Nuestros libros nos han enseñado que en Grecia reinó
primero el prestigio de la caballería y de la cultura.
Chrétien de Troyes,
Cligès
– ¿Y ahora? -preguntó el general megaduque Colomán (uno de los hombres más poderosos del Imperio)-. ¿Cómo os sentís?
– Tengo mucha hambre -respondió Morgennes, al que solo habían ofrecido un insípido caldo en el Krak de los Caballeros.
Entonces, riendo como solo ríen los ogros, con una risa abierta y atronadora, Colomán declaró:
– Prometo darte de comer hasta hacerte olvidar el significado de la palabra «hambre».
– Será difícil, porque aunque tenga mucha hambre, siempre tengo más memoria que apetito.
– Confía en mí.
Su palacio daba a las orillas del Bósforo. Había sido construido con una piedra rosa que cambiaba de color con la luz. Así, mientras durante la noche resplandecía con el brillo de una perla en medio de un desierto, durante el día se adornaba de malva, lo que hacía que pareciese lleno de dulzura; cuando, en realidad, era todo lo contrario.
En el interior del palacio resonaban gritos, que innumerables pasillos y una increíble cantidad de puertas forradas de metal no lograban ahogar. ¿Qué tipo de gritos? Todos los que puedan imaginarse. Gritos de placer, durante las orgías a las que Colomán invitaba a cortesanas para saciar la lujuria de sus mercenarios. Aullidos de dolor, cuando los esclavos eran azotados hasta sangrar por haber olvidado sonreír o haber volcado una copa. Clamores de soldados ejercitándose, restallido de los látigos sobre las armaduras o la piel. Sollozos, gemidos, cuando la muerte por agotamiento parecía el único final posible al penoso entrenamiento de los reclutas. Y sobre todo, más que ningún otro ruido, el del impacto del metal contra el metal, espadas chocando con estruendo contra un escudo, mazas contra un peto; flechas, lanzas, hundiéndose en la tela, en la carne o en la madera de una diana.
¡Estábamos en el reino de Satán!
– Es el diablo en persona -susurré al oído de Morgennes-. Este tipo me da mala espina. Mírale, con su cabello negro, los labios pintados de rojo, las cejas hirsutas, esos pelos que le salen de la espalda, los caninos como cuchillos… ¡Y qué me dices de sus orejas! ¿No son puntiagudas y afiladas como las de los lobos? Y además, ¿no te parece extraño que siempre esté riendo, que siempre esté de buen humor?
– ¿Tú crees que Dios es triste? -preguntó Morgennes.
– No, no he dicho eso. Pero tengo miedo.
– No te preocupes…
Colomán empujó con las dos manos una doble puerta maciza, que daba a una terraza colgada sobre el Bósforo. Allí, sobre mesas de mármol, a la luz de los antorcheros de oro, habían servido un fabuloso festín.
– ¡Que aproveche! -nos dijo Colomán-. Lo siento, no me quedo, tengo cosas que hacer. Pero bebed, bebed, porque como decimos aquí: «¡Las ideas negras se aclaran con un buen vino!».
Nos dejó allí, en compañía de numerosas esclavas apenas núbiles y ligeras de ropa, que se esforzaron en servirnos lo mejor posible. Aquello fue una sucesión de terneros, vacas, bueyes, becerros, corderos, ovejas, ensartados en espetones o servidos en tajadas tan gruesas como el puño de Colomán; gordas marranas y pequeños lechones rellenos de aceitunas y alcaparras; jorobas de camello bañadas en aceite de sésamo, seguidos de un bosque de setas y de codornices, perdigones, faisanes, conejos, liebres, puerco espines, y todo tipo de animales de caza -ciervos, corzos, cabras montesas y gamos, sin olvidar a los jabalíes-. Cuando la carne desapareció de la mesa, nos ofrecieron diversos alcoholes y digestivos, y un nuevo diluvio de manjares se abatió sobre nuestras panzas y gaznates. Luego llegó un océano de pescados -sardinas, bremas, lubinas, atunes, merluzas, mújoles, angelotes (una especie de tiburón traído de Francia), rayas, doradas- y de crustáceos (os ahorro la lista), que nos sirvieron sin caparazón, espinas ni escamas, y con algas a modo de acompañamiento. Creía que ya habíamos acabado, cuando nos trajeron gran cantidad de embutidos, con esta sorprendente explicación:
– Para ayudaros a digerir.
Entre las longanizas, salchichones y salchichas, había una larga morcilla negra con un sabor bastante fuerte, que era deliciosa.
– ¡Es magnífico! -se entusiasmó Morgennes.
– ¡Sí! ¿Qué es? -pregunté.
– Es el rabo de un toro, puesto a secar con especias durante tres años y tres días y luego bañado en miel -me respondió una joven esclava, con una hermosa tez cobriza y unos ojos de un azul hechizador.
Pero la comida no había terminado. Porque después del embutido llegaron los patés, las terrinas, las tortas, las empanadas y los pastelillos, con los que nos deleitamos más allá de lo razonable.
– No sabía que tenía un estómago tan grande -dijo Morgennes.
– Estamos violando al menos uno de los diez mandamientos -añadí-. Aquí hay algo que no va como debería, lo juraría…
– Tienes razón.
Al mirar hacia el otro lado de la terraza, vi el mar que rompía contra las costas bajas, salpicadas de árboles, y que entraba en los puertos atestados de embarcaciones, rodeados por altas murallas.
– ¡Cocotte! -dijo de pronto Morgennes.
– ¿Qué pasa con Cocotte? -pregunté.
– ¡Ha desaparecido!
– ¿Bromeas?
– No. ¡Espero que no nos la hayamos comido!
Y se lanzó hacia el interior del palacio.
– ¡Cocotte! ¡Cocotte!
Abandonando a regañadientes aquel festín, salí tras él.
Con el vientre lleno, pedorreando sin cesar, rodando más que caminando, meando contra las paredes y vomitando en los rincones, pasamos por un verdadero infierno para seguir avanzando a pesar de todo.
– ¡Nos ha envenenado! -le dije a Morgennes.
– ¡En absoluto! ¡Somos nosotros los que nos hemos atiborrado como cerdos!
En el palacio de Colomán había tal sucesión de pasillos y habitaciones que me entraron náuseas -me recordaba los innumerables platos que acabábamos de devorar, cuya simple evocación me producía mareos-. La mayoría de aquellas salas no tenían muebles, excepto, a veces, un diván, donde roncaban esclavos atiborrados de vino. Cuando tratábamos de despertar a uno de esos durmientes, nos mandaba a paseo y volvía a hundirse en un profundo sueño.
Por fin hicimos un descubrimiento de lo más interesante:
– ¡Allí, mira! -dijo Morgennes.
Había una pluma rojiza, en medio de una alfombra con un motivo oriental.
– ¿Quién nos dice que es de Cocotte?
– Yo.
Después de recogerla, volvió la mirada hacia una puerta dé la que escapaban aromas de pollo asado.
– ¡Qué horror! -dije-. ¡Me niego a entrar ahí!
– ¡Haz un esfuerzo, sígueme!
La puerta daba a una escalera de caracol que se hundía en las entrañas del palacio, de donde se oían unos ruidos amortiguados.
– ¡Por los dioses! -suspiró Morgennes-. ¡Tengo una migraña espantosa! Es como si las campanas del mundo entero se hubieran dado cita en mi cráneo.
– ¡Pues el mío es como la obra de Santa Sofía!
Yo estaba convencido de que habíamos sido víctimas de un sortilegio. Pero ¿cuál? ¿Y por qué? La respuesta debía encontrarse forzosamente en algún lugar cerca de las cocinas, donde acabábamos de entrar. Un maestro cocinero con el cráneo rasurado, vestido de blanco, estaba orgullosamente plantado en el centro de la antecocina. Llevaba a modo de condecoraciones, sujetas a su delantal, mechador, tenedor, trinchante, picador de carne y todo lo que constituye el utillaje de un honrado maestro del gremio. Detrás de él se afanaba un ejército de cocineros, rustidores, marmitones, pinches, aprendices y lavaplatos, equipados con espetones, trapos, calderos, escobas, cucharas, cucharones, batidores, espumaderas, escurrideras y otros mil utensilios.
Extrañamente, no había ni una sola mujer, como si las cocinas estuvieran prohibidas para ellas.
– Si esto no es el infierno, se le parece mucho -observó Morgennes.
Chorros de vapor ascendían silbando hacia las altas bóvedas, inundándolas de humo. Lenguas de fuego lamían los muros o resplandecían en fosas bajo nuestros pies. Hacía tanto calor que grandes gotas de sudor nos resbalaban por la piel. Y los marmitones, que no dejaban de recibir órdenes y patadas en el culo, corrían de un lado para otro azorados, como una horda de pequeños demonios al servicio de diablos más poderosos. Morgennes sujetó por el brazo a uno de estos jóvenes pinches y le preguntó:
– ¿Has visto a una gallina? ¿Pequeña y de color rojizo?
El mocoso se encogió de hombros y señaló un rincón de la cocina, entre los hornos, las chimeneas y los sumideros, donde, suspendidos con ganchos, había todo lo que puede concebirse en materia de gallináceas: capones, gallos, cebones, gallinas, pollos, pollitos (a razón de cinco o seis por gancho) y pollas cebadas. Pero ni rastro de Cocotte.
– ¡Coc, coc, cot!
– ¡Quieto! -chilló de pronto Morgennes a un jovenzuelo que estaba a punto de sumergir dos aves desplumadas en un recipiente de agua caliente.
El joven se quedó inmóvil, manteniendo a los animales sobre el vapor del agua hirviente. Y en ese momento una de las dos giró el cuello en dirección a Morgennes y cacareó con desesperación:
– ¡Coc! ¡Coc! ¡Coc! ¡Coc!
– ¡Es ella! ¡Es Cocotte! -dijo Morgennes.
Saltó sobre el joven aprendiz y lo lanzó al suelo. ¡Cocotte! Temblando violentamente, la pobre gallina, toda pelada y con la carne salpicada de pequeñas protuberancias, hundió su cabeza bajo el brazo de Morgennes en busca de protección.
– ¿Por qué la has cogido? -preguntó Morgennes al cocinero, tendido bajo él.
– Pero… ¡si yo no he hecho nada! -se excusó este, desesperado.
Era tal el escándalo que reinaba en las cocinas que Morgennes casi estaba sordo. Cuando no eran los golpes de la tajadera contra las tablas de mármol o de madera, era el golpeteo de las cazuelas o las soperas que removían los aprendices, el silbido de los fuegos encendidos bajo las calderas, el ruido del agua hirviendo, el chapoteo de los alimentos que tiraban dentro, el tintineo de cristal o de jarras al entrechocar, las órdenes aulladas de un puesto a otro y los chorros de vapor, dispuestos a escaldar a quien se acercara demasiado.
– ¡Ibas a matarla! -gritó a voz en cuello Morgennes, mientras levantaba al pobre desgraciado sobre los fogones dudando si lanzarlo al caldero como había intentado hacer él con Cocotte.
El joven se debatía como un loco, lloraba, chillaba. Entonces Morgennes lo dejó en el suelo y le dijo:
– Lo siento, no sé qué me ha pasado. Creo que me han envenenado…
– ¡Bravo! ¡Bravo! -gritó en ese momento una voz detrás de nosotros, mientras, por primera vez, se hacía un relativo silencio en las cocinas-. ¡Habéis superado la primera prueba, os felicito!
Morgennes se volvió y vio que Colomán aplaudía con entusiasmo, sentado con indolencia sobre una mesa. Entonces recordó las últimas palabras de Poucet: «¡Guardaos de los ogros!».
– ¿Nos diréis quién sois en realidad? -preguntó a Colomán.
– ¿Yo? En todo caso, no soy un ogro -replicó Colomán, como si supiera lo que estaba pensando Morgennes.
– Tal vez no lo parezcáis -dijo Morgennes-, pero actuáis como si lo fuerais. ¿Por qué esta prueba?
– Os importa mucho esta gallina, ¿verdad?
– Sí.
– Quería saber hasta qué punto.
– ¿Y ahora?
– ¡Morgennes, desconfía! ¡Trata de embrujarte! En cuanto a ti -dije amenazando a Colomán con la señal de la cruz-, si eres de Dios…
– ¡Tst, tst, tst! -me interrumpió Colomán, sacándose con toda tranquilidad sus magníficos guantes blancos-. No me hagáis reír, por favor. No vayáis a buscar el mal más allá de los hombres… Por mi parte -dijo girando sobre sí mismo-, me jacto de respetar los siete deberes de caridad que todo buen cristiano debe cumplir. Pues esta es mi divisa: «¡Visito, poto, cibo, redimo, tego, colligo, condi!». ¡Y en efecto, nunca dejo pasar una ocasión de visitar a los enfermos, dar de beber a los sedientos, alimentar a los hambrientos, rescatar a los cautivos, vestir a los desnudos, acoger a los extraños y sufragar servicios para los difuntos!
Poco a poco, en las enormes cocinas, el escándalo infernal se reanudó. Colomán se acercó a Morgennes.
– Prácticamente te salvé la vida -le dijo-. En el Krak de los Caballeros. Fui yo quien insistió en que te curaran, ¿sabes?
– No lo sabía -dijo Morgennes-. Gracias.
– No me des las gracias… Ah no, no te querían esos orgullosos caballeros, o en todo caso solo para que les acompañaras en sus hazañas como un perro que sigue a su amo… -Haciendo volar la gran capa a su alrededor, se acercó más a Morgennes-.
Sé mi alumno -dijo-. Te enseñaré todo lo que necesitas para que te acepten. Montar a caballo como si hubieras nacido sobre una silla; combatir con la espada de manera que los mejores duelistas se dobleguen ante ti; manejar la lanza, la maza, el martillo. Saltar, nadar, correr… Llevas en ti la fuerza de veinte hombres, lo sé. Pero no tienes una educación militar. Y lo que no se ha aprendido no se puede hacer bien. Sé mi alumno, conviértete en un mercenario.
– ¿Un mercenario? Yo soñaba con ser caballero.
– ¿No cumple el hombre en la tierra un tiempo de servicio, no lleva en ella la vida de un mercenario? Vamos, ya tendrás tiempo de ser armado caballero. ¡Más adelante!
– Pero ¿por qué yo? -preguntó Morgennes.
– Tengo mis razones. Pongamos que me recuerdas a alguien.
– ¿A quién?
– A un amigo.
– ¿Y si acepta? -interrumpí-. ¿Cuál será el precio?
– Tendrá que servirme, durante toda su vida.
– ¿Durante toda la vida? ¿Y ya está?
– Y si miente irá al infierno.
– Acepto -dijo Morgennes.
– Muy bien. Empezarás enseguida. Pero debes saber que si no mantienes tu palabra, no te me escaparás. Vayas donde vayas, te encontraré y te lo haré pagar…
– No soy un traidor, ni un cobarde -dijo Morgennes.
– ¿Y yo? -pregunté-. ¿Os habéis olvidado de mí?
– Desde luego que no. Me ha parecido entender que te interesas por los libros. Aquí tengo más de mil rollos que contienen recetas de platos procedentes de todos los rincones del mundo. ¿Te gustaría consultarlos?
– ¿Recetas de cocina? A fe mía que habría preferido algo más consistente, pero por qué no.
– ¡Entonces ve!
Y con un gesto que no podía ser más teatral, me señaló una puerta, detrás de la cual se veían estanterías enteras repletas de pergaminos.
– ¿Por qué no hay mujeres en este lugar? -preguntó Morgennes a Colomán.
– Hay una, pero una sola; tal vez la conozcas en el momento apropiado. En cuanto a las demás, han perdido el derecho de entrar aquí.
– ¿Por qué?
– En los primeros tiempos de esta academia, las mujeres eran admitidas. Pero muy pronto nos dimos cuenta de que eran demasiado crueles. Con demasiada frecuencia infligían a su víctima una sanción mucho más terrible que la que se había ordenado. Cuando se trataba de herir, ellas mataban. Y si se requería un castigo ejemplar, ellas aplicaban diez. No, realmente su lugar no está aquí. Nunca serán unas buenas mercenarias. Les cuesta demasiado obedecer las órdenes.
– ¿En qué consiste el entrenamiento? -preguntó Morgennes-. ¿Por dónde empezaré? ¿Por la equitación? ¿La lucha? ¿La esgrima?
– Primero lavarás los platos.
Le mostró una montaña de vajilla sucia que llegaba hasta el techo.
– Son los platos que os han servido -dijo Colomán.
– Muy bien -replicó Morgennes tragando saliva.
– Cuando hayas terminado, pregunta al maestro cocinero cuál es tu siguiente tarea. Volveremos a vernos dentro de tres meses.
– ¿Tan tarde?
– Acaba con los platos…
Nadie puede hacer bien lo que no ha aprendido.
Chrétien de Troyes,
Perceval o El cuento del Grial
Morgennes comprendió rápidamente que los ruidos de entrenamiento para el combate que había oído al llegar al palacio no procedían de ningún gimnasio, sino de las cocinas.
Allí, en esa parodia de centro de entrenamiento, un verdadero ejército de mercenarios se ejercitaba en la guerra, en recibir y cumplir órdenes, en trabajar en equipo, rascando, frotando, cociendo, calentando, sin rechistar nunca. Generalmente, los que abandonaban no eran mucho mejor tratados que los que intentaban huir. A estos se les castigaba con la muerte, mientras que los primeros debían implorar perdón mientras los torturaban.
A veces tenía lugar una desenfrenada persecución por los pasillos del palacio; ganaba quien atrapaba primero al fugitivo. Y Colomán otorgaba una recompensa a quien conseguía esta proeza: generalmente, una noche con una de sus esclavas o un ascenso.
Morgennes empezó en lo más bajo de la jerarquía, en el puesto de lavaplatos. Poco le importaba, estaba acostumbrado. Porque tanto en Tierra Santa como en Europa, ¿había acaso algo más bajo que un trovador? ¿Un titiritero? ¿Un monje a quien hubieran despojado de los hábitos? ¡Un judío, y quizá ni eso!
El primer combate de Morgennes se llamaba «montón de platos sucios». Era un monstruo de no menos de cincuenta pies de altura y con una anchura de doscientos, que le pidieron que atacara por la cima.
– ¡Piensa que si no lo haces así, todo podría derrumbarse sobre nosotros!
Una escalera doble colocada sobre una mesa, que a su vez descansaba en equilibrio -precario, no hace falta decirlo- sobre otra mesa, permitía a Morgennes alcanzar los platos situados más arriba, que, para desgracia suya, resultaron no ser los más pequeños.
Yo miraba a mi amigo desde el suelo, preguntándome cómo se las arreglaría para que la pila no se derrumbara.
Los primeros días, Morgennes no se atrevió a tocar nada. Tenía demasiado miedo de que se desplomara el edificio, tan frágil como un castillo de naipes, y de verse obligado a lavar los platos de los demás como castigo. Dicho de otro modo: le esperaban varias semanas (si no meses) de trabajo sin poder acceder a un ascenso.
– «En el combate -me dijo Morgennes, citando un tratado militar que habíamos encontrado en la biblioteca-, ignorar las consecuencias proporciona mayor resolución que el razonamiento. La reflexión corrige la decisión antes del combate, pero la enturbia en el curso de este.» De modo que observo… No hay ninguna prisa.
Así, Morgennes pasó muchas horas observando su montaña de platos sucios para estudiar su configuración. Era tan alta, tan increíblemente mugrienta, que a su lado los establos de Augías eran un modelo de limpieza.
Una noche, mientras el maestro cocinero le vigilaba, moviendo nerviosamente el pie, Morgennes se echó a reír de repente.
– ¿Por qué te ríes? -le preguntó el cocinero.
– ¡Porque he tenido suerte!
– ¿Cómo es eso?
– ¡No he tomado postre!
El maestro cocinero se alejó encogiéndose de hombros, y Morgennes se calmó. Luego vino a buscarme.
– Ayúdame -me dijo.
– ¿A qué? -le pregunté, levantando apenas la nariz de la maravillosa obra que estaba leyendo, que llevaba por título: Diferentes modos de servir los dragones.
– A encontrar lo que necesito. Creo que tengo la solución a mi problema.
Partimos a explorar la cocina, para tratar de encontrar el objeto que buscaba Morgennes. El lugar era tan grande que necesitamos media jornada para descubrirlo, en un armario donde colgaba como una inmensa telaraña.
– ¡Ahí está! -exclamó Morgennes, mientras cargaba con una red de pescar de una longitud de varias toesas y tan pesada como una carreta de heno.
Luego volvió a encaramarse a lo alto de su escalera doble, y desde allí lanzó la red sobre el montón de platos.
– Secundo, ¡sorprender al enemigo por la espalda!
– ¡Buena pesca! -dije yo observando cómo Morgennes recogía su captura.
Platos, platillos, fuentes, escudillas, comederos, copas y cubiertos cayeron al unísono con gran estruendo en la trampa, y quedaron tan bien aprisionados que no se rompió ni uno solo.
– Es un método poco ortodoxo -señaló el maestro cocinero.
– No querríais que desviara un río.
– Y ahora, ¿cómo te las arreglarás para lavarlos?
– Muy sencillo: los sumergiré en el agua.
– ¡Me gustaría verlo! -dijo el maestro cocinero echándose a reír-. ¡No tenemos ningún barreño de este tamaño!
– ¿Quién necesita un barreño cuando tenemos el Bósforo a dos pasos?
Morgennes se dirigió hacia la escalera, arrastrando tras de sí la montaña de platos sucios.
Una vez en la planta baja, recordó el camino que conducía a la terraza donde habíamos cenado el día de nuestra llegada. Tras atropellar en su avance a varios sirvientes asustados por ese extraño convoy, volcó su captura en las aguas, donde desapareció entre un surtidor de espuma.
Como si se tratara de un simple cesto para escurrir la ensalada, Morgennes sacudió vigorosamente la red en las aguas del Bósforo -que, a Dios gracias, aquel día eran de una limpidez excepcional-. Luego, saltando por encima de la balaustrada, la arrastró hasta la orilla. Allí, el quintal de vajilla quedó tendido entre las hierbas y las flores del Bósforo, como un pez reventado que derrama sus entrañas en el mostrador del pescadero. Tras haber frotado las últimas impurezas y haber enjuagado todo el montón volviendo a sumergirlo en el Bósforo, Morgennes dejó que se secara al sol. Luego pasó toda una semana colocando cada una de las piezas en su lugar.
Cuando terminó, a pesar de la fatiga, lucía una sonrisa insolente.
– ¿No hay nada más que lavar? -preguntó al maestro cocinero.
– No. Tu período de lavaplatos ha acabado. ¡Ahora eres sirviente!
– ¿Y en qué consiste eso?
– Pues en servir, claro está.
Tras el lavado venía el servicio. La primera tarea de Morgennes no ofrecía, en apariencia, ninguna dificultad. Se trataba de llevar una taza de té a Colomán.
– Lo encontrarás en sus aposentos.
– ¿Es decir?
– No es complicado, está arriba de todo.
– ¿En lo alto de la escalera?
– Arriba.
Morgennes cogió la bandejita de plata sobre la que habían depositado una delicada taza de porcelana china, y se alejó en dirección al primer piso y a la gran escalera que había visto el primer día.
– ¿Quieres que te acompañe? -le propuse.
– No, gracias, no vale la pena. ¡No tardaré mucho!
– Como quieras.
Volví a mis libros de cocina, con Cocotte pegada a mis talones. La gallina, a la que los pinches lanzaban de vez en cuando un puñado de maíz, empezaba a recuperarse. Sus plumas, que volvían a crecer, adoptaban un hermoso color rojo anaranjado, como si fuese una llama escapada del hogar.
Después de llegar al final de la escalera de caracol que conducía de las cocinas a la planta baja, Morgennes se dirigió hacia la gran escalera de mármol que daba acceso al primer piso. Ingenuamente había creído que esta escalera permitía acceder también al segundo, tercer y cuarto pisos del palacio, pero no era así. Cada nivel tenía su propia escalera, y no eran tan fáciles de encontrar como la de la entrada. Morgennes recorrió un interminable número de pasillos, asomó la cabeza por todo tipo de puertas, descubrió salas inmensas y tan vacías como aparentemente inútiles, antes de hallar la escalera que subía al segundo piso. Allí recorrió a lo largo y a lo ancho un laberinto de pasillos y corredores que se cruzaban, se entrecruzaban, e incluso a veces acababan en un callejón sin salida.
«Demonios -se decía-. ¡Es para volverse loco! Suerte que tengo buena memoria, porque si no…»
Si no, su suerte tal vez habría sido la misma que la del hombre cuyos restos distinguía, con la bandeja todavía en la mano, muerto de agotamiento en el cruce de cuatro pasillos.
Esta vez la escalera se encontraba detrás de lo que parecía una vulgar puerta de armario.
– ¡No hay que fiarse de las apariencias!
El tercer piso estaba casi tan desierto como el precedente, con la diferencia de que había seis muertos en lugar de uno solo; entre ellos, uno clavado contra una pared con una estaca en el estómago.
– Tendré que redoblar las precauciones…
Temiendo una trampa, Morgennes avanzó pegado a las paredes, caminando de puntillas, vigilando dónde ponía el pie y aguzando el oído, al acecho del menor ruido. Pero, aunque recorrió este piso varias veces en todos los sentidos y abrió todas las puertas de armario, no había rastro de escalera.
«¿Significara esto que ya he llegado?»
Pero no, no había ningún aposento en ese piso. Ni ninguna trampa… O mejor dicho, ninguna trampa aparte de aquella en la que había caído uno de los sirvientes.
– ¿Una sola trampa? -se preguntó Morgennes-. ¿Una sola estaca?
Volviendo sobre sus pasos, observó más de cerca al muerto con la estaca clavada en la caja torácica, y se dio cuenta de que esta pivotaba, dejando al descubierto una puerta oculta. Y una pequeña escalera que ascendía.
«¿No respetar a los muertos?», se preguntó Morgennes, que no acababa de comprender el sentido de esta lección.
El cuarto piso del palacio contenía un fabuloso jardín interior. En algunos puntos, la bóveda estaba perforada por vidrieras que dejaban pasar la claridad del día y bañaban de luz los árboles exóticos, las plantas de un extraño color verde y las flores fragantes que crecían en el lugar. Pájaros de colores abigarrados trazaban minúsculos arco iris por encima de Morgennes, que protegió con una mano la taza que llevaba, por miedo a que hicieran sus necesidades en ella.
Caminando por los arriates entreverados de hierbas y gravilla, Morgennes recorrió el lugar admirando aquel espectáculo maravilloso, dejándose guiar por su belleza. ¡Y ahí estaba! Esta vez la escalera estaba esculpida en el tronco de un árbol, una especie de sauce llorón. Bastaba con poner el pie en una de sus raíces para llegar a una serie de ramas que conducían a lo alto.
Desde el sauce llorón se pasaba a una inmensa terraza a cielo abierto, de donde partía un puente que conducía a una torre -aparentemente un faro- que dominaba el Bósforo.
«A menos que se trate de un minarete», pensó Morgennes.
Pero no, era efectivamente un faro, y Morgennes se dirigió hacia él muy concentrado, mientras iba recitando para sí la última lección:
«Aprender a servirse del terreno…».
El interior del faro estaba ocupado casi por completo por una escalera con las paredes adornadas con dibujos y esquemas diversos. Al examinarlos más de cerca, Morgennes reconoció el Arca de Noé, que centenares de hombres hacían descender, con ayuda de cuerdas, de una gran montaña. Otros croquis mostraban planos del Arca, como si un ingeniero hubiera querido diseccionar su arquitectura. Todo aquello era de lo más interesante, y Morgennes pasó un buen rato observando estos dibujos.
De pronto una voz le devolvió a sus deberes:
– ¡Llegas tarde!
Morgennes se sobresaltó, y subió rápidamente los últimos peldaños de la escalera.
– Perdón -dijo-. No sabía que tuvierais prisa.
– No la tenía, pero detesto beber el té frío.
Morgennes se inclinó sobre la taza, que ya no desprendía ningún calor.
– Déjame ver -ordenó Colomán.
Le cogió la taza de las manos y se la llevó a la boca. Luego, esbozando una mueca de disgusto, añadió:
– ¡Tráeme otra!
Morgennes volvió a toda velocidad a las cocinas, pero encontró las puertas cerradas. Golpeó con el puño, llamó, bramó, y al final oyó una voz que decía:
– ¡Volved mañana, está cerrado!
Decepcionado, se acostó en uno de los divanes de la planta baja; se despertó al alba, con los miembros doloridos y la cabeza sobre el hombro de otro aprendiz de la milicia que, en su caso, no había conseguido superar el segundo piso.
– Si quieres un poco de ayuda -le dijo Morgennes-, puedo ofrecértela…
El hombre le dirigió un gesto desdeñoso y soltó, en un dialecto franco con vocablos nórdicos:
– ¡Prefiero fracasar solo que triunfar contigo!
– Muy bien -le dijo Morgennes-. Como quieras.
Volvió a salir en dirección a las cocinas, donde nos encontramos de nuevo. Yo aproveché para informarle de las increíbles recetas que había descubierto.
– ¿Sabías que los huevos de hormiga se pueden comer?
– ¿No hay nada sobre el té?
– Por lo que se deduce de las ilustraciones, varias obras abordan esta cuestión; pero están escritas en lenguas que no comprendo…
– Trata de informarte.
Dicho esto, fue a pedir a la intendencia otra bandeja y otra taza de té, pero le replicaron:
– ¿Has traído las de ayer?
– No.
– ¡Entonces ve a buscarlas!
Morgennes recordó que las había dejado justo al pie del diván donde se había tendido para pasar la noche; pero cuando volvió al lugar donde había dormido, habían desaparecido.
– ¡Vaya! Seguramente es ese nórdico de las narices, que me habrá hecho una mala jugada…
Morgennes partió en su busca, y acabó por encontrarle, errando por los corredores del segundo piso. Se dio cuenta de que el nórdico cojeaba, y de que efectivamente llevaba una bandeja y una taza.
– ¡Devuélveme eso! -le dijo Morgennes.
– ¿Cómo? -exclamó el nórdico.
– ¡Es mío!
Y agarró la bandeja que sostenía el nórdico. Pero este último se resistía a soltarla. Para acabar de una vez, Morgennes le descargó un puñetazo en la cara, y el hombre cayó hacia atrás, sujetándose la nariz.
– ¡Ladrón! -le gritó el nórdico.
Luego volvió a bajar a la cocina, donde le dieron, a cambio de su bandeja y su taza, otra bandeja y otra taza. Esta vez Morgennes no perdió tiempo explorando los rincones del palacio, y partió enseguida en dirección al faro. Por desgracia, cuando llegó al nivel del jardín, corrió tan deprisa que tropezó con una raíz y cayó cuan largo era al suelo; el té se volcó entre la hierba y las flores.
– ¡No precipitarse nunca, claro! -masculló levantándose, con la rodilla dolorida.
Entonces volvió a bajar, con la bandeja y la taza sujetadas firmemente, y se presentó de nuevo en las cocinas, donde le entregaron otra taza y otra bandeja a cambio de las que llevaba.
Esta vez subió con cuidado, pero sin ir tampoco demasiado despacio, para que el té no se enfriara. Le habría gustado coger algo en la cocina para poder prepararlo él mismo, pero se dijo que le acusarían una vez más de no seguir las normas. Por desgracia, cuando se presentó en lo alto del faro, se dio cuenta de que Colomán no estaba allí. Solo había un esclavo, armado con una escoba, que estaba haciendo limpieza.
– ¿Dónde está Colomán? -preguntó Morgennes.
– ¡Y cómo voy a saberlo! -dijo el otro, encogiéndose de hombros.
– ¡Malditas pruebas! -estalló Morgennes-. ¡Es imposible pasarlas! ¡Ni siquiera hay reglas!
Se sentía como un miserable sirviente del que todos se burlan siempre que quieren y al que atormentan solo por diversión. Morgennes comprendía mejor ahora lo que sienten las moscas a las que los niños se entretienen en arrancar las alas, muy despacio.
De pronto una pregunta cruzó por su mente. Ese té, ¿qué sabor tendría?
Se llevó la taza a la boca y tomó un trago, otro más, y luego apuró todo el líquido. Un dulce calor le llenó el estómago. Un calor que aumentó de forma brutal y que rápidamente se hizo intolerable. Retorciéndose de dolor, Morgennes se desplomó en el suelo, donde, a causa de la fiebre, cayó en un profundo coma.
La muerte no está tan cerca de mí como supones.
Chrétien de Troyes,
Perceval o El cuento del Grial
«Sueño. Se está bien, hace calor. Estoy sumergido en un agua púrpura donde respiro sin dificultad. Pero alguien viene hacia mí. No tengo miedo, porque soy yo. Me acerco a mí y me acaricio la mejilla. ¡Qué agradable!
»Pero ¿qué ocurre?
»¡No, aún no!
»¡No quiero salir!
»¡No solo!
»¡No sin ella!»
Morgennes escupió un poco de agua y abrió los ojos.
– ¿Dónde estoy? -preguntó.
– Todo va bien -dije-. Estás conmigo.
– ¿Y ella?
– ¿Quién es «ella»?
– ¿«Ella»? ¿Eso he dicho?
– Sí.
– Ya no lo sé.
Cerró los ojos y cayó de nuevo en una especie de coma, pero esta vez estaba más próximo del sueño que de la letargia. ¿Cuánto tiempo durmió así? No sabría decirlo. ¿Un mes? ¿Seis meses? ¿Un año?
Yo fui el encargado de ocuparme de él.
Me lo habían traído, tendido sobre unas parihuelas, y Colomán había declarado:
– Ha tocado lo intocable y ha violado mi propiedad. Tiene grandes cualidades, no cabe duda. Pero hay algo femenino en él. Se diría que le cuesta obedecer las órdenes… Un buen soldado debe aprender a conocer los límites, y a no sobrepasarlos.
– Es tan curioso…
– Sí, una buena cualidad realmente. Pero es preciso que aprenda disciplina.
Desde ese instante, velé por Morgennes como se vela por un hermano, o mejor dicho -sí, debo confesároslo-, por un hijo. Le pasaba una esponja de agua fría por la frente, para refrescarle, y le daba un poco de sopa -en las raras ocasiones en las que salía de su estado letárgico-. Solo había tragado un poco de té, y sin embargo, sus pulmones habían devuelto tanta agua como si se hubiera ahogado. ¿Sería de naturaleza mágica el mal que le afectaba?
Colomán me había dicho:
– El remedio que buscas está en estos libros. Encuéntralo. De otro modo, morirá.
Los libros a los que se refería eran los escritos en chino -para entonces me había enterado de que aquello era chino-. Pero yo no entendía una palabra, y evidentemente no había ningún chino en las cocinas. De manera que decidí armarme de paciencia y esperé, rezando por que Morgennes no muriera. ¿Qué había ingerido? ¿Qué era aquella sustancia? Más adelante sabría que se trataba de una bebida llamada «té de los dragones», elaborada a partir de setas de los pantanos. Morgennes debería haber muerto, porque aquellos que la beben, aunque solo sea un trago, sin haber realizado antes una larga preparación ingiriendo contravenenos, mueren en la hora siguiente sufriendo atrozmente. Pero él no murió.
Cuando Morgennes se despertó, le encontré cambiado. Había algo en su mirada que parecía diferente. Un brillo había cruzado por ella. Lo primero que me dijo al despertar fue:
– Vayámonos de aquí, ya estoy harto.
– Pero le entregaste tu vida.
– ¡Vayámonos!
– No. Me niego. Es demasiado peligroso. Primero tienes que acabar tu entrenamiento.
Morgennes se encerró en el silencio, y yo le dejé en paz. Así pasaron varios días, sin que abriera la boca excepto para tragar algo y recuperar las fuerzas. Su primera sonrisa fue para Cocotte, que había recobrado su plumaje rojo y oro.
– ¿Ha puesto huevos? -me preguntó Morgennes.
– No, sigue igual…
– Y tú, ¿cómo te sientes?
– Cansado.
Desde hacía tiempo tenía una especie de náuseas, pero no me atrevía a hablarle de ello.
– Bien -dijo levantándose de un salto-. Estoy de acuerdo contigo. ¡Solo nos iremos de aquí si triunfo en mi empeño!
– No -respondí yo-. ¡Nos iremos de aquí cuando triunfes!
Dicho y hecho: Morgennes se dirigió inmediatamente a las cocinas y pidió una bandeja y una taza a una anciana, la única mujer que trabajaba allí. Sin duda era la mujer a la que había aludido hacía tiempo Colomán.
– ¡Y dadme también la tetera!
La intendente juntó las manos bajo el rostro y a continuación bajó la cabeza, mascullando algunas palabras en una lengua extranjera.
– ¿Qué lengua es esa? -preguntó Morgennes.
– Es chino -respondió ella-. Quiere decir: «¡Con mucho gusto!».
– ¿De modo que sois china?
– No.
– Pero ¿habláis chino?
– Sí.
– ¿Podríais enseñar el chino a mi amigo?
– Sí.
– ¡Gracias!
La anciana repitió su reverencia, y dijo una vez más en chino: «¡Con mucho gusto!».
Morgennes le devolvió el saludo y se alejó en dirección a la escalera. Antes de subir, se detuvo junto al maestro cocinero y le preguntó:
– ¿Dónde hay que servir el té?
– En el jardín de invierno. Lo encontrarás fuera, frente al Bósforo.
Morgennes salió rápidamente y se echó a reír.
– ¡Informarse siempre sobre la misión encomendada! ¡Partir bien equipado! ¡Y reactualizar las órdenes!
No tuvo ningún problema para encontrar el jardín de invierno, que efectivamente daba a las orillas del Bósforo. Allí Colomán tomaba el fresco tendido en una tumbona. Poniendo en práctica lo que había aprendido, a mantener el silencio y a moverse furtivamente -un buen sirviente siempre debe ser discreto-, Morgennes consiguió acercarse a menos de una pulgada del poderoso megaduque sin hacerse notar. Si hubiera querido, habría podido cortarle la yugular. O eso creía, porque en ese momento Colomán le dijo sin volverse:
– Has olvidado dos factores importantes.
– ¿Cuáles? -preguntó Morgennes.
– El olor y el calor del té. Mi corazón ha palpitado diez veces desde que he olido el primero, y he sentido el segundo un poco más tarde. Pero, por lo demás, solo tengo una cosa que decirte: ¡Bravo! Has hecho un buen trabajo…
Morgennes vertió el contenido de la tetera en la taza y se la dio a Colomán, que mojó los labios en el té:
– ¡Perfecto! Ahora, dime: ¿has aprendido mucho?
– Muchísimo -dijo Morgennes-. Pero sobre todo…
– ¿Sí?
– ¡Que si uno quiere estar bien servido, lo mejor es que haga las cosas él mismo!
– Excelente. Me alegro de que hayas salido airoso. Pero no me sorprende. En fin, ya estás maduro para ascender de rango. Te nombro intendente.
– ¿Y en qué consiste eso?
– En una primera etapa, en recoger las posibles bandejas y tazas de té abandonadas en la planta baja, o en retirarlas de las manos de su legítimo propietario si este se ha dormido… ¿Comprendes lo que quiero decir?
– Muy bien -dijo Morgennes, que comprendió entonces que si su taza y su bandeja habían desaparecido durante aquella noche, había sido simplemente porque un intendente se las había llevado sin despertarle.
– El sirviente a quien rompiste la nariz no tenía nada que ver con la desaparición de tus cosas -dijo Colomán.
– Seguro que debe de estar furioso conmigo. Me gustaría ir a presentarle mis excusas.
– Será difícil, porque ya no está aquí. Ha recorrido un largo camino desde tu llegada. Sobre todo desde tu largo sueño.
– ¿Dónde puedo encontrarle?
– Temo que no estés, por el momento, autorizado a acercarte a él. Su majestad el emperador Manuel Comneno, basileo de los griegos, le ha tomado a su servicio.
– ¿Y yo? ¿Le serviré algún día?
– Cuando estés preparado.
– Una última pregunta, si me lo permitís.
– Habla.
– ¿Cómo se llama este sirviente? -Kunar Sell.
Morgennes salió trotando en dirección a las cocinas, mientras repetía ese nombre: «Kunar Sell». Una vez más, tenía el presentimiento de que sus destinos estaban entrelazados. ¿Se engañaba? Por alguna razón que no llegaba a explicarse, le parecía indispensable ir a presentar sus excusas a este hombre.
Pero las semanas pasaron sin que encontrara tiempo para hacerlo. Morgennes redoblaba sus esfuerzos y su sagacidad para cumplir del mejor modo cada uno de sus numerosos deberes. Una de sus tareas consistía en dirigir el servicio de los festines ofrecidos a los recién llegados, en el curso de los cuales se servían más de un centenar de platos. A decir verdad, Morgennes hacía algo más que dirigirlos; porque él mismo llevaba a la terraza donde se celebraba el banquete más de la mitad de todo lo que debía subirse: es decir, más de una cincuentena de platos, bandejas, calderos y marmitas.
Unos meses más tarde lo ascendieron finalmente al rango de cocinero aprendiz, y lo asignaron al departamento de Aliños, Condimentos y Aromas. Allí, bajo la férula de un maestro de especias -que no era otra que la anciana que hablaba chino y de la que habíamos sabido que se llamaba Shyam-, aprendió a dosificar las especias. Pronto se convirtió en un experto en el arte de ajustar el gengibre, la canela, el azafrán, la nuez moscada, el macis, la mejorana y la cubeba. Aprendió que el azúcar no solo servía para curar a los enfermos, sino que también podía consumirse directamente o añadirse a la leche para endulzarla. Y con inmensa sorpresa descubrió que determinadas mezclas de especias podían matar o curar, paralizar, obligar a un individuo a hablar contra su voluntad, borrar la memoria, devolver el brío a aquellos que lo habían perdido, agotar, revigorizar; en definitiva, los efectos eran tan numerosos que aún había que elaborar la lista de todos ellos. (La que contenían los pergaminos que yo consultaba era muy incompleta, aunque incluía varios cientos de posibilidades.)
Pero si había una cosa que Morgennes soñaba con aprender era a hacer cocer la pimienta como su maestra de especias. Shyam la preparaba de un modo que no se parecía a ningún otro y sacaba de ella prácticamente todo lo que quería. En particular, muchas explosiones, con o sin nube de humo, y de una potencia más o menos importante según la cantidad y el tipo de pimienta empleado. Por desgracia, la anciana se negaba a compartir su arte con nadie.
– ¡Ningún extranjero tiene derecho a saberlo! -declaraba imperturbable.
Además, Shyam nos enseñó a leer y a hablar en chino.
Gracias a ella, pude sumergirme en los libros de cocina de la gran biblioteca. Descubrí, con gran sorpresa, que muchas de estas obras no trataban de cocina, sino que contenían métodos destinados a aprender las lenguas extranjeras. Así aprendimos la «lengua del desierto», que hablan los beduinos, así como un antiguo dialecto procedente de los Cárpatos: la «antigua lengua de los vampiros».
Un día, mientras platicábamos en dialecto provenzal (uno de los numerosos dialectos en los que nos expresábamos a veces), Shyam nos preguntó:
– ¿Podríais enseñarme esta lengua?
– Desde luego -respondí yo-. Pero me gustaría haceros una pregunta. Cuando Morgennes estaba moribundo y yo os pregunté si había algún chino en las cocinas, ¿por qué no me dijisteis nada?
– Vos habláis la lengua de oc. Y sin embargo, si yo os hubiera preguntado: «¿Hay algún tolosano aquí?», ¿me habríais respondido «sí»?
– No, claro.
– Pues bien, ya tenéis la respuesta. El hecho de que hable chino no me convierte en una china…
Y después de una pausa, añadió dirigiéndose a Morgennes:
– Igual que saber montar a caballo o utilizar una lanza no convierte a un hombre en un caballero.
Desconcertados, pero comprendiendo lo que quería decir, nos prometimos que prestaríamos más atención a sus palabras, y le enseñamos el provenzal -no sin preguntarnos por qué querría aprenderlo.
Llegó un día en el que Morgennes pasó a convertirse en asador y en el que por fin le enseñaron a manejar la pica. Más tarde tuvo derecho a utilizar tenedores y cuchillos para cortar la carne; posteriormente aprendió el manejo de la espada a dos manos, de la espada bastarda, del estoque, la daga y el machete -que manejaba indiferentemente solos o con otra arma, con la mano derecha, con la izquierda, con un escudo, una adarga o una rodela-, y de los movimientos de la capa, cuando tenía una.
Después de convertirse en descuartizador, y luego en carnicero, Morgennes estudió la anatomía del ser humano; al principio, a partir de la de las vacas y los cerdos.
– Porque son nuestros vecinos más próximos -le dijo Colomán.
Así, aprendió a desangrar al enemigo, a causarle dolor, a dejarlo inconsciente, paralizarlo, lisiarlo, y para acabar, a enviarlo ad patres. Pero también se familiarizó con las numerosas técnicas que permitían ablandar la carne con ayuda de una maza, de un garrote, una matraca, un martillo, o simplemente de su puño. Luego le inculcaron el arte de ejecutar con sus armas toda clase de paradas, amagos y cabriolas, utilizando el mandoble y la estocada, golpeando por alto, por bajo y, claro está, por sorpresa.
Y llegó por fin el día tan esperado en el que Colomán anunció a Morgennes:
– Ahora que sabes perforar las mejores armaduras, doblar los escudos, hundir los yelmos, pasar tu lanza por el extremo de una anilla colgada de un hilo y cortar una flor con la punta de tu daga (y todo eso a galope tendido), ¡ya estás a punto para el servicio!
– ¿A galope tendido? ¡Pero si nunca he montado a caballo!
– ¡No te engañes! ¡Tú has hecho algo mejor! ¿Recuerdas a las numerosas esclavas con las que has pasado tantas noches?
– Desde luego -dijo Morgennes.
– Pues bien, las ha habido jóvenes y salvajes, altas, gordas y pesadas, negras, blancas y morenas, estaban las que forcejeaban, las que pateaban, las que se precipitaban y te acogían con la grupa en tensión… Por lo que sé, en materia de monturas, puede decirse que has montado un poco de todo; has cabalgado igualmente bien por detrás y de costado, por arriba y por abajo, cambiando de posición según te apetecía y conduciéndolas a tu capricho adonde querías llevarlas. A derecha, a izquierda, de frente, arriba, abajo, y todo eso sin silla, estribos ni riendas… Quien cabalga a las mujeres no tiene nada que temer de los caballos, porque no hay montura más exigente y difícil que ellas (excepto tal vez una joven yegua…). Porque dime, ¿no sabes pasar acaso en plena carrera de una a otra? ¿Bascular de su lomo a su vientre? Créeme, estás preparado, más que preparado.
Colomán juntó las manos y hundió su mirada en la de Morgennes.
– Ya eras maestro en el arte de disfrazarte y de hacerte pasar por otros. Ahora que sabes combatir, montar a caballo, en camello y en todo lo que se puede montar, que el lenguaje de los marineros, los obreros, los talladores de piedra y los ujieres no tiene ya secretos para ti, y que sabes abrir todo lo que normalmente está cerrado (hablo tanto de los cofres como de las conciencias), ha llegado el momento de someterte a la prueba…
Colomán descruzó las manos y sacó del interior de una de sus mangas un rollo de pergamino cerrado con un sello de oro.
– ¿Qué es? -preguntó Morgennes.
– Lo abrirás fuera. Ni siquiera yo tengo derecho a conocer su contenido. Se trata de una crisóbula imperial: ¡tu primera misión!
Morgennes cogió la crisóbula que le tendía Colomán, le saludó y abandonó el palacio. Una vez fuera, le pareció que el cielo, la vida en el exterior, era completamente distinto a lo que le había sido dado contemplar durante los años pasados aprendiendo su oficio -si puede decirse que ser mercenario es un oficio.
– ¡Cómo ha cambiado el mundo! -dijo Morgennes mirando hacia Constantinopla.
– ¿El mundo? -dije-. No. Has sido tú quien ha cambiado.
Sin escucharme, rompió el sello imperial y leyó su orden de misión.
¿Dónde están los dioses?
¿Dónde está la palabra dada?
¿Los has olvidado ya?
Chrétien de Troyes,
Filomena
– Pronto cumpliré treinta años -me dijo Morgennes una noche-. Y hasta el presente, ¿qué he hecho? Robar la joroba a jorobados para llevarla a los mercaderes de talismanes. Desenterrar los huesos de reyes muertos antes de la venida de Cristo para que no tengan ni un más allá ni una sepultura. Encontrar a doce vírgenes de doce años (como Atenea), con los cabellos de oro y los ojos garzos, para deslizarías entre las sábanas del emperador. Dar con el único viejo apergaminado, y tuerto por añadidura, que no tenía ni un solo cabello blanco en la cabeza. Desollar vivos a una quincena de grandes lobos, y soltarlos luego en un pueblo para hacer huir a sus habitantes. Encontrar una nidada de ansarones para que la nobleza de Bizancio pueda secarse con su plumón.
»¿Y todo eso con qué objetivo? Porque me he comprometido a servir a Colomán «durante toda mi vida». Yo, que soñaba con ser armado caballero, solo soy un vil asesino a sueldo. La mano de otro. Y aún, su mano izquierda… ¿Recuerdas aquellos extraños navíos desprovistos de velas que hicimos naufragar en las costas dálmatas? ¿Aquellas mujeres y aquellos niños que nos suplicaban que los sacáramos del agua, mientras nosotros concentrábamos nuestros esfuerzos en ese maldito cofre de ébano para transportarlo a tierra? ¿Cuántos ahogados por el contenido de un cofre del que no sabíamos nada? ¿Recuerdas el Tíber, que emponzoñamos para que infestara Roma y la peste se extendiera por la ciudad? ¿Cuántos muertos? ¿Y a esa joven y bella reina, cuya escolta aniquilamos cuando la devolvía a casa de sus padres? ¿Cuántas veces fue violada por los leprosos a los que la entregamos porque el emperador así lo quería? ¿Ya has olvidado el Libro del tiempo, esa obra fabulosa arrancada de los dedos ensangrentados de su propietario legítimo para que formara parte de la biblioteca imperial? ¿Y esa maldita partitura, que servía -según decían- para atraer a los dragones, robada a un músico que soñaba con tocarla y que había pasado toda su vida componiéndola? ¿No estás asqueado? ¿No tienes bastante ya? ¿No tienes ganas de gritar: "Dios, ¿cuándo dejarás de burlarte de nosotros?"?
»Sé que acabaré en el infierno, porque quise hacerme soldado, e incluso algo peor. Pero ¿y tú? ¿No vales tú más que eso? ¿No te preguntas: "Morgennes, ¿dónde estás? ¿Adónde nos has arrastrado?"?
»Pareces esperar un desenlace. Pero no habrá desenlace. La vida nunca lo tiene. Dime, pues, ¿dónde está la fe? ¿Dónde está nuestra humanidad? ¿Dónde están el amor, la verdad y la amistad? ¿Nuestras alegres francachelas, nuestros banquetes, nuestras veladas? ¿Y el temor de Dios?
»¿Se han esfumado?
»Chrétien, de verdad te digo que todo esto tiene un precio. Y tendremos que pagarlo.
»Ya no me reconozco. ¡Mírame! ¿Qué sé hacer ahora, aparte de descuartizar, golpear, morder, esquivar, aplastar, aniquilar y asesinar?
»¡Sé renegar! Es el único campo en el que sobresalgo.
»Ha llegado el momento de quitarme la máscara y de mostrar mi verdadero rostro.
»El de una serpiente.
»Pero no. Es demasiado tarde. Porque estoy maldito, igual que esa armadura bermeja. ¿Acaso no llevó a la muerte a su antiguo propietario? ¿Y su semental, Iblis, no descubrimos lo que su nombre significaba en árabe? ¡El Diablo! Lo tengo entre mis muslos, y sin embargo es él quien me cabalga. Creo que para nosotros ha llegado el momento de volver a Palestina y de ir a presentarnos ante Amaury de Jerusalén.
»¿Me armará caballero? ¿Me convertirá en el orgulloso y noble guerrero con el que sueño ser?
»No.
»Solo yo tengo este poder.
»Soy yo quien debe probar, no que puedo serlo, sino que lo soy ya.
»Pero si soy un nuevo Hércules, ¿dónde está mi Hidra de Lerna? Y si soy un segundo san Jorge, ¿dónde está mi dragón?
»Vamos, una última aventura aún, una última misión… La decimotercera. Aceptémosla. Sí, aceptemos ir a matar a ese misterioso Preste Juan, en su país de fronteras guardadas por dragones. ¿Quién sabe si después no me tendrán al fin por el mejor caballero del mundo? Pero antes vayamos a visitar a esas tres brujas a las que robé el único ojo, la única oreja y el único diente que compartían… Pidámosles consejo, aunque ya oigo a la primera murmurar:
»-¡Misericordia!
»A la segunda decir:
»-¡Al Paraíso!
»Y a la tercera bramar:
»-¡Paenitentia!
»Ven, Chrétien, ven. La aurora de dedos rosados nos expulsa hacia Oriente. ¡Escucha cantar a Homero! Ha llegado el momento de partir.