Favila resultó ser de la clase de mujeres que arreglaban sus problemas rezongando y deglutiendo. Protestaba por la limpieza de los fogones, por la diligencia en las tareas o por cualquier cuestión por ridícula que pareciera, y aderezaba cada regañina con la ingestión de un bollo, un pincho o una hogaza de pan untada en escabeche, lo que terminaba por devolverle la alegría a la cocina. Le encantaban los niños, y pronto comenzó a hablar del futuro bebé de la Negra con tal entusiasmo, que a Theresa le pareció que la preñada fuera la cocinera.
– Aunque por más que lo piense, nunca entenderé cómo algo del tamaño de un lechón puede salir por un conducto del grosor de una ciruela -le dijo Favila a Helga, y al contemplar su reacción le ofreció un pastelillo para que el color le volviese a la cara.
Por su parte, Helga demostró sus habilidades culinarias preparando un delicioso estofado de apios y zanahorias con las sobras de la comida de mediodía. Favila disfrutó del guiso, y antes de que terminara, las dos mujeres ya celebraban el resultado como si se conocieran de toda la vida.
Aquella noche, mientras Theresa se acomodaba entre la paja, se felicitó por haber ayudado a Helga. Luego se acordó de Hóos, y entonces un agradable escalofrío le sacudió la espalda, el cuello y las piernas. Imaginó el vigor de su cuerpo fuerte y duro, el sabor de sus labios cálidos. Se sintió culpable al desear tenerle dentro, y anheló que el tiempo corriese para no volver a pecar con su ausencia. Lo echó tanto de menos que pensó que si no regresaba, iría a buscarle a donde estuviera. Entonces se dio cuenta de que no había pensado en otra cosa desde el día de su partida.
Aunque Helga la Negra no acostumbrara madrugar, tampoco solía irse temprano a la cama, así que en cuanto se despertó, se enjuagó bien la cara y cambió el llamativo vestido de la noche anterior por una sarga oscura que no le marcase la figura. Después salió del almacén donde le habían permitido dormir y fue a las cocinas que aún permanecían desiertas, se echó un trozo de queso a la boca y comenzó a limpiar mientras canturreaba y meneaba la tripa. Al llegar, Favila se encontró a una Helga tan pulcra, con el pelo recogido y sin el habitual perfume dulzón de las prostitutas, que pensó que se hallaba ante otra mujer. Lo único que conservaba era la cicatriz que le cruzaba la mejilla.
Theresa apareció en el momento de servir el desayuno. Aún tenía paja sobre el cabello, pero se la quitó antes de que Favila y Helga pudieran burlarse de ella.
– Si vas a ayudar, aprende de Helga, que ya estaba cocinando antes de que amaneciera -le reprochó Favila.
A Theresa le agradó que la cocinera comenzara a descubrir las virtudes de su amiga.
Antes de acudir a los aposentos de Lotario, Alcuino demandó perdón a Dios por su actuación con el obispo. Se arrepentía de haberlo emponzoñado, pero no había hallado otro modo de evitar la ejecución de un Marrano que, a su juicio, sólo era culpable de su poca inteligencia. Sin embargo, ahora, para aliviar a Lotario, debía contrarrestar el efecto del tóxico con jarabe de agrimonia. Agitó con fuerza el frasco para que la tintura se mezclara con el diluyente y se encaminó hacia las dependencias del obispo, a quien encontró tumbado en su cama adoselada. El hombre respiraba quejoso, con unas bolsas bajo los ojos del tamaño de dos habichuelas. Cuando Lotario le pidió su parecer, Alcuino fingió desconocer la causa del desvanecimiento. Sin embargo, le ofreció el remedio y el enfermo lo aceptó sin reservas.
Al poco de beberlo sintió cierta mejoría.
– Supongo que os habrá alegrado el contratiempo -insinuó mientras se incorporaba en la cama-. Pero os aseguro que el Marrano morirá igualmente.
– Lo que esté en la mano de Dios -concedió Alcuino sin otorgarle la razón-. Decidme, ¿cómo os encontráis?
– Ahora bastante mejor. Es una suerte que entendáis de medicina, y más ahora que carecemos de médico. ¿Seguro que no sabéis a qué pudo obedecer mi indisposición?
– Tal vez a algo que comisteis.
– Hablaré con la cocinera. Es la única que toca mis alimentos -respondió molesto.
– O tal vez algo que bebisteis -intentó exonerar a Favila.
En ese instante entró la cocinera bamboleándose, acompañada por un mozo cargado con una bandeja repleta de viandas. Lotario miró a la mujer con cierto respeto, que cambió de inmediato al contemplar lo variado del menú. Antes de comenzar solicitó el beneplácito de Alcuino, pero a pesar de su objeción, se empleó a fondo con la cazuela de pichones mientras Favila aguardaba el veredicto. Alcuino aprovechó que Lotario se entretenía con los huesecillos para informarle sobre la situación de Helga la Negra.
– ¿Una prostituta? ¿Aquí, en el cabildo? ¿Cómo os atrevéis? -Tosió sobre sí mismo.
– Se encontraba desesperada. Un hombre la atacó…
– Pues que la empleen en otro sitio. ¡Por Dios!, aquí tenemos que dar ejemplo. -Y se metió otro pichón en la boca.
– Esa mujer puede cambiar -terció la cocinera-. No todas las rameras son iguales.
Al oírla, Lotario se atragantó. Se sacó un hueso de la boca y escupió el resto encima de la bandeja.
– ¡Claro que no son iguales! Tenemos a las prostibulae, que ejercen donde pueden; a las ambulatarae, que trabajan en la calle; a las lupae, que se ofrecen en los bosques; y hasta a las bustuariae, que fornican en los cementerios. Todas diferentes, pero a todas el dinero les entra por el mismo sitio -dijo agarrándose la entrepierna.
– No tiene por qué trabajar en la cocina de los clérigos. Podría hacerlo aquí, en el palacio -sugirió Alcuino.
– Con los pichones tan deliciosos que prepara Favila, ¿para qué necesito más domésticas?
– No los he cocinado yo. Los ha guisado ella -aclaró la mujer.
Lotario miró el plato de pichones y luego el del pastel de manzana. También debía de ser obra de esa Helga, porque Favila nunca se lo había preparado antes. Lo probó, encontrándolo sublime. Vaciló antes de contestar.
– Está bien, pero que no salga de la cocina -masculló.
Favila se volvió con una sonrisa entre dientes, dejando a Lotario con los pastelillos de manzana. Cuando la mujer desapareció, el obispo se levantó para vaciar la vejiga, cosa que hizo delante de Alcuino mientras hablaba sin cesar sobre el perdón y la indulgencia. Al término de la perorata, Alcuino se interesó por los polípticos de la abadía, pero entonces Lotario perdió toda su elocuencia. Le informó que en aquel tiempo aún no había sido nombrado obispo, y que por tanto desconocía los detalles relacionados con las transacciones de alimentos. No obstante, le remitió a su oficial tesorero para que le informara de cuanto precisase.
Alcuino empleó el resto de la mañana en organizar sus datos. Iba a repasarlos una vez más cuando apareció Theresa, minutos antes de la hora convenida.
– Quería agradecerle lo de Helga -dijo-. De corazón.
Alcuino no respondió. En su lugar, le pidió que se acercara para compartir sus cavilaciones. La joven prestó atención.
– Entonces -apuntó ella-, si no he entendido mal, entre estos hombres se encuentra el responsable de las muertes.
– De las provocadas por la enfermedad. No olvides que también anda suelto el asesino de una muchacha.
Theresa repasó la lista: en primer lugar figuraba Kohl. El grano contaminado estaba en su molino, lo cual le convertía en el principal sospechoso. Seguidamente aparecía Rothaart, el molinero pelirrojo a sueldo de Kohl, quien disponía de objetos demasiado caros como para haberlos obtenido con su oficio. Y por último figuraba el Marrano, pues el hecho de que no hubiese matado a la chica, no le eximía de estar involucrado.
– ¿No olvidáis a nadie? -preguntó Theresa.
– Por supuesto. Pero el abad que en los tiempos de la plaga regentaba la abadía, murió hace un par de años. Así pues, sólo nos queda el autor de la corrección del políptico, de quien lo único que sabemos es que domina el oficio de la pluma.
– En total, cuatro.
– Puede que incluso más, pese a que aún lo ignoremos. Ahora analicemos a nuestros cuatro sospechosos. -Acercó las velas al escritorio-. Si bien es cierto que Kohl o Rothaart, o ambos a la vez, están involucrados, no lo es menos que alguien, en el obispado o la abadía, ha intervenido en la manipulación del políptico. Mi teoría es que la misma persona que adquirió el grano en Magdeburg con el compromiso de quemarlo, o para aprovecharlo a pesar de su estado, es la misma que está detrás de las muertes que ahora se vienen sucediendo. El Marrano conocía este detalle, aunque obviamente, por su grado de cretinismo, nunca lo valoró. Sin embargo, pasado el tiempo, y por algún motivo que aún se nos escapa, los implicados debieron de temer que se fuera de la lengua, razón por la que decidieron cortársela en trozos. Es más: me atrevería a decir que esos mismos individuos asesinaron a esa muchacha con la única intención de inculpar al pobre Marrano.
– En ese caso, habría que descartar a Kohl. No iba a matar a su propia hija.
– Así es. Pero he dicho «tal vez». Ten en cuenta que cabe preguntarse si no habría sido más fácil eliminar a ese pobre idiota, antes que intentar responsabilizarlo.
– Es cierto.
– Y, sin embargo, sabemos que el autor no fue el Marrano.
– Luego habría que encontrar otro motivo.
– En efecto. Otra razón por la que alguien quisiera acabar con esa chica. -Se levantó y comenzó a andar de un lado para otro.
– ¿Y el políptico? Hubo de ser uno de los monjes que saben escribir, y que además tengan acceso al scriptorium.
– Bueno, no exactamente. El políptico lo custodia el administrador de la abadía, que es también el prior de la misma. En el obispado, tal menester le corresponde al subdiácono. Pero al mismo también podrían acceder desde el cabildo, pues son quienes fiscalizan las cuentas del molino.
– Nunca he entendido la organización de un monasterio. -Se retrepó en su asiento con desinterés.
– Por lo general, a cargo de un monasterio o una abadía siempre está un abad, excepto cuando éste se ausenta, que lo hace el prior. Si un monasterio no tiene abad, entonces el prior ejerce esa labor, y a la abadía se le denomina priorato. Después están los deanes de la orden, que se ocupan de que los monjes asistan a los oficios y cumplan con sus deberes. A continuación aparecerían el vicario del coro, a cargo de la biblioteca y la secretaría, y el sacristán, que se ocuparía de la iglesia.
– Ninguno de ellos tendrían relación con los suministros.
– Tan sólo el abad y los priores. De entre éstos, cualquiera podría haber organizado la transacción sin levantar sospechas. Los que manejan el comercio son el tesorero, encargado del dinero y los suministros, y el bodeguero, responsable de la comida y el avituallamiento. Luego están el campero y el hostelero, que se ocupan de las fincas y de la residencia de los optimates. El chambelán tan sólo está a cargo de las ropas de los monjes, y en cuanto al refectolero y el racionero, no creo que estén involucrados.
– ¿Y el enfermero y el boticario?
– Ya sabes que el boticario murió envenenado. En cuanto al resto de los monjes, pondría por ellos la mano en el fuego.
– Podríamos apuntar sus nombres -propuso Theresa.
– Lo cierto es que únicamente conozco el del abad, Beocio, y los de los dos priores, Ludovico y Agripino. A los demás sólo los distingo por su cargo.
– Entonces, ¿qué sugerís?
– Disponemos de un par de días antes de que organicen de nuevo la ejecución. Tenemos los nombres de Kohl, el dueño del molino; Rothaart, su empleado pelirrojo; Lotario, el obispo; Beodo, Ludovico y Agripino, a quienes antes he nombrado; y el Marrano, en quien sin duda reside la clave de este laberinto.
– Si pudiéramos hablar con él…
– Después de lo sucedido, no creo que nos lo permitan. Pero no sería mala idea conversar con la mujer de Kohl para que nos detalle las circunstancias en que descubrió al Marrano sobre el cadáver de su hija.
Acordaron que Alcuino hablaría con la mujer de Kohl mientras Theresa se quedaba repasando los polípticos. A ella no le agradó la idea pero tampoco protestó, porque no le apetecía volver al molino. Sin embargo, tras un rato de hojear los códices, decidió que sería más útil si le hacía una visita al Marrano.
Theresa alcanzó las inmediaciones del matadero con el sol derramándose sobre el laberinto de callejuelas. A su alrededor deambulaban los lugareños que conducían el ganado hacia los pastos cercanos, mientras las mujeres aprovechaban para pasear a sus retoños, blanquitos como si los hubieran empolvado con harina. Una vecina la saludó, acostumbrada a verla pasar todos los días. La mujer le habló del tiempo, y ella la cumplimentó alegre, sintiéndose una pequeña parte de aquella fascinante villa.
Ya frente al matadero reconoció al mismo guardia que el sábado por la mañana les había puesto impedimentos. Permanecía sentado junto a la puerta, bastón en una mano y trozo de tocino en la otra, con los dientes que conservaba flojeándole en cada mordida. Cuando se acercó a él, comprobó que seguía apestando a vino. El hombre en cambio no pareció reconocerla, porque le echó un vistazo y continuó royendo el tocino como si en ello le fuera la vida. Tras dudar unos instantes, Theresa sacó un trozo de pastel de manzana y se lo ofreció.
– Os lo daré si me dejáis ver al Marrano -le propuso.
El vigilante miró el pastel con codicia. Luego se apoderó de él y lo mordió con ganas. Después siguió masticando como si la joven fuera transparente, y cuando lo acabó, le ordenó que se retirara. Theresa se enfureció.
– Aparta o te muelo a palos -la amenazó el hombre.
Ella comprendió que jamás le abriría. Decidió esperar por los alrededores hasta que alguien viniera a relevarle, pero mientras caminaba, recordó el ventanuco que Alcuino había abierto en su anterior visita. Si continuaba expedito, tal vez pudiera alcanzarlo.
Rodeó el edificio a la búsqueda de la ventana.
En la parte trasera se apiñaban una docena de minúsculas construcciones, apretadas unas contra otras como si estuvieran prensadas. Eran las antiguas casuchas de los carniceros, ahora en su mayoría ocupadas por talleres de carpintería, tonelería y reparaciones de carromatos. Entró a preguntar en una medio derruida, cuya entrada parecía prolongarse hasta el interior del matadero. La atendió un hombre tuerto ataviado con un mandilón de cuero, que resultó ser el dueño de la herrería. Theresa le pidió que afilase su scramasax mientras simulaba interesarse por los objetos que había en el patio interior. Le solicitó permiso para echar un vistazo, y se dirigió hacia el interior de la herrería con la mirada fija en las paredes de madera cubiertas de mazos, cuñas, martillos y cortafríos, colgados de asideros como si fueran longanizas. Olía a metal caliente, lo que con el frío se agradecía. En un lateral, un portalón comunicaba el almacén con un recinto que Theresa supuso pertenecía al matadero. De repente sintió un brazo sobre su hombro.
– ¿Qué es? -preguntó ella al verse sorprendida por el herrero.
– ¿Eso de ahí? El corral donde encerraban a los animales antes de abrirles el gañote -dijo riendo-. Ten. Tu scramasax.
No le cobró nada por el afilado, aunque le advirtió que la próxima vez acudiese con dinero.
Cuando salió de la herrería, dio un salto de alegría. Había encontrado el ventanuco de entrada al matadero, y lo mejor era que aún permanecía abierto. Ahora sólo debía encontrar el modo de distraer al herrero.
Se disponía a mordisquear el trozo de pastel de manzana que había reservado cuando un mozalbete con cara de viejo se le plantó a un palmo. Aparte del flequillo, el chaval era un manojo de huesos.
– ¿Quieres un pedazo? -le propuso.
Al muchachuelo le encantó poder auxiliar a una gran dama que viajaba disfrazada. Cogió un trozo de pastel con cara de bobo y corrió con el encargo hacia el taller del herrero. Luego salió acompañado por el tuerto en dirección al lugar donde Theresa le había indicado que habían quedado atascados su carruaje y sus lacayos. Cuando desaparecieron, Theresa voló hacia el interior del patio, pero al llegar al ventanuco se detuvo preguntándose si haría bien en penetrar en el matadero.
No estaba segura de hacer lo correcto. Podría ocurrir que el Marrano anduviese suelto y la atacara, e incluso existía la posibilidad de que Alcuino hubiera errado y realmente fuera un asesino. Sin embargo, algo la impulsaba a continuar. Deseaba sentirse útil, averiguar quién era el culpable. Volvió la cabeza, temerosa de que el herrero regresara.
Escrutó a su alrededor hasta detenerse en las herramientas que colgaban de la pared. Se fijó en una maza pesada, pero la desechó tras comprobar que ni siquiera podía descolgarla, así que se apropió de un atizador ligero que ató a su cinturón. Luego amontonó varios maderos bajo la ventana y se subió a lo alto, justo hasta alcanzar el borde del ventanuco. En ese instante oyó que alguien volvía, de modo que se izó hasta el hueco provocando que la pila de maderos se derrumbara. Como pudo, gateó sobre la pared, introdujo el resto del cuerpo y cayó al otro lado del matadero en medio de una oscuridad pavorosa. Al levantarse, sintió el mismo dolor de huesos que si hubiese dormido sobre un lecho de piedra. Debía de haberse lastimado el codo izquierdo, porque apenas si podía moverlo. En ese momento oyó cómo manipulaban el ventanuco que acababa de franquear. Cuando miró, descubrió la cara del herrero, por lo que rápidamente se acurrucó en la parte más oscura y esperó aterrorizada. El hombre escudriñó el interior, pero no la vio. Luego enarcó una ceja y se retiró de la ventana. Theresa supuso que el tuerto regresaba a la herrería, pero unos golpes le indicaron que lo que en realidad pretendía era clausurar el ventanuco. Cuando cesaron los martillazos, se extendió un silencio sombrío del que sólo despuntó el palpitar de su corazón. Nunca había estado en un lugar tan oscuro. Era tal la negrura que pensó que se había quedado ciega.
Se lamentó diciéndose que ni el más necio de los bufones habría incurrido en semejante sinsentido. Se encontraba sola; a oscuras. Encerrada con un retrasado que tal vez fuera un homicida. ¿Cómo podía haber sido tan insensata? Ni siquiera disponía de yesca ni eslabón con los que prender una tea.
Permaneció en silencio, escuchando su propia respiración. La percibió pesada, entrecortada, como la de un anciano al que le raspara su garganta ajada. Pasado un rato comprendió que el herrero se había marchado. Entonces se incorporó deslizando las manos sobre el tabique, intentando palpar algo para orientarse. Notó la untuosidad de la pared y una arcada la sacudió. Tras varios intentos localizó el ventanuco claveteado con unas tablas.
Estaba presa; atrapada.
Aferró el atizador y lo esgrimió en el vacío frente a ella. Luego caminó a ciegas, blandiendo el aire con la herramienta mientras su otro brazo palpaba las argollas y cadenas que festoneaban los muretes del pasillo. Conforme avanzaba, comenzó a apreciar cierta claridad al fondo del corredor. Primero fue una sombra, luego se recortó contra la penumbra una figura achaparrada, encogida sobre sí misma, y finalmente lo distinguió. La escasa luz que se filtraba por el techado mostraba al Marrano enroscado en el suelo, abrazado a sus deformes piernas como un gigantesco feto.
Parecía dormido, pero Theresa no apreció cadenas que le retuvieran, y eso la atemorizó. Mientras lo miraba, pensó que aún se encontraba a tiempo de retroceder, llamar al guardián y explicarle lo sucedido. Se llevaría una reprimenda y hasta un par de bastonazos, pero al menos escaparía con vida. De repente, el Marrano se movió en un brusco estertor. Theresa estuvo a punto de chillar, pero logró contenerse.
Seguía durmiendo.
Lo miró de nuevo y comprobó que, tras moverse, había dejado a la vista un fulgor en sus tobillos. Dio gracias al cielo al comprobar que se trataba del reflejo de unas cadenas.
Tomó aire antes de proseguir. Luego avanzó hasta situarse a un paso de una escudilla rota con restos de comida. Imaginó que si continuaba, el Marrano la alcanzaría. Entonces se agachó para contemplarlo más de cerca. Distinguió su pelo enmarañado cubierto de porquería, la ropa hecha jirones y la piel cubierta de sangre reseca. Pese a estar dormido, sus párpados se entreabrían dejando a la vista unos ojillos inexpresivos, como los de un cerdo al que hubieran segado la vida. Resoplaba fatigosamente, y de vez en cuando tosía, asustándola.
Al fin se decidió. Con la ayuda del atizador tanteó un pie del Marrano, que éste encogió como si le hubiera picado una abeja. Theresa dio un respingo, pero volvió a tantearle hasta que el hombre se despejó. Parecía aturdido, como si no entendiese qué sucedía, aunque al poco reparó en ella. Al verla se extrañó y retrocedió cuanto le permitieron las cadenas. Theresa se alegró de su temor, pero aun así continuó enarbolando el atizador con decisión. Si intentaba atacarla, se lo hundiría en la cabeza.
Tras contemplarla un rato, el Marrano se acercó a ella. Cojeaba como un guiñapo arrastrando un pie sin vida. En su mirada, Theresa adivinó la ausencia de malicia.
Permanecieron un instante observándose. Finalmente, ella se hurgó los bolsillos.
– Es todo lo que tengo -dijo. Y le ofreció los restos de pastel de manzana.
El Marrano acercó sus manos temblorosas, pero Theresa prefirió dejar los fragmentos sobre la escudilla y retirarse unos pasos. Observó cómo el hombre intentaba recogerlos de forma infructuosa, pero no consiguiéndolo, hundió la cara en el plato y los lamió como un animal. Cuando terminó, dijo algo ininteligible que Theresa interpretó como alguna clase de agradecimiento.
– Te sacaremos de aquí -dijo, sin saber de qué forma cumpliría tal promesa-. Pero antes necesito tu ayuda. ¿Me entiendes?
El hombre asintió con un sonido gutural.
Theresa se hartó de repetir preguntas hasta convencerse de que el pobre era realmente retrasado. Respondía con aspavientos sin sentido, hurgaba la escudilla con sus manos deformes o simplemente miraba hacia otro lado. Sin embargo, cuando escuchó el nombre del pelirrojo, comenzó a golpearse en la cabeza como si se hubiera vuelto loco. Cuando Theresa le repitió el nombre de Rothaart, el Marrano le enseñó los restos sin cicatrizar de su lengua sajada. En ese instante oyó el chirriar de un cerrojo al otro lado del pasillo. Como pudo, se resguardó en un cubil, justo a tiempo para evitar la mirada del guardia que avanzaba enarbolando una tea. Theresa le hizo un gesto al Marrano para que guardase silencio y aguardó escondida a que el vigilante pasara. Después corrió con toda su alma en dirección a la salida.
No paró hasta llegar a la abadía.
Cuando se encontró con Alcuino, hubo de esperar a recuperar el resuello antes de trasladarle sus averiguaciones. Luego intentó contarle todo a la vez, gesticulando con los brazos y atropellándose en cada palabra mientras él se esforzaba en ordenar aquel cúmulo de sinsentidos. Theresa aspiró.
– Sé quién es el culpable -anunció con una sonrisa triunfal.
Le contó el episodio del matadero recreándose en los detalles más escabrosos, pero dejó para el final la gran sorpresa. Alcuino la escuchó con atención.
– No debiste acudir sola -le reprochó.
– Y fue entonces -agregó ella sin hacerle caso-, al oír el nombre del pelirrojo, cuando comenzó a golpearse con tal fuerza que pensé que se abriría la cabeza. Me enseñó lo que ese hombre le hizo en la lengua. Fue horrible.
– ¿Te dijo que fue Rothaart quien se lo hizo?
– Bueno. No exactamente, pero estoy segura.
– Yo no apostaría un pelo.
– No os entiendo. ¿Qué queréis decir?
– Rothaart ha aparecido muerto esta mañana. En el molino. Envenenado por cornezuelo.
Theresa se dejó caer abatida. No era posible. Había arriesgado su vida para encontrarse ahora con que su supuesto descubrimiento sólo era vino acorchado. Iba a replicarle cuando el fraile continuó.
– Y no sólo eso. Por lo visto, nuestro hombre se está dando prisa en vender toda la harina. Desde esta mañana hay enfermos por todos lados. La iglesia de San Juan se halla atestada y en el hospital no dan abasto.
– Pero en ese caso será fácil detenerlo.
– ¿Y de qué forma? Seguramente es listo, de modo que venderá los lotes de harina pútrida mezclados con otros en buen estado. Además: recuerda que la gente desconoce el origen del mal.
– Aun así podemos interrogar a los enfermos. O a sus familiares, si fuera necesario.
– ¿Acaso crees que no lo he hecho? Pero la gente no sólo compra harina en los molinos. También lo hacen en el mercado, en las casas, en las granjas; comen en las tabernas, los hornos o los puestos ambulantes; comparten el pan durante el trabajo, usan la harina como pago en sus compras, o la intercambian por carne o por vino. Incluso a veces la mezclan con la de centeno para que el pan aguante más tras el horneado. -Se detuvo para reflexionar-. Cada enfermo me ha contado una historia diferente. Es como si todo el pueblo estuviese infectado.
– Todo eso es muy extraño. Si ese hombre es tan listo como decís…
– Lo es. Estoy seguro.
– Tendrá acceso y contacto con los distintos vendedores de harina. Y éstos confiarán en él.
– Es de suponer.
– Entonces, tal vez haya distribuido algunas partidas contaminadas para extender el abanico de sospechosos.
– ¿Te refieres a más cómplices?
– No necesariamente. -Theresa se sintió importante-. Podría haber depositado los lotes en distintos almacenes sin el conocimiento de sus propietarios. Eso explicaría el nuevo número de enfermos y los distintos puntos de venta.
– Podría ser -reconoció Alcuino asombrado.
– Y además, está lo del Marrano…
– ¿Qué pasa con el Marrano?
– Que el pelirrojo fue quien le segó la lengua.
«El pelirrojo fue quien le segó la lengua.»
Mientras caminaban hacia el hospital, Alcuino rumió aquella idea. ¿Y si se hubiese precipitado en sus conclusiones? En realidad sólo vio de lejos el cadáver de Rothaart, y aunque en sus extremidades le pareció advertir la huella de la gangrena, tal vez su muerte no obedeciese al efecto del cornezuelo. De hecho, resultaba difícil de creer que a un hombre sano y bien alimentado se le corrompieran los miembros tan rápidamente.
– He de regresar al molino -anunció-. Tú continúa hasta el hospital. Apunta los nombres de los últimos enfermos, entérate de dónde viven, qué han comido, cuándo comenzaron a sentirse mal. Lo que se te ocurra que pueda ayudarnos. Luego regresa al cabildo. Nos encontraremos en la catedral, después del oficio de sexta. -Y sin darle tiempo a responder, se dio la vuelta y salió corriendo por las callejuelas.
Cuando Theresa alcanzó el monasterio, se encontró con una riada de gente que accedía a él a través de sus puertas abiertas. Al parecer, la afluencia de enfermos estaba siendo tal, que el cirellero y otros frailes habían sido enviados al hospital para ayudar en lo que pudieran. Theresa empleó su anillo para evitarse las colas de familiares que aguardaban noticias. Ya en el hospital la recibió el enfermero, quien, tras reconocerla, sólo le objetó que no estorbara a los desesperados frailes que pululaban de un lado a otro como abejas en una colmena.
Theresa no supo por dónde comenzar. Los enfermos que atestaban la sala yacían desperdigados sobre improvisados lechos, mientras fuera, en el patio, los menos aquejados esperaban cualquier remedio que pudiera aliviarles. Algunos se veían graves, con dolores en los miembros o afectados de alucinaciones, pero la mayoría sólo estaban aterrados. Preguntando, averiguó que el obispo y el abad se habían reunido para discutir la quema de casas y el cierre de las murallas. Eso le extrañó. En otras ocasiones había oído hablar de componendas semejantes, pero en ésta, la pestilencia se limitaba a la harina emponzoñada por los hongos del cornezuelo. Se dijo que debía convencer a Alcuino para que, pese a su desacuerdo, revelara la causa de la enfermedad.
Pasadas dos horas, Theresa había reunido la suficiente información como para determinar que al menos once enfermos nunca habían ingerido pan de trigo. Cuando concluyó la tarea, recogió sus cosas y regresó a las cocinas del cabildo. Allí encontró a Helga, afanada en sacar brillo a unas perolas que parecía las hubiesen utilizado como macetas en vez de como ollas. Al verla, la Negra dejó los cacharros y corrió a su encuentro. Le dijo que toda la ciudad estaba angustiada por lo de la plaga.
– No se te ocurra comer pan de trigo -la advirtió Theresa, y al instante recordó que a Alcuino le enojaría que se lo hubiera dicho. Luego se dio cuenta de que en realidad no deberían consumir ninguna clase de pan.
Helga le contó que precisamente Alcuino había depositado en el almacén un saco de trigo del molino de Kohl, señalándole que nadie lo tocara. Nada más oírlo, Theresa desobedeció. Fue al saco y extrajo un puñado con un paño de algodón. Luego examinó uno a uno los granos. Hasta el cuarto puñado no halló el primer cornezuelo mezclado con algo de harina. Supuso que el fraile había averiguado algo.
Poco antes del oficio de sexta Alcuino regresó cargado de noticias. Se había personado en el molino de Kohl, pero al parecer habían trasladado el cadáver del pelirrojo lejos de la ciudad, a la hondonada donde quemaban a los que morían de lepra. Por fortuna, había localizado el cuerpo antes de que lo echaran a la hoguera.
– No murió por el cornezuelo. Le habían pintado las piernas -dijo victorioso-. Debieron de envenenarle. Los testigos describieron su muerte como una horrible agonía. Eso fue lo que me confundió.
«Piernas pintadas.» Theresa recordó la treta de Althar para simular la lepra.
– ¿Y quién pudo hacerlo?
– Aún no lo sé. Lo único evidente es que su asesino pretendía que su muerte pasara desapercibida. Sin embargo, averigüé un par de cosas: en primer lugar, la mujer de Kohl no sorprendió al Marrano asesinando a su hija. Fue otra mujer, Lorena, una sierva de la familia. Hablé con ella y me confirmó que vio al retrasado sobre la muerta, pero no que fuera él quien la matara. Además, aportó un detalle crucial: el tajo que segó el cuello de la joven fue en el lado izquierdo, desde la oreja hasta la nuez. Lo recordaba porque hubo de cerrarle la herida para amortajarla.
– ¿Y eso qué significa?
– Pues sencillamente, que la cuchillada fue asestada por un zurdo.
– Como Rothaart, el pelirrojo.
Alcuino afirmó con la cabeza. La otra noticia era que Kohl le había proporcionado un saco de trigo de prueba, aunque sin dar! cuenta de su procedencia.
– Después de disculparme por mi comportamiento el día de la ejecución, le urgí a que me vendiese algo de trigo, cosa a la que accedió sin demasiadas objeciones. Para mi sorpresa, me dijo que tardaría en proporcionármelo un par de días, si bien me entregó un saco a cuenta por si deseaba comprobar sus bondades.
– Lo he visto. Rebosa cornezuelo -confirmó Theresa.
– No debiste tocarlo -protestó él.
Ella sacó el paño y le mostró las pequeñas cápsulas negras. Alcuino meneó la cabeza.
– En cualquier caso, nuestro abanico de sospechosos continúa reduciéndose -añadió-. Ya sólo quedan Kohl, el abad Beocio, y los priores Ludovico y Agripino.
– ¿Y Lotario?
– Al obispo hace tiempo que le descarté. Recuerda que el políptico fue modificado en la abadía, y que Lotario no puso inconveniente en que comprobásemos los del cabildo. No. Su inocencia está fuera de toda duda. En cuanto a Agripino, debería borrarlo: también ha enfermado, y no creo que sobreviva.
– A este paso morirán todos los sospechosos.
– Sería una solución -ironizó.
Theresa se atusó el cabello. En la lista de culpables ya sólo aparecían Kohl, el abad Beocio, y el prior Ludovico. No entendía por qué Alcuino no actuaba de una vez. Se preguntó si no sería cierta la advertencia de Hóos.
– Deberíais revelar el origen de la enfermedad -le dijo-. Hay decenas de enfermos. Mujeres y niños que pronto llenarán los cementerios.
– Ya hemos hablado de eso -contestó él con gesto severo-. En cuanto se supiese que la causa es el cornezuelo, el culpable molería el grano, lo escondería y lo perderíamos para siempre.
– Pero avisándolos, los salvaríamos.
– ¿Salvarlos de qué? ¿De que se mueran de hambre? ¿O de qué crees que se alimentarán si no pueden comer trigo ni centeno?
– Al menos podrían decidir la forma de su muerte -replicó irritada.
Alcuino respiró hondo mientras apretaba los dientes. Aquella muchacha era el ser más testarudo que se hubiera echado nunca a la cara. No entendía que ni siquiera clausurando los molinos impedirían que el asesino triturara el grano en un molino manual, que lo vendiese a cualquier desaprensivo, o que lo llevase a otra ciudad para continuar con su negocio. Intentó explicárselo, pero no sirvió de nada.
– Es ahora cuando está muriendo la gente. No mañana, ni dentro de un mes. ¿No lo veis? Es ahora -insistió ella.
– Los muertos son iguales a los ojos de Dios. ¿O acaso piensas que las vidas de los que mueran ahora valen más que las de los que mueran dentro de unos meses?
– Lo único que sé es que la abadía está llena de enfermos que no entienden cuál ha sido su pecado. -Theresa sollozó de rabia-. Porque eso es lo que creen. Que han pecado y Dios les está castigando.
– Es obvio que aún eres joven para comprender ciertos asuntos. Si quieres ayudar, vuelve al scriptorium y continúa copiando los textos del Hypotyposeis que aún tienes pendientes.
– Pero paternidad…
– Regresa al scriptorium.
– Pero…
– A menos que prefieras volver a la taberna.
Theresa se mordió la lengua. Se dijo que de no haber mediado la preñez de Helga la Negra, habría mandado a Alcuino y sus textos a dormir junto al estiércol de las cuadras. Finalmente dio media vuelta y se marchó sin decir palabra.
Después de reproducir varios párrafos, Theresa arrugó el pergamino. ¿Por qué no pedir ayuda? Si el obispo no tenía nada que ver, ¿por qué no contarle lo que estaba sucediendo? Estaba segura de que Lotario podría contribuir a solventar el problema. Él conocía a los sospechosos, estaba al tanto de los movimientos de la abadía y sabía cómo funcionaba un molino. Desde luego no entendía el comportamiento de Alcuino y, sin embargo, no le quedaba más remedio que acatar sus decisiones.
Utilizó un nuevo pergamino hasta que la pluma cedió bajo la presión. Cuando fue a buscar otra, encontró que en la arqueta donde Alcuino guardaba el material de escritura no quedaba ninguna, de modo que se encaminó hacia la cocina para conseguir otra nueva. Al llegar, halló a Favila hecha un manojo de nervios. Le preguntó por Helga la Negra pero la mujer no pareció oírla. Tan sólo se rascaba las piernas y los brazos.
– ¿Qué te ocurre? -le preguntó.
– Es esa maldita plaga. No sé si tu amiga me la ha contagiado -contestó sin dejar de rascarse.
– ¿Helga? -Theresa se echó las manos a la boca.
– No se te ocurra acercarte a ella.
Favila le señaló una habitación contigua mientras sumergía los brazos en un barreño de agua fría. Theresa desoyó a Favila y corrió hacia allí. Encontró a la Negra postrada en el suelo. Temblaba como un cervatillo y sus piernas comenzaban a verse amoratadas.
– ¡Dios Santo! ¡Helga! ¿Qué te ha pasado?
La mujer no respondió. Sólo siguió sollozando.
– ¡Levántate! Has de acudir a la abadía. Allí te atenderán. -Tiró de ella pero no consiguió izarla.
– Me dijo que no lo intentara. Que no admitirían a una prostituta.
– ¿Quién te dijo eso?
– Tu amigo el fraile. Ese maldito Alcuino. Me ordenó que me quedara aquí hasta que encontrara un lugar en el que alojarme.
Theresa volvió a la cocina y pidió ayuda a Favila, pero la mujer se negó y continuó mojándose los brazos con agua fría. Entonces Theresa agarró el barreño y lo lanzó contra la pared, haciéndolo saltar en pedazos.
– Alcuino dijo…
– Me da igual lo que dijera Alcuino. Estoy harta de ese hombre -lloró. Luego dio media vuelta y abandonó la cocina.
Mientras caminaba en dirección a las dependencias palaciegas, no cesó de maldecir al fraile britano. Ahora entendía por qué Hóos la había prevenido en su contra. Alcuino era un ser insensible, con ojos para sus libros y para nada más. Recordó que de no haberse negado a continuar escribiendo, ni siquiera habría acogido a su amiga Helga. Pero todo eso se iba a acabar. Había llegado el momento de que Lotario supiese qué clase de canalla era fray Alcuino.
Al verla aparecer, el viejo secretario intentó detenerla, pero no pudo impedir que forzara la puerta y se adentrase en la estancia del obispo.
Al ingresar, Theresa sorprendió a Lotario orinando medio de espaldas. Se giró para no verle pero aguardó en la habitación. Cuando escuchó que el chorro menguaba, contó hasta tres y se volvió. Lotario la miró con una mezcla de asombro e irritación.
– ¿Se puede saber qué clase de atropello es éste?
– Disculpadme, eminencia, pero necesitaba veros.
– Pero ¿quién…? ¿Acaso no eres la muchacha que acompaña a Alcuino a todas partes? ¡Sal de aquí inmediatamente!
– Paternidad. Debéis escucharme. -El auxiliar trató de expulsarla, pero Theresa se desembarazó de él con un empujón-. Debo hablaros de la plaga.
Al oír la palabra «plaga», Lotario se apaciguó. Enarcó una ceja y se ajustó los calzones. Luego se abrigó con una toga y la miró escéptico.
– ¿A qué plaga te refieres?
– A la que azota la ciudad. Alcuino ha averiguado su origen y el modo de detenerla.
– El pecado es el origen de la plaga, y éste es nuestro único remedio -dijo señalando la imagen de un crucifijo.
– Os equivocáis. Es el trigo.
– ¿El trigo? -Hizo un ademán al secretario para que se retirara-. ¿Cómo que el trigo?
– Según los polípticos, unas partidas de trigo contaminado fueron adquiridas y transportadas a Fulda hace dos años, durante la peste de Magdeburg. Hasta hace poco se fueron vendiendo espaciadas para que nadie relacionase la enfermedad con el trigo, pero en los últimos días el criminal ha desbordado los mercados. Los enfermos y los muertos aumentan sin descanso, y nadie hace nada para evitarlo.
– Pero eso que cuentas… ¿Estás segura?
– Encontramos algo en el molino de Kohl. Un veneno que emponzoña el cereal.
– ¿Y Kohl es el responsable?
– No lo sé. Alcuino sospecha de tres individuos: Beocio el abad, el prior Ludovico, y el propio Kohl.
– ¡Santo Cielo! ¿Y por qué no ha acudido a mí?
– Eso mismo le dije yo. Si hasta de vos desconfiaba. Está obsesionado con atrapar al culpable, pero lo único que hace es esperar mientras la gente sigue muriendo -rompió a llorar-. Hasta mi amiga Helga la Negra ha caído enferma.
– Hablaré con él inmediatamente -dijo mientras se calzaba.
– No, por favor. Si se entera de que os lo he confesado no sé lo que me haría.
– Pero habrá que hacer algo. ¿Has dicho Beocio, Kohl y Ludovico? ¿Por qué esos tres y no otros?
Theresa le contó cuanto sabía. Tras responder a las dudas de Lotario, se sintió más aliviada porque el obispo se mostró dispuesto a acabar con el problema.
– Daré orden para que detengan a los sospechosos. En cuanto a tu amiga… ¿cómo has dicho que se llama?
– Helga la Negra.
– Eso, Helga. Mandaré que la trasladen a la enfermería del cabildo. Allí la atenderán en todo cuanto puedan.
Acordaron que Theresa regresaría al scriptorium, pero permanecería en el palacio episcopal por si Lotario la necesitaba. Cuando salió de sus aposentos, el secretario la miró con ganas de azotarla.
Antes de volver al scriptorium, Theresa decidió comprobar la situación de Helga. No sabía si encontrarían algún remedio para la enfermedad, pero supuso que al menos la noticia la consolaría. Sin embargo, cuando llegó a la cocina ya no estaba en la estancia.
Por más que preguntó, nadie supo informarle del paradero de su amiga.
Pasó el día sin saber de Lotario ni de Alcuino. No ver al fraile la alivió; sin embargo, la desaparición de Helga le preocupaba doblemente. Antes de cenar decidió salir del palacio para vagabundear un rato. No había comido y seguramente tampoco cenaría, aunque lo cierto era que, a causa de los remordimientos, tampoco tenía apetito. Desconocía si había obrado bien, pero al menos esperaba que Lotario determinase el cierre de los molinos y que la plaga desapareciera para siempre.
Durante el trayecto no dejó de pensar en su amiga Helga. La había buscado en las cocinas, los almacenes y la enfermería; se había acercado a su taberna y a la casa de la vecina que la había acogido el día que Widukindo le cortó la mejilla. Incluso había preguntado en las calles por las que deambulaban las prostitutas más desmejoradas sin hallar rastro de ella. Era igual que si se la hubiera tragado la tierra. Luego recordó la figura de Alcuino y el estómago se le encogió. No entendía por qué si ella había obrado en conciencia, le asaltaba aquel desasosiego.
En ese instante anheló a Hóos Larsson. Extrañaba su sonrisa, sus ojos del color del cielo, sus pequeñas bromas sobre el tamaño de sus caderas o sus divertidas historias sobre Aquis-Granum. Él era la única persona que la hacía sentirse bien, y el único en quien podía confiar. Lo añoraba tanto, que lo hubiera dado todo por revivir por un instante sus caricias.
Su paseo terminó frente a la puerta grande de la ciudad, una impresionante celosía de maderos, espino y traviesas de metal que protegía el acceso principal a Fulda. En su parte superior, la hilera de colmillos formada por los extremos afilados de los troncos contrastaba con el rojizo fulgor de las antorchas. Theresa advirtió los numerosos remiendos que apuntalaban el portón, confiriéndole el aspecto de una construcción moribunda.
Existían otras entradas, pero más desguarnecidas. A ambos lados del portalón se extendía el muro de piedra que defendía el recinto de la antigua ciudad. Sobre éste, por su parte interna, se asentaban numerosas viviendas construidas contra la muralla para ahorrarse la cuarta pared, lo cual dificultaba el tránsito de la guarnición. La defensa circundaba sólo una parte de la villa, pues databa de la fundación de la abadía, y en su origen únicamente albergaba al monasterio y sus huertas. Luego la ciudad creció, con los campos sucumbiendo bajo el impulso de los edificios. La nueva ampliación protegería el arrabal de extramuros de cualquier posible ataque.
Cada noche se atrancaban las puertas secundarias dejando abierta únicamente la principal. No obstante, en aquella ocasión el portalón también se hallaba cerrado, transformando la ciudad en un bastión inexpugnable. Se dijo que tal vez lo hubiera ordenado el obispo para impedir la huida del criminal; sin embargo, uno de los vigías le informó de que a última hora varios campesinos habían avistado extraños armados, y que aunque probablemente sólo fueran salteadores, habían optado por tomar precauciones.
Mientras, en el exterior, una turba de asustados golpeaba las puertas demandando entrar en la villa. Tras deliberar con su superior, uno de los vigías abandonó la torreta y bajó a abrir el portón. Theresa observó cómo otro guardia derramaba cubos de agua sobre los que intentaban colarse, mientras dos más se apostaban a ambos lados de la puerta provistos de varas de avellano. El vigía amenazó con no abrir y la gente pareció sosegarse. Sin embargo, nada más liberar los pasadores, la turba se abalanzó sobre las hojas haciendo retroceder a los centinelas.
Theresa se apartó mientras una riada humana se abría paso entre unos vigilantes incapaces de contenerla. Hombres, mujeres y niños cargados de enseres y animales, penetraron en el recinto como si les persiguiera el diablo. Cuando pasó el último, los guardias atrancaron las puertas y subieron de nuevo a las torretas. Uno de los lugareños se acercó a Theresa con ganas de conversación.
– Muchos se han quedado fuera porque piensan que no atacarán, pero a mí no me cogerán otra vez desprevenido -le contó mientras le mostraba una antigua cicatriz en el vientre.
Theresa no supo qué pensar. Los que acababan de acceder parecía que escaparan del fin del mundo y, sin embargo, toda esa gente no representaban ni la décima parte de los que permanecían fuera. Cuando se lo comentó al hombre, éste le respondió que no todos confiaban en un ataque inminente.
El miedo hizo que Theresa decidiera regresar. Pasó de nuevo por la taberna de Helga la Negra por si hubiese regresado a su antigua casa, pero ésta continuaba abandonada, de modo que se dirigió al obispado. Antes de acostarse decidió echar un nuevo vistazo a las cocinas, pero sólo encontró a Favila, quien le recriminó el que hubiese traído una prostituta al cabildo.
– Sabía que a la primera nos la jugaría -sentenció sin darle oportunidad de abrir la boca.
La muchacha se despidió sin replicar. Ya en la cuadra, pensó sobre lo sucedido: una joven asesinada, decenas de aldeanos envenenados, un fraile en quien no sabía si confiar, y su única amiga desvanecida como por ensalmo. Rezó sus oraciones en las que recordó a su familia, a Hóos y Helga. Después se acomodó entre las balas de paja y esperó a que amaneciera.
A media noche la despertó una inesperada algarabía. Por todos los rincones se escuchaban gritos, pasos apresurados y carreras. Varios clérigos entraron en la cuadra portando antorchas para ensillar un par de animales. Theresa se levantó asustada y corrió hacia las estancias de Favila, donde encontró a la mujer deambulando de un lado para otro, con las carnes bailoteándole debajo de una simple sarga. Iba a preguntarle qué ocurría, cuando el repicar de unos tambores la dejó sin palabras. Entonces las dos corrieron escaleras arriba hasta la azotea desde la que se dominaba la ciudad, para encontrarse de bruces con un hecho sorprendente: por la calle principal, entre vítores y aplausos, avanzaba una comitiva de jinetes encabezada por un hombre enguantado en acero y escoltado por un grupo de tamborileros. Pese a lo entrado de la noche, decenas de personas saludaban a los caballeros como si se tratara del mismísimo Dios y sus cohortes. Favila se santiguó y corrió escaleras abajo gritando de alegría. Theresa la siguió sin comprender nada.
Ya en la cocina, mientras encendía los fogones, Favila se lo dijo.
– Pero ¿aún no lo conoces? Ha llegado el más grande. Nuestro rey Carlomagno.
Theresa nunca habría imaginado que la presencia de un monarca ocasionara tanto revuelo. Aquella misma noche hubo de abandonar las caballerizas porque los clérigos las emplearon para alojar a la servidumbre. Ella se trasladó a la estancia que ocupaba Favila en los almacenes del palacio. Sin embargo, al poco de acostarse, los guisanderos reales invadieron las cocinas llenándolas de ánades, faisanes y patos enjaulados que graznaron como demonios durante el resto de la noche.
A la mañana siguiente, el cabildo despertó hecho un auténtico hervidero. Los clérigos corrían de un lado para otro cargados de plantas con las que adornar la catedral para los santos oficios, en las cocinas bullían las fuentes con asados, verduras y dulces primorosamente elaborados, las domésticas limpiaban hasta el último rincón y los acólitos de Lotario se afanaban en ubicar las pertenencias del obispo en una habitación contigua, ya que la suya sería ocupada por Carlomagno.
De nada le sirvió a Theresa alegar ante Favila que sólo recibiría órdenes de Alcuino. La cocinera hizo oídos sordos y de un empellón la envió con las demás sirvientas a ayudar al refectorio. Cuando Theresa entró en el comedor lo encontró engalanado con tapices religiosos en los que el púrpura y el azul prevalecían sobre el resto. La mesa central había sido sustituida por tres tableros largos instalados sobre caballetes en forma de U, alineados con las tres paredes opuestas a la entrada. Theresa depositó una hilera de manzanas verdes sobre los vistosos manteles de lino, adornados previamente con centros de ciclámenes, macasares y violetas, las flores de invierno que se cultivaban en el huerto. Varias filas de taburetes flanqueaban ambos lados de las mesas, a excepción de la zona central, despejada para albergar el trono y los sillones en los que se acomodarían el rey y sus favoritos.
Los cocineros habían preparado un festín para una legión de hambrientos, en el que no faltaban capones y patos aún emplumados, huevos de faisán revueltos, carne de buey braseada, paletillas de cordero, costillas y filetes de cerdo, riñonadas, asaduras, acompañamientos de coles, nabos y rábanos aliñados con ajo y pimiento, alcachofas guisadas, toda clase de longanizas y embutidos, ensalada de legumbres, asados de conejo, codornices escabechadas, tortas de hojaldre y una miríada de postres elaborados con miel y harina de centeno.
De regreso a la cocina, Theresa escuchó cómo el jefe de los cocineros preguntaba a Favila si disponía de garum y ésta negaba con la cabeza. Por lo visto, al monarca le encantaba el condimento, pero la expedición lo había olvidado en Aquis-Granum.
– ¿Y por qué no lo elaboran de nuevo? -sugirió Theresa.
El jefe de los cocineros les comentó que la única persona que sabía hacerlo no había viajado con la expedición. Theresa recordó que durante su estancia en las cuevas, la mujer de Althar le había enseñado a elaborarlo y se ofreció para ello.
– Si me lo autoriza, claro.
Antes de que el hombre pudiera rechistar, Theresa corrió a la despensa y regresó cargada con los ingredientes necesarios. Dejó el aceite, la sal y las tripas secas de pescado sobre uno de los bancos, y sacó un frasco del que vertió un líquido en un cucharón que ofreció al cocinero.
– Lo preparé hace un par de días. -Miró a Favila avergonzada porque le había asegurado que lo había hecho Helga la Negra. El hombre lo probó y la observó con asombro.
– ¡Por todos los diablos! ¡El rey estará contento! A ver, vosotros -se dirigió a un par de domésticos-. Dejad esos aliños y ayudad a la muchacha a preparar más garum. Desde luego, como guises igual que aderezas, seguro que encuentras un marido acaudalado.
Theresa confió en que ese marido fuese Hóos Larsson. No sabía si dispondría de dinero, pero no conocía a otro tan apuesto.
Cuando el cocinero le comunicó a Favila que Carlomagno deseaba felicitar a la autora del condimento, la cocinera se echó a temblar como si fuera a ella a quien hubiera llamado. La mujer atusó el pelo a Theresa, le pellizcó las mejillas hasta encendérselas como a un recién nacido y le colocó un delantal limpio. Luego la despidió llamándola bribona. Sin embargo, Theresa la agarró de la mano para que la acompañara.
En las inmediaciones del refectorio se quedaron sorprendidas por el número de camareros, domésticos, siervos y mozos que deambulaban junto a la entrada. El cocinero que les abría paso apartó a unos mirones y les hizo hueco hasta el acceso al comedor. Luego les indicó que esperasen a que el lectorero recitara los salmos.
Mientras el clérigo leía, Theresa se fijó en la colosal estatura de Carlomagno. El monarca se hallaba de pie en el centro de la estancia, escoltado por una joven que a su lado parecía enana. Vestía una capa corta que sobre su enorme cuerpo se asemejaba a una servilleta, un sobretodo de lana y pantalones bombachos rematados por botas de cuero. Su cara, rapada al estilo de los francos, lucía un grueso bigote que contrastaba con su cabello recogido en una larga coleta. Detrás de él, Alcuino y Lotario aguardaban pacientes por delante de su séquito, en el que destacaba una cohorte de prelados elegantemente ataviados. Cuando el lectorero terminó, todos se sentaron y comenzaron a desayunar, instante que el cocinero aprovechó para rogarle a Theresa que le siguiera. Atravesaron la sala y le presentó al rey, a quien la muchacha reverenció con un ridículo encogimiento. Carlomagno la miró como si no entendiese lo que sucedía.
– La autora del garum -le informó.
Carlomagno abrió los ojos, sorprendido por su juventud. Luego la felicitó y siguió comiendo como si tal cosa.
Theresa se quedó callada hasta que el cocinero la agarró por un brazo y tiró de ella hacia la salida.
Se disponía a regresar a las cocinas cuando Favila le propuso aguardar y aprovechar para ayudar en el traslado de la loza sucia. Las dos mujeres se apartaron a un extremo de la sala y se dedicaron a observar a los comensales, que devoraban las viandas como si fueran las primeras que comieran en su vida. Mientras los invitados desayunaban, decenas de vasallos, terratenientes y artesanos desfilaron por el refectorio para reverenciar al monarca.
Entonces Theresa advirtió la entrada de un hombrecillo refinado a quien reconoció como el comprador del oso de Althar. Le seguía un siervo rubicundo que, como si de un plato de pitanza se tratara, portaba sobre una bandeja la cabeza de la bestia que ella misma había cazado durante su estancia en las oseras. El hombrecillo atravesó la sala y se inclinó ante el rey. Después de una presuntuosa explicación, se apartó para que su siervo depositara la cabeza del animal entre las fuentes de comida. Carlomagno se levantó para admirar la belleza de la testa. Comentó algo sobre los ojos del animal, a lo que el hombrecillo respondió con nuevas inclinaciones. El rey le agradeció el agasajo, que hizo situaran en un extremo de la mesa, y despidió al hombre, que se retiró de espaldas doblando una y otra vez el espinazo.
Comoquiera que la cabeza del oso quedara cerca de Theresa, ésta decidió examinarla para averiguar qué había llamado la atención de Carlomagno. Al aproximarse, comprobó que uno de los ojos había cedido en su alojamiento, restándole fiereza a su aspecto. Pensó que no le costaría mucho repararlo, de modo que se apropió de un cuchillo, y sin esperar a que la autorizaran comenzó a cortar la costura que enfilaba hacia la cuenca del ojo estropeado. Prácticamente la había abierto cuando alguien le aferró el brazo.
– ¿Se puede saber qué demonios pretendes? -Era el hombrecillo acaudalado, gritando para que lo oyeran.
Theresa le aclaró que intentaba arreglar el ojo, pero el hombre le sacudió una bofetada que la hizo caer al suelo. Uno de los cocineros corrió hacia ella para sacarla a rastras, pero cuando se disponía a emprenderla a golpes con la muchacha, el rey se alzó y pidió que la levantaran.
– Acércate -le ordenó.
Theresa obedeció temblando.
– Yo sólo pretendía… -dijo, y calló avergonzada.
– Pretendía joder mi cabeza -intervino el hombrecillo.
– Querréis decir, mi cabeza -le corrigió Carlomagno-. ¿Es cierto eso? ¿Querías joderla? -preguntó a Theresa con voz calma.
Cuando la joven intentó responder, tan sólo le brotó un hilo de voz.
– Sólo intentaba colocar el ojo en su sitio.
– ¿Y para eso le rajabas el rostro? -se extrañó el rey.
– No lo rajaba, mi señor. Liberaba la costura.
– ¡Y además, embustera! -terció el hombrecillo. En ese instante, Alcuino susurró algo al rey, y éste asintió con la cabeza.
– Liberar la costura. -Carlomagno examinó la cabeza con detenimiento-. ¿Cómo podrías liberarla, si ni siquiera se aprecia?
– Sé dónde se esconden porque fui yo quien las cosió -aseguró ella.
Al oír su respuesta, todos menos Alcuino prorrumpieron en carcajadas.
– Veo que al final habré de darte la razón -dijo el rey al hombrecillo que la había tachado de embustera.
– Os aseguro que no miento. Primero cacé al oso y luego lo cosí -insistió Theresa.
Las risas desaparecieron para tornarse en estupor. Ni siquiera un cercano al rey se atrevería a proseguir con semejante burla. El propio Carlomagno mudó su semblante condescendiente.
– Y puedo demostrarlo -añadió.
El monarca enarcó una ceja. Hasta entonces la joven le había resultado simpática, pero su atrevimiento comenzaba a rayar la insensatez. Dudó entre mandar que la azotaran o simplemente despedirla, pero algo en su mirada le detuvo.
– En ese caso, veámoslo -dijo, y ordenó silencio. En la sala sólo se oyó el masticar de los alimentos.
Theresa miró a Carlomagno con determinación. Luego, ante los rostros atónitos de los presentes, narró los pormenores de la cacería en que había ayudado a Althar a abatir el animal. Cuando terminó la historia, en la sala no se oyó ni un regüeldo.
– ¿De modo que lo mataste disparando una ballesta? Debo reconocer que tu fábula es realmente fantástica, pero lo único que demuestra es que mientes como una bellaca -sentenció Carlomagno.
Theresa comprendió que si no lo convencía pronto, la sacarían a empellones. Al instante cogió la cabeza del animal y la sostuvo entre los brazos.
– De ser falso lo que afirmo, ¿cómo podría saber lo que contiene?
– ¿Dentro? -preguntó Carlomagno intrigado.
– En el interior de la cabeza. Está rellena con una piel de castor.
Sin esperar a que lo autorizara, rompió el cosido y extrajo una maraña de pelo que dejó caer sobre la mesa. A continuación extendió la pelota hasta convertirla en una piel de castor estropeada. Carlomagno la miró con seriedad.
– De ahí a que fueses tú quien lo matara…
Theresa se mordió el labio. Miró alrededor hasta descubrir el lugar donde los oficiales habían depositado sus armas. Sin mediar palabra, atravesó la sala y se apoderó de una ballesta que descansaba sobre un arcón. Un soldado desenvainó su espada, pero Carlomagno lo detuvo con un gesto. Theresa supo que sólo dispondría de esa oportunidad. Recordó cómo tras la caza de los osos, había practicado con Althar hasta adquirir cierta destreza en su manejo. Sin embargo, nunca había logrado cargarla sola. Apoyó el extremo contra el suelo y pisó el arco con decisión. Luego apalancó la cuerda y la tensó con todas sus fuerzas. Faltaba un suspiro para asegurarla cuando la cuerda le resbaló. La gente exclamó, pero ella no esperó a que reaccionaran. Volvió a engancharla y tiró sintiendo cómo las fibras se clavaban en sus falanges. Pensó en el incendio del taller; en Gorgias, su padre; en Althar; en Helga la Negra y en Hóos Larsson. Demasiados fallos en su vida. Apretó los dientes y estiró aún más. Entonces la cuerda se soltó en un estallido quedando prendida del seguro.
Al comprobarlo sonrió con satisfacción. Finalmente cargó una saeta y miró al rey esperando su aprobación. Cuando la obtuvo, elevó el arma, apuntó con cuidado y apretó el gatillo. La saeta segó el aire de la habitación y fue a incrustarse en el suelo entre las mismísimas botas del hombrecillo acaudalado. Un murmullo de asombro recorrió el refectorio. Carlomagno se levantó y llamó a la muchacha.
– Impresionante. Veo que Alcuino acertó al aconsejarme que te creyera. -Miró a la mujer que se sentaba a su derecha-. Después del desayuno pasa por mis aposentos: será un placer presentarte a mi hija.
En ese instante, Lotario se levantó pidiendo silencio. Se colocó la mitra, y elevó su copa con gesto solemne.
– Creo que ha llegado el momento de un brindis -propuso. El resto de los comensales izaron sus bebidas-. Siempre es un honor contar con la presencia de nuestro amado monarca Carlomagno, a quien como todos sabéis, me unen lazos de sangre y amistad. Y también nos honra la legación romana encabezada por su eminencia Flavio Diácono, el santo prelado del Papa. Por tal motivo, creo oportuno anunciar que, como ejemplo de respeto y lealtad a la fortaleza humana -se inclinó ante Carlomagno-, y sometimiento incondicional a la justicia divina -hizo lo propio ante la curia romana-, esta tarde, por fin tendrá lugar la ejecución del Marrano.
A la conclusión del parlamento, los presentes brindaron sin entrechocar las copas, detalle que intrigó a Theresa. Favila le explicó que la costumbre del golpeo procedía de una antigua tradición germana que tenía su origen en la desconfianza mutua.
– Antaño, cuando un rey pretendía dominar nuevos territorios, casaba a su hijo con la princesa del reino codiciado, e invitaba al padre de la novia a una fiesta en la que le ofrecía un vaso de vino envenenado. Para evitarlo, el rey agasajado entrechocaba su copa con la del anfitrión, con la intención de que los vinos se mezclaran, de forma que si él hubiera de morir, no lo hiciera en solitario. Por eso, aquí en Fulda, como señal de confianza siempre evitan el golpeteo -añadió.
Theresa miró hacia donde permanecía Alcuino. Se sentía avergonzada, sabedora de que le había traicionado. En ese momento, el fraile se disculpó ante Lotario y a continuación se dirigió hacia ella. Cuando llegó a su altura la saludó con naturalidad.
– Ignoraba tu pericia con los aliños. ¿Hay algo más de ti que deba saber y aún no me hayas contado?
Theresa se quedó helada al comprobar que Alcuino le leía él pensamiento. El fraile la conminó a conversar en privado.
– No parece que sea un buen día para acudir al scriptorium -contemporizó Theresa mientras avanzaban por el pasillo-. Lo digo por lo de la ejecución.
Alcuino concedió sin contestar. Theresa advirtió que el fraile dejaba atrás el scriptorium en dirección a la catedral, atravesaba el crucero y se dirigía a la sacristía. Una vez allí, extrajo una llave de una hornacina con la que abrió la reja que daba acceso a una estancia presidida por un enorme crucifijo. Dentro hedía a humedad. Alcuino tomó asiento sobre el único banco e invitó a la joven a hacer lo mismo. Luego esperó a que Theresa se calmara.
– ¿Cuándo te confesaste por última vez? -preguntó el fraile con voz queda-. ¿Hace un mes? ¿Más de dos meses? Demasiado tiempo, si casualmente te sucediera algo.
Theresa se asustó. Miró hacia la puerta, pero imaginó que si intentaba huir, Alcuino se lo impediría.
– Naturalmente, supongo que habrás mantenido tu promesa -continuó el fraile-. Me refiero a los secretos que te he estado confiando. ¿Conoces lo que les ocurre a quienes quebrantan sus juramentos?
Theresa negó con la cabeza y rompió a llorar. El fraile le ofreció un pañuelo, pero ella lo rechazó.
– Tal vez desees confesarte…
Theresa aceptó entonces el paño, que frotó contra sus parpados hasta dejarlos encarnados. Cuando halló el ánimo suficiente comenzó a hablar. La joven omitió los incidentes del incendio en Würzburg. Sin embargo, le habló del pecaminoso ayuntamiento mantenido con Hóos. El fraile lo reprobó, pero cuando ella le confesó que había acudido al obispo, Alcuino llegó a enfurecerse.
– Os ruego me perdonéis. Eran tantos los enfermos, tantos los muertos… -lloró de nuevo-. Y luego lo de Helga la Negra. Sé que era una prostituta, pero ella me quería. Cuando enfermó y desapareció… Yo no deseaba engañaros, pero no podía seguir impasible.
– Y por eso acudiste a Lotario con lo que yo había averiguado.
La joven lagrimeó. A Alcuino no pareció afectarle.
– Theresa, atiéndeme. Es preciso que me contestes con la mayor exactitud. ¿Le dijiste a Lotario de quiénes sospechaba?
– Sí. De Beocio, el abad, del prior Ludovico, y de Kohl, el molinero.
Alcuino apretó los dientes.
– ¿Y la causa del envenenamiento? ¿Le hablaste del cornezuelo?
Theresa negó con la cabeza. Le explicó que le había informado sobre la existencia de un veneno, pero en aquel momento no había logrado recordar el nombre del hongo.
– ¿Estás segura?
Lo afirmó con rotundidad.
– De acuerdo. Ahora cierra los ojos mientras te absuelvo.
Cuando Theresa los abrió, tan sólo tuvo tiempo de ver cómo Alcuino salía por la puerta y la encerraba en la sacristía.
Pronto se convenció de que nadie la liberaría. Intentó manipular la cerradura empleando su eslabón de acero, pero sólo consiguió despuntar el útil y lastimarse los dedos. Tras guardarse la herramienta, volvió al banco y miró alrededor. La sacristía ocupaba un pequeño ábside lateral que comunicaba con el deambulatorio del transepto a través de un pasillo clausurado por una segunda puerta. Observó que disponía de una ventana circular tabicada en alabastro, que por su peculiar aspecto debía de dar al exterior, ya que había advertido una forma similar desde la plaza. En su parte inferior, el alabastro parecía roto por el impacto de una piedra, así que aproximó el banco y se encaramó para mirar a través del hueco. Desde allí comprobó que, en efecto, el muro lindaba con la plaza principal, otorgándole el papel de espectadora privilegiada. Luego se bajó y volvió a sentarse a esperar a que la soltaran.
Mientras aguardaba, se dedicó a especular sobre el comportamiento de Alcuino. Hóos ya le había advertido sobre él, y actos como el de encerrarla, o negarse a informar a Lotario sobre la causa de la enfermedad, no hacían más que corroborar sus sospechas.
No sabía qué pensar.
El fraile la había ayudado, y aunque de mala gana, también se había encargado de que Helga consiguiera una ocupación en las cocinas. Pero ¿de qué le había servido? La última vez que vio a Helga, ésta ya presentaba los signos de la enfermedad, y en aquel momento ni siquiera sabía dónde se encontraba.
¿Por qué la habría encerrado?
En ese instante las campanas comenzaron a repicar anunciado la proximidad de la ejecución. Por el hueco de la ventana observó cómo decenas de personas empezaban a congregarse en torno al mismo agujero donde la semana anterior habían tratado de enterrar vivo al Marrano. La mayoría eran ancianos que acudían cargados de alimentos para asegurarse los mejores sitios, pero también abundaban mozuelos con poco trabajo y los que solían pordiosear en la plaza y sus aledaños. A pocos pasos del muro, casi debajo de ella, habían dispuesto sillas y taburetes que sin duda acogerían a los altos dignatarios, entre los que supuso se encontrarían Carlomagno y la delegación romana.
Era temprano. Estimó en unas tres horas el tiempo para la ejecución.
Bajó del banco y husmeó entre el mobiliario. En unos arcones descubrió un almacén de indumentaria litúrgica: paños de altar recamados, velos para la entrada del presbiterio, tapetes, mucetas y cobertores, sudarios, capas, túnicas, hábitos de Pascua y Pentecostés, y un sinfín de prendas menores con las que podría engalanarse toda la congregación catedralicia.
Ordenó la indumentaria y esperó el regreso de Alcuino, pero como el tiempo transcurría, volvió a los arcones y se probó un hábito púrpura con ribetes dorados. Le agradó el olor a incienso, pero se lo quitó porque pesaba como si lo hubieran empapado en agua. Dejó la sotana sobre el arcón y se tumbó sobre el banco.
Pensó en su padre y en qué estaría haciendo. Tal vez debería regresar a Würzburg. Luego cerró los ojos y se dejó llevar.
No reparó en que se había dormido hasta que el repicar de los tambores la avisó de que el espectáculo estaba por comenzar.
Corrió a la ventana. Entre el gentío que atestaba la plaza divisó la silueta del Marrano aguardando el suplicio al borde del agujero. Abajo, a tiro de piedra, Carlomagno y su séquito ocupaban sus asientos. Distinguió a Alcuino y Lotario, pero no al molinero Kohl.
Iba a retirarse cuando observó cómo Alcuino se levantaba y andaba un trecho en dirección a una mujer con la cabeza gacha. Habló un instante con ella y luego regresó. Cuando la mujer alzó la cabeza, Theresa reconoció a Helga la Negra, caminando como si nunca hubiese estado enferma.
No se había recuperado de la sorpresa cuando oyó unas voces. De inmediato corrió a la reja y observó cómo dos clérigos limpiaban en el transepto. Al retroceder tropezó con el banco y el estruendo resonó en toda la iglesia. Se asomó de nuevo y comprobó que los novicios se acercaban extrañados.
Pensó en esconderse, pero no encontró dónde. De repente tomó la sotana púrpura que se había probado, se la enfundó deprisa y se arrojó al suelo boca abajo con la capucha echada sobre su nuca. Cuando los clérigos se asomaron a la reja, tan sólo distinguieron la figura de un sacerdote desmayado. Alarmados, intentaron despertarle, pero Theresa no se movió. Entonces sucedió lo que ella esperaba: al ver que no respondía, uno de los clérigos acudió a la hornacina y metió la llave en la cerradura. Theresa esperó a que el hombre abriera la puerta y se inclinara sobre ella. Entonces se incorporó de un salto, empujó al primer clérigo y se escabulló del segundo con tal rapidez que los dos hombres pensaron que habían visto al diablo.
Alcanzó pronto la salida, porque a excepción de aquellos dos clérigos, todo el mundo estaba en la plaza. Una vez entre la muchedumbre, se abrió paso ayudada por lo llamativo de su vestimenta; sin embargo, al aproximarse al patíbulo, un soldado le dio el alto. La joven se quedó petrificada. Si la prendían vestida de cura, la acusarían de herejía. Sin pensarlo, se despojó del hábito y lo dejó caer al suelo, provocando que varias mujeres se abalanzaran sobre la prenda para disputársela como fieras. Theresa aprovechó el tumulto para ocultarse tras un campesino que abultaba dos veces lo que ella. Para cuando el soldado consiguió apartar a las mujeres, de la joven hereje no quedaba ni huella.
Poco después, Theresa alcanzaba el estrado de los dignatarios, pero para su sorpresa, estaba abandonado.
– De repente se levantaron y se marcharon zumbando -le informó un vendedor de salchichas que parecía muy al tanto.
Theresa le compró media salchicha, y el comerciante añadió que Lotario y un fraile delgado se habían enzarzado en una discusión que había terminado con la paciencia del rey.
– El monarca se levantó indignado y les ordenó que solventaran sus diferencias en otro lugar. Luego abandonó el estrado y todos le siguieron como borregos.
– ¿Y adonde han ido?
– A la catedral, creo. ¡Malditos sean! Como no vuelvan pronto no sé a quién voy a vender las condenadas salchichas. -Y se dio media vuelta para continuar voceando la mercancía.
Theresa miró hacia la catedral, donde de nuevo identificó a Helga. En esta ocasión el reconocimiento fue mutuo. Al advertirlo, Theresa intentó avisarla, pero Helga bajó la cabeza y se escabulló por una entrada que daba acceso al palacio catedralicio. Aunque Theresa corrió tras ella, sólo llegó a tiempo de comprobar que había echado el cerrojo a la puerta.
Tal vez hubiera debido esperar fuera, pero algo la impulsó a saltar por una ventana. Una vez dentro, oyó los pasos de Helga perderse por el fondo. Pensó que la alcanzaría si atajaba a través del coro, de modo que abrió la portezuela que daba acceso al mirador y ojeó el interior. Desde el balcón se vislumbraba el altar, ocupado por una tropa de clérigos que discutía acaloradamente. Distinguió a Lotario y Alcuino de pie frente a los frailes. A la izquierda de ambos, la figura de Kohl amordazado y detenido, con signos de haber sido torturado.
Aquello la impresionó tanto que olvidó a Helga y gateó hasta un rincón para escucharles. Creyó apreciar que Alcuino defendía al molinero, cuando de repente Lotario se levantó y le interrumpió con vehemencia.
– Ya basta de monsergas: con la venia del rey, con la del vicario de la Santa Sede, con el beneplácito de Dios. -Se adelantó un paso más hasta situarse por delante de Alcuino-. Lo único que en verdad sabemos, es que decenas de personas han fallecido a causa de un mal para el que ni nuestros físicos ni nuestros rezos han encontrado remedio. Y lo relevante del suceso no es que el causante de esa plaga, que cualquiera en su sano juicio habría atribuido al mismísimo diablo, sea en realidad un abominable ser de carne y hueso. -Se detuvo y señaló a Kohl con el dedo-. No. Lo realmente trascendente es que esta escoria humana sea defendida por un fraile, Alcuino de York, sobre cuyas espaldas recae la salvaguardia de nuestra Iglesia.
Un murmullo de asombro recorrió el templo. El obispo continuó.
– Como ya he anunciado antes, esta mañana un ministerial encontró escondida en las propiedades de Kohl una partida de cereal que, según parece, es la causa del emponzoñamiento. Un grano del que Kohl no ha sabido dar explicaciones hasta que el sabor de la tortura ha saciado su abominable espíritu. Pero ahora, una vez confesado el nefando crimen, yo me pregunto: ¿hasta dónde llega la culpabilidad de un molinero? Un hombre simple, acostumbrado a la suntuosidad y la riqueza, sin mayor instrucción que la aprendida en el trabajo del campo. Porque podríamos comprender que la avaricia se apodere de un espíritu ignorante como el de Kohl. Incluso admitirlo y exonerarle en atención a las numerosas donaciones que con asiduidad ha efectuado a esta congregación, y que con toda seguridad continuará haciendo. Pero ¿cómo aceptar que un hombre instruido, un fraile como Alcuino de York, prevaliéndose de su influencia, de su conocimiento y su cargo, pretenda contrariar lo que las pruebas y la razón avalan como evidente?
A Theresa le extrañó que Lotario atacase más a Alcuino que al propio Kohl, pero se alegró de que, al menos, alguien revelara la identidad del culpable.
– Como oís, venerables hermanos -prosiguió-: Kohl, un asesino, y Alcuino, su protector. Y siendo cierto que Kohl ha comerciado, se ha enriquecido y ha envenenado con la venta de su trigo, no lo es menos que Alcuino ha manipulado, entorpecido y tergiversado cuanto de verdad conocía sobre todas esas muertes para, ahora, no sé si en un desesperado intento por encubrir su propia participación, erigirse en adalid de este criminal confeso.
Alcuino resopló de indignación.
– Muy bien. Si habéis terminado con vuestras barbaridades…
– ¿Barbaridades, decís? Varios miembros de esta congregación han escuchado cómo el acusado confesaba su culpa. -Dos clérigos cercanos lo confirmaron con la cabeza-. ¿También ellos deliran?
– Una confesión arrancada bajo tortura, según me ha parecido escuchar -puntualizó Alcuino.
– ¿Qué habríais sugerido vos? ¿Ofrecerle pastelillos?
Alcuino torció el gesto.
– No sería la primera vez que un inocente confiesa su culpabilidad para evitar los instrumentos del verdugo -refutó.
– ¿Y presumís que sea éste el caso? -Lotario pareció meditar-. Muy bien. Supongamos que alguien resultara convicto de las fechorías más horribles. Supongamos que no las hubiera cometido, pero que para evitar el suplicio, difamándose a sí mismo, admitiera haberlas hecho. Aun si tal confesión se produjera sin prestar juramento, sin duda estaría cometiendo una gran infamia, de modo que siendo pecado mortal el difamar al prójimo, lo sería con más motivo el difamarse a sí mismo. ¿Y acaso de ahí no se infiere que quien renuncia a la virtud para solazarse en el pecado, vivirá siempre en el desliz si de él extrae un beneficio?
Alcuino denegó con la cabeza. En ese instante Carlomagno se levantó, empobreciendo con su estatura a la de los oponentes.
– Estimado Lotario, no cuestiono la culpabilidad del molinero, sin duda una noticia importante que anuncia el final de esas horribles muertes. Pero no olvidéis a quién estáis acusando: las imputaciones que vertéis sobre Alcuino son de tal magnitud, que o bien las demostráis, o deberéis disculparos conforme a lo que su rango y posición merecen.
– Querido primo -reverenció Lotario con exageración-. De todos es sabida vuestra predilección por este britano, a quien habéis nombrado responsable de la educación de vuestros hijos. Pero precisamente por ello os exhorto a que prestéis atención. Que mis pruebas iluminen vuestros ojos que ahora parecen cegados.
Carlomagno tomó asiento y cedió la palabra a Lotario.
– Alcuino de York… Alcuino de York… Hasta hace poco yo mismo me inclinaba cuando escuchaba este nombre, precedido siempre de sapiencia y honorabilidad. Sin embargo, miradle: tras ese rostro circunspecto, impasible, imperturbable, se esconde un espíritu egoísta, un alma corrompida por la vanidad y la envidia. Me pregunto a cuántos más habrá engañado y qué otros crímenes habrá cometido. -Carlomagno tosió impaciente y Lotario asintió-. ¿Queréis pruebas? Yo os las proporcionaré. Tantas que os preguntaréis cómo habéis confiado en este instrumento del diablo. Pero antes permitid que mis hombres escolten a Kohl a un lugar apartado.
Lotario palmeó una vez y de inmediato tres domésticos se personaron para conducir al molinero fuera de la iglesia. Al poco regresaron acompañados por una mujer enlutada, que resultó ser la esposa de Kohl. La mujer se mostró alarmada, pero Lotario la tranquilizó.
– Si colaboráis, nada malo os sucederá. Ahora jurad sobre esta Biblia.
Ella obedeció. Cuando terminó, Lotario le cedió un taburete que la mujer ocupó tras reverenciar brevemente al monarca. Desde su escondrijo, Theresa observó cómo la recién llegada temblaba desconcertada. Recordó haberla visto en el molino el día que acompañó a Alcuino.
– Habéis jurado sobre la Sagrada Biblia, de modo que aguzad vuestra memoria. ¿Reconocéis a este hombre? -le preguntó Lotario señalando a Alcuino.
La mujer elevó la mirada con temor. Luego afirmó con la cabeza.
– ¿Es cierto que estuvo en el molino hará una semana?
– Sí, eminencia, así es. -Y rompió a llorar desconsolada.
– ¿Recordáis el asunto que le llevó allí?
La mujer se enjugó las lágrimas.
– No muy bien. Mi marido me pidió que preparara algo de comer mientras ellos hablaban de negocios.
– ¿Qué clase de negocios?
– No lo recuerdo. De la compra de cereal, supongo. Os lo suplico, santidad. Mi marido es un hombre bueno. Siempre se ha portado bien conmigo, cualquiera puede decíroslo, y nunca me ha pegado. Bastante castigo tenemos con la muerte de nuestra hija. Dejad que nos vayamos.
– Por lo que más quieras, limítate a contestar. Di la verdad, y tal vez el Todopoderoso se apiade de vosotros.
La mujer asintió temblorosa. Tragó saliva y continuó.
– El fraile le solicitó a mi marido una partida de trigo, pero mi marido le respondió que sólo comerciaba con centeno. De eso me enteré porque cuando oí que hablaban de dinero, puse más atención.
– De modo que Alcuino le propuso a Kohl un trato.
– Sí, eminencia. Dijo que necesitaba comprar mucho trigo, que se lo habían encargado en la abadía. Pero os juro, señor, que mi marido nunca habría hecho nada malo.
– Está bien. Ahora retiraos.
La mujer besó el anillo del obispo y se inclinó ante Carlomagno. Luego miró de reojo a Alcuino, antes de seguir a los mismos domésticos que la habían acompañado. Cuando la mujer abandonó la iglesia, Lotario se volvió hacia Carlomagno.
– Ahora resulta que vuestro fraile se dedica a los negocios del trigo. ¿Estabais al tanto de esa actividad?
El rey miró a Alcuino con dureza.
– Majestad -se adelantó éste-, ya sé que lo juzgaréis extraño, pero sólo intentaba descubrir el origen de la enfermedad.
– Y de camino hacer negocio -observó Lotario.
– ¡Por Dios! ¡Claro que no! Necesitaba ganarme la confianza de Kohl para llegar hasta el trigo.
– ¡Oh! ¡Para llegar al trigo! ¿En qué quedamos entonces? ¿Kohl es culpable o inocente? ¿Le perseguís o le defendéis? ¿Le mentisteis a él en el molino, o nos mentís ahora a nosotros? -Se volvió hacia Carlomagno-. ¿Éste es el hombre en quien confiáis? ¿El que hace de la falsedad su modo de vida?
Alcuino apretó los dientes.
– Conscientia mille testes. A los ojos de Dios, mi conciencia vale tanto como mil testimonios. El que no me creáis, sinceramente, no me preocupa.
– Pues debería preocuparos, porque ni vuestra elocuencia ni vuestro desdén os librarán del deshonor al que os ha conducido vuestro comportamiento. Decidme, Alcuino, ¿reconocéis este escrito? -Le mostró una folia entintada, visiblemente arrugada.
– Dejadme ver -lo examinó-. ¡Pero por todos los diablos…! ¿De dónde la habéis sacado?
– De vuestra celda, naturalmente -dijo volviendo a arrebatársela-. ¿Lo habéis escrito vos?
– ¿Quién os ha dado permiso?
– En mi congregación no lo necesito. ¡Contestad! ¿Sois vos el autor de esta carta?
Alcuino asintió de mala gana.
– ¿Y recordáis su contenido? -insistió Lotario.
– No. No muy bien -se corrigió.
– Entonces prestad atención. -Se la solicitó también a Carlomagno-. «Con la ayuda de Dios. Tercer día de las calendas de enero, y decimocuarto desde nuestra llegada a la abadía -leyó-. Todos los indicios apuntan hacia el molino. Anoche Theresa descubrió varias cápsulas entre el cereal que Kohl custodia en sus almacenes. Sin duda el molinero es el culpable. Temo que la pestilencia se extienda por Fulda y, sin embargo, aún no ha llegado la hora de evitarlo.» -Lotario guardó el pergamino entre sus ropajes con una mueca de satisfacción-. Bien. Desde luego no parecen éstas las oraciones de un benedictino. ¿Qué opina su majestad? -preguntó al rey-. ¿Acaso no revelan un nítido afán de encubrimiento?
– Eso parece -se lamentó Carlomagno-. ¿Tenéis algo que alegar, Alcuino?
El fraile dudó antes de responder. Adujo que solía transcribir sus pensamientos para luego reflexionar sobre ellos, añadió que nadie tenía el derecho a hurgar entre sus pertenencias, y que jamás habría hecho algo que pudiera perjudicar a un cristiano. Sin embargo, no aclaró nada respecto al significado del texto.
– Y si recelabais de Kohl, ¿qué os mueve ahora a defenderlo? -le preguntó Carlomagno.
– Es algo que determiné con posterioridad. En realidad sospecho que fue su ayudante pelirrojo quien…
– ¿Os referís a Rothaart, el difunto? -intervino Lotario-. ¡Qué casualidad! ¿Y no os parece extraño que el responsable de envenenar a todo el pueblo muriera a su vez envenenado?
– Quizá no fuera tan casual. -Miró a Lotario desafiante.
Mientras tanto, agazapada tras el coro, Theresa se debatía entre confiar en Alcuino o creer a Lotario. Recordó que Hóos le había prevenido contra el fraile, y ahora Lotario le acusaba con absoluto convencimiento, e incluso el propio rey comenzaba a dudar de su ministro. Ella deseaba su inocencia, pero entonces, ¿por qué la había encerrado en aquella sala?
– ¿Conocéis a una tal Theresa? -escuchó de nuevo a Lotario.
– ¿A qué viene esa pregunta? -respondió Alcuino-.Vos la conocéis tan bien como yo.
– Ya. ¿Y no es cierto que habéis compartido con ella muchas horas de trabajo?
– Sigo sin entender.
– Si vos no lo comprendéis, imaginad, pues, nosotros. Porque admitiréis nuestra extrañeza ante el hecho de que una chica joven y atractiva, según creo recordar, ayude a un fraile por las noches en asuntos para los que por su femenina naturaleza no está capacitada. Por favor, Alcuino, sinceraos. ¿Además de los negocios, perseguís también a las hijas de Eva?
– Contened vuestra lengua. No os permito…
– Y ahora me ordenáis callar -rio artificiosamente-. Confesad, por el amor de Dios. ¿No es cierto que la obligasteis a jurar? ¿No la conminasteis a que callase cuanto le contabais? ¿Acaso de esa forma, prevaliéndoos de vuestra posición, abusando de vuestro conocimiento, aprovechándoos de las carencias propias del intelecto femenino, pretendisteis mantener ocultos vuestros abominables planes?
Alcuino apretó los dientes y se encaró a Lotario.
– Pero ¿de qué planes habláis? Dios sabe que es cierto cuanto digo.
– Indudablemente. Y supongo que Dios también estará al tanto de vuestro intento de envenenamiento, ¿verdad? -insinuó Lotario.
– Por todos los santos, no seáis ridículo.
– ¡Ja! ¡Y además soy yo el grotesco! Muy bien. Veamos qué opina de esto nuestro rey Carlomagno. ¡Ludovico! Adelantaos.
El coadjutor obedeció cansinamente mientras desdeñaba a Alcuino con la mirada.
– Querido Ludovico, ¿tendríais la amabilidad de relatarnos lo que observasteis la semana pasada, durante la ceremonia del ajusticiamiento del Marrano? -le solicitó Lotario.
El coadjutor se inclinó al pasar ante Carlomagno. Luego se estiró como si se hubiera tragado un palo y habló orgulloso, como si de su testimonio dependiese la resolución del enigma.
– Vivimos aquel día con gran expectación -comenzó-. Con todos los frailes pendientes del cadalso. Por desgracia, yo no veo bien de lejos, así que me entretuve con las viandas y observando a los invitados. Entonces lo sorprendí -dijo señalando a Alcuino-. Me extrañó que izara una copa, porque este britano rehúsa la bebida, pero mayor fue mi sorpresa cuando comprobé que, en lugar de la suya, sostenía la de Lotario. En ese instante advertí cómo manipulaba su anillo y vaciaba una ponzoña en la copa. Luego Lotario bebió de ella, y al momento cayó fulminado. Afortunadamente pudimos atenderle antes de que el veneno surtiera su mortal efecto.
– ¿Es verdad eso? -preguntó Carlomagno a Alcuino.
– Por supuesto que no -contestó tajante.
En ese instante Lotario agarró la mano de Alcuino y tiró del anillo que lucía en su extremidad derecha. Alcuino se resistió, pero en el forcejeo la tapa se abrió y una nube de polvo blanco se esparció sobre la capa de Carlomagno.
– ¿Y esto? -El soberano se levantó.
Alcuino tartamudeó y retrocedió. No había previsto aquella situación, pero Lotario respondió por él.
– Esto es lo que esconde el alma de un hombre oscuro. Un hombre que enarbola la palabra de Dios mientras su lengua escupe el veneno del maligno. Abbadón, Asmodeo, Belial o Leviatán. Cualquiera de ellos se enorgullecería de tenerlo como amigo. Alcuino de York… un hombre capaz de mentir para lucrarse; capaz de callar; de dejar morir para protegerse; capaz de matar -sacudió el polvo que cubría la capa de Carlomagno- para impedir que lo desenmascaren. Pero yo os revelaré su semblante, el verdadero rostro de la bestia. Porque él fue el primero en descubrir a Kohl, pero en lugar de detenerlo, lo chantajeó para usurparle sus beneficios. Le mintió para ganarse su confianza, y miente ahora, defendiéndolo para defenderse a sí mismo. Fue Theresa, su propia ayudante, quien avergonzada por la carga del pecado, y negándose a participar en el intento de asesinato que Alcuino ansiaba repetir, acudió en confesión a mí. -Se dirigió a Alcuino desafiante-. Y ahora ya podéis escudaros en cuantas mendacidades se os ocurran, porque ningún nacido bajo el manto de Dios se atreverá a atender el fragor de vuestros ladridos.
Alcuino permaneció en silencio mientras escrutaba los rostros que ya le condenaban. Finalmente tomó la Biblia y depositó sobre ella su mano derecha.
– Juro ante Dios Todopoderoso por la salvación de mi alma, que soy inocente de cuanto se me acusa. Si me otorgáis tiempo…
– ¿Tiempo para continuar matando? -terció Lotario.
– He jurado sobre la Biblia. Jurad también vos -le desafió.
– Vuestro juramento vale tanto como el de la mujer que os ha ayudado. Ni siquiera eso. Cátulo afirmaba que los juramentos de las mujeres quedaban grabados en el aliento del aire y en la superficie de las ondas, pero los vuestros se evaporan incluso en vuestro pensamiento.
– ¡Dejaos de patrañas y jurad! -exigió Alcuino-. ¿O acaso teméis que Carlomagno os despoje de vuestro cargo?
– ¡Qué pronto olvidáis nuestras leyes! -sonrió paternalmente-. Nosotros, los obispos, no somos de esa categoría de gente que como vulgares súbditos deban encomendarse a vasallaje; ni de esa clase de gente que deba prestar de cualquier manera un juramento. Sabed que la autoridad evangélica y canónica nos lo veda. Sabed que las iglesias que se nos han confiado por Dios no son como los beneficios y la propiedad del rey, cuya naturaleza hace que éste pueda darlas o quitarlas de acuerdo a su voluntad inconsulta. Todo lo que se vincula a la Iglesia está consagrado a Dios. Pero incluso aunque pudiera jurar… ¿cómo os atrevéis a exigirme juramento? Porque si supieseis que juro con verdad, de nada os serviría que lo hiciera, y si por el contrario creyeseis que juro en falso, entonces exigiéndome juramento me estaríais induciendo a pecar, y con ello alentando la comisión del pecado.
Alcuino intentó replicar, pero para su desdicha, el enviado papal coincidió con la argumentación de Lotario.
– Bien. Parece obvio que el molinero es culpable -concluyó el monarca-. Le ha sido encontrada una partida de cereal con la simiente que al parecer produce el veneno, y eso es algo irrefutable, de modo que no veo razón para que vos, Alcuino, le sigáis protegiendo. A menos, claro está, que como insinúa Lotario, también estéis involucrado.
Alcuino lo miró con severidad.
– ¿Desde cuándo el peso de la defensa recae sobre el inocente? ¿Dónde se encuentran los doce hombres necesarios para que su acusación se valide? Lo que ha dicho Lotario no son más que simplezas, sandeces y majaderías. Si me otorgáis unas horas os demostraré…
En ese instante, el impacto de un candelabro provocó que los presentes se giraran sorprendidos.
Theresa se agazapó tras la balaustrada. En su afán por enterarse de lo que ocurría, se había apoyado en una lámpara que había cedido desplomándose contra el suelo. Uno de los clérigos advirtió su escondrijo y, a su voz, dos auxiliares corrieron hacia el coro. Cuando comprobaron que se trataba de una mujer, la condujeron a empellones ante Lotario, quien la obligó a arrodillarse para pedir perdón por su conducta.
– Pero si es la cazadora de osos -se extrañó el monarca-. ¿Se puede saber qué hacías ahí arriba escondida?
Theresa besó el anillo real antes de implorar misericordia. Tartamudeando, explicó que buscaba a una amiga desaparecida; que pensaba que había muerto, pero que en realidad estaba viva; que no había escuchado de lo que discutían, y que lo único que pretendía era saber por qué Helga la Negra huía de ella.
Cuando la joven terminó de parlotear, Carlomagno la miró de arriba abajo. Por un momento pensó que había perdido el juicio, aunque por lo atropellado de su explicación, se dijo que tal vez no fuese una embustera.
– ¿Y pensabas encontrar a tu amiga en el coro, ahí arriba?
Theresa se sonrojó.
– Es la ayudante de Alcuino, mi señor -intervino Lotario-. Quizá deseéis interrogarla.
– Mejor no. Ahora prefiero hacer una pausa. Tal vez orando encuentre una respuesta.
– Pero, majestad, no podéis… Este fraile precisa de un castigo inmediato -insistió.
– Después de rezar -zanjó el monarca-. Mientras tanto, que permanezca custodiado en su celda. -Hizo un gesto para que escoltaran a Alcuino, y se retiró por un lateral dejando a Lotario con la palabra en la boca. Al punto, el obispo olvidó a Theresa, y se dirigió hacia el centinela que debía conducir a Alcuino a su celda y asegurarse de que no saliera de ella.
– Si quiere evacuar, que lo haga por la ventana -le espetó.
Alcuino emprendió la marcha flanqueado por dos guardias, y Theresa siguiéndole a pocos pasos. Durante el trayecto la joven trató de disculparse, pero a cada intento el fraile respondió apresurando la marcha.
– No pretendía inculparos -alcanzó a decir.
– Pues según Lotario, parece que sí. -Alcuino caminaba sin devolverle la mirada.
Llegaron a la celda, con Theresa culpándose por su conducta y a la vez preguntándose el porqué de sus remordimientos, si al fin y al cabo el fraile la había utilizado para sus propósitos. Recordó que la había encerrado en una sala, y que de haber sido por él, aún no se sabría que el trigo era el causante de todos los fallecimientos. Además estaba aquella folia en la que de su puño y letra acusaba a Kohl, cosa que él nunca le había argumentado. Mientras luchaba por aclarar sus ideas, Alcuino entró en su celda. Antes de que el guarda lo encerrara, le dijo a Theresa en griego:
– Vuelve al scriptorium y revisa los polípticos.
Le tendió las manos, que la muchacha acogió entre las suyas, pero no supo qué decir. Cuando Alcuino las retiró, el guardián cerró la puerta y miró a Theresa con arrogancia. Entonces ella se dio la vuelta y corrió hacia las cocinas, apretando contra su pecho la llave que Alcuino acababa de pasarle sin que el guardia lo advirtiera.
Cuando llegó a los fogones, Theresa encontró a Favila peleando con un pollo.
– ¿Tú también te has enterado? La verdad, no sé a qué esperan para ajusticiar a ese asesino -le dijo a Theresa sin dejar de arrancar plumas.
Ésta afirmó contemporizando, pero le molestó que Favila diera por sentado que el Marrano había matado a la hija del molinero.
– ¿Has visto a Helga? -le preguntó con desgana. La mujer negó con la cabeza mientras despedazaba el ave-. Lo suponía -suspiró. Cogió un mendrugo y se despidió de la cocinera.
Hubo de esperar a que la congregación se reuniera en el refectorio para acceder al scriptorium sin que la vieran. Aunque había entrado en aquella sala docenas de veces, el miedo le atenazó la garganta. Introdujo la llave en la cerradura y la giró hasta que el cerrojo saltó de su alojamiento. Luego entró rápidamente y cerró a continuación. Le reconfortó el calor de la chimenea que aún ardía, alegrándose de que el obispo hubiese instalado aquel artefacto en una sala tan fría.
Sobre la mesa encontró desplegados varios documentos en los que parecían haber trabajado recientemente. Pasó un dedo por la tinta y comprobó que seguía húmeda. Unos diez minutos, calculó. Echó una ojeada pero no encontró nada importante, sólo varias epistolae firmadas por Lotario en las que exhortaba a otros obispos a seguir los preceptos de la regla de san Benito.
Dejó los documentos y se dirigió a las estanterías, donde localizó el políptico que tantas veces había repasado. Sin embargo comprobó que se hallaba encadenado a la repisa, de modo que lo extrajo como pudo y abrió las guardas para examinar su contenido. Apenas si podía pasar las hojas por la cercanía de los volúmenes contiguos, pero aun así localizó las reseñas de las transacciones de trigo satisfechas tres años atrás con el vecino poblado de Magdeburg.
Allí seguía el texto. Las mismas letras, las frases de siempre… Las leyó una y otra vez sin hallar nada nuevo, tan sólo los párrafos que alguien había suplantado para hacerlos pasar por los verdaderos. Ni siquiera podía examinar el texto oculto que había descubierto tras frotar el anverso con ceniza.
Mientras miraba repetidamente las páginas, se preguntó qué hacía en el scriptorium intentando ayudar a Alcuino. Ni siquiera sabía si el fraile era culpable o inocente. Si la descubrían, pensarían que estaba de acuerdo con él, que era cómplice de asesinato, y probablemente también acabaría en la hoguera. Decidió marcharse y olvidar cuanto antes el asunto.
Se disponía a cerrar el libro cuando inesperadamente lo vio como un fogonazo: «ira nomine Pater.» Repasó las letras con la mayor atención. Las leyó despacio, una y otra vez.
«In nomine Pater.» ¿Por qué le llamaban la atención? No era más que la fórmula vulgar del encabezamiento de una carta.
De repente lo comprendió. ¡Dios santo! ¡Era eso! Dio un grito de alegría y corrió hacia los documentos extendidos sobre la mesa. A toda prisa buscó las epístolas firmadas por Lotario, las desplegó temblando y entonces lo comprobó.
«In nomine Pater.»
La misma inclinación… el mismo trazo… ¡la misma letra!
Las enmiendas trazadas sobre el políptico en que se reflejaban las ventas de trigo habían partido de la mano de Lotario. Se santiguó al averiguarlo, al tiempo que un escalofrío la hacía retroceder.
Y si Lotario era el autor de las correcciones… tal vez fuera también el autor de los asesinatos.
Se dijo entonces que debía llevar ante el rey la prueba que lo demostraba.
Ordenó rápidamente los documentos de la mesa y regresó al políptico de la estantería, pero por más empeño que puso, no logró liberarlo.
Estudiaba cómo soltarlo cuando oyó el chirrido de la puerta. Aterrada, se agachó entre los libros con el tiempo justo para divisar la gruesa figura de Lotario entrando en el scriptorium. Theresa dejó el políptico y gateó hasta el fondo de la biblioteca. Allí se ocultó tras un sillón. Lotario pasó frente a la mesa y miró los documentos. Luego se dirigió hacia el políptico y lo liberó de la cadena. Después se acercó a la chimenea, donde vaciló un instante. Miró a ambos lados como si temiera que le vieran, hojeó el códice y finalmente lo arrojó al fuego. Ardió en un suspiro como una bala de paja.
Theresa salió de la estancia momentos después de que Lotario la abandonara. Necesitaba ver a Alcuino para contarle lo sucedido, pero cuando llegó a su celda averiguó que ya lo habían conducido a la iglesia. De camino al templo pasó por las cocinas, donde para su sorpresa se encontró con Helga la Negra.
Cuando salió de su estupor, Helga le solicitó silencio y la condujo a un almacén donde hablar con garantías.
– Pensé que habías muerto -le recriminó Theresa. Luego la abrazó con fuerza.
– De verdad lo siento. No deseaba preocuparte, pero Alcuino me obligó.
– ¿Te obligó? ¿A qué? ¿Y tus piernas? ¿Cómo están? -Recordó haberlas visto amoratadas por la enfermedad.
– Era mentira -se avergonzó Helga-. Alcuino me obligó a untármelas con una tintura para que pareciesen enfermas. Me dijo que si no lo hacía, me arrebataría al niño en cuanto naciera.
– Pero ¿por qué?
– No lo sé. Él quería que me vieras así y después que desapareciera. Ese hombre es el diablo. Te lo avisé.
Theresa se dejó caer abatida. ¿Por qué Alcuino habría exigido algo tan anómalo a Helga? Sin duda pretendía que ella la creyera enferma, pero ¿para qué? Alcuino no era la clase de persona que hiciera las cosas al azar, de modo que trató de imaginar una razón más o menos sensata. Recordó que, tras pensar que Helga había enfermado, su indignación la llevó a confesarse ante Lotario. ¿Habría sido ésa la intención de Alcuino? Y de ser así, ¿por qué habría querido el fraile que Lotario conociese sus planes?
Se levantó aún confundida, pero decidida a averiguar la verdad. Besó a Helga, y le pidió que se cuidara. Luego salió en dirección hacia la iglesia, donde suponía habrían conducido a Alcuino. A la entrada, un centinela le confirmó que se hallaban reunidos pero que no podía acceder a la iglesia. Theresa intentó convencerle, pero el guardia se mostró inflexible. En ese instante sintió una mano en su hombro. Al girarse se dio de bruces con Lotario, quien al parecer llegaba al cónclave en ese momento. Le atemorizó pensar que la hubiera descubierto, pero, por fortuna, el obispo esbozó una amable sonrisa.
– Tal vez desees acompañarnos -le sugirió.
Theresa intuyó cierta oscuridad en sus palabras, pero consideró que le brindaba una oportunidad para informar a Alcuino de la implicación de Lotario en la falsificación del políptico. Tras aceptar, el obispo le indicó que se acomodara. Los congregados ocupaban los mismos asientos que antes del receso, como en una pintura ya vista. Cuchicheaban sobre la responsabilidad de Alcuino, mientras éste, apartado, caminaba de un lado a otro como un animal acosado. Cuando el fraile la vio, pareció incomodarse. La saludó levemente y continuó paseándose mientras revisaba su tablilla de cera. Instantes después apareció Carlomagno, ataviado con la imponente coraza que solía lucir en las celebraciones de juicios sumarísimos. Todos se levantaron hasta que el monarca ocupó su asiento. Luego de autorizar a los demás a que hicieran lo propio, Carlomagno indicó a Alcuino que reanudara su testimonio. Sin embargo, éste continuó revisando su tablilla hasta que los carraspeos del monarca le señalaron su demora.
– Disculpad, alteza. Releía mis notas.
Carlomagno concedió con un gesto mientras el silencio se apoderaba de la iglesia. Luego Alcuino comenzó.
– Bien, ha llegado el momento de revelar la verdad. Una verdad difícil, incestuosa y malvada. Una verdad que en ocasiones me ha conducido por el sendero de la mentira, por los desfiladeros del pecado, de los que he debido apartarme para alcanzar la cumbre del discernimiento. -Hizo una pausa para escrutar los ojos de los congregados-. Como todos sabéis, extraños acontecimientos han golpeado la ciudad de Fulda. Cualquiera de los aquí presentes ha perdido un hermano, un padre o un amigo. Mi propio ayudante, Romualdo, un muchacho sano y fuerte, falleció sin que pudiera hacer nada por evitarlo, y tal vez por esa egoísta razón me juré averiguar qué estaba pasando. Analicé cada óbito; pregunté a cada enfermo; indagué sus hábitos, sus conductas y comportamientos. Todo en vano. Nada que relacionara unas muertes tan injustas como repentinas. Entonces recordé una antigua epidemia que asoló York en mis años de docencia. En aquella ocasión la causa fue el centeno, aunque aquí, en Fulda, los muertos no consumían ese cereal. En cualquier caso encaminé mis pesquisas hacia el trigo, imaginando que si los síntomas eran parecidos, tal vez las causas estuviesen vinculadas. -Hizo una pausa que aprovechó para releer sus anotaciones-. De todos es conocido que en Fulda existen tres molinos: el de la abadía, el del obispado y el que pertenece a Kohl. Revisé sin éxito los dos primeros, de modo que acudí a este último con la intención de proveerme de una muestra del trigo. Cierto es que propuse un trato a Kohl, pero sólo para averiguar si disponía del cereal contaminado.
– Todo eso está muy bien -comentó el monarca-, pero en nada altera la versión de Lotario.
– Si me permitís continuar…
– Adelante.
– Para mi sorpresa, en una muestra que me proporcionó mi ayudante, Theresa, descubrí los corpúsculos causantes de la enfermedad. He de admitir que culpé a Kohl de inmediato; sin embargo, aunque el trigo encontrado en su molino le señalaba como implicado, en realidad tales corpúsculos no identificaban al culpable.
– Perdonadme -intervino Lotario-, pero ¿qué tiene que ver todo esto con vuestras mentiras? ¿Con vuestro intento de envenenarme? ¿Con vuestra confesión escrita en la que reconocíais la culpabilidad de Kohl, y vuestra negativa a detener los envenenamientos?
– ¡Por el amor de Dios… permitidme avanzar! -Alcuino buscó la aprobación de Carlomagno, que concedió con gesto impaciente-. Sabíamos que el trigo emponzoñado había transitado por el molino de Kohl…
– ¡Estaba en el molino de Kohl! -precisó hábilmente Lotario-. ¿Acaso pretendéis obviar que un ministerial encontró todas las partidas escondidas en sus dominios?
– ¡Oh, sí! ¡El ministerial! Lo había olvidado… Es este hombre que tenemos aquí enfrente, ¿verdad? -dijo Alcuino señalando a un hombrecillo apocado-. ¿Vuestro nombre, por favor?
– Ma… Maar… tín -tartamudeó.
– Martín. Insigne nombre… ¿Os importa acercaros? -El hombrecillo apenas dio un paso al frente-. Decidme, Martín, ¿lleváis mucho tiempo de ministerial?
– No mu… mucho, señor.
– ¿Cuánto tiempo? ¿Un año? ¿Dos? ¿Tres, tal vez?
– No taaanto, se… señor.
– ¿Menos? ¿Entonces cuánto?
– Doo… os… meses, se… se… ñor.
– Ya. No mucho, por cierto…
– Su hermano murió por la enfermedad, y él ocupó el cargo -aclaró Lotario.
– ¡Ah! Obviamente, ése es un buen motivo. Y claro está, le nombrasteis vos…
– Siempre los he nombrado yo.
– Bien, bien. Permitidme proseguir. Martín, decidme… -Se metió la mano en un bolsillo de la sotana y sacó un puñado de granos de trigo que repartió entre cada mano, cerró los puños y se los mostró a Martín-. ¿En qué mano está el trigo?
El ministerial sonrió, dejando a la vista un rosario de dientes desportillados.
– En és… ta. -Señaló.
Alcuino abrió la mano, mostrándola vacía.
– En és… és… ta. -Señaló la otra.
La enseñó también, mostrándola igualmente desnuda. Martín abrió la boca casi tanto como los ojos. Su cara era la de un niño al que le hubieran robado una manzana.
– So… sois… un… diablo.
Alcuino bajó los brazos y de sus mangas cayeron los puñados de trigo escondidos. Martín se sonrió.
– ¿Se puede saber a qué esta bufonada? -intervino Lotario indignado.
– Perdonad -se disculpó Alcuino-. Perdonad, majestad… Era tan sólo una broma. Permitidme continuar.
Carlomagno asintió de mala gana. Alcuino le reverenció y se dirigió de nuevo al hombrecillo.
– Martín, decidme… ¿es cierto que vos encontrasteis ese trigo?
– A… Así es… señor.
– ¡Ya! Pero según creo recordar, Lotario anunció que estaba muy, muy escondido… Tan bien escondido que, en sus palabras, jamás nadie lo habría encontrado.
– Así es… se… ñor. Mu… muy escooon… dido. Estu… tuve to… da la maña… na buuus… cando.
– Pero al final lo descubristeis.
– Sí… señor. -Sonrió como un muchacho que hubiera capturado un gato escurridizo.
– Y decidme, Martín, si tan escondido estaba el trigo, ¿cómo es posible que lo encontrarais, si ni siquiera sois capaz de encontrar un puñado entre mis manos?
Menos Lotario, todos, incluido el propio Martín, se carcajearon. Sin embargo, al hombrecillo se le heló la sonrisa cuando advirtió el gesto frío de Lotario.
– Él. Él me a… a… ayudó -dijo señalando al obispo.
– ¡Vaya por Dios! Esta parte de la historia no la había escuchado. -Se volvió hacia Lotario. ¿De modo que el obispo os indicó dónde buscar el trigo?
– ¿Y qué pretendíais? -replicó el obispo-. ¿No habéis visto que es medio lerdo? Lo trascendente no es si le ayudé o no, sino el hecho de que fue encontrado.
– Ya veo, ya… -Se paseó de un lado a otro-. Y decidme, mi buen Lotario, ¿cómo sabíais que el trigo estaba contaminado?
El obispo dudó un instante, pero enseguida contestó:
– Por las semillas de que me habló Theresa.
– ¿Por estas semillas? -Alcuino hundió la mano en el bolsillo y le mostró otro puñado de trigo en el que se apreciaban diminutas bolitas oscuras. Lotario lo miró con desgana. Luego sus ojos vidriosos se alzaron hacia Alcuino.
– Como esas mismas -afirmó.
Alcuino enarcó las cejas.
– Qué extraño, porque es pimienta. -Cerró el puño y guardó el cereal limpio, al que había añadido ralladuras de pimienta.
– No tan rápido -le espetó el obispo-. Aún falta que expliquéis por qué intentasteis envenenarme y por qué, aun sabiendo cuanto sabíais, decidisteis guardar silencio.
– ¿De verdad queréis saberlo? -sonrió con ironía-. En primer lugar, y como cualquiera de los presentes sabrá comprender, nunca estuvo en mi intención envenenaros. Cierto es que añadí este polvo a vuestra bebida -abrió su anillo y aglutinó los restos que aún quedaban en el pequeño recipiente interior-, pero no es ningún veneno. Tan sólo un purgante inofensivo. -Vertió el contenido sobre su mano. Luego, en presencia del rey, se lo echó a la boca y tragó con un gesto de asco-. Lactuca virosa: desagradable, pero poco más. Si hubiera deseado envenenaros, tened por seguro que lo habría conseguido. No, querido Lotario, no. Si os narcoticé fue para evitar otro terrible asesinato. El de un pobre desgraciado cuyo único crimen consistió en nacer retrasado.
– ¿Os referís al Marrano? ¿Al degenerado que degolló a la hija del molinero?
– Me refiero al Marrano. El hombre a quien tratasteis de ajusticiar a sabiendas de su inocencia. El disminuido a quien elegisteis para que cargara con la culpa de un asesinato cometido por otra persona: por Rothaart, el pelirrojo, ayudante de Kohl pero cómplice vuestro.
– ¡Por Dios! Habéis perdido el juicio -bramó Lotario.
– Precisamente él me ha conducido hasta vos -dijo alzando aún más la voz. Respiró hondo para tranquilizarse-. La joven murió acuchillada. Y he de reconocer que en un primer momento yo también culpé al idiota: su cara grotesca, su frente huidiza, sus ojillos de cochino… Pero luego me fijé en sus manos contrahechas, informes de nacimiento, y enseguida comprendí que no habría podido ni empuñar una cuchara.
– ¡Qué sabréis vos!
– Sé que la hija de Kohl murió de una cuchillada en el cuello. Concretamente, en su lado izquierdo y lanzado de abajo arriba. Un tajo obra de un zurdo, sin género de duda. La criada que encontró el cadáver lo describió con minuciosidad, y a la joven le faltaba un pequeño trozo de la oreja.
– Pero de ahí a acusar a Rothaart… -se interesó Carlomagno.
– Rothaart era de sangre ligera; zurdo y hábil con el cuchillo que cada noche esgrimía en la taberna. Manejaba dinero. Mucho. El día que le conocí fanfarroneaba como un matón delante de un amigo, quien días después de su muerte no tuvo reparos en reconocer que al día siguiente del asesinato, Rothaart mostraba arañazos en la cara.
– Lo cual no establece que fuera él quien la matara -señaló el monarca.
– Os lo repito: zurdo y hábil con el cuchillo. Conocía bien a la víctima. De hecho, la noche que apareció muerta, el pelirrojo pernoctó en el molino. Según comentó la mujer de Kohl, esa misma noche su hija se despertó con molestias, abandonó la vivienda para evacuar el vientre y ya nunca regresó. Sabemos que no fue el Marrano porque era incapaz de empuñar ningún utensilio, y sabemos que Rothaart, el zurdo, estaba allí con su cuchillo…
– Pero ¿qué razón podría haber conducido al pelirrojo a matarla?
– Obviamente, el miedo a Lotario -afirmó sin pestañear.
– Explicaos -ordenó Carlomagno.
– Rothaart bebía a menudo. Se agarraba a la barrica como un recién nacido a una teta. Aquella noche, pese a que debía trasladar el trigo contaminado desde el granero al molino, subió al molino borracho. Pero en medio de la faena, se topó de bruces con la hija de Kohl, quien probablemente se extrañó de encontrarle trabajando a aquellas horas. Rothaart podría haberle dado mil razones, pero el aqua ardens le enturbió el sentido y reaccionó como solía hacer en las tabernas: sacó su cuchillo y la mató de un tajo.
– Desconocía que poseyeseis el don de la fabulación -apuntó el obispo con sarcasmo-. ¿O es que acaso estabais allí presente?
Alcuino declinó responder, pero formuló otra pregunta:
– Decidme, Lotario, ¿es cierto que Rothaart acudía a vuestros aposentos con frecuencia? Para tratar asuntos del molino, supongo…
– Veo a tanta gente que si tuviera que recordarla, no tendría otra cosa en la cabeza. -Carraspeó.
– Pero vuestro acólito sí que lo recuerda. De hecho, me contó que pasabais largos ratos hablando de dinero.
Lotario miró a su acólito con severidad. Luego se volvió hacia Alcuino.
– ¿Y qué si hablaba con él? El obispado posee un molino, y Rothaart trabajaba en otro. A veces nos molía grano, y en otras ocasiones, nosotros a ellos.
– Pero lo sensato hubiera sido tratar esos negocios con el dueño del molino, no con su subalterno.
– ¿Y de ahí inferís lo del asesinato…? Mirad, Alcuino, dejaos de necedades y aceptad lo evidente: hiciera lo que hiciera Rothaart, Kohl era quien vendía el trigo.
– Si no os importa, continuaré con mis necedades… -Echó un nuevo vistazo a sus notas-. Como he señalado antes, Rothaart el pelirrojo manejaba mucho dinero: vestía jubones lujosos, calzaba botines de cuero fino, y adornaba sus brazos con oro suficiente como para comprar un alodio con sus correspondientes labriegos. Algo inexplicable para un ayudante de molinero. Parece obvio pensar que disponía de otros recursos, cosa que concuerda con la actividad que, junto con su colega Gus, desempeñaba los domingos.
– ¿A qué actividad os referís? -preguntó el monarca.
– Hablé con Gus tras la muerte de Rothaart. Un par de jarras de cerveza, y enseguida se avino a contarme lo mucho que iba a lamentar su pérdida. Por lo visto, Rothaart conseguía trigo de no sabía dónde, el cual molía los domingos en el molino de Kohl cuando éste se ausentaba para asistir a la misa mayor. Una vez molido, trasladaban el cereal a un almacén clandestino donde aguardaba el momento para ser vendido, mezclado con el centeno.
– ¿Y os contó todo esto, sin más? -se interesó Carlomagno.
– Bueno. No fue problema convencerle de que ya sabía de sus confabulaciones. Si a ello añadimos la inesperada muerte de Rothaart, que obviamente atribuí a un castigo divino, y la cantidad de cerveza que le di a ingerir, no es de extrañar que confesara lo que en cualquier caso tampoco consideraba un pecado. Pensad que a Gus le tenían engañado, haciéndole trabajar por poco más que algo de vino y cuatro cuartos mal contados.
– Gus, un borracho, y Rothaart, un asesino. Pues bien, ¡tal vez lo fueran! Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo? -preguntó Lotario indignado.
– Ya termino. Paciencia… ya termino. Como he explicado antes, deduje que el mal procedía del grano por la semejanza entre los síntomas de los enfermos y los presentados durante la hambruna en mi natal York. Por eso solicité a Lotario los polípticos del obispado: para buscar algún dato referente a centeno contaminado. Sorprendentemente, ni Theresa ni yo encontramos nada que hiciese referencia al centeno, pero sí una hoja raspada y rectificada en cuyo interior residía el secreto de este asunto. En ella, como por ensalmo, se revelaba que un cargamento de trigo viajó desde Magdeburg hasta Fulda. Un cargamento mortal, con un trigo comprado a bajo precio por el antiguo abad.
– ¿Entonces de qué habláis? Id al cementerio y acusad al abad difunto.
– Eso habría hecho, de no ser porque siempre sospeché de los vivos. Sobre todo desde que descubrí que vos estabais roturando un terreno inculto, preparándolo para la siembra en pleno mes de enero. Decidme, Lotario, ¿desde cuándo se siembra trigo en invierno?
– ¡Pero qué estupidez! Ese terreno me pertenece, y puedo hacer con él lo que me venga en gana. Y os digo más. Estoy harto de vuestras acusaciones infundadas y vuestro afán de sabiduría. No habláis más que de necedades sin aportar prueba alguna: invocáis a Rothaart, pero éste ha muerto; habláis del Marrano, pero a su demencia se une su mudez; os referís al antiguo abad de Fulda, pero su cuerpo hace años que descansa en el camposanto; y por último, denunciáis un políptico que revela secretos desconocidos mediante no sé qué arte de brujería, en una hoja que nadie ha visto, y mucho menos comprobado. Muy bien. ¿Tenéis ese políptico? Pues mostradlo de una vez, o tragaos vuestras palabras.
Alcuino apretó los dientes. Había supuesto que Lotario se derrumbaría con el peso de sus argumentos, pero había ocurrido lo contrario. Ahora, sin verdaderas pruebas, difícilmente conseguiría que Carlomagno le respaldara. Miró al monarca y éste denegó con la cabeza.
Se disponía a replicar cuando Theresa se levantó y avanzó hasta Carlomagno.
– Yo poseo esas pruebas -anunció con voz firme.
Todos callaron.
De su bolsa sacó una hoja arrugada que desplegó frente al rey. Alcuino la miró asombrado. Era la hoja del políptico. El pliego que Theresa había logrado arrancar justo antes de que Lotario arrojara el volumen a la hoguera. El rey tomó la hoja y la miró con atención. Luego se la mostró a Lotario, quien no daba crédito a sus ojos.
– ¡Maldita diabla! ¿De dónde la has sacado?
El rey apartó el pliego de Lotario antes de que éste se lo arrebatara. Luego se lo dio a Alcuino, quien ante todos los presentes repitió el proceso de frotamiento del anverso. Cuando el texto oculto tomó forma, el propio rey lo leyó en voz alta.
Lotario se rebeló.
– ¿Y quién dice que yo he intervenido en eso? Ese texto fue escrito hace dos años por el antiguo abad, quien entonces manejaba todos los polípticos. Preguntad a cualquiera.
Varios frailes confirmaron la versión de Lotario.
– Así es. El texto original, el texto que la ceniza revela, fue escrito por el abad, pero el raspado posterior y el nuevo texto que lo encubre fue escrito por vos, de vuestro puño y letra, pensando que de tal forma ocultabais la única prueba que relacionaba el trigo con la enfermedad -aseguró Theresa.
– ¡Yo jamás escribí ese texto! -gritó furibundo.
– Sí que lo hicisteis -insistió la muchacha-. Yo misma lo comprobé comparándolo con vuestras cartas. «In nomine Pater.»
– ¡Ja! ¿Qué cartas, maldita embustera? -Y le soltó un guantazo que resonó en toda la iglesia-. No hay cartas. No hay documentos.
Theresa miró impotente a Alcuino, comprendiendo que Lotario tendría tiempo de destruir cualquier documento que pudiera imputarle. Sin embargo, Carlomagno se levantó.
– Comprobémoslo -dijo. De su pecho sacó un rollo lacrado que abrió y extendió con cuidado-. ¿Recordáis esta epístola, Lotario? Es la misiva que me hicisteis llegar ayer, copia de las que teníais previsto enviar al resto de los obispos. Me la entregasteis para que admirara vuestro recto proceder cristiano, y supongo que también como paso previo a una demanda de mejor posición.
Carlomagno se fijó en la frase que acababa de pronunciar Theresa: «In nomine Pater.» En ambos escritos, los trazos coincidían hasta en el más mínimo detalle.
– ¿Tenéis algo que decir? -exigió el rey a Lotario.
El obispo permaneció mudo de ira. De repente se giró hacia Theresa e intentó golpearla, pero Alcuino se interpuso. Lotario volvió a intentarlo, pero el fraile se lo impidió derribándolo de un puñetazo.
– Llevaba tiempo deseando hacer esto… -murmuró mientras se masajeaba el puño con que acababa de golpear al obispo.
Cuatro días después, Alcuino le contó a Theresa que Lotario había sido apresado y conducido a una celda donde permanecería bajo custodia hasta el momento del juicio. No llegó a dilucidarse en qué momento el obispo descubrió que el trigo era el causante de la epidemia, pero sí que, pese a advertirlo, continuó comerciando con él como si nada hubiera ocurrido. A Kohl lo liberaron tras descartar su participación en la conjura, y lo mismo ocurrió con el Marrano, aunque por desgracia, su espíritu quedó reducido al de un perrillo asustadizo al que hubieran apaleado.
– ¿Y no ajusticiarán al obispo? -preguntó ella mientras ordenaba unos manuscritos.
– Sinceramente, no lo creo. Considerando que Lotario es pariente del rey, y que continúa ostentando el cargo de obispo, me temo que tarde o temprano eluda su castigo.
Theresa siguió apilando los códices que había utilizado durante toda la mañana. Desde que Lotario fuera descubierto, aquélla era la primera ocasión en que volvía al scriptorium.
– No lo veo justo -dijo.
– Si en ocasiones es complicado entender la justicia divina, imagina comprender la mundana.
– Pero ha fallecido mucha gente…
– La muerte no se paga con la muerte. En este mundo en que la vida se balancea al antojo de las enfermedades, al capricho del hambre, de las guerras y las inclemencias de la naturaleza, de nada serviría ejecutar a un criminal. La vida de un asesinado se corresponde con el valor de su fortuna, y según ese valor, así será entonces la multa.
– Y como muchos de los que han muerto no son potentados…
– Veo que despabilas pronto. Por ejemplo, el asesinato de una mujer joven, en edad de procrear, se castiga con seiscientos sueldos, lo mismo que si el muerto fuera un varón menor de doce años. Sin embargo, si la fallecida fuese una niña de igual edad, tan sólo se le impondrían doscientos.
– ¿Y pretendéis que entienda esto?
– Ante los ojos de Dios, varón y hembra son iguales, pero a los ojos de los hombres, evidentemente, no: un hombre genera dinero y fortuna; una mujer, hijos y problemas.
– Hijos que traerán riqueza y trabajo. Además, si Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, ¿por qué el hombre no imita la mirada de Dios?
Alcuino enarcó una ceja, sorprendido por lo cabal de la contestación.
– Bueno, como te iba diciendo, a veces el homicidio se repara con una multa y, sin embargo, delitos que conllevan pérdidas graves, como el incendio o el estrago, acaban resolviéndose con la ejecución del culpable.
– De modo que a quien mata se le multa, y a quien roba se le mata.
– Más o menos, así es la ley.
Theresa continuó con el evangelio en que llevaba enfrascada desde primeras horas de la mañana. Tras mojar la pluma, acometió un nuevo versículo para acabar cuanto antes con la página diaria que Alcuino le exigía. Cada página constaba de unas treinta y seis líneas, las cuales solía completar en unas seis horas de trabajo, la mitad de lo que tardaría un amanuense aventajado. Alcuino llevaba tiempo trabajando en una clase de caligrafía que permitiese una escritura más rápida y sencilla, fácil de entender y simple de transcribir. Para ello empleaba un nuevo tipo de letra uncial, de inferior tamaño al de las mayúsculas, con la que facilitar la copia de Vulgatas. Theresa se valía de ella, y de ahí su velocidad, que llenaba de orgullo al fraile.
Después de la copia, Alcuino se dedicó a ampliar los conocimientos de Theresa, insistiendo en el Ars Dictaminis, el arte de escribir epístolas.
– No sólo habrás de copiar. También tendrás que pensar lo que quieres escribir.
En alguna ocasión, cuando Alcuino se ausentaba del scriptorium, Theresa extraía de la talega de su padre el pergamino que éste había escondido, y lo estudiaba con intención de descifrarlo. A veces consultaba códices griegos que encontraba en los anaqueles del scriptorium, pero ni en ellos, ni en ningún otro texto latino, halló referencias sobre la Donación de Constantino. Le extrañó que ningún códice la mencionara, pero no se atrevió a preguntar a Alcuino.
Además de analizar el pergamino, Theresa empleaba su tiempo en un libro apasionante: el Liber glossarum, un códice único, compendio de un universo de conocimientos. Según Alcuino, aquel facsímile había sido duplicado en la abadía de Corbie a partir de un original visigótico inspirado en las Etymologias de san Isidoro. En más de una ocasión la había prevenido contra los párrafos en que se adivinaban las palabras paganas de Virgilio, Erosio, Cicerón o Etropio, pero Theresa se apoyaba en las vertidas por Jerónimo, Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno para que Alcuino le permitiera seguir leyendo. Aquel libro era una ventana a un mundo desconocido, un saber más allá de la religión.
– Hay cosas que aún no comprendo -dijo cerrándolo por un momento.
– Si en lugar de ese volumen te esforzaras con la Biblia…
– No hablaba del Liber glossarum. Me refería al suceso del trigo envenenado. He estado pensando, y aún no entiendo por qué me encerrasteis en aquella habitación.
– Ah, ¿aquello…? Bueno. El caso es que estaba preocupado por tu integridad física… y también, debo reconocerlo, por lo que pudieras contarle de más a Lotario. De hecho, fui yo quien te forzó a que acudieses a él por primera vez, pero luego la situación se tornó más peligrosa.
– ¿Vos? Ahora sí que no entiendo…
– Tras tu descubrimiento del texto oculto, mis sospechas se centraron en Lotario. Él era el único que tenía acceso al políptico, y la corrección se veía moderna. Por desgracia, Lotario empezó a recelar de nosotros, de modo que creí provechoso hacerle pensar que sospechábamos de otro. Por eso le dije a Helga la Negra que se tiñera las piernas y simulara la enfermedad: para que tú te ofuscases y acudieses a Lotario. Sabía que le contarías que sospechaba de Kohl, y de esa forma me garantizaba libertad en la continuación de mis investigaciones. Incluso la carta que encontró en mi celda la escribí a propósito, a sabiendas de que me estaba vigilando.
– Pero ¿por qué no me contasteis vuestro plan?
– Para evitar que con cualquier detalle pudieras alertar a Lotario. Necesitaba que él confiase en ti, en tu versión de lo que estaba pasando. De hecho, la idea de teñir las piernas de Helga la saqué del mismo Lotario.
– ¿Qué queréis decir?
– Que fue él quien antes la utilizó con Rothaart, el pelirrojo. Lo supe cuando examiné su cadáver. No murió por la enfermedad, sino que fue asesinado por el propio Lotario. Rothaart era el único que podía delatarle, y muerto el pelirrojo, dejaba a Kohl como único sospechoso.
– ¿Y por qué no le contasteis todo eso a Carlomagno? Hasta yo dudé de vuestra inocencia.
– Lo cierto es que necesitaba tiempo. Como dije en el juicio, descubrí que el obispo roturaba un terreno fuera de los lindes del obispado. Supongo que Lotario, sembrando el trigo, imaginaba que se libraría de la prueba que le condenaba, sin por ello perder el grano. El problema residía en que el cornezuelo podría pasar de una cosecha a otra y contaminar todo el poblado. Yo no sabía dónde escondía el cereal, ni si las partidas encontradas en el molino de Kohl, colocadas obviamente por Lotario, eran todas las que poseía el obispo, de modo que encomendé a dos acólitos que vigilaran esos campos. Hasta que no obtuve la certeza de que aún no había sembrado, no quise desenmascararlo.
Lo que realmente me preocupa, es que hay una partida de grano que aún no he encontrado.
Theresa se sintió estúpida por haber desconfiado de Alcuino. Dejó el libro, recogió los útiles de escritura y le pidió permiso para retirarse; hacía rato que había anochecido.
Cuando Gorgias despertó, rezó por que todo fuera un sueño, pero a su alrededor continuaban las mismas paredes en las que llevaba un mes preso. Cada mañana Genserico acudía a la cripta para examinar la evolución del documento que estaba transcribiendo, le entregaba un puchero con la ración diaria y le retiraba el cubo de desperdicios a través del torno de la puerta. Él intentaba escribir tan cuidadosamente como sus facultades le permitían. Sin embargo, pronto advirtió que el coadjutor tan sólo reparaba en la extensión de lo escrito, obviando la exactitud de las expresiones o el preciosismo de la caligrafía. En un primer momento lo atribuyó a su vista maltrecha, pero luego recordó que Genserico nunca había sabido griego, y le extrañó que Wilfred, conociendo tal extremo, no exigiera comprobar personalmente todo el texto. El detalle le hizo recapacitar.
Cuando el coadjutor se retiró, sustituyó los pergaminos por el puchero, lo destapó y comió de él con la cuchara. Mientras lo hacía, no dejó de pensar en Genserico y sus pálidos ojos azules. Después de un buen rato se levantó.
«Sus pálidos ojos azules…» ¿Y si hubiese sido él? ¿Y si el hombre que le apuñaló el día del incendio hubiese sido el propio Genserico? El coadjutor no aparentaba ser la clase de individuo que se enfrenta a un hombre más joven, pero en aquella ocasión era de noche y el ataque fue sorpresivo. Recordó haberlo incluido en su lista de sospechosos junto al fraile enano y el maestro de chantre, si bien, por cuestión de edad, siempre situado el último. Probablemente cuando le atacó ya supiera del pergamino. Genserico controlaba los documentos del castillo, y por lo visto, también sus pasadizos.
Se levantó y anduvo en círculos. Wilfred siempre le había asegurado que se trataba de un texto secreto, pero de ser cierto, ¿por qué confiaba ahora en Genserico? El brazo le molestó pero no le prestó atención. Además, ¿por qué el conde habría querido encerrarle? Y si tanto precisaba el documento, ¿por qué no comprobaba sus progresos?
No. Aquello no tenía sentido. La única explicación pasaba por que Genserico hubiera obrado por cuenta propia. El coadjutor le atacó y le robó el pergamino que contenía las anotaciones en latín, y ahora pretendía hacer lo propio con la transcripción del griego.
Durante el resto del día siguió rumiando hasta resolver que Genserico debía conocer el inmenso poder que encerraba el pergamino; un poder del que Wilfred había hablado con temor, pese a no explicarle la razón de su recelo. De alguna forma, Genserico ambicionaba ese poder, y sin duda mataría por conseguirlo.
Examinó el texto que había estado traduciendo. Comparó la extensión transcrita con el original latino y calculó que, a igual ritmo, concluiría el trabajo en unos diez días. Se dio ese plazo para intentar salvar su vida.
En las jornadas siguientes trazó un plan para escapar de la mazmorra.
Genserico solía aparecer tras el oficio de tercia, permanecía un rato en la antesala y abría la portezuela del torno para suministrarle la comida. En ocasiones dejaba el dispositivo abierto a la espera del texto, lo cual podía convertirse en una oportunidad. El torno, una especie de pequeño tonel vertical, disponía de un par de mamparas situadas entre su tapa superior e inferior, conformando otros tantos receptáculos. Estimó que en cualquiera de ellos apenas entraría un lechón, de modo que, aun logrando desmontar las mamparas, nunca podría colarse por el agujero. Sin embargo, pensó que si distraía a Genserico, tal vez podría retener su brazo con la fuerza suficiente para obligarle a abrir el cerrojo.
Era miércoles. Proyectó aplicar su ardid el siguiente domingo, intervalo que consideró suficiente para limar el engaste de las mamparas y sus cuatro entalladuras.
El jueves por la tarde consiguió liberar la primera. Una vez limada, disimuló el daño con un cordón de miga de pan humedecida en tinta negra. El viernes desalojó la segunda y la tercera, pero el sábado no pudo con la última. Había trabajado sin descanso y la herida del brazo le impedía continuar. Aquella noche no durmió tranquilo.
Cuando el domingo escuchó la llegada de Genserico, la última mampara aún resistía. Por un instante pensó en renunciar, pero se dijo que forzándola tal vez lograra partirla. Por el ruido del cerrojo supo que el coadjutor iba a acceder a la capilla. Desesperado, apoyó el pie contra la mampara y empujó con todas sus fuerzas. La tabla no cedió. Finalmente la pateó hasta hacerla saltar, justo en el instante en que el coadjutor abría la puerta. Le dio tiempo a colocar la tapa y asegurarla torpemente con la masilla que tenía preparada. Cuando Genserico se interesó por el crujido, Gorgias adujo haber tropezado con una silla.
Rogó que no advirtiera los desperfectos. Al cabo de un rato escuchó cómo liberaba el torno y giraba la portezuela.
El plato de guisantes le confirmó que era domingo. Lo retiró sin prestarle atención e introdujo el borrador de un pergamino antiguo, para ver si Genserico era capaz de distinguirlo. El coadjutor giró el torno y recogió el borrador. Tal como esperaba Gorgias, no aseguró el mecanismo.
Rápidamente se agazapó tras el dispositivo. Ahora sólo cabía esperar a que el torno girase de nuevo para golpear la mampara y atrapar el brazo de Genserico. Su respiración se volvió tan profunda que creyó que alertaría a Genserico. Sin embargo, el viejo no se inmutó. Creyó escuchar cómo deslizaba sus arrugados dedos por el pergamino. De repente advirtió que echaba el cerrojo al torno.
– Debo repasar el texto -le informó.
Gorgias se lamentó por su suerte. Sabía que si transcurría demasiado tiempo, Genserico descubriría la manipulación del torno. De repente, tras la puerta, un instrumento rascó las entalladuras. Luego oyó una maldición al tiempo que un golpe en el torno casi le partía la dentadura. Gorgias se retiró mientras al otro lado las maldiciones se sucedían. Temió que Genserico hiciera una locura. Sin embargo, los juramentos se fueron espaciando hasta desaparecer como una tormenta en la lejanía. Luego escuchó cómo la puerta se cerraba con violencia.
Al anochecer, un desconocido acompañó a Genserico. Les oyó discutir acaloradamente con las voces elevándose hasta convertirse en gritos. El recién llegado parecía alterado, y pronto a las voces les siguieron golpes. Momentos después, el torno se abrió. Unos brazos poderosos extrajeron las compuertas manipuladas y la luz entró en el cubículo, dejando a la vista el tatuaje de una serpiente. Gorgias retrocedió creyendo que iba a morir. Sin embargo, no ocurrió nada. El brazo tatuado introdujo en la celda el borrador que le había entregado a Genserico y luego desapareció. Después escuchó cómo volvían a colocar las mamparas en su sitio. No supo de Genserico hasta pasados otros tres días.
– ¡Levántate! -ordenó el coadjutor desde el otro lado de la puerta.
Gorgias obedeció sin saber bien lo que hacía. Miró hacia el ventanuco con los ojos hinchados y comprobó que aún no había amanecido. Se incorporó dando tumbos hasta apoyar la cabeza contra la puerta. Rogó que Genserico hubiese olvidado el incidente del torno, aunque habría resultado más fácil rogar que se derrumbaran las paredes y le aplastaran la crisma. El torno giró dejando pasar un hilo de luz y se cerró con brusquedad. Gorgias tanteó a oscuras el puchero de comida. Lo cogió y comió de él con avidez. No saboreó las gachas porque hacía tres días que no comía.
Apuraba la última cucharada cuando Genserico le ordenó que preparara el pergamino. Gorgias tosió. Apenas si podía pensar.
– Me… me ha sido imposible avanzar -se excusó-. El brazo… Estoy enfermo.
Genserico lo maldijo y amenazó con torturar a Rutgarda.
– Os juro que no miento. Por favor, vedlo vos mismo.
Sin darle tiempo a contestar, Gorgias desmontó una de las mamparas del torno. Cuando lo logró, escuchó cómo del otro lado Genserico liberaba el cerrojo. A través del hueco apreció la luz de un cirio y entornó los ojos. Luego introdujo lentamente su brazo enfermo. De repente sintió cómo algo lo aplastaba hasta hacerle gritar de dolor.
– Si intentáis algo, os lo quiebro aquí mismo -sentenció Genserico.
Gorgias asintió y Genserico levantó el pie. Luego Gorgias apreció el calor del cirio aproximándose a sus dedos mientras el coadjutor le examinaba el brazo. El hombre se asombró. De no ser porque se movía, Genserico habría jurado que aquella extremidad pertenecía a un cadáver.
El coadjutor regresó al anochecer para anunciarle que Zenón, el físico, se había mostrado dispuesto a atenderle, pero Gorgias no le entendió porque la fiebre le devoraba. Cuando se despejó, oyó cómo en el exterior Genserico golpeaba el torno hasta extraer las dos trampillas. El halo de luz se expandió. Luego Genserico le ordenó que apoyase la espalda contra la puerta e introdujese ambos brazos por el torno. Gorgias obedeció casi sin darse cuenta. Ni se quejó cuando unas cadenas le atenazaron las muñecas. Después notó cómo Genserico introducía un palo entre sus antebrazos para aprisionarle contra la puerta. Transcurrieron unos momentos antes de que el coadjutor abriera, obligándolo a arrastrarse siguiendo el giro de la puerta.
Apenas tuvo tiempo a alzar la vista, pues Genserico le enfundó un capuchón que aseguró por la nuca. Antes de retirar el palo que le mantenía prendido a la puerta, le advirtió que si intentaba escapar le mataría. Gorgias asintió y el coadjutor lo soltó. A duras penas logró mantenerse en pie cuando Genserico lo izó tirando de las cadenas.
No supo cuánto tiempo anduvieron; sólo que el camino se le antojó eterno. Finalmente se detuvieron en algún lugar al cobijo del viento. Al poco llegó alguien que saludó a Genserico. Por el tono, Gorgias supuso que se trataba de Zenón, pero igual podría haber sido el hombre del tatuaje. El coadjutor insistió en que lo atendiera con la capucha enfundada, pero Zenón se negó.
– Podría morirse y no me enteraría.
Cuando le sacó la capucha, a Gorgias le pareció encontrarse en una cuadra abandonada. Dos antorchas iluminaban el cubículo en el que, por algún motivo, habían dispuesto una mesa. Zenón pidió a Genserico que le quitara las cadenas.
– ¿Es que no veis cómo está? No va a ir a ninguna parte -alegó el físico.
Genserico se negó. Liberó el brazo enfermo, pero encadenó el sano a una argolla de la mesa.
Zenón aproximó una antorcha a la herida. Al verla, no pudo reprimir un gesto de horror. Acercó la nariz y se retiró con un respingo. Con una madera presionó sobre la herida, pero Gorgias no respondió. Zenón meneó la cabeza.
– Ese brazo es carne muerta -le susurró a Genserico-. Si la podredumbre ha alcanzado la linfa, ya podéis ir buscando una tumba.
– Haced lo que debáis, pero que no pierda el brazo.
– Ese despojo ya está perdido. Ni siquiera sé si podré salvarle la vida.
– ¿Queréis cobrar o no? Me da igual si el resto revienta. Sólo necesito que ese brazo escriba.
Zenón renegó. Le entregó la antorcha a Genserico y pidió que le alumbrara. Luego extendió la bolsa de instrumental sobre la mesa, tomó un cuchillo delgado y lo aproximó a la herida.
– Puede que esto os duela -advirtió a Gorgias-. He de abriros el brazo.
Iba a comenzar cuando Genserico se tambaleó. El físico lo advirtió a tiempo para sujetarle.
– ¿Os encontráis bien? -le preguntó.
– Sí, sí. No ha sido nada. Continuad.
Zenón lo miró extrañado antes de volver a aplicarse. Vertió un poco de licor sobre la herida y luego abrió un tajo paralelo a la cicatriz. La piel se separó como la tripa de un sapo, dejando escapar un reguero de supuración. El hedor hizo que Genserico se apartara. Zenón buscó una aguja e intentó enhebrarla.
– ¡Mierda! -exclamó Zenón cuando se le escapó entre los dedos. Se agachó para recogerla, pero por más que la buscó le fue imposible localizarla.
– Dejadla y coged otra -dijo Genserico.
– No tengo más aquí. Tendréis que ir a mi casa.
– ¿Yo? Id vos.
– Alguien ha de contener la hemorragia. -Soltó el codo de Gorgias y un chorro de sangre regó la mesa hasta inundarla. Zenón volvió a presionar la arteria.
Genserico asintió.
Pese a que Gorgias yacía inerme, el coadjutor advirtió a Zenón que no dejara de vigilarlo. Antes de partir se aseguró de que las cadenas siguieran firmes y confirmó con Zenón el lugar donde guardaba las agujas. Iba a salir cuando volvió a marearse.
– ¿Seguro que os encontráis bien? -insistió Zenón.
– ¡Arreglad ese brazo para cuando vuelva! -Y se marchó de la cuadra guiñando los ojos como si no viera.
Zenón apretó el torniquete bajo el hombro de Gorgias hasta contener la hemorragia. Al examinar de nuevo la herida, observó su color pardo violáceo y meneó la cabeza. Aquel brazo estaba perdido por mucho que Genserico renegara. En ese instante, Gorgias despertó. Al distinguir al médico intentó incorporarse, pero las cadenas y el torniquete se lo impidieron. Zenón lo tranquilizó.
– ¿Dónde os habíais metido? Rutgarda ya os daba por muerto -le comentó el físico. Se agachó al distinguir el brillo de la aguja extraviada.
Gorgias intentó hablar, pero la fiebre se lo impidió. Zenón le informó que debía amputarle el brazo, o moriría sin remedio. Gorgias lo miró con miedo.
– Incluso cortando, puede que muráis -le espetó el físico como quien fuera a sacrificar a un cerdo.
Gorgias comprendió. Hacía días que los dedos no le respondían. Había pretendido ignorarlo, pero bajo el codo ya sólo quedaba un apéndice sin vida. Pensó en las palabras del físico. Si perdía el brazo, perdería su sustento, pero al menos aún podría luchar por Rutgarda. Miró con pesar el brazo cubierto de pústulas. Latía, pero no le dolía. El físico estaba en lo cierto. Cuando Zenón le explicó que Genserico se oponía, Gorgias no le comprendió.
– Lo siento, pero es él quien paga.
Gorgias intentó sacarse algo del cuello, pero Zenón lo detuvo.
– Cogedlo vos -logró articular Gorgias-. Es de rubíes. Nunca habréis ganado tanto.
Zenón examinó el collar que pendía del cuello del enfermo. Lo cogió con fuerza y se lo arrancó. Luego se lo pensó mientras miraba hacia la puerta.
– Genserico me matará.
Escupió al suelo y le dijo que mordiera una rama seca. Luego empuñó la sierra y comenzó a cortar el brazo igual que un carnicero descuartizando una pieza.
Cuando Genserico regresó, encontró a Gorgias desmayado sobre un enorme charco de sangre. Buscó a Zenón, pero no lo encontró. En el suelo yacía un miembro amputado, y donde antes pendía un brazo, ahora sólo asomaba un muñón cosido con destreza.
Al poco apareció Zenón subiéndose los pantalones. Cuando vio a Genserico, trató de explicarle que había resuelto lo inevitable, pero el coadjutor no atendió a razones. Le maldijo mil veces, lo condenó al infierno, le insultó e intentó golpearle. Sin embargo, de repente se calmó, como embargado por un extraño fatalismo, y tras un instante se tambaleó. Parecía confuso. Su mirada vagaba de un lugar a otro. Zenón logró sujetarle antes de que se desplomara. Genserico tosió varias veces. Su rostro había palidecido hasta convertirse en una máscara de mármol. El físico le suministró un sorbo de licor que aparentó reanimarle.
– Parecéis enfermo. ¿Deseáis que os acompañe?
Genserico asintió sin convicción.
Zenón había traído su carro, de modo que acompañó al coadjutor y luego cargó a Gorgias como si fuese un saco de trigo. Finalmente subió él, restalló el látigo y condujo la montura a través del bosque siguiendo las confusas indicaciones de Genserico. Durante el trayecto, Zenón observó cómo el coadjutor se rascaba insistentemente la palma izquierda. Parecía irritada, como si se hubiera rozado con ortigas. Se lo comentó, pero Genserico no se enteró.
Se detuvieron en el robledal cercano a la muralla de la fortaleza. Genserico bajó del carro y echó a andar arrastrando los pies como un espectro. Zenón le seguía de cerca, con Gorgias cargado a cuestas. En la oscuridad, el coadjutor llegó al muro, tanteó entre las enredaderas hasta dar con una pequeña portezuela, sacó una llave de su sotana y la introdujo con dificultad en la cerradura. Luego se apoyó contra el marco para descansar. Abrió y entró como un sonámbulo. Finalmente se derrumbó.
Cuando Gorgias despertó al día siguiente, encontró a su lado el cadáver de Genserico.
Transcurrió un tiempo hasta que Gorgias logró incorporarse. Con la vista aún nublada miró el muñón que Zenón le había vendado con un harapo de su propia casulla. Le dolía terriblemente, pero al menos no sangraba. Luego contempló a Genserico. El fraile yacía con el gesto contraído, sus manos aferradas al estómago, la izquierda de un extraño color púrpura. Deseó patearlo, pero se contuvo. Miró alrededor y comprobó que se hallaba en la cripta circular donde le habían retenido aquellos días. Se giró hacia la celda y empujó la portezuela hasta abrirla con un chirrido. Por un instante se amedrentó, pero finalmente entró para rebuscar entre sus documentos. Por fortuna, los verdaderamente valiosos permanecían donde los había escondido, de modo que se guardó el original y la transcripción del griego antes de romper cuantos encontró a mano. Luego cogió unas hogazas de pan olvidadas y abandonó la cripta en dirección a la antigua mina.
A media mañana divisó el extenso panal corroído en que se había convertido el yacimiento de hierro. Avanzó por las viejas sendas mineras entre túmulos de arenisca, restos de arcones desperdigados, lucernas rotas y arneses de cuero roídos que, tras el agotamiento de las minas, nadie se había molestado en retirar. Poco después alcanzó los antiguos barracones de esclavos.
Se detuvo para observar aquellas construcciones medio derruidas, a menudo ocupadas por bandidos y alimañas, y rogó que en aquel momento se encontraran abandonadas. La lluvia arreciaba, así que entró en el único barracón que conservaba parte de la techumbre y buscó refugio entre las poleas, ánforas de cáustico, aparejos y tornos desmantelados. Al final encontró un hueco junto a unos toneles repletos de agua estancada. Se dejó caer contra ellos apoyándose en su espalda, y cerró los ojos para sobreponerse al dolor que le acuchillaba. Por un instante deseó desprenderse del vendaje que le oprimía el muñón, pero comprendió que resultaría una locura.
Pensó en su esposa Rutgarda.
Necesitaba comprobar que nada malo le hubiera sucedido, así que decidió visitarla aquella noche. Esperaría a que el sol se ocultase y accedería a Würzburg por el reguero de los desagües, una entrada que solía utilizarse para franquear las murallas cuando se encontraban cerradas.
Intentó conciliar el sueño, pero no lo consiguió. Recordó entonces a su hija Theresa. ¡Cuánto, cuánto la añoraba!
Comió un poco del pan que había cogido de la cripta.
Mató el tiempo imaginando qué le habría sucedido a Genserico. A lo largo de su existencia había presenciado numerosos fallecimientos, pero nunca antes había contemplado un rostro tan desencajado como el del coadjutor, ahogado en su propio vómito. Se dijo que tal vez lo hubieran envenenado. Quizás el hombre de la serpiente tatuada.
De repente lo vio como en una aparición: la noche en que fue asaltado; aquellos ojos claros; un brazo apuñalándole y él intentando sujetarle. En su mente se iluminó el dibujo de aquella serpiente empuñando la daga que le hería. Sí, no le cabía duda. El hombre que le había atacado era el mismo que una vez discutió con Genserico en la cripta. Era el hombre de la serpiente tatuada.
A la caída de la noche emprendió el regreso a Würzburg, adonde llegó protegido por la penumbra. Encontró su casa vacía, e imaginó que Rutgarda seguiría compartiendo techo con su hermana, así que decidió acercarse hasta el domicilio de sus cuñados, situado en la ladera de una colina. Ya en los aledaños, escuchó a su mujer tarareando la cancioncilla que a menudo entonaba. Por un momento el dolor del hombro desapareció. Se disponía a entrar cuando advirtió la presencia de unos hombres apostados tras una esquina.
– ¡Mierda de trabajo! -espetó uno de ellos-. No sé qué diablos hacemos aquí, porque seguro que a ese escriba se lo han comido los lobos. -Y se protegió como pudo del aguacero.
Gorgias maldijo su suerte. Aquellos hombres eran fieles de Wilfred, y el hecho de que le esperaran parecía indicar que el conde estaba implicado. No podía arriesgarse, así que apretó los dientes y emprendió el regreso, apesadumbrado por no ver a Rutgarda.
De camino a la mina se fijó en las exiguas ventanas iluminadas sobre los muros de la fortaleza. La lluvia parecía jugar con las bujías, ocultándolas y encendiéndolas como si se tratara de una especie de acertijo. Mientras especulaba sobre la ubicación de los aposentos de Wilfred, oyó un cacareo. El hedor le confirmó que al otro lado de la muralla se ubicaban los corrales, lo que le llevó a plantearse robar una gallina. Al fin y al cabo necesitaba alimentarse, y un ave que apenas comía podría proporcionarle un delicioso huevo al día.
Miró en derredor en busca de algún resquicio por donde trepar, aunque se dijo que con un sólo brazo jamás lo lograría. Entonces se dirigió hacia el portalón de las bestias, aun a sabiendas de que allí habría un vigía. Al aproximarse, sus presagios se confirmaron, ya que tras la empalizada distinguió la estampa de Bernardino, el fraile hispano del tamaño de una barrica.
Aguardó bajo un árbol sin tomar una decisión. Por un instante pensó en hablarle, pero enseguida concluyó que resultaría una majadería. Un nuevo cacareo le hizo esperar un poco más. Pasado un rato oyó un carro acercándose por el camino. Cuando llegó a su altura, observó que se trataba de los mismos centinelas que había visto momentos antes frente a la casa de Rutgarda. Al alcanzar el portalón, los hombres llamaron a Bernardino, quien de inmediato les abrió y se acercó al carro con una tea para identificar a sus ocupantes.
– ¡Maldita lluvia! ¿Ya de relevo? -preguntó el enano mientras trataba de protegerse.
Los hombres asintieron con desgana, limitándose a arrear al caballo.
Gorgias aprovechó la oportunidad. Al paso del carro se agazapó tras su lateral y avanzó al tiempo protegido por la negrura. Una vez franqueada la puerta, se ocultó tras unos arbustos hasta que los soldados desaparecieron. Respiró cuando el enano cerró el portalón y se refugió bajo el chamizo sin percatarse de su presencia.
Al poco, cuando los ronquidos le confirmaron que el frailecillo dormitaba, se arrastró entre la hojarasca en dirección a los corrales, donde permaneció un rato observando la gallina que le pareció más rolliza. Esperó a que estuviesen tranquilas y abrió la puerta despacio, con el sigilo de un zorro que entrase de cacería. Cuando se acercó lo suficiente, enganchó por el pescuezo a su presa, pero el ave comenzó a cacarear como si la estuviesen desplumando. De repente todas las gallinas despabilaron, armando tal alboroto que Gorgias pensó que hasta los muertos se despertarían.
Al instante les dio de patadas, obligándolas a desperdigarse. Luego se escondió fuera del corral y esperó a que Bernardino apareciera. El enano no tardó en presentarse, sin comprender bien lo que sucedía, y Gorgias aprovechó la confusión para correr hacia el portalón y escapar con la gallina.
Cuando llegó a la mina aún era noche cerrada. Volvió a guarecerse en el barracón de los esclavos, junto a los toneles, uno de los cuales empleó como jaula para recluir a Blanca, la nueva inquilina. Pese al dolor de su hombro, concilio pronto el sueño, que se prolongó hasta bien entrada la mañana. Al despertar y mirar a Blanca, advirtió que la gallina le saludaba con un huevo bajo las patas.
Gorgias la correspondió con un par de lombrices que encontró por las inmediaciones. Guardó otras pocas en un cuenco de madera que tapó con una piedra, y bebió un poco del agua fresca recién caída. Después, pese al temor que le inspiraba, se despojó de la venda para comprobar el estado del muñón. Zenón había serrado el hueso por encima del codo, y cosido un colgajo que, no sabía de qué modo, también había cauterizado. Aún se apreciaban las ampollas de las quemaduras, que aceptó como mal menor, a sabiendas de que era la única forma de evitar que la podredumbre regresara. Con cuidado volvió a vendarse y se sentó a meditar sobre la situación en que se encontraba.
En su cabeza ordenó los acontecimientos desde la mañana en que un desconocido de ojos claros le atacó para robarle el pergamino. Después vino el incendio y la pérdida de su hija. Lloró. Tras el entierro, Wilfred le había conminado a que le entregara la Donación de Constantino, pero el documento había ardido en el taller del percamenarius. Luego intervino Genserico, quien al parecer, y en connivencia con el propio Wilfred, le encerró en una cripta para asegurarse de que cumplía con su cometido. Tras un mes de cautiverio, y sin noticias de la delegación papal, intentó la huida, cosa que logró merced a la extraña muerte de Genserico. Entre medias quedaba la presencia de un hombre con una serpiente tatuada, y la amputación de su brazo maltrecho.
Meditó sobre el cometido que habría desempeñado Genserico. En un principio había supuesto que actuaba por su cuenta, incluso que había sido él quien le atacó para robarle el pergamino, pero las insólitas circunstancias de su muerte y el hecho de que Wilfred vigilara a Rutgarda le llevaban ahora a la duda. ¿Y quién sería el hombre de la serpiente? Desde luego alguien al tanto de lo que estaba sucediendo. Además, por la forma en la que amenazó a Genserico, sin duda parecía por encima de este último.
Apoyado contra los barriles, advirtió que la gallina miraba con estúpido interés las vendas de su hombro y sonrió con amargura. Había perdido su brazo derecho, el que empleaba para escribir, por culpa de un vil documento. Sacó el pergamino de su talega y lo observó con detenimiento. Por un instante se vio tentado de romperlo y ofrecérselo a Blanca como pienso. Sin embargo se contuvo diciéndose que al fin y al cabo, si tanto valor tenía, tal vez le pagaran por recuperarlo.
Había dejado de llover, así que se levantó para pasear por los alrededores y bosquejar una lista de prioridades. En primer lugar debía garantizarse el sustento, tema aún sin solucionar pese a la buena voluntad de la gallina. De camino a la mina había pasado por un bosque de nogales. Las nueces y bayas podrían complementar los huevos, pero aun así necesitaría más comida. Pensó en capturar algún animal utilizando como cebo a Blanca, aunque pronto concluyó que lo más probable sería que se quedara sin gallina.
Cazar le resultaría difícil. Con un solo brazo y sin las trampas adecuadas, hasta un pato se le escaparía; sin embargo, pescar tal vez le fuera posible. En la mina disponía de cordeles y cabos, puntas arqueadas para confeccionar anzuelos y suficientes lombrices para ofrecer un banquete. El río quedaba cerca y mientras los peces picaban podría confeccionar más anzuelos.
Se alegró de solucionar el tema del alimento. Luego recordó a su mujer Rutgarda.
Aunque desconocía cuánto tiempo la mantendrían vigilada, anhelaba volver a verla. Pensó en alguien que pudiera ayudarle; alguien que le transmitiera lo que hacía y cómo se encontraba. Se daría por satisfecho con sólo hacerle saber que se acordaba de ella, y, sin embargo, el temor de que le descubrieran era mayor que sus ansias, así que decidió esperar hasta encontrar la oportunidad. Rutgarda estaba bien, y eso era lo que importaba.
Transcurrido un rato, sacó el documento y lo examinó con mimo. Allí estaba la transcripción perfectamente terminada, que leyó una y otra vez deteniéndose en los extremos que durante la copia le habían sorprendido. Había algo oscuro en aquel pergamino. Algo que tal vez ni el mismo Wilfred hubiera advertido. Lo guardó de nuevo en su talega y buscó un lugar donde esconderlo. Así, si le capturaban, siempre podría negociar su entrega. Inspeccionó los alrededores hasta encontrar una viga que consideró adecuada, se encaramó sobre unas barricas y ocultó allí el documento. Luego trasladó las barricas haciéndolas rodar, para que nadie sospechara. Miró a las vigas y se mostró satisfecho. Después desató a Blanca y la llevó a comer lombrices mientras él preparaba los anzuelos.
Pasó una semana con terribles dolores. La fiebre le subió impidiéndole levantarse, pero igual que vino, desapareció. Esos días se entretuvo con Blanca, dándole cuerda para que buscara gusanos de día, y recogiéndola por la noche para tener cerca los huevos. Por los alrededores descubrió unas viejas mantas que utilizó para acomodarse. En ocasiones ascendía hasta lo alto de la cima para observar la ciudad, o admirar a lo lejos las montañas que ya comenzaban el deshielo. Se dijo que cuando los pasos quedaran libres, podría huir a otra ciudad en compañía de Rutgarda.
Conforme se sucedían los días, su brazo fue mejorando. Poco a poco comenzó a mover el hombro sin que la herida se resintiese, los puntos se cayeron y la cicatriz adquirió un tono rosado similar al resto del hombro. Una mañana, el muñón dejó de dolerle y ya no le molestó más.
Al comienzo de la tercera semana decidió explorar las galerías que se adentraban en la mina. En la más cercana encontró un eslabón, así como yesca suficiente para prender las teas que aparecían esparcidas a lo largo de los túneles. Más al interior rescató unos flejes de hierro que podría emplear como utensilios de cocina. Durante sus excursiones catalogó los túneles en cuevas, pasillos y pozos. Los dos primeros, que consideró entradas preparadas para el trasiego de animales y materiales, los juzgó útiles como refugio. Los últimos eran tan resbaladizos que sólo los utilizaría en caso de peligro.
Con el tiempo maduró el volver a Würzburg. Cada día se veía más delgado, y si permanecía en la mina, tarde o temprano le descubrirían. Se convenció diciéndose que podría parlamentar con Wilfred y alcanzar algún acuerdo. Al fin y al cabo, el conde era un impedido, y si lograba encontrarle a solas podría abordarle sin riesgo. Quizás aceptase canjear el documento a cambio de un salvoconducto para él y su familia. Sólo debía repasar los recorridos del conde para establecer el momento más adecuado.
La mañana en que se cumplía el tercer mes de la muerte de su hija decidió regresar a Würzburg. El día anterior lo había dedicado a preparar una suerte de indumentaria de mendigo, algo que logró con facilidad debido al aspecto que habían adquirido las únicas ropas que poseía. A ello había añadido un gorro que encontró en los túneles y una capa de lana raída. Se disponía a encasquetarse el atuendo cuando percibió en la lejanía el tañido de unas campanas que reconoció como de aviso a rebato. Era la primera vez que sonaban así desde que el incendio asolara los talleres del percamenarius, y dando por hecho que encontraría la ciudad revuelta, decidió esperar a la noche para no despertar sospechas.
Durante el descenso temió que las campanadas obedeciesen a algún ataque sajón, pero aun así continuó la marcha. Sin embargo, al llegar a la ciudad se encontró con las puertas cerradas. Habló con un centinela a quien se presentó como un vagabundo recién llegado, pero el soldado le sugirió que regresara a su lugar de procedencia. Desanimado, se perdió entre las callejas del arrabal, inusualmente desiertas. Escondido en una choza, descubrió a un viejo que miraba por una rendija. Cuando le preguntó qué sucedía, éste atrancó la ventana, pero ante su insistencia, finalmente le informó de la muerte a cuchilladas de varios muchachos.
– Por lo visto ha sido un tal Gorgias. El mismo que hace poco asesinó a Genserico.
Gorgias enmudeció. Se caló aún más el gorro y, sin dar siquiera las gracias, escapó hacia las montañas.