Nadie hubiera podido adivinar, en efecto, que en este lugar
se encontrara una puerta que, cerrada, permanecía
perfectamente oculta y era invisible.
Chrétien de Troyes,
Cligès
Guillermo de Tiro se encontraba en su biblioteca, donde se pasaba los días consultando montones de obras desde que Amaury le había encargado que encontrara a la verdadera Crucífera. De pronto, una sombra cruzó la página que estaba leyendo. Creyendo que su vela se había apagado, levantó la cabeza. En ese momento, un viento frío le arañó la espalda, y su sillón y su mesa se pusieron a temblar. Temiendo que un espíritu maligno se hubiera introducido en la habitación, Guillermo empuñó su bastón con cabeza de dragón y lanzó un potente golpe, que se perdió en el vacío.
– ¡Nada!
Nada, excepto que acababa de derribar su vela. En el momento en el que la llama se apagaba, el suelo se agitó con una violenta sacudida. Tan violenta que Guillermo tuvo que agarrarse al escritorio para no caer, mientras en torno a él pergaminos, papeles y palimpsestos rodaban fuera de sus compartimientos, cajones y estanterías para esparcirse por el suelo en un triste revoltijo.
– Como si no hubiera bastante desorden -dijo Guillermo en voz alta para tranquilizarse.
Hubo un momento de calma, durante el cual reinó la oscuridad. Luego un viento helado recorrió la habitación, levantó la masa de papeles que yacían sobre el pavimento y los envió girando en torbellinos alrededor de Guillermo.
– ¡Por san Jorge! -exclamó este, aferrándose aún con más fuerza a su escritorio.
Una nueva sacudida sucedió a la primera, como si esta solo hubiera sido un aperitivo y la otra, el plato fuerte. Como un cuerpo viejo sometido a una dura prueba, la iglesia de Tiro crujió, gimió, aulló, pero no se rompió. Los muros se agrietaron, una parte del techo se derrumbó, el suelo se entreabrió, pero el armazón resistió el embate.
En la ciudad, a juzgar por los gritos que llegaban a oídos de Guillermo, no habían tenido tanta suerte; los lamentos de los hombres se mezclaban con los sollozos de las mujeres, los berridos de los niños con el estruendo de los edificios, en un anuncio de agonía, miseria y muerte.
– ¿El Apocalipsis? -se preguntó Guillermo.
Pero allí, agarrado a su escritorio, no encontraba respuesta. Una nube de polvo lo envolvió, por lo que juzgó preferible no quedarse. Pero ¿adónde podía ir?
– ¡Señor, ilumíname! -rogó, tosiendo.
Y Dios le respondió. Una fisura apareció en una de las paredes de su scriptorium, y un hilo, y luego un rayo de luz, inundó la habitación.
– ¡Aleluya! -exclamó Guillermo.
Sin soltar su precioso bastón, se arrastró hacia la fisura, que no dejaba de crecer, y por donde penetraba, iluminando la habitación, el resplandor de lo que él creyó que era un incendio. Pero aquello no era un incendio. Allí, en una habitación secreta, había un atril con un libro abierto, ¡un libro en llamas!
Guillermo se estremeció de horror y corrió a salvar la obra, pero se quemó los dedos al tocarla. Tras recuperar el aliento, se persignó y pronunció un doble paternóster. Las sacudidas -coincidencia turbadora- cesaron de repente, y poco a poco volvió la luz.
– ¡Milagro! -exclamó Guillermo-. ¡Gracias te sean dadas, a ti, oh Dios Todopoderoso!
Fuera, el sol brillaba con ardor renovado. Deseoso de hacerse perdonar, el astro volvía a calentar la tierra entumecida por el invierno, expulsando con sus rayos esa extraña y breve noche en la que había reinado una luna diabólica. La Cabeza y la Cola del Dragón, después de haberse besado, se separaban de nuevo. ¿Por cuánto tiempo?
– Ya lo veremos más tarde -se dijo Guillermo.
Ansioso por estudiar su descubrimiento, observó el libro en llamas. Un intenso calor se desprendía de él, y cuando Guillermo acercó de nuevo la mano, se quemó por segunda vez.
– ¡Imbécil! -se amonestó a sí mismo-. Pero ¿por qué el atril no arde? ¿Estará hecho de gofer? Dicen que esta madera es resistente al fuego.
Cogiendo una pequeña pluma blanca que oportunamente había ido a posarse sobre su escritorio, Guillermo la lanzó a las llamas, donde se carbonizó al instante.
– Interesante…
Sin perder la calma, apoyó el mentón en su bastón y reflexionó. Entonces se dio cuenta de que el techo de la pequeña alcoba no se había ennegrecido con las llamas del libro, lo que era absolutamente inusual.
– Muy interesante.
Además, el libro no se consumía.
– ¡Realmente interesante, sí!
Aquel no era un fuego normal.
– Probablemente el guardián del libro…
Sus ojos se habían acostumbrado por fin a la luz, y Guillermo miró alrededor y constató que las paredes, la bóveda y el suelo de la pequeña habitación eran cóncavos, como el interior de un huevo. Y lo que era aún más sorprendente, estaban totalmente decoradas. Había un mapa pintado, al estilo antiguo. Guillermo creyó reconocer, a la altura de su cabeza, a su derecha, una representación del Mediterráneo. De hecho, todo el mundo aparecía desplegado en él, y Guillermo lo contempló durante largos minutos, antes de colocar el dedo sobre su ciudad, Tiro, y de seguir un itinerario punteado que conducía desde allí hasta… Lydda: la ciudad donde había sido inhumado san Jorge, aunque nadie sabía dónde exactamente. A pesar de que entretanto se habían descubierto varias falsas tumbas; por desgracia, ninguna de ellas contenía a Crucífera -suponiendo que esta reposara junto a su difunto propietario.
Guillermo acababa de descifrar una inscripción en griego, justo sobre Lydda, en los arrabales de la ciudad. Una inscripción misteriosamente adornada con una cruz.
– ¡Por la Santa Iglesia! -exclamó.
Cerró los ojos, preguntándose por qué ahora. ¿Por qué aquí, y por qué él? Pues aquel era un descubrimiento increíble, capaz de dar -por fin- un vuelco a la historia que sería favorable a los francos.
Alejandro Magno, que según la leyenda había ordenado que se fabricara la espada Crucífera siguiendo procedimientos que, incluso en sus tiempos, eran ya muy antiguos y misteriosos, había llegado en su época a Tiro. ¿Era posible que hubiera ordenado igualmente la edificación de esta extraña alcoba en forma de huevó y del edificio que ahora hacía de iglesia?
No era imposible.
Porque ¿de qué época databa? Los cimientos del edificio eran muy anteriores a la venida de Cristo, eso era evidente. En cuanto a la iglesia de Tiro propiamente dicha, había sido una de las primeras de la cristiandad. Hasta el presente, el templo había resistido bastante bien a la historia y a las inclemencias del tiempo, pero había tenido que sufrir, como todos los lugares de culto de la región, varios saqueos y tentativas de incendio. Que unos sacerdotes hubieran decidido, en otro tiempo, emparedar este nicho no tenía nada de extraordinario. Probablemente habían querido poner a buen recaudo sus tesoros.
¿Y qué tesoros eran esos? Un mapa y un libro.
El mapa indicaba el emplazamiento de la tumba del principal héroe de la cristiandad, y sin duda otras muchas cosas; en cuanto al libro…
– Bah -se dijo Guillermo volviendo a abrir los ojos, con una leve sonrisa en los labios-. Más tarde tendremos todo el tiempo del mundo para estudiarlo en detalle.
Siempre que encontrara un medio de resistir a las llamas… Enseguida volvió a pensar en Morgennes y recordó que yo le había contado cómo había cogido, en Arras, un espetón al rojo.
El único problema era que Morgennes estaba muerto.
En ese momento un ruido de cascos de caballos y de puños golpeando contra la puerta resonó en el scriptorium. Guillermo se volvió precipitadamente y corrió hacia la entrada.
– Sellad esta puerta -ordenó a los acólitos que habían ido a interesarse por su suerte-. ¡Que la vigilen día y noche! Y que nadie entre en esta habitación bajo ningún pretexto.
Hablaba, claro está, de su scriptorium. El asunto era demasiado grave para confiarlo a un subordinado. Sobre todo, debía informar al rey.
¡Y rápido!
Por eso, a pesar de su dolor y con gran sorpresa de sus administrados, no dio ninguna muestra de pesar ante los habitantes de la ciudad, duramente castigados por el seísmo.
Y llegados a este punto, mientras Guillermo cabalga a galope tendido hacia el Krak de los Caballeros, donde el rey se ha refugiado -mientras desinfectan su palacio-, se impone un paréntesis.
Tengo que hablaros de ese día a la vez funesto y feliz, de ese 23 de diciembre de 1169, en el que se produjeron varios acontecimientos de una importancia capital para el desarrollo de nuestra historia. Cuatro acontecimientos de los que realmente es imposible decir cuál se produjo en primer lugar, y si alguno de ellos fue la causa de los otros tres.
Antes de comentarlos en detalle, empezaré por enumerarlos rápidamente en el orden que me plazca, que será, en este caso, según el número de personas que los vivieron; de mayor a menor.
Primer acontecimiento: un eclipse. Apenas acababan de tocar a tercias cuando la luna se tragó al sol. La tierra quedó sumergida en la oscuridad durante varios minutos, durante los cuales el suelo tembló; y este es el segundo acontecimiento.
Un seísmo de una potencia considerable hizo estragos en Tierra Santa, dejando innumerables víctimas y causando terribles daños, pero respetando a una joven mamá que en ese momento daba a luz a su hijo; y este es el tercer acontecimiento.
Se desarrollaba en El Cairo, donde bajo la docta supervisión de Moisés Maimónides, Guyana sufría para traer a su hijo al mundo. Después de varios días de agotador esfuerzo, la hija de Morgennes nació por fin. Moisés Maimónides, que nunca había asistido a un fenómeno como aquel, explicó tiempo después que la pequeña Casiopea, tras haber permanecido en el vientre de su madre durante un tiempo increíble, había salido tan rápidamente que parecía que la hubiesen expulsado de un puntapié.
Cuarto y último acontecimiento: en la costa oriental, Gargano había golpeado el suelo con el pie.
Pero ¿se había producido todo esto tal vez en otro orden, y por qué no, en el inverso al que acabo de enunciar? Cada uno es libre de decidir en uno u otro sentido. Por mi parte, yo no me pronunciaré, por más que piense que Gargano sufrió la influencia de las estrellas: las de las bóvedas cuajadas de diamantes cuyos accesos acababa de sellar, conforme a la promesa hecha a los murciélagos.
Guillermo no sabía nada de estos dos últimos acontecimientos. Para él, Morgennes y Chawar estaban muertos, igual que Galet el Calvo, Dodin el Salvaje, la «mujer que no existe» y otros muchos valerosos personajes cuyos destinos se habían mezclado al del rey y al suyo propio. El único que no estaba muerto, por lo que sabía, era Palamedes, ese estafador que, una vez más, había tratado de engañarles, a Amaury y a él, para lanzarles contra un Egipto ahora partidario de Saladino.
Pero siempre quedaba una esperanza. Porque Saladino no era Nur al-Din, el sultán de Damasco. Y de hecho, este último desconfiaba del joven visir, cuyo ascenso había sido demasiado rápido según su opinión y que amenazaba con eclipsar al glorioso linaje que Nur al-Din y su padre habían tardado tantos años en establecer.
«Pero si tenemos a Crucífera -pensó Guillermo-, todo puede cambiar. Si esta espada es realmente la de san Jorge y tiene los fabulosos poderes que los antiguos le otorgaban, el curso de los acontecimientos puede invertirse. Egipto aún podría ser reconquistada, siempre que se actúe con discernimiento. Con Egipto en manos de los francos, Damasco no tardará en caer. Y después de Damasco, será Bagdad. Los francos ya no tendrán nada que temer. Pero, para esto, primero se necesita un rey, un rey con una autoridad incontestable. Necesitamos a Crucífera.»
Guillermo lanzó su montura a todo galope hacia el levante. Atravesaba lo que ya era solo una sucesión de ruinas y pueblos devastados, pero no los veía. Su objetivo era el Krak de los Caballeros, castigado también con dureza por el seísmo.
Le veían pasar como una flecha, sin detenerse. Nunca un caballo había ido tan rápido. ¡Parecía el mismísimo Diablo! Los hombres se santiguaban estremeciéndose, seguros de que la tierra se había abierto solo para dejarle salir, y volvían a santiguarse cuando a su estela llegaba -un poco más tarde- un grupo de hombres enmascarados.
Estos preguntaban, en una lengua con un acento marcadamente árabe:
– ¿Habéis visto a un jinete? ¿Hacia dónde iba?
Invariablemente los campesinos respondían tendiendo el brazo hacia el oriente, hacia el lugar donde se dirigía Guillermo. «¿Cómo es -se preguntaban los campesinos- que estos demonios no saben adónde va su amo?»
Entonces los jinetes -montados en yeguas alazanas de poca alzada, corceles rápidos muy apreciados por los musulmanes- volvían a marcharse tan rápido como habían llegado, no sin cortar antes el brazo a aquel que les había indicado el camino, mientras explicaban:
– ¡Te lo pensarás dos veces antes de indicar el camino a nadie que no seamos nosotros! ¡Y procura mantener quieta la lengua, o te la cortaremos también!
Así, el temblor de tierra y el paso de Guillermo iban acompañados, para los campesinos, de una nueva calamidad: un brazo cortado, cuando hacían falta tantos brazos.
Guillermo, por su parte, ignoraba que le espiaban. Ya hacía meses que soldados pertenecientes a una unidad de élite recientemente creada por Saladino le tenían vigilado. Esta unidad se llamaba Yazak, y a su cabeza había sido nombrado, en agradecimiento por sus numerosas hazañas, un noble y valeroso joven: Taqi ad-Din.
Taqi, acompañado por un puñado de soldados, entre los cuales se encontraba Tughril -el antiguo guardia de corps de Shirkuh-, cabalgaba tras las huellas de Guillermo, esperando que este último les condujera hasta Crucífera, que no debía caer bajo ninguna circunstancia en manos de los enemigos del islam, y menos aún en las de los ofitas.
Porque estos -aunque habían sido totalmente aplastados en El Cairo- aún tenían recursos; desde una base secreta, situada en algún lugar del desierto del Sinaí, seguían acosando a los damascenos. Lo que Saladino ignoraba, sin embargo, e ignoraba igualmente Taqi, era hasta qué punto los ofitas eran resistentes y capaces de adaptarse. Sobre todo cuando se trataba de un hijo (Palamedes) dispuesto a vengar a su padre, y sobre todo cuando ese hijo tenía en su poder a una joven (Filomena) capaz de fabricarle prácticamente cualquier artefacto, una mujer para la cual la mecánica no tenía secretos.
Guillermo tiró de las riendas de su montura. Con espuma en la boca y las patas temblorosas, su corcel amenazaba con desplomarse de agotamiento. Agitando bajo el cielo su bastón con cabeza de dragón, Guillermo esperaba que los vigías del Krak le reconocieran y le dejaran acercarse.
El Krak no parecía haber sufrido demasiado. Solo una torre se había derrumbado, provocando un corrimiento de tierras que había engullido los descubrimientos efectuados tiempo atrás pero que había revelado otros tesoros, surgidos de las entrañas del Yebel al-Teladj, y particularmente nuevas osamentas de dragones.
En medio de estas, Amaury estaba desquiciado. Gesticulaba, chillaba, hablaba sin cesar de esa leyenda de la corte del rey Arturo que pretendía que Merlín había predicho a un rey que las desgracias se abatirían sobre él mientras no se desembarazara de los dos dragones que luchaban bajo los cimientos de su castillo.
– Aquí -tartamudeaba Amaury-, no son dos d-d-dragones los que nos plantean problemas, sino decenas. Los árabes tienen toda la razón cuando dicen que el Krak es como un hueso atravesado en su garganta. ¡Esta montaña es peor que un p-p-pollo! Está infestada de huesecillos, ¿verdad, querido?
Y acto seguido dio un ala de pollo al joven chucho que tenía en los brazos. Omega IV se la zampó en un santiamén, y Alfa II, que daba vueltas ladrando a los pies de Amaury, reclamó su parte.
– ¡Majestad! -exclamó Guillermo, llevando su montura hacia el rey.
Guillermo seguía blandiendo su bastón, para que los arqueros del rey no le eligieran como diana. En esa zona se temía sobre todo a la secta de los asesinos, que cada vez se mostraban más atrevidos.
– Guillermo, ¿qué haces aquí? -preguntó Amaury al verle galopar hacia él.
– ¡Un milagro!
– ¡Una calamidad, querrás decir! -¡No, majestad, un milagro! ¡Un milagro, os digo!
Estupefacto, Amaury observó a Guillermo. ¿Acaso el anciano al que había elegido para redactar la crónica de su reino y para educar a su hijo se había vuelto loco?
A imitación de los mejores caballeros del reino, Guillermo saltó de su montura incluso antes de que se hubiera parado, pero al tocar tierra rodó varias veces sobre sí mismo, magullándose seriamente la espalda, las piernas y los hombros.
– Ya no tengo edad para estas tonterías -murmuró para sí, con el cuerpo dolorido.
El rey le ayudó a levantarse y le preguntó: -Pero ¿qué te ocurre? -¡Tenemos que marcharnos, sin demora! -¿Para ir adónde?
– A Lydda. ¡He encontrado la tumba de san Jorge! ¡Sé dónde se encuentra Crucífera!
No tengáis miedo.
Chrétien de Troyes,
Guillermo de Inglaterra
¿Qué es un cementerio? Un lugar en el que se duerme.
La palabra «cementerio» procede del latín coemeterium, que a su vez procede del griego koimeterion, que significa: «lugar donde se duerme». Un cementerio es, en suma, un dormitorio. No es sorprendente, por tanto, que para muchos de mis contemporáneos la muerte se asocie a un largo y profundo sueño, del que uno despertará -a elección-: cuando (1) Él vuelva, (2) para salvar a la patria, (3) en el fin de los tiempos, o bien también, aunque esto es menos glorioso, (4) porque un nigromante le ha forzado a hacerlo. Y no es extraño tampoco que numerosos soberanos hayan deseado que su último dormitorio rivalizara en belleza con los espléndidos palacios en los que se desarrolló su vida.
Así, de las pirámides de Egipto al Santo Sepulcro, pasando por las vastas necrópolis de Roma y los túmulos funerarios de Inglaterra, la historia está plagada de ejemplos de sepulturas mucho más hermosas que las viviendas ordinarias.
Porque el más allá de los reyes es más valioso que el hoy de los campesinos.
Y después de todo, ¿por qué no? ¿Qué hay de indecente en querer desafiar al tiempo? Contemplando estos monumentos, el pueblo admira su porvenir, lo que le sobrevivirá. Los faraones han muerto, pero sus tumbas siguen ahí. Jesús sucumbió, pero la tumba donde lo enterraron -brevemente, es cierto- puede visitarse.
Otros no tienen tumba. Lógicamente, su fallecimiento es objeto de debate. Porque estar muerto es ser colocado en una tumba, y a la inversa. Así ocurrió con el aterrador califa de Egipto al-Hakim, o con ciertos imanes adorados por los chutas. Para vivir siempre, al menos de forma legendaria, es preciso abstenerse de ser enterrado.
Desaparezcamos.
O mejor, compartamos el destino de Alejandro Magno, para quien Tolomeo construyó una tumba prodigiosa que debía conservar sus restos y que nadie ha llegado a descubrir.
¿Qué hay más hermoso que una tumba imaginaria?
¿Una muerte imaginaria?
Amaury galopaba al frente de sus caballeros, con Guillermo y Alexis de Beaujeu pegados a sus talones, tras los cascos de Passelande. Desde que había probado su féretro en el Santo Sepulcro, el rey estaba buscando un epitafio. Algo como: «Duermo. ¡D-d-dejadme en paz!».
Pero ir por fin a hollar la tierra de la tumba de san Jorge, ¡eso sí que era excitante!
– ¡Oh, qué c-c-contento estoy! -gritó al paisaje, sin preocuparse por los campesinos con un brazo cortado con los que se cruzaba a intervalos regulares-. ¡Apresurémonos! -exclamó espoleando a Passelande.
Alexis de Beaujeu, que montaba a Iblis, era el único que no se había distanciado, a pesar de la edad avanzada del semental que le había ofrecido Morgennes. El resto de los caballeros, debido al peso de sus armaduras, al agotamiento de sus corceles, o a ambas cosas a la vez, desaparecían poco a poco en el horizonte, ocultos por las nubes de polvo que levantaban Passelande e Iblis.
– Majestad -dijo Alexis de Beaujeu a Amaury, una vez que lo hubo alcanzado-, deberíais reducir la marcha.
– ¡Vaya idea! -exclamó Amaury-. ¿Y eso por qué?
– No querréis llegar solo a esta tumba, ¿verdad?
– ¿Temes que pueda ofender a san Jorge?
– No, majestad. Solo temo por vuestra vida. Esta región está atestada de espías; no me gustaría que esa tumba fuera, además de la de un santo al que adoro, la de mi soberano.
– Gracias, mi buen Alexis, pero esta «tumba», como dices, es demasiado hermosa p-p-para mí. No moriré en ella, lo sé.
– Sire…
– Además, no es una «tumba», sino un sepulcro.
– Perdón, sire, no comprendo…
– Una «tumba», mi querido Alexis, es buena para el c-c-común de los mortales. Para ti, para mí, una tumba no es más que un cartel sobre un agujero. ¡En cambio, un «se-p-p-pulcro»…! ¡Eso da fama a un hombre! Un sepulcro es un monumento.
Alexis no estaba seguro de haber captado el matiz. Sobre todo no entendía por qué el rey se consideraba tan poco digno de un sepulcro -si era mejor que una tumba.
Luego pensó en Morgennes, cuyo caballo montaba, el caballo que en otro tiempo había sido la montura de Sagremor el Insumiso. Ese mismo Sagremor que, hacía mucho tiempo, casi en otra vida, había sido su señor. El primer caballero al que había servido. «Qué lejos queda todo esto -pensó Alexis-. Qué lejos están los tiempos en los que, mientras lloraba sobre la tumba de mis padres, un fantasma se me apareció para ordenarme que fuera a Tierra Santa.»
Alexis había partido al instante, renunciando a todo. Incluida su herencia. Como primogénito debería haber recibido de su padre un dominio soberbio, una veintena de burgos, vastos bosques abundantes en caza y una decena de lagunas. Sin embargo, lo había abandonado todo y lo había dejado en manos de su hermano menor; aunque más tarde había descubierto que el fantasma era su propio hermano.
Este se había ocultado bajo una sábana y había sabido encontrar las palabras para enviarle a la cruzada, apartándole así de la sucesión. «Qué importa eso -se decía Alexis-. Dios me quería en Tierra Santa. Y ese fantasma, aunque fuera falso, fue el medio que Dios empleó para darme a conocer Su voluntad. Todo está bien.»
En realidad, aparte de Guillermo de Tiro, nadie comprendía mejor a Amaury que Alexis. Pero los dos hombres raramente tenían ocasión de conversar, y ahora aún menos que antes, desde que Alexis de Beaujeu habían entrado en la Orden de los Hospitalarios y le habían destinado al Krak.
Después de varias horas de agotadora cabalgada, la pequeña tropa llegó a las inmediaciones de Lydda. La ciudad había sufrido mucho, como toda la región, por el terremoto. Las fallas habían abierto varios bosquecillos en dos, derribando los árboles y escupiendo finas nubes de polvo al aire seco de finales de diciembre. No se podía respirar sin toser, y durante varios días una tenue película, mezcla de arena y ceniza, se depositaba sobre todo. Habría que esperar al mes de marzo para que una lluvia torrencial lavara aquel desastre. Mientras tanto parecía que estuvieran ante el fin del mundo, con una sensación de sucio, reforzada por la expresión afligida de los miserables con los que se cruzaban por el camino.
Gentes que tendían los brazos para reclamar un pedazo de pan, unos granos de trigo. El alimento del ganado -la cebada y el mijo- era para ellos un verdadero festín. Viendo que se atiborraban con el pienso de los animales, conmovido por su miseria, Amaury ordenó que les entregaran la ración de los caballos.
Finalmente entraron en Lydda, donde se veían casas derruidas y una larga fisura que se extendía desde los arrabales hasta los primeros edificios de la ciudad.
– Es aquí -dijo Guillermo de Tiro, que trataba de hacer coincidir los recuerdos del mapa visto en su scriptorium con lo que tenía ante los ojos.
– Creía que los antiguos nunca construían sus sepulturas dentro de las ciudades -se sorprendió Amaury.
– Así era -dijo Guillermo-. Como dijo Platón: «En ningún lugar las tumbas, tanto si el monumento funerario es considerable como si es mínimo, deben ocupar un emplazamiento que sea propio de la cultura». Pero la ciudad ha crecido. Y además, a la muerte de san Jorge, los cristianos que le habían tratado prefirieron inhumarle ad sanctos, es decir, en el propio seno de la iglesia de Lydda.
Ahora bien, la primera iglesia de Lydda había sido construida sobre los cimientos de un antiguo templo dedicado, como la gran mezquita de Damasco, a Zeus o Júpiter. Alejandro Magno había ordenado que lo edificaran, para de ese modo asegurarse la ayuda del poderoso rey de los dioses. Una buena idea, sin duda, porque en menos de un año Alejandro había conquistado Oriente.
– ¡Es aquí! Mirad -dijo Guillermo.
Realmente se tendría que estar ciego para no ver la pequeña abertura que se recortaba en la tierra, como una fina raja en medio de la capa de cascotes. Lo que había sido enterrado por los años acababa de salir a la luz debido al terremoto. La hendidura parecía el rastro dejado por la quilla de un barco que abandonara la playa para hacerse a la mar. A uno y otro lado, una doble muralla, constituida por las casas que se habían derrumbado, la bordeaba. De pie en los bordes de la llaga, la multitud miraba al rey y a sus hombres, que avanzaban a caballo.
Todo estaba silencioso. Ni siquiera se escuchaban los relinchos de los caballos. Desde lo alto de su funesto pedestal, los habitantes de Lydda se preguntaban qué nueva desgracia acarrearía esta profanación. Viejas locas de mirada huraña seguían al rey, con la baba en los labios, murmurando imprecaciones.
Amaury, que avanzaba bajo sus miradas, no dio orden de ahuyentarlas.
¿Cuánto tiempo hacía que se mantenía apartado de las mujeres? Contó con los dedos. Uno, dos, t-t-tres… Hacía seis años que había pedido que las mantuvieran alejadas de él. Y ahora de nuevo volvía a ver a algunas. Sentía lástima por ellas. Y sobre todo, él mismo se sentía miserable. «Solo he reinado sobre medio reino. Solo soy medio rey.»
Lanzó un profundo suspiro y llegó a la entrada del mausoleo. Un círculo de piedra sellaba la abertura. En su frontón se leía: «Memento mori». Es decir, «No olvides la muerte».
Por una cruel ironía del destino, los árabes llamaban a Amaury «Mori». Así, para un rey tan desamparado como él, en este instante, esta inscripción podía leerse como un «No olvides a Amaury». ¿Sería esta su tumba?
Apoyó la mano sobre la puerta de piedra; pero no se movió.
– ¡Abrid esto! -ordenó a sus hombres, y mandó que atacaran la pesada puerta con el martillo.
Pronto esta cedió, y un estertor surgió del sepulcro. La mayoría de los habitantes que les contemplaban desde los diques de cascotes pusieron pies en polvorosa. Solo unos pocos se quedaron. No por valentía, sino por desesperación. ¿Las paredes de sus casuchas se habían mezclado con las piedras de una tumba? Pues bien, en adelante vivirían aquí. Vivirían y morirían aquí.
– ¡Crucífera, aquí estoy! -murmuró Amaury. Entró el primero en la tumba, con una antorcha en la mano.
Alexis le siguió, luego Guillermo, y luego la decena de hombres de la escolta real.
Empezaron bajando una corta escalera, cuyas paredes estaban adornadas con pinturas que representaban el combate, y luego el martirio, de san Jorge. A la izquierda, san Jorge abandonaba su Capadocia natal -esa región de montañas donde los habitantes vivían en agujeros excavados en las paredes rocosas-. Luego san Jorge se ponía al servicio de Roma, para combatir a los herejes ahí donde los encontrara. Acababa llegando a una pequeña ciudad aterrorizada por un dragón, que exigía que cada año le dieran una virgen para devorarla. Cuando ya no quedó ninguna, salvo la hija del rey, este decidió finalmente enfrentarse a él, y suplicó a san Jorge -que pasaba por allí- que venciera al monstruo.
A la derecha de la pequeña escalera se podía admirar el combate de san Jorge y el dragón, que resultaba ser una dragona. Si atacaba la ciudad, explicaba el fresco, era solo porqué sus habitantes le habían robado sus huevos y habían matado a su marido. Cegada por el dolor, la infortunada dragona solo hacía que vengarse. Cuando comprendió su desgracia, san Jorge sintió piedad, e hizo un pacto con ella. No la mataría, pero a cambio debería convertirse al cristianismo, dejar de atormentar a los habitantes de la ciudad y devolver la princesa a su padre.
La dragona aceptó el trato, y para engañar a los habitantes de la ciudad, incluso se prestó a representar una farsa en la que se la veía, como un perrito atado por una correa, siguiendo a san Jorge al interior de la población, y luego haciéndose expulsar de ella por todos los habitantes con un gran alarde de signos de la cruz. Una vez cumplida su tarea, san Jorge partió de nuevo hacia los pantanos del Lago Negro, donde vivía la dragona. Cuando volvió por segunda vez a la ciudad, les dijo a todos:
– He triunfado.
Pero solo era cierto a medias.
Más adelante, san Jorge sería torturado a causa de su religión y moriría como un mártir. Sus seguidores habían construido esta tumba, lo habían enterrado en ella, y la habían -o eso creían ellos- sellado para siempre. Porque nadie debía saber que en realidad san Jorge no había matado al dragón. Si esa información salía a la luz, podía hacerle perder su santidad.
Y para sus adoradores, nadie era más digno de serlo que él. Porque estos eran, aparte de los coptos (que creían que san Jorge había matado a su dragón), los ofitas, que sabían que le había perdonado la vida.
– Todo esto es extremadamente interesante -masculló Guillermo de Tiro-. En efecto, para Isidoro de Sevilla, un sepulcro «est quod mentem maneat».
– Habla en francés, p-p-por favor -dijo Amaury-. No hay nada más irritante que esos eruditos que se expresan en latín sin t-t-traducir. ¿Qué quieres p-p-probar? ¿Que sabes latín? Pues bien, ya lo has hecho.
– Perdonadme, sire. A veces la razón se extravía y expresa lo que ha aprendido tal como lo ha aprendido. Quería decir que un sepulcro es el lugar donde reside el espíritu, la memoria, de los difuntos. Nada tiene, pues, de sorprendente que san Jorge se nos aparezca así, en toda su verdad, en el interior de su tumba. No podría encontrarse un lugar más apropiado.
– ¡Protegeos! -gritó de pronto uno de los caballeros de Amaury.
Acababan de llegar a una gran sala, bordeada a cada lado por tres pequeñas escaleras, que conducían, cada una, a una gran puerta circular. Al pie de cada una de las seis escaleras se encontraba un gong, y cerca del gong, un pesado martillo de hierro suspendido del techo por una cadena. Si el guardia había gritado, no era a causa de esta sucesión de escaleras y de gongs, sino a causa de una docena de sombras que avanzaban silbando hacia ellos.
– ¡Muertos vivientes!
– ¡Cuidado, huid, deprisa! -gritó el caballero.
– ¡Vienen de todas partes! -bramó otro.
Uno de ellos, viendo una sombra que caminaba hacia él con el brazo tendido, desenvainó su espada para atravesarla. Pero la sombra le golpeó en el rostro con tanta violencia que su cabeza giró sobre sí misma. Así pudo ver, antes de desplomarse, cómo Morgennes entraba en la tumba, con los cabellos y la barba alborotados.
– ¡No ataquéis! -gritó Morgennes.
Alexis se volvió hacia él, sorprendido y feliz a la vez, y exclamó:
– ¡Te creíamos muerto!
– ¡Siento desengañaros!
– Pero ¿de dónde vienes? -le preguntó Amaury, estupefacto.
– ¡Del Krak, majestad! -respondió Morgennes bajando la escalera que conducía al interior de la tumba, y observando a su paso que san Jorge y el dragón le seguían con la mirada.
Como las sombras se aproximaban peligrosamente al rey, dos de los más poderosos caballeros del reino blandieron sus espadas.
– Formad un círculo en torno al rey -gritó uno de ellos.
– ¡No! -bramó Morgennes-. ¡No tengáis miedo! No son enemigas nuestras.
– ¡Traidor! -le gritó otro caballero.
Pero Morgennes se limitó a encogerse de hombros y corrió a situarse entre las sombras, a las que no parecía temer.
– Veis, él también es un muerto viviente -dijo un templario que se había cruzado con Morgennes al pie del Krak.
– No tanto como lo serás tú en breve -replicó Morgennes.
Efectivamente, una de las sombras acababa de hacer trizas el escudo adornado con una gran cruz que el templario oponía a sus golpes, obligándole a retroceder.
– ¡Ayudadme, buenos y nobles hermanos! -clamó este-. ¡Y vos, ilustrísima, qué esperáis para pronunciar vuestro vade retro!
Mientras seis sombras atacaban a los caballeros, Guillermo, desconcertado, miraba a Morgennes en busca de consejo. Morgennes sacudió la cabeza, mostró la fina daga -una misericordia- que llevaba enfundada, y luego la gran cruz de bronce que colgaba de su cuello, y dijo a Guillermo:
– No toquéis vuestras armas. No hemos venido aquí como enemigos, sino en demanda de perdón. Si san Jorge nos juzga indignos de su espada, tendremos que aceptarlo. Mientras tanto, mostrémonos rectos e íntegros. No temamos a la muerte.
– ¡Es más fácil decirlo que hacerlo! -exclamó Amaury.
En efecto, aparte de Guillermo, Amaury, Alexis y el propio Morgennes, todos los valerosos caballeros que habían seguido a su rey hasta aquí y habían jurado que darían su vida por él, efectivamente la dieron. Las sombras formaron entonces un pasillo de honor a los cuatro supervivientes, escoltándolos hacia una séptima y última escalera situada al fondo de la necrópolis, justo frente a la entrada. Esta escalera también estaba precedida por un gong y conducía a una puerta redonda, de bronce como las otras seis.
Los cuatro hombres miraron el gong y el martillo, cuya maza tenía forma de luna. En cuanto al gong, mostraba una serpiente cuya cabeza seguía un largo y sinuoso laberinto hasta morderse la cola.
– Su cabeza tiene el tamaño del martillo -señaló Alexis de Beaujeu.
– Cierto -dijo Guillermo, acercando el martillo a la cabeza de la serpiente-. Ambos coinciden.
– Tal vez haya que golpear la cabeza con el martillo.
– ¿La cabeza, o la cola? -preguntó Morgennes, recordando la profecía de los ofitas que anunciaba una gran conmoción para el día en el que la Cabeza y la Cola de la Serpiente se besaran.
– Son una sola cosa -dijo Alexis.
Guillermo de Tiro observó largamente a Morgennes, que, cubierto de rasguños y heridas y con el cabello y la barba enmarañados, parecía llegado de entre los muertos.
– Pero ¿cómo nos habéis encontrado? -le preguntó-. ¡Se diría que salís directamente de los nueve infiernos!
– No estáis lejos de la verdad. Iba de camino al Krak, donde sabía que se encontraba su majestad, cuando unos campesinos me informaron de que…
– Vamos -dijo Amaury-. No molestes más a Morgennes pidiéndole tantos d-d-detalles. De momento ocupémonos de abrir esta puerta.
Uniendo el gesto a la palabra, Amaury sujetó el grueso martillo y lo abatió contra la cabeza de la serpiente. Un atronador sonido resonó en toda la tumba, expulsando a las sombras con tanta eficacia como si hubiera sonado la llamada para la sopa en Saint-Pierre de Beauvais. Como por arte de magia, la cabeza y la cola de la serpiente se separaron, y el reptil se deslizó sobre los bordes exteriores del gong dejando a la vista un gran círculo de bronce.
Un sonido sibilante se dejó oír entonces sobre ellos. La puerta del séptimo sótano se había abierto, probablemente basculando en una hendidura situada en el costado. La escalera dio paso a un pequeño estrado, donde se encontraba un trono. Un esqueleto estaba sentado en él, ¡un esqueleto sin cabeza!
– San Jorge murió decapitado -recordó Guillermo a sus tres compañeros, que miraban el esqueleto con ojos desorbitados.
– Solo puede ser él -dijo Alexis-. ¡San Jorge! ¡Sostiene una espada en las manos! ¡Miradla, se diría que brilla!
– C-c-crucífera-susurró Amaury-. ¡Mi espada!
– No olvidéis, majestad -murmuró Morgennes-, que esta espada no debe ser desenvainada en ningún caso para matar.
Morgennes retenía a Amaury cogiéndole de la mano, y el rey le miró sorprendido.
– ¿Y eso por qué?
– El que vence no puede imponerse por la fuerza. Solo el perdón triunfa.
Parecía tan convencido que era imposible no creerle. Pero como Amaury parecía dudar, se volvió hacia la entrada del sepulcro, señaló los frescos dispuestos a lo largo de la escalera y añadió:
– ¿Habéis olvidado lo que cuenta esta historia? ¡San Jorge no mató! Nunca permitiría que un asesino tuviera su espada. Crucífera es una espada santa. Solo puede pertenecer a los más piadosos caballeros, a los que, como él -dijo señalando al esqueleto-, no tienen miedo y saben perdonar.
Amaury bajó los ojos y declaró:
– Estoy de acuerdo con ello. También es mi filosofía. Porque he p-p-perdido el gusto por la sangre, cualquiera que sea su color; prefiero que lata en un corazón a que sirva para aliviar la sed de los gusanos de tierra.
– Bien dicho, majestad -aprobó Guillermo.
– Bien y suficientemente. Porque ya es t-t-tiempo de comprobar si soy digno de esta reliquia.
Amaury tendió la mano hacia la empuñadura de Crucífera. Realmente, esta espada no tenía nada que ver con el juguete que le había dado Palamedes poco antes del sitio de Damieta. Era de una longitud mediana, a medio camino entre la pesada y larga espada de dos manos manejada por los caballeros y la de los soldados romanos. Una canaladura rebajaba la hoja aligerando su peso, y tenía el extremo y los lados afilados, lo que permitía golpear de punta y de filo. Finalmente, tenía una especie de medalla insertada en la empuñadura, en la que se veía una luna rodeada por una serpiente que se mordía la cola.
Sin saber que se trataba del símbolo de los ofitas, Amaury estaba tendiendo la mano hacia la espada, cuando Morgennes le detuvo:
– ¡Esperad! ¡No la toquéis!
– ¿Qué ocurre ahora? -se irritó Amaury-. Se diría que no tienes mucha prisa por ser armado c-c-caballero.
Morgennes no comentó esta última observación, y se limitó a insistir:
– Pedídsela.
– ¿Cómo?
– Pedid a san Jorge permiso para utilizar su espada. No se la cojáis. No sin su consentimiento.
Entonces, mientras Guillermo murmuraba una plegaria por el reposo del alma de san Jorge, Amaury se arrodilló junto al esqueleto sin cabeza, levantó los ojos y efectuó esta petición:
– San Jorge, p-p-permitidme que tome prestada vuestra espada por el bien de todos los hombres y… de todos los animales, grandes y p-p-pequeños, montaran o no a bordo del Arca de Noé…
Los dedos que sujetaban la espada aflojaron la presión y Amaury miró a san Jorge. ¿Era una ilusión? ¿Era fruto de la fatiga o de la impaciencia? Parecía que san Jorge había inclinado el torso hacia delante. Amaury cogió a Crucífera, sacó su propia espada de la vaina y la colocó entre los dedos del esqueleto.
– A cambio, t-t-tomad la mía. Es solo una espada muy vulgar, poco digna de vos… Pero de todos modos me es querida… Os la confió. Cuidadla.
Dicho esto, los cuatro compañeros volvieron a bajar por la escalera que conducía a la gran sala, saltaron por encima de sus camaradas muertos en el combate contra las sombras y se dirigieron hacia la salida de la tumba.
– Tendré que pensar en hacer sellar de nuevo la entrada -dijo Amaury-. En cuanto a ti, querido Morgennes, tendrás que explicarte. ¡Todos te t-t-tenían por muerto!
– En parte es verdad -dijo Morgennes.
– Por cierto -dijo Guillermo con una sonrisa-, creo que cuando estemos de vuelta en Tiro, podríais serme de alguna utilidad.
– ¿Ah sí? -dijo Morgennes-. ¿Y para qué?
– Se trata de ayudarme a leer un libro cuyas páginas arden.
– A fe mía que lo haré si puedo.
– No tan rápido -intervino Alexis-. Primero Morgennes debe contarnos qué le ocurrió después de la insurrección de El Cairo.
– Esto augura unas interesantes veladas -se entusiasmó Amaury.
– No sé -replicó Morgennes-. Haré lo que pueda. Pero mi memoria ya no es la que era, y temo que…
Se interrumpió bruscamente, porque alguien acababa de entrar en el sepulcro de san Jorge: Taqi ad-Din, seguido de los soldados del Yazak.
Le dice que le ha conferido la más alta orden, con la espada,
que Dios haya hecho y mandado nunca.
Es la orden de caballería, que debe ser sin villanía.
Chrétien de Troyes,
Perceval o El cuento del Grial
– ¡Seguid, seguid! -dijo una voz entre la multitud.
– ¡Queremos saber qué pasó!
– P-p-paciencia -dijo el rey-. ¡Lo sabréis todo a su debido tiempo! ¡Pero este es momento de celebraciones! ¡Viva Morgennes!
– ¡Viva Morgennes! -gritó la multitud.
Doce copas entrechocaron, manchando de vino las manos que las sostenían. Doce copas se dirigieron hacia doce bocas que las vaciaron de un trago; labios orlados con un par de bigotes, honrados por una corta barba o distinguidos por un bosque de pelos, todos excepcionalmente bien peinados, perfumados, relucientes de mantequilla, y ahora manchados de vino. Estas doce bocas pertenecían a los doce caballeros más famosos del reino: los once caballeros invitados por Amaury para ocupar un lugar en torno a la Tabla Redonda y el propio Amaury.
Faltaba una decimotercera boca, que Amaury saludó levantando su copa, ahora vacía.
– ¡Morgennes!
Morgennes se llevó la mano al pecho y se inclinó hacia delante, con la frente enrojecida. Después de haber aparecido, en Lydda, perdido de barro y con la barba enmarañada, ahora iba vestido de blanco -símbolo de pureza- adornado de rojo -símbolo de la sangre que debería verter al servicio del rey -. Sus calzas eran negras -como la tierra donde su vida había empezado y donde acabaría- y su cinturón era blanco, para que nunca olvidara guardarse de la lujuria. Le habían cortado las uñas, masajeado los dedos y restregado las manos. Su cuerpo, finalmente, había sido frotado durante largas horas por jóvenes expertas, que habían dejado sobre él un poco de su olor.
Morgennes era otro.
Pensaba en su padre, en su viaje por Tierra Santa, que él se disponía a recorrer de nuevo. Pensaba en su madre, en algún lugar de Arabia. Pensaba en su hermana, cuya querida presencia sentía latir en lo más profundo de su corazón. Y pensaba en Guyana…
Morgennes levantó los ojos y distinguió el brillo de las doce copas vueltas hacia él. Brillaban como una corona de estrellas, de la que él era la decimotercera y última joya. Entonces el rey dijo:
– ¡Honor a ti, Morgennes!
– ¡Honor a vos, majestad! -respondió Morgennes.
La sala gritó al unísono:
– ¡Viva el rey! ¡Viva Morgennes!
Finalmente, después de largas aclamaciones, Amaury desenvainó a Crucífera, la levantó para mostrarla a todos y luego la devolvió a su vaina. El momento era solemne. Todo el mundo callaba, excepto -a los pies de la enorme mesa redonda que Amaury había traído de Alejandría- Alfa II y Omega IV, que se perseguían ladrando.
– ¡Chisss…! -dijo Balduino, apretando a Omega contra su cuerpo.
El chucho le mordió el dedo, pero Balduino no reaccionó. No había sentido nada.
– ¡Malo! -dijo Balduino, dándole un cachete en el hocico.
Guillermo de Tiro estaba inquieto. Era evidente que el niño no había sentido ningún dolor cuando el perro le había mordido.
¿Era normal aquello? Tomando la mano del pequeño príncipe en la suya, la observó atentamente. Para que Balduino no se diera cuenta de nada, le señaló los decorados del estrado, donde los artesanos habían reproducido la tumba de san Jorge para explicar cómo Amaury había recuperado a Crucífera.
La ceremonia pronto empezaría. Y luego la obra seguiría adelante.
Entonces los codos se enredaron, los pechos se rozaron, las piernas se entrechocaron. Un montón de «¡Apartad!», «¡Dejadme pasar!», «¡No veo nada!», «¿Dónde creéis que estáis?» y «¡Hacedme el favor, sire!» resonaron en un rumor sordo. Un chiquillo de seis años se deslizó entre las piernas de los mayores, escaló el cuerpo de un obeso, descendió a lo largo de un flacucho y consiguió escurrirse hasta la primera fila. El chiquillo se llamaba Emmanuel y solo tenía un sueño: ser armado caballero. Un sueño imposible, porque no era noble. Pero qué importaba eso. Hoy, Emmanuel estaba en la gloria. Con los ojos muy abiertos veía cómo Amaury se acercaba a Morgennes.
Este se mantenía humildemente arrodillado. Con la cabeza baja, esperaba el beso de su rey, que estaba ocupado fijándole las espuelas.
– ¡Que estas espuelas puedan hacerte ardoroso en el servicio de Dios! -declaró Amaury.
Morgennes se estremeció. ¿Sobre qué caballo las estrenaría? Porque él no ya tenía montura. Las que había utilizado para llegar a la tumba de san Jorge habían entregado el alma, agotadas, e Iblis pertenecía ahora a Alexis.
Siguió un siseo familiar: el de Crucífera saliendo de su vaina. Amaury enarboló su magnífica espada, la sostuvo un instante en el aire y luego la abatió brutalmente sobre Morgennes. Le golpeó en el lado izquierdo, y luego en el derecho. Violentamente. Sus hombros encajaron el golpe, apretó los puños y los dientes, pero no pestañeó.
Entonces el rey le dijo:
– ¡Levántate, Morgennes, mejor q-q-que en el pasado!
De sus ojos brotó una lágrima. ¡Era caballero! Con treinta y cinco años cumplidos. Nunca nadie había sido armado a aquella edad. Aquel era un hecho sin precedentes.
Entre la multitud, Emmanuel sonreía beatíficamente. Solo tenía seis años, pero ya sabía que acababa de vivir uno de los días más hermosos de su vida.
– Majestad -reclamó entonces con una vocecita muy fina-, ¿nos diréis por fin por qué? ¡Nos lo habíais prometido! La historia de Morgennes. Y la de Crucífera.
La multitud rió de su audacia. Reinaba un humor jovial. Todo el mundo estaba dispuesto a disfrutar al máximo de las celebraciones. Amaury, divertido de que un chiquillo le dirigiera la palabra de forma tan directa, respondió:
– En efecto, lo prometí. ¡P-p-paso al espectáculo!
Trovadores que interpretaban los papeles de Guillermo de Tiro, Amaury, Alexis y Morgennes subieron al escenario donde se había recreado el sepulcro de san Jorge.
Maravillada, la multitud escuchaba al rey, que contaba cómo, cuando se disponía a pelear con los sarracenos, Morgennes le había prevenido:
– ¡Majestad, no! No lo olvidéis; en este sepulcro, quien luche perecerá. ¡Venid conmigo!
Guillermo de Tiro, Amaury y Alexis habían seguido a Morgennes a lo más profundo de la tumba, no lejos del esqueleto de san Jorge. Como habían previsto, cuando los soldados del Yazak penetraron en el sepulcro, las sombras se animaron y se lanzaron sobre ellos. Lógicamente los sarracenos se defendieron. Y no pudiendo matar a lo que ya estaba muerto, fueron despedazados por las sombras.
Después de que las sombras hubieran dejado fuera de combate a los sarracenos, Morgennes había propuesto al rey que volvieran a Jerusalén.
– Entonces -dijo Amaury a la multitud pendiente de sus labios- cruzamos aquella extraña refriega en la que los muertos se d-d-daban a sí mismos nuevos camaradas.
Cerró los ojos.
– Realmente, me pregunto… ¿Estaban t-t-todos muertos cuando abandonamos el sepulcro? No estoy seguro. Me pareció ver a un joven mahometano que reptaba hacia nosotros. Pero no recuerdo que saliera del sepulcro. La última imagen que t-t-tengo de él es la de una mano ensangrentada posada sobre el fresco de la gran escalera.
Amaury prometió que enviaría muy pronto una expedición para tapiar ese sepulcro, después de haberlo vaciado de los cadáveres que se encontraban en su interior. Y sobre todo, prometió enviar a Saladino sus más sinceras condolencias. El joven visir de Egipto aún debía consolidar su poder, pero Amaury ya pensaba en utilizarlo algún día contra Nur al-Din.
La obra acabó con el triunfo de Amaury. Los trovadores fueron ovacionados y les pidieron que repitieran la parte en la que Morgennes irrumpía en la tumba para salvar al rey, lo que efectivamente hicieron.
Por fin Morgennes había sido armado caballero, y muchas personas fueron a felicitarle. Guillermo de Tiro y Alexis de Beaujeu, evidentemente, pero también Guillermo de Montferrat, Balián de Ibelín y Reinaldo de Sibon, así como dos de los caballeros con los que Morgennes se había cruzado hacía tiempo en el Krak: Keu de Chènevière y Raimundo de Trípoli, a quien los damascenos acababan de liberar después de que se hubiera pagado el rescate.
Todos le dieron sus parabienes y le animaron a ocupar su lugar en el último asiento libre de la Tabla Redonda.
– Caballero -le dijo Alexis de Beaujeu-, me siento feliz de acogerte entre nosotros. ¿Has elegido una divisa?
– Sí -dijo Morgennes-. «Muerto por muerto.»
– ¿Deseas comunicarnos su sentido?
– No.
– A fe mía que está en su derecho -dijo Raimundo de Trípoli-. Muchos caballeros que tienen una hermosa divisa guardan para sí su significado.
– Por no hablar de que además de ofrecer una nueva oportunidad al reino -dijo Guillermo de Tiro-, Morgennes salvó a uno de sus compañeros de armas, Dodin el Salvaje. Hay que darle las gracias por esta hazaña, que pagó muy cara, si no he entendido mal.
– Contadnos, noble y buen señor -dijo una voz.
Morgennes dirigió una mirada al escenario y vio que la decoración que representaba el sepulcro de san Jorge había sido reemplazada por la de unos pantanos. Le había llegado el turno de salir a escena y contar su historia.
– Una vez salido de los Pantanos del Olvido, sabía que volver allí significaba arriesgarme a perderme. Sin embargo, había un hombre, en algún lugar en medio de aquellos pantanos, al que no podía resolverme a abandonar. No se trataba de un hombre cualquiera…
Marcó una pausa y miró a la multitud.
La gente le escuchaba, bebía sus palabras, esforzándose tal vez en rememorar al Caballero de la Gallina que había sido en otro tiempo, pero sin conseguirlo.
Morgennes buscaba a alguien con la mirada.
A Dodin.
Cuando le vio, con expresión huraña y la mirada perdida, sostenido por dos templarios, Morgennes le saludó discretamente y continuó con su historia.
– Se trataba de Dodin el Salvaje, con quien Galet el Calvo y yo mismo habíamos prestado grandes servicios a su majestad, durante nuestra estancia en El Cairo. Dodin se había perdido en los pantanos. De hecho, creo que, por desgracia, su alma se encuentra allí todavía, y soy muy consciente de haber traído de vuelta solo su envoltorio.
Nueva pausa de Morgennes. Parecía tener dificultades para continuar. Pero les había prometido contar la historia. Sin embargo, dudaba. ¿Lo recordaba todo? Su memoria ya no era tan fiable como en otro tiempo. Se había vuelto normal.
– Caminaba, sin contar las horas ni los días, alimentándome de musgo, raíces y setas. Comía lo que encontraba, sin preguntarme si era bueno o malo. Recorrí esos pantanos a lo largo, a lo ancho y de través. Pero no había forma de encontrar a Dodin. Hasta que un día, cuando creía estar arrancando un poco de musgo del tronco de un árbol, me di cuenta de que se trataba de un hombre. ¡Era él! La vegetación había empezado a engullirlo. Me había jurado que le sacaría de allí, pero ¿ese tronco era todavía él? Le llamé, como si su nombre pudiera devolverle a la vida: «¡Dodin! ¡Dodin!».
Morgennes gritó, como había hecho en los pantanos del Lago Negro. En la gran sala del palacio, Dodin estalló en sollozos. Los templarios lo acompañaron fuera. La multitud se preguntaba qué había ocurrido. Morgennes continuó con su relato:
– Retiré el musgo del cuerpo de Dodin, pero aquello no era suficiente. Había enraizado. ¿Qué podía hacer? Yo no llevaba ningún arma encima, pero en su cintura descubrí una daga. Esta. -Mostró la misericordia-. La cogí y empecé a cortar todo lo que se podía cortar, segando, rascando, cuidando de no tocar las carnes y esforzándome, al contrario, en no lastimarlas. Después de haber arrancado todo lo que había de vegetal en él, liberé a Dodin, que cayó en mis brazos. Apenas respiraba. Pero confiaba en poder sacarle vivo de aquellos pantanos, porque no estaba muerto. Algo humano vivía aún en él. La prueba fue que su boca se entreabrió, dejando escapar un hilillo de sabia, y me preguntó: «¿Por qué?».
Morgennes calló, pareció buscar en sus recuerdos, y continuó: -«¿Por qué me has abandonado?», me preguntó Dodin. ¿Me había reconocido? ¿O bien me tomaba por Dios? Me miraba, con los ojos entreabiertos, balbuceando palabras incomprensibles. Entre ellas creí distinguir: «Perdón». ¿Me perdonaba? ¿O me pedía perdón? En cualquier caso, yo le dije: «Soy yo quien te pide perdón, igual que perdono a Dios, antes de olvidar…». Luego lo extraje de su envoltorio de fango, del que salió todo pringoso.
Morgennes marcó una nueva pausa, antes de continuar: -¿Dónde encontré la fuerza para atravesar aquellos pantanos? Lo ignoro. Pero sabía que volver sobre mis pasos, al lugar donde había dejado a Gargano y a María Comneno, era un suicidio.
– ¿Y qué hicisteis? -soltó entonces Emmanuel, que estaba sentado con las piernas cruzadas muy cerca de Morgennes.
– Volví hacia Cocodrilópolis. Atravesé las seis cataratas que separaban los pantanos de la antigua ciudad de los ofitas. Luego robé unos caballos, y crucé el Sinaí para volver a Tierra Santa.
– ¡Mentiroso! ¡Esto es imposible! -gritó un templario en la sala.
Todos se volvieron hacia él.
– ¡Fuiste tú quien envenenó a Dodin! ¡Por culpa tuya se encuentra en este estado! ¡Lo pagarás!
– ¡Basta! -interrumpió el rey-. ¡Si hubiera hecho lo que dices, Morgennes no se habría t-t-tomado la molestia de traer su cuerpo!
– ¡Tal vez Morgennes haya olvidado, pero nosotros, los templarios, no olvidaremos!
La multitud empezó a abuchearle. Entonces abandonó la sala, seguido por todos los templarios.
– Lo siento mucho -dijo Amaury a Morgennes.
– No es nada -dijo Morgennes, bajando del escenario entre aplausos-. Lo esperaba.
Una vez que hubo vuelto a la sala, donde habían servido un formidable banquete, Morgennes dijo a Guillermo de Tiro y a Amaury:
– De todos modos, me iré. Debo viajar a Arabia, en busca de mi madre. Y luego, sobre todo, a mi tierra, en busca de…
No acabó la frase. Entonces Amaury le dijo:
– Antes de que p-p-partas, tengo algo que solicitarte. ¡Una última p-p-petición!
– Por este niño -intervino Guillermo de Tiro, acariciando los cabellos del pequeño Balduino.
Morgennes se arrodilló a los pies del príncipe y le preguntó:
– ¿A qué cima debo acompañaros esta vez, majestad?
– Temo que no sea tan fácil como escalar las p-p-pirámides -dijo Amaury.
– Ni tan divertido -añadió Balduino.
– ¿De verdad? -preguntó Morgennes.
– Está en juego su vida -le susurró Guillermo al oído. Viendo la expresión grave que habían adoptado el rey y su más próximo consejero, Morgennes se levantó y les dijo: -Afrontaré la muerte para evitársela.