Cuando carreta veas y encuentres, persígnate y
piensa en Dios, pues podría amenazarte el infortunio.
Chrétien de Troyes,
Lanzarote o El Caballero de la Carreta
Cuando llegó al camino que conducía a Beauvais -confiando en que ningún soldado les esperaría allí-, Morgennes oyó un gran estruendo tras él y se volvió. Era el escandaloso traqueteo de un carro tirado por bueyes. Todo su campo de visión quedó ocupado por la imagen de un hombre que más que un ser humano parecía una montaña. El hombre en cuestión, que conducía el tiro, debía contar sin duda entre sus antepasados con un ogro o un gigante, tan alto y ancho era. Su sonrisa, por sí sola, ocultaba todo el horizonte, y su cabellera desordenada, rubia como el trigo, era un sol que nunca se ponía. Un espeso bigote, también rubio, le colgaba de cada lado de la cara y ponía de relieve un cuello que era tan grueso como una encina. Sus enormes manos sostenían cada una un par de riendas, con las que dirigía a los bueyes, ocho animales soberbios con la frente adornada con gigantescos cuernos y pezuñas del tamaño de una roca.
Reforzando el carácter insólito de esta visión surgida directamente de otro mundo, un pequeño mono de expresión bufonesca, vestido con unas calzas de color naranja y una chaquetita azul, estaba posado sobre el hombro del carretero y le susurraba consejos al oído.
Morgennes, que seguía llevándome sobre sus hombros, redujo el paso para dejarse adelantar. En ese momento, en el centro de la tela que separaba al conductor del interior de su carro, se abrió una raja por la que surgió una delicada mano de mujer: la misma que Morgennes había entrevisto en Arras, poco antes de huir.
La mano nos indicaba que subiéramos. Morgennes se izó hasta el puesto del gigante y luego entró en el carro.
Lo que vio entonces le dejó estupefacto, porque la mano no pertenecía a una mujer, sino a un bello adolescente.
Sus rasgos delicados y finos, su tez pálida y la perfección de su semblante revelaban unos orígenes nobles, y sus ojos almendrados, orlados de pestañas un poco demasiado largas y un poco demasiado negras, acababan de acentuar su parte femenina. De hecho, como no tenía ni bigote ni barba, y ni siquiera pelos en el mentón, se le habría podido tomar por una damisela; pero su aire impasible, en el que podía intuirse cierta altivez, y sus ropas eran indudablemente masculinos. Sus piernas, indolentemente cruzadas sobre un grueso cojín decorado con rombos y cuadrados de colores, acababan en un par de zapatos puntiagudos, cuyos extremos se enrollaban sobre sí mismos al más puro estilo oriental. Un cinturón de cuero, reforzado con grandes clavos con cabeza de bronce, marcaba la transición entre la parte superior e inferior de su cuerpo, un camocán de seda negra -que ceñía apretadamente un busto liso- completaba el retrato de este curioso personaje. Finalmente, una especie de bicornio, que encerraba la corona de sus hermosos cabellos negros, se alargaba sobre la parte superior de su rostro, donde formaba como un pico de cuervo.
Este jovencito nos saludó con una hermosa voz aflautada, femenina también:
– ¡Bienvenidos, amigos, bienvenidos!
En cuanto hubimos subido a bordo del carro, el conductor del tiro cerró las cortinas sumergiéndonos en una doble oscuridad -la del misterio se añadía a la del lugar-, apenas disipada por un cabo de vela situado a media altura.
– ¿A quién tenemos el honor de saludar? -pregunté, ocultando mis plumas bajo el sayal.
– ¡Co-co-cot! -hizo el extraño individuo, llevándose un dedo a los labios y empleando el mismo tono que hubiera usado para decir: «No tan rápido, no tan rápido…»-. ¿Es esto acaso un gallinero, para que dos gallinas sigan al interior a un caballero?
– No soy una gallina -dije, haciendo desaparecer la cresta que adornaba mi cabeza.
– Ni yo un caballero -añadió Morgennes.
– ¡Por otra parte, habéis sido vos quien nos habéis invitado a subir!
– Es que efectivamente esto es un gallinero, un puerto seguro para todos aquellos perseguidos por los lobos.
– Creo que los he despistado -dijo Morgennes-. Y eso sin llevar las botas de Poucet.
– ¡Bravo! ¡En ese caso, deberemos daros un título!
– ¿Un título?
– Una condecoración. Algo que haga que se recuerde esta hazaña.
Apoyó la mejilla en un dedo, inclinó la cabeza y reflexionó. Demasiado sorprendidos para decir nada, Morgennes y yo no nos atrevíamos a reaccionar. Hasta que de pronto nuestro desconocido exclamó, con los ojos brillantes:
– ¡Ya lo tengo! ¡Vuestro nombre ha cambiado, en adelante se os conocerá como el «Caballero de la Gallina»!
– ¿El Caballero de la Gallina? -dijo Morgennes-. Hubiera preferido algo más…
– Más glorioso -dije-. ¡Lo merece!
– ¡Hay nombres gloriosos tras los que no se oculta ninguna gloria, y otros infamantes que nobles hazañas ilustran!
– Aún no he llegado a este punto -dijo Morgennes.
– Aún no, cierto. ¡Pero está en vuestras manos convertir al Caballero de la Gallina en un hombre que jamás sea olvidado!
– ¿Me lanzáis un desafío?
– En cierto modo.
– Lo acepto.
– ¡Me complace mucho saberlo! Ahora permitidme que os diga hasta qué punto aprecio que hayáis aceptado mi invitación.
– Somos nosotros quienes os lo agradecemos -dijo Morgennes-. Empezaba a cansarme, y creo que mi amigo Chrétien no se encuentra en condiciones de caminar…
– ¿Por qué razón nos habéis invitado?
– ¿Razones? ¡Dios mío, qué trivial! En fin, ya que así lo queréis, os daré razones. ¿Cuántas necesitáis? ¡Vamos, pedid! No dudéis, ¡tengo constelaciones enteras que ofrecer!
– Empezad por darnos una -dijo Morgennes, que nunca había oído hablar de «constelaciones»-. Será un buen principio.
– Yo también quiero una -añadí.
– Muy bien. Que sean dos, y una tercera para vuestra cacareante compañera, que no me ha pedido nada. No sois muy exigentes…
Acercó su rostro a una vela y pestañeó dos o tres veces, como una delicada jovencita.
– La primera -prosiguió, bajando la voz y midiendo el efecto de sus palabras-, ¡es que tengo buen corazón y han puesto precio a vuestras cabezas!
– ¿Cómo? -exclamé.
– No me digáis que lo ignorabais.
– ¿Por culpa de un huevo? -suspiró Morgennes.
– ¡Exactamente! ¡A quién se le ocurre poner un huevo sin vitellus! Sobre todo en estos tiempos agitados… Actualmente se desarrolla un proceso en Arras, ¡y temo que lo perdáis, ya que no asistís a él! Por otra parte, aunque estuvierais presentes, no cambiaría gran cosa. El asunto está sentenciado… Summa culpabilis, como dicen los latinos acerca de los musulmanes. «Sois más que culpables.» Ni el propio san Riquier, santo patrono de los abogados, podría hacer nada por vosotros. En este instante preciso, veinte caballeros galopan hacia Beauvais con intención de arrestaros en caso de que tuvierais la mala idea de presentaros allí. La Île-de-France, Normandía, Flandes… ¡Dentro de poco vuestra descripción estará clavada en las puertas de todas las iglesias! Perdonadme la expresión, amigos míos, ¡pero vuestra gallina y vosotros mismos empezáis a oler a chamusquina!
Después de tragar saliva con esfuerzo, balbucí:
– Ésta es una razón.
– ¿Y la segunda? -preguntó Morgennes.
– ¡Aquí está!
El joven se incorporó, se volvió hacia atrás y ordenó, con un gesto teatral en dirección a las colgaduras escarlata que oscurecían el interior del carro:
– ¡Cortinas!
De pronto, como velas enviadas al firmamento de los mástiles, las colgaduras se levantaron y desaparecieron en el techo.
– ¡Por la Iglesia y la santa misa! -exclamé boquiabierto.
– Se diría que estamos dentro de la ballena que se tragó a Jonás -dijo Morgennes.
Pero no era una ballena, ni siquiera un tiburón. Era solo un carro muy particular, ya que era tan grande como un barco pequeño. Algo que tal vez había sido en una vida precedente, pues todo en él recordaba a esas embarcaciones que los venecianos utilizaban para ir a Constantinopla, Tiro o Alejandría; esos navíos con anchas calas donde se podía cargar tanto grano como armas, ropas, esclavos o aceite.
– ¡Demonios! -dijo Morgennes-. ¡Comprendo que necesitéis todos estos bueyes para hacerlo avanzar! Por no hablar de este extraño carretero…
– Pero ¿qué tipo de mercancía transportáis? -pregunté.
– ¿Mercancía? ¿Por quién me tomáis? ¿Por un tendero? ¡Aparte de algunos decorados y un órgano, la única mercancía aquí sois vosotros!
– ¿Nosotros?
Después de intercambiar una mirada en la que asomaba cierta inquietud, Morgennes y yo le preguntamos al unísono:
– ¿Qué queréis decir con eso?
– Si no me equivoco sois autor y recitador…
– Entre otras cosas -dije.
– Entonces sabed que esto es un teatro ambulante. E incluso vuestro nuevo hogar, si aceptáis uniros a la Compañía del Dragón Blanco…
Le haré reencontrar el amor y los favores de su dama,
si tengo el poder de hacerlo.
Chrétien de Troyes,
Ivain o El Caballero del León
La Compañía del Dragón Blanco había sido fundada en 1159 y recorría el mundo en busca de los mejores artistas para llevarlos a Constantinopla. Allí eran acogidos en el palacio de Blanquernas, donde disponían de todo el tiempo necesario para crear las obras que representarían ante el emperador de los griegos y su corte.
– Bizancio es todo lo que queda de la Roma y la Grecia antiguas -nos dijo el misterioso joven-. Con excepción de la Atlántida, de la que nadie sabe si existió realmente, nadie ha hecho más por la civilización. Manuel Comneno, el actual emperador de los griegos, está convencido de que las artes son a la vez el sostén y la expresión de la grandeza de un país. Y porque nos quiere siempre en lo más alto, ha financiado nuestra compañía. ¡Como el Arca que salvó en otro tiempo del diluvio a Noé y a los suyos, recogemos a los mejores artistas del mundo a bordo de este barco, del que soy a la vez el alma y el capitán!
– Pero ¿cuál es la tercera razón de que queríais hablarnos? -preguntó Morgennes-. La que queríais dar a Cocotte.
– Esta razón se encuentra un poco más lejos. ¡Venid!
Se hundió en las entrañas del Dragón Blanco, donde nos invitó a seguirle.
Los ruidos del exterior llegaban apagados y, sin los baches del camino, hubiéramos podido creer que nos encontrábamos en una construcción sólida. Aquí y allá, de los tabiques de la caravana colgaban grandes marionetas desarticuladas. Con la cabeza pintada inclinada sobre el busto, los muñecos ofrecían una triste imagen. Algunos estaban equipados con armaduras, con la espada o el venablo en una mano y un escudo en el costado; mientras que otros vestían trajes o figuraban niños. Allí había todo lo necesario para representar la vida, con sus placeres y sus desdichas.
– ¿Por qué estos muñecos? -pregunté.
– Porque hasta ahora no he encontrado comediantes con vuestro talento -respondió el misterioso joven-. ¡Solo a un maestro de los secretos que tiene un arte para dar vida a lo que está desprovisto de ella sencillamente pasmoso!
¡Un maestro de los secretos! Se decía que estaban reapareciendo, resucitados por el auge de los misterios que se vivía en diversos lugares, con explosiones, nubes de humo, metamorfosis, guirnaldas de colores, invocación de criaturas, desaparición de individuos o de denarios, entre otros sucesos. Estos hábiles manipuladores, responsables también de las poleas, trampas, engranajes, barquillas, columpios y otros trucos mecánicos, eran la sal de los espectáculos que se representaban en los atrios de las catedrales o en la corte de los grandes señores. En otro tiempo considerados como brujos, muchos habían acabado en la hoguera, donde sus secretos se habían desvanecido en el humo junto con ellos. Para evitar traicionarse, no pocos habían elegido cortarse las cuerdas vocales… Se decía que eran personajes de carácter malévolo, enemigos del género humano y enamorados de las máquinas.
Morgennes se estremeció. Mientras miraba una de las marionetas, una campesina de mejillas pintarrajeadas de rojo, se preguntó dónde estaba el que la manipulaba. ¿Ese demiurgo de la oscuridad se encontraría tal vez sobre él, escondido en el techo, dispuesto a tirar de los hilos de estas frágiles criaturas? Lanzó una mirada hacia lo alto, pero solo distinguió la tela de color gris oscuro del carro.
En cuanto a mí, no estaba muy seguro de si me gustaba aquel lugar; pero me picaba la curiosidad, y casi estaba dispuesto a aceptar la propuesta de nuestro anfitrión… ¿Quién sabía si no descubriría aquí historias fabulosas imposibles de encontrar en otra parte?
De pronto se produjo una violenta sacudida, y el carro se detuvo.
– Ah… -dijo el joven-. Creo que hacemos un alto… Supongo que ha caído la noche.
Se dirigió al fondo del carro y lo abrió para salir.
Efectivamente, la noche había llegado.
Con el carro y los bueyes a un lado, y nosotros al otro, nos acercamos a un fuego que el gigante que conducía el tiro había encendido cerca de un bosque.
La perspectiva de unirme a la Compañía del Dragón Blanco no me desagradaba. Sin embargo, sin ese proceso pendiendo sobre nuestras cabezas como una espada de Damocles, creo que habría rechazado la propuesta. Para decidirme, necesitaba una tercera razón.
– Señores, buenas noches -se escuchó una voz a nuestra espalda.
Morgennes y yo nos volvimos. Un hombre avanzaba lentamente hacia nosotros, lo que nos dio tiempo para observarle. Tan flaco como pálido, con las sienes grises y una mirada taciturna, tenía todo el aspecto de un muerto viviente.
Sin embargo, Morgennes y yo nos levantamos al instante en cuanto el fuego le iluminó. ¡Era el conde de Flandes, Thierry de Alsacia! Le saludamos con una reverencia, que nos devolvió como si fuéramos sus superiores, y el adolescente dijo:
– Tercera y última razón…
– ¡Caballeros, a vuestros pies!
– Señor… -murmuré.
– No digáis nada. Lo he visto todo. Estaba allí.
– ¿En Arras? -preguntó Morgennes.
– Y lo he oído todo. ¡He quedado encantado con vuestra actuación! Os necesito.
– Estamos a vuestro servicio-dije.
– ¿Qué deseáis que hagamos? -preguntó Morgennes.
– Salvarme la vida.
Vista su palidez, pensé que estaba enfermo; de modo que le dije:
– Pero, señor, estáis equivocado… ¡No somos médicos!
– ¡Desde luego que sí! ¡E incluso los mejores! Solo vosotros podéis curarme.
– Pero ¿qué mal padecéis?
– El de ya no ser amado.
Acercando sus manos al círculo de luz, el conde nos contó lo que le atormentaba. Había ido a guerrear a Tierra Santa unos años atrás, acompañado por su esposa.
– Tal vez no luché lo suficiente. Dios sabe, sin embargo, cuánto sufrí para fortalecer su gloria en ese santo lugar… Una noche, al volver de una escaramuza en la que habíamos ensartado a más de un centenar de infieles, me enteré con dolor de que mi esposa, Sibila, había…
Su voz se quebró. Ya no tenía fuerzas para hablar. Pensando que ella debía de haber muerto, guardé silencio, pero Morgennes -que no tenía tantas prevenciones- preguntó:
– ¿Había qué?
– ¡Había partido! -Que Dios la tenga en su gloria -dije yo persignándome.
– Oh, sí, la tiene. Ese es el problema. Quiero que me la devolváis.
– ¿Qué? Pero ¿cómo…?
– Sibila ha pronunciado los votos. Se ha hecho monja en el monasterio de San Lázaro de Betania. Quiero que la saquéis de allí.
– ¿De modo que no ha muerto?
El gigante que conducía el tiro lanzó una brazada de leña al fuego, que crepitó alegremente.
– No, no del todo -continuó el conde-. Vive, junto a un rival al que no es posible dar muerte. Fui al Puy de Arras con intención de distraerme, pero fue inútil. Incluso la belleza de María de Champaña me dejó indiferente. Lo único que me emocionó un poco fue vuestro Cligès y el Tristán e Iseo de Béroul.
– ¿Por qué no pedisteis a este último que os ayudara?
– Porque Tristán es vuestro, lo sé. Mi mujer estaba en el Puy cuando ganasteis el segundo premio, hace cuatro años… Vuestras palabras la emocionaron tanto que casi me arruiné para adquirirlas a través del superior de vuestra abadía.
– ¿Conocéis al padre Poucet?
– Es uno de mis amigos… Si puedo llamar «amigo» a alguien que me ha recibido en confesión desde la infancia, aunque no me haya oído desde que abandoné Flandes… No os sorprendáis, pues, si os digo que os he hecho seguir desde Arras… No quería que dos personas de vuestro talento fueran encerradas bajo el pretexto de que determinado huevo no tenía yema…
– ¿Y mi Tristán?
– Por desgracia, ya no lo tengo. Sibila se lo llevó consigo al convento. Por eso os necesito. Componed para mí una obra lo bastante conmovedora como para arrebatársela a Dios y hacer que vuelva conmigo. ¡Os cubriré de oro! ¡Os daré todo lo que queráis!
Uniendo el gesto a la palabra, revolvió en su limosnera y sacó un frasco.
– Tomad este frasco de la Santa Sangre de Nuestro Salvador, pagada a precio de oro a ese ladrón de Masada. ¡Es vuestra!
Tendí la mano para cogerlo, pero Morgennes me bajó el brazo.
– Una pregunta más. ¿Por qué no hacéis que vuestros hombres la rapten? Sois rico, tenéis relaciones, amigos poderosos, ¿por qué no ordenáis a algunos espadachines que penetren en el lugar, una noche, y os devuelvan a la elegida de vuestro corazón, de grado o por la fuerza?
– ¿Creéis realmente que ese es el mejor medio para que ella me ame?
– ¿Qué queréis exactamente? ¿Que os prefiera a Dios? ¿Estáis celoso?
– De ningún modo. Mi dulce Sibila, que siempre me fue fiel en cuerpo y alma, ha sido presa de la locura. En el curso de nuestro anterior viaje, la pasión la dominó. ¡La pasión por Dios! ¿Cómo luchar contra eso? ¿Quién podría hacerlo? ¡Nadie! Además, forzarla a abandonar su retiro la mataría. No quiero que eso ocurra.
Había hablado de un tirón, sin respirar. Se interrumpió un momento, y después de recuperar el aliento, continuó:
– Todo lo que deseo es ayudarla a que me ame de nuevo, no forzarla. Se trata de abrirle los ojos, no de arrancarle los párpados.
– ¿Quién os dice que no los tiene abiertos ya? -prosiguió Morgennes.
El conde lanzó un suspiro.
– Sé que no ve. Se encuentra en la oscuridad. Llevadla a la luz, o hundidme a mí en la noche…
– ¿Si lo he comprendido bien -pregunté-, es preciso que compongamos (que yo componga) una obra lo suficientemente conmovedora para incitarla a abandonar a Dios?
– Sí, es justamente eso -dijo el conde con voz temblorosa-. Es difícil, lo sé. Pero ¿es irrealizable para alguien con tanto talento?
– Si tengo talento es gracias a Dios. ¿Por qué iba a servirme de él para perjudicarle?
– ¿Quién habla de perjudicarle? Lo único que deseo es que lo fascinéis a Él también, para que me deje recuperarla… ¿No podríais complacer a Dios? ¿Convencerle de que me devuelva a mi amada?
– No sé…
– Intentadlo. ¡Decid que sí!
Intercambié una mirada con Morgennes, que sonrió y me dijo:
– En lo que a mí respecta, quitarle una mujer a quien me quitó a mi padre, mi madre y mi hermana no es algo que me incomode…
Entonces, no sabiendo si cometía un sacrilegio o si, por el contrario, formaba parte de los designios de Dios invitarme a desafiarle para superarme a mí mismo, dije al conde:
– Acepto. Pero no olvidéis que incluso Orfeo fracasó.
Apenas había pronunciado estas palabras cuando apareció mi Eurídice.
Tan bella era y tan bien formada que parecía una criatura s
urgida de las manos del propio Dios, que había puesto en
ella todo su arte para asombrar al mundo entero.
Chrétien de Troyes,
Cligès
Dios me castigaba.
Porque yo también, a mi vez, amaría y no sería amado.
En el momento mismo en que acepté la propuesta del conde de Flandes, sentí lo que él sentía, y mi corazón se desgarró.
– Os presento a nuestro maestro de los secretos -dijo el misterioso joven-. Su nombre es Filomena.
– ¡De modo que sois vos! -exclamé-. Esperaba que fuerais…
– Un hombre-dijo Morgennes.
Curiosamente, Filomena no respondió. Se contentó con saludarnos con una leve inclinación de cabeza, antes de ir a sentarse junto al conductor del tiro.
Aproveché el momento para observarla mejor y tratar de calmar el fuego que ardía en mi pecho. Sus cabellos rubios parecían un astro ante el cual el propio sol palidecía; sus pechos, dos delicadas perlas posadas sobre el coral de su busto; sus manos, dos orgullosos corceles de alabastro, ágiles y delicados. Su rostro imponía respeto, y sus ojos eran de nácar, de un color imposible de describir. Diez siglos no bastarían para describirla por entero. Porque si las palabras para lograrlo existían, me eran inaccesibles. Se me escapaban en el momento mismo en el que creía atraparlas. ¿Creía haber encontrado un adjetivo? Solo escribía banalidades. Y cuando un vocablo se dignaba por fin a surgir, la mayoría de las veces no era más que un inicio de sílaba, pues mi imaginación bogaba ya hacia otras orillas, cada vez más lejanas.
¡Filomena!
Todo lo que conseguía decir sobre ella era: «¡Oh milagro, oh maravilla, oh bendición!». Ciertamente la naturaleza había debido de trastocarse al crearla. Una belleza semejante no podía ser humana. Más que nunca en mi vida, me sentí impotente. Pues si el verbo de Dios no tenía límites, el mío tropezaba aquí con su primer obstáculo.
Y este obstáculo no parecía tener más palabras, ni más alma, que una estatua.
Volví los ojos hacia el conductor del tiro, quien, comparado con ella, era solo un esbozo tosco, un conjunto de círculos y líneas imperfectamente ajustados. Mientras cerraba los ojos para expulsar de mi retina la imagen del maestro de los secretos, oí al capitán del Dragón Blanco:
– Creo que ha llegado el momento de acabar las presentaciones; en primer lugar, este es Gargano, nuestro cochero.
– Buenas noches -ronroneó Gargano.
El mono encaramado a su hombro emitió un chillido, que Gargano nos tradujo:
– Frontín os da las buenas noches.
– Buenas noches -dijo Morgennes.
– Ya conocéis a Thierry de Alsacia, y a Filomena… En cuanto a mí, me llamo Nicéforo.
– Es un nombre griego -constaté.
– No tiene nada de extraño, ya que nací en Constantinopla. Y ahora, ¡que aproveche!
Pasaron varias semanas, durante las cuales avanzamos a buen ritmo hacia el sur. Morgennes estaba aprendiendo a representar un papel elegido para él por Nicéforo, que -según decía el griego- le encajaba de maravilla.
Morgennes, que soñaba con ser armado caballero, no veía ningún inconveniente en interpretar el papel de san Jorge, el más insigne caballero que había existido, famoso por haber matado a un dragón antes de sufrir martirio.
Yo pasaba la mayor parte del tiempo en la parte trasera del carro, viendo cómo el camino se perdía en la lejanía, y mi talento con él. Allí, sentado sobre un pequeño reborde, trabajaba sin cesar en una obra cuyo objetivo era seducir a Filomena y a Sibila. Sin embargo, no conseguía nada. Imposible componerla.
Perdía muchas horas mirando pasar la tierra bajo mis pies o acariciando a Cocotte, que ya no quería poner huevos.
«¿Por qué -me preguntaba- estoy paralizado hasta este punto? ¿Es por temor de ofender a Dios? ¡En absoluto! ¡Es porque no tengo mis libros, mis documentos; mis fuentes! Nunca he escrito a partir de nada… No es posible hacerlo. ¡Dios es el único que puede crear a partir del vacío!»
Desafiar a Dios, ¡ahí estaba el problema!
Y justamente eso era lo que nos disponíamos a hacer, ya que en respuesta al ingreso de su mujer en el monasterio, Thierry de Alsacia había replicado: «¡Chrétien de Troyes la sacará de aquí!».
Morgennes, por su parte, conservaba vivo en su corazón el recuerdo de las desgracias sufridas por su familia, y se había jurado que haría pagar sus crímenes a los culpables, aunque estuvieran protegidos por Dios.
– Si hay que ir al Paraíso, iré -decía a veces, medio en serio, medio en broma.
Sobre esa cuestión, mantenía numerosas discusiones con Gargano, que exclamaba con su voz de acentos cavernosos:
– ¡En vuestro lugar, yo no pensaría en ello ni por un segundo! ¡Ir al Paraíso! ¡Robarle a Dios una de sus mujeres, pedirle cuentas! ¡Estáis loco! ¡No olvidéis nunca que la venganza es la ambrosía de los dioses, su plato favorito! Si se la han reservado, no es por casualidad. A sus ojos es demasiado preciosa para que unos simples mortales puedan tocarla, ni tan siquiera con la punta de los dedos. En vuestro lugar, yo lo olvidaría.
– ¡Olvidar el amor! -se indignaba Thierry de Alsacia.
– ¡Olvidar a la familia! -añadía Morgennes.
– Eso sería como olvidar a Dios -concluía yo, pensando en Filomena.
– Olvidadlo, olvidadlo -repetía Gargano, mientras pasaba un dedo por el pelaje de Frontín, su mono.
Aunque tal vez dijera «olvidado, olvidado», porque su mirada se vaciaba entonces de toda sustancia, como si él mismo hubiera vivido en otro tiempo algo que había olvidado y que lamentaba haber perdido… Uno ya no sabía si se lamentaba de ya no saber o si, por el contrario, nos animaba a imitarle.
En cuanto a Nicéforo, el griego guardaba silencio, pero sonreía distraídamente. A veces sus dedos corrían sobre alguno de los teclados de un órgano del que extraía sonidos que habrían hecho llorar a las Musas.
Era un órgano muy antiguo, que mandó fabricar en Bizancio, en el siglo VIII, el emperador Constantino Coprónimo para ofrecérselo a Pipino el Breve. En esa época hacía ya mucho tiempo que no había órganos en toda la cristiandad, porque los Padres de la Iglesia habían ordenado destruirlos, alegando que los instrumentos de música excitaban los espíritus y apartaban de Dios a los verdaderos creyentes. Este órgano era, por tanto, uno de los más antiguos que existían, y también uno de los más perfectos. Con su pedalero y su teclado con tiradores que se podían meter y sacar, permitía aislar los registros y variar las sonoridades de un modo único en el mundo.
Era un órgano espléndido, «del que solo Filomena conoce los secretos», afirmaba Nicéforo.
– Su padre, que lo había recibido de su propio padre, le enseñó a conservarlo. Ahora que su padre ha muerto, Filomena es la única que posee estos conocimientos. Por eso es tan valiosa para mí…
Una tarde en la que nos acercábamos a las orillas del Pontus Euxinus, con el aire saturado del perfume de los olivos, Morgennes vino a sentarse a mi lado y me dijo:
– Monachus in claustro non valet ova duo; sed quando est extra, bene valet triginta.
– «Apenas un par de huevos vale un monje en la clausura; mas si sale al exterior, hasta a treinta aumenta su valor» -traduje-. Lo sé. Debería alegrarme, ser feliz…
– Yo puedo ayudarte, si quieres…
– Incluso Cocotte está enferma. Desde Arras no ha puesto un huevo.
– ¿Se sentirá culpable?
– No, no. Es culpa mía, lo sé.
– ¿Realmente no hay nada que pueda hacer para animarte?
– Si pudieras… Pero no, creo que no existe ningún remedio para el mal que sufro.
– ¿Porque amas y no eres correspondido?
– ¿De modo que lo sabes?
– Sí… ¿Por qué no ibas a hablar de lo que amas?
– ¿Y de lo que me hace sufrir?
– Si ese es el caso, dilo.
– De Amor, que me ha arrancado de mí mismo, y no quiere retenerme a su servicio. Y sufro hasta tal punto que consiento que imponga este duro sacrificio…
– ¡Ves, ya es un principio!
Me encogí de hombros.
– Es un principio de nada… Todo me es indiferente. Incluso los paisajes…
No me preguntéis, pues, por qué no hablo de las ciudades que atravesamos. Os diré solo que partimos justo después del fin de la cosecha, cuando el vientre repleto de las granjas tenía con qué aliviar el voraz apetito de nuestra caravana.
Tampoco os hablaré de las gentes con las que nos cruzamos, ni de las ruinas de Grecia, ni de los rudos combates que libraba
Manuel Comneno en los Balcanes. Ni me referiré a los manjares, vinos, tormentas y fuertes calores, ni a los olores y los sonidos. Podría hacerlo, pero no lo haré. Me contentaré con deciros que si Godofredo de Bouillon había tardado cerca de cuatro meses en llegar a Constantinopla con su ejército, nosotros hicimos el trayecto en la mitad de tiempo.
Sobre nuestro viaje hasta Jerusalén no diré nada más.
¿Por qué?
Porque una sola palabra basta para contároslo: ¡Filomena!
¡Muerte! ¡Oh muerte, eres demasiado malvada y ávida,
demasiado codiciosa y envidiosa! ¡Eres insaciable!
Chrétien de Troyes,
Cligès
San Lázaro de Betania era un monasterio situado en la cima del monte Tabor, no lejos del castillo de la Fève, que pertenecía a los templarios. De hecho, estos se encontraban tan cerca que eran ellos, y no los hospitalarios (de los que, sin embargo, dependía el monasterio), quienes garantizaban su seguridad.
Los rastrillos del castillo de la Fève se izaban un breve instante, y a continuación un grupo de caballeros abandonaban sus muros, seguidos por algunos hombres armados. No eran numerosos, pero bastaban, porque eran fuertes y valerosos.
Por eso, cuando el Dragón Blanco apareció en el horizonte, en dirección a poniente, dos hermanos caballeros se pusieron al frente de una pequeña tropa y galoparon a su encuentro.
– ¿Quiénes son? -preguntó Morgennes al ver que se acercaban.
– Servidores de Dios-replicó Gargano.
– ¿Es decir?
– ¡Templarios!
Morgennes metió la mano bajo su camisa para buscar la cruz.
– Padre, me dijiste que fuera hacia la cruz… Veo venir a dos
caballeros con el pecho adornado por una gran cruz roja. ¿Debo ir hacia ellos? ¿Quieres que también yo sea como ellos, un caballero portador de la gran cruz roja? -preguntó.
Evidentemente nadie respondió.
– Mira -prosiguió Morgennes, señalándome a los caballeros-. Creo que mi padre hacía alusión a ellos al decirme que fuera hacia la cruz. Son caballeros de Dios.
– Los caballeros nunca sirven a nadie sino a sí mismos -dije yo.
– No aquí -dijo Gargano-. No siempre. No olvidéis que estamos en Tierra Santa, y que esta es una tierra en estado de excepción.
Los templarios se encontraban ya al alcance de la voz, y uno de ellos gritó:
– ¡En nombre de Dios, presentaos!
Thierry de Alsacia salió entonces del carro vestido con sus mejores galas. Su túnica, adornada con piedras preciosas, reflejaba los rayos del sol poniente y brillaba con mil fuegos. El conde levantó una mano enguantada de seda negra y dijo con voz firme:
– ¡Amigos! Nobles y buenos caballeros, ¿me habéis olvidado?
– ¡Tu nombre! -le espetó el templario que aún no había hablado.
– Thierry de Alsacia, conde de Flandes.
Los templarios bajaron sus lanzas y sus confalones barrieron el suelo.
– ¿Podemos saber adónde vais, con este extraño séquito?
– Junto a mi amada… -dijo el conde señalando el monasterio de Betania.
– ¡Por la Virgen! -exclamó el más joven de los templarios.
– ¡Cierra el pico! -le soltó el otro-. Venid, señor, os escoltaremos hasta las puertas del monasterio, donde os ofrecerán una buena acogida… y os darán una triste noticia.
– ¿Qué queréis decir? -preguntó Thierry de Alsacia, inquieto.
El templario le miró tristemente, sacudió la cabeza y murmuró:
– No me corresponde a mí informaros…
– Sor Sibila ha sido llamada por Dios -nos anunció la madre superiora del convento de Betania.
– ¿Cuándo? ¿Cómo?
– La semana pasada, mientras dormía… No sufrió -dijo la religiosa al destrozado conde de Flandes.
Luego la cólera reemplazó al dolor, y Thierry de Alsacia estalló como un huracán.
– ¡Dios la ha matado! ¡Prefirió llamarla al Cielo antes que ver cómo la reconquistaba!
No me atreví a decirle que, aunque había escrito algunos poemas, posiblemente no habrían dado ningún resultado. En todo caso, no habían convencido a Filomena de que me amara…
Luego el conde cambió nuevamente de actitud. No había ya en él ni rastro de cólera; solo un gran agotamiento.
– Es culpa mía -dijo-. Nunca debería haberme lanzado a una aventura como esta…
Sus ojos estaban llenos de lágrimas y nuevas arrugas surcaban su frente.
– Perdonadme por haberos arrastrado conmigo, amigos míos -continuó, dirigiéndose a nosotros-. Perdón, perdón. ¡Y tú, Dios, perdóname también! ¡Y tú también, Sibila, a quien prefiero viva y encerrada antes que muerta… e igualmente encerrada!
Hubiera querido convertirse en mujer. «Si pudiera -se decía- transformarme en una de ellas y permanecer, para el resto de mi vida, en este lugar donde resonaron sus pasos… ¡De qué me sirve ser un hombre, si es para estar lejos de mi Sibila!»
Nuestro pequeño grupo se instaló fuera del recinto de Betania, donde los hombres podían entrar pero no alojarse -ni siquiera pasar la noche-. Las monjas nos habían dado pan y un caldero de lentejas guisadas con tocino, que degustamos en silencio. De pronto, el conde apartó a un lado su plato, que no había tocado, y declaró dirigiéndose a Morgennes:
– Si quieres acercarte a estos hombres, a estos templarios, tienes que ser caballero… Y yo tengo el poder de armarte.
Morgennes dejó de comer y miró al conde, que prosiguió, con un brillo especial en los ojos:
– Te convertiré en el mejor dotado de todos los caballeros del reino, si…
¿Qué iba a pedir ahora Thierry de Alsacia, que esa misma mañana no había dudado en increpar a Dios?
– … ¡si me devuelves a mi amada!
Comprendí entonces que el fuego que brillaba en los ojos del conde no se debía ni a la fiebre ni al dolor, sino a la demencia. Este hombre estaba loco de atar.
– ¿Queréis que penetremos en el interior del monasterio para robar el cuerpo de Sibila? -inquirió Morgennes.
– ¿De qué cuerpo estás hablando? ¡Es solo un montón de huesos y carne que no me importa en absoluto! ¡Yo te hablo de su alma! ¡Devuélvemela, encuentra el modo de entrar en el Paraíso y saca de allí a Sibila!
– Es imposible -dijo Gargano.
– Déjale -le murmuré al oído-. ¿No ves que sufre?
Bebí un trago de vino, me sequé la boca con el dorso de la manga y me acerqué a Thierry de Alsacia.
– Querido conde, os prometo, por mi honor y por mi alma, que si existe un medio de salvar a Sibila, lo encontraré…
Morgennes asintió.
– Gracias -dijo el conde.
– Ahora deberíais ir a acostaros. La noche es buena consejera…
– Tenéis razón.
El conde se retiró con paso titubeante y desapareció en el interior del carro. Después de que las cortinas se hubieran cerrado tras él, Nicéforo se volvió hacia mí.
– La muerte de Sibila era inevitable.
– ¿Por qué?
– Porque leí vuestros poemas, y son magníficos. Creo que habría cedido… Ninguna mujer puede resistirse a tanto talento.
– ¿Ninguna? ¿Realmente?
No me atrevía a mirar a Filomena, que comía frente a mí, al otro lado del fuego. Pero Nicéforo parecía seguro de sí mismo, y asintió con la cabeza.
– Conozco a una que no ha cedido -dije.
– ¿Puedo haceros una pregunta? -prosiguió Nicéforo.
– Desde luego.
– ¿Por qué habéis dejado de hacer juegos malabares desde que estáis con nosotros?
– Porque únicamente los hacía con los huevos de Cocotte…
– Y desde entonces no ha vuelto a poner -añadió Morgennes.
– ¿Y a qué creéis que se debe?
Tosí dos o tres veces, acaricié a mi gallina rojiza con mano distraída, y respondí:
– Creo que está afligida…
– ¿Afligida? ¿Una gallina?
– Cocotte es Cocotte. Tal vez tenga plumas como todas las gallinas; y es cierto que cacarea, picotea, come grano y pan duro, piedrecitas y gusanos; pero para mí es Cocotte, y no hay ninguna como ella…
– Os entiendo muy bien -dijo Gargano.
– Si es tan valiosa para vos y puesto que sois tan buen malabarista, ¿qué ocurrió en Arras? -preguntó Nicéforo.
No respondí inmediatamente, fascinado por el baile de las llamas, tan pronto rojas como azules, que ascendían de nuestro fuego.
Morgennes ya me había hecho antes esta pregunta, pero yo no le había respondido… Sin embargo, yo había visto algo. Pero prefería no hablar de ello.
– En todo caso -intervino Gargano-, no fue a causa de Cocotte.
– ¿Cómo lo sabéis? -pregunté.
– Me lo ha dicho.
– ¿Podéis hablar con los animales? -intervino Morgennes. -Sí.
– ¿Y de qué habéis hablado? -inquirió.
– Pues de esto y de lo otro. De banalidades principalmente. Pero también, desde luego, de lo que ocurrió en Arras, cuando dejasteis caer el huevo…
– ¿Y qué os dijo?
– Que estabais muy enfermo. En parte es por eso por lo que ya no quiere poner. Para preservaros.
– ¿Y qué más dijo?
– También dijo que ella no tiene nada que ver con todo ello. Que sus huevos siempre han sido unos buenos huevos, con su clara y su yema… Está preocupada.
Sonreí distraídamente. Cocotte estaba durmiendo sobre un suave nido de paja en el interior de la caravana. Cuánto camino recorrido desde Saint-Pierre de Beauvais y Arras… Me parecía que nuestra expedición tocaba a su fin, y mi intuición me decía que no volveríamos a Constantinopla. Al menos no enseguida… No antes de que Morgennes hubiera tenido tiempo de dirigirse a Jerusalén y de arreglar allí sus cuentas con Dios.
Mañana os haré coronar. Mañana seréis armado caballero.
Chrétien de Troyes,
Cligès
– ¿Jerusalén? ¡Y por qué no Damasco o El Cairo! Esto nos obligará a desviarnos -dijo Nicéforo a Morgennes. -Tengo que ir -replicó Morgennes. -Es por la cruz, ¿verdad?
– ¡Sí!
– Muy bien. Iremos a Jerusalén. Pero si allí no hay nada que te retenga, Chrétien y tú volveréis conmigo a Constantinopla, para actuar ante el emperador.
– ¡Prometido!
En realidad Morgennes no tenía ni idea de qué debería hacer una vez estuviera al pie de la Vera Cruz. Como religioso, su deber era servirla. Pero ¿y como Morgennes?
Gargano reunió a sus bueyes y los dirigió hacia el sur, en dirección a la ciudad tres veces santa. Al verlo, recordé la leyenda de san Jorge, según la cual se habían necesitado ocho bueyes para llevar hasta Lydda el gran dragón al que había dado muerte. Y nuestro tiro contaba con ocho bueyes. ¿Era una casualidad? ¿Y era también una casualidad que Nicéforo hubiera insistido tanto en que escribiera un cuento acerca del combate de san Jorge y hubiera pedido a Morgennes que lo interpretara? Filomena se había pasado días enteros trabajando en una gigantesca marioneta que representaba un dragón.
Todo giraba en torno a ese monstruo. E incluso en torno a Morgennes, sobre quien planeaba la sombra de los matadores de dragones desde que había cogido un espetón sin quemarse, como san Marcelo, el draconocte.
No, tantas coincidencias no podían ser fruto del azar. Seguramente Nicéforo tenía algún proyecto secreto en la cabeza. ¿Por qué tenía tanta prisa en volver a Constantinopla? ¿Y Gargano? ¿De dónde provenía su poder? ¿Quién era en realidad? Aunque, si efectivamente hablaba con los animales, comprendía mejor por qué se servía tan poco de las riendas y por qué no dudaba, por la noche, en dejar que los animales durmieran sueltos, fuera de cualquier cercado.
Lo que más me desconcertaba era que tenía el presentimiento de que, de todos estos personajes, Morgennes no era el más misterioso. Nosotros no formábamos parte de una compañía de teatro, sino de una especie de bestiario en el que nosotros éramos los protagonistas.
Las altas murallas de Jerusalén sostenían un cielo desgarrado por las cruces, tan numerosas que desde lejos parecía que era un cementerio. Sonaban campanas llamando a la oración.
– Tengo la impresión -dijo Gargano- de que hay algún problema.
– Es extraño. Estamos atravesando campos y no veo a nadie. ¿Dónde está la gente? Es verdad que estamos en invierno, pero no lo entiendo. ¿Qué hacen los campesinos? ¿Están todos en sus casas, calentándose junto al hogar? -añadió Nicéforo.
Todo parecía estar de duelo. Incluso el viento había dejado de soplar, y los pájaros permanecían posados sobre unos surcos poco profundos, desamparados; paseaban a su alrededor unas miradas en las que podía leerse: «¡Hambre! ¡Frío! ¡Miedo! ¡Frío!».
– Aquí huele a muerto -constató Thierry de Alsacia.
– Pero ¿quién debe de haber muerto? Porque se diría que toda Jerusalén llora -dijo Morgennes.
– Su padre -dijo Nicéforo-. Es decir, su rey.
– ¡Balduino! -exclamó Thierry-. ¿De modo que también tú has muerto?
Balduino, tal como se refería a él Thierry de Alsacia, había sido coronado rey de Jerusalén después de la muerte de su padre, el ambicioso Fulco V el Joven. Desde el momento en el que había ocupado el trono, el nuevo rey había continuado con el proyecto de su predecesor: la conquista de Egipto. Y como su padre antes que él, Balduino III había fracasado. Había muerto a los treinta y dos años, sin descendencia, tal vez envenenado por uno de sus médicos. Por eso entraba dentro de la lógica que Amaury, su hermano pequeño, conde de Jaffa y de Ascalón, hubiera sido designado para sucederle -y para dar continuidad a las locas ambiciones de su padre.
Su coronación debía tener lugar ocho días después del entierro de su hermano, es decir, el 18 de febrero de 1162. Jerusalén no estaba de duelo. Coronaba a su rey.
Amaury había querido dar a la ceremonia el aspecto de un entierro. ¿Por qué? Porque no se encontraba de humor para alegrías, y porque las circunstancias en las que había sido reconocido por sus pares no habían estado exentas de vejaciones hacia su persona.
Así, los poderosos del reino solo habían aceptado ser sus vasallos a condición de que renunciara a su mujer, Inés de Courtenay: «Señor -le habían dicho-, sabemos que debéis ser rey; no obstante, no aceptaremos de ningún modo que llevéis la corona mientras no os hayáis separado de esta mujer que tenéis. Porque ella no es como debe ser una reina, particularmente la reina de tan excelsa ciudad».
¿Por qué esa demanda? Las razones de esta enemistad permanecían oscuras. El pretexto que alegaban (el de la consanguinidad: los abuelos de Inés y de Amaury eran primos hermanos) no era convincente. En efecto, en este país, la falta de sangre franca obligaba a la mayoría de los nobles a casarse entre ellos. En realidad, lo que más había pesado en la balanza era el comportamiento frívolo y las costumbres ligeras de Inés de Courtenay. A ella y solo a ella apuntaban los nobles, no al rey ni a su descendencia. Pues si bien exigían que Inés no se acercara al trono, aceptaban, en cambio, que su hijo, el joven Balduino IV (que entonces tenía un año), pudiera acceder a él un día.
Pero Inés nunca.
– ¡A fuerza de tratar con el diablo, se acaba por perder el alma! -decía uno de los nobles, que la acusaba de trazar pentáculos y de degollar gatos en su habitación.
– ¡Su coño no está cerrado por muslos, es una posada abierta a los cuatro vientos! -decía otro, feliz de haber podido entrar un día, aunque se guardara de presumir de ello.
En definitiva, frente a una mujer detestada por todos se encontraba un hombre al que todos querían: su marido, Amaury. Por lo demás, Amaury tenía buen corazón, y si se había casado con Inés, había sido sobre todo porque nadie, excepto él, quería hacerlo. «Esta mu-mu-mujer es de sangre azul -decía tartamudeando como era habitual en él-, y sería injusto que no tuviera marido, aunque fu-fu-fu-era la hija de un demonio…» Amaury hacía alusión a Jocelin de Edesa, que tenía fama de ser un bribón y de no preocuparse más que de sí mismo.
Para mostrar a sus futuros vasallos de qué madera estaba hecho, Amaury les anunció:
– ¡Muy b-b-bien! Ya que queréis un rey s-s-sin mujer, tendréis un rey s-s-sin mujer… ¡No tendré más p-p-preocupación que la guerra! ¡Ahora bien, a p-p-partir de ahora nadie tendrá derecho a p-p-presentarse ante mí acompañado de una mujer mientras yo no haya vuelto a c-c-casarme!
Los nobles refunfuñaron, pero el rey era un hombre de sangre caliente, y todos creían que sería muy extraño que Amaury no se hubiera casado de nuevo antes de que acabara el año. De modo que aceptaron.
Nuestra llegada no pudo ser más oportuna. Uno de los consejeros más cercanos al rey, un canónigo llamado Guillermo, que por entonces ejercía su cargo en Acre, le propuso al vernos:
– Sire, deberíais pedir a estos trovadores que organicen un espectáculo. Esto os distraerá de vuestras preocupaciones y hará que vuestros nobles rían un poco. ¡Y vive Dios que lo necesitan!
– ¿Espectáculo? -había replicado Amaury echando perdigones de saliva-. ¿Reír? ¿Necesidad? ¿Y qué más t-t-tendré que hacer?
Amaury se inclinó, cogió en brazos a sus dos bassets, los apretó contra su amplio y pesado pecho, provisto de unos senos tan grandes que parecían de mujer, y añadió dirigiéndose a Guillermo:
– ¡No que-querrás que les sirva también la s-s-sopa? ¡No estoy aquí p-p-para hacerles reír, sino para ser su jefe y c-c-conducirlos a la guerra!
– Sire, vuestro hermano ha muerto. Tal vez haya llegado el momento de pensar en la paz y de aceptar la tregua que os propone el sultán de Damasco, Nur al-Din.
– ¡Calla, Guillermo! Me aburres. ¿Sabes qué hago yo con tu t-t-tregua?
– Lo imagino, sire.
– Pues yo te prohíbo que lo imagines. ¡Una t-t-tregua! ¡Menuda sandez! ¡Guerra, guerra! ¡Nada de t-t-tregua, nunca! ¡La tregua, para mí, es la guerra!
– Sire, ¿queréis matarnos a todos?
– ¿Y bien? ¿Acaso tienes miedo?
– No, sire -respondió Guillermo, mientras veía cómo el rostro de Amaury desaparecía bajo los lametones de sus bassets-. Ya sabéis que mi fidelidad hacia vos es absoluta. Os seguiré a todas partes. Incluso hasta la muerte…
– ¡Por Dios, Guillermo, prefiero que me p-p-precedas!
– ¡Lo haré para preservaros de ella, sire!
– ¡Eso espero, porque a mí sí me da miedo!
El rey se alejó en dirección a sus aposentos, donde un ejército de costureras le esperaba para acabar su traje. Pero antes de desaparecer bajo una avalancha de telas a cual más magnífica, aún tuvo tiempo de indicar a Guillermo:
– De acuerdo con lo del espectáculo. ¡Pero nada de c-c-comedia! ¡Quiero sangre, tripas!
«¡Sangre, tripas! -repitió Guillermo para sí, mientras bajaba de nuevo la larga escalera que conducía de lo alto de la ciudadela del rey David a la sala principal-. El rey todavía es un niño, pero ya sería hora de que creciera, por el bien del reino.» Se detuvo un instante en el rellano, y luego salió al patio, donde esperaba el Dragón Blanco.
Nuestra comitiva acababa de llegar, y los guardias nos habían permitido entrar después de que Thierry de Alsacia se hubiera identificado.
Nicéforo condujo las negociaciones con el canónigo Guillermo; Morgennes no comprendió nada de lo que decían. Todo lo que pudo entender fue que los dos hombres se habían puesto de acuerdo y que el acontecimiento era importante, visto el tamaño de la bolsa que el canónigo dejó caer en las manos abiertas de Nicéforo. Pero, más que la bolsa, lo que fascinó a Morgennes fue el pesado bastón con el que jugaba Guillermo; tan pronto se apoyaba en él como lo cogía con una mano y luego con la otra. Era un bastón de madera tallada, con una empuñadura que representaba las fauces de un dragón. Morgennes también encontró curioso ver en manos de un cristiano un objeto que le habría parecido más normal ver en manos de un musulmán. Después de todo, ¿no hablaba el Corán del bastón de Musa (Moisés), que Alá había transformado en dragón para atacar a los magos del faraón?
El tal Guillermo tenía una extraña manera de sonreír, y de vez en cuando, su mirada se posaba en Morgennes. Se hubiera dicho que le reconocía. Pero los dos hombres no se habían visto nunca. Morgennes estaba seguro de ello. Sin embargo, eso no impidió que, una vez acabada la negociación entre Nicéforo y Guillermo, este último se acercara a Morgennes para preguntarle:
– ¿No nos hemos visto antes en algún sitio?
– No-dijo Morgennes.
– Ah… Me había parecido…
– Tengo una memoria excelente. Siempre me acuerdo de todo.
– Tenéis mucha suerte. Yo tengo muy mala memoria. Pero a veces tengo premoniciones… Supongo que me he equivocado, os pido perdón.
– No tiene importancia.
– Tal vez lleguemos a conocernos mejor, si os quedáis…
– Por desgracia, tal vez no pueda quedarme… Me esperan en Constantinopla, y he prometido…
– Muy bien. ¡Entonces adiós, caballero!
Guillermo se alejó en dirección a la ciudad.
– ¿Por qué me ha llamado «caballero»? -me preguntó Morgennes.
– A causa de tus ropas -respondí señalándole su vestimenta.
Morgennes se había puesto su disfraz de san Jorge, que incluía una espada ficticia, un escudo de madera y una armadura de tela.
– ¡Pero si es solo un vestido, yo no soy caballero!
– ¿Ni siquiera Caballero de la Gallina?
– Ah, eso sí.
– Además, has protegido a Cocotte.
– Alguien tenía que hacerlo, pardiez. A juzgar por las miradas que le lanzan, juraría que hace lustros que no han comido hasta saciarse.
– Morgennes, no es a Cocotte a quien miran.
– ¿Ah no?
– Es a ti.
Me alejé a mi vez, dejando a Morgennes rumiando, desconcertado.
Las campanas repicaban, llamando a la población a dirigirse al Santo Sepulcro. Este pronto quedó rodeado por una multitud tan compacta que parecía un solo cuerpo, imposible de atravesar. Pero esta carne era la del futuro rey, el único que podía hender a esa multitud de súbditos. Acompañado de todos los caballeros del reino, Amaury penetró en el interior de la iglesia cristiana más importante y caminó hacia su patriarca. Este último, que era también, a su modo, una especie de rey, se había revestido con sus ropajes pontificios. Sus ayudantes habían encendido las lámparas y los cirios, que componían, desde el suelo hasta el techo, un cielo estrellado que el rey y su séquito atravesaron como un cometa.
Ahora todos formaban un círculo en torno al rey, con los brazos cruzados sobre el pecho. Un canto, el Veni Creator, se elevó de sus pechos, sumándose al largo lamento de las campanas.
El rey estaba escoltado por sus dos principales servidores: su senescal y su condestable. El primero, Milon de Plancy, que era igualmente gobernador de Gaza y miembro de la Orden del Temple, sostenía el cetro real. El segundo, llamado Onfroy de Toron, permanecía erguido, orgulloso como un pavo. En la mano izquierda sostenía las riendas del caballo de Amaury, que llevaba el mismo nombre que la legendaria montura del rey Arturo: Passelande. Y en la mano derecha enarbolaba el estandarte real, donde estaban representadas las armas de Jerusalén.
Ligeramente apartado, el chambelán paseaba a Alfa II y a Omega III, los dos bassets de Amaury, sujetos de la correa. Reinaba una actitud de recogimiento. El rey se arrodilló finalmente. No había santo crisma, porque Amaury no había querido que le consagraran. El patriarca le dio a besar las espuelas y la espada de Godofredo de Bouillon, y luego depositó sobre la cabeza de Amaury la corona real.
Solo entonces se volvió hacia la Santa Cruz que presidía el altar, y pronunció la fórmula ritual: Amaury, per Dei gratiam in sancta civitate Jerusalem Latinorum Rex.
Amaury era rey.
Alzando su espada, el monarca gritó:
– ¡A la guerra!
Pero la serpiente es venenosa, y su boca lanza llamas,
tan llena está de maldad.
Chrétien de Troyes,
Ivain o El Caballero del León
Unas alas inmensas proyectaban sombras móviles sobre ellos y los silbidos cruzaban el aire. De los agujeros excavados en la cueva brotaban llamas que amenazaban con quemarles.
– P-p-prodigioso -exclamó Amaury lanzando miradas entusiastas en torno a él.
Hacía un calor infernal. Por todas partes planeaba un hedor a azufre y a huevos podridos. Los espectadores tenían que enjugarse constantemente el rostro, cubierto de hollín y surcado por gruesas gotas de sudor.
– Espléndido -aplaudió Amaury, colocando a uno de sus dos perritos sobre las rodillas, mientras el otro se apretujaba contra sus piernas-. ¡Maravilloso!
El senescal se persignó, preguntándose cuándo finalizaría aquel horror.
De pronto un cuerno dio la señal de ataque.
El chambelán, asustado de encontrarse allí, hundió la cabeza entre los hombros, justo en el momento en el que Morgennes surgía de un lateral de la escena con una espada en la mano. El caballero apuntó el arma en dirección a los espectadores y luego trazó con ella un arco que la llevó sobre su cabeza. En ese momento, como si hubiera esperado esta señal, el gran dragón se abalanzó sobre él desde lo alto.
Era tan enorme en relación con el escenario que solo sus patas, agarradas a un cielo de escamas, se dibujaban por encima del público. Morgennes paró con el escudo las garras de su adversario, que trazaron anchas entalladuras en su defensa. Se escuchó un chirrido metálico, y Morgennes cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra una gran roca.
Por un instante, la multitud le creyó muerto.
– ¡Ha caído! ¡Ha caído!
– ¡Hay que ayudarle!
– ¡Abajo el dragón!
– ¡No, no! ¡Mirad! ¡Por los clavos de Cristo, se levanta!
En efecto, Morgennes se levantaba, sosteniendo su espada firmemente apretada contra él, desplazándose a pasos cortos, buscando una abertura en lo que parecía ser una interminable muralla de escamas. El dragón dio otro paso y con un formidable batir de alas apagó los géiseres de fuego, con lo que sumió a Morgennes y al público en la oscuridad.
Ese fue el momento que eligió la bestia inmunda para escupir.
Una llama surgió de sus fauces, atravesó el decorado y alcanzó a Morgennes, que apenas tuvo tiempo de resguardarse detrás de su escudo. En torno a él, la tierra estaba al rojo. Algunas piedras estallaban, y otras se inflamaban. Solo Morgennes resistía a pie firme.
¿Por qué milagro?
– ¡Dios! ¡Dios le protege! -gritó una voz entre el público. -¡Aleluya! -aulló otra.
El vapor que escapaba silbando de la tierra envolvió a Morgennes en una armadura de bruma. Cualquier otro hombre habría muerto escaldado. Pero Morgennes resistió. Las fauces del dragón se aproximaban ya para lanzar el golpe de gracia. En lugar de retroceder, Morgennes se precipitó hacia delante, le lanzó un mandoble al labio inferior, y luego, rodando sobre sí mismo, escapó por poco a sus colmillos. Morgennes se incorporó. Descargó un nuevo mandoble, que rebotó en el marfil de una garra.
«¿Es real o es una ilusión? -se preguntaba el público-. ¿A qué estamos asistiendo? Decidnos: ¿hay peligro o no?»
Un nuevo golpe consiguió penetrar bajo una escama. Tres gotas de sangre escaparon de la herida, tocaron a Morgennes en el hombro, se deslizaron por su túnica y trazaron una cruz bermeja que fue a añadirse a la cruz tramada de oro que brillaba en su pecho.
El dragón retrocedió. ¿Estaba huyendo?
– ¡Por Nuestra Señora! -gritó Morgennes.
Un tumulto de alas le indicó que su enemigo se alejaba. Morgennes lo aprovechó para tomar aliento y examinar el lugar, en busca de la hija del rey.
– ¿Princesa? ¿Dónde estáis?
– ¡San Jorge, detrás de ti! -gritó una voz entre el público.
Bajo la bóveda rocosa, un gigantesco cuello propulsó a través de la cueva unas fauces del tamaño de un carro. La boca se desplazaba a la velocidad de un caballo al galope, y para evitar ser aplastado, Morgennes se vio obligado a realizar un salto prodigioso, que le llevó a la cabeza del dragón, al lugar donde las crestas de escamas batían el aire como algas agitadas por el oleaje. «¡Rápido! ¡No hay tiempo que perder!» Saltó hacia el morro del dragón, mientras este huía de la cueva, que amenazaba con derrumbarse.
¡Ahí! Bajo un párpado de cuero, un ojo brillaba con un resplandor lechoso. Morgennes se deshizo de su escudo, sujetó su espada con las dos manos y la hundió en la pupila de la bestia.
Un aullido atravesó la cueva.
¿Había acabado todo?
– ¿San Jorge? ¿San Jorge?
La cabeza del dragón había desaparecido, y san Jorge con ella. Luego, de repente, surgió del fondo del escenario, como para golpear lateralmente a la multitud. Por muy poco, los espectadores evitaron el impacto, porque en el último momento el gran dragón había reducido su impulso. Algunos pretendidos caballeros, atemorizados, se habían aplastado contra el suelo para protegerse.
Varios centenares de pares de ojos se alzaron hacia Morgennes y lo vieron sujeto al cuello del gran dragón, con la espada clavada en el ojo del monstruo. ¿Con qué lucharía ahora? ¿Cómo podía vencer?
Un tornado barrió la sala, arrancando plumas de los penachos de los cascos, pañuelos y chales, haciendo volar ornamentos en todas direcciones y dando a la selecta asamblea el aspecto de un ejército derrotado.
Ya no había nadie. Ni dragón ni Morgennes. El tiempo de que la cueva curara sus heridas, de que el polvo se posara, y el antro de la bestia apareció vacío. El gran dragón había ascendido al cielo, llevándose a Morgennes con él. Qué importaba que le faltara un ojo; no lo necesitaba para volar. La aflicción se apoderó de la sala. Los espectadores empezaron a dudar. «¿A qué hemos asistido en realidad?»
– ¡Qué espectáculo!
– ¡Realmente, lo nunca visto!
El patriarca de Jerusalén apretaba los puños. Aquello no tenía nada que ver con las artes que él apreciaba, aquellas que autorizaba a representar en el interior del Santo Sepulcro y que mostraban la Pasión o el nacimiento de Cristo.
– ¡Cuidado!
Una pata del tamaño de un tronco de árbol se abatió sobre el centro de la cueva e hizo temblar la sala.
– ¡Mirad! ¡Ahí!
Resbalando a lo largo del miembro anterior del dragón, Morgennes volvió al escenario y se puso a buscar un arma: una piedra, una roca.
En ese momento, Amaury empuñó el estandarte real, que sostenía aún su condestable, y se lo lanzó a Morgennes mientras gritaba:
– ¡San Jorge, t-t-toma esto!
Morgennes lo sujetó y apenas tuvo tiempo de agradecer su gesto al rey con una inclinación de cabeza, porque el dragón ya se disponía a atacar de nuevo. ¡Garras, garras y colmillos afilados! ¡Una dentellada a la derecha con el cuello, una patada a la izquierda! Morgennes paró cada uno de los golpes que descargaba contra él el dragón y rodó bajo su vientre.
Muy pronto, la hermosa enseña de Jerusalén quedó hecha jirones. Luego, Morgennes dobló una de sus rodillas. Su pecho se elevaba a sacudidas. Le costaba respirar. El violento palpitar de la sangre en sus sienes era como un repique de campanas. ¿Había llegado el final? La otra rodilla cedió también… Estaba a punto de ser derrotado. Nadie podía vencer al universo, nadie tenía la menor posibilidad de batirle. Y entonces una voz surgió del fondo de la cueva.
Una voz femenina.
– ¿Quién anda ahí?
Una mujer, vestida completamente de blanco, apareció en el extremo de la gruta. Llevaba un velo sobre el rostro, de modo que no se veía si era hermosa o fea. Por su voz, solo podía saberse que era joven y distinguida.
Debía de ser la princesa.
– ¡He venido para salvaros! -le gritó Morgennes.
Levantó la cabeza justo a tiempo para ver cómo el dragón iniciaba su última carga.
Morgennes empuñó la lanza, clavó la base en el suelo y la sostuvo con la punta hacia arriba. Murmuró un padrenuestro y clavó la mirada en lo que sería su gloria o su perdición.
El gran dragón se dejó caer sobre Morgennes, y san Jorge desapareció, aplastado. El impacto fue tan violento que toda la sala tembló. Un verdadero terremoto. ¿Y ahora? ¿Era el final?
¿Había muerto la diabólica criatura? ¿Y san Jorge con ella?
No. Aún no había terminado.
Porque el dragón empezó a agitarse, como atacado por la fiebre. Girando de lado, mostró su lomo a la multitud. Job tenía razón! ¡Era una auténtica hilera de escudos, imposible de penetrar! Un murmullo se alzó entre el público…
– ¿Y san Jorge?
– ¡Aquí está!
Un río de sangre surgió de entre los omóplatos del gran dragón y salpicó la sala. Como Atenea saliendo de su padre equipada con todas sus armas, Morgennes emergió con un grito prodigioso y levantó su lanza.
¡Había vencido! ¡Bendito fuera el todopoderoso Dios de los ejércitos!
Pero en la sala reinaba el silencio. Nadie se atrevía a gritar, por miedo a que todo empezara de nuevo. Todos retenían el aliento; la explosión de júbilo, unánime, no resonó hasta el momento en que el dragón dejó escapar un sonoro pedo, seguido de un olor a col.
– ¡Victoria!
La nobleza aplaudió a rabiar, e incluso Thierry de Alsacia, hasta entonces cariacontecido, dio rienda suelta a su alegría.
– ¡Viva san Jorge! -gritó.
Morgennes saludó al público, hizo algunas reverencias y se llevó la mano al corazón. Parecía agotado, pero feliz. Las ropas, la barba y los cabellos estaban empapados de una sangre de color rojo oscuro y apenas se distinguía su rosada carne.
Entonces, mientras la princesa corría hacia él para dejarse abrazar, subí al escenario y me dirigí a la multitud:
– Así, la sangre fue pagada con la sangre y los golpes respondieron a los golpes. Dos fuerzas, dos potencias, se han enfrentado, y no ha sido la más voluminosa la que ha salido victoriosa. Porque una estaba guiada por Dios, y la otra por Satán…
– Es muy cierto -gritó Amaury, que estaba encantado con el espectáculo que había presenciado.
Devolví la mirada al rey, satisfecho de que el misterio representado le hubiera complacido. En general, yo tenía una pobre opinión de los que se ganan la vida recitando ante los poderosos; pero este rey era una excepción. Este rex bellatore, este rey guerrero, había querido que representaran para él el más formidable combate llevado a cabo por un soldado cristiano, y yo se lo había ofrecido. Con la complicidad, es cierto, de toda la Compañía del Dragón Blanco, y en particular de Filomena… Por otra parte, no solo habíamos representado nuestro espectáculo para Amaury. Lo habíamos hecho también contra la muerte y la tristeza. Para que el rey olvidara, aunque solo fuera el rato que dura una obra, el fallecimiento de su hermano. Y para que Thierry de Alsacia olvidara también a Sibila y su sufrimiento.
– ¡Esta aventura -continué- proporcionará tanto renombre a san Jorge que en adelante será tenido por el mejor caballero del mundo y de todas partes vendrán a honrarlo!
– ¡Viva!
– ¡San Jorge!
Realmente me sentía feliz. Sí. Había ganado mi apuesta de mantener a la muerte a raya… Lástima que en Jerusalén no hubiera concursos de poesía como en Arras. «Vaya, y ahora que lo pienso, ¿dónde está Thierry de Alsacia? No le veo por ninguna parte…» Aprovechando un breve reflujo en la tormenta de aplausos, precisé: «Y aquí acaba el cuento…». Y abandoné el escenario.
Me sentía inquieto. ¿Dónde se habría metido el conde de Flandes?
Apenas había puesto el pie fuera de la cueva, cuando el rubicundo Amaury me abrazó. El rey estaba tan gordo que desaparecí entre los pliegues de su grasa, y sentí sobre mi pecho la presión de sus voluminosos senos.
– A fe mía que tengo que recompensar a cada uno de los miembros de vuestra c-c-compañía -me dijo Amaury-. ¡P-p-pídeme lo que quieras!
– Bien -dije-, si me atreviera a…
– ¡Atrévete! Te lo ordeno.
– Me apasionan los textos y las obras de todos los géneros… ¿No podría consultar vuestros libros? ¿Entrar en vuestras bibliotecas?
– ¿Nuestros libros? Pero ¿p-p-para qué?
– No solo los vuestros -precisé-, sino los de todo vuestro reino. Yo pongo en romance cuentos de aventuras, y me es muy útil rodearme de los mejores autores, para inspirarme en ellos…
– Ya veo. No es complicado. -Amaury se volvió hacia el canónigo de Acre y le ordenó-: Guillermo, muestra nuestros manuscritos a este buen monje.
– ¿Todos?
– Sí, incluidos los que mantienes a salvo de miradas indiscretas…
– Se hará como deseáis, sire -dijo Guillermo.
– ¿Y tú? ¿Qué quieres? -preguntó Amaury a Nicéforo.
– ¿Yo? Nada. Solo vuestro éxito…
– ¿Es decir…? P-p-perdóname, joven amigo, pero desconfío de los que quieren mi bien.
– Sin embargo, majestad, eso es justamente lo que más deseo: vuestro bien.
– ¿Cuál? ¿El que significará unir Egipto al reino, o bien el de verme en los b-b-brazos de una mujer?
– Ambos, amado rey -concluyó Nicéforo con una sonrisa enigmática.
– Bien, haré t-t-todo lo que esté en mi mano por satisfacerte. Y tú, mi buen, emm…, soldado, monje, comediante… En fin, tú, el del cráneo más o menos tonsurado, ¿qué deseas?
La pregunta iba dirigida a Morgennes, que se tomó tanto tiempo para responder que todos los que estaban a su alrededor se impacientaron.
– ¿Y bien? -dijo el rey-. ¿Tan complicado es?
– Sire, por favor -dijo Morgennes-. ¡Hacedme caballero!
– ¿Caballero? ¿Pero por qué d-d-demonios un clérigo que ronda la treintena querría hacerse caballero?
– Tengo mis razones -dijo Morgennes-. Por otra parte, solo tengo veinticuatro años.
– ¡Entonces tenemos casi la misma edad! Pero eso no te hace más digno de llevar las armas… ¿Has sido ya el escudero de alguien?
– Nunca.
– ¿Y tu linaje? ¿Es noble acaso?
– Lo ignoro, majestad.
– Probablemente no, entonces. Porque unos orígenes nobles no se olvidan. ¡Se proclaman!
Amaury se apartó de Morgennes, dejó en el suelo a uno de sus bassets y se alejó mascullando:
– P-p-problema solucionado…
– Pero sire…
El rey se detuvo, encendido de cólera:
– Escucha, tal vez tu p-p-padre fuera un caballero, y en ese caso, en virtud de las normas en uso entre nosotros, tienes hasta los t-t-treinta años para ser armado caballero tú también. Después de lo cual, volverás a convertirte en un rusticus. O dicho de otro modo, en un desharrapado, un destripaterrones…
Algunos hombres rieron burlonamente. Pero Amaury les ordenó callar.
– ¡Un campesino! Tenemos necesidad de ellos…
– ¡Sire -insistió Morgennes-, ponedme a prueba, y veréis que merezco ser armado!
– Cualquier otro, en tu lugar, ya habría renunciado. Escucha, tu d-d-determinación me complace, pero no se p-p-puede cambiar el hecho de que nunca has sido escudero y de que t-t-tus orígenes son, como mínimo, dudosos. De modo que te p-p-propongo esto: ¡el día que mates a un auténtico d-d-dragón, con escamas, g-g-garras y fuego, ese día te armaré caballero!
– ¡Sire, es un gran honor! -se lo agradeció Morgennes.
Dirigiéndose a su corte, Amaury declaró:
– Vosotros sois testigos. ¡Si este individuo me trae la prueba de que ha matado a un d-d-dragón, le armaré caballero al momento!
Algunos rieron. Otros no. A decir verdad, nadie sabía si los dragones existían. Había rumores que afirmaban que en Egipto se encontraban serpientes tan enormes que tal vez habían sido concebidas por dragones.
– Si su alteza me lo permite -intervino entonces el senescal de Amaury-, para matar a una criatura como esa hay que estar bien equipado… Este hombre no puede partir a la aventura enfundado en una armadura de tela y armado con una espada de madera… Necesita una buena y recia coraza y una espada de buen metal.
– ¿Qué propones? -preguntó el rey.
– Me han informado de que Sagremor el Insumiso, ese caballero que os faltó al respeto hace poco, se encuentra por aquí… Su armadura tiene una magnífica corladura y su espada está bien bruñida. Tal vez aceptaría separarse de ellas para dárselas a Morgennes, si este las reclamara cortésmente.
– Extraña idea -dijo Amaury-. Pero, después de todo, ¿quien dice «caballero» no dice también «p-p-pruebas»?
El rey se volvió hacia Morgennes, que mantenía la cabeza humildemente baja, y sentenció:
– T-t-te autorizo a ir a ver a Sagremor el Insumiso. Lo reconocerás por su armadura corlada. Le dirás que te he autorizado a c-c-coger sus armas…
– Iré sin demora -dijo Morgennes antes de salir.
Mientras el rey se disponía a preguntar a Gargano y a Filomena lo que deseaban en recompensa por su éxito, yo salí a buscar a Thierry de Alsacia, cuya desaparición me inquietaba cada vez más.
La atmósfera asfixiante que reinaba en el interior de la sala donde se había desarrollado el espectáculo dio paso al agradable frescor del mes de febrero hierosolimitano. En el patio de la ciudadela de David se apretujaba una multitud tan densa que no se podía dar un paso. Todo tipo de gentes, villanos y nobles, laicos y religiosos, se abrían paso a codazos para ver al nuevo rey. Entre ellos, Morgennes divisó una mancha rojiza que se desplazaba sobre un caballo blanco y se dirigió hacia ella.
– ¡Eh, vos!
El hombre que llevaba la armadura rojiza se volvió hacia Morgennes:
– ¿Qué quieres? -gritó.
– ¡Vuestra armadura, y también vuestra espada, si no tenéis inconveniente!
– ¿Y si lo tengo?
– ¡Las necesito!
– ¡Ven a buscarlas!
El caballero espoleó a su montura y la lanzó a través de la multitud sin preocuparse por evitarla. Un muchacho que no había tenido tiempo de apartarse, habría sido pisoteado por los cascos del caballo si un hombre no se hubiera lanzado sobre él para ponerle a salvo.
Mientras tanto, Morgennes se había plantado con firmeza sobre sus pies, había apretado los puños y no perdía de vista la cabeza del corcel. Cuando el caballo estaba ya a punto de derribarlo con su pecho, giró sobre sí mismo y le lanzó un vigoroso puñetazo en la frente. El semental acusó el golpe, se balanceó durante una fracción de segundo y luego se derrumbó sobre las losas del patio, inconsciente.
El caballero, caído en el suelo, estalló de rabia.
Morgennes le dio tiempo a levantarse, bajo las miradas estupefactas de los espectadores.
– ¡Sacrilegio! -aulló su oponente incorporándose-. ¡Esa no es forma de pelear entre hombres! ¡Saca tu arma!
El caballero desenvainó su espada y estuvo a punto de cortarle la cabeza, pero Morgennes había retrocedido justo a tiempo, de modo que el arma solo le hizo un pequeño corte en la garganta.
– ¡Bribón! -gritó el Caballero Bermejo-. ¡Espera y verás!
La multitud había formado un círculo en torno a ellos, sorprendida por este combate que enfrentaba a un caballero aguerrido, equipado con una soberbia espada, con un villano cuya armadura estaba hecha de tela basta y cuya única arma eran sus puños.
– ¡Guardias! -gritó alguien.
– ¡Detenedlos! -gritó otro.
Pero el senescal de Amaury llegó justo a tiempo para decir:
– ¡No os mezcléis en esto! Que la derrota del uno confirme la victoria del otro. ¡Y hasta entonces, golpes, sudor y sangre!
Morgennes observó a su adversario, buscando un punto flaco. Aparentemente no había ninguno, excepto la cabeza, que llevaba descubierta. De modo que esperó a que el Caballero Bermejo levantara su pesada espada en el aire para lanzarse contra él. Allí, pegado a su enemigo, estaría a salvo de los golpes, ya que para descargarlos necesitaba mucho más espacio del que él le concedía. Pero no por nada Sagremor era conocido como «el Insumiso», y cuando Morgennes se encontró debajo de él, en lugar de golpearle con la hoja de su espada, le descargó la empuñadura contra el cráneo. Morgennes retrocedió, aturdido, sujetándose la cabeza con las manos y lanzando gemidos de dolor. Tenía que reaccionar rápidamente, porque la espada de Sagremor volvía a alzarse hacia el cielo, y esta vez el filo no erraría el objetivo. Contando con que su enemigo no esperaría que repitiera la misma maniobra, Morgennes se lanzó de nuevo contra el caballero, lo sujetó por la cintura y lo levantó en el aire para hacerle bascular hacia atrás. Sagremor se vio obligado a soltar su arma, que chocó con gran estrépito contra el suelo.
– ¡Traidor! ¡Cobarde! -aulló Sagremor el Insumiso, indignado por la forma de combatir de su adversario.
Entonces Morgennes lo propulsó a lo lejos entre la multitud, que se apartó ante aquel insólito proyectil. Sagremor rodó como un tonel de hierro varios pies, en medio de un estruendo metálico, y luego se detuvo. Morgennes se acercó, dejó que se levantara y luego lo molió a puñetazos; descargó sobre él más golpes que los que da un herrero a la hoja que está forjando.
– ¡Tu armadura! ¡Tu espada! -dijo Morgennes.
– ¡Son mías! -gritó Sagremor, lleno de contusiones.
Morgennes le sujetó por el cuello y se acercó a su cara:
– Tu rey me las ha dado -dijo-. ¡No quiero matarte, pero si tengo que dejarte inconsciente para sacarte tu caparazón, lo haré!
De vez en cuando le lanzaba un puñetazo al mentón, para que sus dientes entrechocaran.
– ¡Piedad, dejadme! -suplicó Sagremor de rodillas.
Morgennes dejó de golpearle y le tendió la mano para ayudarle a levantarse. Sagremor, con la boca ensangrentada, escupió algunos dientes, se frotó el mentón e imploró a Morgennes:
– ¡Dime cholo chi mi caballo aún echtá vivo!
Sin pensar ni por un instante que Sagremor pudiera atacarle a traición, Morgennes le dio la espalda y buscó al caballo con la mirada. Finalmente lo encontró, aparentemente recuperado ya que estaba plantado sobre sus cuatro patas; ya se volvía hacia Sagremor para comunicarle la feliz noticia, cuando le vio -literalmente- perder la cabeza, que se desprendió de sus hombros y rodó por el polvo.
¿Qué había ocurrido?
– Iba a golpearos por la espalda -dijo a Morgennes el individuo que, al iniciarse el combate, había salvado la vida del muchacho contra el que Sagremor había lanzado su montura.
– Gracias -dijo Morgennes-. Os debo la vida…
El hombre limpió tranquilamente su espada, brillante de sangre, en la capa del difunto, y la devolvió a su vaina.
– Bah, no es nada… Entre aprendices de caballero tenemos que ayudarnos, ¿no?
Luego, señalando la armadura de Sagremor, añadió:
– Naturalmente está un poco abollada. Pero un buen herrero os la reparará sin problemas.
– ¿Con quién tengo el honor de hablar? -preguntó Morgennes.
– Alexis de Beaujeu, para serviros -dijo el joven inclinándose.
– ¿De modo que también vos queréis ser caballero?
– Era su escudero -dijo señalando al muerto-. Y temo que tendré que esperar mucho tiempo antes de que otro caballero acepte tomarme a su servicio…
Los dos hombres intercambiaron una mirada, y Morgennes midió en toda su amplitud la deuda que acababa de contraer con Alexis. Luego, mientras se apoderaba de la armadura y de la espada de la víctima, una voz clamó en la plaza:
– ¡Ha ocurrido un desastre!
Si los caminos de la aventura te conducen allí,
permanece en el anonimato mientras no te hayas
medido con la élite de los caballeros de la corte.
Chrétien de Troyes,
Cligès
Llevaron un cuerpo inanimado al patio de la ciudadela. Era el del conde de Flandes.
– Tenía un pergamino apretado en la mano -informé a Morgennes.
– ¿Qué decía?
– He olvidado.
– ¿Cómo? ¿Ya? Pero ¿no lo llevas contigo? ¡Muéstramelo!
– No me has entendido. Eso era lo que había escrito: «He olvidado».
– Pero ¿a qué se refiere?
– ¿A qué? Querrás decir a quién…
Tendí a Morgennes el pergamino que había encontrado en la mano del conde.
– «He olvidado». ¿Qué significa esto? -se preguntó Morgennes, para quien la noción de olvido era tan incomprensible como la de la luz para un ciego.
¿Qué había podido olvidar el conde que fuera tan importante para que decidiera poner fin a sus días?
– Rió -le dije a Morgennes-. A causa de nosotros. De mí. Olvidó a Sibila. Solo duró un instante, al final de la representación. Pero para él fue demasiado…
– ¿Estás seguro de que ha muerto? -preguntó Morgennes, desolado por la noticia.
– Se apuñaló en el corazón.
– ¿No hay ningún medio de salvarlo?
Incliné la cabeza, indicando que no, por desgracia.
Alexis de Beaujeu, que seguía junto a nosotros, propuso:
– ¿Por qué no lo lleváis a la domus infirmorum de los hospitalarios? Sus practici tienen una excelente reputación. Muchos son originarios del país, ¿sabéis?
– ¿Como el que trató a Balduino III? -pregunté.
– Aquí no hay donde elegir, si se quiere tener una posibilidad de sobrevivir. Por otra parte, el médico del rey es musulmán…
– ¡Y me encuentro p-p-perfectamente! -gritó Amaury, irrumpiendo entre nosotros.
Había oído el final de la conversación y parecía muy interesado en informarnos.
– ¡De hecho, estoy t-t-tan bien que me voy a hacer un poco de ejercicio! ¡A Egipto!
Luego bajó los ojos para mirar a Thierry de Alsacia, a quien Chrétien llevaba en brazos.
– Apreciaba a este conde, sí -prosiguió Amaury-. Era un excelente amigo. Sé hasta qué p-p-punto lo apreciaba mi hermano. El entierro correrá de nuestra cuenta… Y p-p-para compensar esta mengua en nuestras finanzas, iré de inmediato a reclamar a los egipcios lo que nos d-d-deben.
Cada año, según un acuerdo firmado en 1160 entre el sultán alAdid y el rey de Jerusalén, el sultanato egipcio debería haber pagado ciento sesenta mil dinares a los francos. Pero esos dinares nunca habían llegado, y Balduino había expirado poco después de haber advertido al visir encargado de entregárselos -un tal Chawar- que si no se los hacía llegar, iría a reclamárselos personalmente.
Con Balduino muerto, probablemente envenenado -nunca se sabría la verdad, ya que su médico había sido inmediatamente descuartizado-, ahora le correspondía a Amaury recordar sus deberes a los egipcios. Entre los cristianos, hacía ya algún tiempo que pensadores y filósofos se habían ocupado de la cuestión, y para ellos estaba claro: Dios había exhortado al Nuevo Israel (o dicho de otro modo, a la cristiandad) a que tomara de los egipcios lo que le correspondía por derecho, es decir, sus tesoros. Tal como había escrito Daniel de Morley: «Con la ayuda del Señor y por orden suya, debemos despojar a los filósofos paganos de su sabiduría y de su elocuencia, para enriquecer con sus despojos la Verdadera Fe».
Por «sabiduría» y «elocuencia» había que entender, naturalmente, «territorios» y «riquezas».
Además, la incorporación de Egipto a la cristiandad presentaba la doble ventaja de reforzar Jerusalén y debilitar Damasco, que no podría contar ya con este aliado potencial (dado que también era musulmán, aunque de una obediencia diferente).
En cualquier caso, Amaury estaba encantado, de partir a la guerra. El espectáculo al que acababa de asistir había avivado su apetito, que ya era de por sí considerable.
Morgennes, que parecía tener un camino perfectamente trazado en Palestina y que suponía que, al convertirse en caballero, cumpliría el último deseo de su padre, preguntó al rey:
– Majestad, ahora que tengo una armadura y una espada, ¿puedo unirme a vuestra expedición?
– Reconozco que eres sorprendente -respondió Amaury-, pues has c-c-conseguido librarnos de ese canalla de Sagremor. Mi respuesta es sí, p-p-pero viajarás con los peones. No con los caballeros… Porque lo que acabas de lograr te habrá acarreado la enemistad de algunos de mis valientes, que tenían en alta estima al Caballero Bermejo, aunque no sé p-p-por qué.
Amaury se volvió entonces hacia los suyos y decretó:
– Por otra parte, también Sagremor será enterrado.
Luego apuntó con el dedo a su senescal y añadió:
– ¡Pero lo costearás tú, Milon de Plancy, ya que fuiste quien dio a Morgennes la mala idea que todos sabemos!
El senescal masculló unas palabras inaudibles, pero que se adivinaban cargadas de odio hacia Morgennes, y tal vez incluso hacia Amaury.
– ¡He dicho! -tronó el rey.
Aprovechando la benevolencia que el monarca mostraba hacia él, Morgennes probó suerte de nuevo.
– ¡Os lo ruego, tomadme como escudero! Me pegaré a vos como la sombra a su amo, yo…
– ¿Como la sombra a su amo? ¡Eso s-s-sí que es hablar bien! Escúchame, Caballero de la Gallina, un rey nunca se vuelve atrás en sus p-p-promesas. Te acepto entre mis infantes. ¡Pero luego no te quejes si mueres aplastado por una de nuestras cargas! ¡Si quieres ser armado caballero, ve a matar a un auténtico d-d-dragón!
Morgennes, que por encima de todo quería estar cerca de los caballeros para tener una oportunidad, por ínfima que fuera, de encontrar a los que en otro tiempo habían aniquilado a su familia, dudó un momento. ¿Qué debía hacer? Justo entonces percibió un movimiento a su izquierda. Volvió la cabeza, y vio una procesión de caballeros revestidos, unos, con una túnica blanca marcada con una cruz roja, y otros, con una túnica negra marcada con una cruz blanca, que se dirigían hacia la puerta de la ciudadela llevando un gran relicario en forma de cruz, forrado de oro y piedras preciosas.
¡ La Santa Cruz!
Morgennes se incorporó y se preguntó en voz alta:
– ¿Quiénes son esas gentes? ¿Por qué llevan la Vera Cruz?
– Porque están encargados de guardarla -le respondió Amaury-. Estos hombres son «apóstoles»; se les llama así p-p-porque son los guardianes de la Santa Cruz, sobre la que Nuestro Señor Jesucristo fue crucificado. Y ahora vuelven a la iglesia que la acoge.
– ¿Al Santo Sepulcro?
– Exacto.
Morgennes se apartó, para dejar pasar al rey y a su cortejo, que se dirigieron hacia los corceles que habían preparado para ellos en la puerta de la ciudadela.
– ¿En qué piensas? -le pregunté, sabiendo muy bien qué pensamientos ocupaban su mente.
– Por un instante -me dijo-, yo también lo he olvidado todo. He dejado de pensar en el conde de Flandes, e incluso en la caballería… Aquí se producen acontecimientos poco corrientes.
– Estamos en Tierra Santa -le recordé.
– ¿Quieres quedarte conmigo? ¿No ir a Constantinopla, y permanecer aquí junto a…?
– Junto a la Vera Cruz -suspiré yo.
– Sí.
– Bien, de acuerdo. Esto me permitirá leer los libros del palacio…
Después de haber abrazado calurosamente a nuestros compañeros del Dragón Blanco y de haberles prometido que nos uniríamos a ellos, en Constantinopla, en cuanto fuera posible, partimos en dirección a la Vera Cruz, siguiendo por las calles y callejuelas de Jerusalén a la extraña procesión que se encaminaba hacia el Santo Sepulcro.
Mientras corría tras la comitiva, pensé de nuevo en Filomena, a la que nunca había confesado mis sentimientos. Solo había respondido a mi adiós con una breve inclinación de cabeza, como de costumbre. Sin duda eso quería decir que no me amaba. Esa mujer parecía tener tanto corazón como las marionetas que creaba. O en todo caso, eso era lo menos doloroso de creer en ese momento.
Los guardianes de la Vera Cruz entraron en el interior del Santo Sepulcro y el último de ellos dejó la puerta abierta, como para permitirnos que les siguiéramos. Y eso hicimos.
No volveríamos a salir de él hasta pasados varios meses, durante los cuales el tiempo transcurrió rápidamente. Los doce guardianes de la Vera Cruz, que también habían asistido al espectáculo celebrado con motivo de la coronación de Amaury, enseguida nos encargaron que pusiéramos nuestro talento a su servicio y al del Santo Sepulcro: «Para edificación de los penitentes».
La capilla de la comendaduría de la Orden del Hospital de San Juan se utilizaba, cuando era preciso, de sala de espectáculos, y en este pío recinto pusimos en escena los legendarios inicios de la Orden.
– Es curioso cómo el teatro, los misterios, la escritura, hacen pasar el tiempo rápidamente -le dije un día a Morgennes.
– Es cierto -me respondió-. Pero no será así como me convertiré en caballero y encontraré el rastro de los que tanto mal me hicieron. Aquí, vaya donde vaya, no dejan de llamarme el Caballero de la Gallina.
– Pasará.
– Tal vez, pero ¿cuándo? Además, también necesito un maestro. Alguien que sea, en materia de armas, lo que tú has sido para mí en materia de religión…
De vez en cuando, Morgennes pensaba en Alexis de Beaujeu, el escudero que le había salvado la vida durante su combate contra Sagremor el Insumiso. ¿Qué se había hecho de él? ¿Habría encontrado a un caballero que le tomara a su servicio? ¿O le habrían armado caballero, tal vez? El caso era que Alexis había partido a Egipto con un potente contingente de la Orden del Hospital, y desde entonces no había vuelto a verle.
En cuanto a la cruz, a la que Morgennes había confiado poder acercarse, permanecía bajo estrecha vigilancia -sus guardianes se relevaban para estar permanentemente junto a ella-. Ni yo ni Morgennes teníamos derecho a tocarla, y en realidad apenas habíamos podido verla, para gran desesperación de mi joven amigo, que había esperado encontrar en ella la respuesta a esta pregunta:
– ¿Qué quería decir mi padre cuando me dijo que fuera hacia la cruz?
Pero tampoco yo, al igual que la Vera Cruz, tenía ninguna explicación que ofrecerle.
Un sábado por la noche, poco después de la misa, en la gran galería que conducía de la comendaduría a la domus infirmorum del Hospital resonaron unos pasos. Parecían de un hombre en la madurez de la vida, e iban acompañados por el sonido rítmico de un palo que golpeaba el suelo a intervalos regulares.
Al mirar en esa dirección, Morgennes vio cómo iba hacia él el hombre a quien todo Jerusalén consideraba y respetaba como el más erudito y el más sabio del país, el hombre que me había permitido acceder a la biblioteca del palacio de Jerusalén: Guillermo, el canónigo de Acre.
– El rey -dijo a Morgennes- ha comprendido perfectamente por qué al final no le habéis seguido… Cree que habéis hecho bien.
– Tenía cosas que hacer aquí -dijo Morgennes.
– ¿Y vuestros amigos?
– Eran libres de marcharse.
– ¿Libres? ¿Realmente?
– ¿Por qué? ¿No creéis en la libertad?
– Sí, creo en la libertad -dijo Guillermo-. ¿Por qué no iba a hacerlo? Dios nos ha creado libres. Es el hombre el que se encierra y no quiere saber nada de ella.
– ¿Por qué, en vuestra opinión?
– Algunas prisiones son confortables…
– ¿Y vos?
– Oh, yo… Me esfuerzo en ayudar a los niños a convertirse en hombres libres. No siempre es fácil. Sabéis, esto supone poseer cierto afán por la verdad. De ahí mi enojo cuando oigo que soltáis estas necedades que todas las órdenes, ya sean templarios u hospitalarios, gustan de divulgar sobre sí mismas. Pero supongo que es por cuestiones de dinero, ya que resulta mucho más fácil dar a Dios que a los hombres; pues en el primer caso es una inversión, y en el segundo, en cambio, una pura pérdida…
– ¿De qué rae estáis hablando?
– De las donaciones que las órdenes reciben y que son necesarias para su supervivencia. ¿Sabéis cuánto cuesta equipar a un caballero, vos que tanto soñáis con ser armado?
– No.
– Contad los ingresos anuales de todo un burgo. Si pensáis que un herrero necesita unas cien horas de trabajo para fabricar una cota de mallas, y más del doble para una espada, os haréis una idea. Sabed que hay pueblos tan pobres que ni siquiera tienen la posibilidad de ofrecerse una daga…
Morgennes se preguntaba por qué Guillermo le decía todo aquello. A decir verdad, se sentía vagamente culpable, pero no sabía de qué.
– Por eso, cuando os veo contar esas pamplinas… -continuó Guillermo.
– ¿Pamplinas?
– Sobre los orígenes de la Orden del Hospital. No, no nació en tiempos de Nuestro Señor Jesucristo. Esta orden tuvo, al contrario, y es algo que la honra, unos inicios sumamente modestos. Primero un convento, luego dos… Una enfermería para atender a los peregrinos (sin importar su religión), y luego, por fin, y solo desde hace poco, la posibilidad de conseguir soldados, mercenarios a los que se paga un sueldo… Las órdenes del Hospital y del Temple tuvieron inicios similares a los de Nuestro Señor. Nacieron en la paja, y poco a poco crecieron… Por desgracia, de aliados, se convirtieron en competidores.
– ¿Competidores? Pero ¿no sirven a la misma causa?
– ¡Les gustaría tanto ser los únicos en servirla! Una disputa les enfrenta. Se trata de saber cuál de las dos tiene más mérito. Es absurdo. Un día pagaremos por ello. ¡Ya veréis! De modo que, por favor, mi querido hermano Morgennes, no os mezcléis en todo eso, Chrétien y vos. Manteneos apartados de este odio, de estas mentiras. Otros contarán tan bien como vosotros cómo la Virgen y los apóstoles fueron acogidos por el Hospital durante la Pasión de Cristo, y qué sé yo qué sandeces más. ¿Queréis acercaros a la cruz? ¿Poneros a su servicio?
Morgennes no respondió. Por primera vez desde hacía mucho tiempo tenía miedo.
– Partid al norte -prosiguió Guillermo-. Que se olviden de vos. Aquí nunca seréis aceptado. Es demasiado pronto. A ojos de todos solo sois, y seréis siempre, el Caballero de la Gallina.
– Pero el rey…
– El rey tiene otros asuntos de que preocuparse antes que de vuestra educación. Debe impedir que Siria ataque su reino, evitar que se le meta en la cabeza conquistar Egipto, y además, y sobre todo, guardarse de sus nobles… Lo que es, sin duda, lo más complicado. Os lo digo seriamente: haceos un nombre en el extranjero, y luego volved si os lo pide el corazón.
Había algo en la voz de Guillermo que impulsó a Morgennes a escucharle. Por esa razón mi amigo y yo abandonamos Jerusalén al apuntar el día para dirigirnos a Constantinopla, y dejamos que el buen Guillermo se las arreglara como pudiera para reemplazarnos.
Por desgracia, no tuvo nuestro éxito. Porque en lugar de ofrecer a los creyentes el misterio que nosotros debíamos representar, presentó un texto de su propia cosecha que empezaba así: «De cómo los hospitalarios iniciaron su modesto camino…».
Fueron muchos los que se marcharon antes del final de la representación. Y un viejo tosedor llamado Algabaler incluso gruñó: «¡Tal vez sea verdad, pero es un aburrimiento!».
Es esclavo de su haber quien lo amasa y lo acrecienta cada día.
Chrétien de Troyes,
Cligès
En Tierra Santa sucede con los milagros algo parecido a lo que ocurre con las chinches en la cabeza de un niño o con los hongos en las bodegas de nuestros monasterios: proliferan. Allí se reúnen todas las condiciones para que eclosionen, y no hay nada de extraño en ello. Igual que Flandes tiene sus coles, Provenza sus melones, Italia sus uvas y Grecia sus olivos, Tierra Santa tiene sus milagros.
El único inconveniente es que no se exportan -excepto bajo la forma de reliquias o de ideas- y que para asistir a ellos hay que ir al lugar de origen. Y así, Morgennes y yo atravesamos Canaán, «donde Jesús transformó el agua en vino y sanó a distancia al hijo de cierto oficial real», para dirigirnos luego hacia «la colina donde el hijo de Nuestro Señor multiplicó los panes», y poco después a Nazaret. Allí hicimos un alto para ir a ver al célebre comerciante de reliquias Masada.
Este, sin embargo, estaba ausente; de modo que fue Olivier, su joven esclavo, quien nos recibió en su lugar.
– Hoy es sábado -nos dijo-. El doctor no trabaja. Pero si queréis comprar alguna de nuestras maravillas, puedo informaros, porque yo soy cristiano.
– ¿Os queda -le pregunté- un poco de Santa Sangre? Hemos venido de muy lejos para conseguirla.
– Ah -dijo Olivier-, sus señorías tienen suerte. Justamente nos queda un frasco. Es una reliquia de las más raras…
Después de invitarnos a instalarnos sobre unos cojines dispuestos en torno a una mesita redonda, donde nos sirvieron té, el esclavo desapareció un instante detrás de una fina cortina de algodón y luego volvió con un cofrecillo, que abrió para presentarnos su contenido.
– ¡Ahí tenéis, señorías: el frasco de la Santa Sangre de Nuestro Salvador! ¡Solo existe uno en todo Oriente, y está a su disposición! Desde luego se ofrece con un certificado de autenticidad, firmado personalmente por el propio obispo de Acre…
– ¿Cuánto? -pregunté.
– Habitualmente no la vendemos por menos de seiscientos besantes; pero para los señores, como veo por vuestra tonsura que sois, en cierto modo, de la familia, estoy dispuesto a bajar a la santa cifra de cuatrocientos cuatro besantes, que es, como saben, el número de versículos del Apocalipsis…
– ¿«Habitualmente»? -dijo Morgennes, sorprendido.
El joven hizo como si no le hubiera oído, y Morgennes no insistió. De todos modos no teníamos un céntimo. Solo habíamos ido para curiosear, para admirar lo que esta extraña tienda, famosa en el mundo entero, ofrecía.
– En realidad no hemos venido para comprar, sino para vender -confesé.
– Gracias, pero ya tenemos todo lo que necesitamos -dijo Olivier cerrando el cofrecillo.
– Tal vez. Sin embargo, si por algún milagro un objeto particularmente interesante cayera en nuestras manos…
– Habría que consultarlo con el doctor Masada. No estoy autorizado a responderos…
– ¿Y esta armadura? -preguntó Morgennes-. ¿Nos la cambiaríais por una de vuestras mercancías?
Mostró al joven la armadura rojiza del Caballero Bermejo, para la que no encontraba uso.
– Esto no es una herrería ni una armería. Deberíais ir a informaros en las guarniciones de la Fève o del Krak. Tal vez os la comprarán.
Pusimos fin a la entrevista dándole las gracias por el té y prometiendo que volveríamos en otra ocasión con más fondos.
– ¿Qué tenías intención de venderle? -me preguntó Morgennes cuando nos hubimos alejado unos pasos en dirección a la cuadra donde esperaba Iblis, nuestro semental, que en otro tiempo había pertenecido al Caballero Bermejo.
– Esto -dije sacando del bolsillo el frasco rojo sangre que el conde de Flandes había ofrecido entregarnos en pago por nuestro servicios.
– ¿Se lo cogiste?
– Fue Nicéforo quien me lo dio. Me dijo que el conde quería entregárnoslo de todos modos y que… Resumiendo: es una compensación. En realidad no quería vendérselo, solo tener una idea del precio.
– Ahora ya lo sabes.
– ¡Exacto!
Y mientras lo decía, abrí el frasco y vertí su contenido en el suelo del establo, cerca de un pobre asno maltratado por los años.
– Mira este asno -dijo Morgennes-. Parece tan viejo que no me sorprendería enterarme de que se encontrara en el establo donde nació Cristo. ¡Es increíble que logre tenerse en pie!
– ¡En todo caso es un asno con buen gusto!
Efectivamente, el asno se había acercado al charquito que formaba el líquido del frasco y lo lamía con ávidos lengüetazos.
– ¡Condenado bicho…! -dijo Morgennes mientras le acariciaba la cabeza entre las orejas-. ¡Me gustaría saber qué tendrías que explicar si Gargano estuviera aquí para traducir tus palabras!
El asno le dirigió una mirada vacía, que en un animal de su edad podía pasar por una muestra de reconocimiento, y luego siguió lamiendo; ingirió todo el líquido que contenía el frasco.
– Espero que no le siente mal -dijo Morgennes.
– ¡Eso no le matará, no te preocupes!
Seguimos el camino indicado por Olivier, primero hacia el este, en dirección al monte Tabor, «donde se produjo la Transfiguración de Cristo», y luego de nuevo hacia el norte, «donde san Juan Bautista anunció Su venida».
– Y aquí -preguntó Morgennes-, ¿qué milagro se produjo?
– ¿Por qué me haces esta pregunta?
– Porque tengo la impresión de que cada pulgada de Tierra Santa tiene su milagro particular. ¡Es práctico, no hay riesgo de perderse!
– ¡Los milagros nos permiten encontrar a los santos, no el camino!
– ¿Y cómo es que hay tantos?
Desarrollé una teoría según la cual esa tierra, al igual que los ríos en las crecidas, que se desbordan por exceso de agua, estaba tan inundada de lo divino que Dios surgía por todos sus poros, bajo la forma de milagros.
– De los más pequeños a los más grandes -precisé-. En Tierra Santa, los milagros no se oponen al orden natural. Son lo natural, y no hay más que hablar.
Este «no hay más que hablar» resonó mucho tiempo en la cabeza de Morgennes, que conducía su montura hacia el nordeste, donde el tembloroso horizonte se mudaba en una cadena de montañas. La tierra se abría, henchida del fuego solar, que hacía surgir de la llanura imágenes de capas de agua y estremecimientos de la luz. Pero todo se disipaba cuando nos acercábamos, de manera que el objetivo hacia el que nos dirigíamos se alejaba cada vez más.
– Me gustaría -dijo Morgennes- que se me concediera un milagro, aunque fuese pequeño. Solo para mí. Ya sabes, uno de esos jocus jogandi, como los que produjo Bernardo de Claraval. No es mucho pedir, ¿no crees?
– ¿Y qué tipo de milagro sería ese?
– ¡Tener, aunque solo fuera una vez, una sola, la ocasión de probar mi valor!
– Vigila que Dios no te escuche, hermano. Podría ser que te otorgara ese deseo, y mucho antes de lo que piensas…
Según nos cuenta la historia, era un caballero bueno y
fuerte, pero se había comportado como un insensato.
Chrétien de Troyes,
Erec y Enid
Cuando se produce un milagro, es raro que avise.
Por eso Morgennes y yo avanzábamos con toda calma hacia el norte, en dirección al Krak de los Caballeros. Hablábamos de esto y de lo otro, cuando de repente Morgennes me ordenó:
– ¡Desmonta!
Como solo teníamos un caballo, y él me dejaba montarlo, pensé que quería descansar un poco.
– Desde luego -le dije-. Debes de estar agotado…
– No se trata de eso. ¡Vamos, desmonta! ¡Rápido!
Su tono era cortante, casi agresivo.
– Pero, en fin, querrás explicarme…
– ¡Están atacando el Krak de los Caballeros!
Mi sorpresa fue tan grande que estuve a punto de caerme de la silla.
– ¡Por la sangre de Cristo! ¿Cómo lo sabes?
– Está en el aire… Lo siento.
– ¿Lo sientes?
– Sí. No puedo explicártelo… Pero en el aire hay algo que me recuerda a ese trágico día de mi infancia, cuando los caballeros surgieron para atacarnos. Hoy el objetivo es el Krak.
– ¿Unos caballeros atacan el Krak?
Morgennes me miró, con los ojos muy abiertos, y me dijo:
– Más bien pensaba en los sarracenos de Nur al-Din.
– Y bien, ¿qué piensas hacer?
– Prevenir a los hospitalarios.
No me atreví a dar a Morgennes las riendas de Iblis, y le advertí:
– ¡Es una locura! Por otra parte, seguramente ya deben de estar al corriente…
– ¿Y si no es así?
– ¡Los sarracenos nunca permitirán que atravieses sus líneas!
– De todos modos tengo que intentarlo.
– Te lo ruego, no lo hagas. Es más prudente volver atrás e ir a hablar con los templarios de Nazaret…
Morgennes me cogió con suavidad las riendas de Iblis y me devolvió la jaula de Cocotte con una extraña sonrisa:
– Chrétien, hermano, ¿qué te ocurre? ¿Has perdido la fe?
– Claro que no, pero…
– ¿No había pedido a Dios un pequeño milagro?
– El jocus jogandi de Bernardo de Claraval consistía en expulsar del monasterio a las moscas que lo habían invadido. ¡Me parece que hay una gran diferencia entre un ejército de sarracenos y unos insectos!
– ¿Tú crees?
Morgennes soltó del lomo de Iblis la armadura y la espada de Sagremor el Insumiso, y me las tendió diciendo:
– ¡Si las cosas se ponen mal, protégete con esto!
– ¿Y tú?
– ¿Acaso no tengo ya la armadura y la espada de que hablaba san Bernardo?
– ¿Las de la fe?
– ¡Ten confianza! -me dijo.
Espoleó a Iblis y desapareció entre una nube de polvo, en dirección a la montaña envuelta en pesadas nubes grises en cuya cima se levantaba el Krak de los Caballeros.
«Morgennes -me dije-, espero que no te hayas equivocado. Porque no es pequeño el milagro que solicitas de Dios…»
Morgennes era feliz.
Sin saber por qué, volvía a pensar en su padre. Tenía la impresión de que estaba allí, con él. Muchos años atrás, su padre había estado en esta región. ¿Por qué razones? Morgennes no lo sabía. Pero le saludó en silencio, como si efectivamente galopara a su lado.
Sin reducir la marcha, Morgennes se sacó la sobrevesta de lana, y se quedó solo con una túnica de lino blanco con una gran cruz de oro: su atuendo para la escena, las ropas de san Jorge.
– ¡Montjoie! -gritó haciendo girar sobre su cabeza la chaqueta que acababa de sacarse-. ¡Por Nuestra Señora y por san Jorge! ¡Al ataque!
Los sarracenos.
Morgennes nunca los había visto, y sin embargo, como una raposa que olfatea a su presa, había adivinado su presencia. Estaban ahí delante, parapetados en las oquedades y las fallas del Yebel al-Teladj, como hormigas que hubieran partido al asalto de un montón de grava. La cima de la montaña, que apuntaba a través de un racimo de nubes, se engrandecía en la lejanía, mientras que las más cercanas -grandes montañas de laderas escarpadas, igualmente nevadas- disminuían a medida que avanzaba.
Luego el sol escapó de la amenazadora tormenta y empezó a brillar justo por encima de Morgennes, que no dejaba de repetir:
– Impetum inimicorum ne timueritis.
¿Cuántas veces había oído Morgennes murmurar esta frase, una respuesta de breviario, al padre Poucet? ¡Centenares, miles de veces! En realidad habría podido indicar la cifra exacta (mil ciento ochenta y cuatro), tan extraordinaria era su memoria.
«¡No temas el ataque del enemigo!»
Lleno de confianza en su padre, en Dios y en Poucet, Morgennes irrumpió en el campamento de los sarracenos. Era la hora sexta, la de la oración de ed dhor para los musulmanes. Morgennes se dijo que era una buena hora para san Jorge, cuya victoria contra el dragón negro había tenido lugar a la hora de la comida. «Si no me toman por loco, lo que tal vez soy, forzosamente tendrán que creer en un milagro.» «Aunque no sea el caso…»
Las tropas sarracenas acampaban en la llanura de la Bekaa, al sudeste del Krak.
La fortaleza, en manos de los hospitalarios desde 1142, se levantaba sobre un espolón rocoso que dominaba el paso de Homs, el único acceso de Damasco al mar. No era, pues, casual que Nur al-Din hubiera decidido lanzar allí su ataque, después de que Amaury, al invadir Egipto, hubiera roto la tregua que él le había ofrecido. El sultán de Damasco se había puesto a la cabeza de sus ejércitos para golpear al más débil de los estados cruzados: en el Krak de los Caballeros. Después se dirigiría hacia Trípoli, y acabaría con ese pequeño condado y con su conde, Raimundo de Trípoli.
Morgennes distinguió una multitud de camellos, unos tendidos, libres de equipaje, y otros de pie, cargados de armas y víveres. Los esclavos circulaban entre ellos, o llevaban cubos de cebada a los caballos o paja a los mulos. Mujeres con velo deambulaban en grupitos, pasando de una tienda a otra, con un caldero en la mano. Hacía tanto calor que no se veía soldados por ninguna parte, y un delicioso olor a sopa flotaba en el aire.
– No temas el ataque del enemigo -se repitió Morgennes.
Dios estaba con él.
«¿Como antaño con los caballeros?»
Para expulsar de su mente este pensamiento, espoleó a Iblis con más energía aún, y el campamento se irguió súbitamente ante él, a solo unos latidos de su corazón.
La tormenta, que había ido cobrando fuerza durante toda la mañana y había avanzado lentamente desde el Yebel al-Teladj hasta situarse sobre la Bekaa, había acabado por evaporarse sin lluvia, relámpagos ni truenos. El cielo, de un azul infinito, volvía a ser el habitual, el de los días ardientes. Pero un rayo cayendo del cielo no habría causado más sorpresa que Morgennes cuando se lanzó contra las primeras tiendas del campamento. Empujando a su montura hasta el límite de sus fuerzas, la convirtió en un arma con la que golpeó a sus adversarios -de momento algunos desgraciados y desgraciadas que habían tenido la mala suerte de cruzarse en su camino-. Después de coger en un armero una larga espada curvada, cortó tantas cuerdas como pudo, para aprisionar a los musulmanes bajo la tela de sus tiendas. Estas se agitaron como el vientre de una mujer a punto de dar a luz; en su interior, los sarracenos se debatían buscando una salida, aun a riesgo de reventarle la panza.
Aún no habían dado la alerta, y Morgennes ya había tenido tiempo de matar a varios mahometanos. Luego golpearon un gong. Resonaron golpes de címbalos, toques de trompeta. Se lanzaron gritos.
– ¡Por san Jorge!
El efecto sorpresa había pasado. Pronto habría acabado todo…
Faltaba saber para quién.
Dos musulmanes se acercaron con la lanza apuntando hacia delante. Iblis se encabritó y soltó violentas patadas contra el suelo. Se oyó un ruido como de fruta demasiado madura que revienta, y luego los soldados se desplomaron, con el cerebro supurando del cráneo.
¡Cambiar el plan!
Reflexionando febrilmente, Morgennes se dijo que ya solo le quedaba escapar o lanzarse a la batalla, y eligió esta última opción. Picando espuelas, condujo a Iblis hacia el centro del campamento, es decir, hacia su jefe. En un momento en el que otros habrían rezado o huido, Morgennes atacó con mayor vigor aún. Su oración era su galope, y ponía su suerte en las manos de Dios.
Haciendo caso omiso de las flechas que volaban sobre él, Morgennes golpeaba a derecha e izquierda, se inclinaba sobre Iblis para hacerlo cocear, rozaba el suelo para, con un violento golpe de su espada, liberar de sus ataduras a los caballos y a los camellos, hacía molinetes con el brazo, lanzaba patadas, espantaba al adversario riendo a carcajadas.
– ¡Este hombre está loco! -gritaban los sarracenos.
– ¡No es un hombre, es Sheitán!
– ¡Ha venido para castigarnos!
– ¡Huid! ¡Huid!
Era tan fácil que casi resultaba divertido. ¡Nada podía alcanzarle!
En ese momento vio en el cielo un destello, un resplandor. Levantó la mirada un instante y descubrió una estrella. Brillaba en pleno día, a la altura del Krak de los Caballeros, y lanzaba destellos de luz a un ritmo regular. Luz. Nada. Luz. Luz. Nada. Luz…
¿Qué era? ¿Un código? ¿Una señal enviada por Dios?
Luz. Luz. Luz.
¿Qué era aquello? Morgennes no lo sabía, pero los poderosos castillos de la región -los del Hospital (como el Krak) o los del Temple (como Chastel Blanc y Chastel Rouge)- habían unido sus fuerzas, y de resultas de este acuerdo se habían dotado de un ingenioso juego de espejos, con ayuda de los cuales se enviaban mensajes.
Así, prevenidas de la llegada de Nur al-Din por los vigías del Krak desde el inicio de la mañana, las tropas reunidas de Chastel Rouge y Chastel Blanc, oportunamente reforzadas con tropas llegadas de Constantinopla, y también con caballeros francos de vuelta de una peregrinación a Jerusalén, habían acudido sin tardar a socorrer a los hospitalarios.
Varias decenas de caballeros, seguidos por centenares de infantes, se lanzaban al asalto del campamento de Nur al-Din. Y los del Krak les incitaban:
– ¡Atacad! ¡Atacad!
En lugar de venir del sur, como Morgennes, llegaron del noroeste, descendiendo por las laderas delYebel Ansariya en medio de una avalancha de polvo. Una larga columna de caballeros, en fila de a dos, había aprovechado la mole indestructible del Krak de los Caballeros para avanzar a cubierto.
Morgennes vio cómo los blancos estandartes con la cruz roja y los negros con la cruz blanca surgían bruscamente del parapeto de la montaña y se lanzaban contra los sarracenos.
– ¡Los refuerzos, por fin!
¡Lo había conseguido!
De repente, un sablazo lo devolvió a la realidad. Un soldado damasceno acababa de hundirle el sable en el vientre, y un dolor fulgurante atravesó su cuerpo.
Debería haber muerto, perder los estribos y desplomarse del caballo. Pero no murió, sino que todavía encontró fuerzas para levantar su espada y abatirla contra el cráneo del soldado, que partió en dos. Al verlo, los demás musulmanes, que se habían acercado con la esperanza de acabar con él, emprendieron la huida aterrorizados.
Apretando los dientes, Morgennes espoleó a Iblis y se lanzó en dirección a la gran tienda blanca coronada por una media luna de oro, que creía que debía de ser la de Nur al-Din.
Este último, advertido primero por las ligeras sacudidas del suelo que habían hecho temblar su té y luego por los alaridos que oía fuera, ya sospechaba que se estaba produciendo una catástrofe. Hasta ese momento, su plan se había desarrollado a la perfección; pero he ahí que de pronto surgía lo imprevisto encarnado en un caballero sin armadura, montado en un caballo blanco, que gritaba a voz en cuello: «¡San Jorge! ¡San Jorge y el dragón! ¡Adelante!».
El jinete sembraba el pánico entre sus tropas; dispersaba a sus monturas y a sus animales de carga, derribaba sus tiendas, destrozaba sus víveres, mataba o hería a sus soldados, a sus súbditos, arruinando sus ambiciones.
Nur al-Din salió precipitadamente de su tienda para ponerse a la cabeza de sus hombres. Ya se disponía a montar su corcel cuando -como un relámpago blanco- el misterioso caballero surgió a su espalda, con el sable en la mano.
– ¡Por san Juan Bautista! -aulló Morgennes.
– ¡Por las barbas del Profeta! -exclamó Nur al-Din.
Y al distinguir a uno de sus guardias de corps, le gritó:
– ¡Tú, protégeme!
Y luego, a otro que corría en su auxilio, con la mano en la empuñadura de su espada:
– ¡Y tú, ve a buscar refuerzos! ¿Dónde están mis oficiales?
De hecho, sus hombres habían tratado de detener a Morgennes, pero el terror se había apoderado de ellos al ver que sobrevivía a ese golpe en el vientre. Sin poder creer lo que estaban viendo, habían redoblado sus esfuerzos, y uno de ellos incluso había conseguido herirle en el brazo con su lanza -sin por ello lograr detenerle-. Entonces, trastornados por ese espantoso prodigio, y viendo que caían uno tras otro bajo sus golpes sin poder frenarle, la mayoría habían huido, o se habían dirigido hacia el noroeste del campamento, donde la carga de los cruzados había abierto una brecha en las filas de los sarracenos.
Frente a Morgennes solo quedaban, pues, dos personas: el sultán y su guardia de corps, al que Nur al-Din gritó de repente:
– ¡Suelta mi montura!
El guardia de corps tal vez habría tenido tiempo de golpear a Morgennes o de huir, pero se sacrificó y descargó su sable contra las ligaduras que mantenían trabada la montura de su jefe.
Un instante después, Morgennes le cortó la cabeza, que rodó bajo los cascos del caballo de Nur al-Din. Este, con el rostro sudoroso y el cuerpo helado, huyó al galope hacia Damasco abandonando tras él una babucha, que Morgennes recogió después de haber bajado de su caballo. Tras acercarla a sus ojos para contemplar los ornamentos, la frotó sobre su pecho, justo al lado de la cruz.
A su memoria acudieron las imágenes de los caballeros que habían atacado a sus padres y a él mismo.
¿Acaso era como ellos?
No. Porque si bien él también había atacado por sorpresa, su adversario era un ejército, y no dos niños y sus padres.
La gente corría en todas direcciones: hombres, mujeres y adolescentes, que habían ido al combate como a una fiesta -seguros de alcanzar la victoria sin tener que pagar por ella-. Pasaban animales que llevaban sobre sus lomos a fugitivos que se apresuraban a huir del caos; entre Morgennes, la carga de los templarios y el pánico que se había extendido entre los musulmanes, no podría decirse quién causaba más estragos.
«¿De modo que no soy un escudero? ¿No tengo educación militar? ¿No sé utilizar una lanza? Pues ¿qué he hecho aquí, sino llevar al enemigo a la derrota?»
Las tiendas se derrumbaban, se incendiaban al contacto con los braseros que ardían en su interior. Bramidos, gritos indistintos de terror, voces, gritos, lloros… Había algo en aquella música que a Morgennes le resultaba aún más odioso porque sabía que era él quien la había compuesto, a fuerza de embestidas, galopadas y mandobles.
Dejando a Iblis tras él, se plantó como una roca en medio de la desbandada y se puso a lanzar sablazos a los fugitivos, golpeando al azar. Demasiado preocupados por salvar la vida para darse cuenta de que eran atacados, ni siquiera pensaban en replicar; y así Morgennes pudo segar tres o cuatro vidas, víctimas fáciles, que le dieron ganas de vomitar. «No soy yo -se dijo-. Yo no soy así. Vamos, basta…»
En ese momento, la carga de los templarios, que había puesto en fuga a los últimos mahometanos, llegó a su altura:
– ¡Hola! -dijo uno de los monjes soldado deteniéndose ante Morgennes-. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
– Me llamo Morgennes.
– ¿Sois caballero?
– No -dijo Morgennes.
– Pues os vestís como ellos.
– Es un disfraz para la escena -dijo Morgennes-. Me lo he puesto para impresionar al adversario, y por lo visto lo he conseguido.
El templario, un oficial de sienes entrecanas y mirada cruel, le dirigió una sonrisa escéptica.
– Blasfemáis, desgraciado. O desvariáis. Nosotros, y solo nosotros, hemos hecho huir a Nur al-Din… ¡Vos no tenéis nada que ver con esta hazaña!
– ¿Ah no? -dijo Morgennes.
Y le tendió el zapato de Nur al-Din. El templario, que se llamaba Dodin el Salvaje, un nombre que reflejaba a la perfección su temperamento, lo cogió y exclamó con los ojos dilatados por la sorpresa:
– ¿Qué es esto?
– La babucha de Nur al-Din.
Dodin examinó los motivos, con rostro impasible, y luego declaró:
– Esta babucha podría ser de cualquiera.
– ¿Puedo conservarla? -preguntó Morgennes.
– No -dijo Dodin-. La guardaré para hacerla examinar. Mientras tanto haced el favor de seguirnos al Krak de los Caballeros, donde vuestra historia será escuchada y vuestro caso juzgado.
¿Para qué disculparme, cuando no tengo ninguna
oportunidad de ser creído?
Chrétien de Troyes,
Guillermo de Inglaterra
– ¡Si no lo queréis -se indignó Colomán-, me lo llevo yo!
– ¡Cogedlo, y que os aproveche! -replicó airado Galet el Calvo, el maestre del Temple de Tortosa, un hombre con la cabeza tan lisa como una piedra.
Discutían sobre Morgennes. Se trataba de valorar su papel en la derrota del ejército de Nur al-Din y de saber si había usurpado el rango de caballero cuando ni siquiera era un escudero.
Muchos habían reconocido en ese hombre al comediante aplaudido en Jerusalén, lo que había facilitado el hecho de que de nuevo me encontrara a su lado.
En ese momento, mientras el día se encaminaba al ocaso, estábamos todos reunidos en la gran sala del Krak de los Caballeros, en uno de cuyos pilares estaba grabada la inscripción: «Sittibi copia, Sit sapientia, Formaque detur Inquinat omnia sola, Superbia si comitetur».
Es decir, tradujo Morgennes para sí: «Ten riqueza, ten sabiduría, ten belleza, pero guárdate del orgullo, que mancha todo lo que toca».
Meditando esta frase, pasó la mano sobre sus heridas en el vientre y el brazo. Los médicos del Krak le habían cuidado bien; le habían aplicado una mezcla de hierbas y fango.
Después de haberle arrestado, los templarios habían escoltado a Morgennes hasta la cima del Yebel al-Teladj, hasta el Krak de los Caballeros. En esa época (en 1163), la fortaleza estaba rodeada de una única muralla exterior, flanqueada por torres rectangulares. Una modesta capilla, un patio y un pequeño castillo formaban el Krak, que monjes caballeros estaban reforzando con una segunda muralla en forma de triángulo.
– Estará terminada dentro de un año -explicó a Morgennes Keu de Chènevière, el joven hospitalario que se había encargado de acompañarle primero a la enfermería y luego a la gran sala-. Cuando esté acabada, esta plaza fuerte será realmente inexpugnable. Lejos de los hombres, como Dios, y sin embargo, como Él, velando permanentemente por ellos.
– Magnífico -había dicho Morgennes, admirando los andamiajes donde trabajaban obreros con turbantes.
Pero aquel no era momento para visitas. Entre los numerosos bandos que estaban presentes en el Krak -templarios, laicos, bizantinos y, naturalmente, hospitalarios-, eran muchos los que pensaban que el comportamiento de Morgennes, más que de heroico, debía tacharse de sacrílego.
– ¡No tiene nada que ver con la victoria de hoy!
– ¡Ha tratado de engañarnos!
– ¡De hacerse pasar por san Jorge!
– ¡Es un usurpador! ¡Un comediante!
– ¡Peor, un judío tal vez!
– No, no, no es eso… -les tranquilizaba Colomán, el maestros de las milicias de Constantinopla-. Sencillamente, es astuto como una raposa. ¡Tanto, por otra parte, que no me sorprendería si un día le eligieran Papa!
Miradas cargadas de ira se volvieron hacia él, y la tensión aumentó. Los cristianos de Roma y los de Constantinopla estaban siempre dispuestos a saltarse al cuello cuando se trataba de determinar quién de entre ellos era el digno heredero de Jesucristo. El prudente Raimundo de Trípoli, el conde del pequeño estado del mismo nombre, intervino para cortar en seco la discusión.
– Miremos las cosas de frente -dijo simplemente-. Este hombre, Morgennes, no nos ha perjudicado de ningún modo. ¿Debemos agradecerle a él la derrota del ejército de Nur al-Din?
– ¡No, no, a nosotros! -vociferó Galet el Calvo.
– ¿O bien a la intervención de nuestros amigos del Temple y de Constantinopla? -prosiguió imperturbable Trípoli, insistiendo en este último término.
– ¡A nosotros, a nosotros! -tronó Dodin el Salvaje para apoyar las declaraciones del precedente templario, que resultaba ser su superior.
– No -dijo Raimundo-. Os engañáis. ¿Acaso habéis olvidado lo que está escrito aquí?
Y con el dedo señaló la famosa inscripción grabada en la columna de la gran sala.
– Vamos, vamos. Sabéis que es a Dios, y solo a él, a quien debemos esta victoria.
– Y también se debe a Dios, supongo, que este usurpador haya sobrevivido a no sé cuántas flechas, sablazos y lanzadas. ¿O es al otro?
– ¿Por qué no se lo preguntáis vos mismo? -dijo Keu de Chènevière, a quien había impresionado la proeza de Morgennes y que creía su relato.
– ¡Ve! -ordenó Galet el Calvo a uno de sus subordinados.
Dodin el Salvaje, el templario que tanto había vituperado a Morgennes hacía un momento, se acercó a él y le gritó a la cara:
– ¡Vade retro Satanas! ¡Si eres de Dios, permanece con nosotros! ¡Pero si eres del Otro, vete!
Morgennes conservó la calma, y permaneció imperturbable. En realidad toda aquella agitación le aburría un poco. Pero al mismo tiempo le intrigaba y tenía ganas de saber cómo acabaría todo.
– Ya veis -dijo Raimundo- que está con nosotros. No tenéis por qué inquietaros.
– ¡No es normal que haya sobrevivido! ¡Nadie, nadie os digo, puede pasar por semejante diluvio de golpes y salir vivo! Y dado que no es san Jorge, tiene que haber una explicación. Dejad que le plante mi daga en el cuerpo; si es del Diablo, no morirá.
Dodin el Salvaje se llevó la mano a la daga que tenía en la cintura; pero, una vez más, Colomán (el bizantino) intervino.
– Interroguémosle primero -dijo aprisionando la mano del templario en la suya-. No me gustan demasiado vuestros métodos; nos privarían de un excelente soldado si os dejáramos continuar.
Raimundo de Trípoli tosió discretamente y se acercó a Morgennes para interrogarle.
– ¡Dinos cómo conseguiste sobrevivir! ¿Llevas sobre el pecho uno de esos pentáculos que los musulmanes trazan en el suyo y que les protegen de todo?
– No, y es fácil de probar -respondió Morgennes levantándose la camisa para mostrarles el torso, virgen de toda inscripción.
– Entonces, ¿conoces alguna fórmula mágica que desvíe las flechas y te mantenga a resguardo de los golpes?
– Es verdad, en efecto, que el superior de mi abadía me enseñó una oración de este tipo, que recité a lo largo de todo el combate. Sin embargo…
Morgennes, que había posado la mirada en la daga que Dodin el Salvaje llevaba al costado, bajó la voz hasta callarse.
– ¿Sin embargo? -inquirió Raimundo de Trípoli.
– Sin embargo -prosiguió Morgennes-, más bien creo que tuve suerte. Y que san Jorge y Dios no me abandonaron.
– ¡Eres del Diablo! -bramó Galet el Calvo-. ¡Vamos, abrid los ojos! -dijo a los presentes-. ¡Es evidente! ¿No veis que os tiene cautivados con sus hechizos?
– No -dijo Keu de Chènevière-. No lo vemos. Porque no es ese el caso.
La tensión había llegado al límite. Morgennes se preguntaba por qué Galet el Calvo y Dodin el Salvaje mostraban tanto encono contra él, y luego recordó que los había visto, en Jerusalén, en compañía de Sagremor el Insumiso. Parecían buenos amigos.
Además, Dodin el Salvaje no quería que se dijera de los templarios: «No fueron ellos quienes salvaron el Krak. ¡Fue ese individuo, Morgennes, que ni siquiera es un caballero!».
El silencio era tan pesado que decidí intervenir. Desde el hogar donde me calentaba las manos, pronuncié:
– Omnia orta cadunt…
– ¿Perdón? -dijo Galet el Calvo.
– Todo lo que nace debe morir -tradujo Colomán en tono impasible.
– Si no está muerto -añadí-, es que no había llegado su hora…
– ¡Basta! -gritó una vez más Galet el Calvo.
– ¡Y vos -dijo Raimundo de Trípoli-, dejad de destrozarnos los oídos con vuestros aullidos! Tal vez estemos en una ciudadela, pero también es un edificio religioso. De modo que un poco de contención.
Por toda respuesta, Galet el Calvo escupió en la paja.
– ¿Y bien? ¿Realmente he dicho algo tan increíble? -añadí-. ¿No decide Dios sobre todo? ¿Tanto sobre el momento de nuestro nacimiento como sobre el de nuestra muerte? Si Morgennes todavía está con vida, es simplemente porque Dios lo ha decidido así. Dejad de ver milagros donde no los hay…
Y acercándome a Morgennes, proseguí mi alegato:
– No queréis a este hombre en vuestra orden -dije a los templarios-. Pues bien, nadie os obliga a aceptarlo. Y vosotros -dije luego a los hospitalarios-, ¿dudáis en aceptarlo entre los vuestros?
– Es que no es un noble -argumentó uno de los hospitalarios-. Tal vez entre los cuerpos francos, nuestros turcópolos…
– Pero entonces, si hay que luchar por dinero, mejor elegir a quien pague mejor -precisé yo.
– ¡Y en este caso soy yo! -dijo Colomán-. Vamos -añadió dirigiéndose a Keu de Chènevière y a Galet el Calvo-, permitidme que os compense con una donación a vuestras órdenes, y que no se hable más. Llevaré a Morgennes a mi academia para enseñarle el oficio de las armas en el país del primero de todos los caballeros: Alejandro Magno. ¡Y convertiré al hombre que derrotó él solo al ejército de Nur al-Din en el más grande de todos ellos!
– No fue él quien puso en fuga a Nur al-Din -bramó Galet el Calvo-. Si el sultán huyó fue porque llegamos nosotros, no porque tuviera delante a un pobre desgraciado con la túnica ensangrentada… ¡Por otra parte, es a mí a quien debemos este éxito, y no a este individuo!
– Pruébalo -le espetó Raimundo de Trípoli.
Entonces Galet mostró a la asamblea la babucha de Nur al-Din, que poco antes le había entregado Dodin el Salvaje. Todos la miraron con estupefacción. Morgennes, por su parte, estaba a punto de estallar y de sacar a la luz la ignominia de esos canallas que se habían atrevido a tratarle de usurpador; pero no tenía ningún medio de probar lo que iba a declarar, y sus únicos testigos eran todos templarios. Además, sabía que actuar de aquel modo no contribuiría en absoluto a mejorar su situación. Al contrario. Los templarios necesitaban a los hospitalarios, y a la inversa. Y sobre todo aquí, en esta región alejada del centro del reino y a solo unos días de Damasco, la capital de Siria, que había conquistado Nur al-Din. ¿De todos modos, quién le creería? Su palabra no valía nada. Él no era más que un trovador. Un monje sin importancia… Frente a aquellos dos templarios y a todos estos hospitalarios, la prudencia aconsejaba guardar silencio y esperar a que llegara su hora. De manera que Morgennes se abstuvo de realizar ningún comentario. Se tragó su cólera, y recordó las palabras del sabio Guillermo: «Que se olviden de vos. Haceos un nombre en el extranjero».
Para el Caballero de la Gallina había llegado el momento de cambiar de gallinero. El de Constantinopla parecía interesante. Pasó revista a sus últimos años. Su infancia, sus años de estudio en la abadía de Saint-Pierre de Beauvais, sus viajes con Chrétien de Troyes, el concurso del Puy de Arras y el encuentro con la compañía del Dragón Blanco, y luego los meses pasados en Jerusalén, en la comendaduría de los hospitalarios… Todo eso ya había acabado. Necesitaba convertirse en otro hombre. Un hombre parecido al Krak de los Caballeros. Una fortaleza de la fe, un centinela.
Luego volvería.
Cuando comprendió esto, y como si Dios le hubiera aprobado, Morgennes vio cómo Colomán apartaba su mano de la de Dodin el Salvaje, y distinguió por fin la daga con la que ese maldito templario había querido atacarle.
Era la misericordia de su padre.