Marzo

Capítulo 26

Desde su llegada a Würzburg, Hóos Larsson no había gozado de un instante de descanso. Wilfred le había asignado al escuadrón de Izam, quien, en previsión de nuevos ataques, batía cada día los aledaños. A tal efecto, por las mañanas revisaban el perímetro amurallado y al crepúsculo partían expediciones que rodeaban la villa desde su extremo oriental hasta el occidental, coronando el peñón sobre el que se asentaba la fortaleza. Hombres, mujeres y niños debían vigilar arroyos y caminos, apuntalar las defensas y reparar los cercados.

En la segunda semana, Hóos encabezó una marcha a las antiguas minas. Al parecer, un pastor con poco trabajo había advertido la presencia de una fogata y Wilfred había resuelto rastrear el lugar hasta convertir las galerías en un auténtico cepo.

Doce hombres partieron temprano, pertrechados con coleto de cuero, escudos y arcos. Izam lucía la cota de malla que había traído en el barco. Hóos nunca las había empleado, pero Izam insistió en su utilidad.

– De acuerdo que en el agua son un peligro, porque si caes te arrastran al fondo. Pero en tierra es como vestir una campana de hierro.

Hóos miró a Izam con desdén. Luego comprobó la distancia que aún quedaba para llegar a la mina. Se dijo que si aparecían bandidos, Izam no tendría tiempo ni de contar los flechazos.

– Tal vez nos tropecemos con Gorgias -aventuró Izam-. La mina no sería un mal refugio.

– En tal caso, ya oísteis a Wilfred: «si lo encontráis, acribilladlo». No sólo mató a Genserico, sino que también asesinó a unos muchachos con un estilo.

– Parece que al conde le afectó bastante la muerte de su coadjutor, pero Alcuino no piensa igual. No sé… Creo que si le viésemos, deberíamos capturarlo vivo.

Hóos siguió cabalgando. Pensó que llegado el caso, no le temblaría la mano.

Arribaron a la mina a media mañana. Los vigías que se habían adelantado comunicaron que el lugar parecía desierto, pero por precaución, Izam distribuyó a sus hombres en dos grupos. El primero se dirigió a los barracones de los esclavos y el segundo a las galerías. Durante el registro, Hóos descubrió en una barraca raspas de pescado fresco y cascaras de huevos. Los desechos se veían recientes, pero en lugar de comunicárselo a Izam los dispersó con el pie para ocultarlos. Escrutaron cada rincón sin hallar nada relevante, de modo que tras un último vistazo, Izam y sus hombres se unieron a los que exploraban la mina.

En la primera galería la oscuridad era auténtica brea. Conforme avanzaban, los túneles se angostaban más y más obligándoles a caminar encorvados. En uno de los túneles, un hombre tropezó y se lo tragó la tierra. Sus compañeros sólo lograron escuchar los tumbos de su cuerpo golpeando durante la caída. Dudaban entre continuar o abandonar aquella ratonera cuando un ensordecedor desprendimiento estuvo a punto de sepultarles. El polvo amenazó con embozarles los pulmones. Uno de los hombres corrió hacia la salida y los demás le siguieron medio asfixiados. Ya fuera, con los cuerpos magullados y el ánimo vencido, decidieron cancelar la búsqueda y regresar a la ciudadela.


Cuando se hizo el silencio en la galería, Gorgias retiró las vagonetas desvencijadas tras las que había permanecido oculto, y entre toses y esputos dio gracias al cielo por haberle ayudado.

Luego, con dificultad, salió de su escondrijo y apartó las maderas del desprendimiento que él mismo había provocado.

Se alegró de haber previsto aquella situación.

Días atrás, durante una de sus exploraciones había descubierto en aquella misma galería una viga mal apuntalada. Al principio le preocupó, pero pronto ideó cómo sacarle provecho derribando el pilar que la sustentaba. Para ello socavó la base del pilote y sustituyó la tierra por pequeñas piedras. La última, la que finalmente sostendría el pilar, la escogió larga y delgada. Con mucho cuidado logró situarla en posición vertical, entre la base de la viga y el hueco resultante. Luego retiró las piedrecitas que hasta el momento habían sujetado el pilar, y todo su peso recayó sobre la piedra alargada. Después ató una cuerda a aquella piedra, cubrió su rastro con arena y retrocedió hasta una oquedad cercana. Desde allí comprobó que si estiraba de la cuerda, la piedra se desplazaría provocando la caída de la viga y el techo de la galería.

Recordó los momentos previos a la llegada de los soldados.

Aquella mañana se encontraba en los barracones cuando oyó el relincho de un caballo. Apuró el pescado y salió fuera. Nada más asomarse, comprobó que un grupo de hombres se acercaban a la mina. A toda prisa cogió a Blanca y corrió hacia la galería, donde permaneció agazapado rogando a Dios que no entraran. Sin embargo, cuando distinguió la primera tea, huyó a la oquedad cercana a la trampa, movió una vagoneta para ocultarse y esperó a que los hombres se encontraran lo suficientemente cerca. Pronto les vio avanzar. Si continuaban un poco más acabarían descubriéndole. Uno de los hombres se acercó hacia la vagoneta. Gorgias asió la cuerda y se preparó. Debía intentarlo ya. Se enrolló la cuerda al brazo y tiró con todas sus fuerzas. La piedra se desplazó y el pilar cayó al suelo ocasionando el derrumbamiento.

Tras el desplome examinó el túnel en busca de heridos, deseando que entre los escombros se encontrase el hombre de la serpiente tatuada.

No tuvo suerte.

Cuando alcanzó la salida, no quedaba rastro de los hombres que le buscaban. Se alegró por su fortuna, pero se lamentó por Blanca, a la que hubo de estrangular para que no cacareara.


De regreso a Würzburg, una doméstica informó a Hóos de que Theresa había salido en compañía de su madrastra; esta última a recoger algo de ropa, y la joven, a vagabundear por los jardines de la fortaleza. Hóos dejó las armas, se lavó la cara y salió al encuentro de Theresa.

La descubrió sentada sobre un tocón en uno de los huertos. Se acercó por la espalda y rozó suavemente su cabello. Ella se volvió sorprendida, mostrando en su semblante una triste sonrisa. Cuando le confesó que necesitaba encontrar a su padre, él le prometió ayudarla.

Cruzaron el claustro bajo las arcadas para protegerse del viento. Hóos cogió unas flores con las que elaboró un torpe adorno para su cabello. Theresa olía a limpio y a hierba mojada. Mientras caminaban, ella se arrimó a él, que le deslizó una mano por la cintura y susurró que la quería. Theresa cerró los ojos para no olvidar nunca aquellas palabras.

Corrieron a la habitación que le habían asignado deseando que nadie les interrumpiera. No encontraron ni un alma. Ella entró primero y él cerró la puerta a sus espaldas.

Hóos la besó apasionadamente y a ella le gustó. Él recorrió su cuello, su nuca, su barbilla. La estrechó entre sus brazos como si quisiera retenerla para siempre. Theresa percibió el calor de su cuerpo, su respiración agitada, sus labios atrevido descubriendo a cada instante un nuevo rincón tembloroso. Hóos trazó en ella caricias impúdicas, notando cómo la piel de la muchacha se erizaba, cómo a cada beso su ansia se expandía. Sintió la turgencia de sus pezones palpitando bajo sus ropas. Deslizó la boca hasta sentir su suavidad casi vergonzosa. Ella permitió que la desnudara, que su lengua la envolviera, que la calentara con sus susurros. A cada instante le deseaba más, a cada caricia anhelaba otra más prohibida.

Vibró cuando el sexo de él rozó su intimidad.

Se avergonzó al pedirle entre gemidos que la penetrara. Él entró en ella despacio, abriéndose paso con lujuria. Ella le apretó. Sus piernas le rodearon sintiendo su enervación, sus movimientos, cada poro de su piel. Se acompasó a él siguiendo sus caderas. Lo quería dentro de ella, cada vez más rápido, más fuerte. Le susurró que siguiera, que no parase nunca, mientras sus mejillas encendidas transformaban su cara en la de una cualquiera. Luego, poco a poco, una marea sacudió su vientre una y otra vez hasta hacerla enloquecer.

Él la amaba y ella le correspondía. Cuando Hóos se retiró, ella acarició sus hombros, sus brazos fuertes, y la extraña serpiente que lucía tatuada sobre su muñeca.


Cuando Theresa despertó, encontró a Hóos ya arreglado y regalándole una sonrisa. Se dijo que el jubón de cuero y los pantalones de lana teñida le sentaban como a un príncipe. El joven le informó que debía acudir a los almacenes reales para colaborar en el reparto del racionado, pero en cuanto terminase, regresaría para seguir besándola. Ella se desperezó y le pidió que la abrazara. Hóos endulzó sus labios con un beso. Luego acarició sus mejillas y después abandonó la estancia.

Al poco llamaron a la puerta. Theresa supuso que sería Hóos de nuevo y corrió medio desnuda, pero al abrir se dio de bruces con el rostro grave de Alcuino. El fraile pidió entrar y ella accedió mientras se cubría. El hombre paseó su espigada figura por la habitación antes de detenerse y propinarle una bofetada.

– ¿Se puede saber qué pretendes? -le espetó indignado-. ¿Piensas que alguien creerá lo del milagro si andas refocilándote con el primero que se cruce ante tus piernas?

Theresa enrojeció de vergüenza mientras le miraba atemorizada. Nunca le había visto tan alterado.

– ¿Y si te hubiese visto alguien? ¿Y si ese Hóos va por ahí contándolo?

– Yo… yo no…

– ¡Por Dios santísimo, Theresa! Tu madre acaba de confesarme que le ha visto salir de tus aposentos, así que no vengas ahora haciéndote la remilgada.

– Lo siento… -Rompió a llorar-. Yo le quiero.

– ¡Oh! ¿De modo que le quieres? ¡Pues cásate con él y ponte a parir hijos! Y ya puestos, vete antes al mercado y proclama a los cuatro vientos que te ayuntas con Hóos; que la recién resucitada ha encontrado un ángel más placentero, y que la capilla que quieren erigirte se la dediquen a la santa puta.

Alcuino se sentó consumido por los nervios. Ella no supo qué decir. Él tableteaba los dedos contra la silla mientras la escrutaba de arriba abajo. Finalmente se levantó.

– Debes dejar de verle. Al menos durante un tiempo. Hasta que se aplaquen los ánimos y nadie se acuerde del incendio.

Theresa asintió azorada.

Alcuino asintió varias veces con la cabeza. Luego la bendijo y salió de la habitación sin decir nada.

Instantes después se presentó su madrastra. Rutgarda, que había pernoctado en casa de su hermana, aguardaba fuera a que Alcuino se retirara. Entró sin saludar a su hijastra pero clavándole la mirada. Aunque Rutgarda era mucho más baja, cogió por los hombros a Theresa y la sacudió con fuerza. Le dijo que era una mujerzuela sin cabeza. Con su comportamiento no sólo se ponía en peligro ella, sino que daba alas a quienes acusaban a Gorgias de ser un asesino. Le espetó tantas cosas horribles que Theresa ansió quedarse sorda. Ella amaba a su padre, pero la situación comenzaba a sobrepasarla. Deseaba que Würzburg se desvaneciera, que hasta el último de sus habitantes desapareciera y la dejasen a solas con Hóos. No le importaba lo que dijesen, lo que pensasen o lo que les ocurriera. Sólo quería estar junto a él. Saldría de la fortaleza y le pediría a Hóos que abandonaran aquel terrible lugar, que la acompañara a Fulda, donde sus tierras y sus esclavos les proporcionarían una nueva vida. Allí envejecerían tranquilos, sin más miedos ni mentiras.

Sin detenerse a reflexionar, dejó a Rutgarda plantada y corrió hacia el exterior de la fortaleza. Antes de salir se cubrió con un hábito viejo, y aprovechando la salida de un grupo de domésticos se confundió con ellos y traspuso los muros para encaminarse hacia los graneros.


Los almacenes reales se afianzaban sobre un picacho en el extremo norte de la ciudad, defendidos por un grueso murallón y conectados a la fortaleza mediante un pasaje subterráneo. El acceso habitual se realizaba a través del túnel, y sólo en caso de necesidad, se abrían los portalones que comunicaban con las calles de la ciudadela. Para cuando Theresa llegó a sus inmediaciones, una multitud abarrotaba el portalón de entrada, a la espera de que comenzara el reparto del racionado. Sin embargo, ya era tarde para echarse atrás. Hóos estaría en el interior del almacén, y la única forma de acceder pasaba por esperar a que se abriera la puerta. Sin darse cuenta se vio arrastrada por el enjambre de personas que empujaban hacia la entrada. La gente, provista de bolsas y talegas, chillaba y se peleaba en un vaivén humano que amenazaba con echar abajo las puertas. De vez en cuando, los empellones de los más violentos abrían claros que enseguida eran ocupados por la turba. Llegado un punto, la joven se convirtió en un pelele a merced de los empujones. Theresa pensó que moriría aplastada. En un envite perdió la capucha y alguien la reconoció.

Como por ensalmo, se abrió un hueco en torno a ella. Los lugareños dejaron de empujar y miraron absortos la figura de Theresa. Ella no supo qué hacer, hasta que de repente, de entre la multitud surgió una voz amenazadora.

A fuerza de gritos, el percamenarius logró que la gente se apartara. Luego se acercó a Theresa, que permanecía inmóvil, hipnotizada como un ratón ante una culebra. Al llegar donde se encontraba, Korne se agachó como si fuera a reverenciarla, pero en lugar de eso agarró una piedra y la golpeó en la cabeza. Por fortuna, un grupo de lugareños impidió que lo repitiera, mientras otro de mujeres trasladaba a Theresa hasta las puertas del almacén. Allí, dos soldados se hicieron cargo de ella.

Al poco apareció Hóos acompañado de Zenón, a quien habían avisado porque a Theresa no dejaba de sangrarle la cabeza. El físico extrajo de su talega unas tijeras mugrientas con las que intentó cortarle el pelo, pero Theresa no se dejó, de modo que hubo de emplear un peine tallado para separar el cabello y dejar a la vista la pequeña brecha. Zenón comprobó que no revestía gravedad, pero le aplicó un licor que la hizo gritar de escozor. Luego tapó la lesión con una compresa de agua fría.

Mientras el físico apretujaba el paño contra su cabeza, ante ella relampagueó un collar de gemas que le resultó familiar. Esperó a que Zenón se alejara para cerciorarse, pero el hombre se mantuvo incorporado ocultando el adorno con sus meneos. Finalmente, al agacharse para recoger su instrumental, volvió a mostrar el collar de rubíes. A Theresa se le encogió el corazón: era el colgante de su padre.

Esperó a que Hóos se despistara para correr tras Zenón, a quien dio alcance en el corredor que comunicaba el almacén con la fortaleza. En el pasadizo, la luz aparecía y desaparecía de antorcha en antorcha. El físico caminaba despistado, con su habitual parsimonia mezcla de embriaguez y apatía. Cuando Theresa le abordó, Zenón se giró sorprendido, pero su extrañeza alcanzó el estupor cuando Theresa le agarró por la pechera.

– ¿De dónde lo has sacado? -le espetó.

– Pero ¿qué demonios te pasa? -Y la apartó de un empujón que la hizo caer al suelo.

La joven se levantó y volvió a amenazarle.

– ¡Maldita loca! ¿Te ha trastornado la pedrada?

– ¿De dónde has sacado ese collar? -repitió.

– Es mío. Y ahora quita de en medio o tendrás que recoger tus dientes del suelo.

Theresa clavó en él sus ojos.

– Conoces a Hóos Larsson, ¿verdad? Está ahí, en el extremo del túnel. -Se rasgó con violencia el vestido hasta dejar al aire uno de sus pechos-. Contesta ahora mismo o gritaré hasta que te mate.

– ¡Por Dios! Cúbrete. Conseguirás que nos quemen en la hoguera.

Theresa intentó gritar pero Zenón le tapó la boca. Sin embargo, el físico temblaba como un perro apaleado y miró a los ojos de la joven suplicándole que callara. No la soltó hasta que ella aceptó con la mirada.

– Me lo dio tu padre -confesó-.Y ahora déjame en paz, condenada.

Antes Theresa le obligó a que le aclarara las circunstancias del encuentro con su padre. A regañadientes, Zenón le dijo que, a instancias de Genserico, había atendido a Gorgias en un granero abandonado. Añadió que él sólo intentaba ayudar, asegurándole que su padre le entregó el collar como pago por sus servicios. No obstante, evitó mencionar que le había amputado el brazo. Cuando Theresa se interesó por su paradero, él no supo contestarle, así que ella le exigió que la condujera al lugar donde lo había auxiliado.

Zenón intentó zafarse, pero la muchacha se lo impidió. De pronto el físico cambió el semblante.

– Bonitas tetas -dijo con una risita bobalicona.

Theresa retrocedió cubriéndose el pecho. De haber podido, lo habría abofeteado.

– ¡Escúchame bien, boñiga concagatus! Me llevarás a ese lugar ahora, y si se te ocurre rozarme, juro por Dios que haré que ardas en la hoguera.

Theresa dudó del efecto de sus amenazas, pero cuando agregó que le acusaría de haber robado a su padre, el físico se enderezó como si le hubieran metido un palo por el trasero. Entonces borró su sonrisa estúpida y accedió a escoltarla.

Después de arreglarse el hábito, la joven le arrebató la talega para hacerse pasar por su ayudante. Siguió al físico, y abandonaron la fortaleza por una puerta lateral sin que nadie les importunara.

Caminó tras un Zenón más nervioso que nunca, como si ansiara llegar al almacén y acabar de una vez con aquella pantomima. Cuando alcanzaron las inmediaciones de la cabaña, el físico se detuvo. Se la señaló con el brazo e hizo ademán de volverse, pero Theresa le exigió que aguardara. Zenón obedeció de mala gana.

La joven se acercó a una construcción medio devorada por la maleza que parecía que se derrumbaría con tan sólo rozarla. Al empujar la puerta, un enjambre de moscas acompañó el hedor que provenía del interior. Entró despacio, sacudiéndose la nube de bichos que zumbaba a su alrededor mientras las arcadas le revolvían el estómago. Sintió náuseas y vomitó. Pese a ello, avanzó en la oscuridad en busca de un indicio que le condujera a su padre. De repente tropezó con algo. Bajó la vista y el corazón se le aceleró. Entre la hojarasca caída, un brazo putrefacto sembrado de insectos descansaba enhiesto como si clamara venganza.

Theresa salió aterrada y volvió a vomitar. El odio y el dolor la dominaban.

– ¿Lo mataste, canalla? -Le golpeó el pecho con los puños-. ¿Lo mataste para robarle? -lloró desconsolada.

Zenón intentó calmarla. No recordaba que había abandonado en el suelo el brazo amputado, así que se vio obligado a contarle la verdad. Theresa lo escuchó y le miró desconcertada.

– No sé qué sucedería después -se disculpó él-, pero Gorgias seguía vivo. Genserico me pidió que les trasladara a otro lugar, yo le obedecí y regresé al pueblo.

– ¿Adonde le llevaste?

Zenón escupió antes de mirar fijamente a Theresa.

– Te acerco y me largo.


Avanzaron bordeando las murallas hasta un punto donde las defensas se intrincaban siguiendo los caprichos de un risco. Zenón le indicó el lugar donde la frondosidad de la hiedra ocultaba un acceso. Al otro lado del muro se adivinaba el perfil de un edificio que Theresa juzgó parte de la fortaleza. En ese instante, el físico se dio la vuelta y la dejó sola, plantada frente a la puerta.

Le costó forzar la entrada porque la humedad había hinchado la madera hasta aprisionarla contra el quicio de piedra. Sin embargo, al tercer empujón la puerta cedió, dando acceso a una capilla en la que parecía, haber acontecido una pelea. La luz de la entrada se derramaba sobre los muebles, que yacían caídos por el suelo, mientras el aire elevaba en pequeños remolinos restos de pergamino como si fueran hojarasca. Examinó cada rincón sin hallar nada que pudiera ayudarla, hasta que de repente advirtió la portezuela que comunicaba con la celda donde su padre había permanecido encerrado. Entró con cautela. Allí encontró, desordenado, abundante material de escritorio que enseguida reconoció como perteneciente a Gorgias.

Con el alma en vilo, voló hacia el códice de cubiertas esmeralda en que su padre solía guardar los documentos de importancia. «Si alguna vez me sucede algo, busca en su interior», le había dicho a menudo.

Lo guardó sin examinarlo. Luego recogió cuantos pedazos de pergamino encontró por la estancia. También se apoderó de un estilo, las plumas y una tablilla de cera. Echó un último vistazo y después salió corriendo como si el diablo quisiera arrebatarle el alma.

Al llegar a la fortaleza hubo de avisar a Alcuino para que le franquease el acceso. Cuando el fraile le preguntó de dónde venía, ella bajó la cabeza e intentó escabullirse, pero él la condujo del brazo hasta un rincón apartado.

– ¡De buscar a mi padre! ¡De ahí vengo! -respondió la muchacha, retirándole la mano.

Alcuino la creyó. Comprendió que no podría retenerla indefinidamente.

– ¿Y qué has averiguado?

Ella negó con la cabeza. Alcuino advirtió entonces la herida de la pedrada que le había propinado Korne. Theresa le informó del episodio, y él le pidió que lo siguiera.

Ya en el scriptorium, esperó a que se sentara. Luego se paseó en silencio, como si dudara en contarle lo que estaba sucediendo.

– Está bien -se decidió el fraile-. En cierta ocasión te hice prometer una cosa y faltaste a tu palabra. Ahora preciso saber si estás dispuesta a guardar un extraordinario secreto.

– ¿Otro milagro? Perdonad, pero estoy harta de vuestras mentiras.

– Escúchame. -Se sentó-. Hay ciertas cosas que aún no comprendes. El amor ni es puro, como tú lo imaginas, ni viciado porque yo lo diga; los hombres no son protervos y pecaminosos, ni inmaculados y compasivos. Sus acciones dependen de sus ambiciones, de sus deseos y anhelos, y en ocasiones, en más de las que puedas imaginar, de la presencia del maligno. -Se levantó de nuevo y deambuló por el scriptorium-. Existen tantos matices como variaciones en el cielo; a veces tibio y soleado, proveedor de cosechas y calidez; otras gélido y tormentoso, como el más mortal enemigo. ¿Qué es verdad y qué es mentira? ¿Las acusaciones que Korne vierte contra ti, confirmadas por sus parientes y amigos, o tu verdad, la que crees absoluta y exenta de culpa alguna? Dime, Theresa, ¿no habita en ti un punto de rencor? ¿No alberga tu alma la sombra del resentimiento?…

Theresa sabía perfectamente quién era el culpable, pero prefirió mantenerse callada.

– Respecto a los milagros -prosiguió Alcuino-, podría afirmar que aún no he visto ninguno. O al menos, no de esa clase que imaginan los necios. Pero piensa sobre esto: ¿cómo asegurar que realmente no resucitaste? ¿Cómo ignorar que un manto protector te sacó de aquel infierno y te guió por las montañas? Que te envió a Hóos, y a aquel trampero para que te salvaran, o a la prostituta que te acogió, e incluso a mí mismo cuando buscabas un médico. ¿De veras crees que Dios no anduvo de por medio? -La miró fijamente-. Al fin y al cabo, yo no he hecho más que protegerte. Con la mentira de un milagro, sí, pero te aseguro que guiado por el Altísimo. Él ha previsto para ti un destino que desconocías y que ahora te será revelado. Un destino en el que Gorgias, tu padre, siempre estuvo involucrado.

Theresa escuchaba ensimismada. Había cosas que no comprendía, pero el discurso parecía sincero. Alcuino se acercó a la mesa que su padre empleaba y apoyó ambas manos sobre ella, Al retirarlas, sus huellas quedaron marcadas sobre el polvo.

– Tu padre trabajaba aquí, en este mismo puesto. Aquí pasó sus últimas semanas elaborando un documento de incalculable valor para la cristiandad. Ahora responde: ¿estás dispuesta a prestar un juramento?

Theresa, aunque asustada, asintió. Repitió con Alcuino que jamás, bajo pena de castigo eterno, referiría nada de cuanto supiese sobre aquel documento. Lo juró sobre una Vulgata que luego besó con devoción. Prometió que Hóos nunca sabría nada de ello. Alcuino tomó la Biblia y la dejó sobre el lugar en que había impreso sus huellas. Luego miró las dejadas por los estilos de Gorgias y le pidió a Theresa que las observara.

– Según Wilfred, tu padre desapareció hará un mes, y Genserico apareció muerto hace dos semanas. Ahora bien, mira estas marcas. ¿Qué ves?

Theresa las examinó con detenimiento. Aparecían las manos de Alcuino impresas sobre la mesa, una fila de punzones y dos marcas pequeñas y alargadas.

– No sé… huellas en el polvo.

– Así es, pero observa con detenimiento: las de las manos que acabo de dejar aparecen impolutas. Sin embargo estas otras dos -señaló las alargadas-, que sin duda por su forma corresponden a dos punzones, ya comienzan a cubrirse de una ligera capa de polvo. Y aun así…

– ¿Sí?

– Entre ellas son diferentes. No por su forma, que es algo obvio, sino por la cantidad de polvo que acumulan. La de la izquierda, algo más grande, muestra más que la derecha. -Se dirigió al cajón donde Wilfred conservaba el estilo que habían encontrado clavado en Genserico, lo cogió y lo hizo coincidir sobre la huella pequeña-. Como ves, este velo de polvo es más fino, lo cual nos conduce a que el estilo que sostengo en mi mano, el que acabó con la vida de Genserico, fue tomado de la mesa con posterioridad al punzón mayor que descansaba sobre esta otra. -Fue hasta una mesa cercana en la que había varios libros y retiró uno-. En cambio, estas marcas de libros muestran una cantidad de polvo similar a la del punzón más grande. Wilfred me aseguró que el día que desapareció tu padre, también lo hicieron los códices y los punzones. Sin embargo, la menor cantidad de polvo depositada sobre el punzón pequeño, el que apareció clavado en Genserico, indica que en realidad fue sacado del scriptorium bastantes días después.

– Y eso significa…

– Fíjate bien: en el scriptorium no sólo faltan libros. También tinteros, secante, plumas… Justo lo que necesitaría tu padre para elaborar el documento. Y curiosamente, todas las huellas muestran una capa de polvo similar a la del punzón grande, lo que nos permite deducir que material y punzón fueron retirados en el mismo momento. En ese caso, no tendría sentido que luego desapareciera el estilo pequeño, máxime, considerando que tras la desaparición de tu padre, Wilfred clausuró el scriptorium. Así pues, alguien distinto de Gorgias tomó ese punzón para atravesar a Genserico.

– Pero ¿por qué?

– Obviamente, para incriminar a tu padre. Es más. Tengo la certeza de que Genserico no murió apuñalado, sino que su asesino le clavó el estilo después de haberlo matado.

– Pero ¿cómo podéis asegurarlo? -preguntó extrañada.

– Verás: con la insólita excusa de aplicar unas reliquias al cadáver del coadjutor, extraje su ataúd y examiné su hábito. He de reconocer que si Genserico no hubiese sido un meón, le habrían enterrado con otras ropas, pero en fin, el caso es que fui afortunado… Durante el examen, hallé el orificio de entrada del punzón: traspasaba sus ropas a la altura del vientre. Una herida así le habría hecho morir desangrado, pero curiosamente el hábito apenas mostraba un pequeño cerco de sangre.

– No entiendo…

– Pues resulta bastante obvio. Un corazón vivo impulsa la sangre a través de la herida provocando la muerte por desangramiento, cosa que nunca ocurre en un cuerpo ya muerto.

– ¿Queréis decir que Genserico falleció de otro modo y luego intentaron simular un asesinato?

– No murió de otro modo. ¡Lo mataron de otro modo! -puntualizó.

Le relató cómo había examinado los restos de vómito hallados sobre la pechera, sin lograr discernir la naturaleza de la ponzoña.

– Porque eso es lo que seguro acabó con él. Alguna especie de veneno.

Theresa respiró aliviada. Pensó en contarle lo que había averiguado tras la excursión con Zenón, pero sin saber bien por qué, decidió esperar un rato. Mientras tanto, Alcuino, que recopilaba códices y ordenaba el scriptorium, continuó rumiando detalles sobre sus teorías.

– De tal forma que quien accedió al scriptorium, con toda probabilidad fue quien asesinó a Genserico -dijo de repente.

– ¿Os referís a Wilfred?

– El pobre Wilfred es un impedido. Además, no es el único que dispone de llaves. De hecho también las tenía Genserico.

– ¿Entonces?

– Eso es lo que pretendo averiguar…

Le explicó que antes de desaparecer, Gorgias trabajaba en un documento de vital importancia para los intereses de Carlomagno y el Papado. Un testamento del siglo IV en el que el emperador Constantino cedía a la Iglesia romana los Estados Pontificios, reconociéndole la capacidad de gobernar el mundo cristiano.

– Gorgias no concluyó el documento, una réplica del original que se encuentra deteriorado. Lo cierto es que necesitamos concluirlo, y para ello preciso a tu padre.

– ¿A qué os referís? -le interrumpió ella.

– A que es el único que puede acabarlo. De ahí que quiera proponerte un trato: tú permaneces en el scriptorium, trabajando en este borrador, y mientras yo me encargo de buscarlo.

– ¿Y qué tendría que hacer?

– Repasar el borrador… adecentarlo. Tal vez podamos emplearlo, en caso necesario. La verdad es que nadie más debería conocer de este asunto, y en estas circunstancias, dar con un amanuense que domine el griego, lo escriba con corrección, y en quien pueda confiar, resultaría complicado.

Alcuino le explicó en qué consistiría su trabajo y le reiteró la importancia de que no hablara del mismo.

– ¿Ni siquiera con Wilfred?

– Ni con él, ni con nadie. Trabajarás sola en este scriptorium, y si te preguntan, contestarás que estás transcribiendo un salterio. Continuarás alojada en la fortaleza, vendrás por las mañanas y terminarás al anochecer. Mientras tú avanzas, yo buscaré a tu padre. No puede haber desaparecido.

Theresa se mostró de acuerdo. Finalmente comprendió que debía hablarle de Zenón. Aunque dudando, le contó el descubrimiento del brazo amputado y de la cripta en la muralla.

– ¿Amputado, dices? ¡Dios mío, Theresa! ¿Por qué no me lo has contado enseguida? -gritó desesperado.

Theresa intentó excusarse, pero Alcuino parecía haber oído al diablo. Maldecía y juramentaba mientras lanzaba pergaminos de un lado para otro. Finalmente se dejó caer sobre un sillón como un pelele desmadejado. Theresa no supo qué decir. Pasado un rato, el fraile se levantó con la mirada perdida.

– Entonces tenemos un problema. Un maldito problema -dijo con voz tranquila.

– ¿Qué problema? -preguntó asustada.

– ¡Pues que aunque encontremos a tu padre, no podrá concluir el trabajo! -gritó de nuevo como un poseso.

A Theresa se le escurrió la pluma entre las manos.

– ¿Y sabes por qué? -agregó él bramando-. Porque ahora es un inválido. Un manco inútil, incapaz de escribir un legajo.

En ese momento ella lo vio claro. Aquel fraile nunca había pretendido ayudar a su padre. Tan sólo perseguía ayudarse a sí mismo, y ahora que su padre ya no le servía, dejaría de buscarlo y se centraría en el documento. Lo odió con todas sus fuerzas y tuvo que contenerse para no clavarle el estilo. Pensaba que se lo hundiría, cuando de repente recordó el pergamino escondido en la talega de su padre. Tras un instante se dijo que aún vencería a aquel diablo.

Reunió el valor suficiente para proponerle un trato.

– Encontrad a mi padre y tendréis vuestro pergamino.

Alcuino la miró de soslayo y se volvió para seguir rumiando.

– ¿Es que no me oís? -Lo aferró por el hábito-. Os digo que yo puedo terminarlo.

El fraile sonrió con ironía, pero entonces Theresa agarró una pluma y comenzó a escribir rápido.


IN-NOMINE-SANCTAE-ET-INDIVIDUAL-TRINITATIS-PATRIS-SCILICET-ET-FILII-ET-SPIRITUS-SANCTI

– – -

IMPERATOR-CAESAR-FLAVIUS-CONSTANTINUS

Alcuino palideció.

– Pero ¿cómo diablos…? -La letra era limpia como la de su padre, y el texto copiado, un calco.

– Me lo sé de memoria -mintió-. Encontrad a mi padre y me ocuparé de completarlo.

Aún incrédulo, Alcuino aceptó. Le pidió que preparase una lista de lo que necesitara y luego le ordenó que regresara a sus aposentos.


Alcuino encontró a Zenón en la taberna de la plaza mayor, tumbado sobre el pecho de una mujerzuela y atiborrado de vino. Al verle llegar, la prostituta hurgó entre los bolsillos del físico y tras apoderarse de una moneda, abandonó la mesa sin despedirse. No era el lugar adecuado, así que Alcuino convenció a Zenón para que saliera del tugurio. Nada más pisar la calle, Alcuino le arrojó un cubo de agua que le despejó lo suficiente como para confirmar lo que Theresa le había contado.

– Os juro que no tengo nada que ver con Genserico. Le cercené el brazo a Gorgias, y listo -se defendió.

Alcuino apretó los dientes. Deseaba que Theresa se hubiera confundido, pero si realmente Zenón había intervenido a Gorgias, éste moriría sin remedio. El físico le confirmó que había sido Genserico quien le encargó que atendiera al escriba.

– Un Genserico a quien por cierto encontraron muerto al día siguiente -apuntó Alcuino.

Zenón lo admitió, aunque dudaba que Gorgias fuera el asesino.

– Perdió mucha sangre cuando le corté el brazo -meneó la cabeza.

Alcuino comprendió.

– ¿Notasteis algo extraño en el coadjutor? Quiero decir… ¿Percibisteis algún malestar; algún vahído? -El fraile deseó que el vino le aflojara la lengua.

– Ahora que lo mencionáis, parecía borracho, cosa extraña porque nunca bebía. Recuerdo que mencionó algo de que le escocía una mano. La tenía enrojecida, como llena de picaduras.

Zenón no le ofreció muchos más detalles. Tan sólo le confirmó la ubicación de la cabaña donde había intervenido a Gorgias y la entrada a la cripta. Luego, con paso vacilante, regresó a la taberna.


A Alcuino no le resultó difícil encontrar ambos lugares. En la cabaña no halló nada de interés, pero en la cripta recopiló numerosos indicios que le ayudaron a comprender lo que estaba sucediendo. De regreso a la fortaleza, observó junto a la puerta de entrada un enorme revuelo. Cuando preguntó qué sucedía, una mujer le informó que los guardias habían cerrado las puertas, impidiéndoles el acceso.

– Soy Alcuino de York -se identificó ante un centinela. El guarda le hizo el mismo caso que a un chamarilero.

– Por más que chille, no le abrirán -le aseguró un mozo que empujaba como un diablo.

– Ni entrar ni salir. No dejan transitar ni a sus propios soldados -afirmó otro que parecía más enterado.

Alcuino trepó hacia el montículo donde se apostaba el centinela, pero éste le propinó un varetazo. Mientras descendía, Alcuino se sorprendió maldiciendo al hombre que acababa de lastimarle. Varios campesinos se rieron de su enfado.

Pese a los rumores, nadie sabía realmente qué estaba sucediendo. Algunos decían que se había desatado la peste. Otros, que los sajones estaban atacando. E incluso alguno afirmó que seguían apareciendo muchachos muertos. Alcuino ya pensaba en acudir a la iglesia más cercana cuando sobre la muralla advirtió la presencia de Izam. Sin pensarlo se encaramó sobre un tonel y agitó los brazos. Izam lo reconoció y ordenó a sus hombres que le franquearan el paso.

– ¿Se puede saber qué ocurre? -protestó Alcuino una vez dentro-. Ese necio me ha golpeado -dijo señalando al de la puerta.

Izam lo cogió del brazo y le pidió que le acompañara. De camino a la sala de armas le confesó que el diablo se había adueñado de la fortaleza.

– No entiendo. ¿Las hijas pequeñas de Wilfred? ¿A qué os referís?

– Desde esta mañana nadie sabe de ellas.

– ¡Dios! ¿Y por eso todo este alboroto? Estarán en cualquier rincón, jugando con sus muñecas. ¿Habéis preguntado al ama de cría?

– Tampoco la encuentran -respondió apesadumbrado el joven.

Cuando llegaron a la sala, se toparon con un hervidero de sirvientes, soldados y frailes. La mayoría murmuraba en corrillos, a la caza del último comentario, mientras otros aguardaban desconcertados. Izam y Alcuino se dirigieron a la sala de armas, donde esperaba Wilfred. El hombre se debatía sobre sus muñones en su sillón con ruedas.

– ¿Alguna novedad? -le preguntó a Izam.

El joven apretó los dientes. Le informó que sus hombres controlaban todos los accesos y que había organizado batidas por las cuadras, los almacenes, los huertos y las letrinas… Si las niñas estaban en la fortaleza, sin duda las hallarían. Wilfred asintió de mala gana. Luego miró a Alcuino a la espera de alguna noticia.

– Acabo de enterarme -se disculpó éste-. ¿Ya habéis registrado sus habitaciones?

– Hasta detrás de las paredes. ¡Dios todopoderoso! Anoche parecían tan confiadas, tan tranquilas… Comento que las chiquillas dormían siempre con el ama de cría, una solterona que jamás había ocasionado problemas.

– Hasta ahora -añadió, y estrelló el vaso contra la chimenea.

Izam decidió que interrogarían a cuantos se encontraran en la fortaleza, en especial a los sirvientes y los allegados al ama de cría. Alcuino solicitó permiso para registrar las habitaciones y Wilfred ordenó a un doméstico que le acompañara.

Cuando Alcuino entró en la celda la halló completamente revuelta. Le preguntó al doméstico si tal desorden obedecía a la búsqueda de los hombres de Wilfred, hecho que éste confirmó, puntualizándole que el ama de cría era una mujer muy cuidadosa.

– ¿Estabas presente cuando registraron la habitación?

– En esta misma puerta.

– ¿Y cómo se encontraba antes de que entraran?

– Limpia y pulcra, como cada mañana.

Alcuino pidió al doméstico que le ayudara a recoger algunas de las prendas que yacían desperdigadas, la mayoría procedentes de dos baúles que los hombres de Wilfred habían vaciado buscando a saber qué cosa. El más grande pertenecía a las niñas, y el otro, al ama de cría. Emparejaron calcetines, zapatos y vestidos teniendo en cuenta los que pertenecían a las dos gemelas y los que eran del ama. Luego Alcuino se detuvo en el instrumental que descansaba sobre un aparador basto. Enumeró un plato de metal pulido que hacía las veces de espejo, un peine de hueso, varios cordeles, un par de fíbulas, dos frasquitos que parecían contener afeites, otro más diminuto con perfume de rosas, una pieza de jabón y una pequeña jofaina. Todos lucían perfectamente dispuestos, lo que coincidía con el carácter ordenado de la cuidadora. En la sala se ubicaban dos camas cuadradas de generoso tamaño; la perteneciente a la mujer, situada junto a la ventana, y la de las dos niñas al otro lado de la estancia. Alcuino se entretuvo en la primera, que olió y examinó como si fuera un perro de caza.

– ¿Sabes si el ama de cría se relacionaba con alguien? Quiero decir, ¿había algún hombre? -aclaró mientras extraía unos cabellos de entre las mantas.

– No, que yo sepa -contestó el doméstico, extrañado.

– De acuerdo -agradeció-. Ya puedes cerrar la estancia.


De camino al scriptorium se dio de bruces con una Theresa tan asustada que ni siquiera lo reconoció. Por lo visto, unos soldados habían entrado en su cuarto y lo habían revuelto todo. Alcuino le informó que las gemelas habían desaparecido y que por ese motivo habían clausurado la fortaleza.

– Pero mi madrastra está fuera.

– Supongo que restablecerán el tráfico en cuanto las niñas aparezcan. Ahora vayamos al scriptorium. Necesito que me ayudes en una cosa.

Descubrieron que el scriptorium también había sido registrado.

Alcuino ordenó los códices revueltos mientras Theresa trasladaba los muebles a su sitio. Cuando terminaron, el fraile se sentó y pidió a Theresa que le acercara una vela. Le informó de las novedades relativas a su padre.

– No es mucho, pero continúo en ello -se disculpó-. Y tú, ¿has avanzado?

Ella le enseñó el texto con dos párrafos nuevos. Cada noche, antes de dormir, leía el pergamino escondido en la talega de su padre y lo memorizaba.

– No es mucho, pero continúo en ello.

Alcuino refunfuñó. Luego extrajo un paño de su bolso y lo depositó sobre la mesa.

– ¿Pelos? -preguntó la muchacha.

– Así es. Con esta luz, mi vista no alcanza a distinguirlos. -Carraspeó como si le apurara reconocerlo-. Pero parecen distintos.

Theresa acercó tanto la vela que una gota de cera cayó sobre los cabellos. Alcuino le exigió cuidado y ella se excusó, atolondrada.

La joven diferenció tres tipos de pelos: unos morenos y finos; otros ligeramente rizados, más cortos y oscuros, y por último otros similares a los segundos, pero de un tono más cano.

– Los cortos son de… -se ruborizó.

– Sí, eso creo -confirmó Alcuino.

Cuando Theresa regresó de lavarse, aún conservaba el asco en su cara. Mientras se secaba las manos, el fraile le trasladó sus conclusiones.

Según parecía, el ama de cría era una mujer ordenada y meticulosa, sin amoríos conocidos y sólo preocupada por las niñas de Wilfred. Esta impresión se vería refrendada por su atuendo austero, su cara lavada y el interés con que atendía a las pequeñas. Sin embargo, en la habitación que compartía con las gemelas, Alcuino había encontrado adornos, afeites y perfumes, además de un vestido caro; algo más propio de muchachas con recursos y en edad casadera. El ama de cría ya era madura y su jornal no le permitiría adquirir aquellos artículos, de modo que tal vez para comprarlos hubiera recurrido a actividades ilícitas.

– Eso, o que fueran regalos -señaló.

En cualquier caso, agregó, se encontrarían ante una mujer no tan entregada a las niñas, máxime considerando que no le importaba compartir habitación y lecho con un hombre cano, seguramente calvo, no muy viejo y miembro de la clerecía.

– Pero ¿cómo podéis asegurarlo?

– Por los cabellos, desde luego. Los oscuros pertenecían al ama de cría, los largos a su cabeza y los rizados puedes imaginarlo. Los blanquecinos los supongo de varón, que sin duda era calvo, puesto que no se hallaron otros más largos. En cuanto a la edad, es obvio que no debe de ser muy viejo para revolcarse con tanta energía.

– ¿Y lo de pertenecer al clero?

– Por el olor a incienso de las mantas. Seguramente lo llevaba impregnado en su hábito.

Theresa asintió, sorprendida. Sin embargo, Alcuino no le concedió importancia. Luego continuó hablando de su encuentro con Zenón. Le comentó que, de algún modo, la cripta donde habían trasladado a Gorgias debía de comunicarse con el interior de la fortaleza. También se mostró convencido de que la habían utilizado para retener a su padre, por los platos hallados y los restos de comida.

En aquel instante alguien aporreó la puerta. Cuando Alcuino abrió, se encontró con un soldado que le informó que requerían su presencia.

– ¿Qué sucede?

– Han encontrado al ama de cría. Ahogada en el pozo del claustro.


Cuando Alcuino llegó al pozo, varios hombres izaban el cadáver con la ayuda de unas picas. Finalmente, el cuerpo hinchado de la mujer asomó por el pretil para desplomarse como un saco de tocino sobre el empedrado del claustro. Las ropas se le habían desabrochado dejando a la vista unos inmensos senos, fláccidos de dar el pecho a las niñas. Nada más apartarla, Izam se descolgó para inspeccionar el fondo del pozo. Cuando subió, confirmó a Wilfred que allí no estaban sus hijas. Luego trasladaron el cadáver a las cocinas, donde después de un somero examen Alcuino determinó que había muerto estrangulada antes de caer al pozo. Encontró sus uñas desportilladas, pero sin rastros de piel incrustada, lo cual significaba que podía habérselas estropeado durante el traslado. Examinó su sexo, comprobando que el vello coincidía con el encontrado en su jergón. Entre sus ropas no halló nada relevante. Portaba el atuendo propio de sus labores, un hábito oscuro protegido por un delantalón. Su rostro, aunque abotargado, se veía limpio; sin cremas ni afeites. Cuando terminó, autorizó a que la amortajaran. Después solicitó hablar con Wilfred a solas.

Ya en privado, informó al conde de sus hallazgos, los cuales sugerían que un miembro del clero habría seducido a la mujer para poder secuestrar a las niñas. Sin embargo, señaló que en su opinión, el ama de cría desconocía las intenciones de su amante.

– ¿Cómo podéis estar seguro?

– Porque de lo contrario ella habría preparado la huida y, sin embargo, sus pertenencias permanecían en su celda.

– Tal vez la atacaron. No sé, por Dios santísimo. ¿Y ese hombre del que habláis? ¿Tenéis alguna pista?

Le contó que era de mediana edad, padecía calvicie y tenía acceso a las capillas.

– Las mantas apestaban a incienso -le explicó.

– Mandaré detener a todos los curas. Como las haya tocado, ahorcaré a ese cabrón con sus propias tripas.

– Tranquilizaos, dignidad. Pensad que de haberlo pretendido, ya las habrían matado. No, vuestras hijas se encuentran a salvo. Y en cuanto a un deseo morboso, también lo descartaría. ¿Acaso no le habría resultado más fácil coger a cualquier otra chiquilla? Las hay a decenas, descarriadas por cualquier esquina.

– ¿Que me tranquilice? ¿Con mis hijas a merced de un desalmado?

– Os repito que si desearan causarles daño, ya habríamos tenido noticias.

– ¿Desearan? ¿Y por qué habláis en plural?

Alcuino le indicó que un solo hombre difícilmente habría podido cargar y esconder a las dos chiquillas. En cuanto al motivo, excluido el sexo ominoso y descartada la venganza, tan sólo restaría un objeto.

– ¿Queréis dejaros de adivinanzas?

– El chantaje, estimado "Wilfred. A cambio de sus vidas, pretenden conseguir algo que vos poseéis: poder… dinero… tierras.

– Voy a hacer que esos malnacidos se traguen sus propios cascabeles -bramó el conde tocándose los testículos. Los dos perros se agitaron y zarandearon la silla.

– De todas formas -reflexionó Alcuino-, bien podría ser que el clérigo del que hablamos tan sólo refocilara con el ama y no participara en el rapto.

– Y entonces qué aconsejáis. ¿Que me quede cruzado de brazos?

– Que aguardéis y os esmeréis en la búsqueda. Poned vigilancia a los sacerdotes y tomadles juramento; impedid el trasiego de personas y mercancías; elaborad una relación con aquellos que gozan de vuestra absoluta confianza y apuntad a quienes consideréis capaces de extorsionaros. Pero sobre todo, esperad a que los captores os comuniquen sus pretensiones, pues una vez que lo hagan, el tiempo correrá deprisa.

Wilfred asintió con la cabeza.

Acordaron comunicarse cualquier novedad en cuanto la conocieran. Luego el conde fustigó los perros y abandonó las cocinas. Solo en la sala de fogones, Alcuino miró a la pobre mujer desnuda. La cubrió con un saco y le hizo la señal de la cruz. Lamentó que sus apetitos carnales le hubieran arrebatado la vida.


Capítulo 27

El día transcurrió lento para Wilfred.

Izam y sus subordinados registraron graneros, pajares, almacenes, torres, pozos, túneles, fosos, pasadizos, altillos, bodegas, carros, fardos, toneles, baúles y armarios. Ningún lugar quedó a salvo. Todos los hombres fueron interrogados y registrados de pies a cabeza. Wilfred ofreció cincuenta arpendes de viñedos a quien le proporcionase algún dato sobre el paradero de sus hijas, y treinta más por las cabezas de sus captores. Se encerró en la sala de armas, desde donde exigió que a cada hora se le suministrasen informes con los resultados de las pesquisas. Mientras, con ayuda de Theodor, elaboró un listado de fieles y otro de adversarios. En el primero inscribió a cuatro, que paulatinamente fue eliminando. En el segundo anotó a tantos que desistió de contárselo a Alcuino.

A la caída del sol, Wilfred envió a sus hombres de batida. Durante la noche se escucharon peleas y gritos. Varios sacerdotes fueron torturados, pero al alba los soldados regresaron con las manos vacías.

El día siguiente resultó un calco del anterior.

A primera hora, Wilfred decretó la interrupción del reparto de grano hasta la resolución del secuestro. Igualmente ordenó el cierre de las murallas exteriores para impedir que ningún habitante abandonara la ciudad sin su conocimiento. Alcuino le desaconsejó las represalias indiscriminadas, pero el conde le aseguró que en cuanto el hambre acuciara al populacho, los captores serían delatados.


Desde el comienzo del secuestro Hóos se había implicado en las labores de rastreo. Había auxiliado a Izam, e incluso, aprovechando la confianza de Wilfred, se había postulado para registrar los graneros reales y los túneles anexos. Wilfred había excluido de entre los sospechosos a todos los recién llegados, pues consideraba que el secuestro de sus hijas llevaba tiempo planificado. De hecho, había aceptado la sugerencia de Alcuino de duplicar la búsqueda mediante grupos distintos, uno formado por sus hombres y el otro por los tripulantes del barco. Hóos encabezaba a los segundos.


Theresa añoraba las caricias de Hóos. Aún conservaba la intensidad de sus besos y el sabor de su piel. De vez en cuando se sorprendía apretándose las piernas, como si de aquella forma pudiera retenerlo. Sin embargo, desde su último encuentro apenas le veía. Él siempre andaba ocupado, y ella se levantaba temprano para acudir al scriptorium, del que no salía más que para comer en las cocinas.

Llegó a pensar que tal vez anduviera con otra mujer, y cuando le vio así se lo hizo saber. Él parecía atareado, pero aun así, a ella le molestó que se despidiera sin siquiera besarla.

Mientras Theresa progresaba en el scriptorium, Alcuino analizaba las denuncias que llegaban a la fortaleza. De entre todas, no faltaban las que referían haber visto a la difunta ama de cría practicar la hechicería, ni las que responsabilizaban a los lobos de la desaparición de las chiquillas. Algunas parecían bienintencionadas, pero la mayoría procedía de lugareños sin escrúpulos atraídos por la recompensa. Varios hombres habían sido apaleados por inventarse mentiras; sin embargo, una de ellas hacía referencia a la sustracción de unos patucos de la lavandería.

Alcuino interrogó al fraile enano, quien, efectivamente, le confirmó la pérdida.

– A veces se extravían prendas, pero con la ropa de las crías teníamos bastante cuidado.

Le aseguró que habían sido cuatro piezas, además de un par de paños de los utilizados en la cocina. Alcuino le dio las gracias y regresó al scriptorium convencido de que las gemelas continuaban en la fortaleza. En una reunión con Izam, Alcuino propuso que se vigilaran los almacenes y las cocinas.

– Si como sospecho, aún siguen aquí, tal vez sus captores necesiten comida.

– Eso es imposible. Hemos revisado hasta la última piedra.

– Y no os lo discuto, pero en este lugar hay más piedras que en una cantera.

Le pidió que apostase un guardia día y noche a la puerta del scriptorium, cosa a la que Izam accedió sin problemas. Asimismo, acordaron vigilar las cocinas y comunicarle las novedades a Wilfred por la mañana.

Aquella noche, aprovechando la ausencia de luna, varios lugareños hambrientos treparon por el murallón que protegía los graneros reales. Los asaltantes fueron rechazados, pero quedó patente que las medidas restrictivas de Wilfred pronto traerían consecuencias.

Al día siguiente, durante el desayuno, Wilfred apenas comió. Obvió los descubrimientos de Alcuino y ni siquiera prestó atención cuando le refirieron el incidente del asalto. Parecía ausente, como si alguna pócima le hubiera nublado la vista; sin embargo resolvió con lucidez reanudar el suministro de víveres y autorizar el trasiego de mercancías. Izam aplaudió una decisión que evitaría nuevos incidentes, si bien, como muchos otros, se preguntó a qué obedecía su cambio de actitud. Cuando Alcuino interrogó a Wilfred, éste rehusó contestar a sus preguntas. El fraile insistió, pero el conde le sugirió que continuara con el pergamino y se apartara de las pesquisas. En adelante, él mismo se encargaría de encontrar a sus hijas.

A lo largo de la tarde, la normalidad retornó a la fortaleza.

Poco a poco, los domésticos volvieron a sus quehaceres, se procedió al reparto de grano y comenzaron los preparativos para la primera partida de caza, la cual tendría lugar con la llegada de la primavera. Izam y sus hombres continuaron con las reparaciones del barco que habían dejado a medias, y los soldados de Wilfred abandonaron sus posiciones para regresar a las defensas.


Los celebrantes que acudían al oficio de sexta entraron en la iglesia de San Juan Cristosomo con la parsimonia de un ejército de ovejas. Encabezaba la procesión Flavio Diácono, tocado con un llamativo bonete cárdeno semejante al de un papa. Le seguía un séquito de clérigos ataviados como pavos reales, y a continuación las órdenes menores y los muchachos del coro. Cerraba la procesión una caterva de curiosos, fieles y muertos de hambre dispuestos a asistir a una eucaristía en la que se imploraría por la aparición de las gemelas.

Pronto el templo se llenó como un redil abarrotado. Cuando se cerraron los portalones, Casiano, el maestro de chantre, apremió a los muchachuelos para que afinaran sus gargantas. Luego solicitó autorización a Flavio y, una vez obtenida, abrió los brazos como un ángel para dar inicio al milagro del canto gregoriano. Los asistentes, en su mayoría clérigos, agacharon las cabezas cuando la primera antífona desembocó en una sinfonía de notas celestiales que hicieron vibrar los sillares de piedra. Casiano mecía sus brazos mientras las voces se arremolinaban y ascendían por las bóvedas, envolvían las columnas y reverberaban hasta erizar los cabellos. La música siguió danzando, fluyendo de aquellos querubines que convertían sus plegarias en arrullos de jilgueros.

De repente, una de las voces se quebró hasta convertirse en un aullido de terror. Los demás niños enmudecieron y toda la iglesia se volvió hacia el coro, donde los cantores retrocedían como si huyesen de un apestado. Delante de ellos, tendido en el suelo, Korne, el percamenarius, vomitaba entre estertores lo poco que le restaba de vida. Para cuando Alcuino quiso atenderle, el viejo ya había fallecido.

Trasladaron el cuerpo a la sacristía, donde Flavio le aplicó los óleos sagrados en un último intento por resucitarle. Pese a sus esfuerzos, el cadáver no se movió. Alcuino observó que lucía la cabeza rapada, canas en el pubis y apestaba a incienso. Sus ojos aparecían desencajados y de su boca aún emanaba una espuma blanquecina. Al examinar sus manos encontró dos pinchazos en la palma derecha.

Cuando informó a Wilfred, éste continuó apurando el muslo de pollo que sostenía con las manos. Tras arrojar el hueso a los perros, miró a Alcuino con indiferencia mientras se limpiaba la boca con la manga. El fraile le informó del hallazgo de una mordedura de serpiente en la mano derecha de Korne.

– Que lo entierren fuera del claustro -fue lo único que comentó.

– No lo entendéis -insistió-. En esta época no hay reptiles.

– Würzburg está lleno de serpientes. -Y miró hacia otro lado.

Alcuino no comprendió. No sólo acababa de señalarle las coincidencias entre la muerte de Genserico y la del percamenarius, sino que además le había relatado los detalles de los cabellos canos, el hecho de que estuviera rapado y, más importante, que cada mañana, después de desayunar en las cocinas, Korne acompañaba a las gemelas a las clases de canto. Cualquier otro en su lugar habría dado saltos de alegría incluso estando lisiado y, sin embargo, Wilfred permanecía impasible, como si su destino estuviese de alguna forma ya trazado. De nada le sirvió a Alcuino afirmar que, con toda probabilidad, Korne era el secuestrador de las gemelas. Wilfred le despidió sin levantar la cabeza.

Al marcharse, el fraile advirtió lágrimas en la mirada del conde.


De camino a sus aposentos, Alcuino se preguntó sobre la extraña reacción de Wilfred. A su juicio, tal melancolía sólo podía obedecer a una demencia temporal ocasionada por la pérdida de sus hijas, si bien, curiosamente, el delirio no parecía afectar al resto de sus facultades. En consecuencia, resultaría sensato considerar que su comportamiento no era causal, sino premeditado, y que en ese caso provendría del conocimiento previo de un vínculo entre ambas defunciones: la de Genserico y la del percamenarius.

Poco después acudía a la habitación de Korne, quien desde que ardieran los talleres había residido en la fortaleza. La estancia no difería mucho de aquella en que él mismo se alojaba: disponía de un camastro, una mesa burda pegada a un poyete bajo la ventana, unas baldas sobre las que descansaba un hábito de trabajo, unos cuantos cueros, y el habitual cubo para las evacuaciones. Miró dentro del recipiente y se apartó con asco. Luego se agachó para rastrear el suelo, donde tanteó hasta toparse con lo que le pareció una cuenta de collar. Sin embargo, a la luz apreció que el pequeño guijarro blanco con un círculo azul pintado era en realidad un ojo de una muñeca de las gemelas. Le mortificó reconocer que el olor a incienso le había hecho seguir una pista equivocada.

De inmediato se dirigió al scriptorium, donde encontró a una Theresa inusualmente torpe con la pluma. Generalmente la joven practicaba el texto a copiar en un pergamino viejo antes de emprender la escritura definitiva, pero aquella tarde sus trazos chorreaban como si los pintase con brocha. Aunque Alcuino la amonestó, intuyó que sus errores provenían no de su impericia, sino de algo que le preocupaba.

– Es por Hóos -acabó por confesar-. No sé si es que le habéis reprendido, pero desde la última noche… -Se sonrojó-. En fin, que parece cambiado.

– Pues no; no he hablado con él. ¿A qué te refieres con que ha cambiado?

La joven derramó unas lágrimas y le contó que Hóos la rehuía. Aquella misma mañana, tras encontrarse casualmente con él, la había rechazado de malas maneras.

– Incluso temí que me pegara -sollozó.

– A veces los hombres nos comportamos rudamente -dijo él, intentando consolarla-. Es cuestión de naturaleza. Si en ocasiones las circunstancias enturbian el ánimo de los tranquilos y oscurecen el entendimiento de los instruidos, ¿qué no harán con quienes se solazan en los apetitos más bajos?

– No es eso -se quejó ella como si Alcuino no entendiera nada-. Fue algo extraño en su mirada.

Alcuino asintió palmeándola en la espalda. Luego, mientras recogía sus notas, se dijo que bastante tenía con la desaparición de las niñas como para, además, tratar de razonar con una joven enamorada.

Le preguntó cómo iba con el pergamino.

– Ya casi lo he terminado -contestó-. Sin embargo, debo confesaros algo que me tiene preocupada.

– Te escucho.

Theresa fue a buscar algo y regresó con un códice esmeralda que depositó frente a Alcuino.

– ¡Aja! Una Vulgata -comentó el fraile mientras la hojeaba.

– Es la Biblia de mi padre. -La acarició con ternura-. La encontré en la cripta donde lo encerraron.

– Bonito ejemplar. En griego, además.

– No sólo eso. -Cogió la Vulgata y la abrió aproximadamente por el centro-. Antes del incendio mi padre me dijo que si le sucedía algo, mirase en su interior. Entonces no entendí a qué se refería; es más: ni siquiera imaginé que pudiera sucederle nada. Pero ahora creo que mientras trabajaba para Wilfred, comenzó a temer por su vida.

– No comprendo. ¿A qué te refieres?

Levantó el códice y forzó el lomo hasta dejar un hueco entre éste y los cuadernillos. Luego introdujo los dedos y sacó un trozo de pergamino que desplegó mostrando su contenido.

Ad Thessalonicenses epistula i Sancti Pauli Apostoli. 5,21. «Omnia autem probate, quod bonum esttenete» -leyó-. «Examinadlo todo; retened lo bueno» -tradujo.

– Ya. ¿Y qué significa? -preguntó él extrañado.

– En apariencia, nada, así que hice lo que decía la cita: dejarme los ojos examinando la Biblia. Ahora mirad aquí. -Señaló un párrafo.

– ¿Qué es? No lo distingo.

– Precisamente casi no se aprecia. Mi padre debió de diluir la tinta con agua para que apenas se marcara, pero si os fijáis, advertiréis que entre renglón y renglón, tan tenue como el rocío, hay escrita una reseña.

Alcuino acercó la nariz pero no consiguió distinguir nada.

– Interesante. ¿Y qué dice esa reseña?

– Aún estoy confusa. Son datos y más datos sobre la Donación de Constantino. Pero creo que mi padre descubrió algo extraño en ella.

Alcuino tosió y la miró con sorpresa.

– Entonces lo mejor será que me ocupe yo de este códice -determinó-. Y ahora, procura acabar tu trabajo. Yo continúo buscando a tu padre.

Cuando el fraile se marchó, ella se sintió abandonada. Añoraba un hombro en el que poder refugiarse; alguien en quien confiar.

Sin pretenderlo, pensó en Izam. ¡Era tan distinto a Hóos! Siempre atento y educado, siempre dispuesto a ayudarla. Se juzgó sucia por imaginarlo, pero no era la primera vez que su recuerdo le asaltaba. Su hablar pausado, su voz cálida, sus ojos amables… Pese a amar a Hóos, a veces se sorprendía recordando a Izam, y eso la incomodaba.

Volvió al extraño comportamiento de Hóos, preguntándose el porqué de su conducta. Ella confiaba en él. En verdad le quería. Pensaba que en un futuro irían a Fulda, donde formarían una familia con niños fuertes y sanos a los que ella cuidaría e instruiría. Tal vez adquiriesen una casa de piedra grande, incluso con las cuadras fuera. La decoraría con cortinajes para que Hóos la encontrase acogedora, y perfumaría las estancias con romero y lavanda. Se preguntó si él se habría planteado aquellas cuestiones, o por el contrario existiría otra mujer y habría olvidado que ella le amaba. Finalmente se volvió hacia sus pergaminos para continuar la copia, pero al segundo renglón volvió a pensar en Hóos, y supo que hasta que no hablase con él, no lograría hacer nada bien.

Dejó de escribir, limpió el instrumental, y abandonó el scriptorium dispuesta a recuperar al hombre que amaba.

El mismo soldado que vigilaba el scriptorium le informó que encontraría a Hóos Larsson en el túnel que comunicaba los almacenes con la fortaleza. Cuando Theresa llegó a la galería, lo halló cargando unos sacos de trigo sobre una carreta. Al principio Hóos se mostró remiso, pero cuando ella insistió, dejó lo que estaba haciendo para atenderla.

Ella le habló de sus ilusiones y sus necesidades. Le contó que soñaba con despertar cada mañana a su lado, coserle la ropa, limpiar la casa y el huerto, aprender a cocinar para atenderle como se merecía… Incluso le pidió perdón por si, sin pretenderlo, hubiese cometido alguna torpeza. Él, sin embargo, la escuchó distante, como impaciente por que terminara. Cuando ella le exigió una respuesta, Hóos se refugió en las pocas horas que había dormido por intentar localizar a su padre. Le informó que había interrogado a media ciudad, escudriñado cada rincón, pero que era como si se lo hubiera tragado la tierra. Sus palabras la conmovieron.

– Entonces, ¿aún me quieres?

Por toda respuesta, Hóos la besó, haciendo que sus temores se desvanecieran. Theresa se sintió feliz. Aún abrazados, ella le refirió el episodio de Zenón y cómo éste la había guiado hasta la cripta.

– Pero ¿por qué no me lo contaste antes? -Se separó sorprendido.

Theresa alegó que él siempre andaba ocupado. Además, le horrorizaba que alguien la escuchase e intentase capturar a su padre.

– Le acusan de asesinato -adujo.

Hóos le confirmó que lo sabía, pero Theresa insistió en que su padre era inocente. Zenón le había amputado un brazo y podía atestiguarlo. Luego rompió a llorar desconsolada. Hóos se mostró atento, abrazándola con dulzura. Le acarició el pelo mientras le aseguraba que a partir de ese momento todo cambiaría, e insistió en que le disculpara por su conducta tan necia. Le explicó que los acontecimientos le habían abrumado, pero que la quería con locura y la ayudaría a encontrar a Gorgias.

– Visitaré la cripta de la que hablas. ¿Alguien más conoce su paradero?

Le respondió que sólo Alcuino estaba al corriente de su existencia.

Hóos sacudió la cabeza mientras le repetía que desconfiara. Luego le pidió que volviera al scriptorium. En cuanto averiguara algo, pasaría a recogerla.

De camino al scriptorium, Theresa recordó que, según Alcuino, Genserico ya estaba muerto cuando fue acuchillado, y al instante se dijo que Hóos debería conocer aquel extremo. Había jurado a Alcuino guardar silencio, pero en realidad tal juramento atañía al documento, no a un asunto que podría resultar vital para su padre. Así pues, retrocedió hasta la parte del túnel donde había dejado a Hóos, para descubrir que en el lugar sólo quedaban unos sacos de grano abandonados. Extrañada, miró alrededor y observó una portezuela lateral de la que procedían unas voces. Empujó la puerta y avanzó por un estrecho corredor en cuyo fondo le pareció distinguir dos siluetas tenuemente iluminadas. Una de ellas aparentaba ser un clérigo. La otra pertenecía a Hóos Larsson. Continuó hasta que, sorprendida, advirtió que discutían sobre ella.

– Te repito que esa joven es un problema. Si conoce la ubicación de la cripta, puede contárselo a cualquiera. Debemos eliminarla -afirmó el hombre de la sotana.

A Theresa le palpitó el corazón.

– ¿Y también a los demás? La muchacha confía en mí y hará cuanto yo diga. No sabe lo de las niñas, ni lo de su padre y la mina -comentó Hóos-. Cuando concluya el documento ya nos desharemos de ella.

El clérigo meneó la cabeza pero se mostró de acuerdo. Al punto, Hóos Larsson dio por concluida la conversación y sin despedirse se encaminó hacia la puerta. Cuando Theresa se percató corrió por el pasillo hasta llegar al exterior, pero al salir tropezó con un saco de grano y cayó al suelo sobre ellos. Al girarse para levantarse, Hóos le tendía un brazo para ayudarla.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó sin soltarla.

– Regresé para decirte que te quería -mintió temblando.

– ¿En el suelo? -Hóos se había fijado en la puerta que él había dejado entornada, pero no comentó nada.

– Con la oscuridad me caí.

– Bien. Dímelo.

– ¿Que te diga el qué? -preguntó azorada.

– Que me amas. ¿No habías venido a eso?

– ¡Ah! Sí. -Tembló mientras forzaba una sonrisa.

Hóos la atrajo hacia él sin soltarle el brazo y la besó en los labios. Ella se lo permitió.

– Ahora vuelve al scriptorium.

Cuando por fin la soltó, Theresa odió con toda su alma aquella serpiente tatuada.


No lograba asimilarlo. La sola idea de que Hóos, la persona a quien se había entregado, pretendiera asesinarla, le impedía pensar con claridad. Corrió hacia el scriptorium sin mirar por dónde pisaba. Tan sólo vagaba como una proscrita a la que persiguiera una jauría de alimañas. Intentó explicarse cómo podría haber sucedido, pero no encontró ninguna justificación. Las imágenes de su padre en la mina se arremolinaban con las de Hóos haciéndole el amor. Mientras corría, las lágrimas le entorpecían la visión. ¿Quién sería el clérigo a quien había visto de espaldas? ¿Tal vez el propio Alcuino?

Cuando llegó al scriptorium lo encontró vacío, pero el centinela le permitió entrar porque gozaba de su confianza. Buscó el documento en que estaba trabajando pero no lo encontró, así que supuso que Alcuino o Wilfred se lo habrían llevado. Sin embargo, bajo unos pergaminos halló la Vulgata esmeralda de su padre. La cogió junto a un par de plumas y se marchó con la intención de escapar de la fortaleza.

Caminó por los pasillos evitando los rincones, como si temiese que alguien pudiese saltar para detenerla. Al pasar junto a la sala de armas, un hombre con sotana se interpuso en su camino. A Theresa se le heló la sangre; sin embargo, el religioso sólo le señaló una pluma que acababa de caérsele. La joven la recogió, se lo agradeció y siguió andando, apresurando cada vez más el paso. Bajó las escaleras y giró por la galería que comunicaba el recibidor con el claustro. Desde allí saldría al patio, y después a las murallas.

Avanzaba con la cabeza baja intentando ocultarse bajo su capa, cuando de repente divisó a Hóos y Alcuino hablando al otro extremo del claustro. Hóos también la vio. Ella esquivó su mirada y continuó caminando, pero Hóos se despidió de Alcuino y se dirigió rápido hacia ella. Theresa casi había ganado la salida. Salió al patio y echó a correr, pero al aproximarse a la muralla comprobó con horror que las puertas se encontraban cerradas. Miró hacia atrás y vio a Hóos avanzando despacio pero con determinación. El corazón le palpitó. Se volvió de nuevo, desesperada, buscando una escapatoria. En ese instante descubrió a Izam montado a caballo junto a las cuadras. Corrió hacia él y le pidió que la subiera. Izam no entendió pero tendió su mano y la izó a la grupa. Entonces ella le suplicó llorando que la sacara de la fortaleza. Izam no le preguntó nada. Espoleó el caballo y ordenó a gritos que abriesen las puertas. Instantes después, con Hóos maldiciendo su suerte, atravesaban las murallas y abandonaban la ciudadela.

Izam guió la montura por el hormiguero de callejuelas hasta alcanzar unas chozas abandonadas en el arrabal de extramuros. Allí desmontó junto a una suerte de establo que parecía abandonado, condujo el caballo al interior, y lo ató a una baranda. Luego amontonó un poco de paja que ofreció a Theresa para que se aposentara. Cuando le pareció que se sosegaba, le preguntó qué le sucedía. Ella intentó responder, pero el llanto se lo impidió. Por más que lo intentó, Izam no logró consolarla. Al cabo de un rato, Theresa agotó las lágrimas y se abandonó a la melancolía. Él, sin saber por qué, se atrevió a abrazarla, y a ella le reconfortó pensar que alguien la protegía.

Cuando por fin se calmó, le refirió el episodio del túnel. Le contó que había escuchado a Hóos amenazar con matarla, y también que éste conocía el paradero de su padre. Hubo de explicarle que Gorgias no era un asesino, y que debían localizarle porque sin duda se encontraba en peligro. Sin embargo, Izam la persuadió para que continuara su relato. Ella le contó cuanto sabía, a excepción de lo del documento de Constantino. El joven la escuchó con atención y se interesó sobre el papel de Alcuino, sin que Theresa acertara a responderle. Izam lo meditó con detenimiento y finalmente decidió que la ayudaría.

– Pero habrá de ser mañana. Está anocheciendo, y adentrarnos ahora en la mina supondría un regalo para los bandidos.

Theresa maldijo una y mil veces a aquellos sajones a quienes odiaba con toda su alma. Recordó la agresión sufrida tras huir de Würzburg, el cruento asalto durante la travesía en barco, y cómo, para una vez que podían haber acertado, habían dejado con vida al cabrón de Hóos Larsson. Le extrañó escuchar cómo Izam la corregía.

– No creo que sean sajones. Si acaso algunos proscritos. El populacho no los distingue porque identifican al pagano con el mal, y al mal con el sajón, pero los sajones que aún resisten se refugian en el norte, más allá de la frontera del Rin.

– Da igual bandidos que sajones. Todos son nuestros enemigos.

– Desde luego, y yo los combato con todas mis fuerzas, pero por extraño que te parezca, nunca he odiado a los sajones. Al fin y al cabo, esa gente defiende su territorio, a sus hijos, sus creencias. Son toscos, sí. Y crueles. Pero ¿cómo te comportarías tú si una mañana, al levantarte, encontraras a un ejército arrasando cuanto tuvieses? Esos paganos luchan por lo que han mamado desde niños, por una forma de vida que unos extraños venidos de lejos intentan arrebatarles. He de confesar que en ocasiones he admirado su valor y ambicionado su energía. Incluso creo que realmente odian a Dios, porque a menudo combaten como diablos. Pero te aseguro que sólo son culpables de haber nacido en el lugar equivocado.

Theresa lo miró desconcertada. Aunque como cualquier humano, los sajones también fueran hijos de Dios, ¿cómo guiarles hacia la Verdad si se negaban a aceptarla? Y en cualquier caso, ¿a quién demonios le importaban los sajones? Hóos sí que era un verdadero diablo, y de la peor calaña que alguien pudiera echarse a la cara. El único hombre que la había hecho estremecer no era más que un embaucador al que, ahora, odiaba con tal fuerza que sería capaz de despedazarlo con sus propias manos. Se lamentó por haber sido tan ingenua; por haber deseado casarse con él y entregarle su vida a una alimaña como aquélla.

Incapaz de discernir entre la rabia y el frío, olvidó cuanto se refería a Hóos y se recostó sobre el pecho de Izam. Su calidez la reconfortó. Cuando le preguntó dónde pernoctarían, se sorprendió al escuchar que permanecerían en el cobertizo porque él no confiaba en nadie de la fortaleza. El joven la cubrió con su capa y sacó un poco de queso que guardaba en su talega. Cuando se lo ofreció, Theresa rehusó, pero Izam separó una porción y la obligó a comer. La boca de ella rozó sus dedos.

Mientras la joven lo paladeaba, Izam lamentó no disponer de más queso para volver a rozar sus labios. Seguidamente recordó el día en que se conocieron. En aquella ocasión le había atraído su aspecto cortés, sus ojos almibarados y su cabello revuelto, tan distinto al de las sonrosadas mozas rellenitas que poblaban Fulda. Pero después había sido su carácter atrevido e impetuoso lo que le había cautivado. Curiosamente, el que ella supiera leer, algo que contrariaría a cualquier hombre normal, a él le fascinaba. Le encantaba el afán con que ella le escuchaba, y a su vez él disfrutaba oyéndola contar vibrantes historias de su natal Constantinopla.

Y ahora se encontraba junto a ella, protegiéndola de no sabía qué extraña historia, de la que desconocía cuánto era verdad y cuánto fantasía.

Capítulo 28

Cuando las voces despertaron a Gorgias, ya anochecía en la mina. Sólo tuvo tiempo de cubrirse con el jergón y echarse a un lado para ocultarse. Al caer sobre el muñón, el dolor le atravesó. Se agazapó como pudo y aguardó en silencio mientras rogaba a Dios que la noche le protegiera. Luego, resguardado por las sombras de los barracones, escuchó que las voces se aproximaban hasta transformarse en un par de individuos que portaban unas teas. Uno de ellos era alto y rubio; el otro parecía un cura. Los extraños se separaron y husmearon por el barracón, apartando los utensilios a patadas. Por un instante, el rubio se acercó a su escondrijo mientras el otro aguardaba. Gorgias pensó que le descubriría, pero finalmente el rubio se giró, le hizo una seña al clérigo y ambos depositaron dos bultos a escasos pasos de donde él se escondía. Después dieron media vuelta y, tal como habían venido, desaparecieron en la negrura.

Gorgias aguardó agazapado hasta cerciorarse de que no regresaban. Pasado un rato, asomó la cabeza y detuvo la mirada en los fardos abandonados. De repente uno de ellos se movió, haciendo que Gorgias diera un respingo. Mientras esperaba, pensó si no se trataría de alguna fiera herida, de modo que cuando cesaron los movimientos decidió asegurarse. Con dificultad abandonó su escondrijo y se arrastró hacia los dos bultos.

Casi no podía avanzar. La última semana su brazo había empeorado tanto que había pasado varios días tumbado sin probar bocado. La fiebre le decía que se estaba muriendo. De haber encontrado fuerzas habría regresado a Würzburg, pero hacía tiempo que los temblores le habían robado el aliento.

Alcanzó el primer fardo y lo tanteó con una vara. Al apretarlo, advirtió que cedía y se agitaba, y retrocedió cuando exhaló el primer lamento. Guardó silencio para al instante volver a percibirlo, esta vez entrecortado, casi como un gemido. Asustado, se acercó despacio para descubrir el envoltorio y, atónito, hizo lo propio con el otro. Cuando terminó, sus ojos eran dos enormes platos. Ante él, amordazadas con paños de cocina, yacían las dos gemelas de Wilfred.

Al instante desenlazó las ligaduras que las retenían, incorporó a la que respiraba y palmeó con nerviosismo la cara de la que dormía. Esta última no reaccionó. Supuso que estaba muerta, pero al levantarle la barbilla la chiquilla tosió y comenzó a llorar, pidiendo entre balbuceos que viniera su padre. Gorgias se dijo que si aquellos hombres las oían, regresarían y les matarían, así que agarró como pudo a las niñas y se arrastró hasta una de las galerías, donde se refugió confiando en que la piedra amortiguase el llanto de las pequeñas. Sin embargo, una vez dentro, se sumieron en un extraño letargo que las mantuvo dormidas.

Como en los días precedentes, Gorgias apenas concilio el sueño. Aunque la fiebre le devoraba, la presencia de las chiquillas le había devuelto un punto de lucidez del que hacía tiempo carecía. Se levantó y las contempló a su lado. Sus rostros se veían ligeramente amoratados, así que las despertó meciéndolas con timidez, como si temiera hacerles daño. Cuando lo consiguió, incorporó a la más espabilada, a la que arregló los rizos y sentó como a un muñeco de trapo. La cría se tambaleó un poco, pero conservó el equilibrio tras darse un coscorrón contra la vagoneta en que la había apoyado. A Gorgias le pareció atolondrada, porque no se quejó. Sin embargo, la otra pequeña continuaba abotargada. Casi no le percibía el pulso. Vertió sobre su cabeza un poco del agua que conservaba en la galería, pero tampoco reaccionó. Ignoraba si por ese motivo las habrían abandonado, pero si no las conducía a Würzburg, perecerían sin remedio.

Con el sol despertando, decidió sacarlas al exterior. Fuera sintió frío, presagio de tormenta. Se preguntó cómo haría para trasladarlas, si él apenas se mantenía en pie. Deambuló por los alrededores hasta encontrar un arcón de madera al que ató una cuerda, anudó el extremo a su cintura y luego lo arrastró por el fango hasta donde había dejado a las chiquillas. Con cuidado las acomodó en su interior, explicándoles que era una pequeña carroza, pero las crías continuaron aturdidas. Les acarició el cabello y tiró de la cuerda. El arcón no se movió. Apartó las piedras que lo entorpecían y volvió a tirar. Entonces la caja se deslizó pesadamente, siguiendo a Gorgias camino de Würzburg.


No había avanzado ni media milla cuando se hundió en el barro. La primera vez se levantó. A la segunda, cayó desfallecido.

Permaneció tumbado de bruces hasta que el llanto de una pequeña le impulsó a continuar, pero no encontró fuerzas para incorporarse. Tan sólo jadeó como un animal herido. Como pudo, se arrastró hasta un recodo apartado del camino. Luego, mientras recuperaba el resuello, se dio cuenta de que nunca lograría su propósito. El muñón volvió a dolerle punzándole hasta el pulmón, aunque ya no le importó. Se apoyó contra la pared de roca y lloró de desesperación. No le preocupaba su vida, pero ansiaba proteger la de aquellas dos pequeñas.

Desde el recodo donde se encontraba, contempló Würzburg en la lejanía. Allá en el valle admiró el enjambre de casuchas apiñadas tras las murallas, vigiladas desde la cima por las torres de la fortaleza. Añoró el cielo limpio surcado por las columnillas de humo que emergían de los hogares, y los primeros verdores guarneciendo unos campos que le parecieron inalcanzables. Le consoló pensar que bajo aquella tierra descansaba ya su hija, con quien pronto se reuniría.

De repente, al reparar en las fumarolas, tuvo una idea. Sacó a las chiquillas de la caja y las apartó a un lado. Luego, con sus últimas fuerzas, pateó el arcón hasta reducirlo a un montón de astillas. A continuación extrajo su eslabón y sujetó con los pies el pedernal para dirigir las chispas hacia el paño seco con que había cubierto las tablillas. Después rascó el acero, rogando a Dios que el lienzo prendiera, pero ninguna súplica logró su propósito. Aun así, insistió una y otra vez hasta que las fuerzas le abandonaron. Luego, hastiado, arrojó el eslabón maldiciendo su mala fortuna.

Pasado un rato, se acordó del documento que había escondido sobre una viga en los barracones de la mina. Pensó que el pergamino resultaría ideal como yesca, pero cuando se levantó con la intención de recuperarlo, todo le dio vueltas.

Comprendió que nunca saldría de allí. Las niñas continuaban calladas, como si un narcótico las mantuviese aturdidas. Se arrastró hasta el eslabón para intentarlo de nuevo. Agarró el acero con todas sus fuerzas y lo descargó sobre el pedernal. Para su sorpresa, las chispas brotaron como un torrente luminoso esparciéndose sobre el cedazo de lana. Repitió con fuerza el proceso, soplando sobre las chispas, frotando con toda su alma. De repente un punto del paño se encendió. Gorgias volvió a soplar hasta que a su lado apareció otra mota dorada que de inmediato cambió a rojo intenso. Espoleado, siguió frotando el eslabón mientras las partículas incandescentes se multiplicaban. Luego brotaron pequeños hilos de humo que se fueron densificando, hasta que por fin una vibrante llama se apoderó del cedazo.

Rezó por que alguien en Würzburg divisara la hoguera. En tal caso, esperaría a que ese alguien se aproximara y, tras asegurarse de que localizaba a las niñas, huiría de nuevo a las montañas. En ese instante advirtió que el fuego comenzaba a flaquear, así que alimentó las llamas con las tablillas que habían quedado sueltas. Sin embargo, la hoguera devoraba cuanto recibía con la misma celeridad que se lo suministraba, y poco a poco comenzó a ceder hasta quedar reducida a un montón de ascuas.

Cuando expiró el último rescoldo, Gorgias lo contempló con amargura. Llevado por una idea necia, había destruido el único medio del que disponía para transportar a las chiquillas, de forma que ahora sólo le restaba esperar a que el frío y las fieras acabaran con sus vidas. Se despojó de su capa y abrigó a las gemelas. Por un momento imaginó que la más despierta le sonreía. Luego se acurrucó junto a ellas para protegerlas con su cuerpo, y se quedó adormecido, soñando con su hija.


Supo que había muerto porque nada más abrir los párpados se encontró frente a Theresa. La vio envuelta en un halo blanco, radiante de alegría, con sus ojos color miel grandes y húmedos; su pelo revuelto que nunca se arreglaba; su voz cariñosa y acogedora. Creyó sentir sus abrazos, sus palabras alentándole. Le acompañaba un ángel de cabello oscuro y gesto amable.

Intentó hablarle, pero sólo consiguió exhalar un lamento. De repente sintió que lo incorporaban. Entre tinieblas, advirtió que a su lado continuaban las dos pequeñas. Luego se fijó en los restos de la hoguera. Sin comprender, miró de nuevo a Theresa. Después se dejó acoger por sus abrazos y volvió a perder la consciencia.


Pese a procurarlo, Izam no consiguió sosegar a Theresa.

La joven había ansiado tanto encontrar a su padre, que cuando aquella mañana divisó la fogata en los aledaños de la mina había llorado, dando por cierto que lo hallaría con vida. Luego, tras coronar el sendero y descubrir a Gorgias abrazado a las niñas, había corrido hacia él sollozando de alegría, y al comprobar que aún vivía, lo había abrazado mil veces hasta que Izam le sugirió regresar a la villa.

Emprendieron el camino de vuelta con Theresa guiando el caballo, Izam a pie con las dos niñas, y Gorgias hecho un fardo, inconsciente, sobre la montura. Al principio Theresa desbordaba felicidad: hablaba a su padre aunque éste no la oyera, explicándole dónde había estado, qué había ocurrido en Fulda y cuánto le había añorado. Sin embargo, conforme avanzaban reparó en que él no sólo no la atendía, sino que la herida del muñón hedía a animal muerto. Tras comentárselo a Izam, éste frunció los labios y denegó con la cabeza.

– Quiero decir… Tendrá que atenderle el físico -se corrigió al darse cuenta de su gesto-. Seguro que lo remedia.

Pese al añadido, no pudo evitar el que Theresa se alarmara, de modo que para distraerla le habló de las gemelas.

– Alguien tuvo que dejarlas en la mina -le comentó.

Theresa no contestó porque era obvio que su padre no habría podido acarrear ni una gallina.


Habían cubierto la mitad del camino cuando, de repente, tras superar un repecho, divisaron una turba de campesinos que se dirigía hacia ellos blandiendo horcas y guadañas. La encabezaba un grupo de soldados que nada más verles les dieron el alto. Izam supuso que buscaban la recompensa de Wilfred; lo que no entendía era cómo les habían encontrado. Por fortuna, distinguió a Gratz, uno de sus hombres de confianza, a quien recurrió para que los arqueros depusieran sus armas. Sin embargo, para cuando el soldado obedeció, varios campesinos cegados por la codicia ya corrían hacia ellos. De inmediato Izam dejó a las niñas en el suelo y desenvainó su espada, pero antes de utilizarla, una flecha abatió al primero de los campesinos. Izam miró a Gratz, quien aún sostenía el arco. Los otros campesinos se detuvieron en seco como lazados por una cuerda tensa. Uno de los lugareños dejó caer su arma al suelo y los demás le imitaron. Luego los soldados se adelantaron, apartaron a empellones al grupo de exaltados y ofrecieron sus caballos a Izam y las gemelas.


De regreso en Würzburg, Gratz informó a Izam que un anónimo había revelado el paradero de las niñas.

– Por lo visto, un encapuchado se lo confesó a un sacerdote, que a su vez lo trasladó a Wilfred. Esta mañana nos ordenaron que organizáramos la batida.

A Izam le extrañó la coincidencia de que el delator conociera el paradero, y a la vez culpara a Gorgias de retener a las gemelas.

Le agradeció a Gratz su intervención y continuaron cabalgando hasta las puertas de la ciudadela, donde una muchedumbre aguardaba enardecida.

Nada más abrirse las puertas, vieron a Wilfred en su carromato. El conde hizo restallar el látigo y los perros tiraron del artefacto, que avanzó torpemente por el camino, dejando atrás a Alcuino, Zenón y Rutgarda, pendientes de cuanto sucedía. Cuando el tullido alcanzó el umbral de la muralla, Izam se adelantó con las dos chiquillas. En el instante en que Wilfred las abrazó, todo el pueblo celebró el fin de la pesadilla.


Ya en la fortaleza, Theresa se mordió las uñas a la espera de que Zenón y una matrona examinasen a las niñas. A su conclusión, tanto el físico como la mujer determinaron ausencia de violencia. Pronto se restablecerían. Cuando Zenón fue a atender a Gorgias, Wilfred se lo impidió. Seguidamente ordenó su traslado a las mazmorras.

Theresa suplicó una y otra vez que lo auxiliaran, pero Wilfred se mostró inflexible, hasta el punto de advertirle que si seguía insistiendo, también la encerraría a ella. La joven afirmó que no le importaba, pero Izam la arrastró a otra sala por la fuerza.

– ¡Déjame! -Le golpeó entre sollozos.

Izam la abrazó e intentó tranquilizarla.

– ¿No comprendes que así no conseguirás nada? Luego haré que lo atiendan -le prometió.

Theresa se dejó llevar porque los nervios la vencían. De vuelta en la sala capitular, advirtió la presencia de Hóos departiendo con Alcuino. Instintivamente se apartó de él para apretarse contra Izam. Éste se dirigió hacia él, pero antes de alcanzarle, Hóos dio media vuelta y se retiró de la estancia.

Izam y Theresa comieron juntos en uno de los establos, rodeados de heno y paja. Mientras compartían el guiso, Izam se sinceró. Le dijo que a excepción de dos o tres subordinados, no sabía de quién fiarse.

– Ni siquiera de ese Alcuino. Le conozco de la corte, sí. Es un hombre sabio y bien considerado, pero no sé… Con todo lo que me has contado…

Theresa asintió sin prestar atención, porque en aquel momento lo único que le importaba era que atendiesen a su padre lo antes posible. Cuando se lo recordó a Izam, éste le aseguró que buscaría a Zenón después de comer. Ya se había informado, y únicamente habría de ocuparse de pagarle lo suficiente.

– Argumentaré que preciso interrogar a tu padre. No creo que me pongan ningún inconveniente.

Theresa le rogó que le permitiera acompañarle, pero Izam arguyó que en tal caso sospecharían.

– Pues soborna a quienes le custodian, o di que mi presencia es necesaria para que hable.

– ¡Claro! Tú, yo, Zenón… ¿y cuántos más? Esto no es un banquete de bienvenida.

Theresa lo miró anonadada. De repente soltó el plato y corrió hacia la salida. Izam comprendió que le había respondido con demasiada brusquedad, así que la alcanzó y se disculpó por su torpeza. Admitió que se encontraba nervioso porque desconocía a quiénes se enfrentaba.

– ¿Acaso no viste a Wilfred? De haber podido, habría matado a tu padre con la mirada -dijo.

– Si es cuestión de dinero, por el amor de Dios, dímelo. En Fulda dispongo de tierras. -Olvidaba que Izam ya lo sabía.

– No es cuestión de… ¡Maldición, Theresa!, han matado a dos personas; a tres si contamos al percamenarius. Y dos chiquillas están no sé si enfermas, o qué demonios les pasa. Si no andamos alerta, los siguientes seremos nosotros.

Theresa se mordió los labios, pero insistió en ver a su padre. Izam comprendió que no desistiría. Entonces él le hizo prometer que se mantendría a su lado hasta que todo se aclarara.

– ¿Y el scriptorium} Le prometí a Alcuino que le ayudaría.

– ¡Por Dios! ¡Olvida el scriptorium, a Hóos y al maldito Alcuino! Y ahora encontremos a ese físico antes de que acabe con todo el vino de las bodegas.

Localizaron a Zenón en una casucha, atendiendo a un lugareño que había perdido tres dientes en una pelea. Mientras el físico terminaba con él, le preguntó por el motivo de su presencia, pero Izam disimuló interesándose por el estado de las gemelas. Cuando el herido se retiró, Izam le reveló sus verdaderas intenciones.

– Lo siento, pero Wilfred me ha prohibido que le atienda -se disculpó el físico mientras se secaba la sangre de las manos-. Aunque no entiendo el porqué: al fin y al cabo, ese escriba va a espicharla de todas formas.

Al escuchar su pronóstico, Izam se alegró de que Theresa aguardara fuera.

– Si va a morir, lo mismo dará que le veas. -Hizo sonar su bolsa.

Terminó de convencerle asegurándole que se las arreglaría para sustituir al vigilante de Wilfred por alguien de su confianza: Zenón solicitó el pago por adelantado, pero Izam sólo le ofreció un par de monedas. Cuando fue a apropiárselas le sujetó la muñeca.

– Un aviso: ve sobrio, o serás el próximo a quien tengan que arreglar la boca.

Zenón sonrió estúpidamente. Antes de separarse, acordaron encontrarse tras el oficio de sexta, hora para la que Izam suponía habría persuadido a Wilfred de que incrementase la vigilancia en las mazmorras. Luego acompañó a Theresa a su celda para que tomase lo que precisara, porque no quería que permaneciera más tiempo allí. La joven cogió algo de ropa, un buril y sus tablillas de cera. Después se dirigieron a la celda de Izam.

– ¿Qué piensas hacer? -le preguntó ella una vez cerrada la puerta.

Izam se despojó de la espada, que arrojó sobre la mesa. Le dijo que le propondría a Wilfred aumentar la guardia con uno de sus hombres; luego esperaría a que el centinela de Wilfred se ausentara.

– Ya encontraré la forma de que sea Gratz quien vigile la puerta.

Le pidió que aguardase allí y que bajo ningún concepto abandonara la estancia. Luego se pertrechó con un puñal que escondió bajo su capa. Cuando marchaba, Theresa le detuvo. Tenía miedo de que Hóos la atacara, pero él le aseguró que eso no ocurriría. Salió al pasillo y llamó al soldado que montaba guardia. El jovenzuelo, un imberbe comido por los granos, asintió con presteza cuando le ordenó que nadie franqueara la puerta. Después de que Izam se fuera, Theresa se acurrucó sobre el jergón a esperar su regreso.


Theresa permaneció mirando el techo, especulando sobre el motivo que habría llevado a Wilfred a confinar a Gorgias en una mazmorra, pero pasado un rato decidió ojear la Vulgata que aún llevaba en su talega. Acercó el códice a la ventana y, tras encontrar el versículo de Tesalonicenses, repasó las indicaciones que su padre había escrito con tinta aguada. En total contabilizó sesenta y cuatro frases, o más bien sesenta y cuatro líneas, ya que éstas no se correspondían con sentencias o párrafos, sino que formaban sucesiones de palabras inconexas, todas relacionadas con el famoso pergamino. Lo sacó de la talega, pero no le sirvió de nada. Sabía que aquellos textos debían encerrar un sentido, así que se ocupó en transcribir cada palabra a sus tablillas de cera. Cuando terminó, depositó las tablillas sobre el jergón y con el puñal que le había dejado Izam raspó el texto oculto de la Vulgata. Luego cerró el códice, ocultó el pergamino de Gorgias bajo su falda, y esperó a que Izam regresara.

Había transcurrido un suspiro cuando se sucedieron varios golpes al otro lado de la puerta. Al oírlos, Theresa dio un respingo y retrocedió hasta chocar contra la pared. La piedra helada le punzó las paletillas. En ese instante un alarido la sobresaltó. Se tapó la boca y trepó al alféizar de la ventana, mientras un charco de sangre fluía por debajo de la puerta. Alguien accionó el picaporte. Theresa volvió la cara hacia el exterior. Al otro lado de la ventana le aguardaba el foso. Si caía, moriría. De repente, un estruendo hizo saltar el picaporte. Theresa se santiguó y desplazó el cuerpo hacia fuera, aferrándose a unos salientes. Colgada sobre el vacío, rogó a Dios que la ayudara. Mientras, al otro lado de la ventana, alguien destrozaba la celda. Pronto los brazos comenzaron a temblarle, anunciándole que cederían. Miró alrededor y descubrió el clavo que las ventanas solían alojar bajo el pretil para orear los alimentos. Si lo agarraba se desgarraría la mano, pero tal vez pudiera engancharlo a su ropa. Buscó la forma de hacerlo, pero su mano resbaló. Entonces, justo en el momento que su otra mano perdía asidero, prendió su hábito por la pechera. Por un instante se sintió caer al vacío, pero de repente una mano la aferró por la muñeca. Theresa gritó e intentó soltarse, pero otra mano la agarró, izándola hacia la ventana. Pensó que iban a apuñalarla. Sin embargo, su miedo se desvaneció cuando al otro lado de la Lucerna apareció el rostro amable de Izam. Tras introducirla en la celda, la abrazó con fuerza y le pidió que se calmara.

Aún confundida, la muchacha ayudó a recoger los utensilios esparcidos por el suelo mientras Izam se ocupaba del centinela que yacía tendido bajo el quicio de la puerta. Theresa supuso que estaba herido, pero el reguero de sangre le hizo comprender que lo habían matado. Entre sollozos, se dejó caer abatida. Izam le preguntó por los autores, pero ella no los había visto. Después de buscar por todas partes, Theresa descubrió que le habían robado la Vulgata.


Un par de domésticos se encargaron del cadáver. Luego, tras las pertinentes explicaciones, Izam y Theresa recogieron sus pertenencias para trasladarse a un lugar seguro. Aunque Theresa lamentó la pérdida de la Biblia, agradeció que los asaltantes hubieran despreciado las tablillas en que había reproducido las frases de la Vulgata. Mientras caminaban hacia uno de los patios, atribuyó a Alcuino el asalto, pues era el único que conocía la existencia del mensaje entre líneas.

– Tuvo que ser él -le repitió a Izam.

Decidieron pedir explicaciones al fraile, pero encontraron el scriptorium vacío y su puerta asegurada.

Hicieron tiempo en uno de los atrios, preguntándose sobre la naturaleza del mensaje oculto en la Vulgata robada. Theresa le confió que no había conseguido descifrar ni una palabra.

– Pero mi padre nos ayudará -afirmó confiada.

Izam asintió. Luego miró al cielo para consultar la hora. Pronto acudiría el físico para intentar asistir a Gorgias.

Minutos después de lo acordado, Zenón apareció provisto de su talega. Olía a vino, aunque no más que cuando Izam había hablado con él por la mañana. Le pagó la cantidad acordada y juntos se dirigieron hacia las mazmorras.

A Theresa le sorprendió escuchar que para custodiar a los reclusos utilizaban unas antiguas fresqueras. Éstas consistían en unos agujeros similares a silos excavados en la roca, los cuales, tras llenarlos con nieve, permitían conservar los alimentos hasta la llegada del verano. Como en invierno no eran necesarias, en ocasiones las usaban como almacenes, o llegado el caso, como calabozos improvisados.

– En otros sitios las emplean con los ladrones, pero nosotros metemos a los criminales -presumió Zenón como si él fuera el responsable-. Los arrojamos al pozo y de ahí no salen hasta que revientan. A veces, según el crimen, les echamos pan desde arriba para disfrutar viendo cómo se matan por unas migas, pero al final se pudren como alimañas.

Izam le pidió que se ahorrase los detalles, pero Zenón continuó la cháchara como si Theresa no estuviera allí. Sólo cuando Izam lo cogió por la pechera dejó la lengua tranquila.

Las fresqueras se encontraban situadas en un sótano ubicado bajo las cocinas, al que se llegaba, bien desde las bodegas, bien desde un acceso cercano a las caballerizas. Ellos emplearían el primero, pues el otro era un conducto estrecho que sólo se utilizaba para arrojar la nieve acarreada por las monturas.

Cuando llegaron a la fresquera se encontraron con Gratz, el centinela apostado por Izam. El hombre les urgió a que se apresuraran, pues no sabía en qué momento regresaría el otro guardia, a quien había entretenido con la ayuda de una prostituta. Zenón e Izam descendieron a la fresquera utilizando una escala de madera que dispuso Gratz, pero Theresa aguardó arriba porque Zenón dijo que les estorbaría. Desde el brocal, Theresa observó cómo el físico, tras inspeccionar la cicatriz del hombro de Gorgias, meneaba la cabeza. Su padre apenas si balbuceaba, aunque apreció un quejido vivo cuando Izam lo incorporó para que el físico lo examinara. Zenón extrajo un tónico que le dio a beber, pero Gorgias lo vomitó, haciendo que el físico le maldijera. Luego éste se levantó y trepó por la escalera.

– Baja si quieres -le dijo a Theresa.

– ¿Cómo está? -preguntó ella.

Zenón escupió al suelo. Sin contestar, dio un trago al tónico y se apartó de la fresquera. Theresa deseó que el físico también vomitara. En ese instante, Izam la apremió para que descendiera.

Ya abajo, la muchacha encontró que su padre la miraba con extrañeza.

– ¿Eres tú? -suspiró.

Theresa lo abrazó, intentando que no apreciase las lágrimas que derramaba.

– ¿Eres tú, pequeña?

– Sí, padre, soy yo, Theresa. -Lo besó, mojándole con su llanto. Gorgias apenas la miraba; era como si sus ojos ya no le pertenecieran-. Le sacaré de aquí. Todo se arreglará -le prometió mientras lo besaba.

– El documento…

– ¿Qué decís, padre?

– El pergamino… -repitió Gorgias en un susurro, con las pupilas contraídas.

Theresa rompió a llorar. Los ojos de su padre eran dos cuentas opacas.

– Se oyen ruidos -la avisó Izam.

Ella no le escuchó. Izam la cogió del brazo, pero ella se resistió.

Sic erunt novissimi primi, et primi novissimi… -pronunció Gorgias con un hilo de voz.

– ¡Vayámonos o nos descubrirán! -exigió Izam.

– ¡No puedo dejarle aquí! -sollozó Theresa.

Izam la cogió en volandas y la obligó a que subiera. Ya arriba, le aseguró que volverían por él, pero en ese momento debían escabullirse. Gratz retiró la escalera justo cuando el guardia de Wilfred regresaba canturreando y rascándose la entrepierna. Al guardián le extrañó la visita, pero unas monedas le convencieron de que Izam y Theresa acababan de llegar de las cocinas. Tras abandonar el lugar, ella comprendió que su padre jamás saldría con vida de la fresquera.

Izam resolvió que se alojarían en uno de los barcos fondeados en el embarcadero, para así contar con la protección de sus propios soldados. Una vez allí, cenaron del rancho antes de apartarse hacia los bancos de popa. Izam abrigó a Theresa, quien aceptó un trago de vino fuerte para combatir el frío de la cubierta. A ella le reconfortó su abrazo y, casi sin pretenderlo, recostó sobre él su cabeza.


Le habló de su padre; de su dedicación al trabajo y de cómo le había inculcado el amor por la lectura. Le describió las noches en que ella se levantaba para prepararle un caldo mientras él escribía a la luz de una bujía; sus esfuerzos para enseñarle no sólo latín, sino también el griego, los mandamientos y las Sagradas Escrituras. Le contó sus desvelos para que ella recordara su Bizancio natal.

Lloró.

Luego suplicó a Izam que liberara a su padre. Cuando él le contestó que debería hablar con Alcuino, Theresa se apartó sorprendida.

– ¿Con Alcuino? ¿Qué tiene que ver él con la detención de mi padre?

Izam le informó que durante su conversación con Wilfred, éste le había asegurado que, de haber estado en su mano, ya habría ajusticiado al escriba.

– Pero, por lo visto, Alcuino se lo impidió, hasta que el enigma se resuelva.

– ¿Qué enigma? -Y volvió a apoyarse en su pecho.

– Eso mismo pregunté yo, pero Wilfred tartamudeó y cambió de tema. En fin, lo importante es que tu padre continúa vivo; un milagro, teniendo en cuenta que lo encontraron con las gemelas.

– Pero tú sabes…

– La cuestión no es lo que tú y yo sepamos, sino lo que Alcuino crea. Él es quien manda, y es a él a quien debemos convencer si pretendemos que saquen a Gorgias de la fresquera.

Theresa se lamentó por haber concluido el pergamino. Lo había acabado la misma tarde que encerraron a su padre. Izam le aclaró que Alcuino era un hombre poderoso, mucho más de lo que ella imaginara.

– Ahí donde le ves, sólo el monarca le supera -agregó-. Bajo sus aires de fraile raso, bajo su porte flaco y desgarbado, bajo sus ademanes remilgados y su comportamiento sencillo, en realidad se esconde el hombre que con mano férrea domina los resortes de la Iglesia. Y quien domina la Iglesia, controla la urdimbre del imperio. Él guía a Carlomagno; es su luz, su sustento, su apoyo. ¿De quién nace si no la Admonitio Generallis, ese compendio de legislación canónica aplicada a cualquier súbdito, ya sea clérigo o campesino? Fue Alcuino quien prohibió la muerte por venganza, quien ordenó que los penitentes cesasen en sus desvaríos, quien prohibió que en domingo se trabajase, se celebrasen cacerías, mercados e incluso juicios. Alcuino de York: amable aliado, pero temible enemigo.

A Theresa le extrañó aquella revelación porque, a pesar de su agudeza, siempre había considerado a Alcuino poco más que un simple cura. Fue entonces cuando comprendió la disposición con que el fraile la había acogido, o la facilidad con que Carlomagno le había cedido las tierras de Fulda.

Mientras ella especulaba, Izam se retiró para organizar las guardias nocturnas. Ella se acurrucó bajo la manta, y bebió un largo trago de vino buscando que sus efectos le aclararan el entendimiento. La bebida la mareó. Desde que conociera a Alcuino, sus opiniones hacia él habían ido cambiando como el curso de una nuez en una cascada. A veces la había ayudado; otras muchas, confundido, y últimamente, asustado como el peor ser infernal a quien hubiera conocido. Porque eso era lo que pensaba de él: que era un monstruo del maligno. Estaba convencida: había sido él quien, para recuperar la Vulgata esmeralda, había asesinado al joven centinela. Sólo él estaba al corriente de su contenido, porque sólo a él se lo había revelado.

Hóos un traidor, y Alcuino un asesino… O al revés, le daba lo mismo.

Cuando Izam regresó, a Theresa le pareció más atractivo que nunca. Apuró el vino y le cogió la mano, sin entender por qué se sentía tan bien a su lado. Él la abrazó mientras ella cerraba los ojos. Soñó que la salvaba de sus problemas, de su incertidumbre, de sus miedos… Luego, un sopor la fue invadiendo, sintió cómo el calor la ruborizaba y, sin darse cuenta, se quedó dormida sobre el pecho de Izam.

De madrugada se despertó con un fuerte dolor de cabeza. Hacía frío, y el parsimonioso balanceo del barco la invitó a vomitar. Sin embargo, se contuvo mientras saltaba de bartulo en bartulo intentando localizar a Izam. Al otro extremo de la embarcación encontró a su ayudante Gratz, quien le informó que el ingeniero había partido a comprobar la situación de los otros barcos.

– Me ordenó que permanecieseis aquí hasta su regreso.

Theresa aceptó resignada. Tomó la hogaza de pan que Gratz le ofrecía y se dirigió de nuevo a popa, donde la mordisqueó mientras contemplaba la silueta de la fortaleza. El pan sabía a rancio, pero lo tragó sin reservas. Luego aprovechó el inicio de la mañana para repasar las tablillas de cera.

Para cuando el sol se elevó, el trasiego de marineros y herramientas no le había impedido estudiar los extraños párrafos extraídos de la Vulgata. Sin embargo, las distintas frases se entrecortaban y desordenaban en una suerte de trabalenguas que apenas entendía. Su única certeza consistía en que todas las frases se referían al documento de Constantino, al que aludían reiteradamente.

Se le ocurrió disponer las cuatro tablillas sobre la tapa de un tonel, como si el solo hecho de contemplarlas pudiera revelar su secreto. Entonces le vinieron a la mente las palabras de su padre.

«Sic erunt novissimi primi, et primi novissimi.»

¿Qué habría querido decir con ello? Se levantó y le pidió una Biblia a Gratz, quien le entregó la que custodiaban en el barco para que les protegiera durante las travesías. De nuevo a solas, buscó el capítulo vigésimo en el Evangelium Secundum Matthaeum: «Sic erunt novissimi primi, et primi novissimi.» «Los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos.» Examinó por completo los capítulos anterior y posterior sin hallar nada que la ayudara. Miró otra vez las tablillas e hizo lo propio con el versículo: «Los últimos serán los primeros», se repitió. Deslizó los dedos por los resaltes de la cera.

De repente lo entendió. Probó a leer en orden inverso, desde la última palabra hacia las primeras, y como por arte de ensalmo éstas se enlazaron en nítidas frases que se alicataron hasta formar párrafos límpidos. Cuando terminó de leer, comprendió lo que su padre había averiguado. Rápidamente escondió las tablillas bajo un banco y fue a preguntarle a Gratz cuándo volvería Izam.

– Lo cierto es que ya debería haber regresado -contestó despreocupado.

Theresa paseó por el barco hasta aprenderse de memoria el contenido de las tablillas. Cuando se hartó, acudió de nuevo a Gratz y le solicitó que la acompañara a tierra, pero éste le dijo que no podría hasta que Izam apareciera.

– ¿Y si no aparece?

– Lo hará. Él siempre regresa.

A Theresa no le convenció la respuesta, así que decidió que si pasado el mediodía Izam no había vuelto, iría sola a la fortaleza.


Capítulo 29

Cuando el día alcanzó su cénit, Theresa se decidió. Se cubrió con una capa marinera, se apropió de un fardo para disimular y aprovechó que Gratz estaba remendando una vela para descender al muelle y encaminarse hacia las murallas. Un gorro de lana calado le ayudó a pasar desapercibida. En el primer acceso no le prestaron atención, pero para entrar a la fortaleza hubo de esperar a que un centinela meticuloso se distrajera con el paso de unas carretas.

Ya en el interior, bordeó los patios exteriores con la idea de entrar al edificio desde el laberinto de las cocinas. Un par de perros ladraron a su paso, pero ella los apaciguó acariciándoles la cabeza. Cruzó un atrio y desde allí se dirigió al corredor que conducía a la celda de Alcuino. La encontró cerrada, así que enfiló directamente al scriptorium, donde encontró al fraile leyendo su Vulgata robada. Nada más verla, Alcuino se levantó.

– ¿Dónde demonios te habías metido? Llevo buscándote toda la mañana. -Apartó a un lado la Biblia, cuidando de cerrar las tapas.

Theresa tomó aire y avanzó. Aunque atemorizada, estaba resuelta a que aquel monje asesino sacara a su padre de la fresquera. Él le ofreció asiento y ella lo aceptó. Luego el fraile sacó el pergamino en que Theresa había trabajado y lo colocó frente a ella como si nada ocurriera.

– Aún tienes que limpiar el texto y darle un repaso, de modo que procura avanzar -dijo mientras se volvía de nuevo hacia la Vulgata.

– ¿No vais a preguntarme por mi padre?

Alcuino dejó de leer y tosió con cierto apuro.

– Discúlpame, pero es que con tanto suceso, ando algo despistado. No sé si te has enterado de que ayer degollaron a un centinela en la fortaleza.

A Theresa le sorprendió el cinismo del fraile, que tragó saliva y apartó de ella el documento de Constantino.

– No lo tocaré -le espetó la muchacha.

Alcuino enarcó una ceja.

– Comprendo que te afecte, pero…

– Ya lo terminé. ¿Qué más queréis? ¡Aquí tenéis vuestro maldito documento! -exclamó, y se levantó de la silla transformada en una fiera.

Alcuino la siguió como si no la comprendiera.

– Pero ¿qué diablos te ocurre? Aún faltan las conclusiones -le espetó mientras intentaba sujetarla.

– ¿Acaso pensáis que no sé cuanto tramáis? Lo de mi padre, lo de las niñas… lo de ese pobre centinela.

Alcuino se detuvo como si escuchara a un espectro. Con paso titubeante, se dirigió hacia la puerta y la cerró con pestillo. Luego se dejó caer sobre su silla. La miró con extrañeza y le pidió que prosiguiera. Theresa metió la mano en su bolsa y aferró el punzón que llevaba.

– Os sorprendí hablando con Hóos. Hace dos días, en el túnel. Oí cómo le proponíais que me matara. Escuché lo de mi padre y lo de la mina, lo de la cripta y las gemelas.

– Por Dios santo, Theresa. ¿Qué clase de necedad es ésta?

– ¡Ah! ¿Lo negáis? ¿Y tampoco es cierto lo de esta Vulgata? -dijo al tiempo que la alzaba.

– ¿Si no es cierto el qué? ¿Qué ocurre con esa Biblia?

Theresa apretó los dientes, exasperada. Cuando le contó que la Vulgata era la causa de que él hubiera matado al centinela, el fraile sonrió.

– ¡Aja! Y por lo visto, según acordé con Hóos, a ti te asesinaría cuando acabases el documento…

– Así es -afirmó ella.

– ¡Ya! -El fraile se levantó con indiferencia-. Pero de ser tal como dices, ¿qué impediría que te matara ahora mismo? -añadió mientras se aproximaba a la muchacha. Apoyó una mano sobre su hombro, cerca de su cuello. El fraile percibió su temblor. Se acercó a la puerta y quitó el cerrojo-. Si deseas conocer la verdad, deberás confiar en mí. En caso contrario, puedes abandonar el scriptorium.

Theresa apretó con fuerza el punzón bajo su vestido. No confiaba en Alcuino, pero si para salvar a su padre debía arriesgar su vida, no dudaría ni un segundo. Aceptó con la cabeza y tomó de nuevo asiento. El fraile se alegró e hizo lo propio al otro extremo de la mesa. Luego ordenó varios documentos antes de mirar a Theresa.

– ¿Una galleta? -le ofreció.

Ella la rechazó con gesto serio. Él la engulló de un bocado y se chupó los dedos. Cuando terminó, le tendió el documento en que ella había trabajado.

– Como sabes, se trata de la reproducción del original hace años perdido, un pergamino sellado por el emperador Constantino en que se otorgaban una serie de tierras y derechos al Papado romano.

Theresa asintió, pero mantuvo apretado el estilo.

– Ese pergamino legalizaba el poder de Roma frente al Imperio bizantino. Verás, tal vez ignores la situación actual del Papado, pero hace cuarenta años, tras la conquista de Rávena por los lombardos, el papa Esteban II pidió auxilio a Bizancio para defenderse de esos paganos. -Vertió un poco de leche en un cáliz mal layado-. Al no obtener respuesta de Bizancio, el Papa atravesó los Alpes y se presentó al por entonces rey de los francos, Pipino, el padre de Carlomagno. Esteban II ungió a Pipino y a sus hijos concediéndoles el título de patricio de los romanos, y a cambio solicitó su protección en la lucha contra los lombardos. ¿Seguro que no quieres una galleta?

Theresa rehusó con un gesto. Aunque no comprendía la relación entre aquella historia y la reciente sucesión de asesinatos, decidió aguardar a que terminara.

– Tras la petición papal, Pipino y sus tropas viajaron a Italia, donde doblegaron a los lombardos -continuó él-. Esa victoria proporcionó al Papado el Exarcado de Rávena, que comprendía, entre otras, las ciudades de Bolonia y Ferrara; también la Marca de Ancona, con la Pentápolis; la propia Roma, y la recuperación del resto del ducado ocupado por los lombardos. Resumiendo: los lombardos atacaron Roma, que pidió ayuda a Bizancio. Al no obtenerla, de nuevo la solicitó de Pipino, quien tras vencer a los lombardos devolvió a Roma los territorios ocupados. -Miró a Theresa para comprobar que le seguía-. Hasta aquí, todo hubiera sido normal, de no ser porque Bizancio exigió entonces al Papa que le entregase el Exarcado de Rávena, territorio que antes de la invasión lombarda les había pertenecido. Roma pretendió hacer valer la Donación de Constantino, el documento que adjudicaba esos terrenos al Papado, pero Bizancio hizo caso omiso y continuó reclamándolos. Y aún más: desde la propia Constantinopla apoyaron a los bárbaros para que recuperaran los territorios que el rey franco había ganado.

– ¿Decís que Bizancio ayudó a los lombardos para que éstos venciesen a los romanos?

– Cristianos contra cristianos… Una incongruencia, ¿verdad? Pero ¿qué es la política, sino el ansia de poder; la envidia por la que Caín acabó con su hermano? Con el concurso de los griegos, los lombardos derrotaron al Papa recluyéndolo en cuatro arpendes de terreno. Sin embargo, Roma aún disponía del pergamino, el salvoconducto que legitimaba sus demandas, de modo que Adriano I, recién nombrado Papa romano, acudió a Francia para esgrimirlo ante Carlomagno.

Se levantó y regresó con dos galletas más en la mano. Una la mordió y la otra se la ofreció a Theresa, que finalmente aceptó.

– Carlomagno condujo su ejército hasta Italia, donde arrasó a los lombardos, restituyó los territorios al Papado y advirtió a Bizancio de sus obligaciones hacia los Estados Pontificios. Las restituciones contemplaron la donación de Bolonia, Ferrara, otras ciudades en el bajo Po y norte de Toscana como Parma, Reggio y Mantua, e incluso Venecia e Istria al norte, y los ducados de Espoleto y Benevento. Prácticamente les cedió toda la Italia del Sur salvo Apulia, Calabria y Sicilia y los enclaves de Nápoles, Gaeta y Amalfi, por entonces aún bajo autoridad bizantina, además de la isla de Córcega, la Sabina y rentas en Toscana y Espoleto. Pocos años después, Carlos añadiría algunas ciudades al sur de Toscana, como Orvieto y Viterbo, y en la Campania, Aquino, Arpiño y Capua, todo lo cual, evidentemente, no agradó nada a Bizancio.

Theresa se mantuvo en silencio, pero por su rostro Alcuino comprendió que se estaba excediendo.

– Perdona -se disculpó. Rebuscó entre sus hojas en un simulacro de ordenamiento-. En definitiva, lo importante es que Carlomagno logró ejecutar los términos reflejados en la Donación de Constantino, consiguiendo con ello el agradecimiento eterno del Papado.

Theresa repiqueteó con los dedos. Alcuino la miró y asintió con la cabeza.

– Permíteme terminar y tal vez entonces comprendas la razón de lo que está sucediendo. -Se atusó el cabello y tomó aire para continuar-. Bizancio aceptó esas pérdidas de mala gana, en parte por la indolencia de su emperador, Constantino VI, en parte por el temor a las huestes de Carlomagno, de modo que quedaron así las cosas hasta hará un par de años. En esa fecha, Irene de Atenas, la madre de Constantino VI, y yo diría que pariente del diablo, ordenó detener a su propio hijo y sacarle los ojos para coronarse a sí misma como emperatriz de Bizancio.

– ¿Asesinó a su hijo?

– ¡Oh, no! Tan sólo lo encerró después de cegarlo. Una madre caritativa, ¿no crees? En fin, como podrás imaginar, esa arpía tramó pronto contra el Papado. Al poco de subir al trono envió a Roma un sicario con el propósito de sustraer el documento en que se reconocía el legado.

– La Donación de Constantino.

– Exacto.

Theresa miró el pergamino con la sensación de que lentamente se acercaba al final del enigma. Sin embargo, aún desconocía la relación que tendría con el comportamiento de Alcuino. Este prosiguió.

– Mediante sobornos, el sicario accedió al documento, que consiguió destruir instantes antes de ser sorprendido por el custodio papal. El ladrón fue ajusticiado, pero el documento yacía quemado en el suelo del Vaticano. Desde entonces Irene ha reclamado mediante embajadas la veracidad de la donación, sobre todo después de conocer la intención del papa León III de nombrar emperador al mismísimo Carlomagno.

Theresa no pudo ocultar su estupor. Todo el mundo sabía que el emperador era el monarca de Bizancio.

– Pues el Papa no piensa lo mismo -prosiguió Alcuino-. Roma desea fortalecer su relación con un emperador a la vez enérgico y comprensivo, un monarca que ya les ha demostrado su valor y generosidad. Irene ve en esta decisión una maniobra que aparta a Bizancio del poder, y por tanto pretende impedirla. Eliminando el documento, la emperatriz ha destruido la prueba que legitimaba las posesiones del Papado, y sin prueba física que lo valide, nada evitará que ataque Roma para evitar el nombramiento de Carlomagno.

– Pero no entiendo. ¿Tan trascendental resulta la existencia del documento? No es más que un papel. -Comenzaba a hartarle tanta disquisición mientras su padre agonizaba en la fresquera.

– Quizá te lo parezca, pero tarde o temprano Irene morirá. Y cuando todos nosotros hayamos fallecido, nos perpetuarán otros con los mismos anhelos, las mismas ambiciones. No sólo está en juego el capricho de una mujer: lo que en realidad se dilucida es el futuro de la humanidad. Ganar esa batalla pasa por garantizar la titularidad jurídica de los Estados Pontificios, y esa garantía a su vez protegerá la coronación de Carlomagno como emperador del Sacro Imperio Romano. Carlomagno guiará a Occidente por la senda de Nuestro Señor, impulsará la cultura, batallará contra la herejía, aplastará al pagano y al infiel, propagara la Verdad, unificará a los creyentes y someterá a los blasfemos. Ésa es la verdadera razón por la que se ha de terminar el documento. En caso contrario, asistiremos al devenir de infinitas batallas que se perpetuarán durante siglos hasta destruir la cristiandad.

Guardó silencio, ufano, como si su explicación convenciera hasta al más necio. Sin embargo, Theresa le miró con desinterés.

– Por eso es imprescindible concluir la copia antes del Concilio que el Papa convocará para mediados del mes de junio -añadió-. ¿Lo has comprendido?

– Lo que comprendo es que Roma anhela el poder que Bizancio le disputa, y que vos sólo deseáis ver coronado emperador a Carlomagno. Y ahora decidme: ¿por qué habría de creer al hombre que mantiene a mi padre en un agujero? ¿A un hombre que ha manipulado, mentido y asesinado? ¿Decidme por qué habría de ayudaros?-Tener que incluir unas conclusiones en el pergamino le otorgaba una posición de fuerza que creía perdida-. Aun así, os reiteraré mi ofrecimiento: liberad a mi padre y concluiré el documento.

Alcuino se levantó. Se acercó a la ventana y miró al exterior. Aspiró el aroma a resina de un bosquecillo cercano.

– Bonito día -afirmó mientras se volvía-. Está claro que cuando te elegí, sabía lo que hacía. De acuerdo, muchacha: te haré partícipe de cuanto conozco, pero retén en la memoria tu juramento, porque si osas quebrantarlo, yo mismo haré que se cumpla hasta la última de tus pesadillas.

Theresa no se arredró. El punzón bajo el vestido parecía infundirle ánimos.

– Mi padre se muere -le apremió.

– Bien, bien… -Se alejó de la ventana y paseó su estirada figura por el perímetro de la estancia. Caminó erguido, despacio, meditando-. Lo primero que deberías saber es que conozco a Gorgias desde hace tiempo -dijo-, y te aseguro que lo aprecio y admiro. Nos conocimos en Pavía, cuando tú aún eras una niña. Él huía contigo de Constantinopla, y buscando ayuda acudió a la abadía donde yo descansaba camino de Roma. Tu padre era un hombre preparado, de amplio conocimiento, y por supuesto, ajeno a las podredumbres de la corte o del Vaticano. Dominaba el griego y el latín, había leído a los clásicos y se veía buen cristiano, de modo que, no sin cierto interés, le propuse que me acompañara a Aquis-Granum. Por aquel entonces yo necesitaba de un traductor de griego y Gorgias precisaba un trabajo, de modo que regresamos juntos y se instaló aquí, en Würzburg, a la espera de que terminaran las escuelas palatinas que en aquella época se estaban construyendo en Aquis-Granum. En fin, el caso es que aquí conoció a Rutgarda, tu madrastra, con la que al poco se casó, imagino que pensando en tu futuro. Yo habría preferido que se estableciera en la corte, pero Rutgarda tenía aquí a su familia, así que finalmente acordamos que trabajaría para Wilfred traduciendo los códices que yo le enviara.

Pese a asentir con interés, Theresa continuaba desconociendo la relación entre aquel relato y la serie de homicidios. Cuando se lo hizo saber, Alcuino le pidió paciencia.

– Está bien. Vayamos pues a los asesinatos… Por un lado tenemos la muerte de Genserico. También la del ama de cría, y la de su probable amante y asesino, el percamenarius.

– Y el joven centinela -añadió Theresa.

– ¡Ah! Sí. Ese pobre muchacho. -Meneó la cabeza con gesto de desaprobación-. Eso sin contar a los jóvenes que aparecieron apuñalados. Pero ya hablaremos más adelante del centinela. Respecto a Genserico, y descartado el punzón como el causante de su deceso, me inclinaría a pensar en una ponzoña; algún veneno mortal sabiamente administrado. Zenón habló de temblores y un escozor en el brazo, algo que concuerda con lo que le sucedió al percamenarius, quien si no recuerdo mal, también sufrió de extraños pinchazos en la mano. Creo que incluso tracé un dibujo… -Sacó un pergamino en el que había dos diminutas marcas circulares en el centro de una mano-. Lo realicé tras su fallecimiento -puntualizó-. Fíjate. ¿No te recuerda a algo?

– No sé. ¿Una picadura?

– ¿Con dos incisiones? No. Más bien sugeriría la mordedura de un ofidio.

– ¿Una serpiente? ¿Insinuáis que no fueron asesinados?

– Yo no he afirmado tal extremo. Respecto a las punciones, lo consulté con Zenón y coincidió en que la separación y el aspecto de las perforaciones eran similares a las producidas por la dentellada de una víbora. Pero atendamos a la disposición de las marcas. -Las señaló con detenimiento-. Una serpiente difícilmente mordería en la palma, a menos que alguien fuese tan insensato como para intentar agarrarla. Quizá laceraría el dorso, o incluso cualquier dedo, pero en la palma, mira: dame tu mano -le pidió-. Ahora simula con ella las mandíbulas de una serpiente e intenta atrapar la mía.

El fraile le ofreció su extremidad y Theresa la atenazó con los dedos índice y corazón por su dorso, y el pulgar por la palma. Alcuino le ordenó que apretase y ella obedeció hasta hincarle las uñas. Cuando el fraile se quejó, la joven aflojó la presión. Entonces él mostró la palma con las marcas dejadas en su dorso: una próxima a la muñeca, y la otra cercana a los dedos. Luego las comparó con el dibujo: estas últimas aparecían alineadas atravesando horizontalmente la mano.

– Un animal habría mordido como hiciste tú. En el dorso o en la palma, pero en la dirección del brazo. En cambio, las heridas de Korne -colocó el dibujo a su lado- aparecen transversales, en la palma, y perpendiculares a las que has marcado.

– ¿Y eso quiere decir…?

– Que el asesino es un hombre hábil, con el suficiente conocimiento como para matar sin prisas, dejando que transcurra un tiempo. Un recurso útil si pretendes evitar que te relacionen con el asesinado. Incluso es posible que sus víctimas no se alertaran de lo que les estaba sucediendo. Y ha de ser alguien con nociones de venenos.

– ¿Zenón?

– ¿Ese borracho? ¿Qué interés tendrían para él los asesinatos? No, querida Theresa. Adpanitendum properat, cito qui iudicat. Para encontrar a un criminal has de indagar en el motivo que lo llevó a actuar. ¿Qué relación había entre Genserico y el percamenarius}

– Los dos eran hombres. Vivían en Würzburg…

– Y los dos tenían pies y cabeza. Intenta ser más sagaz, ¡por el amor de Dios!

Theresa no estaba para adivinanzas, y así se lo hizo saber.

– De acuerdo -concedió él-. Ambos trabajaban para Wilfred. Ya sé que en Würzburg todo el mundo trabaja para Wilfred, pero Genserico era su coadjutor, su mano derecha, al tanto de cuanto concernía a su superior, y Korne, el percamenarius, era íntimo de Genserico. Quizás esta relación resulte demasiado simple como para inferir un ansia de asesinato, pero sigamos especulando… Si tal como convinimos, el motivo de la desaparición de las gemelas fue el chantaje, y damos por asegurado que su secuestrador fue el propio percamenarius…

– ¿Los pelos rizados que encontramos? -sugirió Theresa.

– Y este ojo de juguete que hallé en la celda que le cedieron tras el incendio. -Extrajo de una cajita un pequeño guijarro que le mostró ufano-. Pertenece a la muñeca con que jugaban las gemelas el mismo día del secuestro.

Theresa lo examinó con admiración. La pintura azul resaltaba torpemente sobre el blanco del guijarro.

– Colegiríamos, pues -siguió Alcuino, arrebatándoselo-, que el percamenarius deseaba algo que juzgaba imposible obtener de otro modo, pues en caso contrario, y antes de asumir el riesgo de un secuestro, sin duda lo habría intentado. Algo de tal valor que no le importó arriesgar su propia vida, e incluso acabar con la de su pobre amante.

– ¿El documento de Constantino?

– Efectivamente: de nuevo el documento. Y si ambos, Genserico y Korne, murieron del mismo modo, recuerda que envenenados, sería lógico deducir que les mató la misma mano.

Theresa estrelló un tintero contra el suelo, haciendo que la tinta salpicara a Alcuino. Y no se arrepintió.

– ¿Sabéis lo que creo? -le espetó al fraile-. Que en realidad vos sois el culpable. Vos conocíais la importancia del pergamino; sabíais cómo Genserico y Korne fueron asesinados; os revelé las líneas ocultas entre los versículos de la Vulgata y poco después matabais al centinela con tal de recuperarla. -Señaló el códice esmeralda-. Os vi hablar con Hóos Larsson.

– ¿Con Hóos? ¿Cuándo? ¿En el túnel? Te aseguro que no era yo.

– Y luego también en el claustro.

– Creo que estás desvariando. -Le acercó la mano al hombro, pero Theresa la apartó con violencia.

– Dejad de tomarme por necia -le advirtió.

– Te repito que nunca me encontré con Hóos en el túnel, de modo que olvida ese dato. Es cierto que lo vi en el claustro, al igual que a Wilfred, a un par de domésticos y a otros dos prelados. Pero de ahí a conjeturar que yo estoy implicado… ¡Por Dios, muchacha! Cuando murió Genserico, nosotros aún navegábamos. Además, ¿por qué te habría contado cómo fueron asesinados?

– ¿Y por qué no liberáis de una vez a mi padre? -gritó-. ¿O es que aún me ocultáis algo?

Alcuino la miró con tristeza, se atusó las canas y apretó los dientes. Luego le pidió que se sentara, en un tono que jamás había empleado. La joven no obedeció, aunque presintió que él iba a confesarle lo que estaba sucediendo.

– Está bien. Pero siéntate -insistió mientras se enjugaba el sudor con un paño. Se tomó un tiempo de silencio-. Creo estar en disposición de afirmar que Wilfred mató a Korne, al igual que a Genserico.

– No os creo. Wilfred es un impedido.

– Así es, y su propio mal es su mejor aliado. Nadie sospecharía de él… ni de ninguno de sus mecanismos.

– ¿Qué queréis decir?

– Hará unos cuatro días, Wilfred me obsequió con el funcionamiento de uno de sus artilugios. Ocurrió al interesarme por la forma en que sujeta los perros a la silla. En ese instante accionó un resorte que liberó sus riendas como por ensalmo. Antes ya me había fijado en la bacinilla de sus excrementos, resuelta igualmente con un hábil mecanismo, de modo que me dirigí al herrero que, según me confesó, se los había incorporado. Al principio el hombre se negó a hablar, pero unas monedas bastaron para que me contara que había instalado en los agarraderos traseros de la silla un sorprendente artefacto. Concretamente, dos pequeños clavos curvados enrasados en el agarradero, que al ser accionados desde los brazos se elevan como dos dardos. El herrero juró que nunca había entendido su propósito, algo comprensible por lo insólito de su cometido.

– Y Wilfred utiliza ese mecanismo…

– Para inocular el veneno. Los clavos deben de estar bañados en alguna solución maligna. Tal vez ponzoña de serpiente. Imagino que así fue como mató a Genserico, e igualmente al percamenarius.

– Pero ¿por qué perpetraría Wilfred los crímenes? Él tenía acceso al documento. ¿Y los muchachos asesinados? ¿Por qué acusan a mi padre de haberlos acuchillado?

– Aún no tengo todas las respuestas, si bien espero hallarlas pronto. Y ahora que sabes la verdad, y dando por sentado que tu padre no es un asesino, te pido por favor que regreses al trabajo.

Theresa se fijó en el documento, a falta de tres párrafos para darlo por terminado. Luego clavó sus ojos en los de Alcuino.

– Lo concluiré cuando liberéis a mi padre.

El fraile miró hacia otro lado. Luego se revolvió.

– ¡Tu padre, tu padre! ¡Hay cosas más importantes que tu padre! -gritó-. ¿No entiendes que quienes buscan el pergamino aún pueden conseguir sus propósitos? Para poder atraparlos necesito que crean que ya tengo un culpable. Tu pobre padre es inocente, sí, pero también lo fue Jesucristo, ¿y acaso no dio Él su vida para salvarnos a todos nosotros? Ahora responde a esto, muchacha: ¿piensas que Gorgias es mejor que Jesucristo? ¿Es eso lo que crees? ¿Acaso le has preguntado si no acepta su sacrificio? Seguro que si pudiera hablar, me estaría agradecido. Además, dejémonos de naderías. Los dos sabemos que va a morir sin remedio. ¿Cuánto le queda? ¿Dos? ¿Tres días? Qué más da que muera en una cama o en el calabozo.

Theresa se alzó como un resorte y le cruzó el rostro de una bofetada.

Alcuino aguantó inmóvil mientras el rubor le palpitaba en la mejilla. Luego reaccionó como si acabaran de despertarlo. Se levantó y se acercó a la ventana, llevándose la mano a la cara.

– Perdona, no debí decir eso -se disculpó-. Pero aun así, recapacita. Es duro de escuchar, lo admito, pero tu padre morirá de todas formas. Zenón me lo ha confirmado, y nada de lo que hagamos podrá alterar ese hecho. De nosotros depende el futuro de ese documento. Ya te he explicado su trascendencia, y por ello te exijo que aceptes mis planteamientos.

Theresa se aguantó las lágrimas.

– ¿Sabéis? -rompió a llorar-. Me da igual lo que hagáis. Me da lo mismo que os roben el pergamino y que acabemos todos en el infierno, pero no consentiré que mi padre perezca en ese agujero.

– No lo entiendes, Theresa. Estoy a punto…

– Estáis a punto de matarlo; y tarde o temprano haríais lo mismo conmigo. Pero ¿de veras pensáis que soy estúpida? Ni mi padre ni yo os hemos importado nunca.

– Te equivocas.

– ¿Sí? Entonces decidme: ¿de dónde habéis sacado su Vulgata? ¿O acaso ha llegado aquí volando?

Alcuino la miró con gesto contrariado.

– La encontró Flavio Diácono tirada en medio del claustro. -La cerró y se la ofreció-. Si no me crees, puedes ir y preguntárselo.

– ¿Entonces por qué no liberáis a mi padre?

– ¡Diablos! ¡Ya te lo he explicado! Necesito descubrir a cuantos persiguen el documento.

– Un documento falso como Judas -replicó ella sin concesión.

– ¿Falso? ¿Qué quieres decir? -Su tono cambió.

– Que sé bien lo que habéis tramado. Vos, Wilfred y los Estados Pontificios… Todo un ejército de farsantes y de engaños. Lo sé todo, fray Alcuino. Ese documento que tanto alabáis; en el que habéis depositado esperanzas, ambiciones y anhelos… Mi padre descubrió su falsedad. Por eso pretendéis que muera, y con él, vuestro secreto.

– Desconoces de lo que hablas. -Titubeó.

– ¿Estáis seguro? -Sacó las tablillas de su bolsa y las arrojó delante de él sobre la mesa-. Son las copias de los renglones interlineados. No os molestéis en buscarlos en la Vulgata porque los raspé con un escalpelo.

– ¿Qué dicen? -le exigió él endureciendo el gesto.

– Lo sabéis tan bien como yo.

– ¿Qué dicen? -repitió como si lo consumiera el fuego.

Theresa le acercó aún más las tablillas. Alcuino las contempló y luego la miró.

– Mi padre conocía la diplomacia bizantina. Sabía de epístolas, de discursos, de exordios y panegíricos. Tal vez por eso le contratasteis, pero también por ser un buen cristiano. Y como tal, descubrió que Constantino jamás redactó ese documento. Que ninguna de las donaciones es legítima y que esos territorios pertenecen a Bizancio.

– ¡Guarda silencio! -bramó el fraile.

– O si no, decidme, Alcuino, ¿cómo es posible que el documento haga referencia a Bizancio como provincia, cuando en el siglo cuarto sólo era una ciudad? ¿Cómo menciona Judea si en esa fecha ya no existía ese lugar? Eso sin contar el empleo de términos como synclitus en lugar de senatus, banda en lugar de vexillum, censura en vez de diploma, constitutum en lugar de decretum, largitas en vez depossessio, cónsul en lugar áepatricus…

– ¡Calla, mujer! ¿Esos detalles qué demuestran?

– Y no es todo -continuó ella-: en la introductio y la conclusio se imitan con pobre acierto las escrituras del período imperial, pero también las formule de otros tiempos. ¿O cómo explicaríais en un documento del siglo cuarto que el pasaje de la conversión de Constantino esté basado en los Acta o Gesta Sylvestri, o las reminiscencias de los decretos del Sínodo Iconoclasta de Constantinopla contra la veneración de imágenes, que como sabéis se celebró varios siglos después?

– Que el documento ostente errores no prueba que la donación sea incierta -repuso él, golpeando la mesa-. La diferencia entre lo verdadero y lo genuino es tan liviana como la existente entre lo falso y lo espurio. ¿Cómo pretendes tú, descendiente de la pecadora Eva, juzgar la pia fraus realizada cum pietate? ¿Cómo osas condenar lo cumplido bajo instinctu Spiritus Sancti?

– ¿De veras creéis que eso dirán en Bizancio?

– Estás jugando con fuego… -le advirtió-. Yo nunca te habría causado daño, pero hay muchos que no piensan de igual manera. Recuerda a Korne.

El tañido de las campanas llamando a rebato les interrumpió.

– Liberad a mi padre y acabaré el documento. Inventad lo que queráis: otro milagro, o lo que se os ocurra. Al fin y al cabo, ideando mentiras sois todo un experto.

A continuación recogió las tablillas y le dijo que enviara su respuesta al barco de Izam. Y se marchó sin permitir que Alcuino la contradijera.


De camino al embarcadero, se vio rodeada por una multitud de lugareños que al grito de «provisiones» corrían saltando y bailando. Sorprendida, siguió a una familia cercana hasta advertir que el revuelo obedecía a la presencia de cuatro barcos que en aquel momento atracaban en el amarradero. Uno de ellos, de color rojo y pertrechado con escudos, destacaba por su tamaño, que convertía en chalupas al resto de las embarcaciones. Buscó a Izam entre los recién llegados, descubriéndolo finalmente a bordo del último barco. Intentó subir al navío, pero no se lo permitieron. Sin embargo, en cuanto Izam la divisó, descendió para saludarla.

Mientras se acercaba, Theresa advirtió que cojeaba de una pierna.

– ¿Qué te ha sucedido? -preguntó alarmada. Y sin pensarlo se echó en sus brazos. Él le acarició el cabello mientras la tranquilizaba.

Se apartaron del gentío hasta una roca solitaria. Izam le explicó que había salido al encuentro del missus dominicas porque un explorador le había avisado de su llegada.

– Por desgracia, parece que también avisaron al dueño de esta flecha -bromeó señalándose la pierna.

Theresa la miró. Habían cortado el extremo del dardo, de forma que sobresalía un palmo de vara. Le preguntó si era grave, aunque no se lo pareció.

– Si una flecha no te mata al principio, casi nunca ocurre nada. Curioso, pero todo lo contrario que con una espada. ¿Y tú? ¿De dónde vienes? Ordené a Gratz que permanecieras en el barco.

Theresa le relató el episodio de Alcuino. Cuando terminó, Izam le mostró su desazón haciéndolo coincidir con el instante en que se extraía la flecha. Dejó a un lado las tenazas con la punta ensangrentada y taponó la herida con unas hierbas.

– Siempre las llevo encima. Son mejores que las vendas.

Las sujetó con los dedos mientras le preguntaba por qué le había desobedecido. Ella le dijo que temió que no regresara.

– Pues casi lo adivinas -sonrió mientras arrojaba el trozo de flecha al fondo de las aguas. Sin embargo, cuando Izam conoció los detalles de la conversación con Alcuino, dejó de sonreír para mostrarle su preocupación. Insistió en que el fraile inglés gozaba del favor de Carlomagno, y que llevarle la contraria era un suicidio.

Cuando el alboroto remitió, regresaron al primer barco para que le cauterizaran la herida. Él cojeaba un poco, así que ella le ayudó a subir rodeándole los hombros. Mientras preparaban el hierro al rojo, Izam le confesó que le había hablado al missus de ella.

– Bueno, no de ti. De tu padre y de cómo se encuentra. No se comprometió a nada, pero me dijo que hablaría con Alcuino para saber de qué se le culpaba.

Le explicó que los missi dominio eran una suerte de magistrados a los que Carlomagno enviaba por sus tierras para administrar justicia. Solían viajar por parejas, pero en esta ocasión se había desplazado uno solo. Se llamaba Drogo, y parecía un hombre cabal.

– Seguro que él accederá a nuestras demandas.


Capítulo 30

El hombre encargado de aplicar el hierro previno al herido. Luego hundió el extremo candente mientras Izam mordía un palo. Tras retirar el hierro le aplicó un ungüento oscuro, y finalmente cubrió la herida con vendas nuevas.

Izam y Theresa comieron pescado fresco y salchichas de cerdo mientras los marineros descargaban las bodegas. En total, cuatro bueyes, un grupo de cabras, otro pequeño de gallinas, decenas de piezas de caza y pesca, varias partidas de trigo, cebada, garbanzos y lentejas, que cargaron en carros para transportarlos a la fortaleza. Cuando terminó la desestiba, una turba de campesinos escoltó a Drogo y sus hombres entre las retorcidas callejuelas.

Izam aguardó a bordo porque aún le molestaba la pierna. Además, se sentía más seguro con Theresa en el navío, que rodeado de extraños en tierra. Meditaba cómo ayudarla cuando se presentó en el muelle un doméstico enviado por Alcuino. El siervo preguntó por la joven hasta localizarla en el barco de Izam, pero habían retirado la pasarela, así que le pidió que descendiera. Izam le aconsejó que aguardara, pero Theresa le besó en la mejilla y, sin darle opción a réplica, dispuso una escala y desembarcó. Una vez en tierra, el doméstico le informó que Alcuino había accedido a sus demandas y le enviaba para escoltarla hasta la ciudadela. Theresa pensó comentárselo a Izam, pero se abstuvo por temor a que él se lo impidiera.

Ya en la fortaleza, el doméstico la guió por las cocinas, donde un hervidero de gente trasegaba las viandas con las que aquella noche agasajarían al missus dominicus. A Theresa le pareció estar en otro lugar, ya que por todas partes bullía gente nueva. Dejaron atrás los almacenes y se dirigieron hacia las fresqueras. Una vez allí, el guardia introdujo la escala en el agujero para que Theresa descendiera, cosa que la joven realizó con diligencia. Abajo, Gorgias tiritaba tumbado bajo una manta de piel podrida. Theresa advirtió que el centinela retiraba la escala, pero no le importó. Se agachó junto a su padre y le besó con ternura. Su cara ardía como una tea encendida.

– ¿Me oís, padre? Soy Theresa.

Él entreabrió unos ojos cubiertos de legañas. La muchacha comprendió que la miraba pero no la veía. Gorgias alzó su mano temblorosa para acariciar el rostro de aquel ángel que lloraba, y al rozarla pareció reconocerla.

– ¿Hija mía? -balbuceó.

Ella sintió cómo su mano le quemaba.

Le humedeció la frente empleando el agua sucia que llenaba una tinaja. Gorgias se lo agradeció con un susurro. Luego forzó una sonrisa.

Theresa le juró que pronto le liberarían. Le habló de Rutgarda; de sus sobrinos, los cuatro pilludos a los que adoraba; inventó una promesa por la que Alcuino le restituiría a su trabajo con toda clase de honores y también le mintió sobre Zenón, de quien aseguró había afirmado que se recuperaría de sus heridas. Lloró cuando comprobó que la vida se le escapaba.

– Mi pequeña -murmuró.

Theresa estrechó su mano. Con los dedos peinó su cabello desmadejado, y Gorgias se lo agradeció. De repente tosió abruptamente. En un instante de lucidez recordó el documento de Constantino. Deseaba contarle a Theresa que lo había ocultado sobre una viga de los barracones de esclavos en la mina. Había trabajado tanto… Las palabras no le salían. La vista se le desvanecía.

– ¿Dónde están mis libros? ¿Por qué no traen mis tintas?

Agonizaba.

– Están aquí. Como a ti te gusta -le mintió mientras le acariciaba las arrugas.

Gorgias miró alrededor y su cara se iluminó como si en verdad los contemplara. Luego apretó la mano de Theresa.

– Escribir es bonito, ¿verdad?

– Mucho, padre.

Entonces su mano se aflojó mientras un último suspiro escapaba de su garganta.


Entre dos hombres sacaron a Theresa, porque ella era incapaz de abandonar el agujero. Luego izaron el cadáver de Gorgias con una cuerda y lo trasladaron a la cocina como si fuera un fardo de habas. Allí, mientras lo amortajaban, una sirvienta preparó una infusión de salvia que Theresa derramó al probarla. Cada vez la rodeaba más gente que murmuraba y cuchicheaba sin respetar su terrible dolor. Pasado un rato, unos ladridos anunciaron la llegada del conde Wilfred. Theresa se enjugó las lágrimas con torpeza. Luego se levantó al advertir el aliento de los perros sobre su cara.

– ¿Ya ha muerto? -se interesó Wilfred sin hálito de compasión.

Theresa se mordió los labios, con su mirada odiando a aquel tullido que parecía disfrutar del amargor que la embargaba. Por respeto a su padre prefirió callar, pero en ese instante uno de los perros acercó su hocico al cadáver y comenzó a lametearlo. Entonces Theresa se giró y le estampó una patada que resonó en toda la cocina. El perro se revolvió mostrando las fauces, pero Wilfred le retuvo con una mueca de ironía.

– Cuidado, muchacha. La vida de mis molosos vale más que la de muchas personas.

La joven hizo un gesto pero se contuvo. Le habría abofeteado de no ser porque, a buen seguro, los perros la destrozarían. El hombre rio el ademán de la muchacha.

– Llevadla a la fresquera -ordenó mudando de expresión.

Theresa no comprendió, hasta que de repente dos soldados la agarraron y la arrastraron hacia las mazmorras. Ella demandó explicaciones, pero los hombres no sólo no la escucharon, sino que al llegar al borde del agujero la golpearon con una vara para obligarla a descender. Tras retirar la escala, Theresa miró hacia el embocadero. El agujero tenía una profundidad similar a la de tres hombres subidos a hombros, lo que imposibilitaba la huida. Al poco observó cómo los hocicos de los perros asomaban por el brocal, e instantes después hacía lo propio el rostro de Wilfred.

– ¿Sabes, muchacha? De veras lamento lo de tu padre, pero no debiste amenazar a Alcuino, y menos aún sustraer su pergamino.

– Pero ¿qué decís? Yo no he robado nada -respondió sorprendida.

– En fin. Como prefieras… Pero debo advertirte: si antes del amanecer no has confesado, se te acusará de expolio y blasfemia. Serás torturada, y morirás en la hoguera.

– ¡Maldito tullido! Os repito que no he robado nada. -Y le arrojó un cuenco vacío que se estrelló contra las paredes y volvió a caer sobre ella.

Wilfred no respondió. Restalló su látigo y los perros hicieron retroceder la silla hasta desaparecer de la vista.

Cuando se cercioró de que se había marchado, Theresa se dejó caer sobre el mismo sitio en que momentos antes había expirado su padre. Apenas si podía pensar, pero no le importaba que la acusaran. Había regresado a Würzburg por Gorgias, había luchado por él, e incluso había osado desafiar a Alcuino. Sin embargo, tras su muerte, ya todo le daba lo mismo. Se tumbó sobre los restos de paja, que sintió como agujas, y lloró con amargura. Mientras sollozaba, se preguntó en qué cementerio lo enterrarían.

Maldijo el documento. Por su causa habían fallecido Genserico, Korne, un joven centinela de quien ni siquiera conocía el nombre, el ama de cría… Y Gorgias, un padre por el que cualquier hija habría ofrecido su propia vida. Siguió llorando sin consuelo, y al dolor se sumó un frío que la fue entumeciendo hasta dejarla helada.

Pasada la medianoche, un guijarro le golpeó en la mejilla. Imaginó que se habría desprendido del brocal, pero otro impacto en una pierna hizo que se desperezara. Miraba hacia arriba sin distinguir un alma, cuando otra piedrecilla entró a través del hueco por el que se vertía la nieve desde las caballerizas. Observó el conducto, del diámetro de un tonel pequeño protegido por una reja. Aguzó el oído y escuchó que alguien le chistaba.

– ¿Sí? -susurró ella.

– Soy yo, Izam -escuchó en la lejanía-. ¿Te encuentras bien?

Theresa se tumbó y guardó silencio al advertir que un centinela se asomaba a la bocana. El guardia miró un par de veces y se retiró. Ella se incorporó de nuevo, cogió una piedrecita y la arrojó hacia la abertura.

– Escucha -oyó-. Aquí fuera hay vigilancia. -Hubo un silencio-. Te sacaré de ahí, ¿me oyes?

Ella respondió que sí y aguardó a que continuara. Sin embargo, Izam no volvió a hablar.

Ya no logró conciliar el sueño, de modo que esperó despierta a que los gallos anunciaran el comienzo de la alborada. Para entonces, una tenue claridad penetraba por el conducto de la nieve, como si de algún modo le recordara que de él provenía su única esperanza. Miró hacia el hueco deseando que apareciese Izam, pero eso no llegó a suceder. Entonces advirtió unas marcas en la roca que aparentaban representar un conjunto de edificios. Al fijarse, no recordó haberlas visto el día que Zenón atendió a su padre. Le pareció que los simulacros de casas repetían con insistencia una traza horizontal similar a una viga. Al poco bajaron la escala de madera y un par de centinelas la conminaron a que subiera. Theresa olvidó las vigas y obedeció. Cuando alcanzó la bocana, la amordazaron y le vendaron los ojos. Luego, con las manos atadas, la condujeron a través de las cocinas, que reconoció por el olor a pan horneado y tarta de manzana. De allí pasaron al atrio, donde percibió el frío cortante de la mañana, y de éste, al cuarto principal donde Wilfred la aguardaba. Supuso que era él, porque los perros gruñían como si desearan devorarla. De repente recibió un varetazo que le laceró la espalda. Le preguntaron por el paradero del pergamino y ella repitió que lo ignoraba. Continuaron interrogándola hasta que se hartaron de azotarla.


Se despertó sobre un reguero de sangre, despojada ya de la venda que la había cegado. Miró alrededor y comprobó que la habían conducido al scriptorium, donde un guardia de sonrisa estúpida no paraba de mirarla. Advirtió que estaba encadenada de pies y manos. En ese instante entró Hóos Larsson, le entregó unas monedas al centinela para que saliera de la estancia y se agachó al lado de Theresa, a quien miró con desdén, como si entre ellos nunca hubiera existido nada.

– Te sientan bien los azotes -le susurró al oído. Su lengua le rozó el lóbulo de la oreja.

Ella le escupió a la cara, y él, tras reírle la gracia, le soltó un bofetón que le dejó la mejilla encarnada.

– Anda, no seas mala -prosiguió-. ¿Ya no recuerdas lo bien que lo pasábamos? -Y volvió a deslizarle la lengua por la cara. Luego le sujetó las manos y la amordazó para que no pudiera hablar. Se acercó de nuevo a su oído-. Por ahí van diciendo que has robado el pergamino. ¿Es cierto eso? -sonrió-. Lo que son las cosas: hace meses hube de apuñalar a tu padre para intentar conseguirlo, y ahora vas tú y lo sustraes como si nada.

Theresa se revolvió como si le mordiera una serpiente, pero él siguió riendo y amagando con rozarla. Le dijo que, según contaban, ni siquiera la juzgarían.

– Se ve que les has jodido bien. Ya te han preparado el patíbulo.

La puerta comenzó a abrirse y Hóos se retiró de inmediato. Al momento ingresaron en la sala Alcuino, Wilfred y Drogo, el missus dominims. Wilfred se extrañó de encontrar a Hóos junto a Theresa.

– Deseaba verla a solas por última vez -se excusó el joven-. Ella y yo…

Alcuino dio fe de que la pareja mantenía una relación poco cristiana. Wilfred asintió y ordenó a Hóos que abandonara la sala. Cuando se quedaron solos, azuzó a los perros, que se encaminaron hacia Theresa.

– En el nombre de Dios y en el de su hijo Jesucristo, por última vez te exhorto a que nos reveles dónde se encuentra el documento. Sabemos que conoces de su trascendencia, de modo que confiesa y nuestra generosidad evitará tu pesadumbre. Pero persiste en tu actitud y padecerás en tus carnes el tormento del fuego -la amenazó.

Advirtió que Theresa pretendía hablar pero se lo impedía la mordaza. Solicitó que se la retiraran, pero Alcuino se negó.

– De quererlo, ya habría confesado -le bajó el vestido para mostrar los varetazos en su espalda-. Aguardemos a que las llamas acaricien sus pies y entonces sabremos si su lengua sigue vaga.

Drogo asintió. Alcuino le había informado de todo lo sucedido, así que acordaron quemar a la muchacha tras la cena, justo después del oficio de vísperas. Luego salieron de la estancia, dejándola en compañía de un centinela al que instruyeron para que nadie se le acercara.


Izam supo de cuanto acontecía a través de Urginda, un tonel de cocinera que había intimado con Gratz cuando éste la ayudó con las provisiones en las cocinas. Además de preparar el pedido para el barco, la mujer le entregó a Izam un pastel de calabaza. Mientras lo envolvía, le contó que la ejecución tendría lugar en la fortaleza, porque según Alcuino, los lugareños no aprobarían que ajusticiaran a una joven que acababa de resucitar hacía unos días.

. -De esto último me enteré escondida tras una cortina -rio ufana, al tiempo que añadía una manzana de propina-. Yo, desde luego, no lo entiendo. Si antes fue un milagro, ¿cómo va a ser ella ahora una arpía? A mí esa joven me cae bien, pero claro, yo sólo entiendo de comidas. Pruebe el pastel. -Y volvió a reír con descaro, orgullosa de cuanto sabía.

Izam mordió el dulce que encontró duro y desabrido. Le pagó por los alimentos antes de calcular la hora. Luego rezó por que su plan resultara mejor que la calabaza de la cocinera.

Dejó los alimentos en el almacén y se dirigió hacia la torre donde, según Urginda, quemarían a la chica. El lugar, una imponente construcción de piedra, coronaba un risco en lo alto de la fortaleza, convirtiéndose de ese modo en su último baluarte. Desde la torre se dominaba no sólo Würzburg, sino también los accesos a la villa, el valle del Main y los desfiladeros de las colinas. Una vez a pie de torre, descubrió que los años, y un deficiente mantenimiento, habían obligado a apuntalar la atalaya con una enorme viga cuyo extremo superior se apoyaba contra el interior de la muralla.

Torció el gesto cuando en el patio de acceso advirtió la presencia de una pira. La zona era de difícil acceso, pues la bordeaba un despeñadero que se precipitaba sobre el foso que antecedía a la muralla. Se agazapó tras el montículo de leña y aguardó a que llegara la comitiva.

Comenzó a llover. Se arrebujó bajo la capa, y se consoló pensando que la humedad dificultaría la combustión de la madera. Poco después resonaron las campanadas. Mientras esperaba, observó el extraño tronco que consolidaba la torre. Se dijo que a través de él se podría salvar el abismo que separaba la torre de la muralla.

Pasado un rato apareció el carromato de Wilfred. Le seguían Drogo, Alcuino y Flavio Diácono ricamente ataviado. Detrás caminaba Theresa custodiada por un par de guardias. Izam se ocultó aún más cuando los perros empujaron el artilugio hasta la pira. Los domésticos que auxiliaban a Wilfred clavaron sus antorchas en el suelo y salieron del patio de armas. La lluvia arreciaba. A una voz del conde, los guardias aferraron a Theresa, quien parecía adormilada. Se disponían a subirla sobre la pira cuando Izam intervino.

– ¡Pero qué diablos! -masculló Wilfred al verlo. Los centinelas empuñaron sus armas, pero Drogo les contuvo.

– Izam, ¿eres tú? -preguntó el missus extrañado.

El joven se inclinó ante él.

– Magistrado, esa joven es inocente. No podéis permitirlo.

Al intentar acercarse a ella, los guardias se lo impidieron. Wilfred azuzó a los perros, que ladraron como posesos. A continuación ordenó a los soldados que encendieran la pira, pero Izam sacó su puñal y lo lanzó. El arma surcó el aire hasta hundirse en la silla bajo las partes pudendas de Wilfred. Sacó otra daga de su cinto y le apuntó.

– Os aseguro que si tenéis corazón, puedo acertarle -lo amenazó.

– Izam, no seáis necio -le advirtió el missus-. Esta joven ha robado un documento de vital importancia. No sé qué es lo que os guía, pero ya he resuelto que pague con su vida.

– Ella no ha sustraído nada. Permaneció a mi lado desde que salió del scriptorium -replicó el ingeniero sin bajar el arma.

– No es lo que Alcuino me ha contado.

– Pues Alcuino miente -afirmó tajante.

– ¡Hereje! -bramó el fraile.

El tableteo de la lluvia resonó insistente mientras los hombres aguardaban. Izam inspiró con fuerza porque era el momento de su última jugada. Se adelantó unos pasos, apretó entre sus manos el crucifijo que pendía de su cuello y cayó de rodillas ante Drogo.

– ¡Reclamo el Juicio de Dios!

Todos callaron estupefactos. Los juicios de Dios se pagaban con la vida.

– Si lo que pretendéis es salvarla… -le advirtió Wilfred.

– ¡Lo exijo! -Se arrancó el crucifijo y lo elevó hacia el firmamento.

Drogo carraspeó. El missus miró a Wilfred, luego a Flavio, y finalmente al propio Alcuino. Los dos primeros se negaron. Sin embargo, Alcuino aseguró que era imposible sustraerse a la petición de una ordalía.

– ¿De modo que un Juicio de Dios…? Acercaos -ordenó Drogo-. ¿Sabéis a lo que os exponéis?

Izam asintió. Lo habitual era que obligaran al acusado a caminar descalzo sobre una reja calentada hasta el rojo: si sus pies se quemaban resultaría culpable, pero si por mediación divina sanaban, entonces se proclamaría su inocencia. También podía suceder que le arrojaran al río atado de pies y manos: si flotaba, sus faltas le serían redimidas. No obstante, su propósito era acogerse a la contienda, opción posible cuando existían dos oponentes. No tenía más que retar a Alcuino.

– No es a él a quien se acusa -replicó Wilfred al oírlo.

– Alcuino asegura que Theresa le robó, pero yo afirmo que es él quien enarbola la mentira. En tal caso, sólo Dios puede discernir cuál es la oveja descarriada.

– ¡Pero qué necedad más grande! ¿Acaso olvidáis que Alcuino es el pastor y Theresa la oveja?

En ese instante, Alcuino se acercó a Izam, le miró fijamente a los ojos y le arrebató el crucifijo.

– Acepto la ordalía.


Regresaron al edificio después de acordar que se encontrarían al amanecer junto a la pira. Izam volvió al navío con la promesa del missus de que nada le sucedería a Theresa. Por su parte, Wilfred, Flavio y Alcuino permanecieron en cónclave para abordar los detalles de la ordalía.

– No deberíais haber aceptado -repitió indignado Wilfred-. No había razón para…

– Creed que sé lo que hago. Pensad que lo que ahora juzgáis como locura, en realidad resulta la forma perfecta de justificar una ejecución que, a ojos de la plebe, resultaría comprometida.

– ¿A qué os referís?

– La muchedumbre idolatra a Theresa. Creen que esa joven ha resucitado. Ajusticiarla ahora no tendría sentido, y menos aún, acusarla de un crimen del que no podemos hablar demasiado. En cambio, un Juicio de Dios lo justificaría.

– Pero vos no sabéis de armas. Izam os mandará al infierno.

– Bueno, ésa es una posibilidad, pero Dios está conmigo.

– ¡No seáis necio, Alcuino! -intervino Flavio Diácono-.

Izam es un soldado experto. Al primer envite vuestros intestinos rodarán por el precipicio.

– Confío en Dios.

– ¡Maldita sea! Pues no confiéis tanto.

Alcuino pareció meditarlo. Pasado un rato se levantó entusiasmado.

– Un campeón. Eso es lo que necesitamos -les recordó que en una ordalía, el ofendido podía designar un valedor que le defendiera-. Tal vez Theodor -sugirió-. Es fuerte como un toro y le saca una cabeza a Izam.

– Theodor es un inútil. Si tuviera que pelar una cebolla, al primer tajo se quedaría sin dedos -sentenció Wilfred-. Habrá que pensar en otro.

– ¿Y Hóos Larsson? -propuso Flavio Diácono.

– ¿Hóos? -se extrañó Wilfred-. De acuerdo con que es hábil, pero ¿por qué se ofrecería a ayudarnos?

– Por dinero -sentenció Flavio.

Alcuino coincidió en que el joven mencionado gozaba del ímpetu y la maestría necesaria para el duelo, pero no confiaba tanto en que quisiera asumir el riesgo. En cambio, Flavio no sólo no lo dudó, sino que se ofreció para tratar de convencerlo. Wilfred y Alcuino se mostraron de acuerdo.


Antes del amanecer, un emisario se presentó en el barco de Izam para informarle que debía personarse en la muralla de la fortaleza. Lo confirmaba una tablilla con el sello de Drogo, de modo que Izam tomó su ballesta junto a varios dardos, se ciñó su scramasax, se protegió de la lluvia con una pelliza y siguió al enviado hasta el acceso a las murallas. Ya en el interior, el emisario le condujo por el foso hasta alcanzar, a pie de precipicio, el punto más cercano al patio de armas. Desde allí, los restos del andamio empleados para apuntalar la torre trepaban de forma inverosímil hasta alcanzar el tronco que hacía de sustentáculo entre el torreón y la muralla. Cuando el doméstico le informó que debía ascender por el andamio, Izam no le creyó.

– ¿Por qué habría de subir?

El emisario se encogió de hombros y señaló hacia lo alto. Izam siguió la indicación para, a considerable altura, reconocer a Drogo en el patio de armas. Mediante gestos, el magistrado le ordenó que trepara por el andamio pegado a la muralla. Antes de obedecer, el emisario le pidió que le entregara la ballesta. Izam se la dio. Luego se santiguó y comenzó la escalada.

Al principio parecía sólido, pero conforme ascendía, el armazón de palos y cuerdas comenzó a crujir como si fuera a hundirse, así que continuó el ascenso procurando apoyarse en las uniones más trabadas. La pierna herida le molestaba, pero sus manos se aferraban a los salientes igual que si fueran zarpas. Cuanto más subía por la estructura, ésta más se bamboleaba. A dos tercios de la cúspide se detuvo para recuperar el resuello, con la lluvia y el viento azotándole la cara. Abajo, en el foso, el lecho de roca parecía aguardar a que las fuerzas le fallaran. Tomó aire y continuó el ascenso hasta coronar el andamiaje, justo donde se apoyaba el tronco que unía la muralla con la torre de vigilancia.

No esperaron a que se recuperara. Al otro extremo aguardaban Wilfred en su silla, Flavio Diácono, Drogo y Alcuino. Más alejada, Theresa permanecía custodiada por dos soldados. La distinguió sin capucha pero aún amordazada. Pese a la distancia pudo advertir sus ojos de terror, y junto a ella, un hombre alto con un hacha. El corazón se le encogió. En ese instante Drogo se adelantó y le pidió a Izam que jurara.

– En el nombre del Señor, santiguaos y preparaos para el combate. Alcuino presenta a un campeón -le gritó señalando al hombre del hacha-. Por ser él el ofendido, se encuentra en su derecho. Ahora jurad lealtad a Dios y que Él guíe vuestras armas.

Izam juró. Luego Drogo se volvió hacia el hombre del hacha y le indicó que se preparara.

– ¡Honor para el vencedor, e infierno para el que caiga!

Izam comprendió que el duelo se celebraría sobre el vacío, así que mientras su oponente llegaba, estudió el tronco donde se batirían. Advirtió que su contorno superior estaba torpemente tallado, como si en algún momento lo hubieran empleado de puente entre la torre y la muralla. Aun así, mantener el equilibrio resultaría complicado porque la lluvia no cesaba. Se fijó en que a mitad del madero, asegurados sobre la superficie más plana, aparecían dispuestos varios odres de piel pequeños. No imaginó ni su propósito, ni el contenido que los abultaba.

En ese momento alzó la mirada y observó cómo su oponente salvaba el pretil de la torre para erguirse sobre el tronco auxiliándose con el hacha. Protegía su torso con un coleto de cuero y lucía botas claveteadas. Sin duda era Hóos Larsson. Los tatuajes le delataban.

Izam desenfundó su puñal y se dispuso para el combate. Desde el patio de armas, Drogo ordenó a Hóos que dejara el hacha. Hóos Larsson la clavó en el tronco y desenfundó su scramasax. Luego avanzó hacia Izam sin cuidar dónde pisaba. Éste también progresó, notando con preocupación que la herida le aguijoneaba.

Se aproximaron el uno al otro como dos fieras acorraladas. La cara de Izam, perlada por la lluvia; la de Hóos, impávida, como si anduviera de caza. El tronco crujió cuando ambos se acercaron a la parte central. Hóos lanzó el primer amago, pero Izam aguantó la acometida sin retroceder una pisada, y respondió con una puñalada que Hóos detuvo con facilidad.

Hóos sonrió. Era experto con el cuchillo, y sus botas claveteadas le aferraban al tronco como si tuvieran garras. Arremetió de nuevo contra Izam haciéndole retroceder. Izam se preparó, pero de pronto Hóos también se echó atrás, como si quisiera disfrutar del episodio que se avecinaba. En ese instante, Drogo ordenó a sus arqueros que dispararan y una nube de dardos surcó el aire hasta clavarse en los pequeños odres que separaban a los contendientes.

– ¿Qué? -rio Hóos-. ¿Crees que las piedras de abajo dolerán cuando te caigas?

Esta vez Hóos atendió dónde pisaba, porque los odres perforados habían vertido aceite hasta convertir el madero en una auténtica trampa. De repente Hóos lanzó otro envite, y aunque Izam logró esquivarlo, resbaló y perdió su arma. Por fortuna recuperó el equilibrio antes de que Hóos le apuñalara. Rápidamente, Izam se desprendió de su cinturón y lo empleó a modo de látigo para evitar que Hóos se le acercase.

En ese momento el tronco crujió a espaldas de Izam, quien comprobó horrorizado cómo el andamio cedía y una lluvia de listones comenzaba a caer al abismo. No le dio tiempo a reaccionar. De repente el tronco se hundió por el extremo de la muralla al tiempo que el andamiaje crujía y chasqueaba. Los contendientes comprendieron que iba a desprenderse y se desplazaron hacia el extremo contrario. Pese al desnivel del tronco, Hóos alcanzó el torreón con relativa facilidad, pero Izam resbaló al franquear la zona engrasada. Por un instante su cuerpo pendió en el aire, pero logró aferrarse al saliente de una rama.

Theresa chilló y su grito llegó hasta Izam, quien desesperadamente buscaba dónde asirse. Por suerte, sus dedos encontraron una flecha que había atravesado un odre y permanecía profundamente clavada. El dardo y el saliente le permitieron asegurarse mientras Hóos presenciaba la escena agarrado a su hacha. Se carcajeó al comprobar que Izam se debatía como un pájaro en un cepo.

– ¿Necesitas ayuda? -ironizó.

Izam pendía del tronco sin terminar de encaramarse. Hóos desprendió el hacha y comenzó a voltearla.

– ¿Sabes, Izam? Me gusta clavarla -le gritó-. A Theresa le encantaba -añadió rozándose la entrepierna.

Iba a lanzarle el hacha cuando inesperadamente el tronco cedió por el extremo alojado en el torreón. El estertor hizo que Hóos cayera hacia atrás, rebotara en la piedra y saliera repelido hacia delante, a escasa distancia de donde Izam colgaba. Por fortuna, el tronco se enderezó, lo que permitió a Izam engancharse al saliente de otra rama.

Hóos sonrió. Bajo la lluvia, su rostro parecía el de la fiera que conoce la impotencia de su presa.

Avanzó observando a Izam debatirse sobre la sima. Cuando se supo cerca, lanzó un mandoble que Izam esquivó, apartando la pierna que le mantenía enganchado, y de nuevo pendió sobre el abismo. Hóos desclavó el hacha mientras Izam aprovechaba para volver a encaramarse. Por un instante ambos se miraron: Hóos agazapado, empuñando su arma, disfrutando de la caza, e Izam desarmado, intentando defenderse. De repente, el hacha silbó hasta enterrarse a un palmo de la cara de Izam y éste supo que era su oportunidad. Aferrándola del mango, tiró con violencia de ella, y sin pensarlo lanzó un envite que Hóos sorteó con agilidad felina. En ese instante una sucesión de crujidos dio paso al estruendo que anunciaba el inminente derrumbe. Sin tiempo para más, el extremo del tronco del lado de la muralla comenzó a desplomarse. El otro extremo aguantó. Izam y Hóos se aferraron como pudieron, pero una nueva sacudida hizo que Hóos perdiera su asidero y se precipitara al vacío. Ya caía cuando, en el último instante, Izam le sujetó. El tronco volvió a estremecerse y se inclinó aún más. Izam trató de elevar a Hóos mientras éste le suplicaba que le salvara. Para poder izarlo, arrojó el hacha al foso y se agarró a unas ramas. En un último esfuerzo, tiró de Hóos y consiguió que se afianzara.

Ahora Hóos estaba tras él, y ambos debían trepar hacia el torreón si no querían que el tronco les arrastrara cuando se desgajara de la piedra que lo sujetaba. Izam emprendió el ascenso y Hóos le secundó. Sin embargo, durante el avance, Hóos arrancó una de las flechas clavadas, avanzó con ella, y cuando Izam se disponía a alcanzar la torre, se la enterró en la espalda.

Theresa gritó de desesperación. Llevaba un rato intentando soltarse, pero ahora la lluvia había lubricado sus muñecas y humedecido las ligaduras. Los guardias, pendientes de la lucha, no la vigilaban. Theresa tiró con toda su alma y liberó un brazo. El otro le siguió de inmediato. Se frotó las muñecas, que apenas notaba. Luego agarró un madero de la pira y descendió por detrás hacia los guardias. Justo a sus espaldas descansaba la ballesta de Izam. Iba a apoderarse de ella cuando un soldado se volvió, pero Theresa le golpeó con el madero y cayó al suelo conmocionado. Cogió un dardo y corrió hacia el torreón. Al advertirlo, el otro guardia intentó detenerla, pero Theresa alcanzó la puerta y la atrancó tras franquearla. Luego subió las escaleras de dos en dos, con el corazón saliéndosele por la boca. Cuando alcanzó la ventana, vio que Hóos golpeaba a Izam con el propósito de arrojarlo al vacío.

La ballesta ya estaba cargada. Apuntó y disparó, pero el dardo hendió el aire y se perdió en la lejanía. Se maldijo por su precipitación. Hóos volvió a golpear a Izam, quien se aferró al tronco para salvar la vida. Entonces Theresa lo intentó con el único dardo de que disponía. Enganchó la palanca que tensaba la ballesta, pero sólo consiguió lastimarse la mano. Miró a Izam y advirtió que iba a caer. Enganchó de nuevo la palanca y miró a Hóos. Pensó en sus falsas caricias y estiró… Pensó en su padre y estiró… Pensó en Izam y estiró hasta que la madera cedió y tensó el arma. Colocó el dardo en la acanaladura y apuntó, a sabiendas de que sólo dispondría de esa oportunidad. Hóos se disponía a acabar con Izam. Theresa empuñó la ballesta hasta que sus brazos dejaron de temblar. Luego guiñó un ojo y, con calma, disparó. Hóos iba a descargar su puñal cuando sintió un escalofrío atravesándole la espalda. Bajó la mirada hacia su pecho y, mientras se le nublaba la visión, observó incrédulo cómo un dardo ensangrentado asomaba por su casaca. Lo último que vio antes de caer al vacío fue el rostro de Theresa demudado por la venganza.

Izam no se detuvo a mirar. Gateó rápido hasta alcanzar el torreón, justo en el instante que el tronco se desgajaba y caía por el cortado, llevándose por delante el murete del patio de armas.


Nada más incorporarse abrazó a Theresa, que lloraba desconsolada. La besó sin pensarlo. La lluvia los empapaba. Descendieron despacio, en silencio. Abajo, los soldados golpeaban la puerta, pero ésta resistía porque era de madera gruesa, al igual que el madero que la atrancaba. Izam descorrió la vigueta. Al otro lado aguardaban Drogo, Alcuino, Flavio Diácono y los dos guardias. Wilfred permanecía más atrás, cerca del murete que acababa de derruirse.

– Gracias -le dijo Alcuino a Izam.

Theresa no comprendió. Izam acababa de derrotar a su campeón y Alcuino se lo premiaba. Aún entendió menos cuando el fraile se giró hacia ella y la protegió con su sotana. En ese instante, Drogo ordenó a los soldados que abandonaran el patio de armas.

– Al final todo se aclara -afirmó Alcuino con serenidad.


La lluvia amainaba. El fraile se encaminó hacia Flavio, quien curiosamente retrocedió hacia el pretil medio desmoronado.

– He de reconocer que me costó trabajo -le dijo-. Vos, Flavio Diácono, enviado papal y nuncio de Roma. ¿Quién podría imaginaros el causante de tanta desgracia?

Theresa hizo ademán de intervenir, pero Izam hizo que aguardara.

– El ataque sufrido por Gorgias -prosiguió Alcuino-, la muerte de la pobre ama de cría, el secuestro de las niñas, el asesinato del joven centinela… Decidme, Flavio, ¿hasta dónde habríais llegado?

– Desvariáis -sonrió incómodo-. El Juicio de Dios ha resultado nítido. La derrota de vuestro defensor os compromete.

– ¿Derrota? Fuisteis vos quien eligió a Hóos Larsson.

– Para defenderos -arguyó Flavio.

– Yo opino que para salvaros. Si Hóos vencía, como pretendíais, la muchacha acabaría quemada. Si Hóos moría, os librabais de vuestro esbirro, el único que podía delataros. Hóos siempre actuó bajo vuestro mando. ¿Y qué decir de Genserico, vuestro otrora aliado? Pagasteis bien a ambos con sueldos de oro acuñados en Bizancio. -Sacó una bolsa que le mostró-. Una moneda cuya circulación, como todo el mundo sabe, está prohibida en el territorio franco. ¿De dónde la habéis sacado?

– Ese dinero se lo entregué a Hóos para que luchara -le espetó el nuncio-. Vos mismo autorizasteis el pago.

– ¡Flavio, Flavio!… por el amor de Dios. Estas monedas las encontré antes de que Izam me retara. En concreto, el mismo día que Theresa os descubrió conspirando en el túnel con Hóos Larsson.

Flavio enmudeció. De repente se situó tras el carromato de Wilfred y amenazó con empujarlo al vacío.

– Por mí podéis arrojarle -dijo Alcuino sin inmutarse-. Al fin y al cabo, sería lo adecuado.

Los ojos del conde, de por sí aterrados, se abrieron más al escucharlo. El fraile prosiguió.

– Porque fue Wilfred quien acabó con Genserico -afirmó-. Cuando descubrió que su coadjutor le traicionaba, que había sido Genserico el responsable de la desaparición de Gorgias para adueñarse del pergamino, no dudó en asesinarlo. E igual hizo luego con Korne -añadió señalando el agarradero de la silla.

Wilfred comprendió. Cuando comprobó que Flavio Diácono sujetaba el agarradero, accionó un resorte y sonó un chasquido metálico. El nuncio romano sintió un pellizco en la palma, pero no le prestó atención.

– ¿Olvidáis con quien habláis? Soy emisario del Papado -recalcó de nuevo Flavio.

– Y partidario de Irene de Bizancio, la emperatriz traidora; la que cegó a su propio hijo; la que odia al propio Papado. La mujer que os ha corrompido, a la que servís, y a quien pensabais entregar el documento para evitar la coronación de Carlomagno. Y ahora dejad a Wilfred de lado, y confesad dónde guardáis el documento que habéis robado del scriptorium.

Flavio se tambaleó. El veneno inoculado ya estaba actuando. Introdujo su mano en el hábito y extrajo un pergamino doblado.

– ¿Es esto lo que buscáis? ¿Un documento que es falso? Decidme, Alcuino, ¿quién es más…? -Sacudió la cabeza como si algo retumbara en su interior-. ¿Quién es más culpable? ¿El que, como yo, lucha por que prevalezca la verdad, o quien, como vos, emplea la codiciosa mentira para la consecución de sus propósitos?

– La única verdad es la de Dios. Él es quien desea que perviva el Papado.

– ¿El bizantino o el romano? -Flavio parpadeó nerviosamente, como si intentara ver claro.

Alcuino hizo ademán de acercarse, pero Flavio le advirtió.

– Un paso y rompo el pergamino.

El fraile se detuvo, a sabiendas de que para lograr el documento sólo tenía que esperar a que el veneno hiciera efecto. Sin embargo, Wilfred no aguardó. Cuando vio que el nuncio papal se tambaleaba, liberó a los perros, y éstos, como fieles ejecutores de sus deseos, se arrojaron a la garganta del romano. Flavio interpuso su brazo entre las fauces del primer animal mientras el segundo se aferraba a su hábito. En el forcejeo soltó el pergamino y una de las bestias se ensañó con él hasta destrozarlo. Flavio intentó recuperarlo, pero el otro animal se abalanzó contra su cara haciéndole perder pie. El hombre vaciló al borde del precipicio. Durante un segundo miró incrédulo a Alcuino. Luego su espalda se inclinó hacia el barranco, y perro y hombre cayeron al abismo.

Cuando Alcuino se acercó a los restos del pretil, divisó en el fondo del barranco el cadáver de Flavio Diácono junto al cuerpo de Hóos Larsson.

Tras recoger los restos del pergamino, Alcuino comprendió que jamás los reconstruiría. Se santiguó lentamente y se volvió hacia Drogo. A Theresa le pareció ver en el rostro del fraile el brillo de una lágrima.


Capítulo 31

Las exequias de Gorgias se celebraron en la iglesia mayor con la presencia de Drogo, el resto de la comitiva papal y un coro de niños. A Theresa, las antífonas que entonaron le parecieron la antesala de los cielos. Su madrastra Rutgarda sollozó desconsolada, acompañada de su hermana Lotaria, el marido de ésta y los chiquillos de ambos. Más atrás aguardaba Izam, pendiente con un taburete que Theresa no precisó. La muchacha escuchó la homilía, entera, orgullosa de su padre. Rutgarda, en cambio, lloró hasta vaciarse. Cuando concluyó el oficio, trasladaron el ataúd en procesión hasta el camposanto. Por deseo expreso de Alcuino, los restos de Gorgias fueron enterrados junto a los difuntos más ilustres de la región, aquellos que por su santidad o valentía habían defendido Würzburg y sus valores cristianos.

Aquel sábado de marzo fue el más triste de su vida.

El domingo por la mañana, Theresa acudió a la llamada de Alcuino. A ella no le apetecía verle, pero Izam insistió en que fuera. Cuando se presentó, el joven también aguardaba en el scriptorium. Ella saludó a ambos con amabilidad y tomó el asiento que le tenían reservado. Alcuino le ofreció unos bollos calientes que Theresa rehusó. Luego hubo un instante de silencio, roto cuando Alcuino carraspeó.

– ¿Seguro que no? -insistió. Apartó los dulces y extendió sobre la mesa los restos del pergamino-. Tanto trabajo para nada -se lamentó.

Theresa sólo pensó en su padre fallecido.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó Izam.

Theresa respondió que bien con un hilo de voz. Se notó que mentía porque sus ojos estaban humedecidos. Alcuino se mordió el labio, inspiró hondo y cogió la mano de la muchacha, pero ella la apartó. Entonces Izam la tomó entre las suyas. Alcuino recogió los restos de pergamino y los dejó a un lado como si fueran desperdicios.

– En fin. No sé cómo empezar -dijo el fraile-. En primer lugar, ruego a Dios que me absuelva de mis aciertos y equivocaciones. De los primeros, me honro en haberle servido; de las segundas, me arrepiento pese a consumarlas en Su nombre. Él lo sabe, y a Él me encomiendo. -Hizo una pausa y miró a ambos-. Ahora es fácil enjuiciar. Puede que errara invocando la mentira, pero me consuela pensar que tan sólo me guié por lo que en mi interior consideré justo y cristiano. Acodere ex una cintilla incendia passim. En ocasiones, a partir de una simple chispa se produce un gran incendio. De cuanto ha acaecido aquí, he de reconocerme como último responsable, y aunque sólo fuera por sus amargas consecuencias, por ello debo ofrecerte mis disculpas. Dicho esto, es necesario que conozcas los sucesos que condujeron a tu padre a una tumba en el camposanto.

Theresa miró a Izam y éste le apretó las manos. Ella confió en él. Se volvió hacia Alcuino y le escuchó.

– Como ya te dije, conocí a tu padre en Italia. Allí le convencí para que me acompañara a Würzburg, donde trabajó para mí durante años. Sus conocimientos del latín y el griego me fueron providenciales en las traducciones de ingentes códices y epístolas. Él siempre decía que le gustaba escribir, tanto o más que un buen asado -sonrió con tristeza-. Quizá por eso, cuando a comienzos de este invierno le propuse la copia del pergamino, tu padre aceptó de inmediato. Él conocía de su trascendencia, pero no su falsedad, de la que, repito, no me arrepiento. -Se levantó y continuó el discurso andando-. De su actividad sabían Wilfred, su santidad el Papa y, por supuesto, Carlomagno. Por desgracia, también se enteró Flavio, a quien la emperatriz Irene de Bizancio debió de corromper mediante dinero y engaño. Flavio concibió un plan digno de un hijo del diablo. Conocía a Genserico, porque éste vivió en Roma antes de establecerse en Würzburg, así que convenció al Papa para que le enviase a Aquis-Granum con las reliquias de la Santa Croce. A través de un emisario, persuadió a Genserico para que le mantuviera informado, y viajó hasta Fulda con el baúl custodio del lignum crucis, el cual pretendía utilizar de escondrijo para trasladar a Bizancio el pergamino de Constantino. Genserico, a su vez, se valió de Hóos Larsson, un joven sin escrúpulos a quien no dudó en contratar para que se hiciera con el documento.

Theresa no entendía por qué le seguía escuchando. Aquel fraile con aires de santo la había acusado falsamente de robar el pergamino, y de no haber mediado la victoria de Izam, habría insistido en que la quemaran viva. Aguantó allí por Izam.

– Genserico gozaba del favor de Wilfred -continuó Alcuino-. Tenía acceso al scriptorium, y sabía de los avances de tu padre. Imagino que, por las fechas, supuso que estaba concluido, así que ordenó a Hóos que se apoderara del pergamino. Éste atacó a Gorgias, le hirió, pero no consiguió su objetivo, ya que por suerte para tu padre, se llevó un borrador que sólo recogía el principio.

«Por suerte para tu padre»… En su interior, Theresa lo maldijo.

– Y aquí entra en escena el sello de Constantino. -Alcuino se acercó a un aparador del que extrajo una daga preciosamente labrada. Theresa la reconoció: era la de Hóos Larsson-. Se la encontramos a Hóos en el barranco -explicó. Con cierto esfuerzo hizo rotar la empuñadura hasta que emitió un chasquido. Del mango extrajo un cilindro en cuyo extremo apareció un rostro labrado. Alcuino lo empapó en tinta y lo aplicó sobre un pergamino-. El sello de Constantino -anunció-. Tras robárselo a Wilfred, Genserico se lo entregó a Hóos para que lo mantuviera escondido.

– ¿El sello lo tenía Wilfred? -preguntó Izam.

– Así es. Como ya sabes, el pergamino constaba de tres partes: el soporte propiamente dicho, fabricado en finísima piel de vitela nonata; el texto en latín y griego, que debía transcribir Gorgias, y el sello de Constantino. Sin el concurso de esos tres elementos, nada habría resultado. Cuando Genserico advirtió que el documento robado estaba aún inconcluso, pensó en sustraer el sello.

– Pero ¿qué pretendía Flavio? ¿El sello o el pergamino? -intervino Theresa.

– Perdona si te confundo -se disculpó el fraile-. Flavio deseaba impedir que el documento se presentase en el Concilio. Sus opciones eran varias: robar el documento, apoderarse del sello, o eliminar a tu padre. Lo intentaron en ese orden* Ten en cuenta que, haciéndose con un original, podrían demostrar la falsedad del documento, si llegado el caso se transcribía otro pergamino.

– Y por eso mantuvieron vivo a mi padre.

– Sin duda lo habrían matado de haber terminado el documento. Pero ahora volvamos con Hóos y el sello de Constantino. -Se detuvo para coger un trozo de pastel que engulló de un bocado. Limpió el sello y lo enroscó en el interior de la daga-. Hóos acudió a su cabaña buscando un escondite. Allí, según me contaste, te encontró metida en un lío.

– Aunque me duela reconocerlo, me salvó de dos sajones.

– Y tú le pagaste huyendo con su daga.

Theresa lo admitió. Comprendió entonces el interés de Hóos por encontrarla.

– Cuando acudisteis a Fulda, obviamente te reconocí. No recordaba tu cara, pero aparte de la hija de Gorgias, no creo que en toda Franconia hubiera otra joven capaz de leer griego en un tarro.

Theresa recordó aquel día en la botica de la enfermería. Fue entonces cuando él le había ofrecido un trabajo.

– Por ser hija de quien eras -reconoció el fraile-. Luego Hóos se restableció, recuperó su daga con el sello y desapareció sin dejar rastro. -Se sentó frente a Theresa y tomó un último bocado-. Hóos regresó a Würzburg, donde se encontró con Genserico, con quien acordó el secuestro de tu padre para obligarle a que acabase el pergamino. Por fortuna, Gorgias logró escapar. Tras la muerte de Genserico, Hóos debió de encontrarse perdido, así que regresó a Fulda para hablar con Flavio Diácono, quien sin duda le sugirió el emplearte a ti como rehén para localizar a tu padre, o en el peor de los casos, para sustituirle como escriba.

– ¿Wilfred mató a Genserico?

– Wilfred llevaba tiempo sospechando de Genserico. Gorgias había desaparecido, pero curiosamente sus pertenencias lo hicieron dos días más tarde. Para entonces ya había encargado a Theodor que vigilara el scriptorium, y fue el gigante quien descubrió que el ladrón era Genserico.

– Pero ¿por qué no le siguió? ¿O por qué no le obligó a revelar el paradero de mi padre?

– ¿Y quién te ha dicho que no lo hizo? Seguramente lo intentó, aunque a ese gigantón le despistaría hasta un niño. Supongo que llevado por la rabia, Wilfred accionó el mecanismo que inoculó el veneno en el brazo de Genserico cuando volvió a verlo. Luego Theodor le siguió y descubrió su escondrijo. Regresó a la fortaleza para contárselo a Wilfred, quien de inmediato le ordenó que volviese a la cripta y liberara a Gorgias, pero para entonces el coadjutor ya había muerto y Gorgias desaparecido.

– Así pues, fue Theodor quien arrastró el cadáver de Genserico y quien le asestó la puñalada con el estilo.

– En efecto. Wilfred le ordenó que cogiera el punzón de Gorgias y simulara el homicidio, inventando así un motivo para encontrarle rápido. A partir de ahí, ya conoces el resto: la travesía en barco, tu «resurrección» y la desaparición de las gemelas.

– Eso sí que no lo entiendo.

– No es complicado de deducir. Con Genserico muerto, Flavio pasó a tentar a Korne, alguien de moral ligera como así lo atestiguan sus amoríos con el ama de cría. A través de Hóos, Flavio debía de enterarse de sus flaquezas, de modo que ofreciéndole títulos, y seguramente tu cabeza, persuadió al percamenarius para que secuestrara a las hijas de Wilfred.

– Con la intención de chantajearle para recuperar el pergamino.

– Eso imagino. Flavio juzgó que extorsionando a Wilfred obtendría el documento que tú estabas elaborando, pues el escrito confeccionado por tu padre lo daba por desaparecido. En cualquier caso le sirvió de poco, ya que Wilfred envenenó a Korne con el mecanismo de su silla.

– Pero eso no tendría sentido. ¿Qué ganaría con matarle?

– Supongo que saber dónde estaban sus hijas, a cambio de suministrarle el correspondiente antídoto. Sin embargo, Korne, que desconocía el lugar donde permanecían las niñas, huyó aterrado y murió al poco, durante el coro en los oficios.

– ¿Y entonces por qué abandonaron a las crías en la mina?

– A eso no sabría responderte. Tal vez les asustó la extraña muerte de Korne. O quizá supusieron que podrían descubrirlos. No sé. Ten en cuenta que no es fácil custodiar a dos chiquillas, y que para ello contaban con el percamenarius, por entonces ya difunto. ¿Cómo retenerlas sin que nadie se extrañase de la ausencia de Hóos o de Flavio? Eso, además de alimentarlas, ocultarlas, custodiarlas… De hecho, creo que las narcotizaron para evitarse problemas.

– Y las condujeron a la mina, no para abandonarlas, sino para simular su encuentro.

– Así debió de ser. Recuerda que al día siguiente organizaron una batida, de la que resultarían como héroes en lugar de como bandidos.

– Culpando a mi padre de paso…

Alcuino asintió. Luego hizo ademán de que esperara. Salió a la puerta y pidió que les trajeran más comida.

– No sé por qué, pero toda esta conversación me abre el apetito -dijo al regresar-. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Ya recuerdo. A tu padre siempre intentaron inculparlo. Verás. Descubrí que Hóos no sólo trabajaba para Flavio. También lo hacía para sí mismo en cualquier cosa que pudiera beneficiarlo. ¿Recuerdas los muchachos que murieron acuchillados? Tuve ocasión de hablar con sus familiares, y me contaron que al amortajarlos encontraron que tenían negros los pies y las manos. ¿Te suena eso de algo?

– ¿El grano de Fulda? -aventuró incrédula.

– Así es. El grano envenenado. En Fulda, Lotario no lo confesó, pero tras hacer los pertinentes recuentos, deduje que había logrado escamotear en algún lado una partida de grano. Cuando Hóos desapareció de Fulda, lo hizo herido en un caballo, ¿no es así? -Theresa bajó la cabeza y lo admitió-. Me lo confesó Helga la Negra -continuó Alcuino-, pero según Wilfred, Hóos llegó a Würzburg en un carromato. Así pues, parece que alguien más le ayudó en Fulda: Rothaart el pelirrojo, o Lotario.

– ¿Por qué decís eso?

Alcuino se hurgó en los bolsillos y sacó un puñado de cereal.

– Porque en el granero donde amputaron el brazo a tu padre encontré grano contaminado.

Le explicó que, sin duda, Hóos habría intentado hacer negocio aprovechando la hambruna que padecían en Würzburg. Los jóvenes muertos habían sido contratados por Hóos para diversas tareas. Debió de pagarles con el grano, que él no comió al haber sido advertido por Lotario. Tal vez desconocía que los efectos fueran tan rápidos, pero de repente se encontró con que los muchachos enfermaban y amenazaban con descubrirle, así que sobre la marcha decidió asesinarlos.

– Y culpar de nuevo a mi padre.

– En efecto. Debía encontrarlo, y si lo acusaba de varias muertes todos en Würzburg ayudarían a buscarlo. Realmente ignoro si Hóos averiguó que tu padre se escondía en la mina. Tal vez lo sospechara, o tal vez fuera el destino. El caso es que su presencia ya no convenía a nadie. Flavio y Hóos lo querían muerto, pues si Gorgias se recobraba, podría transcribir otro pergamino.

– Y vos también, para ocultar sus hallazgos.

– ¿A qué te refieres? -preguntó el fraile, extrañado.

– A que también le queríais muerto. Mi padre había descubierto la hipocresía de ese documento.

Alcuino frunció el ceño. En ese momento regresó el doméstico con las viandas, que el propio Alcuino las rechazó con aspavientos.

– Te repito que apreciaba a tu padre. Pero, en fin, dejemos ese asunto. Por mucho que hubiera hecho por él, igualmente habría muerto.

– Pero no como un perro.

Alcuino no pestañeó. Cogió una Biblia y buscó el capítulo de Job. Lo leyó en voz alta, como justificando su comportamiento.

– Dios nos exige sacrificios -agregó-. Nos envía desgracias que quizá no comprendemos. Tu padre ofreció su vida y deberías agradecérselo.

Theresa le miró a los ojos con determinación.

– Si algo he de agradecerle, es que viviera lo suficiente para aprender de él que nunca fuera como vos. -Y abandonó la estancia, dejando plantado a Alcuino.


De camino al barco, Izam le explicó el motivo por el cual el fraile la había acusado de robar el pergamino.

– Para protegerte -le aclaró-. De no haberlo hecho, Flavio habría acabado contigo. Fue a Flavio a quien escuchaste en el túnel. Hóos mató al joven centinela, pero era a ti a quien buscaba. Encontró la Vulgata esmeralda y se la llevó creyendo que contenía el pergamino. Luego, al comprobar que era una simple Biblia, la arrojó al claustro para que nadie advirtiera que la había sustraído.

– ¿Y por eso me encerró en la fresquera? ¿Y por eso permitió que me azotaran? ¿Por eso pretendió quemarme viva?

– Tranquilízate -le pidió el joven-. Pensó que en la fresquera, pendiente de una ejecución, te encontrarías a salvo. Lo de los azotes fue cosa de Wilfred. El conde desconocía el plan urdido por Alcuino.

– ¿Plan? ¿Qué plan? -preguntó ella sorprendida.

– El de retar al propio Alcuino.

Theresa no comprendió, pero Izam continuó.

– Fue él quien me lo propuso -dijo refiriéndose al fraile-. Vino a verme y me informó de cuanto te he dicho. Alcuino no sabía de qué forma protegerte y a la vez desenmascarar a los asesinos, así que me pidió que le retara. Cuando lo hice y Alcuino pidió que lo representara un campeón, Flavio se descubrió al proponer a Hóos Larsson.

– ¿Y tú le creíste? ¡Por Dios, Izam! Piensa un momento. Si Hóos te hubiera vencido, a mí me habrían ajusticiado.

– Eso nunca habría ocurrido. Drogo estaba al tanto. Si yo hubiera muerto, igualmente te habrían liberado.

– Pero entonces… ¿por qué luchaste?

– Por ti, Theresa. Hóos mató a tu padre. Merecía ese castigo.

– Podrías haber muerto -se echó a llorar.

– Era el Juicio de Dios. Eso no habría sucedido.


Tres días después de las exequias, un cónclave exculpó a Wilfred de los crímenes cometidos. Drogo, como juez supremo, dictaminó que las muertes de Korne y Genserico respondían con ecuanimidad a la infamia de sus actos, y todos los presentes aplaudieron el veredicto. Aun así, Alcuino condenó la ambición que había guiado a Wilfred: un apetito cristiano, pero un apetito asesino, dijo.

A la salida de la asamblea, Alcuino se encontró con Theresa, rodeada de ropa y libros agrupados en varios hatillos. Habían quedado para despedirse. Alcuino volvió a proponerle que escribiese de nuevo el pergamino a cambio de dinero, pero ella se negó en redondo. Finalmente, el fraile lo admitió.

– Entonces… ¿seguro que quieres marcharte? -le preguntó.

Theresa dudó. La noche anterior, Izam le había pedido que le acompañara a Aquis-Granum, pero ella aún no había respondido. Por un lado, deseaba emprender una nueva vida; olvidarlo todo y seguirle en el barco que zarparía al día siguiente, pero por otro, un sentimiento le impelía a permanecer junto a Rutgarda y sus sobrinos. Era como si de repente todas las enseñanzas de su padre, su afán por convertirla en una mujer culta e independiente, también hubieran perecido. Por un instante se vio siguiendo los consejos de Rutgarda, casándose en Würzburg y pariendo hijos.

– Aún puedes quedarte y trabajar conmigo. Yo permaneceré una temporada en la fortaleza para ordenar el scriptorium y ultimar ciertos asuntos. A Wilfred lo recluirán en un monasterio, de modo que podrías ayudarme, y más adelante decidir sobre tu futuro.

Ella no lo pensó. Trabajar entre pergaminos era lo que siempre había anhelado, pero ahora añoraba un mundo distinto. Izam le había hablado de él y ella deseaba descubrirlo. Alcuino lo advirtió. Mientras la ayudaba a cargar los bártulos, él le preguntó de nuevo por el documento de Constantino.

– La primera transcripción -le aclaró-. Mientras estaba cautivo, tu padre debió de concluirla.

– Nunca la vi -mintió la muchacha.

– Sería vital. Si apareciera, aún podríamos presentarla en el Concilio -insistió.

– Os repito que nada sé. -Reflexionó antes de añadir-: Y aunque supiera de su paradero, jamás os la entregaría. En mi pensamiento no cabe la mentira, ni la muerte, ni la ambición, ni la codicia, por más que la esgrimáis en nombre del cristianismo. Quedaos pues con vuestro Dios, que yo me quedo con el mío.


Theresa se despidió cortésmente sin pensar en el pergamino. No le importaba. Ya lo había destruido.

Mientras caminaba hacia el embarcadero recordó los extraños signos que su padre había dibujado en la fresquera y se preguntó por qué habría grabado aquellas vigas repetidas.

Encontró a Izam en la orilla, ayudando a sus hombres a calafatear el navío. En cuanto él la vio, soltó el cubo de brea y con las manos ennegrecidas corrió a ayudarla con los bártulos. Ella rio cuando los dedos de él le riñeron el rostro hasta dejárselo como el de una carbonera. Se limpió con un paño y lo besó, extendiéndole la brea por su cabello oscuro y limpio.

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