Y aquí acaba el cuento.
Chrétien de Troyes,
Erec y Enid
Alguien llamó a mi puerta.
– ¿Quién va?
– ¡Gargano! -dijo una voz cavernosa.
Demasiado sorprendido para encontrar una respuesta, estuve a punto de caer de espaldas y corrí a abrir la puerta de mi scriptorium.
– ¡Gargano! ¿De verdad eres tú?
El gigante me estrujó hasta ahogarme.
– Es bueno volver a verte -dijo mirándome fijamente.
– ¡Entra, entra!
Gargano entró bajando la cabeza, tras él caminaba una mujer de belleza altiva junto con una niñita que debía de tener unos cuatro años y que me recordaba a alguien, sin que pudiera decir a quién.
– ¿No has venido solo? ¿Has traído a unas amigas? Has hecho bien.
– Te presento a Guyana y a su hija, Casiopea.
– ¡Sed bienvenidos a mi humilde morada!
– Nos ha costado muchísimo encontraros -me dijo Guyana.
– Oh -dije yo-. Es que he viajado mucho. Después de Saint-Pierre de Beauvais, Arras y Troyes, finalmente me he instalado aquí, en la corte de María de Champaña.
Un movimiento a mi espalda atrajo mi atención. Era la niña, que se acercaba a la cazoleta donde había puesto incienso a quemar.
– ¡Cuidado, está caliente!
La niña apartó la mano, pero su madre me dijo:
– No os preocupéis, no se quema nunca.
– ¡Ya lo sé! -exclamé-. ¡Ya sé a quién me recuerda!
Gargano me miró poniendo los ojos en blanco, lo que me incitó a callar.
– ¿A quién? -me preguntó Guyana.
– A san Marcelo… Un santo que tenía el poder de manipular objetos calentados al rojo sin quemarse.
Gargano me dirigió una amplia sonrisa. Al parecer, había respondido bien.
– Y esto, ¿qué es? -preguntó Casiopea, mostrando el huevo que ocupaba un lugar de privilegio en mi escritorio.
– ¿Oh, esto? No es nada, por desgracia. Lo encontré en los montes Caspios. Puedes tocarlo, si tienes cuidado. Pero temo que no llegue a eclosionar nunca. Hace demasiado tiempo…
La niñita cogió el huevo y lo acarició con dulzura.
– ¡Mirad! -gritó-. ¡Se agrieta!
No podía creer lo que veía. Aquello era un milagro. La cáscara se resquebrajaba. En el interior se adivinaba la forma, no de un polluelo, sino de otro pajarillo. ¿Una cría de pájaro de presa? Qué extraño…
– ¡Cualquiera diría que te estaba esperando! -le dije a la niña.
– Qué bonito -exclamó Guyana acercándose a su hija-. Ponte recta, Casiopea. Y no lo dejes caer.
– ¡Mamá! -exclamó la niña abriendo unos ojos muy grandes-. ¡Tenemos que ponerle un nombre!
La joven me miró.
– Pues…
– Vamos -insistió la niña-. Y tú, tío Gargano, ¿no dices nada? ¡Por favor!
– ¿Por qué no se lo preguntas a su propietario? -gruñó Gargano.
– ¡Oh, sí, sí! -se entusiasmó la niña.
Pude sentir cómo se sonrojaban mis mejillas, y propuse:
– ¿Y si lo llamáramos Cocotte?
– ¿Cocotte? -dijo Guyana-. Este nombre me parece más apropiado para una gallina.
– No os equivocáis. Pero para mí es un modo de rendir homenaje a un amigo muy querido, cuya vida -dije posando la mano sobre el manuscrito en el que trabajaba- me dispongo a relatar.
– ¿Y cómo se titula vuestro libro? -me preguntó Guyana mirándolo.
– Oh, aún no tiene título… -mentí.
Y mientras lo decía, guardé mi obra en un armario, por miedo a que viera la cubierta. Porque le había dado el título del libro que leía el guardián de la Última Prueba en los montes Caspios: Morgennes.