Los días pasaron, con la tripa de Helga la Negra engordando al mismo ritmo que las calabazas que jalonaban el huerto del obispado. Theresa nunca había visto un vientre semejante, y al tocarlo se sorprendió deseando que Hóos Larsson la llenara con un hijo. Sin embargo, los problemas que solían acarrear los embarazos le llevaron a desterrar la idea, contentándose con admirar la forma en que Helga devoraba cuanto alimento quedaba a su alcance.
Pero a la Negra no sólo le había cambiado la barriga. Al parecer, la preñez había transformado a la abandonada mujer en una laboriosa hormiga, pues días atrás había trocado su taberna por una casa más grande próxima al obispado, ya no se pintarrajeaba los labios y sus atuendos comenzaban a asemejarse a los de cualquier mujer decente. No obstante, lo que más asombraba a Theresa era la facilidad con que Helga se desempeñaba entre los pucheros y los fogones. Favila decía que sus manos parecían santas para los guisos, y hasta tal punto lo creía que comenzó a desentenderse de las ollas para dejar esa responsabilidad a la nueva cocinera. Theresa se dijo que, finalmente, lo único que quedaría de la antigua Helga sería la infame puñalada que su amante le había asestado en la cara.
A Helga, sin embargo, tan sólo parecía importarle el futuro de su hijo. Se mecía su gordo vientre como si fuera una cuna, hablaba con su barriga canturreándole melodías inventadas, le explicaba los secretos de un buen pavo asado, tejía diminutos gorros que abrigarían su cabecita, rezaba por ella porque pensaba que sería niña, y visitaba a Nicolás, el viejo carpintero que en su tiempo libre, y a cambio de unos dulces, le estaba construyendo una preciosa cuna.
Pese a todo, ni Helga ni su barriga descuidaban sus deberes con la cocina del obispado. Precisamente aquella noche estaba prevista la celebración de una cena de desagravio a favor de Alcuino de York a la que asistirían el rey y su séquito. Para atender bien la misma, había cocinado capones y pichones, faisán a la parrilla y venado recién cazado, lo que unido al estofado de buey y la tarta de queso elaborado por Favila, haría las delicias de los invitados. Por lo general, la cena se servía en el refectorio después del oficio de sexta, pero en esta ocasión Ludovico, el secretario de Lotario, había habilitado un aposento menor situado sobre el calefactorio porque no asistirían demasiados comensales.
Para Theresa, aquel convite habría supuesto una cena más, de no ser porque ella misma también había sido invitada.
– El rey insiste -le había informado Alcuino.
Desde ese momento, Theresa anduvo nerviosa intentando memorizar el Appendix Vergiliana, los poemas épicos de Virgilio que Alcuino le había encomendado recitara durante el ágape.
– No es que necesites aprendértelos -le había aclarado el fraile-, pero sí repetirlos varias veces para encontrar la entonación adecuada.
Sin embargo, la mayor preocupación de Theresa consistía en saber si le ajustaría el vestido usado que Helga le había comprado aquella tarde en el callejón de los telares.
Cuando acabó en el scriptorium, se dirigió a casa de la Negra temblando como un pollo, y no dejó de hacerlo hasta que se enfundó en el traje y comprobó que le sentaba como a una dama fina. Se moría por enseñarlo, pero Helga la obligó a esperar los últimos retoques. Finalmente, ésta se retiró para comprobar la silueta de Theresa. Ciñó un poco más el vestido y la abrazó con cariño.
– Demasiado entallado, ¿no? -se avergonzó Theresa. -Estás preciosa -le dijo la Negra, y la urgió a que corriera a la cena.
Cuando llegó al comedor, advirtió que los invitados ya se habían acomodado. La recibió Alcuino, quien se encargó de disculparla por su tardanza. Theresa reverenció al monarca y corrió a pasitos hasta el sitio que le habían reservado, justo al lado de una muchacha elegantemente vestida. La joven la saludó con una sonrisa que dejó al descubierto unos diminutos dientes blancos. Aparentaba veinte años, aunque luego supo que rondaba la quincena. Un sirviente le informó que se trataba de Desideria, la hija mayor de Carlomagno, y que no era la primera vez que visitaba Fulda porque, a excepción de a los campos de batalla, acompañaba a su padre allá donde éste fuera. Theresa contabilizó a otras veinte personas, la mayoría hombres del monarca, además de cinco o seis tonsurados que supuso pertenecían a la diócesis. Carlomagno presidía la larga mesa rectangular, vestida con impecables manteles de lino y adornada con flores de invierno. Varias fuentes colmadas de caza competían en abundancia con las de queso, embutido y frutas, mientras que, apiñadas entre los platos, decenas de jarras de vino anunciaban una celebración digna de reyes. A una voz del monarca, brindaron sin entrechocar las copas y empezaron a comer como una piara hambrienta.
A medida que prosperaba la cena, Theresa observó que algunos comensales, hastiados de viandas, desplazaban su apetito hacia las curvas de su vestido. Azorada, se aflojó el cinturón para que no la ciñera e interpuso un centro de flores entre los mirones y ella. Desideria se percató y añadió otro par de ramos que ocultaron aún más a Theresa.
– No te preocupes -sonrió la jovencita-: todos los hombres son iguales, menos cuando beben, que entonces son peores.
Llegados los postres, Alcuino se acercó a Theresa y la conminó a que se levantara, hecho que algunos hombres aprobaron ruidosamente. Un clérigo demasiado borracho para aplaudir se levantó de la silla e intentó decir unas palabras, pero sólo logró eructar antes de perder pie y desplomarse sobre la mesa. Cuando lo retiraron, Carlomagno se incorporó y pidió a Theresa que leyera. Ella se preparó.
Antes de comenzar bebió un sorbo de vino. El trago le infundió valor. Sorteó los desperdicios que salpicaban el suelo y se dirigió hacia el atril que Alcuino le había preparado, abrió el códice y respiró profundamente. Nada más pronunciar la primera palabra, todos enmudecieron. Leyó despacio, tranquila, susurrando a veces, enardecida otras. Cuando concluyó, todos seguían callados. Carlomagno continuaba de pie, absorto, mirándola con extrañeza. Por un instante Theresa pensó que la reprendería, pero para su sorpresa, el monarca llenó su copa y se la ofreció admirado. Ella aceptó. Sin embargo, cuando escuchó que deseaba verla en sus aposentos privados, la copa se le escurrió entre las manos, manchándole su vestido nuevo.
Tras la cena, Theresa se lo contó a Helga.
– Considérate follada -le dijo la Negra.
Theresa se arrepintió de haber estrenado aquel vestido. Estaba asustada, pero no creía que un rey pudiera forzarla de aquella manera. Decidió hablar con Alcuino antes de acudir al encuentro del monarca; sin embargo, por más que lo buscó no lo encontró por ningún lado.
Cuando la condujeron al aposento de Carlomagno, Theresa rezó por que el rey durmiera. Por fortuna, quien le abrió la puerta fue el propio Alcuino. El fraile la invitó a pasar y se mantuvo junto a ella a la espera de que Carlomagno terminara de lavarse.
– ¡Ah! ¡Ya estás aquí! Adelante -le ofreció el rey.
Mientras se secaba el torso, Theresa lo admiró. Aunque se le veía maduro, era el hombre más grande que jamás hubiera visto. Mayor aún que el mayor de los sajones.
– Bien. ¿Te ha anunciado ya Alcuino mis intenciones?
– No, majestad -balbuceó.
– Me ha contado que eres muy lista. Que fuiste tú quien descubrió el grano contaminado.
Theresa miró a Alcuino sonrojada, pero éste concedió con la cabeza.
– Lo cierto es que ocurrió por casualidad -se excusó.
– ¿Y también que encontraras el texto oculto en el políptico?
La muchacha miró de nuevo a Alcuino. Por un instante imaginó que Carlomagno pretendía involucrarla, pero Alcuino la tranquilizó.
– Bueno. Repasé varias veces el políptico, pero el mérito pertenece a fray Alcuino. Fue él quien insistió.
– Y además de modesta, también atrevida. No olvidemos tu protagonismo en la consecución de la última prueba.
Ella se ruborizó. Era cierto que se había arriesgado al arrancar la hoja del políptico, pero no esperaba que el rey la llamara para reconocérselo. Por un instante dudó sobre el propósito de sus alabanzas.
– Gracias, majestad -acertó a contestar.
Carlomagno gruñó, terminó de secarse y se cubrió con un manto de lana.
– Desearía que tu comportamiento fuese un ejemplo para mis súbditos. Lo he hablado con Alcuino y se ha mostrado de acuerdo, así que he pensado en recompensarte de alguna forma. Tal vez con esas tierras que pertenecían al obispo…
Theresa se quedó boquiabierta. Pensó que bromeaba.
– Al fin y al cabo -continuó el rey-, son terrenos a medio roturar, y si no se desbrozan volverán a perderse.
– Pero yo… yo no sé nada de cultivos ni de tierras…
– Eso me ha dicho Alcuino, así que ordenaré a mi ingeniero que les eche un vistazo. Él te ayudará bien. Además -añadió-, sólo los versos que recitaste ya habrían merecido ese premio.
Theresa abandonó la estancia como si le hubieran zarandeado la cabeza. No podía creer que de la noche a la mañana pasara de ser una pobre forastera asustada, a propietaria de haciendas. Y no sólo eso: Carlomagno le había asegurado que dispondría del grano necesario para comenzar la siembra de forma inmediata. Cuando se lo contó a Helga, ésta no la creyó.
– ¿Sabes? Yo tampoco -repuso Theresa, y ambas rieron alocadamente.
Hablaron acurrucadas frente al fuego, fantaseando sobre la extensión y situación del terreno y sobre las riquezas que le reportaría. Helga le advirtió que, en realidad, las tierras por sí mismas no valían nada. Para que proporcionasen rentas era necesario mano de obra dispuesta, bueyes, semillas, aperos y agua, y aun así, pocas veces suministraban algo más que el propio sostén de la familia que las cultivaba. Pero Theresa prefirió cerrar los ojos e imaginarse junto a Hóos, como una poderosa terrateniente. Luego se acostaron juntas, acurrucadas la una contra la otra para combatir el frío. Helga se durmió pronto, pero Theresa pasó la noche en vela, figurándose lo que sucedería si las palabras del rey llegaran a ser ciertas.
A la mañana siguiente acudió al scriptorium, donde encontró a fray Alcuino ensimismado con sus escritos. El fraile la saludó sin levantar la cabeza, pero luego se volvió para felicitarla por su fortuna.
– No creo que lo dijera en serio -aventuró ella.
– Pues créelo. El monarca no es hombre que hable en vano.
– Pero si yo no entiendo de tierras. ¿Qué podría hacer con ellas? -Esperó a que él se lo dijera.
– No lo sé. Cultivarlas, supongo. La lectura o la escritura no son oficios que mantengan a una familia. Deberías estar contenta.
– Y lo estoy. Pero es que no sé…
– Pues si no sabes, aprende. -Y se giró de nuevo hacia su maraña de escritos para no seguir hablando del tema.
A media mañana se presentó en el scriptorium un doméstico preguntando por Theresa. Según les informó, un hombre de Carlomagno la esperaba en la plaza grande para acompañarla hasta sus tierras. Theresa solicitó a Alcuino que la acompañara, pero éste rehusó alegando trabajo de sobra. Con el permiso del fraile, la joven se abrigó y acompañó al siervo hasta el lugar donde aguardaba un joven jinete.
El ingeniero del rey resultó un joven de piel bronceada y cabello ondulado. Sus ojos verdes destacaban sobre su tez curtida, en un atractivo e inusual contraste. Pese a lo distinto en su apariencia, le recordó en algo a Hóos Larsson. Dijo llamarse Izam de Padua.
– ¿Sabes cabalgar? -le preguntó. A su lado pastaba una montura sin dueño.
Theresa sujetó las bridas y de un salto montó sobre la caballería. El joven sonrió. Volvió grupas, espoleó su caballo y comenzó a trotar despacio por las callejuelas de Fulda.
Cabalgaron hacia el norte siguiendo el cauce del río a través de un frondoso bosque de hayedos. La tierra olía a mojado, con los rayos de sol evaporando tibiamente la humedad que se fundía con el dulzón aroma de la mañana. Tras un rato avanzando en silencio, Theresa se interesó por el significado de la palabra «ingeniero».
– Reconozco que es un término poco usado -contestó él, riendo-. Se emplea para denominar a quienes, como yo, nos dedicamos a construir ingenios para la guerra.
El joven continuó hablando como si lo hiciera ante un colega, explicándole con vehemencia la importancia de las catapultas o la diferencia entre los onagros y los mangoneles, sin apreciar que a la joven se le abría interminablemente la boca. Cuando por fin lo advirtió, ya le había contado casi todo cuanto sabía.
– Disculpa. Te estoy aburriendo.
– No es eso -disimuló Theresa-. Simplemente no comparto tu pasión por las armas. Además, no entiendo qué relación tiene tu profesión con que me acompañes a mis tierras.
Izam pensó en replicar, pero prefirió no malgastar saliva con una joven que menospreciaba su destreza. Un par de millas más adelante alcanzaron un claro delimitado con espino de zarzo que se prolongaba hasta perderse en un bosque lejano. Una fracción de terreno aparecía roturada, con árboles cortados y maleza desbrozada, pero la mayor parte aún se veía inculta. El joven descabalgó de un salto, apartó lo que parecía una portezuela rudimentaria y penetró en el recinto.
– Parece que este obispo sabía lo que se hacía. Espera aquí un momento.
Mientras Theresa desmontaba, Izam echó a andar con pasos exageradamente largos. A medio camino dio la vuelta con gesto asombrado. Montó de nuevo y le dijo a Theresa que aguardara. Al cabo de un rato regresó entusiasmado.
– Muchacha, no imaginas lo que ha caído en tus manos. El manso tendrá unos diez bonniers de tierra de cultivo, de los cuales la mitad ya están abiertos por el arado. Más allá, tras la colina, se extienden unos seis arpendes de viñedos y tres o cuatro de prado. Pero ahí no acaba todo: el río que dejamos atrás abre una brecha en aquella zona con la entrada de un arroyo.
Theresa lo miró con cara de no entender nada.
– A ver cómo te lo explico. ¿Sabes lo que es un manso?
– Claro. Son las tierras que posee una familia -respondió ella con aire de ofendida por que él hubiera supuesto que no lo sabía.
– Pero su extensión no depende de la cantidad de terreno disponible, sino de lo que esa familia sea capaz de cultivar.
– Ya -siguió sin entender, y dio por sentado que jamás aprendería a cultivar aquella tierra.
Deambularon por la propiedad charlando sobre terrenos, mansos, arpendes y pérticas, mientras se admiraban del trabajo que el obispo había adelantado. Hallaron cercos para animales, una cabaña de pastor recientemente construida y los cimientos de madera de lo que podría llegar a ser una estupenda vivienda. A Theresa le extrañó que Izam supiera de tierras, pero el joven le aclaró que su oficio no se limitaba a construir artefactos. En realidad, le dijo, las batallas entre ejércitos solían acabar en eternos asedios que requerían de un exhaustivo conocimiento de los terrenos circundantes, pues había que impedir el trasiego de suministros, desviar los cursos de agua, estudiar la situación de las defensas, elegir el lugar apropiado donde levantar los campamentos, y en ocasiones, zapar túneles o minar las murallas. De igual modo, cuando se trataba de edificar un nuevo asentamiento había que valorar los mismos condicionantes.
– Y no sólo eso. En ocasiones los asedios se prolongan durante años, por lo que hemos de saber qué campos serán los adecuados, tanto para el cereal de los soldados como para el forraje de las bestias. -Se agachó para coger un guijarro-. Por ejemplo, ¿ves aquella loma? -Lanzó la piedra, que voló hasta perderse tras las copas de unos abetos-. Está al norte. Protegerá los sembrados del viento de septentrión. Y mira esta tierra. -Aplastó un terruño con el pie-. Ligera y húmeda como pan negro mojado en agua.
Theresa se agachó y cogió otro guijarro.
– ¿Y aquello de allí? -dijo señalando un montículo. Tomó impulso e intentó atinarle con la piedra.
Izam se apartó instintivamente para que el guijarro desviado no le impactara en la cabeza. Tras la sorpresa, se echó a reír como un chiquillo.
– No te burles -se quejó ella.
– ¡Ah! Pero ¿lo hiciste a propósito? -Y volvió a reír con ganas.
Se sentaron a almorzar sobre los pilotes de madera que delimitaban la planta de la vivienda. Izam había preparado una talega con queso y pan recién horneado, que saborearon al ritmo del gorgojeo del riachuelo. Habían transcurrido un par de horas, pero Izam le confió que en realidad se encontraban cerca del poblado.
– A media hora a caballo -señaló.
– ¿Y entonces por qué hemos tardado tanto?
– Quería examinar el sendero del río. Como imaginaba, es navegable, de modo que si consigues una barcaza podrás utilizarla para transportar el grano. Por cierto, hay algo que me preocupa. -Se dirigió a la cabalgadura y extrajo de una alforja una ballesta-. ¿La reconoces?
– Pues no -respondió sin prestarle atención.
– Es la que usaste el otro día durante la cena.
– ¡Ah! No sé. No sabría distinguirlas.
– Precisamente eso es lo que me intriga. No creo que haya otra igual en toda la Franconia.
Le explicó que la ballesta era un arma poco difundida. De hecho, él nunca había visto otra.
– Ésta la construí siguiendo las descripciones reseñadas por Vegetius en su obra De re militari, un manuscrito sobre el arte de la guerra del siglo cuarto que me mostró Carlomagno. Por eso me extrañó no sólo que la empuñases, sino que, además, supieses manejarla.
Ella le contó que el hombre que la había ayudado en las montañas poseía un arma parecida. Cuando le dijo que se la había comprado a un soldado, Izam meneó la cabeza.
– Me robaron la primera que construí. Tal vez fuera el soldado que mencionas, o el mismo hombre del que me hablas.
Charlaron un rato más antes de que ella sugiriera el regreso. Izam se mostró de acuerdo. Echó un último vistazo al terreno y condujo los caballos al riachuelo para que abrevaran. Una vez en marcha, Theresa espoleó su montura porque ansiaba contarle a Helga todo lo que había visto.
Ya en la villa, Theresa reiteró al ingeniero su agradecimiento. Izam sonrió, aunque trasladó el mérito a Carlomagno. Él sólo había cumplido las órdenes encomendadas. Cuando por fin se separaron, ella creyó que él la seguía con la mirada.
De vuelta en las cocinas, Theresa halló a la Negra desplumando un pavo. La mujer parecía atareada, pero en cuanto la vio, dejó el ave y corrió a su encuentro. Theresa le propuso salir al pozo a por agua y de camino hacer una pausa, cosa que Helga aceptó, sentándose en un poyete y reclamando hasta el último detalle. Escuchaba a Theresa con tal entusiasmo, que parecía que las tierras le pertenecieran a ella.
– ¿Y todo eso es tuyo? -preguntó incrédula.
Theresa lo corroboró. Le habló de la enorme extensión de las zonas de cultivo, de los viñedos, del prado para el heno, del río y la vivienda. Finalmente, también del joven Izam.
– Fue muy amable -le dijo.
– Además de guapo -apostilló Helga guiñándole un ojo. Lo había visto a través de una ventana.
Theresa sonrió. Efectivamente, el ingeniero era atractivo, aunque desde luego, no tanto como Hóos. Continuaron hablando de las tierras hasta que la cocinera, harta de cháchara, salió a buscarlas con un atizador. Las dos mujeres rieron y corrieron hacia la cocina para proseguir la charla durante los momentos en que Favila desapareciera. Theresa le comentó su preocupación por la falta de medios, pero Helga la tranquilizó.
– ¡Es que no imaginas todo lo que hay que hacer! Las tierras están a medio roturar. Necesitaría un arado y un buey, y alguien que me ayudara. ¡Son tantas cosas!
– ¡Y dale! Si en vez de tierras tuvieses deudas, seguro que estabas menos inquieta.
Theresa guardó silencio mientras se decía que tal vez algún vecino pudiera aconsejarla, pero lo cierto era que la única persona a quien podía acudir ya la tenía delante. Al observar su abatimiento, la Negra la rodeó con un brazo.
– ¡Eh! ¡Anímate! Aún conservo parte del dinero que me adelantaste cuando vendiste la cabeza del oso. Podrías emplearlo en comprar un buey joven.
– Pero ese dinero es para pagar mi alojamiento.
– No digas tonterías, nena. Tú me conseguiste este trabajo, de modo que no te preocupes. Además, una oportunidad así sólo se presenta una vez en la vida: cuando esa tierra reviente a dar frutos, ya me lo devolverás con intereses. -Le pellizcó la mejilla.
Le explicó que un buey de un año costaba doce denarios, mientras que uno adulto oscilaba entre los cuarenta y ocho y los setenta y dos, o lo que era lo mismo, el jornal de unos tres meses. A Theresa le pareció una cantidad al alcance de cualquiera, pero Helga le explicó que nadie aguantaba tres meses sin comer.
Cuando terminaron de cocinar, Theresa continuó.
– Izam me dijo que mañana regresaríamos al terreno. ¿Tú crees que debería ponerle nombre?
– ¿A quién? ¿Al ingeniero?
– No, tonta… A las tierras.
– Bueno, pues podrías llamarlas… déjame pensar… ¡las maravillosas tierras de Theresa! -rio.
La muchacha le propinó un coscorrón, pero Helga se lo devolvió y rieron juntas como mozuelas.
Por la tarde, Theresa volvió al scriptorium, donde encontró a Alcuino enfrascado con sus escritos. Tenía cientos de preguntas para hacerle, pero justo cuando iba a planteárselas, el fraile se levantó.
– He visto a ese tal Izam. Me ha comentado que tus terrenos son fantásticos.
– Ya… No sé qué tendrán de fantástico, si no puedo cultivarlos -se lamentó ella.
– Yo te veo dos buenas manos.
– Y poco más. Sin herramientas, ni bestias, ¿de qué me sirven esas tierras?
– En ese caso, podrías arrendarlas y obtener una renta.
– Eso mismo sugirió Izam, pero ¿a quién, si los que pueden pagarla ya poseen tierras de sobra?
– Buscando a alguien que trabaje a cambio de una parte de la cosecha.
– Izam también me lo propuso, pero me aclaró que esas gentes no poseen arado ni bueyes, así que no podrían laborear ni obtener beneficios.
– De acuerdo. Te diré lo que haremos: mañana es jueves. Después de tercia acudiremos al mercado, buscaremos algún esclavo que trabaje duro y lo compraremos para tus tierras.
Los hay a puñados, así que tal vez consigamos alguno a buen precio.
Theresa no dio crédito a lo que oía. Parecía que a cada instante su vida se complicara más y más sin que ella lo pretendiera. Si no tenía ni para sí misma, ¿cómo iba a poseer un esclavo?
Alcuino le confió que Carlomagno le había sugerido esa posibilidad, y le aseguró que, al fin y al cabo, mantener a un esclavo no tenía por qué ser caro.
Por la mañana, salieron temprano en dirección al campamento que los hombres del rey habían levantado en las afueras de la ciudad. Según Alcuino, los traficantes de esclavos aprovechaban los desplazamientos del monarca para acudir a su encuentro y realizar nuevas transacciones, bien comprando esclavos entre los enemigos capturados, bien vendiendo alguno de sus mejores ejemplares. Sin embargo, pasados unos días, rebajaban los precios a fin de deshacerse de los individuos menos preparados.
– ¿Doce sueldos? -Theresa se llevó las manos a la boca-. ¡Pero si eso es lo que valen tres bueyes adultos!
Alcuino le explicó que ése era el precio común de un esclavo joven y entrenado, pero que buscando encontrarían uno más barato. Cuando Theresa le informó del dinero del que disponía, Alcuino le mostró una bolsa bien repleta.
– Podré prestarte algo.
Mientras caminaban hacia las murallas, Alcuino le habló sobre la responsabilidad de poseer esclavos.
– Porque no es sólo mandarles y que obedezcan -le explicó-. Aunque no lo creas, los siervos también son criaturas de Dios, y como tales hemos de velar por su bienestar. Y eso incluye alimentarlos, vestirlos y educarlos como buenos cristianos.
Theresa lo miró sorprendida. En Constantinopla había crecido rodeada de esclavos a los que siempre había visto como criaturas de Dios, pero nunca imaginó que el convertirse en dueña de uno acarreara tantos problemas. Cuando Alcuino le explicó que los propietarios también eran responsables de los delitos cometidos por sus siervos, aún se asustó más.
– Por eso es mejor no adquirirlos jóvenes. A esas edades son ágiles y fuertes, pero también rebeldes e irresponsables. A menos que estés dispuesta a tratarlos con látigo, es preferible elegirlos casados, con mujer e hijos a los que atender para que no intenten huir, ni cometan tropelías. Sí. Lo mejor será buscar una familia que trabaje duro y te proporcione beneficios.
Añadió que aunque se hiciera con un buen trabajador, sería necesario vigilarle de cerca porque, de natural, los esclavos eran gente de cortas entendederas.
– No sé si necesito un esclavo -admitió finalmente Theresa-. Ni siquiera estoy segura de que debiera haberlos.
– ¿A qué te refieres?
– No entiendo por qué un hombre ha de decidir sobre la vida de otro. ¿Acaso esos infelices no han sido bautizados?
– Pues supongo que la mayoría no, pero aunque lo estuvieran, y pese a que el pecado original desaparece con el bautismo, es justo que Dios discierna sobre la vida de los hombres convirtiendo a unos en siervos y a otros en señores. Por naturaleza, el esclavo tiende a obrar el mal, que es reprimido por el poder de quien le domina. Si el esclavo no conociese el miedo, ¿qué le impediría actuar con perfidia?
Theresa pensó en replicar, pero prefirió dar por concluida una conversación para la que no tenía argumentos ni ideas.
Al poco de atravesar las murallas, un olor a sudor rancio les anunció la proximidad del mercado de seres humanos. Los puestos se alineaban a lo largo del río en una sucesión de tiendas y carpas destartaladas en las que los esclavos pululaban cual ganado. Los más jóvenes permanecían encadenados a gruesas estacas clavadas en el suelo, mientras los mayores trabajaban sumisos en las tareas de limpieza y mantenimiento del campamento. Al paso del fraile, varios comerciantes se apresuraron a ofrecerle su género.
– Mire éste -le abordó un traficante comido por las ronchas-. Fuerte como un toro. Acarreará sus bultos y le defenderá en sus viajes. ¿O prefiere un mozuelo? -le susurró ante su indiferencia-. Dulce como la miel y solícito como un perrillo.
Alcuino le dirigió una mirada que el traficante comprendió, retirándose con el rabo entre las piernas. Siguieron deambulando entre los tenderetes, donde además de esclavos se ofrecía toda clase de mercancías.
– ¡Armas afiladas! -gritó uno, mostrando un arsenal de puñales y espadas-. Salvoconductos al infierno de un solo tajo.
– ¡Ungüentos para las pústulas, emplastos para las mataduras de las bestias! -anunció otro que por su aspecto bien parecía necesitarlos.
Dejaron atrás los primeros puestos y se adentraron en el recinto donde se ofrecían animales. Allí, las cabalgaduras, las reses y las cabras paseaban con más libertad que los esclavos que antes habían contemplado. Alcuino se interesó por un buey grande como una montaña. El animal pastaba tras un cercado sobre el que descansaba una remesa de quesos. Un tratante se acercó para convencerle.
– ¡Tiene buen ojo!, ¿eh, fraile? En menudo animal se ha fijado.
Alcuino lo miró de soslayo. Aunque no le gustara tratar con charlatanes, lo cierto era que la bestia parecía de hierro. Preguntó por el precio y el hombre se lo pensó.
– Por ser para el clero… cincuenta sueldos.
La mirada de Alcuino fue de tal indignación, que el hombre rebajó de inmediato a cuarenta y cinco.
– Aun así es mucho dinero. -El animal se veía imponente.
– Si quiere una cabra con cuernos, puedo vendérsela por treinta y cinco -soltó el tratante con desgana.
Alcuino acordó con el hombre que se lo pensaría. Luego él y Theresa regresaron al pasillo de los esclavos. A la entrada, Alcuino le pidió que le dejase a solas para ir más rápido. La joven accedió y acordaron reencontrarse en el mismo punto cuando el sol alcanzara lo más alto.
Mientras Alcuino se dedicaba a regatear con los mercaderes, Theresa decidió volver a donde el ganado. De camino, un traficante le ofreció unas monedas por su cuerpo y ella apretó el paso. Cuando llegó al recinto del buey que había interesado a Alcuino, un hombrecillo se le acercó cojeando.
– Yo no pagaría más de diez sueldos -le comentó de soslayo.
Theresa se volvió sorprendida para encontrarse, apoyado contra el cerco de maderos, a un hombre de mediana edad y aspecto desaliñado que la miraba con descaro. Su cabello rubio entonaba con sus ojos de color hielo. Sin embargo, lo más llamativo era la única pierna que le sostenía. Él, al advertir la sorpresa de Theresa, se adelantó.
– Perdí la otra trabajando, pero aún puedo ser útil -le aclaró.
– ¿Y qué sabes tú de bueyes? -le espetó ella con altanería. Era obvio que aquel hombre era un esclavo, y si algún día poseía uno, debería saber tratarlos.
– Nací en Frisia, donde hay más vacas que prados. Hasta un ciego distinguiría a un buey enfermo.
El cojo aprovechó que el ganadero se hallaba despistado para arrearle un varetazo al animal. La bestia apenas se inmutó.
– ¿Ha visto? Y lo mismo hará cuando le unzáis el arado. No se moverá.
Theresa miró al cojo sorprendida. Luego siguió con la vista las indicaciones que el esclavo le hacía con la vara, comprobando que entre las pezuñas del buey afloraba sangre reseca.
– Si queréis un buen animal, acudid a mi amo Fior. Él no os engañará.
En ese momento regresó el dueño del buey, y el esclavo se retiró con disimulo. Theresa vio que se servía de una muleta para suplir la pierna ausente. Corrió tras él y le preguntó dónde podría encontrar al tal Fior. El esclavo le indicó que lo siguiera.
Mientras caminaban, le contó que Fior sólo vendía bueyes pequeños.
– Tienen menos fuerza, aunque suficiente para tirar de un arado ligero. Sin embargo, resisten como piedras, comen poco y cuestan menos. Para estas tierras os vendrán como anillo al dedo.
Anduvieron entre las carretas sorteando las rieras de detritus que bajaban zigzagueando desde el campamento hacia el riachuelo, hasta que de uno de los puestos salieron a su encuentro una mujer y dos chiquillos. La mujer abrazó al cojo y los chiquillos se colaron entre sus piernas. Theresa observó la extrema delgadez de la mujer y los niños. Sus ojos eran enormes platos en pequeñas calaveras.
– ¿Has conseguido algo? -le urgió la mujer.
El esclavo sacó un bulto de la pernera vacía del pantalón y se lo entregó. Ella lo olió y lloró de alegría. Luego cogió a los niños y se los llevó detrás de una tienda para darles un trozo del queso que acababa de recibir. El esclavo cojeó hasta donde se encontraba Fior para explicarle lo que podía necesitar la joven, momento en el que apareció Alcuino con cara de pocos amigos. Le acompañaba el dueño del buey gigante.
– Este tratante dice que un esclavo cojo le ha robado un queso. Y dice que el esclavo estaba contigo. ¿Es cierto eso? -preguntó a Theresa.
La joven comprendió lo ocurrido. Detrás de la tienda, los dos hijos del cojo aún devoraban el queso. Su castigo sería sin duda tremendo.
– No exactamente -mintió-. Fui yo quien le ordenó que lo cogiera. No llevaba dinero y vine a buscar a su paternidad para que pagara el importe.
– ¡Eso es robar! -gritó el tratante.
– Robar es intentar vendernos un buey enfermo -replicó Theresa sin miedo-. Tened. -Cogió la bolsa de la sotana de Alcuino y le entregó un par de monedas ante la extrañeza del fraile-. Y desapareced de mi vista antes de que acuda al corregidor.
El tratante cogió el metal y se retiró mascullando maldiciones. Alcuino miró a Theresa con severidad.
– Quería engañarnos -explicó ella, refiriéndose al ganadero.
Alcuino insistió en su mirada.
– Este esclavo cogió el queso para sus hijos. ¡Miradlos! ¡Se están muriendo!
– Es un ladrón. Y tú has cometido una estupidez al intentar protegerle.
– Muy bien. Pues volved con ese santo vendedor de bueyes y gastad el dinero en una bestia inútil. Sólo sé que el esclavo me advirtió contra ese timador, y que sus hijos quizá no hayan comido en la última semana.
Alcuino meneó la cabeza ante los argumentos de Theresa. Luego la acompañó a hablar con Fior, el ganadero que el esclavo les había recomendado.
Fior resultó ser un normando rechoncho que sólo hacía negocios con un vaso de vino en la mano. Nada más conocerles, les invitó a un trago y les presentó varios animales rebosantes de salud y energía. Finalmente les ofreció un buey manchado de mediano tamaño, del que aseguró trabajaría como un condenado desde el primer día.
Acordaron un precio de veinte denarios, una cifra ventajosa teniendo en cuenta que el animal sobrepasaba los tres años.
– Yo tampoco soy corpulento y arrimo el hombro desde que me levanto -sonrió Fior, dejando a la vista una dentadura ocupada por varios dientes de madera.
Luego les mostró algunos arreos de cuero y varios aperos de labranza. Algunos necesitaban ser reparados, pero les eran necesarios y se los ofreció baratos, de modo que Theresa y Alcuino juzgaron conveniente adquirirlos. Después de asegurar los bártulos sobre el buey preguntaron a Fior sobre esclavos baratos, pero cuando el tratante se enteró del dinero de que disponían, meneó la cabeza y les aseguró que por esa cifra no encontrarían ni un cerdo domesticado.
– Por ese precio os podría vender a Olaf. Es un trabajador duro, pero desde que perdió la pierna sólo me causa problemas. Si os place, podéis llevároslo.
Alcuino hizo un aparte con Theresa al ver que ésta parecía interesarse.
– Sólo sería una boca que alimentar. ¡Y por Dios santo, está cojo! ¿Por qué lo regalaría si tuviese alguna utilidad? -le espetó.
Sin embargo, la muchacha sacó a relucir su tozudez. Si iba a poseer esclavos, sería ella quien decidiese cuántas piernas debía tener cada uno.
– Su mujer y sus hijos también pueden trabajar -argumentó.
– A ellos no los venderá. O pedirá más dinero. Más del que podemos pagar. Además, tú necesitas un esclavo, no una familia completa.
– Fuisteis vos quien me advirtió que eran preferibles los casados, con vínculos que les impidieran huir.
– ¡Pero por todos los diablos! ¿Cómo va a huir si es cojo?
Theresa se dio la vuelta y se acercó a Fior, quien aguardaba divertido con un vaso de vino en la mano.
– De acuerdo, nos los llevamos -dijo señalando a los chiquillos y la mujer que permanecían tras una carreta escuchando.
– ¡Ah! No. La mujer y los hijos no van incluidos. Si los quieres tendrás que pagar otros cincuenta denarios.
– ¿Cincuenta denarios por una familia de esqueletos? -replicó indignada.
– No, no. ¡Cincuenta por cada uno! En total, ciento cincuenta denarios.
Theresa lo miró a los ojos. Si se creía un buen negociante, aún no sabía con quién estaba tratando. Sacó su scramasax y de un tajo segó la cinta que sujetaba los bártulos del buey, haciéndolos caer estrepitosamente. El hombre la miró sorprendido.
– Cuarenta denarios por toda la familia. Lo tomáis, o aquí os quedáis con vuestro cojo, vuestro buey enano y vuestros aperos estropeados.
El hombre apretó los dientes, miró los cacharros y rompió a reír hasta mostrar las encías.
– ¡Maldita negociante! A todas las mujeres os debería llevar el diablo.
Volvió a reír y cogió la bolsa que la joven le tendía. Luego brindaron por el trato y poco después Theresa y Alcuino emprendían el regreso, con Olaf cojeando, su mujer tirando del buey y los dos chiquillos jaleando al animal, sentados sobre su grupa.
De camino a la catedral, Olaf se reveló como mal caminante pero hábil conversador. Su vida había sido difícil, aunque no más que la de cualquier nacido esclavo. Sus padres ya lo eran, y para él, ése era su estado de vida natural. No echaba de menos la libertad pues no la había conocido, y la mayoría de sus amos le habían tratado bien porque siempre había trabajado duro.
En realidad, lo único que añoraba Olaf era la pierna que le faltaba. Ocurrió dos años atrás, mientras talaba un enorme abeto. El árbol cayó antes de lo esperado y le aplastó la rodilla, rompiéndole los huesos. Por fortuna, un carnicero logró amputarle el miembro machacado antes de que la podredumbre lo mandara a la tumba. Desde entonces, su vida y la de los suyos se había ido deteriorando hasta transformarse en un infierno.
Al principio, su amo Fior lo había atendido con la esperanza de mantenerle trabajando igual que antes del accidente; sin embargo, pronto comprobó que la falta de una pierna había convertido a Olaf en una carga difícil de justificar. Durante la convalecencia, el conocimiento de los campos y su destreza con las manos le permitieron suplir su invalidez, pero en cuanto Fior instruyó al nuevo capataz, relegó a Olaf a tareas propias de mujeres, y de esa forma pasó de gobernar al resto de los esclavos a arrastrarse por los almacenes en busca de desperdicios con que alimentar a sus pequeños y a su esposa Lucilla.
– Pero aún puedo trabajar -insistió Olaf mientras aceleraba el paso con la muleta-. Sé montar a caballo, y conozco el campo como la palma de mi mano.
– Pues no compres caballos, o se largará encima del primero que tengamos -le susurró Alcuino a Theresa.
Una vez en Fulda, Alcuino propuso que Olaf y su familia se alojaran en la abadía hasta que la cabaña del bosque estuviese acondicionada. Encerraron al buey en las cuadras y acudieron a la cocina del monasterio, donde unos monjes les suministraron sopa de cebolla y unas manzanas que los niños celebraron como si fueran pastelillos. Después de cenar les permitieron acostarse cerca del fuego, cosa que todos agradecieron. Los niños y la madre cayeron pronto rendidos, pero Olaf apenas durmió porque nunca antes lo había hecho sobre un jergón de lana.
A la mañana siguiente, Theresa acudió al monasterio para conducirles hasta sus nuevas tierras. En el establo les cedieron un carro para transportar el grano, algo de comida y unos aperos viejos que habrían de devolver en el plazo de una semana. Theresa agradeció a Alcuino que aquel día la excusara de sus tareas, así como su mediación en el préstamo de las herramientas. Aunque utilizaron la senda más corta, emplearon casi media mañana porque los niños se detuvieron varias veces a orinar, y Olaf se empeñó en hacer el camino a pie para demostrarle a Theresa su suficiencia.
Cuando llegaron a la cabaña, los zagales se mostraron encantados. Subieron al tejado como si fueran ardillas y corrieron por los surcos hasta caer rendidos. Olaf les llamaba por apodos como «enanos», «gritones» o «pihuelos», pero a su mujer siempre la llamaba «querida Lucilla».
Entre Lucilla y Olaf edificaron un cercado rudimentario alrededor de la cabaña, limpiaron los aledaños y acumularon piedras en forma de túmulo, donde poder cocinar sin que el viento apagara la fogata. Luego prepararon un guiso de tocino y nabos que los críos devoraron antes de llegar al plato. Después, Olaf construyó unas trampas simples que dispuso repartidas por los alrededores. Así atraparía conejos y ratones que añadir a las legumbres con las que él y su familia deberían subsistir hasta la primavera.
A media tarde, los chiquillos anunciaron al unísono la presencia de un hombre a caballo. Se trataba de Izam de Padua, el ingeniero de Carlomagno.
Olaf acudió a atender la cabalgadura, pero el hombre no desmontó. Se acercó a Theresa y le ordenó que subiera al caballo. La joven obedeció extrañada. Luego Izam espoleó el animal hasta separarse un trecho de la cabaña.
– Alcuino me habló de esta insensatez -dijo entonces-, pero veo que es peor de lo que había imaginado. ¿Cómo se te ocurre comprar a un tullido? Menuda manera de arruinar tu campo.
– Pues no parece que lo haga tan mal -respondió Theresa señalando al esclavo. En ese instante, Olaf regresaba con un conejo en la mano.
– Éste es un terreno para dejarse la piel, las manos y las dos piernas, no una obra de caridad. Aquí llueve, graniza, nieva; hay que abrir surcos, talar árboles, manejar una yunta, construir una vivienda, segar, limpiar, y mil cosas más. ¿Quién va a hacer todo eso? ¿Un cojo y tres esqueletos?
Theresa desmontó del caballo y emprendió el regreso a pie a la cabaña. Izam giró la cabalgadura y la siguió al paso.
– ¡Serás testaruda! Por mucho que te des la vuelta no solucionarás nada. Tendrás que venderlos de nuevo.
La muchacha se revolvió.
– Pero ¿quién os habéis creído…? Las tierras son mías, y haré con ellas lo que me plazca.
– ¿Seguro? Pues entonces dime cómo harás para devolver el dinero que te han prestado.
La joven se detuvo en seco. Por un momento había imaginado que aquellas tierras le pertenecían por derecho propio, pero en realidad no era así. Además estaba su responsabilidad con respecto a los esclavos: como ya le adelantara Alcuino, debía velar por ellos, y si no trabajaban lo suficiente, tal vez aquella tierra acabara convirtiéndose en la tumba que los acogiera.
Cuando preguntó a Izam de qué opciones disponía, éste aseguró que, de las pocas que él contemplaba, todas pasaban por revenderlos.
– No digo que no sirvan para nada, pero no para este campo. Regresemos al mercado; tal vez aún podamos devolverlos sin perder demasiado.
Theresa reconoció que Izam llevaba razón. Sin embargo, cuando contempló a los dos pequeñuelos jugando en la cabaña fue incapaz de aceptarlo.
– Esperemos una semana -propuso-. Si en ese tiempo no han rendido lo necesario, yo misma los conduciré al mercado.
Izam rezongó entre dientes. Era perder una semana, pero al menos aquella loca vería por sí misma cuan equivocada estaba. Bajó del caballo y entró en la cabaña a calentarse. En el interior, se sorprendió por el aspecto que había adquirido la estancia. Se veía pulcra y ordenada, como si llevara tiempo habitada.
– ¿Quién ha reparado las paredes? -preguntó incrédulo.
– El inútil del tullido -respondió Theresa, y lo apartó de un empujón para enderezar una tabla que había quedado mal asentada. Olaf la vio y se aprestó a ayudarla.
– Toma, utiliza esto -dijo Izam de mala gana.
Olaf cogió el cuchillo que le tendía y lo empleó para asegurar la tabla.
– Gracias. -Se lo devolvió e Izam se enfundó el arma.
– Ahí fuera hace frío. Dile a tu mujer que entre. ¿Disponéis de herramientas? -preguntó el ingeniero.
Olaf le mostró las que les habían prestado en la abadía: un hacha corta, una piqueta y una azuela. Le dijo que por la tarde haría un buen mazo de madera, y tal vez un rastrillo. No mucho más, porque tenía que reparar el arado que habían adquirido.
– Es de madera -le informó-. La reja habrá que cambiarla.
Izam comentó que sin una reja de hierro ni una buena vertedera, no lograrían abrir los surcos. Luego miró la muleta de Olaf.
– ¿Me la prestas?
Examinó el palo con detenimiento. Era una vara de cerezo toscamente tallada con un soporte de madera forrado de cuero en su extremo superior. Comprobó su flexibilidad y se la devolvió.
– Bien. He de irme -anunció.
Se levantó y salió de la cabaña seguido por Theresa. Ya fuera, ella le agradeció su comprensión.
– Sigo pensando que es una locura… Pero en fin. Si encuentro tiempo, miraré de fabricarle una pierna de madera.
El joven montó a caballo y se despidió de ella. Antes de desaparecer, Theresa advirtió que él volvía la cabeza.
Durante toda la semana, Theresa alternó su trabajo en el obispado con la supervisión de sus nuevas tierras. Así, comprobó que Olaf había excavado una pequeña acequia que desviaba el agua del arroyo hasta las inmediaciones de la cabaña para evitar el continuo trasiego al río, había construido una puerta con la que asegurar el cercado, y cuatro taburetes en los que sentar a la familia. Pero no sólo se había ocupado de los campos: entre él y su esposa habían transformado la vieja cabaña en una auténtica vivienda. Helga la Negra les había cedido un arcón y una mesa pequeña, además de unas telas que Lucilla había empleado para evitar que el viento se colara por las rendijas. Olaf había excavado un hogar en el centro de la cabaña, y dispuesto a ambos lados sendos sacos de paja donde descansar por las noches. Respecto al arado, aunque lo había reparado, le había resultado imposible manejarlo. Lucilla también lo había intentado, pero al tercer día las ampollas le habían cubierto las manos. Olaf se lamentó ante Theresa.
– Es por culpa de esta maldita pierna -se la golpeó-. Antes habría abierto los surcos en dos días, pero Dios sabe que esto no es trabajo de mujeres.
Theresa respiró hondo al tiempo que torcía el gesto. Miró a los dos chiquillos que correteaban entre las patas del buey, riendo y disfrutando, sucios como el tizón, aunque con algo más de carne sobre los huesos. Le apenaba aquella situación, pero si Olaf no conseguía arar todo el suelo, se vería obligada a revenderlos.
Lo miró con disimulo mientras se esforzaba en limpiar la collera del buey. Iba a comentarle algo, cuando él pareció adivinar sus pensamientos.
– Estoy modificando la collera para que tenga el tiro más bajo. Así el buey bajará el testuz y apretará el arado contra la tierra.
Theresa denegó con la cabeza ante lo inútil de sus esfuerzos. Olaf no lo comprendió.
Iban a levantarse cuando oyeron ruido de cascos. Nada más salir se encontraron a Izam de Padua montado en su caballo, y tras él, un borrico cargado de maderos. El ingeniero desmontó y entró en la cabaña sin dar los buenos días, con una cuerda midió el muñón de Olaf y volvió a salir con la misma determinación con que había entrado. Al poco regresó cargado hasta la barbilla.
– Un hombre cojo es como una mujer sin pechos -anunció.
A Theresa le molestó la comparación; sin embargo, siguió atenta la diligencia con que Izam rasgaba la pernera vacía de Olaf y dejaba a la vista un muñón terriblemente cosido.
– En Poitiers tuve ocasión de examinar una pierna de madera de extraordinaria valía. Nada que ver con esos palos atados al muñón que utilizan los tullidos para caminar como caracoles. -De nuevo midió el diámetro del muñón y trasladó la medida a una pieza de madera-. La pierna de la que os hablo era un prodigio del ingenio, una pieza articulada que, según decían, perteneció a un general árabe muerto en la terrible batalla. Afortunadamente un fraile se la arrancó al cadáver y la guardó en la abadía. -Midió la pierna buena y volvió a trasladar las medidas. Luego sacó un extraño mecanismo que a Theresa le pareció una especie de rodilla-. Me ha llevado dos días fabricarlo, así que espero que sirva.
Olaf se dejó hacer. Mientras, Lucilla apartó a los niños, que se peleaban por ensamblar cuantas piezas caían en sus manos. Theresa continuó mirando ensimismada.
Izam escogió un madero cilíndrico, lo ajustó por un extremo a la articulación de madera y lo situó al lado de la pierna buena. Luego cortó el otro extremo hasta enrasarlo con el talón de Olaf.
– Ahora la parte del muslo.
Tomó una especie de cazuela de madera y la encasquetó sobre el muñón. Nada más soltarla cayó al suelo, pero la recogió como si nada hubiera sucedido y la horadó hasta ajustaría al miembro. Luego la extrajo para vaciarla un poco y forrar el interior con un trozo de paño y cuero.
– Bueno, creo que ya está. -Engastó la caperuza en el muñón y la aseguró a la cadera con los correajes que portaba. Después calculó el tramo de madera que debía cortar para ocupar el espacio entre la caperuza y el mecanismo de la rodilla.
– ¿Cómo funciona? -preguntó Olaf.
– No sé si lo hará.
Levantó al esclavo, que se tambaleó al verse sobre el extremo de la madera.
– Aún falta el pie, pero antes he de ver si el fleje aguanta. Ahora prueba a andar.
Olaf avanzó titubeante sin soltarse de la mano de Izam, pero para su sorpresa, la pierna de madera se dobló por la rodilla y al dar el paso inmediatamente recuperó la rigidez como por arte de magia.
– Incorpora una lama de tejo, la misma madera con que se fabrican los arcos buenos. Cuando recibe el peso, flecta, permitiendo la articulación; luego hace tope y retorna a su posición para iniciar el siguiente paso. Observa estos orificios. -Señaló cuatro agujeros taladrados en la rodilla-. Con este pasador podrás seleccionar el grado de dureza. Y si lo quitas -se lo demostró-, el mecanismo quedará loco. Así podrás cabalgar con la pierna flexionada.
Olaf le miró incrédulo. No se atrevía a andar sin la muleta, pero Izam le animó. Tras un par de intentos logró atravesar la estancia. Cuando llegó a los brazos de Lucilla, la mujer rompió a llorar como si realmente le hubiera crecido una pierna nueva.
Pasaron el tiempo ajustando los mecanismos y comentando la simplicidad de la articulación. Izam le explicó que usando lamas de distinto grosor, lograría graduar la flexibilidad y la dureza. Después salieron fuera para comprobar su funcionamiento. Mientras pisó en piedra, Olaf caminó sin dificultad, pero al intentarlo entre los surcos, advirtió que la madera se hundía en los terruños.
– Le acoplaremos un pie que solucione el problema -aseguró Izam.
De vuelta a la cabaña, Lucilla le ofreció a Izam el conejo que había guisado para Olaf y sus hijos. Era el único alimento del que disponían, así que Izam lo rechazó. Mientras tallaba la extremidad, el joven ingeniero admitió para sí que las molestias que se estaba tomando en realidad obedecían a su interés por Theresa. Le intrigaba que una muchacha tan joven y bonita fuera capaz de afrontar una tarea de tal envergadura, y lo cierto era que, ahora que lo pensaba, desde el primer instante se había esforzado en agradarle y estar cerca de ella.
Probó una vez más el pie de madera antes de ensamblarlo en la extremidad de la pierna. Una vez insertado, lo giró adelante y atrás para comprobar que no se atascaba. Explicó a Olaf que el pie disponía de juego, pero que podría quitarlo si veía que le molestaba.
Luego hablaron del arado.
Izam comentó las ventajas de la reja de hierro y el uso de la vertedera. Los arados de madera como el de Olaf se rompían con facilidad y apenas si penetraban en la tierra. En cuanto a la vertedera, ésta permitía apartar la tierra removida, mantenía el surco abierto y aireaba el terreno para que la simiente agarrara con fuerza. Con la primavera llegaría el período de la siembra, de modo que debían darse prisa para arar las parcelas ya roturadas. Olaf le indicó que en cuanto terminara, comenzaría a desbrozar el terreno que aún permanecía salvaje.
Después de alabar la limpieza de la vivienda y la sorprendente zanja que conducía el agua hasta la cabaña, Izam se despidió. No dijo si regresaría, pero Theresa deseó que lo hiciera.
La segunda semana sirvió para confirmarle a Olaf que su nueva pierna supliría con creces la vieja muleta. De hecho se encontró tan a gusto que, pese a las rozaduras que le produjo en el muñón, pasó varios días sin desprendérsela. Había aprendido a hundir el arado apoyándose en la pierna auténtica y aprovechar la rigidez de la postiza para equilibrar el empuje. A veces, cuando debía realizar labores pesadas, introducía el pasador que atrancaba la rodilla para emplear mejor su fuerza.
Lucilla y los niños estaban felices. Y él, más todavía.
Al amanecer se levantaban para arar los campos. Olaf abría la tierra y a continuación Lucilla sembraba el centeno, mientras los chiquillos corrían detrás de ellos espantando los pájaros que intentaban comerse las semillas. Luego, tras el sembrado, cubrían los surcos con tierra previamente machacada con una maza. Por las tardes, después de terminar sus faenas, Theresa y Helga subían desde el poblado para traerles algún apero, comida, o telas viejas con que confeccionar ropa para los chavales.
Lucilla y Helga pronto hicieron buenas migas. Hablaban de críos, del embarazo, de los guisos, y de los comadreos que sucedían en la villa sin que las lenguas les desfallecieran. A veces Helga se sentía importante ordenándole a Lucilla que arreglara la vivienda.
Aunque le dedicara menos tiempo, Theresa continuaba auxiliando a Alcuino en la copia y traducción de documentos. Acudía temprano al scriptorium y permanecía allí hasta el mediodía, transcribiendo los textos que le encomendaba el fraile. Sin embargo, éste había trocado el trabajo caligráfico por otro de tipo teológico en que ella apenas si participaba, lo que le hizo imaginar que llegaría el día en que Alcuino prescindiría de su ayuda.
De vez en cuando se presentaban en el scriptorium varios sacerdotes de mirada altiva que entraban sin avisar y se sentaban junto a Alcuino. Eran romanos, y formaban parte de la delegación papal que permanentemente acompañaba a Carlomagno.
Theresa los bautizó como «los escarabajos» porque siempre vestían de negro. Cuando los escarabajos venían al scriptorium, ella debía abandonar la estancia.
– Esos religiosos que acuden al scriptorium, ¿también son monjes? -se interesó un día ella.
– No -sonrió-. Quizá lo fueron hace tiempo, pero ahora son clérigos pertenecientes al cabildo romano.
– Monasterios… cabildos… ¿Acaso no es todo lo mismo?
– Pues obviamente no. Un monasterio o abadía es un recinto donde los frailes se recluyen para orar y pedir por la salvación de los hombres. Generalmente son lugares cerrados, a veces apartados de las ciudades, con leyes y tierras propias, gobernados por un prior o un abad conforme a su mejor criterio. En cambio un cabildo es una congregación abierta, compuesta por un conjunto de sacerdotes guiados por un obispo que administra una diócesis. -Vio la expresión de Theresa y continuó-. Para que lo entiendas, en Fulda conviven, de un lado, la abadía; con su abad, sus frailes, sus órdenes y sus muros. Y de otro, el cabildo; con su obispo, sus clérigos y sus responsabilidades eclesiásticas. Los frailes rezan sin abandonar el monasterio, mientras que los clérigos del cabildo atienden a los lugareños en las iglesias.
– Siempre me he confundido con los clérigos, los frailes, los obispos, los diáconos… ¿Es que no son todos curas?
– Por supuesto que no -rio-. Por ejemplo, yo mismo me he ordenado diácono y, sin embargo, no soy sacerdote.
– ¿Y cómo puede ser eso?
– Quizá parezca un tanto equívoco, pero si prestas atención te será fácil entenderlo. -Cogió la tablilla de cera de Theresa y trazó una cruz en la parte superior del cuadrilátero-. Como ya sabes, la Iglesia está gobernada por el Santo Pontífice Romano, el llamado Papa o Patriarca.
– En Bizancio también hay un papa -repuso ella, ufana. Era una de las pocas cosas que sabía.
– Efectivamente. -Y añadió otras cuatro cruces a la primera-. El Papa de Roma gobierna el Patriarcado de Occidente.
Ahora bien, a éste hemos de sumarle los cuatro de Oriente: el de Constantinopla, el de Antioquia, el de Alejandría y el de Jerusalén. Cada Patriarcado tutela los distintos reinos o naciones sometidos a su jurisdicción a través de las Archidiócesis Principales o Primacías, que están encabezadas por el arzobispo más antiguo del reino de que se trate.
– Que serían como los gobernadores espirituales de cada nación -aventuró la muchacha.
– Mejor que gobernadores, convendría llamarlos guías. -Y dibujó debajo de la primera cruz un círculo correspondiente a la Primacía-. Bien. De esa Archidiócesis Principal depende un conjunto de arzobispados. -Y trazó pequeños cuadrados correspondientes a las archidiócesis.
– Papado, archidiócesis más antigua, archidiócesis…
– Veo que vas comprendiendo -sonrió-. Cada archidiócesis, con su obispo a la cabeza, gobierna en una provincia eclesiástica, que a su vez abarca varias diócesis de las que se hace cargo un obispo, también llamado mitra.
– Papado, archidiócesis más antigua, archidiócesis y diócesis.
– Correspondiéndose con Papa, arzobispo más antiguo, arzobispo y obispo.
– No es tan complicado -admitió ella-. Y estos clérigos romanos pertenecen al Papado…
– Así es, aunque no significa que hayan sido antes obispos. En realidad, las más de las veces son las relaciones de parentesco y amistad las que otorgan los cargos. -Miró a Theresa con cierta suspicacia-. Dime una cosa, ¿a qué este repentino interés por los curas?
Ella apartó la mirada, ruborizada. Estaba preocupada por la falta de tareas de escritura y pensó que cuanto más supiera de asuntos religiosos, más fácil le resultaría conservar su trabajo.
En cierta ocasión Alcuino le indicó a Theresa que la embajada papal se había desplazado hasta Fulda, como etapa intermedia en su viaje hacia Würzburg. La embajada transportaba unas reliquias con las que Carlomagno pretendía frenar las continuas insurrecciones al norte del Elba, y en breve partiría hacia la ciudadela para depositar los santos despojos en su catedral. Cuando le comunicó que él formaría parte de la expedición, Theresa echó un borrón sobre el pergamino en que trabajaba.
Por la tarde se encontró con Izam de camino a las caballerizas. El joven se interesó por la marcha de los terrenos, pero Theresa apenas le prestó atención porque en su cabeza sólo cabía Würzburg. Cuando Izam se despidió, ella se lamentó por haberse mostrado grosera.
Aquella noche apenas pudo conciliar el sueño.
Imaginó a su padre humillado y deshonrado. Cada noche desde su huida había pedido a Dios que pudiera perdonarla. Los echaba de menos; a él y a su madrastra. Añoraba sus abrazos, sus risas, sus regañinas… Anhelaba escuchar las historias que Gorgias le contaba sobre Constantinopla, su pasión por la lectura, las noches de escritura en vela… ¡Tantas veces se había preguntado qué sería de ellos, y tantas otras había evitado la respuesta!
En ocasiones se sentía tentada de regresar y demostrar a todos que no había sido ella la culpable. Con el paso de los meses había reflexionado sobre el papel que el percamenarius había desempeñado en el incendio, recordando cada uno de sus actos: sus provocaciones; el golpe que propinó al bastidor, y cómo éste cayó en el fuego ocasionando la hoguera.
Volver y combatir a Korne: según lo pensaba, lloraba por su cobardía. Temía perder lo que milagrosamente había obtenido en Fulda: el amor de Hóos Larsson, la amistad de Helga la Negra, la sabiduría de Alcuino, la fortuna de sus tierras. Si en Würzburg la condenaban, perdería su nueva vida.
Estimó en unos tres meses el tiempo desde su huida. Finalmente se durmió, pensando que nunca regresaría.
A la mañana siguiente, Alcuino la reprendió después de que se equivocara al elegir una tinta fluida.
– Lo siento -se disculpó ella-. Anoche descansé mal.
– ¿Problemas con tus tierras?
– No exactamente. -Dudó si planteárselo-. ¿Recordáis lo que me comentasteis ayer? ¿Lo de vuestro viaje a Würzburg?
– Sí, claro. ¿Qué sucede?
– Pues veréis… Estuve pensando sobre ello, y me gustaría acompañaros.
– ¿Acompañarme? -Se detuvo-. ¿Qué clase de idea necia es ésa? Se trata de una expedición muy peligrosa. Además, no viajan mujeres, y no veo qué interés…
– Desearía acompañaros -insistió ella. A Alcuino le sorprendió la brusquedad de la interrupción.
– ¿Y los esclavos? ¿Y tus tierras? ¿Por eso has dormido tan mal?
– Helga se ocupará. Y también de Olaf y de Lucilla. Os lo suplico… Vos mismo me dijisteis que precisabais de un ayudante.
– Sí, pero aquí en Fulda, no a bordo de un barco.
Theresa decidió arriesgar. No podía confesarle su participación en el incendio, pero debía volver a Würzburg y afrontar sus responsabilidades.
– Iré aunque no queráis -afirmó tajante. Alcuino no dio crédito a sus oídos.
– Pero ¿se puede saber qué brebaje has tomado?
– Si no queréis ayudarme, iré yo sola andando.
Al fraile le extrañó la insolencia de la muchacha. Pensó en darle una bofetada, pero finalmente se compadeció.
– ¡Escúchame, testaruda…! Te quedarás en Fulda, quieras o no. Y ahora, olvida tanto pájaro y aplícate a tu trabajo. -Y salió del scriptorium dando un violento portazo.
Al día siguiente, un acólito comunicó a Alcuino que la delegación papal había decidido adelantar la partida al domingo por la mañana. Al parecer, un recién llegado de Würzburg había traído malas noticias. Cuando el acólito salió, Alcuino cerró la puerta y se dirigió a Theresa.
– Adivina de quién se trata.
– No sé. ¿Algún soldado? -Temió que la anduviesen buscando.
– Es tu amigo: Hóos Larsson.
Hasta bien entrada la tarde, Theresa no localizó a su amado. Por boca de Alcuino se enteró de que lo habían conducido a la residencia de los optimates para que informara a la embajada papal de la situación en Würzburg, y desde entonces se hallaba reunido con los soldados de Carlomagno. Poco antes de nona, el joven abandonaba la estancia con gesto contrariado. Ella le esperaba fuera, entumecida por el frío. Nada más verlo, se levantó. Lo encontró flaco y demacrado, pero su cabello enmarañado y sus profundos ojos azules lo hacían sumamente atractivo. Cuando el joven la reconoció, corrió hasta ella y se fundió en un beso interminable.
Pasaron la noche en la vivienda de Helga la Negra, quien no dudó en cederles su casa y mudarse ella a las cocinas. Theresa intentó preparar algo de carne, pero el guisado se le quemó. Cenaron frugalmente y hablaron poco; sólo deseaban comerse a besos. Cuando se fueron a la cama, a Theresa le pareció que ningún libro podría llenarla tanto como lo hacía Hóos con su cuerpo.
Por la mañana, el joven le informó de la terrible noticia.
– Ojalá no tuviera que decírtelo, pero Gorgias, tu padre… ha desaparecido.
Ella lo miró incrédula. Luego se apartó.
Le preguntó cien veces a qué se refería, y le odió por no habérselo contado la noche anterior. Él no supo darle una justificación.
Le comentó que en Würzburg, el conde Wilfred le había informado sobre el incendio. Deducir que la chica a quien todos creían muerta era la joven de quien estaba enamorado, fue cuestión de atar dos cabos.
– Cuando te conocí, tú misma me dijiste que trabajabas como oficial de percamenarius, que habías huido de Würzburg y que naciste en Bizancio. Todo concordaba…
– ¿Y se lo contaste a ellos?
– Por supuesto que no. Pero Wilfred me dijo que el padre de la chica, o sea, tu padre, había desaparecido. Wilfred no hablaba de otra cosa; como si ansiara encontrarlo.
– Pero ¿qué significa que ha desaparecido? -Las lágrimas se le desbordaron-. ¿Cómo ocurrió? ¿Le han buscado?
– Theresa, no lo sé. Me gustaría poder decirte otra cosa, pero nadie sabe nada. No lo han visto, y desde luego que lo han buscado. Wilfred ordenó que registraran casa por casa, publicó un bando y hasta organizó una batida por los alrededores. La verdad, creo que deberías regresar a Würzburg. Tal vez tu presencia ayude a encontrarlo.
Theresa asintió. Se alegró de haber presionado a Alcuino para que le permitiera acompañarle y recordó entonces el ataque sufrido por su padre el día que la acompañó al taller del percamenarius. En aquella ocasión sólo le habían herido en un brazo, pero tal vez el agresor lo hubiera intentado de nuevo. El llanto le impidió continuar. Hóos trató de consolarla, y aunque no lo consiguió, ella apreció el calor de sus abrazos.
A media mañana, Theresa se dirigió hacia el cabildo, donde encontró a Helga perdida entre sacas de alimentos. Antes de prestarle atención, la mujer terminó de organizar una última hilera y luego paró un momento. Al principio Theresa le habló de nimiedades, pero sus ojos enrojecidos le hicieron confesar el martirio que estaba viviendo: el terrible incendio, la muerte de una muchacha, la desaparición de su padre, y su intención de regresar a Würzburg. Cuando terminó, Helga no podía creer que se encontrara ante una fugitiva.
Le calentó un vaso de leche y Theresa lo bebió a pequeños sorbos. Helga le preguntó qué tenía resuelto hacer.
– Y cómo quieres que lo sepa -sollozó.
– Acepta mi consejo y olvida a tu familia. -Le enjugó las lágrimas con delicadeza-. Ahora disfrutas de una nueva vida, te has echado un pretendiente y tienes más de lo que yo, o cualquiera de mis amigas hubiéramos podido soñar. Si regresas a Würzburg, seguro que te prenden. Ese Korne del que me has hablado parece un maldito bastardo.
Theresa asintió. En realidad lloraba por el temor a que su padre hubiera muerto, lo cual, en palabras de Hóos, resultaba bastante probable.
Se abrazó a Helga y la besó. Cuando se calmó, acordaron que su amiga la acompañaría a la muralla de la ciudad, donde Theresa había quedado con Olaf para trasladar unos aperos. Hicieron tiempo amasando harina de espelta para hornear unas tortas que regalarían a los chiquillos de Lucilla. Después de comer, recogieron los cacharros y pidieron permiso a Favila para ausentarse un rato.
De camino al arrabal, observaron a un extraño que parecía llevar un trecho siguiéndolas. Al principio no le prestaron atención, pero al girar una callejuela, el hombre corrió tras ellas hasta interrumpirles el paso. Resultó ser Widukindo, el individuo que había apuñalado a Helga después de dejarla preñada.
Al verlo más de cerca, advirtieron que estaba bebido. El hombre parecía no saber lo que quería. Las miraba con cara de imbécil y sonreía todo el rato. De repente trató de agarrar la barriga de Helga, pero ella retrocedió. Theresa se interpuso entre el borracho y su amiga.
– ¡Aléjate, puta! -la amenazó él.
Intentó apartarla pero trastabilló, momento que Theresa aprovechó para sacar su scramasax y plantárselo en el cuello. Pudo aspirar el tufo a vino que desprendía.
– Si no te vas, juro por Dios que te atravieso como a un cerdo.
Lo habría hecho sin dudarlo y el hombre lo intuyó. Escupió al suelo y volvió a sonreír. Luego se marchó dando tumbos y diciendo majaderías. Cuando desapareció, la Negra rompió a llorar desesperada.
– Hacía días que no lo veía. El muy cabrón no parará hasta matarme.
Theresa intentó consolarla pero resultó en vano. La acompañó hasta el cabildo y regresó sola a las murallas, de modo que para cuando llegó al lugar acordado, Olaf ya se había esfumado. Esperó por si volvía, pero finalmente decidió ponerse en marcha porque atardecía, y deseaba entregarles las tortas calientes a los niños.
Mientras caminaba, pensó en contarle a Hóos lo sucedido diciéndose que tal vez él pudiera asustar a Widukindo. Hóos era fuerte y diestro con las armas. Si hablaba con Widukindo, quizá lograra apaciguarle. Continuó por el sendero, recordando la noche anterior, y se dijo que además de fuerte, Hóos sería el mejor marido que nunca podría encontrar.
Era sábado. Mientras caminaba, recordó que Hóos había anunciado la partida de la comitiva para la mañana del domingo y por un instante dudó. De una parte anhelaba permanecer en Fulda, cuidar de sus tierras y formar una familia, pero más aún deseaba regresar a Würzburg para saber de su padre.
Avanzó admirando el riachuelo, que por tramos comenzaba a deshelarse. La cuenca era amplia y tranquila. Se dijo que en primavera compraría clavos y encargaría a Olaf que construyese un esquife con el que surcar su cauce.
Poco después alcanzó el bosque de hayedos que lindaba con sus terrenos. De él sacaría la madera para edificar una bonita vivienda mientras Olaf y sus hijos cazaban venados para cocinar guisados nutritivos.
Se encontraba admirando las copas nevadas cuando un ruido la sobresaltó. Escuchó atenta pero no distinguió nada. Iba a reanudar la marcha cuando otro crujido la detuvo. Pensó en un animal al acecho y empuñó el scramasax. De repente, una figura surgió de entre los árboles. Gritó al reconocer a Widukindo, con el semblante dominado por un gesto furibundo. Theresa advirtió un puñal en su mano derecha. De la otra pendía medio vacío un odre de vino. Tuvo miedo pero se lo tragó. Furtivamente miró alrededor. A su izquierda discurría el río; al otro lado se abría el bosque. Se dijo que en el estado de Widukindo, probablemente correría más que él.
Sin esperar a que la atacara, se lanzó hacia el bosque por la zona que juzgó más despejada. A sus espaldas, Widukindo emprendió la persecución. El terreno estaba helado. Pensó que en cualquier momento resbalaría.
Según avanzaba, el sendero se tornaba más cerrado y dificultoso. Tarde o temprano él la alcanzaría. Miró hacia atrás y no lo vio, así que aprovechó para agazaparse tras unos arbustos, justo a tiempo para distinguir a Widukindo gritando como un perturbado. Se encogió aún más mientras el hombre asestaba puñaladas a cuanto encontraba a su paso. Parecía poseído por el demonio.
Se detuvo para beber del odre, apurando su contenido hasta que el vino le rebosó por sus encías. Luego gritó otra vez y volvió a lanzar puñaladas a la maleza.
A cada paso se acercaba más. Theresa se dijo que si permanecía escondida, sin duda la descubriría, de modo que empuñó el scramasax y se aprestó para luchar. Widukindo ya estaba casi encima. En cualquier instante escucharía su respiración. De pronto el hombre se giró en dirección opuesta y Theresa aprovechó para reanudar la huida. Widukindo la maldijo y saltó en su persecución. Parecía casi sereno; sus pasos eran más rápidos y avanzaba con determinación. Theresa corría arañándose contra las zarzas. A ambos lados del sendero se sucedían filas de árboles en un estrecho pasillo por el que escapar. Cuanto más corría, más creía sentir su aliento en la nuca. Saltó sobre un tocón que le impedía el paso pero resbaló. Notó el aliento de Widukindo. El hombre sorteó el tocón pero también tropezó, momento que Theresa empleó para levantarse y continuar la huida. A su derecha advirtió un pequeño terraplén y se dejó caer con la esperanza de acceder al río. Su trasero se raspó con las zarzas. Widukindo la imitó. Apenas le llevaba unos pasos de ventaja. Ella nadaba bien. Si alcanzaba el río, tal vez pudiera vadearlo. Corrió con toda su alma, rogando a Dios que le permitiera llegar al agua.
Había avanzado un trecho cuando inesperadamente otra figura surgió delante de ella, chocaron y ambos rodaron por el suelo. Widukindo los contempló sorprendido. Cuando Theresa se recuperó, vio que el desconocido era Olaf, ahora tumbado y con la pierna de madera desencajada. Intentó ayudarle, pero Widukindo se lo impidió apartándola de un empujón. Olaf intuyó el peligro y desde el suelo ordenó a Theresa que se situara a sus espaldas. Widukindo sonrió, permitiendo que la joven se parapetara tras el tullido.
– Un lisiado y una puta… Disfrutaré arrancándote la pierna que te queda, y a ti follándote hasta las entrañas.
– ¡Theresa! ¡El scramasax! -gritó Olaf.
Ella no le entendió.
– ¡El scramasax! -insistió él con desesperación.
La joven se lo tendió.
Widukindo rio ante lo absurdo de la situación, pero Olaf agarró el scramasax y lo lanzó con puntería. De repente Widukindo sintió un golpe en la garganta. Luego notó la tibieza de la sangre derramándose por su cuello, y después ya no sintió nada.
En cuanto se ajustó la pierna postiza, Olaf se cercioró de que Widukindo no respiraba. Después convenció a Theresa de que, para evitar problemas, lo mejor sería mantener la boca cerrada. Ella se mostró de acuerdo. Al fin y al cabo, había sido una suerte el que Olaf hubiera escuchado los alaridos de Widukindo y hubiera acudido a ayudarla. Ahora Helga no tendría de qué preocuparse. Pariría a su hijo sin que aquel malnacido volviera a molestarla.
Olaf lo desnudó para luego quemar sus ropas.
– Si lo enterrásemos y descubrieran su cuerpo, sin duda sabrían que fue un asesinato. En cambio, sin vestimenta, cuando los lobos lo devoren no quedará rastro.
Arrojó el cadáver por un barranco después de asestarle un par más de cuchilladas para que la sangre atrajese a las alimañas. Luego cargó con los zapatos y la ropa del muerto. De camino a las tierras de Theresa, apenas hablaron. Sin embargo, antes de llegar, la joven le dio las gracias.
– Cualquier esclavo habría hecho lo mismo por su ama -se justificó.
Una vez en la cabaña, Olaf registró la ropa antes de echarla al fuego. Conservó el cuchillo y los zapatos, que le servirían bien en cuanto los tintara. En cambio, le entregó el puñal a Theresa porque un esclavo no podía poseer armas. Ella lo rechazó.
– Límale la punta y podrás usarlo sin que nadie te incrimine.
Olaf le agradeció el gesto mientras admiraba el puñal. Era un instrumento tosco, pero de buen acero. Lo modificaría y quedaría irreconocible. Se inclinó ante Theresa y Lucilla lo imitó. Luego prepararon algo de cenar porque en breve anochecería.
Para cuando terminaron con la pierna del corzo, la luna ya alumbraba, de modo que Theresa decidió pernoctar en la cabaña. Lucilla le hizo un hueco entre los dos niños. Ella durmió en el suelo a su derecha y Olaf lo hizo fuera, abrigado por una capa.
Aquella noche Theresa volvió a purgar sus penas. Recordó a su padre Gorgias y especuló sobre su paradero. Quizás estuviera muerto, pero por probable que fuera, ella no lo aceptaba. Evocó a Alcuino añorando los días de aprendizaje, sus palabras amables, su extraordinaria sabiduría. Después repasó a cuantos habían fallecido por su causa: la joven del incendio, los dos sajones en la vivienda de Hóos, ahora Widukindo… Por un instante se preguntó si merecía la pena la fortuna de sus tierras.
Los aullidos de los lobos le hicieron imaginar el cadáver de Widukindo. Luego pensó en su padre y lloró al figurárselo devorado por las alimañas.
De repente se incorporó como impulsada por un resorte. Lucilla se despertó, pero Theresa la tranquilizó. La joven se arropó y salió de la cabaña. Olaf se sorprendió porque aún era noche cerrada. El esclavo se apartó del buey que le servía de cobijo y la miró con extrañeza mientras se frotaba las legañas. Theresa admiró la luna en silencio. En unas horas amanecería y entonces Alcuino partiría hacia Würzburg. Tomó aire y miró a Olaf. Luego le ordenó que se preparara.
– Acompáñame a Fulda. Antes de partir, quiero dejar ciertas cosas arregladas.
En las cuadras de la abadía todo era bullicio aquella madrugada. Decenas de frailes corrían de un lado para otro trasegando con alimentos, animales, armas y equipajes bajo la atenta mirada de los hombres de Carlomagno. Los boyeros terminaban de uncir a las bestias que renegaban con mugidos y derrotes, las domésticas transportaban las últimas raciones de tocino salado, y los soldados atendían a las instrucciones de sus mandos.
Theresa localizó a Alcuino en el instante en que éste cargaba un carro con sus pertenencias. Ella sólo había cogido una muda de ropa y sus tablillas de cera. Lo demás se lo había dejado a Helga la Negra, a quien minutos antes había despertado para comunicarle que se marchaba. Helga cuidaría de sus tierras hasta su regreso, cosa que le prometió sucedería aunque sólo fuera para recoger el arriendo con que la Negra se había empeñado en compensarla. Cuando Alcuino vio a Theresa, fue hacia ella contrariado.
– ¿Se puede saber qué haces aquí?
– Nada que os importe -respondió sin mirarle. Cogió su talega y la echó encima de un carro.
– ¡Baja eso de ahí! ¿Qué pretendes? ¿Que llame a los soldados?
– ¿Y qué pretendéis vos? ¿Que vaya sola caminando? Porque eso es lo que haré.
– ¿Aunque acabes en un barranco?
– Aunque acabe en un barranco.
Alcuino aspiró fuerte y apretó los dientes. Nunca en toda su vida se había topado con una criatura tan obstinada. Finalmente murmuró algo y le dio la espalda.
– Maldita sea. ¡Sube al carro!
– ¿Cómo?
– ¿Es que no me has oído? ¡Que subas al carro!
Theresa le besó la mano, sin saber cómo darle las gracias.
Al amanecer apareció Izam de Padua luciendo una llamativa sarga roja sobre la que refulgía una cota de malla. Le seguía un nutrido grupo de soldados escoltando a la comitiva romana.
Cuando el ingeniero vio a Theresa, hizo ademán de ir a saludarla, pero se detuvo al comprobar que un hombre joven se le adelantaba. Ella se dejó abrazar por Hóos Larsson, quien celebró su presencia besándola en la boca. Izam observó perplejo la escena y Hóos lo advirtió.
– ¿De qué le conoces? -preguntó Hóos cuando vio que Izam se retiraba.
– ¿A quién? ¿Al de la cota de malla? -disimuló ella-. Es un empleado de Carlomagno. Me ayudó con el esclavo del que te hablé. El de la pierna de madera.
– Parecía muy pendiente de ti. -Sonrió, y volvió a besarla, cerciorándose de que Izam los contemplara.
A Theresa le extrañó que Hóos no se hubiera sorprendido al verla, ya que en ningún momento le había manifestado su intención de viajar a Würzburg. Al contrario, imaginaba que ambos habrían permanecido en Fulda para continuar con su relación tranquilamente y, sin embargo, allí se encontraban: hacia un destino desconocido sin haberlo planeado. Hóos le contó que su amigo el ingeniero le había contratado como guía.
– Tendrías que haberles visto. Cuando les dije que la nieve aún cegaba los pasos, berrearon como locos. Fue entonces cuando les propuse retroceder hasta Fráncfort y desde allí remontar el río en algún navío. A estas alturas, el deshielo ha comenzado, así que a poco que nos acompañe la fortuna podremos alcanzar Würzburg navegando.
– ¿Y pensabas marchar sin avisarme?
– Estaba seguro de que vendrías. -Sonrió-. Además…
Theresa lo miró desconfiada.
– Además ¿qué?
– Que de haber sido necesario te habría traído a rastras. -Rio y la izó en volandas.
Theresa sonrió feliz entre los sólidos brazos de Hóos. Se dijo que mientras él estuviese cerca, nada malo le sucedería.
Entre los reunidos, Theresa contabilizó unas setenta personas. Diez o doce pertenecían a la delegación papal, unos veinte parecían soldados u hombres de armas, y el resto se dividían entre boyeros, mozos y gentes de la zona. Advirtió que, en efecto, era la única mujer, pero no le preocupó. Además de los hombres, ocho carros tirados por bueyes, y otros tantos más ligeros uncidos a muías completaban la comitiva.
A una voz de Izam, los látigos restallaron sobre las bestias, que mugieron de dolor y tiraron penosamente en dirección a las murallas. Alcuino avanzaba tras el primer carro acompañado por la delegación papal. Theresa se bamboleaba sobre el segundo, pendiente de Hóos, que abría la marcha. Izam cerraba el convoy con el grueso de la soldadesca.
Dejaron atrás Fulda en dirección a Fráncfort.
Durante el trayecto, Hóos conversó varias veces con Theresa. Le comentó que en Würzburg la gente se moría de hambre, y por ese motivo doce carros transportaban grano. En Fráncfort añadirían las provisiones que pudieran cargar en los navíos. Ella le habló sobre Alcuino y sobre cómo había resuelto el caso del trigo envenenado.
– Te repito que no te fíes de él. Ese fraile es listo como el hambre, pero oscuro como el diablo.
– No sé… Se ha portado bien con Helga. Y a mí me ha proporcionado un empleo.
– Me da lo mismo. Cuando esto acabe y me paguen, ya no necesitarás ningún trabajo.
Theresa concedió sin entusiasmo, y le confió que su único interés consistía en encontrar a su padre vivo. Cuando Hóos le señaló las dificultades de tal anhelo, ella se negó a escucharle y se acurrucó bajo una manta.
La comitiva avanzó cansinamente toda la mañana. Dos jinetes provistos de antorchas abrían el paso, cuidando que los carros superaran las dificultades del camino. A poca distancia, cuatro mozos con guantes se ocupaban de retirar las piedras que obstaculizaban el avance de las carretas, mientras los boyeros, a fuerza de rebenque y juramentos, se afanaban por mantener a los bueyes apartados de los barrancos. Atentos a cualquier peligro, otra pareja bien pertrechada vigilaba la retaguardia.
Tras superar un trecho embarrado en el que los hombres hubieron de tirar tanto como las bestias, Izam ordenó el alto. A su juicio, el camino se abría lo suficiente como para proporcionar una acampada segura, de modo que los hombres dispusieron los carromatos en hilera junto al arroyo, ataron los caballos al primer carro y descargaron el forraje para los animales. Un mozo encendió una fogata sobre la que dispuso varias piezas de venado, mientras Izam congregaba al resto para organizar las guardias. Una vez cumplimentadas, se acomodaron junto a la hoguera y comenzaron a beber hasta que la carne quedó asada. Theresa ayudó a los mozos de cocina, quienes celebraron la presencia de una mujer con habilidad para los pucheros. Un par de oteadores regresaron con unos conejos que hicieron las delicias de los miembros de la delegación papal. Los menos afortunados hubieron de conformarse con gachas de avena y pata de cerdo salada; sin embargo, el vino pasó de mano en mano y los hombres comenzaron a parlotear y reír a medida que se vaciaban las jarras.
Theresa recogía unos cuencos cuando Izam se le acercó por la espalda.
– ¿No bebes vino? -le ofreció.
Ella se volvió sorprendida.
– No, gracias. Prefiero agua. -Y dio un sorbo a su vaso.
A Izam le extrañó. Por lo general, durante los viajes la gente ingería vino aguado, o en su defecto cerveza, porque provocaban menos enfermedades que el agua contaminada. De nuevo insistió.
– Este arroyo no es de confianza. Su lecho no es pedregoso, y fluye de oeste a este. Además, un par de millas atrás dejamos un asentamiento de colonos, así que seguramente todos sus desperdicios discurren por el cauce.
Theresa escupió el agua y aceptó la copa de Izam. Era un vino fuerte y caliente.
– Antes intenté saludarte, pero andabas ocupada.
Ella le respondió con una sonrisa de circunstancia. Vio a Hóos comiendo venado y se avergonzó de que pudiera sorprenderla.
– ¿Es tu prometido? -preguntó él.
– Aún no. -Se ruborizó sin comprender bien el motivo.
– Es una lástima que yo lo esté -mintió él.
Sin saber por qué, a ella le disgustó.
Hablaron un rato más sobre las dificultades de la ruta. Finalmente, ella cedió a la curiosidad.
– ¿Sabes? No creo que realmente estés comprometido -dijo ella sonriendo, y al instante se avergonzó de su descaro.
Izam se echó a reír. En ese momento llegó Alcuino para felicitarles.
– A ti por tu cocina, y a ti por tu destreza dirigiendo la comitiva -dijo.
Izam agradeció el cumplido, y se despidió porque un par de soldados reclamaban su presencia. Theresa interrogó a Alcuino sobre Izam de Padua.
– Pues realmente no sé si tiene doncella -respondió el fraile sorprendido por una cuestión como aquélla.
Arribaron a Fráncfort al día siguiente de madrugada. Hóos e Izam emplearon la mañana en deambular por el puerto en busca de los navíos más apropiados. En el embarcadero encontraron sólidos veleros francos, navíos daneses de amplio calaje y naves frisonas de panza ancha. Izam apostó por la fortaleza y capacidad de los cascos, mientras que Hóos apostaba por la ligereza.
– Si encontramos hielo, tal vez tengamos que remolcarlas -observó el amante de Theresa.
Finalmente se decidieron por dos barcos pesados, bien pertrechados de remos, y un navío liviano capaz de remontar el río a rastras.
A mediodía comenzaron las labores de estiba. Comieron todos juntos en un almacén cercano, y un par de horas después, las tres embarcaciones surcaban el Main repletas de animales, soldados y curas.
Alcuino de York jamás imaginó que de la boca de un prelado pudiera salir tal sarta de blasfemias; sin embargo, cuando Flavio Diácono escuchó crujir el casco, no paró de maldecir hasta que el navío quedó encallado en el hielo.
– ¡Jamás debimos emprender esta travesía! -espetó Flavio mientras descendía del barco con los brazos llenos de bártulos-. Pero ¿qué pretende este condenado? ¿Matarnos?
Izam de Padua lo miró con desdén mientras escupía el trozo de carne que llevaba rato mascando. Bastante tenía él con tratar de liberar el casco, como para, además, preocuparse de las quejas de un par de curas remilgados. Miró al frente y se maldijo. Ante él se abría un río totalmente congelado.
Desde que zarparan de Fráncfort, la travesía había transcurrido sin incidentes, a excepción de los carámbanos de hielo que les habían ido avisando. Por fortuna, las naves que les secundaban habían logrado evitar el choque y flotaban mansamente a sus espaldas. Enseguida dispuso un par de vigías sobre el frente helado, ordenó a la tripulación que desalojase la bodega y se aseguró de que víveres y animales fueran ubicados sobre la zona más sólida del témpano. Hóos encabezó un grupo que a través del hielo se encaminó hacia la orilla.
– ¡Que me corten las manos si adivino lo que está pasando! ¿Y ahora qué hace ese hombre? -preguntó Flavio.
– No lo sé. Supongo que sacarnos de aquí, que para eso le pagamos -respondió Alcuino sin dejar de ordenar sus libros-. Por favor, sujetadme esta Biblia con cuidado. Es un ejemplar muy valioso.
Flavio agarró la Biblia y la soltó descuidadamente sobre una pila de fardos. Le irritaba la presencia de Theresa y la tranquilidad con que Alcuino afrontaba la situación.
– Tal vez estén organizando el regreso -aventuró Theresa.
– No lo creo. Es más, aseguraría que pretende elevar el barco del agua y arrastrarlo sobre el hielo.
– ¿Os habéis vuelto loco? ¿Cómo va alguien a arrastrar un barco hasta Würzburg? -terció de nuevo el romano.
– Querido Flavio, fijaos a vuestro alrededor -dijo sin alzar la vista-. Si quisiese retroceder, emplearía otro navío para remolcarnos. Sin embargo, ha enganchado las sogas en el tajamar de proa, no en la popa, y a continuación ha uncido los bueyes, lo cual sólo puede significar que pretende elevarlo.
– Pero eso es demencial. ¿Cómo van a tirar treinta hombres de un barco?
– Treinta y uno, paternidad -dijo Theresa, que los había contado.
– ¿Y vos participaréis de esa insensatez?
– Si pretendemos llegar a Würzburg, desde luego que sí -dijo Alcuino mientras protegía unos frascos-. Y ya que vos no pensáis empujar, al menos ayudadme con estas plumas. Aseguradlas ahí, junto a los tinteros.
– Pero si es que es imposible -insistió mientras sujetaba los instrumentos-. Treinta hombres arrastrando un barco… o treinta y uno, si es que os place morir empujando… Fijaos en el tamaño del casco: supera los veinte pasos. ¿Y los víveres?… ¿Qué pasará con los víveres?
– Quizá deberíais preguntárselo al comandante.
– ¿A Izam de Padua? Tal vez ese presuntuoso haya hablado con vos, pero desde que zarpamos de Fráncfort no me ha dirigido la palabra. -Dejó de acarrear bártulos y se plantó mirando a Alcuino-. ¿Sabéis lo que pienso? Que deliráis. Majaderías de un viejo fraile que cree saber más que un prelado. Lo que deberíamos hacer es continuar a pie, siguiendo el curso del río. Tenemos bueyes, y hombres bien armados.
– Pues lo que yo creo es que, si hablaseis menos y ayudaseis más, ya habría terminado de bajar estos trastos.
– ¡Alcuino! Recordad el respeto que merezco.
– Y vos que yo merezco un descanso. Que como bien decís, no soy ya ningún muchacho. Si pretendo empujar el navío, necesitaré reposo.
– Pero ¿aún seguís con eso? Treinta y un hombres no…
– Tal vez más: Mientras vos hablabais, diez tripulantes del segundo barco han tendido una escala para trasladarse a este lado -señaló Theresa.
Flavio ni la miró.
– Pues permitid que os diga que no sois el único que sabe conjeturar. Si no desencallamos el barco, lo que ocurrirá será que trasladaremos nuestro equipaje al otro navío y regresaremos a Fráncfort a esperar que termine el deshielo. Esos hombres que están cruzando habrán venido para ayudar al traslado.
– ¿Armados con sus pertrechos? Desde luego que ayudarán, pero del modo que os he explicado. Por cierto, que si tan mala idea os parece, deberíais subir al otro barco.
– Sabéis tan bien como yo que necesitamos llegar a Würzburg.
– Pues entonces, dejad de protestar y bajad vuestro equipaje. Theresa, ayúdame con este volumen. Mirad. -Señaló a los tripulantes-. De los hombres que se dirigieron a la orilla, dos han marchado río arriba, sin duda para comprobar la magnitud de la helada; los restantes han comenzado a cortar troncos y aparejarlos.
– ¿Madera para reparar la nave? -sugirió la joven.
– Más bien parece que estén fabricando palancas para el traslado del barco. Si observas el terreno, comprobarás que en esta zona el río se arremansa, y esa circunstancia, unida a la sombra de esa gran montaña -la señaló-, apuntan a la causa de esta inesperada helada. Sin embargo, allá arriba, donde la sombra desaparece y la pendiente se pronuncia, seguro que el agua fluye tranquila.
En ese instante regresó Hóos con cara de buenas noticias. Dejó las armas sobre el hielo y se dirigió a Izam.
– Tal como sospechaba, tendremos que remontar un par de millas. Más allá, el hielo comienza a quebrarse y podremos continuar la travesía.
– ¿Y la ribera? -preguntó el comandante.
– Hay dos o tres lugares donde se estrecha, pero el resto no presenta dificultades.
– De acuerdo. ¿El vigía?
– Arriba apostado, como ordenasteis.
– Pues entonces sólo nos queda desencallar a este bastardo y arrastrarlo sobre el hielo hasta que navegue río arriba.
Envueltos en cordajes, los tripulantes apretaron los dientes y tiraron al unísono. Al primer intento el barco sólo crujió. Luego el crujido se transformó en un lamento y finalmente, tras un último esfuerzo, la quilla se elevó en el aire hasta desplomarse sobre la superficie helada. Poco a poco, el navío comenzó a arrastrarse por la capa de hielo como un animal agonizante. Encabezados por los bueyes, doce remeros tiraban de las maromas de proa auxiliados por otros ocho que, situados a ambos lados del casco, se esforzaban en guiarlo. Los cuatro hombres restantes habían recibido orden de permanecer junto a la tripulación del segundo barco, custodiando los víveres y el equipaje.
A cada voz, un trallazo sacudía la nave haciendo que avanzase en un estertor casi inapreciable. Poco a poco, conforme el casco progresaba, los tirones se fueron uniformando y finalmente el navío comenzó a deslizarse dejando tras de sí una profunda cicatriz helada.
A media tarde, tras un rosario de maldiciones, se oyó con nitidez el hielo quebrándose bajo el casco.
– ¡Parad! ¡Parad, malditos bastardos, o el hielo cederá y moriremos ahogados!
Los hombres soltaron rápidamente las maromas y retrocedieron unos pasos. A partir de aquel punto la capa de hielo se adelgazaba, y algo más lejos comenzaba a disgregarse en un laberinto de carámbanos.
– Recoged las sogas y los animales. Haced un agujero en el hielo y dadles de beber un poco. Vosotros dos, en cuanto los bueyes se recuperen regresad a por los víveres -ordenó Izam.
Flavio, que no había participado en el remolque, se apartó unos pasos del barco. Al poco aparecieron Theresa y Alcuino con el rostro congestionado. El fraile intentó decir algo, pero sólo pudo emitir un gemido. Luego se dejó caer y cerró los ojos mientras intentaba recuperar el resuello.
– Hicisteis mal en ayudar -le recriminó Flavio-. Me miran como a un bicho raro.
– Un poco de ejercicio físico alivia al espíritu -adujo Alcuino jadeando.
– Ahí os equivocáis. Dejad el trabajo para quienes tienen la obligación de hacerlo. Los oratores nos debemos al rezo, que es lo que Dios nos ha encomendado. -Y le ayudó a mover el bulto más ligero.
– Ah, sí… las reglas que rigen el mundo: los oratores rezan por la salvación de los hombres, los bellatores luchan por la iglesia, y los laboratores se encargan de trabajar por todos los demás. Perdonad, lo había olvidado -sonrió Alcuino con ironía.
– Pues no deberíais -alzó la voz Flavio.
– Sin embargo, acordaréis conmigo que los campesinos también han de rezar de vez en cuando. Pasadme un poco de agua, por caridad.
– Desde luego. Y no tan de vez en cuando.
– Y de igual modo aceptaréis que los bellatores, además de ejercitarse para la contienda, no deben olvidar sus obligaciones espirituales. -Bebió un trago.
– Por supuesto… -admitió Flavio.
– Pues entonces no veo impedimento para que en alguna ocasión nosotros trabajemos un rato -dijo, algo más recuperado.
– Olvidáis que no soy monje como vos. Soy canciller papal. Primicerio de Letrán.
– Con dos piernas y dos brazos -le recordó Alcuino levantándose-. Y ahora, si me disculpáis, esto aún no ha terminado.
El fraile dirigió una mirada hacia la orilla. Luego, furtivamente, observó a Izam apoyado en el pretil de la nave.
– Seguro que ese vigía le preocupa -observó Theresa, refiriéndose a Izam-. Hace tiempo que marchó, y aún no ha regresado.
– Por Dios, muchacha, no dramatices. Estará vaciando los intestinos o explorando el terreno -dijo Flavio.
– Pero fijaos en Izam: no aparta la mirada del bosque y se le ve preocupado.
Flavio advirtió lo acertado de aquel juicio. El ingeniero se movía de un lado a otro como un animal acosado, daba órdenes sin parar, y no apartaba la mano de su arco. Alcuino dejó a Flavio y se acercó a Izam.
– Estimo que aún nos queda día y medio de travesía. ¿Me equivoco? -tanteó.
Izam lo miró de soslayo.
– Perdonad, pero no estoy para confesiones -dijo apartándose de su lado.
– Lo comprendo. No sois el único que echa de menos a ese vigía. Yo también estaría alarmado.
Izam lo miró sorprendido. Aún no había compartido lo que pensaba con la tripulación, pero aquel cura parecía haberlo adivinado. Clavó la mirada en los árboles y se tocó la barbilla.
– No sé a qué esperan para atacarnos. Tal vez a que llegue la noche -observó, dando por sentado que ambos sabían de lo que estaban hablando.
– Lo mismo opino yo -terció Hóos uniéndose a la conversación-. No deben de ser muchos, o ya nos habrían asaltado.
Alcuino y el comandante miraron al recién llegado.
– Cuando necesite una opinión ya os la pediré. Ahora limitaos a vuestro trabajo -replicó Izam.
– Desde luego -dijo Hóos retirándose.
– ¿Le conocéis? -preguntó Alcuino.
– De Aquis-Granum, aunque no demasiado. Lo único que sé es que conoce más estos parajes que todos esos soldados. Y ahora, si no os importa, he de preparar a mis hombres.
Alcuino asintió con la cabeza para, acto seguido, encaminarse hacia el lugar donde descansaban los bueyes. En ese momento sólo pensaba en proteger su equipaje, y cerca de los animales disfrutaría de más oportunidades. Advirtió que Izam dividía a la tripulación en dos grupos. Al parecer, había reconsiderado el número de hombres que deberían portear los víveres. Hóos y Theresa se encontraban entre los presentes.
– Escuchad con atención -pidió el ingeniero-. Es posible que algunos bandidos estén apostados tras esos árboles, y si es así, deberemos apresurarnos. Los que retrocedáis por los bagajes, abrid los ojos y caminad sobre el hielo por el centro del cauce. Vosotros tres ocupaos de los equipajes. Los demás de los víveres. Si en una hora no habéis regresado, partiremos sin vosotros.
Los elegidos se agruparon y emprendieron la marcha. Alcuino y Flavio les acompañaron. Los demás intentaron devolver la nave al agua, pero tras varios empujones apenas la movieron un palmo. Izam estableció la defensa del lugar disponiendo toneles con flechas a ambos lados del casco. Luego se situó a proa, cuidando de que Theresa permaneciera a bordo parapetada tras una pila de sacos.
Meditaba sobre la situación cuando de repente, río arriba, divisó un objeto oscuro flotando entre los carámbanos. No llegó a identificarlo porque la corriente lo sumergió rápidamente, pero poco a poco la mancha se fue deslizando hacia la proa del barco. Entonces Izam agarró un arpón, saltó por la borda y se situó junto a un hueco donde se abría el hielo. Cuando la mancha alcanzó el agujero, hundió el arpón hasta sentir que enganchaba. Entonces tiró con fuerza del mango y gritó con horror al advertir que se trataba de la cabeza del vigía, horriblemente mutilado.
Casi había transcurrido el plazo otorgado, cuando a lo lejos aparecieron los primeros marineros. Avanzaban pesadamente cuando de repente uno de los bueyes lanzó un mugido y cayó al suelo fulminado. Izam comprendió que el ataque había comenzado. De inmediato ordenó a sus hombres que cargasen los arcos. El grupo que regresaba se resguardó tras los trineos. Los arqueros de Izam dispararon una andanada que se cruzó con la que desde la orilla lanzaban los salteadores. Un par de hombres abandonaron los bueyes y echaron a correr en dirección al barco, pero ambos fueron abatidos a los pocos pasos. Alcuino y Flavio se mantuvieron agachados tras el último trineo. Hóos se les acercó.
– Permanezcan aquí hasta que yo diga lo contrario -les ordenó.
Alcuino y Flavio asintieron. Hóos se agazapó tras el buey herido y cortó las ligaduras que lo unían al sano. Luego llamó a los clérigos.
– Vamos. Colóquense detrás. Ahora, cuando golpee al animal, corran tras él utilizándolo como parapeto.
– Flavio no podrá -objetó Alcuino.
Hóos miró a Flavio y advirtió que una flecha le había atravesado el muslo.
– Está bien. Yo me ocuparé de él -dijo, entregándole a Alcuino la cuerda que sujetaba el buey-. Vamos. Aprisa.
– ¿Y los equipajes? -preguntó Alcuino al advertir que Hóos había cortado el tiro.
Hóos se agazapó tras los sacos mientras las flechas llovían de un lado a otro.
– Conseguiré arrastrarlos. Ahora corra -dijo, y golpeó el lomo de la bestia.
El animal arrancó despavorido con Alcuino agarrado a su rabo. Hóos le gritó que se parapetara y el fraile obedeció. Uno de los remeros intentó unirse al animal, pero cuando iba a conseguirlo cayó fulminado por un dardo. Hóos llamó a otro hombre para que le ayudara. Entre ambos recostaron a Flavio sobre el trineo y lo protegieron con unas tablas. Luego, agachados, comenzaron a empujarlo en dirección al barco.
– ¡Esos malditos nos están acribillando! -bramó Hóos ya cerca del casco.
– Ya lo veo. ¿Está bien Flavio? -preguntó Izam desde el navío.
– Un rasguño en un muslo.
– ¿Y los víveres?
– En los carros -dijo señalando a otro grupo de hombres que llegaban tras sendos carromatos.
– Bien. ¡Rápido!, izad las provisiones y empujemos el barco.
Pese a encontrarse exhausto, Alcuino se unió a los que desde el lado izquierdo trataban de deslizar la nave. Poco después, Hóos y los demás hombres les echaban una mano.
– ¡Subid a Flavio! ¡Está malherido! -gritó Izam. Las flechas seguían diezmándolos.
Varios remeros izaron a bordo los bagajes y acomodaron a Flavio en la cubierta, mientras abajo continuaban empujando.
– ¡Por todos los demonios! ¡Empujad, malditos bastardos!
Los hombres obedecieron a Izam. Al segundo intento la nave se movió.
– ¡Otra vez! ¡Más fuerte! ¡Empujad!
De repente el hielo comenzó a crujir con un estruendo ensordecedor. Los hombres se apartaron aterrados y el barco empezó a hundirse como si se lo estuviese tragando el diablo.
– ¡Atrás, rápido! ¡Alejaos!
En ese instante, el suelo se abrió y el barco se precipitó en el río hasta la escotadura. Varios remeros cayeron al agua enredados en las cuerdas.
– ¡Subid al barco! ¡Arriba, condenados, arriba! -ordenó Izam entre una lluvia de dardos.
Hóos logró encaramarse el primero. Los otros supervivientes se desprendieron de sus arcos y se aferraron a la borda. Alcuino se debatía entre ellos con medio cuerpo sumergido en el río.
– Hay hombres atrapados -avisó Alcuino sujetando a un herido.
– No hay tiempo. Subid. -Hóos le tendió el brazo desde el brocal.
– No podemos abandonarlos -insistió sin soltar al que mantenía agarrado.
– ¡Subid, maldita sea, o juro que yo mismo bajaré a izaros!
Alcuino se negó.
Hóos saltó por la borda y cayó al hielo junto a Alcuino. Luego desenfundó su espada y atravesó al hombre que el fraile estaba ayudando. Acto seguido se levantó y remató a otro que luchaba por escapar de las aguas heladas.
– Ya no hay que esperar más. ¡Nos vamos! -anunció Hóos.
Alcuino miró a Hóos con estupor. Extendió el brazo como un sonámbulo y un par de remeros le ayudaron a trepar por la borda.
La nave avanzó río arriba hasta que el sol se ocultó tras las montañas. Poco después detenía su marcha en un pequeño remanso.
– Fondearemos aquí -declaró Izam.
Alcuino aprovechó para atender a los heridos, pero como carecía de ungüentos se limitó a limpiar flechazos y vendar las contusiones. Una voz débil le distrajo a sus espaldas.
– ¿Puedo ayudaros?
Alcuino miró a Theresa con gesto de preocupación. Asintió con gesto serio y la joven se agachó para auxiliarle. Cuando terminaron con los heridos, Theresa se retiró a un rincón para rezar por los muertos. Hóos se acercó a Alcuino con un trozo de pan en la mano.
– Tomad, comed un poco -le ofreció.
– No tengo hambre. Gracias.
– Alcuino, por el amor de Dios. Vos mismo lo visteis. El barco ya navegaba y esos infelices estaban atrapados. No se podía hacer otra cosa.
– Tal vez no hubierais opinado lo mismo de haber sido vos el atrapado -respondió con ira.
– No os obcequéis. Puede que yo no sea la clase de persona con quien compartir una tarde de poesía, pero os he salvado la vida.
Alcuino asintió con la cabeza y se retiró irritado.
Nada más amanecer, uno de los remeros se descolgó por la proa para evaluar los daños. Al cabo de un rato subió mal encarado.
– El casco está destrozado -informó mientras le secaban-. Dudo que aquí podamos repararlo.
Izam meneó la cabeza. Podría atracar en la orilla para abastecerse de madera, pero era un riesgo innecesario.
– Proseguiremos mientras el barco aguante.
Alcuino se despabiló con el chapotear de los remos. A su lado dormitaban Flavio, medio cubierto con una manta, y Theresa, acurrucada junto a la talega de su padre. Alcuino decidió despertarlos para evitar que se congelaran. Mientras Flavio se despejaba, la muchacha preparó un poco de vino y una rebanada de pan de centeno.
– Han racionado los víveres -informó la joven-. Parece que durante el ataque se perdieron los alimentos.
– Me duele la pierna -se lamentó Flavio.
Alcuino le levantó la sotana. Por fortuna, el romano era un hombre grueso y la flecha se había alojado casi por entero en la grasa.
– Haríamos bien en arrancarla.
– ¿La pierna? -preguntó asustado.
– No, por Dios; la flecha.
– Mejor aguardemos a llegar a Würzburg.
– De acuerdo, pues. Probad mientras este queso.
Flavio mordió la porción. De repente Alcuino agarró la flecha y la extrajo de un tirón. El grito de Flavio resonó en las montañas. Alcuino vertió un poco de vino sobre la herida y la cubrió con unas vendas que tenía preparadas.
– Maldito aprendiz de cirujano…
– Esa herida podría haberse complicado -alegó con serenidad-. Ahora incorporaos e intentad caminar un poco.
Flavio obedeció a regañadientes, pero al poco deambulaba torpemente entre su equipaje, arrastrando los pies como si se los hubiesen encadenado. Observó que una vía de agua humedecía la cubierta junto a un arcón de su propiedad que ya se veía empapado. Gritó como una mujerzuela y, con la ayuda de Alcuino, trasladaron el arcón a un lugar más elevado.
– A juzgar por vuestro rostro, debe de contener algo importante -observó Alcuino palmeando el arcón.
– Lignum crucis… una reliquia que viaja conmigo -explicó Flavio angustiado.
– ¿Lignum crucis? ¿La madera de la Cruz del Gólgota? ¿La reliquia conservada en la basílica Sessoriana?
– Veo que sabéis de lo que hablo.
– Pues sí, aunque lo cierto es que soy bastante escéptico.
– ¿Cómo? Acaso insinuáis…
– No, por Dios. Disculpadme -atajó-. Por supuesto que creo en la autenticidad del lignum crucis, del mismo modo que defiendo la naturaleza de los cuerpos de Gervasio y Protasio, o la capa de san Martín de Tours. Pero acordaréis conmigo que han sido muchas las abadías u obispados en que casualmente se han encontrado todo tipo de huesecillos.
– Breve confinium veratis et falsi. No seré yo quien entre a disputar la autenticidad de unas reliquias que contribuyan a atraer almas al Reino de los Cielos.
– No sé. Tratándose de asuntos de Dios, tal vez deberíamos confiar más en sus mandamientos.
– Observo en vos el don de la polémica. -Secó el arcón con un paño húmedo-. El hábil don de quien gasta saliva sin entender el porqué de su discutir. ¿Acaso conocéis el verdadero poder de una reliquia? ¿Seríais tal vez capaz de discernir entre la Lanza de Longinus, el Santo Sudario, o la sangre de un mártir?
– Conozco esa clasificación, pero en cualquier caso os reitero mis disculpas. No pretendía cuestionar…
– Pues si no lo pretendíais, entonces no lo hagáis -respondió Flavio a viva voz.
– Lo siento, paternidad -se excusó Alcuino azorado-. Pero antes, y si no os incomoda, permitidme una última pregunta.
Flavio lo miró con hastío, como si dudase en contestar.
– Decidme -consintió.
– ¿Para qué lleváis la reliquia a Würzburg?
El prelado pareció pensárselo, aunque finalmente respondió.
– Como sabréis, Carlomagno lleva años intentado someter a los paganos de Abodria, Panoia y Baviera. Sin embargo, ni las continuas campañas, ni sus castigos ejemplares han conseguido que Dios anide en sus recónditas almas. Los paganos son gentes rudas, ancladas en el politeísmo, en la herejía, en el concubinato… Con esa gente, la fuerza de las armas es necesaria, aunque a veces no suficiente.
– Continuad. -Alcuino no estaba seguro de pensar lo mismo.
– Maldita herida. -Se interrumpió para arreglarse el vendaje-. Pues bien, hace ocho años, Carlomagno y sus huestes acudieron a Italia en respuesta a la súplica del Santo Pontífice. Como tal vez sepáis, los lombardos, no conformes con señorear en los antiguos ducados bizantinos, habían invadido las ciudades de Faenza y Comacchio, sitiado Rávena y sometido Urbino, Montefeltro y Sinigaglia.
– Habláis de Desiderio, el rey de los lombardos.
– ¿Ese hombre, rey? No me hagáis reír, por el amor de Dios. Aunque así se hiciera llamar, Desiderio sólo era una serpiente con forma humana. El rey de la perfidia. Ése debería haber sido su verdadero título.
– Pero ¿antes no había contraído matrimonio una hija de Desiderio con el propio Carlomagno?
– En efecto. ¿Y acaso es posible concebir mayor felonía? El lombardo se encargó de emparentar a Carlomagno con su cachorra para a continuación, creyéndose ya impune, atacar las posesiones vaticanas. Sin embargo, el papa Adriano convenció a Carlomagno de la necesidad de su concurso, y éste, tras atravesar con sus tropas el paso del Gran San Bernardino, cercó al traidor en su guarida de Pavía.
– Sin duda, un gesto de buen cristiano.
– En parte sí, aunque no os dejéis engañar. A Carlomagno le interesaba contener las ansias expansionistas del rey lombardo tanto como al propio pontífice. Al fin y al cabo, tras una presumible victoria, Carlomagno procedería no sólo a la restitución papal de los territorios usurpados conforme al liberpontificalis, sino que él también se beneficiaría al apropiarse de los ducados lombardos de Spoleto y Benevento.
– Ciertamente interesante. Seguid, os lo ruego.
Theresa escuchaba con atención.
– El resto os será conocido. Desiderio se encerró en Pavía, obligando a Carlomagno a emprender el asedio. Sin embargo, tras nueve meses de sitio, las huestes de Carlomagno comenzaron a impacientarse. Al parecer temían por sus cosechas, y a esa circunstancia se unió la noticia de una nueva revuelta en tierras sajonas. Mientras tanto, Desiderio se mantenía enquistado a la espera de acontecimientos, de modo que Carlomagno comenzó a plantearse el levantar el sitio.
– Pero Carlomagno logró la victoria -intervino Theresa, orgullosa de conocer la historia.
– Así es, aunque no merced a sus tropas. Nada más conocer la situación, el papa Adriano ordenó trasladar el lignum crucis, custodiado hasta entonces en la basílica romana de la Santa Croce de Jerusalén, hasta el campamento de Carlomagno, y a la semana de su advenimiento, una repentina epidemia comenzó a diezmar a los lombardos. Desiderio claudicó, y Carlomagno tomó la plaza sin derramar una gota de sangre.
– Y ahora, Carlomagno pretende utilizar los beneficios del lignum crucis en su disputa contra los sajones.
– En efecto. El monarca solicitó ayuda al Papa, y éste no dudó en enviarle la reliquia. Y ahora que la tiene, pretende depositarla en una ciudad segura.
– Es curioso -dijo Alcuino-. Os ruego disculpéis mi indiscreción, pero siendo custodio de tan relevante reliquia, ¿por qué habéis emprendido un viaje tan peligroso como innecesario? Podríais haber aguardado en Aquis-Granum hasta que Carlomagno iniciara la próxima campaña.
– ¿Y dejar a los habitantes de Würzburg a merced de la calamidad? No sé vos, pero yo no lo consideraría ni caritativo ni cristiano.
– Visto así, tenéis razón. Y a propósito, ¿no deberíais abrir el arcón para comprobar su estado? -observó Alcuino, empezando a levantar la tapa.
Flavio se abalanzó sobre el arcón y lo cerró con violencia.
– No creo que sea necesario -se apresuró a decir-. El arcón está forrado con cuero engrasado. Además, el lignum crucis viaja protegido por un cofre de plomo que le sirve de relicario.
– ¡Ah! Bien. Entonces no debemos preocuparnos. Sobre todo, si el cofre al que os referís es grande y de recias paredes.
– Así es, y ahora, si me lo permitís, desearía descansar un rato.
Alcuino observó cómo Flavio acomodaba su cuerpo contra el arcón. Se preguntó entonces si su abrupto comportamiento no obedecería a la falta de sueño, pero tal circunstancia no aclaraba el que aquel arcón tan liviano realmente contuviese un cofre de plomo pesado.
A media tarde, el agua anegaba la bodega con más rapidez de la que los remeros podían desalojarla, así que Izam ordenó el atraque inmediato. Tras disponer a los vigías, organizó en un grupo a los hombres que aguardarían en el navío, y en otro a los que desembarcarían. Después acudió al lugar donde se encontraban Flavio y Alcuino para interesarse por la salud del prelado romano.
– Permaneceremos fondeados cuatro horas. Lo suficiente para poner la nave a flote -les informó-. ¿Cómo sigue su herida?
– Aún duele -respondió Flavio.
– Si lo desean, pueden esperar a bordo. Nosotros tenemos trabajo en tierra.
– Yo descenderé -anunció Alcuino-. Y vos deberíais hacer lo propio -se dirigió a Flavio-. A esa pierna le conviene moverse.
– Prefiero aguardar -dijo éste con tono lastimero.
Theresa se unió al grupo porque precisaba unos instantes de la intimidad de la que carecía en el barco. Ya en tierra, Izam dividió a los hombres entre los encargados de las reparaciones y los que desempeñarían las guardias. Los primeros parchearon el casco con tablones desmontados de la propia cubierta y lo calafatearon con brea que llevaban a bordo. Los demás establecieron un perímetro de seguridad en prevención de un nuevo ataque. Theresa aprovechó para alejarse y asearse con tranquilidad, cosa que no hacía desde el día que zarparon. Aún estaba en cuclillas cuando Hóos la interrumpió. Ella se levantó avergonzada, pero él intentó abrazarla. Theresa se lo reprochó. Sin embargo, Hóos insistió mientras reía estúpidamente. Cuando ella le separó, él la empujó sin miramientos. En ese instante apareció Izam.
– Te necesitan los vigías -ordenó seco a Hóos.
Éste lo miró de reojo y obedeció de mala gana, aunque antes le robó un beso a Theresa al tiempo que le palmeaba el culo. Cuando se fue, ella terminó de arreglarse la falda con visible enojo. Izam la ayudó a recoger un broche del suelo y ella se lo agradeció. Luego disculpó a Hóos, como si fuera ella la responsable de su comportamiento. Anduvieron un rato en silencio, hasta que Theresa advirtió que Izam parecía azorado.
– Nunca lo hemos comentado, pero no eres de estas tierras -le dijo ella.
– No. No lo soy. Nací en Padua. Soy italiano.
Ella se alegró de que por fin dijera algo.
– ¿Me creerás si te digo que lo sospechaba? -bromeó-. Conocí a unas monjas romanas en peregrinación a Constantinopla. Su latín se asemejaba al tuyo, aunque su acento era más descuidado. Yo nací allí, ¿lo sabías?
– ¿En Constantinopla? ¡Vaya! ¡Bella urbe, por san Genaro!
– No puedo creerlo. ¿La conoces? -preguntó ella con asombro.
– Pues sí; pasé allí unos años. Mis padres me enviaron para instruirme en el arte de la guerra. Una ciudad magnífica para comprar, vender y amar, aunque no tanto para el recogimiento. Nunca conocí a gente tan parlanchina.
– Es cierto -rio-. Dicen que un bizantino es capaz de hablar varias horas incluso después de muerto. ¿A ti no te agrada una buena conversación?
– No sabría qué decirte. Podría contar con los dedos de la mano las ocasiones en que un coloquio me ha resultado edificante.
– Perdona. No pretendía molestarte. -Se sonrojó.
– No. No me refería a ti -se apresuró a disculparse él-. Y tú, ¿qué haces aquí? Quiero decir, en Franconia, y ahora aquí, con nosotros en el barco.
Ella lo observó. Llevaba el cabello recogido bajo un gorro de piel de castor que contrastaba con sus ojos verdes. Se sorprendió a sí misma callada, mirándolo en lugar de contestarle, así que le respondió un poco atropelladamente. Obvió a propósito los episodios de Würzburg y el barco, pero le habló de su infancia y su huida de Constantinopla. Sin embargo, Izam no le prestó demasiada atención. Miraba de un lado a otro como un animal al acecho.
– Una vida ajetreada -contemporizó finalmente él.
De repente se abalanzó sobre ella y la echó al suelo con violencia. A Theresa no le dio tiempo a gritar. Sólo sintió un enjambre de flechas silbando a su alrededor y un golpe en la sien. Izam dio la alarma mientras varios de sus hombres caían fulminados. El joven se irguió como pudo y cargó su arco, pero una nueva andanada de flechas le obligó a protegerse. Observó que al caer, Theresa se había golpeado en la cabeza y se había desmayado. A su alrededor atronaban gritos de dolor.
Pidió a sus hombres que le cubrieran. A su señal, todos dispararon. Cogió a Theresa en brazos y corrió como un loco hacia el barco. Entre Flavio y Alcuino izaron a la joven. Los demás saltaron como pudieron. Luego todos se abalanzaron sobre los remos y el barco comenzó a moverse como un gigante acribillado. Finalmente cogió impulso, y poco a poco ganó el río al abrigo de las flechas.
A envite de remo, el maltrecho navío avanzó hacia el espigón del puerto de Würzburg, giró con torpeza de costado y, tras cabecear un par de veces, encalló abruptamente en el lecho del embarcadero. De inmediato, una caterva de campesinos se arrojó al agua con la intención de ayudar en las tareas de desembarco.
Izam se situó a proa para dirigir el atraque mientras el resto de la tripulación saltaba al agua y empujaba desde popa para desencallar el casco. Cuando finalmente la nave alcanzó el embarcadero, los gritos de júbilo sofocaron las campanadas con que las iglesias de Würzburg saludaban a los recién llegados.
Poco a poco, el reguero de personas que se acercaban al amarradero se convirtió en una riada de desesperados dispuestos a matar por un pedazo de pan. La gente se agolpaba en la orilla disputándose los promontorios, los chiquillos escalaban los árboles, y los viejos se conformaban con maldecir a quienes les apartaban de sus sitios. Algunos cantaban de alegría y la mayoría daban gracias al cielo. Parecía como si de repente, los días de hambre y penurias se hubieran evaporado sin dejar rastro.
Un muchacho se acercó demasiado a los víveres y se llevó el empellón de un tripulante. Otro más joven se rio y recibió una pedrada del primero. Pronto llegaron los soldados de Wilfred. Un campesino les increpó y hubo de correr al verse descubierto. El resto de los habitantes se apartó para permitir el paso de los soldados.
Los hombres de Wilfred se emplearon con rudeza hasta despejar el paso de los carros. Una vez en el embarcadero, establecieron un pasillo custodiado por arqueros entre el navío y las carretas de transporte. Luego apareció Wilfred en su silla, precedido por sus perros.
– ¡Atended bien, hatajo de hambrientos! -gritó a los presentes-. El primero que toque un grano será ajusticiado. Los víveres se trasladarán a los graneros reales, se inspeccionarán, y una vez inventariados se procederá a su reparto, de modo que apartaos y dejad que estos hombres hagan su trabajo.
Las palabras del conde encendieron algunos ánimos que pronto se apaciguaron con el desembarco del primer fardo.
Wilfred fustigó a los perros para que tiraran del carruaje. El artefacto se desplazó, y el gentío se apartó aún más, como si aquel medio hombre con su sola mirada pudiera decidir sobre la vida de los presentes.
A la altura de la pasarela, Wilfred ordenó a dos de sus hombres que le trasladaran a bordo, cosa que cumplimentaron izándole en volandas hasta la cubierta del barco. Allí saludó a Alcuino y Flavio, se hizo informar sobre lo acontecido durante la travesía, echó un vistazo al estado de las provisiones y miró de soslayo a los heridos, a quienes hizo atender por sus criados. Izam tardó en acercársele. No sabía que el conde de Würzburg fuera un lisiado.
– Würzburg, al fin. Deum gratia -dijo Alcuino, y pasó la mano por la frente de Theresa. La joven aún no había recobrado el conocimiento.
– ¿Sigue igual? -le preguntó Flavio Diácono.
– Me temo que sí. Bajémosla. Espero que su familia la esté esperando.
– ¿Ella es de Würzburg?
– Es la hija de Gorgias, un escriba de Bizancio.
En ese momento, uno de los campesinos que ayudaba en la descarga se les quedó mirando embobado y se echó a temblar. S le escurrió el fardo que portaba, con tan mala fortuna que cayó por la borda y acabó bajo el agua.
– ¡Maldito inútil! -bramó Wilfred-. Ese grano vale más que tu vida.
Entonces el campesino cayó de rodillas y se santiguó. Luego, con el rostro desencajado señaló hacia donde se encontraban los frailes.
– ¡Que Dios nos ampare! ¡La hija del escriba! ¡La muerta ha resucitado!
Ni siquiera el año en que la vaca de la señora Volz parió un ternero de dos cabezas vivió Würzburg semejante revuelo. En aquella ocasión la gente había hablado de la intervención del diablo, e incluso hubo quien intentó quemar a la granjera junto a su engendro bicéfalo. Sin embargo, una resurrección era algo que ni el más fervoroso creyente habría nunca imaginado.
La noticia del milagro corrió como la peste. Los cuchicheos se transformaron en un murmullo, y a éste siguió un griterío que transmitió la crónica hasta el último rincón de la ciudad. Los más audaces se arremolinaron frente al barco para comprobar lo que se decía, mientras mujeres y hombres se disputaban a empujones un lugar junto a la pasarela.
El rumor dejó helado a Alcuino.
Aún se preguntaba a qué se debería aquel revuelo cuando la muchedumbre enfebrecida, ansiosa por ver a la resucitada, olvidó los suministros y comenzó a subir al barco. Wilfred desplegó a sus hombres, pero la gente ignoró a los soldados. Parecía como si una locura colectiva hubiese transformado a aquellos campesinos en una jauría de poseídos. A una orden del conde, un arquero disparó. El campesino más adelantado se tambaleó un momento y cayó por la borda atravesado por una flecha. Los demás retrocedieron. Al segundo flechazo, todos abandonaron el barco.
Wilfred se hallaba igualmente desconcertado, así que ordenó que le condujeran hasta la muchacha para comprobar su identidad. Al principio no la reconoció, pero al acercarse, sus ojos se agrandaron como si hubiera visto al diablo. No le cabía duda. Aquella joven era Theresa, la hija del escriba.
Intentó santiguarse pero los nervios se lo impidieron. Cuando finalmente se tranquilizó, Alcuino le sugirió trasladar a Theresa a tierra firme y Wilfred se mostró de acuerdo. Entre Hóos y Alcuino improvisaron unas parihuelas en las que colocaron a la muchacha. Luego Wilfred se hizo llevar a su carruaje, ordenó que se ampliara el pasillo y emprendieron el regreso. Conforme avanzaban, la gente comenzó a arrodillarse implorando clemencia por el milagro. Algunos intentaban tocar a la revivida mientras otros rezaban por que la aparición no fuera obra del demonio. La procesión se desplazó por las callejuelas de la villa en dirección a la fortaleza de Wilfred. Una vez allí, la muchedumbre se apostó en las murallas.
Un grupo de incrédulos encabezados por Korne, el percamenarius, se dirigió al camposanto para exhumar el cadáver de Theresa. Desconocían el lugar exacto donde la habían enterrado, así que excavaron en las tumbas más recientes, pero no la encontraron. Cuando comprobaron que ni siquiera existía sepultura, regresaron a la fortaleza exigiendo unirse a las deliberaciones que Izam, Flavio, Alcuino y el propio conde habían comenzado. Para entonces, Wilfred ya había informado a Alcuino de los detalles del incendio. También le habló de la obsesión de Korne por vengar la accidental muerte de su hijo. Sin comentarlo con nadie, Alcuino urdió un plan para proteger a Theresa.
Al cabo de un rato, Wilfred aceptó la presencia de Korne para evitar que en el exterior se produjera una algarada. El percamenarius solicitó ver a la resucitada, pero Alcuino se opuso. El fraile alegó que Theresa se encontraba inconsciente y que él respondería a cuantas cuestiones se le plantearan. Les explicó su relación con la joven y les adelantó que, gracias a Dios, poseía la respuesta a aquel prodigio.
Wilfred tableteó sus dedos con nerviosismo. Luego hizo restallar la fusta y los dos perros tiraron del artilugio móvil hacia una de las ventanas. Se asomó y contempló a la turba. Alcuino le miró. Le desconcertaba que un lisiado pudiera manejarse sin más ayuda que la de aquellos animales. Luego se fijó en que todos le miraban, pendientes de su explicación.
– Lo primero es comprobar si esa joven es realmente quien parece ser -dijo-. Ya sé que los aquí presentes la han reconocido, pero ¿la han visto sus familiares? ¿O ella misma lo ha confirmado?
– ¡Por el amor de Dios! Intentad ser consecuente -terció de repente Korne-. ¿Qué va a refrendar la joven si continúa desmayada? Habrá que esperar a que su madrastra se calme y ver si nos aclara algo.
– ¿Y su padre, el escriba? -se interesó Alcuino.
– Desapareció hará un par de meses. Aún no le hemos encontrado.
Se hizo el silencio un rato. De repente entró Zenón en la sala.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Izam al médico.
– Helada como un carámbano, pero el calor de la chimenea la reanimará pronto.
Izam dirigió la mirada a la fogata. Por lo general, las casas francas sólo disponían de un hogar excavado en el suelo. Sin embargo, aquel edificio acomodaba una especie de horno adosado a la pared de una de las estancias.
Korne carraspeó. Nadie se decidía a afrontar el asunto de la resucitación.
– Bueno -anunció el percamenarius-, parece obvio que la muchacha no murió en el incendio.
Alcuino se levantó. Su sombra alargada se deslizó hacia el percamenarius.
– No os confundáis, os lo ruego. Lo único innegable es que la joven está viva. Si murió o no en el incendio es lo que queremos averiguar. Recordad que tras el desastre, sus padres reconocieron el cadáver.
– Un cadáver irreconocible. Zenón puede confirmarlo.
Alcuino miró a Zenón, pero el físico bebió un sorbo de vino y miró hacia otro lado. Entonces Alcuino extrajo una Vulgata de entre sus bártulos, sus dedos escuálidos abrieron lentamente las tapas y recorrieron el ejemplar como si leyera algo. Luego cerró el libro, alzó la vista y clavó sus ojos en Korne.
– Antes de comentar esta discusión, acudí a la capilla de la fortaleza para rogarle a Dios que me iluminara. Oré tras tocar las reliquias de la Santa Croce y de repente tuve una visión. Ante mí apareció un ángel de entre las tinieblas. De su cuello nacía una corona refulgente que orlaba su cabello largo e inmaculado. Flotaba suave, como un cisne en un lago, y de sus ojos emanaba la Paz eterna del Todopoderoso. Aquel heraldo me mostró el cuerpo de Theresa consumido por las llamas, y a su lado otro cuerpo perfecto formado por un torbellino de luz cegadora que se hinchaba y resplandecía hasta conformar una Theresa nueva, viva, y sin pecado.
– ¿Otra Theresa? ¿Insinuáis que no es la misma? -preguntó Wilfred asustado.
– Sí y no. Imaginad por un momento una pequeña oruga. Imaginad la oruga de la imperfección que abandona el envoltorio del pecado para transformarse en mariposa de virtud. Oruga y mariposa son el mismo ser, pero el cuerpo de la primera yace consumido, mientras el segundo, nuevo pero renacido del primero, se eleva hacia los cielos. Cierto es que Theresa murió. Tal vez hizo mal, y su cuerpo ardió por ello. Pero en ocasiones, Dios, en su infinita sabiduría, nos muestra el camino de la redención brindándonos la libación de un milagro. Un prodigio de bondad para enseñarnos la senda del arrepentimiento. -Miró a Wilfred con gravedad-. El Hacedor podría haberse girado, dejar que el alma de Theresa penase en el Acheron, el Phelgeton y el Cocyto de los griegos, que purgase sus culpas en el lugar donde el Señor lava las inmundicias de las hijas de Sión. Pero ¿de qué habría servido si ninguno de nosotros aprendiéramos de su tormento?
Wilfred y Flavio escuchaban embelesados, sin apenas respirar, y así siguieron unos segundos hasta advertir que Alcuino había terminado. Sin embargo, los ojos de Korne parpadearon con estupidez. Aunque no entendiera las palabras de Alcuino, mediara o no la mano de Dios, no iba a admitir la existencia de un milagro.
– ¿Y eso qué prueba? Podría haberla resucitado el diablo -masculló.
Alcuino respiró triunfal. Por fin había logrado que Korne cayese en la herejía. Ahora le resultaría fácil desviar su atención, acusándole de blasfemo.
– ¿Negáis acaso una intervención divina? -alzó la voz-. ¿Os atrevéis a renegar de Dios? ¿A comparar Su poder infinito con el ignominioso del diablo? ¡Arrodillaos, blasfemo! Atestiguad vuestro arrepentimiento y aceptad los designios del Señor, o preparaos para acudir al tormento de inmediato.
Alcuino le arrebató la espada a Izam y la apoyó contra el cuello de Korne.
– ¡Jurad ante Dios! -le exigió tendiéndole la Biblia-. ¡Jurad ante Dios que renunciáis al diablo!
El sudor acudió a la frente de Korne cuando pronunció el juramento. Luego se levantó y abandonó la estancia mordiéndose los labios.
Tras quedarse a solas, Flavio reconvino a Alcuino. Él era el enviado papal y, por tanto, el único autorizado para juzgar una intervención divina.
– Me molesta tener que decíroslo, pero tal vez os hayáis precipitado. En ocasiones, hechos asombrosos tienen su origen en las circunstancias más fútiles. Zenón afirma que la muerta estaba irreconocible.
– Mirad, Flavio: Zenón no reconocería ni a la madre que le parió -repuso Alcuino señalando el sexto vaso de vino que había vaciado.
– Pero ¡maldición! Al menos podríais haber esperado a que Theresa despertara y nos contase lo sucedido. Os aseguro que si el milagro fuera tal, yo sería el primero en celebrarlo.
– Ya oísteis cómo Wilfred afirmaba que el tal Korne era un mal tipo; alguien dispuesto a acabar con Theresa. La muchacha se encontraba en peligro, de modo que si un milagro me ayudaba a salvarla, ¿por qué no darle la bienvenida?
– ¿Qué decís? ¿Lo habéis concebido vos? ¿No tuvisteis esa visión?
– Pues no. No la tuve.
– ¡Por Dios santísimo! ¿Y no se os ha ocurrido otra cosa que inventaros un milagro?
– Mirad, Flavio, después de lo ocurrido durante el incendio, tan milagro es que esa joven esté viva, como el que hubiera resucitado. Además, Dios nos ayuda de formas muy diferentes. A vos con vuestras reliquias, y a mí con mis visiones -sentenció.
En ese instante una doméstica desaliñada entró asustada en la sala.
– La muchacha se está despertando -anunció.
Se apresuraron hacia el lugar donde Theresa descansaba. Alcuino observó el rostro de la joven perlado por el sudor. Retiró las mantas que la cubrían y pidió que le acercaran una vela. Luego empapó un paño con agua tibia y limpió con cuidado la cara de la muchacha. Seguidamente, tal como solía hacer con los alumnos que en invierno se quedaban dormidos a la intemperie, le aplicó unas friegas en ambos brazos insistiendo sobre las coyunturas. Poco a poco el color retornó a las mejillas, los párpados se agitaron y tras unos momentos de incertidumbre comenzaron a abrirse hasta dejar entrever unos ojos enrojecidos. Luego sus iris se iluminaron de un bello color almíbar. Alcuino sonrió y saludó a la muchacha antes de marcarle en la frente la señal de la cruz. Después la ayudó a incorporarse introduciendo un almohadón bajo su cabeza.
– Theresa… -susurró Alcuino.
La joven asintió en un hálito. Frente a ella advirtió la figura huesuda de un hombre tranquilo.
– Bienvenida a casa -dijo el fraile.
Aunque Alcuino intentó explicárselo, Theresa no le entendió. Le dolía la cabeza como si se la hubiera pateado un caballo, y aquella historia de un milagro era tan confusa que parecía sacada del sueño de un demente. Se incorporó y pidió un poco de agua. Luego, cuando escuchó de nuevo el relato, miró a Alcuino como si fuera un extraño. En ese instante entró Wilfred. Alcuino susurró a Theresa que le siguiera el juego.
– Theresa, ¿me reconoces? -preguntó el conde, complacido de hallarla despierta.
La muchacha miró los perros y asintió con la cabeza.
– Dios se alegra por tu regreso, y nosotros con El, por supuesto. Han sido días de tristeza, pero ya no debes preocuparte. Pronto todo volverá a ser como antes.
La joven sonrió tímidamente. Wilfred le devolvió una sonrisa forzada.
– Me gustaría que hicieras memoria. ¿Recuerdas realmente lo que ocurrió en el incendio?
Theresa miró a Alcuino como pidiendo su aprobación. El fraile disimuló, así que ella concedió con un ligero tartamudeo.
– Entonces supongo que querrás contárnoslo -acercó su rostro al de la muchacha-. ¿Contemplaste al Redentor? ¿Percibiste Su apariencia? No te aflijas por responder. Ha sido Él quien te ha devuelto con nosotros.
Theresa se extrañó por la pregunta. Alcuino se adelantó.
– Quizá deba descansar. Ahora está confusa. Se dio un golpe en la cabeza y apenas recuerda nada -declaró.
– Bien, bien… Es normal. Pero en cuanto se recupere, llamadme. Recordad que fui yo quien enterró su cuerpo abrasado.
Wilfred se despidió con tibieza antes de retirarse de la sala. Mientras lo hacía, Alcuino admiró el artefacto rodante que le transportaba. El hombre manejaba la silla de perros como un boyero consumado, sorteando con facilidad los trancos y baldosas sueltas que le salían al paso. Observó que el artefacto, en su parte inferior, alojaba una bacinilla para auxiliarle en el momento de sus evacuaciones. Por la destreza con que manejaba los sabuesos, dedujo que llevaría en aquella situación bastantes años.
Alcuino se volvió hacia Theresa. La joven le miraba con cara extrañada.
– Verás. -Se sentó a su lado-. Los designios del Señor trazan extraños vericuetos: caminos tortuosos que en ocasiones confunden a los necios, pero no a quien ha dedicado su vida a persistir en Su doctrina. Es obvio que aún no te llegó la hora. Tal vez porque todavía no te has hecho merecedora del Reino de los Cielos, si bien eso no significa que no puedas conseguirlo.
Theresa se encontraba cada vez más confusa. No entendía qué ocurría, ni por qué insistían en que ella hubiera resucitado.
– ¿Y mis padres? -preguntó.
– Tu madrastra espera en la antesala. Pronto la verás.
Theresa se incorporó lentamente. La cabeza le martilleó.
Reconoció la estancia de Wilfred. En alguna ocasión había acudido a aquella sala para encontrarse con su padre, pero nunca le había parecido tan fría y desolada. Alcuino la ayudó.
Una vez sentada, se tocó la cabeza. Notó un bulto doloroso. Alcuino le explicó que se había golpeado con una roca durante una escaramuza con los bandidos. Al recordarlo, Theresa se interesó por Izam y Hóos, y él le informó que se encontraban ocupados en las tareas de desembarco.
– Quiero ver a mis padres -insistió.
Alcuino le demandó paciencia. Le dijo que Rutgarda parecía trastornada, y a Gorgias aún no le habían localizado. Theresa se inquietó, pero él la tranquilizó diciéndole que hablaría con Wilfred para saber qué había ocurrido. Con respecto al milagro, le confesó que se había visto obligado a inventarlo.
– Korne no habría aceptado otra explicación. Sé que cometí reniego, pero en aquel momento no discurrí nada más apropiado.
– Pero ¿por qué un milagro?
– Porque, en palabras de Wilfred, habían encontrado tu cuerpo abrasado.
– ¿Mi cuerpo?
– Uno que confundieron con el tuyo, y que por lo visto aún conservaba los restos de un vestido azul que Gorgias reconoció como el que tú lucías aquel día.
– ¡Dios mío! Aquella muchacha desarrapada. -Recordó no haber podido hacer nada por salvarla-. Intenté protegerla con mí vestido húmedo… -explicó, y añadió los detalles de lo acaecido durante el incendio.
– Algo así imaginé. Como hubiera hecho cualquiera con dos dedos de frente, pero no las eminencias que habitan en este poblado. Por eso juzgué ventajoso que esas mismas «eminencias» contemplaran la mano de Dios en tu regreso. Y también pensé en Korne, el percamenarius, quien ansia vengar la muerte de su hijo. De momento ha jurado respetarte, pero no creo que eso le detenga.
Le comunicó que avisaría a su madrastra para que entrara a verla.
– Una última cosa. -Miró con severidad a Theresa-. Si quieres vivir, no hables con nadie del milagro.
Alojaron a Alcuino en una celda del ala sur de la fortaleza, próxima a la de Izam y lindante con la habitación de Flavio. Desde su ventana distinguió el valle del Main, con las estribaciones de los picos del Rhön al fondo. En los prados la nieve comenzaba a escasear, pero en las cumbres aún relucía como si les hubiesen dado una mano de pintura. Se fijó en las extrañas formaciones que salpicaban el paisaje allá donde los bosques perdían su espesura. Al observarlos, apreció una miríada de orificios que horadaban unos túmulos pardos similares a los túneles de una mina, y mientras se vestía, se preguntó si aún las explotarían.
Bajó a cenar después de nona para encontrarse con Wilfred, a quien halló en la sala de armas, acompañado de Theodor, el gigantón que empleaba como animal de tiro cuando encerraba a los perros. El conde se alegró de verle. Parecía impaciente por conocer más detalles del milagro, pero a Alcuino sólo le interesaba el pergamino que Wilfred debía haber confeccionado, de modo que contemporizó esperando a que el gigante se retirara a sus aposentos. Sin embargo, Theodor permaneció impávido tras la silla hasta que Wilfred le conminó a ello.
– ¡Menuda montaña con calzones! Nunca he visto a nadie tan grande.
– Y leal como un perro. Sólo le falta menear el rabo. En fin, decidme, ¿habéis encontrado cómodos vuestros aposentos?
– Desde luego. Las vistas son excelentes.
– ¿Una copa de vino?
Alcuino rehusó y se sentó frente a él, a la espera del mejor momento.
– ¿Guardáis los perros por la noche? -le preguntó.
Wilfred le explicó que únicamente los empleaba por las mañanas, en determinadas rutas exentas de escaleras. También le agradaba pasear con ellos por las callejuelas de Würzburg, sobre todo por aquellas mejor conservadas.
– Incluso alguna vez me atrevo por algún sendero cercano -sonrió-. Deberíais ver cómo entienden mis miradas. ¿Sabéis? Un pestañeo y mis perros se abalanzarían sobre el primero que les señalara.
– ¿Con el carro amarrado a sus lomos?
– Os confiaré un secreto -sonrió.
Wilfred accionó un dispositivo ubicado en el extremo de uno de los reposaderos y un resorte liberó las argollas que retenían a los sabuesos.
– Muy astuto.
– Así es -aceptó ufano-. Yo mismo ordené que lo instalasen. Lo más complicado fue acerar el fleje, para que actuara como un resorte, pero nuestro herrero podría construir un arpa y hacer que tocase sola -introdujo las argollas en sus alojamientos y tensó el fleje de nuevo-. Pero dejémonos de perros, y hablemos de Theresa. No creo que exista ahora otro asunto más trascendente.
Hablaron de la aparición celestial, que Alcuino repitió de cabo a rabo aderezada con algún detalle inventado. Cuando terminó, Wilfred asintió perplejo. Sin detenerse a reflexionar, el conde le otorgó la razón e insistió en que probara el vino. En esta ocasión, Alcuino aceptó. Cuando acabó la copa, se interesó de nuevo por el pergamino.
– Está casi terminado. Pronto podréis verlo -se excusó Wilfred.
– Si no os importa, lo preferiría ahora.
Wilfred carraspeó y sacudió la cabeza.
– Ayudadme, por favor.
Alcuino se ubicó tras la silla rodante y empujó a Wilfred en la dirección que le señalaba. Al llegar a la altura de una cómoda, el conde le pidió que le acercase un cofre que el fraile estimó de un codo de largo por medio de ancho. Wilfred lo abrió dejando a la vista su interior, levantó un falso fondo y extrajo de él un documento que le tendió con nervios. Alcuino lo tomó y lo acercó a la luz de un cirio.
– Pero esto es sólo un borrador.
– Ya os lo avisé. Aún no está concluido.
– Sé lo que dijisteis, pero Carlomagno no aceptará esta respuesta. Han transcurrido varios meses. ¿Por qué sigue incompleto?
– Sólo quedaba pergamino suficiente para dos pruebas. Se trata de un pergamino especial. Vitela nonata, ya sabéis, la que se confecciona con la piel de un ternero no nacido.
– Todo el mundo sabe lo que es la vitela -murmuró.
– Ésta es diferente; traída de Bizancio. En fin. La única copia se perdió en el incendio, de modo que Gorgias inició otra. Pero hace unas semanas, el escriba desapareció del scriptorium junto con el documento.
– No entiendo. ¿A qué os referís?
– Hará unos dos meses me reuní con él en mis aposentos, y allí me aseguró que en unos días lo concluiría. Sin embargo, esa misma mañana se esfumó como por encanto.
– ¿Y desde entonces?
– Nadie le ha visto -se lamentó-. Que yo sepa, Genserico fue el último. Le acompañó hasta el scriptorium para que recogiese unas cosas y luego ya no volvió a verlo.
Cuando Alcuino propuso que fuesen a hablar con Genserico, Wilfred calló un momento. Luego apuró su vino y miró al fraile con ojos vidriosos.
– Me temo que eso no será posible. Genserico murió la semana pasada. Lo encontraron en medio del bosque, atravesado por un estilo.
Alcuino tosió al oírlo, pero su asombro se transformó en estupor al conocer que, según Wilfred, Gorgias era su asesino.
A la mañana siguiente, Alcuino se personó temprano en las cocinas. Como en otras fortalezas, los fogones se ubicaban en un edificio independiente para evitar que, en caso de incendio, las llamas se propagaran al resto de los edificios. De hecho, nada más entrar advirtió la negrura de sus paredes, señal inequívoca de repetidos fuegos. Preguntó a una sirvienta por el encargado de la cocina, que resultó ser Bernardino, un fraile grueso del tamaño de un tonel de vino. El hombrecillo le saludó casi sin mirarle, mientras se multiplicaba con la agilidad de una ardilla para ordenar de un lado a otro los últimos suministros. Cuando por fin se detuvo, atendió a Alcuino con agrado.
– Disculpad el ajetreo, pero necesitábamos los víveres como agua de mayo. -Le acercó un vaso de leche caliente-. Es un honor conoceros. Todo el mundo habla de vos.
Alcuino lo aceptó gustoso. Desde que saliera de Fulda no había ingerido más que vino aguado. Le preguntó por Genserico. Wilfred le había comentado que él había encontrado el cadáver del coadjutor.
– Así es -se encaramó a una silla con dificultad-. Descubrí al viejo en medio del bosque, tumbado boca arriba y perdido de espumarajos. No debía de llevar mucho difunto porque las alimañas le habían respetado.
Le habló del punzón hundido en las tripas. Era de los que usaban los escribas para apuntar en las tablillas de cera, explicó. Lo tenía bien clavado.
– ¿Y pensáis que fue Gorgias?
El enano se encogió de hombros.
– El punzón pertenecía a Gorgias, pero yo nunca le habría acusado. Todos le teníamos por un buen hombre -añadió-, aunque últimamente han ocurrido sucesos extraños. -Y le explicó que, además de Genserico, varios muchachos habían aparecido muertos, y que se rumoreaba que el escriba estaba tras los asesinatos.
Cuando Alcuino le preguntó por el cadáver del coadjutor, Bernardino le informó del lugar donde lo habían sepultado. Al enano le extrañó que el fraile se interesara por el paradero de la ropa que vestía Genserico, ya que habitualmente lavaban las prendas de los muertos y volvían a utilizarlas si se encontraban en buen estado.
– Pero las suyas apestaban a orines, así que decidimos enterrarlo con su hábito.
Alcuino apuró el vaso de leche. Cuando acabó, le preguntó si también habían sido apuñalados los muchachos.
– Así es. Extraño suceso…
Alcuino asintió desconcertado. Le agradeció la información y se limpió los labios. Indagó sobre el momento en que podrían examinar el lugar donde se encontró a Genserico, y acordaron que lo harían aquella misma tarde después del oficio de sexta. Luego se despidió y regresó a sus aposentos. Durante el trayecto decidió solicitar a Wilfred la exhumación del cadáver del coadjutor, pues algo en aquel relato le resultaba sospechoso.
En el pasillo que conducía a su habitación, se dio de bruces contra un Flavio Diácono de ojos legañosos y pelo alborotado. Aunque era tarde para levantarse, el prelado se comportaba como si con él no fuera el trabajo. De carnes flojas y ropajes perfumados, a Alcuino le daba la impresión de que Flavio Diácono era de la clase de sacerdote menos pendiente del cumplimiento de los preceptos que del cuidado de sus propias apetencias. En un momento de embriaguez, incluso le había confesado que en Roma disfrutaba de la compañía de jovenzuelas, aconsejándole a él que se atreviera a probarlo. Alcuino, obviamente, elegía la castidad. De hecho, la Iglesia reprobaba el concubinato, pero aun así resultaba corriente que algunos religiosos se entregasen al goce de la cohabitación, amancebándose con mujeres a las que compraban o doblegaban bajo la coacción de la condena eterna.
Devolvió el saludo a Flavio y le acompañó al comedor. No le correspondía a él juzgar su comportamiento, pero como proclamara san Agustín en su Civitas Dei, aunque los hombres nacieran con la libertad de elegir, no cabía duda de que para algunos, tal facultad sólo les alcanzaba para escoger entre una vida mala y otra aún peor.
Durante el desayuno, los comensales rememoraron el milagro de Theresa.
Izam no opinó, pero varios clérigos propusieron erigir un altar sobre las cenizas del antiguo taller, e incluso uno sugirió edificar una capilla. Wilfred se mostró de acuerdo, pero acabó aceptando la objeción de Alcuino cuando éste propugnó aguardar a que un Concilio ecuménico se pronunciara sobre el asunto.
Cuando se interesaron por el paradero de la joven, "Wilfred respondió que Theresa había pernoctado en el almacén de la fortaleza, después de que la noche anterior Zenón le suministrara una infusión de sauce y melisa. Rutgarda permanecía junto a ella aguardando a que despertara. Por lo visto, la mujer apenas había dormido, entre los rezos, los sollozos y las atenciones a Theresa, e imploraba que la milagrosa aparición de su hijastra fuese el presagio del regreso de su marido.
En ese instante irrumpieron en la sala las hijas pequeñas de Wilfred. Las dos chiquillas rieron pícaramente, hicieron un quiebro al ama de cría y, desoyendo sus advertencias, corretearon entre las piernas de los invitados. Finalmente, la abnegada sirvienta se dejó caer al suelo y rezongando amenazó a las crías con un par de azotes, pero las pequeñas sacaron sus lengüecitas y con gesto travieso se escondieron tras las sotanas de Flavio y Alcuino.
Wilfred celebró la pillería de sus dos gemelas con unas palmadas a las que las crías respondieron abalanzándosele encima. Él las cogió entre sus brazos y les besó el cabello hasta desmadejárselo. Las chiquillas volvieron a reír con los ojillos bailándoles, y se retorcieron cuando él galopó con sus dedos sobre sus rechonchas barriguitas. Wilfred también rio. Aquellos dos querubines de pelo ensortijado y mejillas encendidas le habían devuelto la alegría. Volvió a besarlas y, tras pedirles que se comportaran como muchachitas educadas, se las entregó a la sofocada ama de cría.
– Menudos diablillos. Le salieron a la madre -sonrió. Cogió la muñeca de trapo que habían olvidado sobre su regazo y la depositó sobre la mesa.
La mayoría de los presentes sabía que la esposa de Wilfred había fallecido el año anterior de unas fiebres malignas. Ya entonces hubo quien le aconsejó que se casara, pero él no era hombre de faldas, salvo alguna que otra juerga.
– Refrescadme la memoria -intervino Flavio Diácono-. ¿Decíais que Theresa pereció en un incendio?
– Así es -respondió Wilfred-. Al parecer, la joven montó en cólera, no sé por qué problema, y le pegó fuego al taller donde trabajaba. Murieron varias personas.
– Y, sin embargo, ayer mismo opinabais que Theresa era incapaz de cualquier mal.
– Eso decía -confirmó-. Uno de los afectados me confesó que fue Korne quien al empujar a la joven provocó realmente el incendio. Pero también suponía que su padre Gorgias era un hombre íntegro. Y miradlo ahora: buscado por asesinato.
Después de comer, Alcuino acudió a las cuadras de la fortaleza, donde le esperaba Bernardino a grupas de un borrico. El enano lo saludó y le invitó a que montara en el pollino, pero el fraile prefirió acompañarle andando. Mientras avanzaban, Alcuino se interesó por el detalle de los espumarajos en el rostro de Genserico. Bernardino le confirmó que el muerto yacía boca arriba, con los ojos abiertos y un hervor sobre el rostro.
– ¿Un hervor? ¿Queréis decir espuma en los labios?
– ¡Yo qué sé! El hombre estaba tieso como todos los muertos.
Llegaron al lugar siguiendo un sendero despejado que caracoleaba por un robledal próximo a la fortaleza. El sol lucía con tibieza y los rodales de nieve comenzaban a escasear. Alcuino se fijó en las huellas del sendero.
– Aquí mismo -declaró Bernardino deteniendo el jumento.
El enano bajó de un salto y corrió como un muchachuelo. Se detuvo tras unas rocas, donde señaló triunfal el sitio.
– ¿Recordáis el día exacto?
– Claro que sí. Yo había salido a buscar nueces para preparar una tarta a las hijas de Wilfred. Allí abajo hay unos nogales. Pasaba por aquí, el borrico se detuvo y…
– ¿Y eso fue…?
– Disculpad, sí… Eso fue el viernes pasado. Justo el día de San Benedicto.
Alcuino se agachó en el punto indicado. Advirtió unas rodadas de hierba aplastada en el sitio donde había yacido el cadáver. Luego examinó los alrededores.
– ¿Cómo hicisteis para trasladar al muerto? Quiero decir… ¿lo arrastrasteis, o lo subisteis al borrico?
– Ya sé lo que estáis pensando -rio-. Creéis que como soy enano, no podría haberlo subido.
– Pues sí, eso barruntaba.
Bernardino se acercó al animal y le arreó un garrotazo, haciendo que se tumbara con un relincho. Entonces aprovechó para montarse con agilidad y, tras agarrarse fuerte a las crines, le propinó otro varetazo que el jumento transformó en un respingo. Cuando el borrico se izó, Bernardino rio orgulloso enseñando sus dientes amarillentos.
A su regreso, Alcuino acudió a los almacenes para comprobar la evolución de Theresa. Allí encontró a Rutgarda, quien se deshizo en reverencias en pago a lo bien que se había comportado con ella. Alcuino le restó importancia y solicitó hablar con la joven.
– A solas, si es posible.
Rutgarda y Hóos, quien también se hallaba presente, salieron del almacén. Después Alcuino se acercó al camastro.
– Hace frío aquí. ¿Cómo te encuentras?
– Mal. Nadie sabe dónde está mi padre. -Tenía lágrimas en los ojos.
Alcuino frunció los labios. Cualquier cosa que dijera, difícilmente la aliviaría.
Se preguntó si sabría que acusaban a su padre de asesinato.
– ¿Hablaste con alguien sobre el milagro?
Ella negó con la cabeza. Luego le dijo que su padre nunca habría hecho algo como lo que una sirvienta le había contado. Alcuino le otorgó la razón.
– Son todo mentiras -insistió Theresa-. Él nunca… -El llanto le impidió continuar.
– Estoy convencido de ello, así que ahora lo importante es encontrarle. Aún desconocemos el porqué de su desaparición, pero te prometo que revelaré el misterio.
Esperó a que Theresa se secara las mejillas. Luego la ayudó a abrigarse, avisó a Rutgarda y acompañó a ambas por una puerta trasera al interior de la fortaleza. Allí consiguió que Wilfred las alojase en el edificio principal, más cálido y seguro. Le pidió a Theresa que durante unos días no abandonara la estancia.
A media tarde, Alcuino localizó a Wilfred en el scriptorium. Sus perros gruñeron nada más verle, pero el conde les tranquilizó. Sacudió las riendas y dirigió los animales hacia donde se encontraba Alcuino, quien aprovechó para ofrecerles dos trozos de carne que había hurtado de las cocinas. Los canes devoraron los filetes como si llevaran meses sin comer.
Observó que Wilfred aún conservaba la muñeca que se habían olvidado sus hijas. El monigote lucía unos curiosos ojos blancos confeccionados con guijarros a los que alguien había pintado un descuidado iris azul.
– ¿Cómo hacéis para abrir las puertas? -se interesó el fraile.
– O bien utilizo este gancho -le enseñó una especie de arpón unido a una vara de avellano-, o los animales me acercan. ¿Qué os trae por aquí?
– Un asunto delicado. Comentasteis que Genserico murió apuñalado.
– Así es. Atravesado con un estilo. -Azuzó los perros, que giraron sobre sí mismos para trasladarle junto a una hornacina. Abrió un cajón, sacó un punzón de los utilizados por los escribas y se lo mostró-. Exactamente con éste.
El fraile lo miró con detenimiento.
– Bonito -observó-. ¿Pertenecía a Gorgias?
Wilfred asintió y volvió a guardarlo en el mismo sitio.
Alcuino examinó la mesa que hacía las veces de scriptoria. Preguntó si era allí donde escribía Gorgias, y el conde se lo confirmó. Advirtió la presencia de otros estilos perfectamente alineados junto a unos tinteros y un botecito de secante. Una gruesa capa de polvo descansaba sobre los instrumentos, a excepción de dos cercos finos y alargados que lucían algo más limpios. Se calló sus sospechas y continuó el examen con disimulo. Le extrañó no encontrar los textos en griego que sin duda Gorgias habría necesitado para la confección del manuscrito. Cuando planteó el asunto de la exhumación del cadáver de Genserico, Wilfred enarcó una ceja.
– ¿Desenterrarle? ¿Y esa ocurrencia?
– Me complacería otorgarle el favor de las santas reliquias -mintió el fraile-. Flavio es custodio del lignum crucis, la madera de la cruz de Cristo.
– Sí, ya sé, pero no comprendo…
– Genserico murió inesperadamente, tal vez con algún pecado en su conciencia. Disponiendo de estas reliquias, sería una falta de caridad no emplearlas para santificar su cuerpo.
– ¿Y para eso hay que sacarlo de su tumba?
Alcuino le aseguró que era preciso.
Tras unos instantes de indecisión, Wilfred accedió. No obstante, le remitió al gigantón de Theodor para que le condujese hasta el sepulcro de Genserico.
Además de aparentar medio cuerpo más grande que el de cualquier persona, Theodor resultó ser también medio mudo. Mientras extraía paletadas de tierra sin parar, lo único que barruntó fue que la tumba apestaba a estercolero. Alcuino pensó que mentiría si afirmara que Theodor olía mejor. Tras un rato de jadeos, la pala de Theodor chocó contra el ataúd. A Alcuino le alegró comprobar que habían empleado un sarcófago de madera, pues de lo contrario la tierra habría estropeado las posibles huellas dejadas por el asesino. Con la ayuda de otra pala, apartó los últimos restos de tierra y pidió a Theodor que le auxiliara a extraer el ataúd, pero cuando le dijo que abriese la tapa, el gigante de ojos azules respondió que aquello ya no era asunto suyo y se retiró unos pasos, dejando a Alcuino a solas con la sepultura. Al tercer intento, la tapa saltó.
Nada más abrirla, el hedor les hizo vomitar. Theodor se alejó aún más mientras Alcuino se las entendía con el enjambre de bichos que cubría el cadáver de Genserico. El fraile se protegió la nariz con un trapo, al tiempo que apartaba los gusanos que pululaban sobre el rostro medio podrido. Cuando lo logró, buscó sobre el hábito del muerto el sitio donde le habían clavado el estilo. Encontró la abertura de la punzada a la altura del vientre: una hendidura pequeña y limpia. Se fijó en el cerco de sangre reseca a su alrededor. Estimó que la mancha rondaría el diámetro de un cirio. Después observó el rostro carcomido, sin rastro de los espumarajos mencionados por Bernardino. No obstante, sí halló restos en la collera del hábito, de modo que empuñó un cuchillo, cortó un trozo de tela, de la que apartó las larvas, y la guardó en un bolsito. Luego le examinó con cuidado las palmas. La derecha aparecía amoratada, con dos extraños orificios. Después, para disimular, sacó un trozo de madera que anunció como lignum crucis y lo depositó en el ataúd mientras rezaba una plegaria. Finalmente cubrió la tapa y pidió ayuda al gigante para enterrar el sarcófago.
Por la noche, en el refectorio les sirvieron unos platos de pescado que parecieron ofender a Flavio Diácono. Wilfred se disculpó por las viandas, pero los víveres suministrados no alcanzaban para celebraciones, y sus propias reservas estaban casi agotadas.
– Es una lástima que parte de las provisiones se hundieran bajo el hielo -se lamentó Wilfred-. La gente anhelaba esa comida.
– ¿No son suficientes los víveres desembarcados? -preguntó Flavio.
– ¡Ja! -rio Wilfred con desgana-. ¿A un buey medio muerto, seis celemines de trigo y tres sacos de avena lo llamáis provisiones? Con eso no llegaría ni para ensuciar los platos.
– Dos navíos aguardan aún río abajo. En caso necesario, podríamos reparar nuestro barco y navegar hasta ellos -sugirió Izam.
– ¿Y hasta ahora cómo habéis hecho para alimentaros? -se interesó Alcuino-. Quiero decir… Según comentan, habéis padecido hambruna.
Wilfred confesó que aguantaron hasta agotar sus propias reservas, pero cuando los muertos comenzaron a amontonarse, hubieron de recurrir a los graneros reales.
– Los avituallamientos no llegaban, y la gente seguía muriendo -se justificó-. Como sabéis, el grano real se custodia para alimentar a las tropas en caso de combate, pero la situación se tornó insostenible, así que decidí proceder a su racionamiento.
– En cualquier caso, no parece que vos os encontréis en la indigencia -señaló Flavio-. Hasta un sordo se atronaría con el mugido de vuestras vacas y el cacarear de vuestras gallinas -dijo señalando la zona del patio donde se ubicaban los corrales.
Wilfred retrocedió en su carromato.
– ¿Así es como agradece un invitado mi largueza? ¿Desde cuándo los romanos se ocupan de las cuitas de los campesinos? -clamó ofendido-. Encerrados como vivís en vuestras catedrales, ignoráis la escasez de vuestros feligreses. Disponéis de huertos de los que obtener el sustento; de ganado y aves; de tierras que rentáis; de siervos que a cambio de alimento desbrozan los campos y reparan los muros. Obtenéis el diezmo de cuantos os rodean; cobráis impuestos por el uso de vuestros caminos, pero, sin embargo, estáis exentos de pagarlos. ¿Y aún venís a decirme a mí…? Claro que dispongo de comida, no soy ningún necio. Soy clérigo, pero también gobierno. ¿Qué sucederá cuando los ciudadanos no aguanten más; cuando la desesperación y el hambre les dominen, se armen con lo que encuentren y asalten nuestras despensas?
Alcuino se apresuró a intervenir.
– Por favor, aceptad nuestras disculpas. Esta situación nos ha cogido por sorpresa, pero os aseguro que agradecemos vuestra hospitalidad al igual que vuestra largueza. Decidme, ¿en verdad opináis que los suministros transportados en el barco resultan insuficientes?
Flavio se molestó por lo que consideró una intromisión de Alcuino. Sin embargo, admitió que su intervención había resultado de lo más oportuna.
– Echad vos la cuenta -rumió Wilfred-. Sin contar curas y frailes, en Würzburg habitan unas trescientas familias. Pero a este paso, tal vez el mes que viene no quede ninguna.
– ¿Y los huertos? -preguntó Alcuino-. Dispondréis de ajo, chalotas, puerros, coles, rábanos, nabos…
– El hielo acabó hasta con los cardos. ¿No habéis visto a esos desesperados? -respondió señalando la turba a los pies de la villa-. Ya no distinguen una cebolla de una manzana.
– Y vuestras reservas…
– En los graneros aún conservamos unos cien modios de trigo. Aparte disponemos de otros treinta de espelta, pero ese grano es pura ponzoña que utilizamos como pienso para los animales que nos quedan. Aun así, hubo insensatos que en su desesperación se atrevieron a asaltar los almacenes y robar un par de talegas. Al día siguiente encontramos a los ladrones delante de la casa de Zenón con las tripas saliéndoles por la boca. Por desgracia, la muerte les sorprendió antes de que pudiéramos ahorcarlos.
Alcuino meneó la cabeza. De ser ciertas las estimaciones de Wilfred, se enfrentaban a un problema.
– ¿Y esas reliquias? ¿No nos ayudarían a conseguir alimentos? -preguntó el conde a Alcuino.
– Sin duda, Wilfred. Sin duda.