resbaladizo. Poco después la cuerda se aflojó, anunciando el fin del camino. Escuchó otro cerrojo y la voz ronca del conde resonó en sus oídos.

– Entrad, Gorgias, os lo ruego.

Gorgias, aún encapuchado, se adentró conducido por Genserico. La puerta se cerró a sus espaldas y el lugar quedó sumido en un inquietante silencio.

– Supongo, mi buen Gorgias, que os preguntaréis el porqué de mi llamada…

– Así es, vuestra dignidad. -La capucha le asfixiaba.

– Bien. Pero antes de satisfacer vuestra curiosidad debo recordaros el juramento que habéis hecho a Genserico. Nunca, bajo pena de condenación eterna, hablaréis con nadie de lo que aquí veáis o escuchéis. ¿Está claro?

– Tenéis mi palabra.

– Bien, bien… ¿Sabéis?, resulta paradójico que en ocasiones, cuanto mayor es el ahínco con que servimos a Dios, mayores son las pruebas que éste nos envía. Anoche mismo -prosiguió-, al poco de retirarme comencé a sentirme indispuesto. No es la primera vez que me ocurre, aunque en esta ocasión el dolor se tornó tan insoportable que hube de requerir la presencia de nuestro médico. Zenón opina que el mal de mis piernas se extiende por el resto del cuerpo. Por lo visto no existe cura, o si la hay, al menos él la desconoce, de modo que sólo me resta guardar reposo hasta que remitan los dolores. ¡Pero por Dios santísimo! ¡Quitaos esa capucha, que parecéis un condenado!…

Gorgias obedeció.

Nada más desprenderse de la tela, alcanzó a vislumbrar lo que en otro tiempo debía de haber sido una antigua sala de armas. Observó las descarnadas paredes de bloques de piedra dispuestos en ordenadas hileras que sólo alteraba una ventana de alabastro a través de la cual se filtraba una lánguida penumbra. En el muro principal, labrado sobre los sillares de roca, advirtió los restos de un crucifijo que parecía velar la enorme cama adovelada. Sobre ella descansaba Wilfred, recostado entre gruesos almohadones. Respiraba con dificultad, como si un peso insoportable le oprimiera el pecho transformando su rostro en una máscara abotargada. A su izquierda se veía una mesilla con las sobras del desayuno, flanqueada por un baúl sobre el que descansaban un par de casullas y un hábito de lana burda. En el extremo opuesto, una bacinilla limpia, una mesa, instrumentos de escritura y una hornacina excavada en la piedra. Ningún otro mueble adornaba la sala. Tan sólo una endeble silla aguardaba desnuda a los pies de la cama.

Le extrañó no hallar ningún códice, ni siquiera una copia de la Biblia. Sin embargo, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, distinguió la existencia de otra sala más pequeña en la que se adivinaba el scriptorium privado de Wilfred.

De repente, unos amenazadores gruñidos le hicieron retroceder.

– No os asustéis -sonrió el conde-. Los pobres perros están algo inquietos, pero no son peligrosos. Pasad y acomodaos.

Antes de aceptar, Gorgias comprobó que los animales se encontraban amarrados al artefacto rodante que Wilfred empleaba para desplazarse. También advirtió que Genserico, el coadjutor, había abandonado la sala.

– Vos diréis -dijo Gorgias sin apartar la mirada de los fierros.

– En realidad sois vos quien debe decirme. Han transcurrido seis días desde la última vez que hablamos y aún no he sabido de vuestros progresos. ¿Habéis traído el pergamino?

Gorgias tomó aire y lo exhaló lentamente. Aunque había urdido una excusa que creía convincente, no pudo evitar que la voz le temblara.

– Honorabilísimo; no sé bien cómo empezar… -Tosió-. Lo cierto es que debo confesaros un asunto que me preocupa. ¿Recordáis el problema de la tinta?

– No con exactitud. ¿Algo sobre su fluidez?

– Así es. Tal como os comenté, las plumas de que dispongo no retienen la tinta el tiempo suficiente. El exceso de flujo origina borbotones y salpicaduras, y lo que es peor: en ocasiones, verdaderos regueros. Por ese motivo intenté elaborar una nueva mixtura que corrigiese el problema.

– Sí. Algo creo recordar. ¿Y bien?

– Tras varios días de reflexión, anoche decidí verificar mis conclusiones. Calciné cascara de nuez que añadí a la tinta, y la mezclé con un suspiro de aceite para densificarla. También probé con ceniza, algo de sebo y una pizca de alumbre. Por supuesto, antes de utilizarla me aseguré de lo acertado de la composición practicando sobre otro pergamino.

– Por supuesto -contemporizó.

– Desde el primer momento comprobé que la pluma se deslizaba sobre el pergamino como si flotase en una balsa de aceite. Las letras surgían ante mí sedosas y brillantes, tersas como la piel de una joven, negras como el azabache. Sin embargo, en el escrito original, al repasar las unciales ocurrió el accidente.

– ¿Un accidente? ¿A qué os referís?

– Esas letras, las unciales, requerían de un acabado acorde con la excelencia del documento. Debía retocarlas hasta lograr unos bordes limpios y delimitados. Desgraciadamente ese proceso ha de realizarse antes de la aplicación de la última capa de talco.

– ¡Por todos los santos, dejaos de sermones y explicadme qué ha ocurrido!

– Lo siento. No sé cómo disculpar mi torpeza. El hecho es que con la falta de sueño olvidé que días atrás ya había aplicado el talco. Los polvos impermeabilizaron la superficie, y al repasar las mayúsculas…

– ¿Qué?

– Pues que todo se estropeó. ¡Todo el maldito trabajo se fue al infierno!

– ¡Por Dios santísimo! Pero ¿no decíais que habíais resuelto el problema? -repuso Wilfred con ademán de incorporarse.

– Me sentía tan satisfecho que no reparé en el yeso -le explicó-. El secante, al cubrir los poros impidió que el material absorbiese la tinta, lo que favoreció que se extendiera hasta arruinar el pergamino.

– No puede ser -repitió incrédulo-. ¿Y un palimpsesto? ¿No habéis preparado un palimpsesto?

– Podría intentarlo, pero al raspar el cuero quedarían marcas que revelarían la naturaleza de la reparación, y eso resultaría inaceptable en esta clase de manuscrito.

– Enseñadme el documento. ¿A qué esperáis? ¡Enseñádmelo! -gritó.

Gorgias extrajo con torpeza un trozo de piel arrugado que tendió a Wilfred; sin embargo, antes de que éste pudiera alcanzarlo, retrocedió unos pasos y lo desgarró en pedazos. Wilfred se agitó como si le quemaran por dentro.

– Pero ¿habéis perdido el juicio?

– ¿Es que no lo habéis entendido? -respondió Gorgias desesperado-. ¡Está arruinado!, ¿comprendéis? ¡Arruinado!

Wilfred emitió un sonido gutural mientras su cara se demudaba por la ira. Desde la cama intentó alcanzar los trozos de pergamino diseminados sobre la alfombra, pero al hacerlo perdió el equilibrio y cayó. Por fortuna, Gorgias logró sujetarle antes de que diera con sus huesos en el suelo.

– ¡Soltadme! ¿Acaso creéis que no tener piernas me convierte en un inútil como vos? ¡Quitadme las zarpas, maldito manirroto! -bramó.

– Calmaos, vuestra dignidad. Ese documento estaba perdido. De hecho, ya he comenzado a trabajar en un nuevo pergamino.

– ¿Un nuevo pergamino, decís? ¿Y qué haréis esta vez? ¿Echárselo a un perro para que lo guarde entre sus fauces? ¿O hervirlo y luego rajarlo con un cuchillo?

– Vuestra dignidad, os lo ruego. Tened fe. Trabajaré día y noche si fuera necesario. Os juro que en breve dispondréis del documento.

– ¿Y quién os ha dicho que dispongo de ese tiempo? -replicó Wilfred mientras intentaba acomodarse-. El enviado papal podría llegar en cualquier momento, y si para entonces no dispongo de ese escrito… ¡Dios!, ¡no conocéis a ese prelado! No quiero ni pensar lo que podría sucedemos.

Gorgias se lamentó por su torpeza, pero lo cierto era que la herida del brazo le impedía progresar con la necesaria diligencia. Si la legación romana llegaba antes de tiempo, Wilfred podría excusarse argumentando que el original se había quemado durante el incendio. Gorgias tomó aire y habló de nuevo:

– ¿Cuándo decís que llegará el prelado?

– No lo sé. En su última carta anunciaba que zarparía de Fráncfort a finales de año.

– Es posible que el temporal les retrase.

– ¡Por supuesto! ¡Y también que aparezca ahora y me pille cagando!

Por un momento, Gorgias dudó si proponerle su idea, pero finalmente lo hizo.

– ¿Cómo decís? -preguntó incrédulo el conde al escucharlo.

– Digo que, en caso de que ese enviado se presentase antes de tener listo el documento, tal vez pudierais decirle la verdad: que el original se quemó en el taller de Korne. Eso nos proporcionaría el tiempo suficiente.

– Comprendo. Y decidme, además de sugerir que le confirme vuestra ineptitud, y de paso la mía, ¿disponéis de alguna otra genial idea?

– Yo sólo pretendía…

– ¡Pues por el amor de Dios, Gorgias, dejad de pretender y haced algo bien de una santísima vez!

Gorgias bajó la cabeza admitiendo su necedad. Alzó la mirada y observó el rostro pensativo del conde. Finalmente, Wilfred barruntó algo que hubo de repetir para que lo entendiera Gorgias.

– En fin. Tal vez os haya juzgado con demasiada dureza. No sería vuestra intención echar a perder tantas horas de trabajo.

– Desde luego que no, paternidad.

– Y esa idea vuestra… la del incendio -añadió el conde-. Es justo lo que ha sucedido…

– Así es -concedió Gorgias, un poco más tranquilo.

– Bien, bien. ¿Y creéis que en tres semanas podríais tener listo el documento?

– Con plena seguridad.

– Entonces, lo mejor será dar por concluida esta conversación y que comencéis el trabajo ahora mismo. Poneos la capucha.

Gorgias asintió. Se arrodilló, besó las manos arrugadas de Wilfred y se enfundó torpemente el verdugo. Luego, mientras aguardaba la llegada de Genserico, respiró por primera vez sin que el corazón le palpitara en la garganta.


Pese a avanzar a ciegas, el camino de vuelta se le antojó más breve que el de ida. Al principio lo achacó a las prisas de Genserico. Sin embargo, conforme avanzaban, advirtió que el coadjutor había tomado un itinerario distinto. De hecho, extrañó el hedor de las letrinas y las escaleras por las que había transitado durante la ida. Por un instante imaginó que el cambio obedecía al celo de Genserico, pues a aquellas horas los domésticos pulularían por todo el edificio, pero cuando el coadjutor le ordenó que se despojara de la capucha, advirtió con extrañeza que el lugar en que se encontraba le resultaba desconocido.

Gorgias examinó con detenimiento la pequeña sala circular, de cuyo centro emergía un altar sobre el que crepitaba una tea. La fluctuante luz amarilleaba los sillares de piedra y el techo de madera comido por la podredumbre. Entre las vigas se advertían borrosos dibujos de naturaleza litúrgica, levemente ennegrecidos por el humo de las velas. Dedujo que aquel recinto había sido una cripta cristiana, aunque a juzgar por su estado, cualquiera lo confundiría con las mazmorras de Hagia Sofía.

En un lateral apreció una segunda puerta clausurada con un cerrojo.

– ¿Y este lugar? -preguntó sorprendido.

– Una antigua capilla.

– Ya lo veo. Sin duda un lugar interesante, pero comprended que me debo a otras obligaciones -replicó perdiendo la paciencia.

– Todo a su tiempo, Gorgias… Todo a su tiempo.

El coadjutor esbozó un simulacro de sonrisa. Sacó una vela de una bolsa, la encendió y la colocó en un extremo del altar de piedra. Luego se dirigió hacia la puerta que Gorgias había divisado con anterioridad y descorrió el enorme pasador que la mantenía atrancada.

– Pasad, os lo ruego. -Gorgias desconfió, así que el viejo se adelantó-. O seguidme si lo preferís -añadió.

Tras dudar un instante, Gorgias le acompañó.

– Permitid que me siente -continuó Genserico-. Es por la humedad, que me corroe los huesos. Sentaos también vos, por favor.

Gorgias accedió de mala gana. El olor a orina reseca que desprendía Genserico le provocó una arcada.

– Supongo que os preguntaréis por qué os he traído hasta aquí.

– Así es -respondió Gorgias con creciente irritación.

Genserico sonrió por tercera vez. Se tomó un tiempo para responder.

– Se trata del asunto del incendio. Un caso feo, Gorgias. Demasiados muertos… y aún peor: demasiadas pérdidas. Creo que Wilfred ya os habló sobre las intenciones de Korne, elpercamenarius.

– ¿Os referís a su empeño por responsabilizarme?

– Creed que no sólo lo pretende. Puede que el percamenarius sea alguien irreflexivo, un hombre primitivo y carente de templanza, pero os aseguro que su tenacidad es enfermiza. Os culpa a ciegas de lo sucedido, e intentará por cualquier medio que lo paguéis con vuestra sangre. Y olvidad una compensación. Sus ansias de venganza obedecen a razones que jamás entenderíais.

– No es eso lo que me contó el conde -respondió Gorgias mientras crecía su preocupación.

– ¿Y qué os contó? ¿Que una reparación aplacaría su ira? ¿Que se conformaría con lo que obtuviese vendiéndoos como esclavo? No, amigo. No. Korne no es de esa madera. Tal vez yo no posea la refinada cultura de Wilfred, pero reconozco a una alimaña en cuanto la huelo. ¿Habéis oído hablar de las ratas del Main?

Gorgias denegó extrañado.

– Las ratas del Main se agrupan en inacabables familias. La más vieja escoge a la presa sin reparar en el tamaño o la dificultad, la acecha pacientemente, y cuando encuentra el instante propicio, dirige al clan, que cae sobre ella hasta devorarla. Korne es una rata del Main. La peor rata que podáis imaginar.

Gorgias enmudeció. Wilfred le había hablado sobre las leyes carolingias, las multas en concepto de compensación y la posibilidad de que Korne le llevara a juicio, pero no había mencionado lo que parecía insinuar Genserico.

– Tal vez Korne debiera comprender que yo también he recibido mi castigo -adujo-. Además, la ley le obliga a…

– ¿Korne comprender? -le interrumpió Genserico con una carcajada-. Por el amor de Dios, Gorgias, ¡no seáis iluso! ¿Desde cuándo una ley protege al desvalido? Aunque los cimientos del código ripuario sustenten nuestra justicia y aunque las reformas emprendidas por Carlomagno abunden en la caridad cristiana, os aseguro que ninguna de ellas os librará del odio de Korne.

Gorgias sintió cómo se le revolvían las tripas. Aquel viejo loco no paraba de vomitar absurdas historias de ratas y profecías sin sentido, mientras a él aún le esperaba un trabajo que no sabía ni cuándo finalizaría. Se levantó nervioso, dando por acabada la conversación.

– Lamento no compartir vuestros temores, pero ahora, si no os reconviene, desearía regresar al scriptorium.

Genserico meneó la cabeza.

– Gorgias, Gorgias… No queréis entender. Concededme un instante más y veréis cómo me lo agradecéis -dijo condescendiente-. ¿Sabíais que Korne era sajón?

– ¿Sajón? Pensé que sus hijos estaban bautizados.

– Sajón convertido, pero sajón, al fin y al cabo. Cuando Carlomagno conquistó las tierras del norte, obligó a los sajones a elegir entre la cruz o el patíbulo. Desde entonces he asistido a muchos de esos conversos, y aunque acudan a mi misa o ayunen en cuaresma, os aseguro que por sus venas aún se desliza la ponzoña del pecado.

Gorgias tableteó los nudillos contra la silla. Las palabras de Genserico comenzaban a inquietarle.

– ¿Sabíais que aún practican sacrificios? -añadió-. Acuden a las encrucijadas de caminos para degollar becerros; consuman la sodomía, e incluso frecuentan a sus hermanas en el más horrible de los incestos. Korne es uno de ellos, y Wilfred lo sabe. Pero lo que el conde ignora son sus ancestrales tradiciones: costumbres como lafaide, por la que la muerte de un hijo sólo queda satisfecha con el asesinato del culpable. Ésa es la faide, Gorgias. La venganza de los sajones.

– Pero ¿cuántas veces habré de repetir que el incendio se debió a un accidente? -repuso Gorgias irritado-. Wilfred puede confirmároslo.

– Calmaos, Gorgias. No es cuestión de lo que digáis, ni tan siquiera de lo que realmente ocurriera aquella mañana. Lo único que cuenta es que Korne culpa a vuestra hija. Ella ha muerto, y pronto vos la seguiréis.

Gorgias lo observó. Su mirada líquida parecía traspasarle.

– ¿Para eso me habéis traído a este lugar? ¿Para anunciar mi muerte?

– Para ayudaros, Gorgias. Os he traído para ayudaros.

El viejo aguardó un momento. Luego se levantó, le indicó que aguardara y salió de la celda en dirección a la cripta.

– Esperad. He de buscar algo.

Gorgias obedeció. Desde el interior de la celda apreció cómo Genserico deambulaba de un lado para otro por la cripta. Luego regresó con un cirio encendido que depositó sobre una repisa cerca de la puerta.

– Tomad -dijo, arrojando un objeto a las manos de Gorgias.

– ¿Una tablilla de cera?

Por toda respuesta, el coadjutor retrocedió unos pasos y con un fugaz movimiento cerró la puerta dejando a Gorgias dentro de la celda.

– Pero ¿qué hacéis? ¡Abrid de inmediato!

Tardó en comprender que aporreando la puerta sólo conseguiría lastimarse los nudillos. Cuando cesó en sus envites, escuchó la voz de Genserico más suave que nunca.

– Creed que es lo mejor para vos. Aquí estaréis a salvo -susurró el anciano.

– Viejo loco. No podéis retenerme aquí. El conde os despellejará en cuanto se entere.

– Pobre iluso -sonrió-. ¿Acaso no comprendéis que ha sido el propio Wilfred quien lo ha concebido todo?

Gorgias no le creyó.

– Deliráis. Él jamás…

– ¡Callad y atended! Sobre la mesa encontrareis un estilo. Apuntad el material que preciséis: libros, tinta, documentos… Regresaré después de tercia para recoger la lista. Hasta entonces podéis hacer lo que queráis. Al fin y al cabo vais a disponer de tiempo para conseguirlo.


Capítulo 7

A poco para el mediodía, Theresa saboreó un último bocado de huevas saladas. Luego hurgó por la talega en busca de alguna migaja más y después se chupeteó los dedos hasta dejarlos relucientes. Echó un trago de agua, miró al frente y se sentó a descansar. Conocía bien el terreno, pero la nieve uniformaba los parajes convirtiéndolos en un lienzo inmaculado que parecía ocultar cualquier ruta antes trazada.

Desde que abandonara la cabaña, había procurado seguir los consejos que Hóos Larsson había mencionado durante el relato de su travesía. Recordó cómo en su descripción había tachado de indolentes a los sajones, gente despreocupada cuyos cánticos y aparatosas fogatas solían bastar para delatar su presencia. Según él, mantenerse vivo no era difícil: tan sólo necesitaba gobernarse con la astucia de un animal acosado, desplazarse con sigilo, olvidar los caminos habituales, prescindir del fuego, atender las desbandadas de pájaros y observar las pisadas en la nieve. También había afirmado que, con el suficiente cuidado, cualquiera que conociese el camino podría atravesar los pasos.

«Cualquiera que conociese el camino», se lamentó.

Normalmente, quien pretendiera alcanzar Aquis-Granum debería tomar la ruta occidental que obligaba a atravesar la cuenca del río Main en dirección a Fráncfort, seguir su curso cuatro jornadas hasta su unión con el Rin, y emplear tres días más para llegar a la capital. Pero en palabras de Hóos, con los bandidos merodeando por ambas riberas, tal trayecto resultaría una trampa segura.

Por otra parte, en pleno invierno, y con la nieve arreciando en los caminos, dirigirse hacia el sur, hacia los Alpes Schwabische, sería una auténtica locura.

Se convenció de que su única opción era la ruta de Fulda.

Elevó la vista al cielo para contemplar una inexpugnable muralla de montañas. La cordillera del Rhön delimitaba la comarca de Würzburg por su extremo septentrional, y era el camino que Hóos había empleado desde Aquis-Granum hasta Würzburg. Una vez alcanzada Fulda, continuaría por el cauce del Lahn, un río que, según Hóos, resultaba fácil de sortear.

Aunque nunca antes hubiera viajado a Fulda, Theresa supuso que alcanzaría la ciudad abacial en el transcurso de dos jornadas, lo cual le obligaría a pernoctar en el camino. Se santiguó, aspiró una bocanada de aire y emprendió la marcha en dirección a las montañas.

Caminó a paso ligero, con la vista fija en las cumbres que a cada zancada se le antojaban más lejanas. Durante el trayecto consumió el resto del agua, que acompañó con las bayas y nueces que fue encontrando por el camino. Avanzó varias millas sin que nada la sobresaltase, pero a la tercera hora comenzó a cojear. El leve hormigueo se convirtió al poco en un dolor agudo que finalmente le impidió seguir avanzando. Con la nieve cubriéndole las rodillas, miró las montañas y suspiró. El crepúsculo prosperaba. Si pretendía alcanzar el paso del Rhön, debería apresurar el ritmo.

Iba a moverse cuando unos relinchos la dejaron sin aliento. Se giró lentamente imaginando que encontraría a un enemigo, pero para su sorpresa no distinguió nada alarmante. Sin embargo, al instante, a otro relincho le siguieron unos ladridos. Se desembarazó de la nieve que la aprisionaba y corrió a agazaparse tras unas rocas, pero al esconderse advirtió con horror el reguero de huellas que acababa de imprimir en la nieve. Quien pasara por allí, sin duda la descubriría. Agachó la cabeza y esperó encogida, mientras los ladridos aumentaban hasta convertirse en el fragor de una jauría. Lentamente asomó la cabeza y escudriñó en derredor. Aunque el lugar continuaba desierto, advirtió que el bullicio procedía del barranco que flanqueaba el camino.

Dudó un instante, pero al final se decidió. Abandonó el escondrijo y gateó hasta el borde del cortado donde se tumbó cuan larga era. Luego se arrastró hasta asomar la nariz y se quedó ensimismada viendo cómo una manada de lobos se disputaba las entrañas de un caballo que yacía al fondo del barranco. El pobre animal resoplaba y se debatía en el suelo coceando desesperado. Se fijó en que sus tripas se esparcían por la nieve.

Sin pensarlo, comenzó a gritar y agitar los brazos como si fuera ella la atacada. Al escucharla, los lobos se detuvieron, pero de inmediato gruñeron amenazadores. Por un momento pensó que la atacarían, así que se agachó y agarró una rama seca que encontró a sus pies, la blandió sobre la cabeza y la arrojó hacia la jauría con todas sus fuerzas. El palo voló hasta impactar contra la copa de un árbol del que se desprendió la nieve acumulada entre sus ramas. Un lobo gris se asustó y huyó. Los otros titubearon, pero enseguida le siguieron.


Tras cerciorarse de que no regresaban, Theresa resolvió bajar.

Descender el barranco le resultó más complicado de lo previsto, de forma que cuando llegó al fondo, el jamelgo agonizaba. Lo encontró sembrado de heridas, algunas de aspecto distinto al de las producidas por las dentelladas. Intentó soltarle la cincha, pero no lo consiguió. En ese instante, el cuadrúpedo retembló como si lo rajaran, relinchó un par de veces y tras varios espasmos quedo exánime sobre la nieve.

Theresa no pudo evitar que una lágrima de compasión resbalara por su mejilla. Luego, tras serenarse, desató las alforjas y comenzó a registrarlas. En la primera encontró una manta, un trozo de queso y una talega con el nombre «Hóos» garabateado en el cuero. Se detuvo un instante aturdida por el descubrimiento. Sin duda aquel caballo pertenecía a Hóos; el que mencionó haber perdido al despeñarse por un barranco. De ahí aquellas heridas distintas. Mordió el queso y siguió buscando con fruición. En la misma alforja localizó una piel curtida de jabalí, un tarro con mermelada, otro con aceite, dos cepos metálicos y un frasco con una esencia que juzgó apestosa. Se quedó con la mermelada y olvidó todo lo demás. En la otra alforja, varias pieles más que no supo identificar, un ánfora sellada, un manojo de plumas de pavo real y una cajita de afeites. Supuso que se trataba de regalos que Hóos llevaba a sus parientes, y que al perder la montura decidió mejor no cargar.

Sabía que algún objeto podría serle útil, pero también que le dificultaría la marcha. Además, si alguien se los encontraba podría acusarla de ladrona, de modo que optó por coger sólo la comida. Cerró de nuevo las alforjas y, tras un último vistazo, ascendió el barranco para continuar su camino.


Alcanzó la entrada del paso con la suficiente luz como para apreciar que el acceso resultaba impracticable, por lo que se dispuso a pernoctar en la montaña. Al día siguiente proseguiría hacia el este en busca del camino a Fulda, del que tan sólo conocía la existencia de una peculiar formación rocosa que, según Hóos, señalaba su inicio.

Al principio pensó que soportaría el frío, pero cuando los pies comenzaron a congelársele probó a encender una fogata. Para ello reunió algo de leña que dispuso bajo un puñado de yesca. Cuando la tuvo preparada, golpeó el eslabón contra la lasca de pedernal. La yesca se iluminó, pero al igual que prendió, se consumió sin conseguir que las ramas ardieran.

Intuyó que el problema radicaba en la humedad infiltrada en la leña, y que por tanto debía disponer las ramas más secas sobre las mojadas. Apiló nuevamente la madera, colocó otro montoncito de yesca y repitió la operación, con idéntico resultado. Apesadumbrada, comprobó que apenas le restaba yesca para un par de intentos, y pensó que si la empleaba toda en lugar de racionarla, tal vez lo consiguiera.

Sacó el frasco de aceite y lo vertió sobre las ramas. Una vez empapadas, volcó la yesca sobre un trozo de cuero y pisoteó la cajita hasta destrozarla. Luego dispuso las astillas bajo la yesca y rezó para que prendieran.

Por tercera vez golpeó el pedernal, que escupió una miríada de chispas como por ensalmo. Al cuarto intento la yesca prendió. Rápidamente sopló sobre las llamas que querían lamer las astillas. Por un momento languidecieron hasta casi extinguirse; sin embargo, poco a poco cobraron fuerza hasta propagarse a las ramas aceitadas.

Aquella noche durmió tranquila. Al calor del fuego imaginó a su padre velándola. Soñó con su familia, con su trabajo de percamenarium y con Hóos Larsson. A él se lo figuró noble, fuerte y aguerrido. Al final del sueño creyó que la besaba.


La tormenta despertó a Theresa poco antes del amanecer, con la lluvia empapándola como si hubiera caído a un río. Recogió sus pertenencias y corrió a refugiarse bajo un roble próximo. Cuando escampó, le pareció que el frío regresaba.

Poco a poco, las nubes se desvanecieron y un sol tímido derramó sus débiles rayos sobre las crestas de las montañas. Lo interpretó como un presagio de fortuna. Antes de emprender el camino pidió a Dios por la salud de su padre, por su madrastra, y también por el desafortunado caballo de Hóos. Y le agradeció que un día más la hubiera mantenido con vida. Luego se embozó en la capa, mordió un trozo de queso y echó a andar aún mojada.

Tres millas más tarde comenzó a dudar sobre lo acertado de la ruta. Los caminos se habían angostado hasta convertirse en veredas que aparecían y desaparecían en medio de un paisaje eternamente blanco. Aun así no se arredró y siguió avanzando en dirección a ninguna parte.

A mediodía se topó con una torrentera que le cortaba el camino. Bordeó el cauce durante un trecho, buscando un lugar por donde vadearlo, hasta llegar a una vaguada en la que el agua se arremansaba formando una pequeña laguna. Se detuvo un instante a admirar el paisaje, un cristal en el que los abetos y las cumbres parecían reflejarse para duplicar su hermosura. Le fascinó la forma en que los árboles se arracimaban como un vasto ejército, su follaje aceitunado moteado por la nieve, el gorgoteo del agua, y el intenso aroma de la resina que entremezclado con el frío le despejaba los pulmones.

Notó cómo el apetito le ronroneaba en la tripa.

Pese a saber que no encontraría nada, hurgó en el bolso. Luego decidió practicar lo que en ocasiones había visto hacer a los mozos del pueblo: buscó un recodo umbrío y levantó unas piedras hasta hallar un hervidero de lombrices. Confeccionó un anzuelo con una fíbula del pelo y una rama y ensartó un par de lombrices. Luego anudó un extremo a una hebra de lana que extrajo de su vestido y la lanzó al agua tan lejos como pudo. Con suerte almorzaría trucha asada.

De repente advirtió algo que la inquietó. Semioculta bajo la maleza, a pocos pasos de donde se encontraba, reconoció una especie de barcaza varada. Hóos no lo había mencionado, pero sin duda se trataba de uno de esos lanchones utilizados para el trasiego de mercancías. Apartó la breña y saltó a la barcaza, que crujió bajo su peso. Cerca de la proa encontró una pértiga apoyada sobre una especie de maroma que unía las dos orillas a modo de puente. Imaginó que serviría para evitar que durante los transbordos la corriente arrastrara la barcaza. Tras comprobar que el casco no presentaba brechas decidió desvararla y conducirla hasta la otra ribera.

Se dirigió al extremo encallado, ajustó su espalda contra la popa y aplicó el peso de su cuerpo hundiendo sus pies en el lodo. La barca no se movió. Lo intentó varias veces, hasta que sus piernas y brazos comenzaron a temblar. Al final, desfallecida, se derrumbó en el suelo y lloró con amargura.

No recordaba las innumerables veces que había llorado desde que huyera de Würzburg. Se enjugó las lágrimas y pensó en renunciar. Se dijo que tal vez debiese regresar y solicitar clemencia a Wilfred, a Dios, o a quien hiciera falta. Al menos estaría corí su familia, y tal vez con su ayuda lograse demostrar que no había sido ella la causante del incendio. Sin embargo, recordó la muerte de aquella chica y comprendió lo iluso de su idea. Su vida, si es que le esperaba alguna, sin duda se encontraba al otro lado de la laguna.

Desolada, miró alrededor hasta encontrar un guijarro mediano que lanzó con fuerza hacia la orilla opuesta. La piedra sobrepasó un cuarto de lago antes de sumergirse en sus profundidades, lo que le hizo estimar unos cien pasos de distancia. Con aquel frío nunca lograría cruzar a nado. Se dijo que tal vez más adelante hubiese algún puente. Sin embargo, cuando se disponía a proseguir, pensó que si se colgaba de la soga quizá pudiera gatear hasta la otra orilla. En ambas riberas, la maroma se anudaba a sendos árboles que parecían suficientemente consistentes como para soportar el peso de un hombre. Además comprobó que, pese a que a mitad de trayecto la soga perdía altura, en ningún momento llegaba a sumergirse.

Una vez convencida se adentró en el agua. El frío le hizo dar un respingo, pero continuó. Cuando comenzó a perder pie, brincó sobre la maroma y maniobró hasta colgarse boca arriba con la cabeza hacia la orilla opuesta. Luego avanzó estirándose y encogiéndose como una oruga.

El primer tramo lo cubrió sin dificultad. Sin embargo, a un tercio del camino la soga comenzó a ceder, acercándola peligrosamente al agua. Cuando las primeras gotas le lamieron la espalda, se descolgó y continuó a nado ayudándose de la amarra. Luego, al comprobar que la soga volvía a elevarse, se encaramó de nuevo. En ese instante, la bolsa en que transportaba sus pertenencias se abrió dejando caer el eslabón. Intentó aferrar la cajita, pero la corriente la arrastró hasta desaparecer bajo las aguas. Soltó un par de improperios y prosiguió el avance hasta que por fin, tras unos momentos que se le antojaron eternos, consiguió arribar a la orilla.

Nada más llegar, se desnudó tiritando para retorcer la ropa y escurrir el agua. Mientras lo hacía, le llamó la atención un extraño destello que parecía provenir de un punto indeterminado cerca de donde se hallaba. Se preguntó si no sería el eslabón recién perdido y, pese a lo improbable de la suposición, se vistió deprisa y se encaminó hacia el fulgor que la llamaba. No obstante al acercarse comprobó que se trataba de una maraña de cangrejos pululando sobre el cadáver de un soldado desfigurado.

Supuso que era un sajón, aunque también podría ser un franco.

Se fijó en la terrible brecha que le corría desde la oreja izquierda hasta la base del cuello. Tenía el rostro carcomido y la sangre se le había acumulado bajo la piel, tornándosela cárdena. Sus tobillos aparecían descoyuntados, y pese a los ropajes, mostraba el vientre hinchado como un odre viejo. Advirtió que en realidad el destello provenía del scramasax que portaba en el cinto. Pensó en apropiárselo pero desistió, porque todo el mundo sabía que las almas de los muertos permanecían tres días vigilantes junto a sus cuerpos.

Se apartó unos pasos para contemplar el espectáculo con repulsión y asombro. Mientras observaba a los cangrejos, pensó qué sabor tendrían tras pasar por la parrilla. Entonces recordó la pérdida de su eslabón y se preguntó si aquel cadáver portaría alguno. Con la ayuda de una vara apartó varios cangrejos, pero sólo encontró porquería y más bichos.

Se hallaba absorta hurgando entre los ropajes, cuando de repente la asieron por la espalda. Theresa chilló y pataleó como si la llevara el demonio, pero al instante una mano le tapó la boca. Ella respondió hundiendo sus uñas con tal fuerza que pensó que se le desprenderían. Entonces recibió un bofetón mientras la zarandeaban como a un muñeco de trapo.

– ¡Diablo de muchacha! ¡Vuelve a gritar y te arranco la lengua!

Theresa lo intentó, pero no pudo.

Ante ella, un personaje salido del infierno la miraba amenazadoramente. Era un viejo de cara arratonada, devorada por la podredumbre. Su pelo raleado dejaba a la vista varias calvas salpicadas de heridas y mugre, y sus ojos grises se clavaban en ella como si quisieran atravesarla. Se fijó en los colmillos del perro que le escoltaba.

– Tranquila, chica. Satán sólo muerde a quien se lo busca. ¿Estás sola?

– Sí -balbuceó. Y al instante se arrepintió de su respuesta.

– ¿Qué buscabas en el muerto?

– Nada. -Se mordió la lengua por una respuesta tan estúpida.

– ¿De modo que nada? ¡Anda! Quítate los zapatos y échalos a un lado -le ordenó-. ¿Cómo te llamas?

– Theresa -respondió mientras obedecía.

– Bien. Acércame eso. -Señaló la talega que ella portaba al hombro-. ¿Puede saberse qué haces aquí?

Theresa no contestó. El hombre abrió la bolsa y comenzó a registrarla.

– ¿Y esta daga? -Era el cuchillo sustraído a Hóos Larsson.

– Devuélvamela. -Theresa se la arrebató y se la guardó bajo el vestido.

El hombre continuó hurgando.

– ¿Qué es esto? -preguntó. Ya había sacado el punzón y las tablillas.

– ¿El qué?

– No te hagas la estúpida. Este pergamino que escondías en el doble fondo.

Theresa se sorprendió. Imaginó que, tal vez por algún motivo importante, su padre lo había ocultado allí.

– Un poema de Virgilio. Siempre lo protejo para que no se manche -se inventó.

– Poemas… -masculló él mientras devolvía el pergamino a la talega-. Menuda cursilería. Ahora presta atención: esto está infestado de bandidos, así que me da igual lo que hagas, de dónde vengas, si estás sola o lo que buscaras en ese muerto… Pero te lo advierto: si intentas gritar o haces cualquier despropósito, Satán te abrirá la garganta antes de que sepas lo que te ocurre. ¿Entendido?

Theresa asintió. Habría tratado de escapar, pero sin zapatos resultaría una estupidez. Supuso que por esa razón le había ordenado que se descalzara. Se retiró unos pasos y lo miró con detenimiento. Vestía una capa raída anudada a la cintura, que dejaba a la vista unas piernas largas y huesudas. Cuando el hombre terminó de hurgar en la talega, se agachó y cogió un bastón de cuyo extremo pendía una campanilla. Entonces Theresa se fijó en sus heridas y comprendió que tenía la lepra.

No lo pensó más. En cuanto el viejo desvió la mirada, dio media vuelta y echó a correr, pero al poco perdió pie y resbaló. Nada más caer sintió el aliento del perro en la espalda. Esperó quieta el mordisco fatal, pero el animal no se movió. Entonces el hombre se acercó y le tendió su mano cubierta de costras. Theresa se apartó cuanto pudo.

– ¿Te asustan mis llagas? -rió-. También a los bandidos. Vamos, levanta. Es sólo tintura.

Theresa observó las úlceras, que vistas de cerca parecían manchas, pero aun así no se fio. Entonces el hombre se frotó las manos y las heridas desaparecieron.

– Ya ves que no miento. Venga. Siéntate ahí y quédate quieta. -Le devolvió la talega-. Con lo que llevas aquí no llegarás muy lejos.

– ¿No tiene la lepra? -balbuceó.

– Claro que no -rio-. Pero es un disfraz que en más de una ocasión me ha salvado el pellejo. Fíjate bien.

El hombre cogió un puñado de arena del río y la escurrió entre las manos. Luego sacó un frasco con tintura oscura que vertió sobre la arena hasta lograr una mezcla uniforme, le añadió otra loción y se aplicó el emplasto sobre los brazos.

– Suelo mezclarlo con engrudo porque así agarra cuando se seca. Los bandidos temen más a un leproso que a un ejército. -Miró un momento el cadáver-. Todos menos éste… -señaló-. El muy cabrón pretendía robarme las pieles. Ahora que se las robe al diablo. Por cierto… ¿desde cuándo te dedicas a asaltar a los muertos?

Cuando Theresa fue a contestar, el viejo se agachó y sin apartar los cangrejos comenzó a registrar el cadáver. Encontró una bolsa atada al interior de una especie de fajín, la abrió, sonrió al ver su contenido y la guardó entre sus ropas. A continuación le arrancó unos colgantes de los que pendían unas extrañas piedras de color pardo, cogió el scramasax, se lo enfundó junto al suyo y, por último, giró el cuerpo del muerto. Al no hallar nada más de interés, lo dejó de nuevo entre las piedras.

– Bien -dijo-. Este hombre ya no lo necesita. Y ahora, ¿me vas a contar qué haces en este lugar?

– ¿Lo matasteis vos?

– Yo no. Fue éste -dijo palpándose el cuchillo-. Supongo que llevaba un rato rondándome. Debía de ser imbécil, porque en lugar de liquidarme fue directamente por las pieles.

– ¿Las pieles?

– Las que llevo ahí atrás, en el carro -señaló.

Theresa miró hacia donde indicaba el viejo y se alegró al distinguirlo: si existía un carro, debía de existir un camino.

– Se le ha roto una rueda y ando a ver si la arreglo. Tú en cambio deberías largarte. Seguro que este hombre no viajaba solo. -Le entregó los zapatos.

A continuación dio media vuelta y echó a andar hacia el bosque.

– Espere. -Se calzó y corrió tras él-. ¿Va hacia Fulda?

– No se me ha perdido nada en esa ciudad de curas.

– Pero ¿conoce el camino?

– Desde luego. Igual de bien que los salteadores.

Theresa no supo qué contestar. Le siguió hasta la carreta observando sus andares, propios de un hombre más joven. Entonces se fijó en sus dientes, que aunque grandes y torcidos, advirtió sin huecos y extraordinariamente blancos. Le calculó la edad de su padre. Él se agachó junto a la rueda partida y comenzó a trabajar en ella. Luego paró y miró a Theresa.

– No me has contestado. ¿Qué hurgabas en el cadáver? ¡Maldición! Mira cómo me has puesto el brazo -dijo mientras se limpiaba los arañazos que le había inferido Theresa-. ¿Acaso creías que el diablo venía en tu busca?

– Me dirigía hacia Fulda. -Carraspeó-. Vi a ese hombre muerto y pensé que tal vez tuviese un eslabón. Perdí el mío al cruzar el lago.

– ¿Dices que cruzaste el lago? A ver… acércame esa maza. ¿Entonces venías de Erfurt?

– Así es -mintió. Le entregó la herramienta.

– Entonces conocerás a los Peterssen. Regentan un horno a pocas casas de la catedral.

– Sí, claro -volvió a mentir.

– ¿Y qué tal les va? No les veo desde el verano.

– Bien… supongo. Mis padres viven lejos del pueblo.

– Ya -dijo torciendo el gesto. Golpeó con fuerza la cuña y la rueda saltó de su eje.

Theresa dio un respingo. Pensó que no la había creído.

– Ahora viene lo difícil -continuó el hombre-. ¿Ves este rayo? Está partido. Y ese otro también. ¡Maldita mierda de madera! Cambiaré el más estropeado y el otro lo repararé con un par de listones. Toma. Agarra la vara y cuando golpee haz sonar la campanilla. Si los bandidos han de oírnos, que escuchen también la música de los leprosos.

Theresa advirtió que el viejo había desenganchado el caballo y dispuesto varias piedras bajo el carro para evitar su caída. Él se dirigió a la parte trasera y sacó un palo que resultó ser un rayo de repuesto. Dijo que siempre llevaba uno porque tallar la madera de roble era muy complicado. Lo comparó con los rotos antes de repasar su extremo con una azuela.

– ¿Tardará mucho?

– Espero que no. Si lo hiciese como Dios manda se me echaría la noche encima: tendría que extraer la llanta de hierro, desmontar los cuatro cercos y sustituir los rayos. No es difícil, porque los cercos son de fresno, pero luego engastar los pivotes, las lenguas y los pies de los rayos… ¡Una tarea de demonios! Serraré los extremos y los ajustaré con la maza. Ahora agita la campanilla.

Theresa balanceó la vara y la campana tintineó. El martillazo retumbó en todo el bosque. La joven trató de sofocar el eco agitándola más fuerte, pero por más que lo intentó, los golpes prevalecieron durante toda la mañana.


Después de comer hablaron un rato. Él dijo que se llamaba Althar y era trampero, que vivía en el bosque, en una cabaña de madera con su esposa y con Satán. En invierno cazaba y en verano vendía las pieles en Aquis-Granum. Ella le confió que había huido de un matrimonio de conveniencia. Luego le pidió ayuda para llegar hasta Fulda, pero él se negó. Cuando terminó con el carro, se despidió de Theresa.

– ¿Se va? -preguntó la joven.

– Así es. Regreso a casa.

– ¿Y yo?

– Tú, ¿qué?

– ¿Qué haré yo?

Althar se encogió de hombros.

– Lo que deberías haber hecho desde un principio: regresar a Erfurt y casarte con ese hombre al que dices odiar. Seguro que no es tan malo.

– Antes prefiero a los sajones. -Lo dijo con tal convencimiento que se admiró de su propia mentira.

– Por mí puedes hacer lo que quieras. -Althar enganchó el caballo al arnés y comenzó a retirar las piedras que lo frenaban-. Pero espabila. Tal vez estén buscándole -dijo señalando al muerto-. Acercaré el caballo al río. En cuanto beba, marcharé soltando ascuas.

Theresa se volvió y comenzó a alejarse. Mientras caminaba, observó el bosque, denso y frío como un cementerio, y unas lágrimas asaltaron sus mejillas. A los pocos pasos se detuvo, sabedora de que si proseguía sola, moriría. Althar parecía un buen hombre, pues de lo contrario ya le habría causado daño. Además, estaba casado y conocía a los Peterssen. Tal vez le permitiera acompañarle.

Se volvió para hablarle de sus habilidades como costurera y mentirle sobre las de cocinera, pero a Althar no pareció impresionarle.

– También sé curtir pieles -añadió.

Entonces el viejo la miró de reojo, cavilando que no le vendría mal algo de ayuda. El trabajo con el cuero requería destreza, y su mujer, desde las últimas fiebres, apenas si movía las manos. Volvió a mirarla y meneó la cabeza. Seguramente aquella muchacha era una malcriada que sólo le complicaría la vida. Además, su esposa recelaría de una chica joven.

Apartó a un lado la última piedra y subió al carro.

– Mira, muchacha. Me caes bien, pero entiéndelo: serías un estorbo. Otra boca que alimentar. Lo siento. Regresa a tu pueblo y pídele perdón a ese hombre.

– No volveré.

– Pues haz lo que te plazca. -Y arreó al animal.

Theresa no supo qué decir. De repente recordó los cepos encontrados junto al caballo de Hóos.

.-Le recompensaré.

Althar enarcó una ceja y la miró de soslayo.

– No creo que pudieras. Ya estoy mayor para mover la polla.

La joven pasó por alto aquel comentario.

– Mire sus cepos… Están viejos y oxidados -observó mientras caminaba a la altura del carro.

– También yo, y aún me valgo.

– Pero yo puedo proporcionarle unos nuevos. Sé dónde encontrarlos.

Althar detuvo al animal. Desde luego le resultarían útiles otras trampas, pero en verdad lo que le apenaba era la suerte de aquella chica. Theresa le contó el episodio de los lobos y le explicó la carga que contenían las alforjas. También le describió el lugar donde sucedió.

– ¿Estás segura de que fue en ese barranco?

Ella asintió, y Althar pareció pensárselo.

– ¡Maldita sea! ¡Anda! Sube al carro. Conozco un sendero que nos llevará a ese cortado. ¡Ah! Y cámbiate de ropa, o morirás antes de indicarme el lugar exacto.

La joven saltó a la carreta, se acomodó en el estercolero de pieles que abarrotaba el interior, y a continuación docenas de fardos comenzaron a traquetear bailando al trote del caballo. Theresa reconoció pellejos de castor y venado, e incluso alguno de lobo en bastante mal estado. Varias pieles aparecían curtidas, pero la mayoría se encontraba sembrada de insectos que pululaban entre los pelajes resecos y los restos de sangre, como si las hubiesen despellejado aquella misma mañana. Se apartó cuanto pudo, porque despedían un hedor irrespirable, y se cubrió con una piel seca que encontró aceptable. A su espalda descubrió una especie de orza tapada con un cedazo pringoso que dejaba escapar un delicioso aroma a queso.

Theresa se apretujó la barriga tratando de calmar los lamentos de sus intestinos. Luego se echó hacia atrás y cerró los ojos. Sus recuerdos viajaron hasta Würzburg, a las madrugadas de invierno en que Gorgias la desperezaba con un beso para que le acompañase a encender el horno que había construido detrás del aprisco. Rememoró las nevadas cubriendo los campos, y cuánto agradecía el calor de los rescoldos cuando acompañaba a su padre y le leía algún manuscrito. Se preguntó si alguna vez Althar habría visto un libro.

Miró a Satán. El animal seguía el carro a una pedrada de distancia, moviendo sus ojillos con más inteligencia de la que había observado en algunos mozos que conocía. De vez en cuando se acercaba hasta el caballo para atrapar al vuelo los trozos de carne que Althar le arrojaba. Theresa escuchó sus tripas de nuevo y preguntó a Althar que cuándo comerían.

– ¿Crees que me regalan la comida? Ya habrá tiempo, muchacha. Ahora coge esas pieles y comienza a limpiarlas. El cepillo está ahí, junto al arco.

Theresa no rechistó. Se acercó uno de los fajos más nutridos, desató los tendones que lo mantenían anudado y se colocó una piel sobre los muslos. Comenzó a trabajar con denuedo. A la primera sacudida, un enjambre de insectos se desprendió de la piel y cayó al suelo, desperdigándose entre los tablones. Continuó cepillando sin levantar la vista de las pieles hasta que acabó con el fajo, y sin concederse un respiro, prosiguió con un segundo fardo. Cuando terminó, Althar le señaló un tercero.

– Después limpia los cepos hasta dejarlos relucientes -dijo.

Theresa agarró las trampas, escupió sobre la porquería y se empeñó con arresto en la nueva tarea. Luego, mientras frotaba los artilugios, se preguntó qué don especial poseería Althar para las artes de la caza, pues de otro modo no se explicaba tal acopio de pieles. Cuando por fin acabó la faena se lo comunicó a Althar, quien, extrañado por su diligencia, detuvo el carro y tras comprobar los resultados sonrió y puso pie a tierra.

– De acuerdo, muchacha. Vamos a llenar la panza.

Acto seguido, se dirigió a la parte posterior del carro y, luego de revolverlo, sacó una taleguilla de tela que depositó en el suelo. Al momento, Satán se acercó a olisquear, pero Althar lo apartó de un puntapié. Luego se volvió hacia Theresa.

– Sube a ese altozano y abre bien los ojos. Si ves algo raro: algún fuego, relinchos, hombres, cualquier cosa extraña, avisa con unos ladridos.

– ¿Ladridos? -repitió Theresa incrédula.

– Sí. Ladridos… Sabrás ladrar, ¿no?

Theresa imitó el sonido con desigual fortuna. Aunque a ella se le antojó horrible, Althar se dio por satisfecho.

– Apresúrate, anda. Y lleva contigo la campanilla.

Mientras ella ascendía el repecho, él preparó unas tajadas de queso a las que añadió unos pedazos de pan duro. Después abrió un par de cebollas. Se apropió de la ración más grande y avisó a Theresa.

– Todo tranquilo -informó la joven.

– Bien. A este paso llegaremos al barranco antes del mediodía. Comeremos ahora porque ya no nos detendremos. Ahí atrás, bajo las trampas, encontrarás algo de vino. Y si quieres, abrígate más, que debes de estar helada.

El trampero se encaramó al carro y arreó al caballo. Theresa hizo lo propio y, sin bendecir las viandas, comenzó a devorarlas acompañándolas con un trago de vino que le supo a gloria.

Poco después atravesaron una franja boscosa anegada por unos lodazales. A partir de ese momento, Althar mudó el semblante y comenzó a mostrarse más cauto. Cualquier ruido le hacía dar un respingo, volvía la cabeza continuamente, y a cada poco detenía el carro para ponerse en pie y otear los alrededores.

Por momentos, a ella le pareció que Satán olfateaba el peligro. El animal ya no se mantenía apartado. Con las orejas enhiestas y el rabo estirado, seguía atento los movimientos de su amo.

Habrían cubierto un centenar de pasos cuando el perro empezó a ladrar. Althar frenó en seco el carro, echó pie a tierra y se adelantó un trecho. Con gesto preocupado ordenó silencio a Theresa, y lentamente acercó la mano a su scramasax. A continuación", sin mediar palabra, se irguió y desapareció entre la maleza.

A Theresa empezaron a traicionarle los nervios. Intentó alzarse de puntillas para ver más allá de lo que su estatura le permitía, pero las heridas de los pies se lo impidieron. No sabía la razón, aunque presentía que algo terrible estaba a punto de suceder. Pasados unos instantes, Althar apareció con el rostro desencajado.

– Acompáñame. Rápido.

Theresa saltó del carro y lo siguió por la espesura. El trampero caminaba encorvado, como un gato al acecho de su presa, mientras la muchacha le seguía a duras penas esquivando las ramas que él apartaba a su paso. Avanzaron con dificultad debido a la hojarasca y al fango de las últimas lluvias. En algunos lugares, la maleza se cerraba tanto que lo único que Theresa alcanzaba a ver era el trasero de Althar, a un palmo de su rostro. De repente él volvió la cabeza para pedirle silencio, y luego, lentamente, se apartó a un lado dejando ante sus ojos una escena de muerte y desolación.

Eran dos cuerpos ensangrentados unidos en un macabro abrazo, ocultos bajo un manto de cieno. Unos pasos más allá, semihundido en una zanja, se distinguía el cadáver mutilado de un tercero.

– Éste no es sajón -dijo Althar dando con el pie al que yacía bajo el primero.

La muchacha no respondió. Pese al lodo, reconocía aquellas ropas. Las había visto en la cabaña de los Larsson. Con el corazón encogido, se acercó a los cuerpos grotescamente abrazados. Lentamente apartó el que estaba encima y al instante la vista se le nubló. Althar la sujetó. El cuerpo que yacía bajo aquella mortaja de sangre no era otro que el de Hóos Larsson, el joven que días atrás le había salvado la vida.

Transcurrió un rato antes de que Althar advirtiera que Hóos Larsson aún respiraba. De inmediato avisó a Theresa, y entre ambos lo trasladaron al carro para atenderlo. El viejo examinó sus heridas con preocupación. Ella le preguntó con la mirada, pero él no contestó.

– ¿Y dices que él te salvó? -le preguntó mientras lo arrastraba.

Ella asintió entre lágrimas.

– Pues lo siento por él, pero tendremos que dejarlo.

– No podéis hacer eso. Si lo abandonáis, morirá.

– Morirá de todas formas. Además… fíjate en esa rueda -dijo señalando el rayo reparado-. Vosotros, yo y el cargamento… Con tanto peso no aguantaría ni una milla.

– Pues deshagámonos de las pieles.

– ¿De las pieles? ¡No me hagas reír! Son mi alimento para el próximo año.

Las palabras de Althar rezumaron determinación. Theresa dudó. Comprendió que si pretendía ayudar a Hóos, debería resultar convincente.

– El hombre a quien queréis abandonar se llama Hóos Larsson y es antrustion del rey -mintió-. Si sobrevive, podría alimentaros a vos y vuestra familia durante el resto de vuestras vidas.

Althar se desembarazó del muerto que estaba registrando y miró el cuerpo exánime de Hóos. Luego escupió con extrañeza.

Pese a que le incomodara reconocerlo, tal vez la muchacha llevara razón. Al examinar al joven ya había apreciado lo delicado de sus ropajes, y aunque entonces los había juzgado procedentes de algún robo, quizá se había precipitado. Observó detenidamente lo entallado de la casulla y el perfecto ajuste de sus zapatos, mientras se decía que un ladrón no habría tenido tanta fortuna.

Soltó una maldición. Posiblemente aquel joven fuera quien Theresa afirmaba, si bien eso no cambiaba lo delicado de su estado. Quizá no se salvara, pero tal vez durara lo suficiente para llegar con vida a Aquis-Granum. Maldijo de nuevo y se dirigió hacia las riendas del caballo que pacía entre la capa de nieve. Lo pensó detenidamente y volvió a escupir.

– Tal vez no muera -refunfuñó.

Theresa asintió complacida.

«Al menos, no hasta que yo reciba una recompensa», rumió Althar para sus adentros.

A Theresa le tocó caminar. Althar condujo la montura manejando el látigo con la misma presteza con que escupía juramentos. Durante el camino prohibió a Theresa agarrarse a la carreta porque, según dijo, no aguantaría la carga; sin embargo, le ordenó empujar con fuerza cuando llegaron los repechos.

La mayor parte del tiempo, Althar marchó junto a Theresa. Ella le dijo que los cepos que había mencionado antes, en realidad pertenecían a Hóos Larsson, pero eso a él no le importó. Avanzaron sin descanso, deteniéndose lo indispensable para remediar los desajustes de la rueda reparada. Cuando alcanzaron el barranco, las trampas seguían junto a la osamenta del caballo. Theresa dedujo que los lobos eran animales obstinados.

Mientras Althar recuperaba la impedimenta, ella se ocupó de Hóos. El viejo le había comentado que tenía varias costillas rotas y que tal vez le hubieran alcanzado el pulmón. Por eso lo había acomodado boca arriba sobre unos fardos.

Respiraba débilmente.

Tras humedecerle la cara, se preguntó qué habría llevado a Hóos a cambiar de itinerario. Pensó que quizá la había seguido para recuperar la daga, e instantáneamente se palpó bajo la falda, donde la llevaba escondida. Luego continuó limpiando a Hóos, hasta que Althar regresó cargado.

– Había más de lo que prometiste -anunció sonriendo-. Ahora veremos cómo lo llevamos.

– No pensará abandonarle…

– Tranquila, muchacha. Si en verdad este hombre conducía esa carga, haré lo imposible por curarlo.

Después de comer prosiguieron en dirección a las montañas. Althar le comentó que años atrás había residido en Fulda, dedicado, como el resto de sus habitantes, al servicio de la abadía. Él y su mujer Leonora consiguieron arrendar una parcela en la que habían construido una bonita cabaña. Por las mañanas laboreaban la tierra y por las tardes se trasladaban a las de la abadía para sufragar los gastos de las conreas. Aquella ocupación les proporcionó lo suficiente para adquirir un pequeño terreno; no mucho, unos cuarenta arpendes sin roturar en los que cultivar su propia cosecha. Le explicó que no tuvieron hijos, un castigo del Señor, señaló, tal vez en pago por la poca fe que le profesaba. Como buen campesino, aprendió varios oficios sin llegar a dominar ninguno. Era hábil con el hacha y la azuela, construía sus propios muebles y en otoño reparaba el tejado con la ayuda de su esposa. Pasaron los años y pensó que acabaría sus días en Fulda, pero cuando una noche de otoño alguien asaltó el cercado para robarle su único buey, él cogió un hacha y sin mediar palabra se la hundió en la cabeza. El ladrón resultó ser el hijo del abad, un joven alocado dominado por el vino. Después del entierro se presentaron en su casa, lo prendieron y lo juzgaron. De nada le valió su declaración, porque doce hombres juraron que el muchacho había saltado la valla buscando un poco de agua, y él no pudo demostrar que mentían. Le quitaron cuanto tenía y lo condenaron al destierro.

– A resultas de la sentencia, Leonora cayó enferma de melancolía -continuó-. Por fortuna, sus hermanas se ofrecieron a cuidarla mientras yo la esperaba en las montañas. También me ayudaron un par de vecinos que me conocían bien. Rudolph me suministró una azuela vieja, y Vicus me prestó un par de cepos a condición de que se los devolviera junto con las pieles que capturara. Encontré refugio al sur, en los montes de Rhön -señaló con el índice una montaña cercana-, en una osera abandonada, así que cerré su acceso, la acondicioné y pasé el invierno trampeando. Cuando regresé por Leonora, supe que algunos de los cabrones que me habían acusado habían confesado su falso testimonio, pero para entonces ya habían sembrado mis tierras con sal. Aun así, el abad se negó a venderme semillas y arrendarme nuevos terrenos, e incluso amenazó con igual trato a aquellos que me auxiliaran. Entonces Leonora y yo decidimos mudarnos a la osera y vivir solos para siempre.

– ¿Y desde entonces no habéis vuelto a Fulda? -se interesó Theresa.

– Por supuesto que sí. ¿De qué forma si no iba a vender mis pieles? El abad murió al poco tiempo -sonrió-. Reventó como una cucaracha. Después, el que le sucedió olvidó las amenazas, pero ya nada volvió a ser como antes. Viajo a menudo a Fulda, a cambiar miel por sal o cuando necesito grasa, que por aquí no se encuentra. Antes me acompañaba Leonora, pero ahora tiene los pies mal y parece que todo le cuesta.


Al atardecer dejaron atrás el verdor de los bosques para adentrarse en un terreno más agreste. Los árboles comenzaron a escasear y el viento se sumó a la comitiva.

Anochecía cuando arribaron a las inmediaciones de la osera; una zona tan pedregosa que a Theresa le extrañó que las dos ruedas del carro resistieran. Althar le indicó que sujetara a Hóos con firmeza, pero a pesar de sus esfuerzos, el traqueteo provocó que por primera vez el joven se quejara.

Al pie de una enorme pared de granito, Althar detuvo el carro y echó pie a tierra. Dio un par de gritos y se puso a canturrear.

– Ya puedes salir, querida. -Y silbó una tonta melodía-. Tenemos compañía.

Una cara rechoncha apareció tras unos arbustos, soltó un gritito estúpido y entonó la misma cancioncilla. A la sonrisa contagiosa le siguió un corpachón achaparrado moviéndose con un sugerente contoneo.

– ¿Qué me ha traído mi príncipe? -preguntó la mujer mientras corría hacia los brazos de Althar-. ¿Una joya, o algún perfume de Oriente?

– Aquí tienes tu joya -bromeó, y apretó la entrepierna contra el vientre de la mujer haciéndola reír alocadamente.

– ¿Y estos dos? -preguntó ella.

– Verás -murmuró Althar alzando una ceja-: a él lo confundí con un venado, y ella se enamoró de mi melena.

– Bueno -rio-. En ese caso, pasad y hablemos dentro, que aquí fuera comienza a hacer un frío del demonio.

El cargamento lo dejaron fuera. Luego trasladaron a Hóos al interior de la osera y lo acomodaron sobre un manto de pieles.

Theresa observó que en el techo habían practicado un hueco para extraer los humos, y conformado a su alrededor la zona de la cocina. El crepitar del fuego mantenía caliente la estancia. Leonora les ofreció pastel de manzanas que ellos aceptaron complacidos. Apenas había muebles, pero aun así Theresa se sintió como en un palacio. Mientras cenaban, Althar le explicó que disponían de otra cueva que empleaban como almacén y una cabaña adonde se trasladaban cuando el clima mejoraba. Cuando terminaron, Theresa ayudó a Leonora a recoger la mesa. Después volvió con Hóos para arroparle.

– Tú dormirás aquí -señaló la mujer a Theresa. Apartó una cabra y dio un manotazo a las gallinas-. Y no te preocupes por el joven: de haberlo querido, Dios ya se lo habría llevado.

Theresa asintió. Al acostarse, volvió a preguntarse si Hóos la habría seguido para recuperar su daga.


Aquella noche apenas durmió, preguntándose por la trascendencia que tendría aquel pergamino. Antes de acostarse lo había extraído de la talega para leerlo en un suspiro. Le pareció un documento legal que detallaba el legado dejado por Constantino, el emperador romano fundador de Constantinopla. Supuso que sería algo muy importante, o su padre no lo habría escondido. Luego en su mente bulló el incendio de Würzburg: las llamas en el taller de Korne, la sonrisa infame del percamenarius y el fuego devorando a aquella pobre muchacha. Soñó con dos horribles sajones, mitad hombres mitad monstruo, que la retenían y la violentaban. Luego fueron los lobos los que tras devorar el caballo de Hóos, intentaron despedazarla. En su delirio creyó ver al propio Hóos frente a ella, acercándose despacio a su cuello, empuñando la daga que le había robado. Varias veces no supo si dormía o imaginaba. En esos instantes, cuando acertaba a abrir los ojos, evocaba la figura protectora de su padre, y aunque eso la tranquilizaba, al poco, de entre las tinieblas de la entrada surgía un nuevo demonio que volvía a atormentarla.

En aquella osera alejada de cualquier sonido distinto al ulular de una lechuza o el crepitar de una llama, se le hacía difícil pensar. Mientras aguardaba el nuevo día, se dijo que tanto infortunio debía responder a alguna clase de designio, a algún aviso, a una señal que Dios le enviaba. Repasó cuál podría haber sido su pecado, diciéndose al final que tal vez todo procediese de sus mentiras.

Recordó haber mentido a Korne haciéndole creer que el conde revisaría la prueba de acceso; haber engañado a Hóos diciéndole que trabajaba como oficial de percamenarii, en lugar de aceptar que sólo era una simple aprendiza; y de igual forma había procedido con Althar al asegurarle que escapaba de una boda impuesta, cuando tan sólo huía de sus propios actos.

Se preguntó si el percamenarius llevaría razón. Si resultaría cierto que la mujer era el caldo donde hervía la inmundicia de la mentira. Si en verdad sería un ser corrompido desde su nacimiento, a merced de la compasión del Todopoderoso. Cientos de veces había refutado a quienes proclamaban que las hijas de Eva eran un compendio de todos los vicios: débiles, impulsivas, mutables según sus flujos, tentadas por la lascivia… Sin embargo, en aquel instante, comenzaba a dudar de sus propias convicciones.

Se cuestionó si sus mentiras no procederían de la mano del diablo. ¿Acaso no era él quien con sus engaños había seducido a la primera hembra? Y en tal caso, ¿no habría sido esa misma mano la que guió el odio de Korne hasta transformarlo en una hoguera?

Pero ¿a quién pretendía engañar? Por mucho que le doliese, no podía negar en lo que se había convertido. ¿Y qué haría cuando Hóos despertara? ¿Decirle que se había confundido de puñal? ¿Que en la oscuridad no acertó a coger el burdo scramasax que él le había ofrecido?

A cada mentira le seguiría otra, y a esa última le sucedería otra aún mayor.

Lloró desconsoladamente, pero cuando se quedó sin lágrimas se prometió que nunca más volvería a decir una mentira. Lo prometió por su padre. Aunque él no pudiera verlo, esta vez no le fallaría.


Capítulo 8

Con las primeras luces filtrándose por el techo, Theresa decidió que era hora de levantarse. Le extrañó comprobar que Althar y Leonora continuaran acostados, aunque pronto comprendió que en aquel lugar las cosas funcionaban a un ritmo diferente. Recogió la capa que la había abrigado y se acercó en silencio al lecho donde Hóos descansaba. Su respiración se percibía profunda, y eso la tranquilizó. Hacía frío, así que se volvió hacia las ascuas y las atizó con cuidado. El ruido despertó a Althar, que se desperezó al tiempo que soltaba una ventosidad escandalosa. Aún con los ojos medio cerrados, achuchó cariñosamente a Leonora.

– Mmm… ¿Ya estás en pie? -le gruñó a Theresa mientras terminaba de rascarse la entrepierna-. Si necesitas agua, sendero arriba encontrarás el riachuelo.

Ella se lo agradeció. Tras abrigarse, sorteó al jamelgo que como el resto de los animales había pernoctado dentro de la osera, y salió al exterior empujando la portezuela que aseguraba la entrada. Satán ladró y la siguió meneando la cola. Una vez fuera, comprobó que la temperatura había descendido tal como profetizara Leonora. Se arrebujó con la capa y observó los alrededores de la osera.

Frente a la entrada permanecía el carro vacío, por lo que supuso que Althar lo habría descargado. Más allá descubrió un corral de espino con rastros de haber sido vaciado recientemente.

Por todas partes se veían restos de leña entremezclada con maderos partidos, cuñas usadas, troncos de diversos tamaños, montones de virutas y distintas mazas, en una suerte de extraño estercolero. No halló huerto o algo que se le pareciera.

Cuando fue a lavarse advirtió que su sexo le sangraba. Le molestó que Satán se acercase a olisquearla y lo ahuyentó con un grito. El flujo era abundante, de modo que se aseó bien antes de colocar el paño doblado que normalmente llevaba encima, en previsión de la hemorragia mensual. Luego se santiguó y volvió a la osera. Para entonces, Althar ya había sacado a los animales y Leonora atendía a Hóos.

– ¿Cómo se encuentra? -se interesó.

– Respira mejor, y parece tranquilo. Estoy calentando agua para lavarle. Venga, ayúdame.

Theresa obedeció. Retiró el perol de las ascuas y acercó el jabón de grasa cocida. Se ruborizó cuando advirtió que Leonora comenzaba a desnudarle.

– No te quedes ahí pasmada y tira del pantalón -le ordenó.

Theresa estiró de las perneras hasta dejar a la vista un calzón de lana ajustado. Desvió la mirada al comprobar que Leonora también se lo bajaba.

– A ver, trae el jabón, y espabila, que se nos enfría.

La muchacha se sonrojó. Aparte de a sus primos pequeños, nunca antes había visto a un hombre tan desnudo. Le pasó el jabón a Leonora, que fregó al enfermo como quien limpia un pollo. Cuando le pidió que lo sujetara, Theresa no pudo evitar mirar hacia la ingle de Hóos. Sorprendida, se detuvo en el vello suave que rodeaba su miembro y le avergonzó comprobar que nunca lo hubiera imaginado de aquel tamaño. Pensó que Leonora la reprendería si la sorprendía mirando, pero al enjuagar los paños, volvió a fijarse con menos disimulo.

– Esto parece una costilla rota. ¿Lo ves? -dijo Leonora señalando una protuberancia rojiza a la altura del pecho. Apoyó su oreja derecha contra el torso y escuchó-. Pero no se oyen silbidos, y al menos eso es bueno.

– ¿Se pondrá bien?

– Supongo que sí. Trae más agua mientras le doy la vuelta. Hará un año, a Althar le cayó un tronco encima que casi lo parte en dos. Se cagó en el diablo, pero a las dos semanas el cabrón ya caminaba como una lagartija.

– Así es -confirmó Althar, que acababa de entrar-. ¿Cómo lo ves, reina?

– Una costilla quebrada y un fuerte golpe en la cabeza.

– Bueno. Nada que un desayuno de los tuyos no pueda solucionar -afirmó.

– Tú todo lo arreglas comiendo. -Y le dio un empellón riendo.

Terminaron de asearlo y se sentaron a la mesa.

El desayuno resultó todo un acontecimiento. Leonora preparó unas rebanadas de carne salada que cubrió con tocino, setas y cebollas. Luego añadió unas lonchas de queso de cabra que doró colocando unas ascuas sobre el puchero. Por último añadió un chorro de vino, que, según dijo, asentaba mejor las tripas.

– Y aún no has probado sus dulces -dijo Althar.

Theresa se relamió con los hojaldres de miel y almendras que Leonora sirvió a continuación. Le gustaron tanto que le pidió la receta. Luego miró a Hóos con cierta pena.

– No te preocupes por él -intervino Althar-, que Leonora ya se ocupa. Ahora acompáñame. Tenemos trabajo ahí fuera.

Luego le explicó que en invierno disminuía la caza, y que la pesca desaparecía. Disponían de un pequeño sembrado en un terreno más fértil apartado de la osera, que no requería cuidados hasta el comienzo de la primavera. Por tal motivo, sus ocupaciones se centraban en las tareas de carpintería, las reparaciones y la fabricación de herramientas.

– Y sobre todo, disecar animales -añadió con orgullo.

Caminaron ladera arriba hasta una hendidura que se abría como un hachazo en la montaña. La segunda cueva presentaba una boca más angosta y Theresa hubo de agacharse para seguir a Althar, quien provisto de una antorcha avanzaba como si conociese el camino de memoria. Pronto el túnel se ensanchó, dando paso a una sala amplia y diáfana como una nave de iglesia.

– Bonita, ¿verdad? -se jactó-. Antes la utilizábamos como vivienda, pero cuando Leonora enfermó nos mudamos a la osera. Es una lástima, pero es que con este tamaño no hay forma de calentarla. Sin embargo, el frío le viene bien a las pieles, así que he instalado aquí el almacén.

Empleó la tea para mostrarle sus trofeos. De la penumbra fueron surgiendo una jauría de zorros, un par de hurones, venados, lechuzas y castores, todos extrañamente inmóviles, atrapados en esperpénticas posturas impropias de la vida. La joven observó sus fauces desencajadas, los ojos refulgentes, las garras extendidas en una suerte de macabra danza. Althar le explicó que en su juventud había aprendido el arte de la taxidermia, y que a muchos nobles les apetecía mostrar aquellas fieras, a las que decían haber vencido tras una cruenta cacería.

– Sólo me falta un oso -añadió-. Y a eso me ayudarás tú.

Theresa asintió, suponiendo que se refería al proceso de disección, pero cuando Althar le aclaró que antes tendrían que cazarlo, rogó a Dios que estuviera bromeando.

Pasaron la mañana ordenando la cueva.

Althar se encargó de sanear las pieles mientras Theresa hacía lo propio con los instrumentos. El viejo cepilló los animales disecados hasta dejarlos lustrosos, mientras le explicaba que en Fulda, por el hurón y el zorro conseguiría dos denarios, suficiente para comprar cinco modios de trigo. Por la lechuza le pagarían menos porque las aves eran animales más fáciles de disecar, pero aun así podría conseguir un par de cuchillos y alguna cazuela. Sin embargo, un oso era diferente. Si lograba cazar y disecar un oso, lo llevaría hasta Aquis-Granum para vendérselo al mismísimo Carlomagno.

– ¿Y cómo haréis para capturarlo?

– No lo sé, pero cuando encuentre uno, seguro que lo averiguamos.

A mediodía regresaron a la osera pequeña. Llegaron hambrientos, pero Leonora les recibió con un vaso de vino y un pedazo de queso.

– Dejad hueco para el resto -les advirtió.

Comieron albóndigas con higos confitados, pastel de ave y compota caliente. A mitad del banquete Leonora les informó que Hóos se había despertado. Había tomado un caldo y se había dormido de nuevo.

– ¿Dijo algo? -preguntó Theresa.

– Sólo se quejó. Tal vez a la noche se le suelte más la lengua.

Cuando terminaron, Althar salió a orinar y echar un vistazo a los animales. Theresa ayudó a quitar la mesa desmontando el tablero y apartando los caballetes. No le dio tiempo a barrer porque Satán limpió el suelo a lengüetazos. Cuando iba a retirar los desperdicios, Leonora se lo impidió con gesto de desaprobación.

– No sé a qué te habrás dedicado, pero desde luego no a los fogones -apuntilló.

Theresa le relató su afición por la lectura y Leonora la miró como a un bicho raro. Entonces la joven le explicó que desde pequeña había frecuentado escuelas y scriptoria, y ya de mayor, entrado en un taller como ayudante de percamenarius.

– Menuda ayuda para tu madre -le reprochó.

– Pero desde que probé sus platos, estoy deseando aprender a prepararlos -repuso ella, buscando su aprobación.

Leonora rio con ganas. Luego afirmó que, a ojos de los hombres, una muchacha que no cocinara era peor que una de pechos enanos.

– Aunque ése no sea tu caso -matizó.

Theresa se miró y luego miró a Hóos, mientras un cosquilleo le repicaba en el estómago. Se ciñó el vestido y contempló cómo la tela se abultaba sobre sus senos. Leonora pareció leerle el pensamiento.

– Desde luego es guapo -apuntó la mujer-. Y se le ve bien formado -le guiñó un ojo con sonrisa picarona.

Theresa se ruborizó y también sonrió, pero en cuanto pudo, continuó hablando de recetas.


Durante la tarde, Leonora le enumeró los platos propicios a cada temporada. En invierno, antes de que los animales más débiles murieran por el frío, se procedía a su matanza, por lo que debía aprender no sólo a cocinar los despieces, sino también a ahumar los cortes, salarlos o curarlos. No obstante, la mayor parte de la carne provenía de la caza, la cual sólo abundaba con la llegada de la primavera. Respecto a las verduras, describió las setas, las cuales era preciso conocer antes de cocinar, y elogió la coliflor, la col, el cardo y la lombarda. Por último le expuso los beneficios de las legumbres.

– Aunque provoquen aires, resulta bueno comerlas -rio, y dejó escapar un pedo que resonó en toda la estancia.

Le habló de la importancia de las sobras. Por su experiencia, una buena cocinera debía ser capaz de transformar un puñado de desperdicios en un plato delicioso, menester para el que existían numerosos recursos. Su preferido era el garum, un condimento capaz de convertir el guiso más insípido en todo un espectáculo.

– El mejor procede de Hispania -le explicó-, pero es tan caro que sólo los ricos pueden costeárselo. Hace años, un comerciante romano me enseñó a elaborar ese aderezo con sal, aceite y tripas de pescado. Pero no creas que valen las de cualquiera. Las de atún o esturión ya dan buen resultado, pero yo uso las de hallex, que desprenden mucho más sabor. Después de macerarlo y secarlo, puede mezclarse con vino, vinagre o incluso con pimienta, si es que dispones para comprarla, claro.

– Y si ese garum es tan bueno, ¿entonces para qué mezclarlo?

– Ay, hija. Pues por variar. El garum es como el sexo: al principio siempre es rico, pero lo bueno es saber combinarlo. Míranos a nosotros -sonrió-. Treinta años de casados y todavía nos buscamos. Y así es con todo: ponte tres días el mismo vestido y te huirán hasta los ciegos; añádele una flor o un peinado, y verás cómo corren tras tu trasero.

– No deseo que corran tras mi trasero -repuso ella con desdén.

– Ah, ¿no? ¿Y en qué piensa una muchacha de veinte años?

– No lo sé. En mi oficio, en mi familia… No necesito a los hombres. -Calló el que había cumplido veintitrés.

– Ya. Y por eso mirabas el colgajo de ese joven cuando lo estaba lavando…

Theresa se ruborizó tanto que pensó que la cara se le teñiría de por vida.

– ¿Me enseñaréis a hacerlo? -disimuló.

– ¿El qué? ¿Cómo lavárselo?

– No, por Dios. ¡El garum!

– Ah, claro. Te enseñaré eso y más cosas que necesitas saber -dijo con una sonrisa.

Mientras terminaba de asar unos nabos, Leonora aprovechó para hablarle del vino. Pero no del que habitualmente se ingería para calmar la sed, siempre tierno y aguado, sino de aquel que se escanciaba en las grandes ocasiones: puro, oloroso, brillante, rubí… La llave que enardecía la elocuencia del tímido y que animaba el corazón del miedoso… Aquel cuyas gotas, cada una de ellas, eran un auténtico pecado.

– Nunca lo he probado.

– Bueno. Tenemos un ánfora a la espera de una ocasión especial. Si cazáis el oso, mañana la abriremos.

Al atardecer regresó Althar luciendo una enorme sonrisa. Había encontrado el rastro de la bestia.

– Sigue ahí el muy cabrón. Cagando en la misma osera que el año pasado -anunció con euforia. Soltó los bártulos y, riendo, azotó el culo de Leonora como si fuera un pandero.

Comieron sopa de verduras y costillar de jabalí salado, acompañado con vino rebajado. Althar bebió con ganas, y antes de terminar se sirvió otro plato; después de colocar trampas toda la tarde, se habría comido una vaca.

– Lo cocinó la muchacha -le informó Leonora.

– ¡Vaya sorpresa! ¿Ves como hice bien en contratarla? -rio-. ¿Cómo sigue el enfermo? ¿Ya se ha despertado?

– Abrió los ojos un momento, pero no sé… Creo que anda mareado. El golpe en la cabeza, quizás…

– Estará confuso. Ahora iré a echarle un vistazo.

Terminaron de cenar en poco tiempo. Mientras Leonora recogía, Althar y Theresa se acercaron a Hóos, quien abrió los ojos cuando sintió el paño húmedo sobre la frente. Miró a Theresa y pareció reconocerla, pero entornó los párpados y siguió descansando. Althar se hurgó la oreja y, tras sacarse un pegote de cera, la apoyó sobre el pecho de Hóos.

– No se aprecian silbidos.

– ¿Y eso es bueno?

– Claro. Si la costilla hubiera perforado el pulmón ya la habría espichado. Mañana intentaremos que se levante para que camine un rato.

Lo abrigaron con cuidado, metieron los animales dentro de la cueva y atrancaron bien la puerta. Finalmente se despidieron antes de que cada uno se acostara en su camastro.

Pasadas unas horas, Theresa sintió cómo Satán le lamía la cara. Aún no había amanecido, pero Leonora preparaba ya un puchero y Althar canturreaba paseándose por la estancia.

– ¡Oso, osito! ¡Que te vamos a comer frito! -entonó Althar sin dejar de sonreír.

Desayunaron y se abrigaron con pieles. Althar se pertrechó con un carcaj y un arco, cargó una red al hombro y cogió tres cepos de hierro. Luego le acercó una ballesta a Theresa.

– Con esto será suficiente -afirmó-. ¡Cariño! ¡Esta tarde tendrás un abrigo nuevo!

Leonora rio y lo besó varias veces. Luego palmeó la cabeza de Theresa y les deseó buena suerte.


Cuando abandonaron la cueva comenzaba a alborear. Era un día limpio y frío, lo que Althar interpretó como buen augurio. Dejaron el caballo porque, según Althar, podría alertar al oso. Además sólo necesitaban la piel, ya que su carne no era comestible. Mientras caminaban, Theresa le confesó que estaba asustada, pero el viejo la tranquilizó.

– No tendrás que hacer nada. Tan sólo vigilar.

– ¿Y este arco tan extraño?

– ¿Te refieres a la ballesta? Se la gané a un soldado en Aquis-Granum. Lo cierto es que nunca había visto nada semejante, pero funciona bien. Te enseñaré cómo se maneja.

Clavó su extremo en el suelo y apoyó un pie en el arco. Luego tensó la cuerda con las dos manos hasta hacerla encajar en una muesca.

– No es un juguete, así que ten cuidado. Esto es la nuez -señaló-, y debajo está el gatillo. Introduce el dardo en la acanaladura. ¿Ves? Ahora sujétala con las dos manos y apunta firmemente.

Theresa elevó el arma pero fue incapaz de mantenerla erguida.

– Pesa demasiado -se lamentó.

– Apóyate en el suelo -refunfuñó-. Y atiende a esto: si llegado el momento hubieras de utilizarla, sólo dispondrás de una oportunidad. No podrás cargarla de nuevo, de modo que apunta bien y dispara a la barriga, ¿de acuerdo?

Theresa asintió con la cabeza. Echó cuerpo a tierra y apuntó con el arma.

– Que no te tiemble.

Althar le indicó un tronco podrido ancho como dos hombres. A su señal, Theresa apretó la palanca con decisión. La saeta silbó en el aire y se perdió entre la espesura.

– Probemos otra vez -refunfuñó Althar.

Lo intentó otras dos veces con desigual fortuna. Al cuarto intento Althar dio por terminados los ensayos.

– Sigamos o se nos echará la mañana encima.

Mientras andaban, le comentó que los osos solían hibernar desde finales de noviembre hasta la llegada del deshielo.

– La gente cree que duermen como lirones, pero en realidad tienen un sueño ligero. Por eso hay que andar con cuidado.

– ¿Y si hubiera más de uno? -preguntó la muchacha.

– Bueno. Es bastante improbable. Los osos hibernan en solitario, de modo que eso no debe preocuparnos.

Siguieron caminando hasta que Althar reparó en la fijación que mostraba Satán por la entrepierna de Theresa. Lo observó durante un rato y comprobó que, pese a los esfuerzos de la chica, el chucho continuaba olisqueándola como si escondiese algo bajo sus faldas. Intrigado, le preguntó si había robado comida.

– No, señor -respondió azorada.

– ¿Y entonces qué diablos huele el perro?

– No sé -contestó ella, ruborizándose.

– Pues ya puedes ir descubriéndolo, porque lo que huela el perro también lo olisqueará la bestia.

Theresa no supo qué decir. No quería contarle que el día anterior le había bajado el menstruo, pero tampoco hizo falta porque Althar pareció adivinarlo.

– Maldita sea. Para un día que salimos de caza y tienes que venir sangrando.

Poco después arribaron a la zona donde el oso se guarecía. Althar señaló la posición de la osera, situada sobre una cuesta de difícil acceso. Theresa advirtió que bajo la entrada se abría un barranco que dificultaba el acercamiento.

– Colocaremos la red obstruyendo la boca de la osera. Luego prenderé fuego a unas ramas y Satán ladrará. Entre el humo y los ladridos, el oso despertará e intentará escapar, pero irá directo contra la red. Una vez atrapado, le abatiré con el arco. Tú esperarás donde no te huela. Ahí arriba, sobre la boca de entrada, por si fuese necesario.

– ¿Por si fuese necesario qué?

– Si me ves en apuros, dispara a la bestia. Y por todos los santos, esta vez procura atinar.

Se quedó recogiendo ramas mientras Theresa ascendía hacia la boca de la cueva. A mitad de camino, la joven dio un traspié provocando que varias piedras se precipitaran. Althar la maldijo mientras le indicaba silencio. Cuando Theresa llegó arriba se lo comunicó al viejo, quien para entonces ya había amontonado en la embocadura toda clase de matojos. Luego se apresuró a cubrir la entrada con la red. Después de asegurarla, se retiró unos pasos para encender fuego y al poco regresó con una rama ardiendo.

Theresa observó cómo se apostaba tras una roca y le hacía una señal para que despabilase. Al poco, el olor a quemado le indicó que se aproximaba el momento, así que tomó aire y se tumbó. De repente, Satán empezó a ladrar como un poseso, escarbó entre las piedras y dio varios giros sobre sí mismo. La muchacha pensó que se había perturbado, pero al instante, un rugido atronó el interior de la cueva.

A Theresa se le encogió el corazón. Sujetó la ballesta como pudo y apuntó hacia la salida, pero incluso tumbada, el arma le tembló. Transcurrieron unos momentos hasta que, de improviso, una gigantesca masa de pelo apareció de la nada, atravesó la entrada bufando y se precipitó contra la red. Al verse atrapada, la bestia rugió furiosa entre zarpazos y dentelladas. Satán aullaba enfebrecido, ladrando y acometiendo a la fiera, despreciando las dentelladas que ésta le lanzaba. Inesperadamente, el fuego prendió en la red y comenzó a propagarse por la panza del oso. El animal aulló de dolor mientras trataba de liberarse irguiéndose sobre las patas. Por un momento, Theresa creyó que el animal escalaría la pared y le daría alcance, pero la bestia resbaló y cayó de nuevo a la osera. Entonces se giró y emitió un pavoroso rugido que dejó a la vista sus gigantescas fauces. Theresa cerró los ojos, pero otro bramido la obligó a abrirlos. Justo entonces, Althar disparó. La flecha hendió el aire y se incrustó a un palmo de la paletilla del oso. El animal rugió y se revolvió. Althar supo que debía apresurarse o el fuego arruinaría el pelaje de la bestia. Tensó de nuevo el arco y volvió a disparar. El segundo dardo se hundió hasta desaparecer en la barriga del plantígrado. El animal aulló de dolor retorciéndose, se izó torpemente y al final se desplomó como si se derrumbara una montaña.

Pasados unos segundos, Theresa se levantó. Seguía temblando, pero al menos respiraba. Observó al oso inerme, yaciendo cuan largo era. Su estampa era imponente, con el pelo brillante y las zarpas afiladas. Hizo ademán de bajar, pero Althar se lo impidió.

– Espera a que te avise -ordenó tajante-. Son peligrosos incluso después de desollados.

Se acercó al animal con un hacha en una mano y un palo largo en la otra. A unos tres pasos se detuvo. Tanteó al animal con el palo, pero el oso no se movió. Entonces izó el hacha con ambas manos y la descargó con fuerza sobre el cuello de la bestia.

Althar se quedó admirando el cadáver. Por fortuna, las llamas apenas habían dañado los cuartos traseros. Además, el corte del cuello se veía limpio y las huellas de los flechazos resultaban imperceptibles. Avisó a Theresa para que bajase y le ayudara a desollarlo. Al final, la cacería había resultado más sencilla de lo previsto.

Antes de descender, la muchacha desmontó el dardo de la ballesta y lo enfundó en un paño, tal como Althar le había indicado. Se encontraba a mitad de descenso, cuando un nuevo rugido la paralizó.

Por un instante no dio crédito a sus oídos. Había visto morir al animal y, sin embargo, un nuevo bramido atronaba la montaña. Tan rápido como pudo corrió hacia el promontorio donde había estado apostada, para comprobar horrorizada cómo un segundo oso salía de la cueva y atacaba a Althar. El viejo retrocedió unos pasos lanzando mandobles con el hacha, pero el animal continuó su avance. En su desesperación, Althar reculó hacia el precipicio y quedó atrapado en el borde. El oso pareció adivinar su ventaja y se detuvo antes de lanzar el último ataque. Althar intentó escapar hacia un lado, pero resbaló y el hacha se le escurrió hacia el fondo del barranco.

Supo que iba a morir.

La bestia se irguió hasta doblar el tamaño de Althar, avanzó un par de pasos y rugió como si llevara dentro al diablo, pero justo antes de la acometida final, Satán se interpuso entre la bestia y su amo ladrando como un poseso. El oso se detuvo, hasta que de repente soltó un zarpazo y Satán salió despedido con el cuello destrozado. Theresa comprendió que debía actuar. Sacó el dardo y lo alojó en la acanaladura de la ballesta. Luego se tumbó cuan larga era y apuntó con cuidado a la cabeza del animal. Entonces recordó las palabras de Althar y desvió el objetivo hacia la enorme panza amarronada.

Se dijo que sólo dispondría de una oportunidad.

Cerró los ojos y disparó. La saeta blandió el aire y desapareció de su vista. Por un instante pensó que había acertado, peto pronto advirtió con horror que el dardo había alcanzado al animal en una pata trasera.

Pensó que Althar perecería sin remedio. Sin embargo, ocurrió algo extraño. Al intentar avanzar, la bestia se apoyó en la pata herida y cayó bruscamente sobre su costado izquierdo. Por un momento pareció que iba a levantarse, pero volvió a tropezar y se precipitó hasta el borde del barranco. El animal pateó desesperadamente como si intuyese lo que iba a ocurrir. De pronto, las piedras sobre las que se apoyaba se desprendieron, y a pesar de sus esfuerzos se precipitó con ellas al fondo del cortado.

Theresa tardó en reaccionar. Cuando lo logró, bajó corriendo hasta donde se encontraba Althar, que aún ofuscado parecía no terminar de comprender lo que había sucedido.

– Dos osos. Había dos malditos osos.

– Yo apunté como me dijo, pero no pude…

– No te preocupes, muchacha. Lo hiciste bien… Dos malditos cabrones… -repitió.

Se rascó la cabeza y miró a Satán con lástima. Se despojó de la capa y lo envolvió cuidadosamente.

– Era un buen animal. Lo disecaré para que siempre esté conmigo.


Pasaron la tarde desollando el primer oso. Cuando terminaron, a Althar se le ocurrió que podrían recuperar la piel del segundo.

– Al fin y al cabo, sólo hay que bajar al barranco.

– ¿No será peligroso?

– Tú aguarda aquí -dijo.

Dejó lo que tenía entre manos y comenzó a descender por un sendero lateral que parecía conducir al fondo del cortado. Al cabo de un rato regresó por donde se había marchado, cargado con algo a sus espaldas.

– La piel estaba roída por la sarna -comentó-. Pero tenía los ojos bonitos, así que me los traje, acompañados del resto de su cabeza.

Cuando llegaron a la vivienda, Leonora les recibió con una buena noticia: Hóos se había levantado y esperaba a la mesa.

Mientras cenaban, Theresa advirtió que el joven parecía más pendiente del plato de potaje que del relato de la cacería. Sin embargo, cuando engulló la última cucharada, Hóos agradeció a Althar el que le hubiera salvado la vida.

– Agradézcaselo a ella. Fue la muchacha quien insistió en que le montara en el carro.

Hóos miró a Theresa y endureció el semblante. Leonora intuyó que algo extraño sucedía.

– Se lo agradezco -contestó seco-. Aunque después de que yo la salvara a ella, era lo menos que podía esperar.

– Así es -concedió Althar-. Se nota que la muchacha es digna de confianza -rio mientras le daba un empellón a Theresa.

Hóos prefirió cambiar de tema.

– Me ha dicho su esposa que viven aquí hace tiempo.

– En efecto. Le aseguro que no añoramos la inmundicia de la ciudad: gentes chismosas, acusaciones, habladurías… ¡Bah! Aquí estamos bien. Los dos solos, haciendo y comiendo lo que nos viene en gana. -Echó un trago de vino-. Y dígame, ¿cómo se encuentra?

– Lo cierto es que regular, pero no aguantaba más tumbado.

– Pues deberá guardar reposo. Al menos, hasta que esas costillas suelden. De lo contrario, cualquier movimiento podría arruinarle los pulmones.

Hóos asintió. A cada trago notaba como si unas púas le desgarraran las entrañas. Apuró el vino, se despidió y regresó a su camastro. Althar aprovechó para extender la piel del oso y colocar las dos cabezas en unas cubetas. Cuando llevó los animales a la cueva, echó de menos los correteos de Satán ayudándole en la tarea.


El día siguiente amaneció sucio y ventoso. Un mal día para pasear, se dijo Althar, aunque no tan malo como para disecar trofeos. Antes de desayunar sacó a abrevar los animales, limpió la porquería que habían dejado dentro y aprovechó para aliviar la vejiga. Cuando regresó, Theresa y Leonora ya se habían levantado. Desayunaron en silencio para no despertar a Hóos. Luego Althar recogió la piel y las cabezas, y le pidió a Theresa que le acompañara.

– Aún necesito asearme -se excusó la muchacha.

Althar supuso que la joven seguiría con el menstruo, de modo que no insistió.

– Cuando termines ve a la otra cueva. Necesitaré ayuda.

Althar se echó la carga al hombro y salió andando. Pasado un rato, Theresa se acercó al riachuelo para asearse con los paños que Leonora le había suministrado. A su regreso comprobó que Hóos había despertado y la miraba con dureza. Leonora pareció advertirlo.

– He de ir a dar de comer a los animales -anunció-. Si necesitáis algo, no tenéis más que llamarme.

Ambos asintieron con la cabeza. Cuando la mujer se fue, Hóos hizo ademán de levantarse, pero notó un pinchazo en el pecho y se recostó de nuevo. Theresa se sentó a su lado.

– ¿Te encuentras mejor? -preguntó avergonzada. Eran las primeras palabras que le dirigía. Él tardó en responder.

– No mostraste tanto interés cuando escapaste con mi daga… -contestó.

Theresa no supo qué argumentar. Se dirigió hacia el lugar donde guardaba su talega y regresó sonrojada.

– No sé cómo pude hacerlo -dijo con lágrimas en los ojos.

Hóos no cambió el gesto. Cogió la daga y la guardó bajo la manta. Luego cerró los ojos y se dio la vuelta.

Theresa comprendió que nada de lo que dijese o hiciese le convencería. Al fin y al cabo, si hubiese ocurrido al revés, ella habría tenido la misma reacción. Se enjugó las lágrimas y con voz trémula le pidió perdón. Finalmente, ante la indiferencia del joven, abandonó la osera cabizbaja.

De camino a la segunda cueva se encontró con Leonora. La mujer se interesó por la rojez de sus ojos, pero ella siguió su camino dejándola con la palabra en la boca. Entonces Leonora regresó a la osera para preguntarle a Hóos.

– No es asunto suyo -contestó él.

A Leonora le ofendió la respuesta.

– Óyeme bien, jovenzuelo. Me da igual de dónde vengas o los títulos que tengas. Quiero que sepas que si estás vivo, es porque esa muchacha a la que acabas de hacer llorar se empeñó en que lo estuvieras, así que más vale que te comportes como un príncipe si no quieres que sea yo quien te rompa las costillas.

Hóos no contestó. Pensó que a nadie le importaba el impulso que le había guiado a buscar a la muchacha.

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