V


***

36

Pues es evidente para todo el mundo que es él el más fuerte.

Chrétien de Troyes,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta


Morgennes se aseguró de que sus hombres le seguían, espoleó a su montura y marchó hacia la ciudad.

Alejandría se había rendido por fin; sin embargo, conservaba toda su soberbia, y a juzgar por los gritos de alegría que se elevaban de sus murallas, se habría dicho que era ella la que había vencido. En realidad, la ciudad no había sido sometida. Solo había consentido rendirse, y continuaba alineando, como siempre, sus casas bajas con techos en terraza, sus colinas, sus mezquitas, sus iglesias y sus sinagogas. Sus callejuelas estrechas, un verdadero laberinto cuyos orígenes se remontaban a cientos de años atrás, ya volvían a ser un hormiguero de gente, y todos tenían prisa por volver a retomar sus asuntos en el punto en el que los habían dejado, cuando, a principios de marzo, un tal Saladino les había invitado a la guerra santa, a la revuelta contra los francos y el poder sacrílego del califa fatimí de El Cairo.

Ahora todo había acabado. Como un gato viejo y perezoso que vuelve a calentarse al sol después de haber estrenado su nuevo juguete, Alejandría se había cansado de permanecer asediada y había decidido que lo mejor era capitular.

Lo había hecho sin que su alma se conmoviera. En realidad hacía mucho tiempo que la ciudad ya no se preocupaba de su alma, tantos eran los dioses que se habían inclinado sobre ella. Para Alejandría, aquello ya no era realmente un problema. Y si los Adonai, Yahvé, Jehová y seguidores, cuyos nombres confundía, y que no había comprendido todavía que era preferible cambiarlos por el de Alá (el nombre del último dios en boga), si todos esos dioses no le proporcionaban nada bueno, siempre podría volver a sus antiguos amores.

No podía decirse que la ciudad no tuviera donde escoger, ya que de la tímida ninfa Idotea, que había tenido algunos fervientes admiradores en las primeras horas de su existencia, hasta el poderoso Poseidón, todo un alegre revoltijo de divinidades habían sido un día objeto de adoración. En materia de religiones, ¡Alejandría era demasiado vieja para dejarse embaucar!

Alejandría era la nobleza hecha ciudad, la indiferencia a la historia y a los dioses, la preocupación por el placer, los negocios y las artes -la preocupación nueva, e impía para algunos, por la humanidad-. Una ciudad de libertinos, comerciantes y artistas, que se mantenía lejos, muy lejos, de las preocupaciones que agitaban en este verano de 1167 a Tierra Santa y al mundo árabe. Una ciudad, en fin, que había olvidado que si las guerras existían y había hombres que las hacían, no era únicamente para que ella pudiera venderles armas. Una ciudad para la que cualquiera que consintiera en llevar una espada perdía su dignidad, y donde saber quién reinaba en Damasco o en Roma importaba menos aún que los dioses, siempre que la dejaran prosperar.

En el seno del grupo de mercenarios que seguían a Morgennes circulaba un rumor: «Morgennes es como el estandarte que ha colocado a nuestra cabeza. Se mueve al albur del viento, restalla, bufa, truena. ¡Morgennes es un dragón!».

Un dragón. ¿No era eso lo que le valdría ser armado caballero esta noche, al mismo tiempo que Alexis de Beaujeu, por Amaury de Jerusalén?

Todos recordaban el retorno triunfal de Morgennes a Jerusalén con una extraordinaria reliquia: un diente de dragón, extraído -aseguraba él- del cadáver humeante del monstruo que había matado, en la cima de una de las más altas montañas que bordeaban el reino del Preste Juan. El propio médico del Papa le había firmado un certificado, adornado con un sello. No había duda posible. En él estaba escrito que Morgennes había dado muerte a un formidable Dragón Blanco después de varios días de combate terrorífico. Su recuerdo adornaba su estandarte: un gran dragón de plata, con dos cadenas pasadas, a modo de riendas, en torno al cuello, sobre un fondo del color de la arena.

El pendón restallaba al viento, se enrollaba en torno al asta, como para arrancarla de la mano del jinete que la sostenía, se desplegaba, volvía a restallar, trataba de escapar volando, se desenrollaba y volvía a distenderse, restallaba de nuevo. A imagen de Morgennes, el confalón no permanecía quieto y se resistía a ser dominado. En esa mitad del siglo XII, llevar un dragón por estandarte no era asunto sencillo. Muchos nobles que servían en Tierra Santa se indignaban de que un bandido, que además era un campesino, un villano, llevara sus propios colores en el campo de batalla.

Los colores, decían, están reservados a la nobleza. A los verdaderos caballeros, nacidos de sangre noble. No a los pelagatos. «¡Para la escoria, el gris del lino que atraviesan las flechas y las espadas! Para la nobleza, la brillante armadura y el colorido escudo que alejan la muerte y permiten a los valerosos saludarse en el corazón de la batalla.»

Morgennes no era noble, cierto; pero su padre lo había sido. Al menos eso era lo que se decía. En todo caso, era lo que él pretendía. ¡Y si eso no bastaba, estaba ese diente! No hacía falta más para que la Orden del Hospital lo reclutara entre sus mercenarios, esas tropas de soldados a sueldo encargadas de demostrar que los hospitalarios no tenían intención de abandonar la guerra a sus principales competidores, los templarios.

«Tal vez seamos médicos -decían los hospitalarios-, pero también somos guerreros. Dadnos tierras que defender, y las defenderemos. Dadnos países que conquistar, y los conquistaremos.» A cambio, la orden solo reclamaba una pequeña parte de las tierras tomadas al enemigo. Lo suficiente para financiar sus próximas batallas, sus hospitales y sus misas.

Morgennes era, pues, un mercenario, un turcópolo, que esa noche sería armado caballero. Pero tenía un regusto amargo en la boca. Porque su condición de caballero no descansaría en ninguna verdad -ya que nunca había matado a un dragón, excepto los dos dragoncillos que guardaban las colecciones de Manuel Comneno-. «Si tengo que creer a Poucet, los dragones no existen. Amaury se burló de mí confiándome una misión imposible de cumplir. ¿Por qué no voy a tener derecho a burlarme yo de él?»


Se acercaban a los arrabales de la ciudad. La sangre le hervía en las venas. Sus manos se crisparon sobre las riendas de Iblis. Sintió que perdía el mundo de vista. Porque amaba demasiado la verdad, y todo en él gritaba: «¡No, no soy digno!». Quería erigirse en la verdad, y solo en la verdad.

Con un gesto, indicó a sus hombres que aceleraran la marcha y castigó los flancos de su viejo semental hasta arrancarle un relincho de dolor. La docena de caballeros pasó del trote al galope tendido, y dejó atrás la columna de Pompeyo, cuya sombra avanzaba ya, como un tentáculo gigante, a la conquista del desierto.

«¿Dónde está mi verdad? ¿En esta ciudad? ¿Junto a Amaury? ¿Junto al Hospital? ¿O en otro lugar tal vez? ¿Habrá realmente en algún lugar una verdad para mí?»

Detrás de él, sus hombres vocearon:

– ¡Al-Tinnin! ¡Al-Tinnin!

Era el nombre que le daban en árabe, y que significaba «el dragón».

¿Tendrían derecho al pillaje? Morgennes esperaba que no. En Bilbais, la tropa ya había sido autorizada a saquear la ciudad, cuando habría sido más prudente no hacerlo. Desde la coronación de Amaury, la desgraciada Bilbais no había tenido mucho tiempo para vendar sus heridas, ya que los francos la habían saqueado en tres ocasiones.

La ciudad, que todos calificaban de «presaqueada», no era ya más que un desierto, una mezcla de calles y casas en buena parte deshabitadas, recorridas por fantasmas y gentes ansiosas por abandonarla.

Morgennes no veía por qué iba a ser distinto en el caso de Alejandría.

«¡Juro por Dios que si Amaury prohíbe el pillaje, renunciaré a ser armado caballero!»

El pequeño grupo se acercó a la puerta de El Cairo. Al este, una miríada de troncos de palmera recordaba que, al inicio del sitio, los francos habían cortado los árboles para fabricar máquinas de guerra. Pero los onagros y los escorpiones, las catapultas y las torres móviles, no habían arrancado ni un suspiro a la ciudad; se habían conformado con dañar sus muros, sin apenas violar su virginidad. Si Alejandría había capitulado era porque sus ciudadanos, doblemente motivados por un estómago hambriento y por la promesa de la anulación de ciertas tasas, habían conminado a Saladino a que detuviera el combate.

Tres meses sitiados era demasiado. La guerra santa, sí. Pero no todo el año. No a ese precio. Ya se acercaba septiembre, y con él, la próxima decrecida del Nilo: toda una estación de comercio que no debía perderse. ¡El estómago aún podía aguantar vacío (la mayoría estaban acostumbrados a ello a causa del ramadán), pero la bolsa nunca!

– No podemos permitirnos ser pobres -se lamentaban los habitantes más ricos de la ciudad-. ¡Tenemos demasiados gastos!

Saladino, llegado de Damasco con su tío Shirkuh para conquistar Egipto, se había visto forzado a escucharles. Por otra parte, también él estaba cansado de todo aquello. Pues si bien comprendía las motivaciones políticas de esta guerra (unir a los musulmanes, rodear a los francos), no tenía ganas de hacerla. Él no era un guerrero. «Mi lugar -se decía- está en Damasco, con los sabios, los religiosos. Mi lugar está junto al Corán, no en los campos de batalla.» Sin embargo, no se había atrevido a desobedecer a Shirkuh el Tuerto, cuyas cóleras eran tan temidas que le habían valido el sobrenombre de «el León».

Cuando Shirkuh le había encargado tomar Alejandría y defender la posición, Saladino, una vez más, había obedecido sin discutir. Pero ahora comprendía que si la ciudad se había rendido a él con facilidad, no era en absoluto porque sintiera deseos de ponerse de parte de Nur al-Din. Era porque formaba parte de su naturaleza no resistir más de lo preciso, solo lo justo para mantener las formas, como hacía ahora con los francos y el pérfido poder de El Cairo.

Al límite de sus fuerzas, con solo mil hombres para contener a cinco mil soldados y mercenarios de las tropas franco-egipcias de Chawar y Amaury, Saladino había acabado por admitir su derrota y, por intermediación de un franco que conservaba como rehén, negociar los términos de la rendición.

Al acercarse a la entrada de la ciudad, Morgennes tiró de las riendas de Iblis y avanzó hacia el oficial encargado de guardar la puerta. Este levantó la mano para llamar su atención y luego dijo:

– Orden del rey: ¡se prohíbe el pillaje!

– Gracias -dijo Morgennes.

Luego puso su montura al galope y se adentró en la ciudad, en dirección al puerto y a los barrios ricos.

37

No ha venido aquí para divertirse, ni para ejercitarse

con el arco o para cazar, sino que ha venido aquí en

busca de su gloria, queriendo aumentar su brillo

y su renombre.

Chrétien de Troyes,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta


Algunas ciudades son damas muy ancianas. Terriblemente ancianas, solo son hermosas en el ocaso, cuando cae la sombra sobre sus imperfecciones. Otras ciudades son siempre bellas, a cualquier hora del día o de la noche. El sol no es para ellas más que una diadema colocada sobre la cabeza de una reina. Raras son, en verdad, las ciudades, como Alejandría, que embellecen al mismísimo sol.

Por otra parte, el sol parecía encontrar un placer malvado en entretenerse sobre la ciudad. El tiempo allí no transcurría normalmente. Así, contaban que un día un viajero que había salido de Damieta cuando el sol acababa de ponerse, se sorprendió al encontrar, a su llegada a Alejandría, un sol que apenas iniciaba su descenso.

Muchos astrónomos habían investigado este misterio, sin conseguir resolverlo. Pero Guillermo de Tiro pensaba que uno de sus contemporáneos, un tal Honorius Augustodunensis, había proporcionado la clave en su Imago Mundi, donde estaba escrito: «El cosmos es un huevo, cuya yema es la tierra».

– Así -explicó Guillermo a Amaury-, es lógico que el sol avance con esfuerzo al levantarse, holgazanee sobre Alejandría, y luego se apresure al volver a bajar.

– ¿Y por qué debería holgazanear sobre Alejandría? -preguntó Amaury.

– Porque la ciudad está en la parte superior del huevo, y el sol ha perdido velocidad al llegar.

– ¡Todo esto es ext-t-tremadamente int-t-teresante, mi querido Guillermo! -consiguió escupir Amaury, que tartamudeaba cada vez que le dominaba la emoción.

Con la mano apoyada en la balaustrada en lo alto del faro de Alejandría, Amaury se sorprendió al constatar que no podía divisar las velas blancas de los navíos písanos y venecianos que habían acudido a prestarle auxilio durante el sitio. Todo lo que veía era un mar vacío, cuya superficie resplandeciente recordaba las escamas de una serpiente.

La leyenda decía que un dragón había habitado en otro tiempo en la isla donde se levantaba el Pharos. Un dragón tan aterrador que ni siquiera las olas osaban acercarse a él. Amaury frunció las cejas, aspiró un profundo sorbo de aire marino de aromas yodados y se volvió hacia Guillermo, cuyo rostro desaparecía en la sombra.

– Pero ¿y la ca-ca-cáscara?

– ¿Perdón, sire? -preguntó Guillermo, que no comprendía qué quería decir el rey.

– La ca-ca-cáscara -insistió Amaury-, ¿qué es?

– Ah, la cáscara… Bien, en realidad, sire, representaría el techo del universo. Ahí donde se mueven los diferentes cuerpos celestes girando en torno a nuestro planeta, como las estrellas, el sol o la luna. La cáscara es el cielo.

– Ah, muy bien, ahora lo entiendo…

El rey de Jerusalén estalló en una risa estentórea, que habría inquietado a su guardia y a su viejo amigo Guillermo si estos no hubieran estado ya acostumbrados a estas crisis. No era raro, en efecto, que en las situaciones más insólitas, Amaury se pusiera a reír ruidosamente durante varios minutos, en el curso de los cuales se volvía sordo a todo lo que trataban de decirle. Perdido en su hilaridad, era incapaz de oír nada.

Generalmente, estas crisis pasaban por sí solas, pero inquietaban al pueblo bajo, que se preguntaba si un demonio no habría elegido la cabeza de su rey como morada. Pero no se trataba en absoluto de eso, porque aunque Amaury ya había sufrido violentos ataques de risa durante un proceso, un combate o una recepción ofrecida por algún soberano aliado, siempre conseguía detenerse y hacer un comentario que, como mínimo, era inesperado. Y eso fue lo que también ocurrió esa tarde, cuando, tras secarse las lágrimas y recuperar su seriedad, dijo a Guillermo:

– Perdóname, viejo amigo… ¡Es que p-p-pensaba en lo que ocurriría si, por desgracia, la cáscara se rompiera!

Un nuevo estallido de risa agitó su opulento pecho, y sus hombros se pusieron a temblar frenéticamente.

– ¡Sería t-t-terrible! ¡Espantoso!

Apoyándose con una mano en Guillermo para tratar de recuperar la calma, consiguió oír cómo este último le aseguraba:

– Sire, es imposible. Solo Dios sería capaz de algo así. Y nos ama demasiado para hacerlo.

De pronto, Amaury dejó de reír y declaró con toda seriedad:

– ¡Pues bien que ordenó el diluvio!

– Pero permitió a Noé que nos salvara…

Amaury giró sobre sí mismo y de pronto pareció inspirado por una idea.

– Anotad -declaró en tono serio-. Ordeno que desde hoy se prohíba comer huevos de cualquier origen (ya sean de gallina, de oca o de pato). Los d-d-declaro impropios para el consumo. Cualquiera que contravenga esta disposición será descuartizado. Los huevos deberán ser llevados a mi palacio, en Jerusalén, para ser auscultados por los sabios. Si realmente el co-co-cosmos es un huevo, los huevos merecen respeto y, sobre todo, ser estudiados.

– Pero, sire…

– ¡He dicho!

Uno de los lacayos, que formaba parte del equipo de escribanos que se relevaban junto a Amaury durante todo el día y toda la noche, escribió en un pergamino la orden del rey, se la dio a firmar, la selló y la hizo llevar a Jerusalén por correo especial. En dos días escasos, el antiguo palacio del rey David, donde se alojaba Amaury cuando estaba en Jerusalén, serviría de incubadora a varios millares de huevos.


En cuanto a Amaury, ya había pasado a otra cosa. Este rey, que nunca dejaba de pensar, se estaba preguntando si, igual que Constantino había convertido Bizancio en la capital del Imperio romano, no debería él convertir Alejandría en la del reino de Jerusalén. La ciudad era hermosa y la situación geográfica, ideal. Pero temía ofender a Dios alejándose del Santo Sepulcro. Por otra parte, le interesaba conservar las buenas relaciones con sus nuevos aliados, los egipcios, y con ese extraño Preste Juan, cuyos refuerzos seguía esperando. Sería preferible, pues, dejar el traslado para más tarde, cuando las amazonas y los dragones prometidos por Palamedes hubieran llegado y Egipto le perteneciera.

Amaury sabía que era solo cuestión de meses. Dentro de dos o tres años a lo sumo, el sueño de su padre y de su hermano por fin se habría realizado: un Egipto cristiano, cuyas formidables riquezas se añadirían al escaso tesoro de Jerusalén para mayor gloria de Amaury. Estaba encantado. El viento le llevaba los gritos de los muecines, que llamaban a recogerse a sus correligionarios, y el tañido de las campanas que hacían sonar a rebato para saludar el fin del asedio. Encontraba extraordinario que, desde el lugar en el que se encontraba, en lo alto del Pharos -el antiguo faro de Alejandría, que se elevaba a más de mil pies de altura-, no consiguiera ver los campanarios de las iglesias que hacía un momento le habían parecido tan enormes, cuando había caminado hacia el faro con la espada en la mano.

Con la espada en la mano, sí. Porque si bien había prohibido el p-p-pillaje, los soldados egipcios se habían lanzado de todos modos sobre la ciudad como una nube de langostas sobre un campo de trigo.

– ¿Por qué no me obedecen? -se preguntaba, sorprendido-. Había dado orden de que no hubiera pillaje.

Amaury había pedido a Guillermo que investigara el asunto, y este último había encargado al más brillante de los escuderos con que el Hospital había contado nunca que fuera a investigar.

El aspirante a caballero se había puesto inmediatamente al trabajo, estimulado por la promesa de Amaury de armarle esa misma noche, al mismo tiempo que a Morgennes, si volvía con la clave de este pequeño misterio. Alexis de Beaujeu -pues ese era el nombre del escudero- había saludado a su rey, se había desembarazado de su armadura para confundirse mejor con la población de la ciudad y se había ido, seguro de volver antes del final del crepúsculo.


De pronto, una estrella apareció en el cielo, luego otra, y otra más. Amaury levantó la mano para saludarlas. Entonces, tras él se escuchó un ruido de leños lanzados a una chimenea. La habitación donde se encontraba se iluminó con una luz viva, que apagó la de las estrellas. Algunos hombres habían llevado haces de leña a un inmenso contenedor situado en lo alto de la torre y les habían prendido fuego. La llama, al alargarse, lamió la cúspide del Pharos y, como una lengua de dragón, cubrió la bóveda, negra de hollín desde hacía ya varios siglos. Amaury colocó la mano ante el fuego. Se preguntaba: «¿Será la luz del faro lo bastante fuerte para proyectar su sombra sobre la ciudad?». Mientras contemplaba sus largos dedos rollizos adornados de anillos chapados de oro, esbozó una vaga sonrisa y luego se volvió hacia Guillermo.

– La ceremonia de esta noche debería ser hermosa. Los habitantes no la verán, pero la sombra de la Santa Cruz planeará sobre ellos…

La espalda de Amaury emitió un crujido, y el rey levantó la cabeza y hundió sus ojos grises en los de Guillermo.

– ¿Qué piensas de esta ciudad?

– Es magnífica -dijo Guillermo.

En realidad, se sentía de pésimo humor. La belleza de Alejandría le importaba bastante poco. Pensaba en los años pasados en Constantinopla y en sus esfuerzos para arrancar un acuerdo al basileo, en cómo había trabajado para conseguirlo. Pero todo aquello había quedado reducido a la nada cuando los hospitalarios, los nobles del reino y un supuesto embajador del Preste Juan habían convencido al rey de atacar Egipto sin esperar a Constantinopla.

– Pero habría sido más hermosa en vuestras manos y en las del basileo, que en las vuestras y en las de vuestros nuevos aliados.

– ¡Lo importante es que esté en las mías! -dijo Amaury.

Y se rió en las narices de Guillermo cuando este afirmó que era imposible que Palamedes fuera el embajador del Preste Juan, ¡ya que este último no existía!

– Majestad, no deberíais haber atacado…

– Hablaremos de t-t-todo esto más tarde -prosiguió Amaury, ofreciendo su rostro a las llamas del formidable fuego que brillaba en el centro del faro-. Mira, ¿no dirías que Alejandría dispone de su p-p-propio sol? ¿Y que se encuentra en el centro de su propio co-co-cosmos, cuyos astros se llaman Damasco, El Cairo, Jerusalén, Constantinopla?

– ¡Estáis de un humor poético hoy, majestad!

– P-p-pienso en el momento en el que levantaremos la Vera Cruz sobre la ciudad…

Apoyándose de nuevo con las dos manos en la balaustrada, Amaury preguntó:

– ¿Crees que el faro pudo guiar a los Reyes Magos hasta aquí?

– No -replicó Guillermo-. Jesús no nació en Alejandría, sino…

– En Nazaret, es cierto. Había olvidado ese d-d-detalle…

Llevándose la mano a la boca, Amaury ahogó un ataque de risa, tosió dos o tres veces para recuperar la compostura y añadió:

– Lo cierto es que-que es una lástima. Admira esto -dijo mostrando la puesta de sol-. ¿No es magnífico? ¿Y este faro? Ah, dime, ¿p-p-por qué no nació Jesús en este lugar?

De nuevo se volvió hacia la llama, y permaneció inmóvil unos instantes, saboreando el calor que le acariciaba el rostro y le calentaba el pecho.

Guillermo miró a su rey con una ternura infinita. A pesar de sus torpezas, de sus arrebatos, incluso de la injusticia de que podía dar prueba, le amaba. Con todo su corazón. Este rey tenía la cabeza llena de sueños imposibles. Se imaginaba un destino como el del rey Arturo, con su Tabla Redonda, su Merlín (que habría encarnado él, Guillermo), su Ginebra, su Grial y su Excalibur, su Crucífera. Un rey que tenía grandes ambiciones para Tierra Santa, y que le devolvió la mirada.

Amaury había ido a Egipto por invitación del visir Chawar, para ayudarle a rechazar los asaltos de Shirkuh el Tuerto y Saladino. Actuando de ese modo, Amaury continuaba la política de sus predecesores, que trataban de evitar que Egipto cayera en manos del califa de Bagdad.

¿Había triunfado en su empeño?

Aún no. Pero sus sueños de conquista iban camino de realizarse. Su hermano y su padre habrían estado orgullosos de él. Amaury inspiró profundamente, tratando de hacer entrar la noche de Alejandría en sus pulmones. En ese instante, el lamento melancólico de varios cuernos de bruma se elevó en la ciudad. En efecto, en cada uno de los ángulos de la torre se erigían formidables estatuas que representaban tritones con una enorme concha en la boca. Un largo tubo de cobre colocado en la parte posterior permitía a los músicos soplar en las caracolas.

La figura de estos funcionarios, identificables por su largo vestido blanco con franjas azules, se asimilaba a la de los sacerdotes, tan útil era su función para los navíos que se acercaban o partían de los puertos -y por tanto a la ciudad-. Su origen se remontaba a las primeras horas del Pharos, en el tercer siglo antes de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo.

Desde esa época estaban autorizados a residir en el lugar, en alojamientos especialmente dispuestos para ellos. Su tarea consistía en soplar en las caracolas cuando era noche cerrada o cuando alguna nube ocultaba la luna. Aunque en realidad, su tarea principal era alejar a los fantasmas; por eso el sonido de las trompas llegaba hasta los arrabales de Alejandría.

Los musulmanes, que sentían escaso respeto por los tiempos anteriores al Profeta y habían quemado la biblioteca de Alejandría (aunque no habían sido los primeros) al tomar la ciudad en 642, tenían en tanta estima a los «Sopladores de los Tritones» que les habían mantenido en sus puestos.

Pero esa noche, al canto de las conchas se unía otro ruido.

– Se diría que alguien pelea en la torre -dijo Guillermo.

– ¡Oh! -exclamó Amaury-. ¡Es mi espada! ¡He d-d-dado orden de que la enderezaran, porque la t-t-torcí durante en el combate!

– Pero sire, ¿cómo…?

Amaury tuvo un nuevo ataque de risa. Se retorció, se pedorreó, eructó. Luego suspiró y explicó:

– Era una espada de ceremonia. Pensé que no t-t-tendría que utilizarla. Quería una hermosa espada dorada para hacer mi entrada en la ciudad, pero el oro se d-d-dobla más fácilmente que el acero, y t-t-torcí mi espada al golpear contra un escudo. ¡Si mi guardia no hubiera estado ahí, me habría encontrado más indefenso que un p-p-pollito fuera del huevo! Espero que Alexis de Beaujeu vuelva pronto para explicarnos por qué hemos tenido que combatir para llegar hasta aquí, cuando Saladino se había rendido y nosotros le habíamos acogido b-b-bien. ¡Y espero sobre todo que encontremos p-p-pronto esa Crucífera; estoy ansioso p-p-por ceñirla!

En ese momento, otros sonidos se añadieron al escándalo de las campanas, los soplidos de las conchas y el estruendo del herrero. Gritos de dolor y aullidos de sufrimiento.

– ¿Cómo es p-p-posible? -preguntó Amaury-. La v-v-voz humana no debería alcanzar esa fuerza. ¿Qué hechizo es este?

– Es el Pharos -exclamó Guillermo-. ¡Nos habla! Lo que oímos es su aliento, su voz…

»No olvidéis -dijo mirando al rey con expresión reverencial- que esta torre es sagrada desde el día en el que setenta y dos traductores surgidos de las doce tribus de Israel establecieron en ella una única versión del Pentateuco, en setenta y dos días…

Amaury y Guillermo callaron, dejando que el viento aullara su doloroso mensaje.

– El p-p-pueblo sufre -murmuró Amaury-. ¡Quiere que acudan a rescatarle!

El rey miraba fijamente a Guillermo, con los ojos dilatados por el asombro y el respeto, pero también por la cólera. ¿Se estaba sublevando la ciudad? ¿Quién, ahí fuera, se atrevía a atacar a sus habitantes, que habían saludado su llegada con tanta alegría? ¿El puñado de resistentes que se habían cruzado en su camino podían ser la vanguardia de una fuerza mayor?

– Voy a b-b-bajar, sígueme -declaró Amaury.

Rápidamente abandonó la cima de la torre y empezó a descender los diez mil y un peldaños de su escalera.

38

Soy, como ves, un caballero que busca lo inencontrable.

Mi búsqueda ha durado mucho tiempo, y sin embargo,

ha sido vana.

Chrétien de Troyes,

Ivain o El Caballero del León


De pronto, cuando debería haberse dirigido al Pharos para ser armado caballero por Amaury, Morgennes hizo dar media vuelta a su montura para encaminarse a la catedral de San Marcos. Había distinguido la cruz, sobre un fondo de nubes rojas. La gran cruz de la catedral se destacaba en la lejanía, y tenía la impresión de oír que pedía socorro. Sobre todo escuchaba ese grito, que seguía resonando como si hubiera sido pronunciado hacía un instante:

«¡Hacia la cruz! ¡Hacia la cruz!»

En la cabeza de Morgennes todo era confuso.

¿Qué debía hacer? ¿Seguir hacia la catedral, o bien ir hacia el Pharos? Sentía en la espalda el peso del diente del dragón que había robado a Manuel Comneno.

«¡A fe mía que si hubiera debido arrebatárselo a un dragón verdadero, lo habría hecho!»

Pero había buscado en vano, durante años. Poucet tenía razón. Los dragones no existían.

Ya no existían.

Y él, Morgennes, debía encontrar otro medio de ser armado caballero. Si es que aún quería serlo, aunque cada vez estaba menos seguro. Los únicos títulos que podía valerle ese diente eran los de ladrón y estafador. Pero no el de caballero. La babucha de Nur al-Din habría podido valerle ese honor; pero un templario se la había cogido.

En su turbación, sin embargo, algo permanecía claro. Lo que quería era ser alguien honorable. De modo que, viendo que la cruz se cubría de humo, decidió acudir en su socorro, sin saber muy bien por qué, casi por curiosidad.

Sus hombres no comprendían sus intenciones, pero le siguieron de todas maneras mientras intercambiaban palabras y preguntas. «¿Qué quiere? ¿Adónde va?» La mayoría, sin embargo, obedecieron sin rechistar, pues Morgennes era para ellos algo más que un jefe, era una prolongación de su voluntad.

La catedral de San Marcos pertenecía a los cristianos de rito copto, establecidos en Alejandría desde los primeros días de la cristiandad. Unos siglos atrás habían tenido que soportar el robo de los restos de san Marcos, que unos mercaderes venecianos habían llevado a Venecia para salvar al santo (o mejor dicho, su envoltura terrenal) de un segundo martirio que se habría añadido al que ya sufrió cuando una multitud enfurecida lo lapidó once siglos atrás.

Durante todo el tiempo, los coptos se habían convertido en maestros en el arte de permanecer lo bastante cerca de su Dios para no ofenderle y mostrar la suficiente contención y discreción en el ejercicio de su religión para no atraerse las iras del ocupante musulmán. Porque, en efecto, los sarracenos no les veían con buenos ojos. Pero como los coptos ocupaban puestos importantes en la administración egipcia y, desde hacía varios siglos, nada podía hacerse sin ellos, los fatimíes se habían visto obligados a contemporizar.

Una multitud abigarrada que lanzaba alaridos atrajo la atención de Morgennes. Musulmanes con largas ropas blancas recogiendo sus alfombras al final de la oración; niños corriendo por las callejuelas, tratando de atraparse los unos a los otros; judíos con los ojos chispeantes de astucia, de larga barba negra y cabellos ensortijados; cristianos volubles, cuyas manos se agitaban en el aire para acompañar sus palabras; soldados egipcios de expresión taimada y tez olivácea, con la espada en la mano. Patrullaban formando pequeños grupos de una docena de hombres, y la emprendían contra todo lo que se ponía a su alcance. ¿Qué querían? Divertirse. Y hacer pagar a los habitantes de Alejandría la acogida que habían dispensado a Saladino.

Pues, aunque los egipcios eran sarracenos, odiaban a sus hermanos de Damasco y de Bagdad, con los que no tenían nada que ver. Los egipcios eran primero y ante todo musulmanes fatimíes, y por tanto chiítas. Sus primos de Damasco y de Bagdad eran sunitas. Así, a imagen de los cristianos de Roma y de Bizancio, las dos facciones se detestaban -aunque en ocasiones llegaran a unirse si las circunstancias lo exigían.

Las tropas egipcias, mandadas por un extraño personaje montado en un carro, acosaban a un desvalido sacerdote copto. Este último, un anciano encogido sobre sí mismo para protegerse de los golpes, era reconocible por su larga túnica blanca con franjas azules y rojas. El sacerdote imploraba a los egipcios por su salvación y la de su catedral, e invocaba la ayuda de Dios y de todos los santos. Sin escucharle, los fatimíes lanzaron al interior de la catedral varias antorchas encendidas; en el peor de los casos, alegarían que habían sido los soldados de Saladino los autores del incendio.

«¡Antes perecer que dejar Egipto en manos de Nur al-Din!», pensó en su carro Chawar, el visir de El Cairo.


Cuando Morgennes llegó a la plaza, con sus hombres tras él, vio cómo los coptos intentaban salvar su iglesia a pesar de los golpes de los soldados egipcios. Haciendo girar en el aire su pesada cadena, Morgennes la lanzó hacia el oficial que iba en el carro. El hombre, alcanzado en el pecho, se tambaleó y salió despedido de su carruaje. La multitud estalló de alegría. Nerviosos, varios soldados egipcios se volvieron hacia Morgennes, que hizo retroceder a Iblis y tiró de la cadena. No quería que Chawar tuviera tiempo de levantarse, de modo que lanzó a su caballo a un galope corto, arrastrando tras de sí el cuerpo inerme del jefe de los egipcios.

En ese momento resonó un grito:

– ¡Morgennes, detente!

Al reconocer la voz de Alexis de Beaujeu, Morgennes se inmovilizó y miró en su dirección.

– Alexis, ¿qué quieres?

– ¡No le hagas daño! ¡Este hombre es nuestro aliado!

Mientras dejaba que sus compañeros de armas se encargaran de atemperar el ardor de los soldados egipcios, Morgennes se ocupó de asegurar su presa y preguntó:

– ¿Este viejo calvo? ¿Ataca a los coptos, y tú lo llamas «aliado»?

– Es el visir de Egipto. Un amigo de Amaury. ¡Un protegido del Preste Juan!

Morgennes aflojó la cadena para liberar a Chawar y le ordenó:

– ¡Deja a los coptos en paz, o te pesará!

Chawar emitió una especie de silbido, volvió a subir a su carro y desapareció entre un ruido atronador de ruedas y de soldados que corrían al trote tras él. Los coptos se arrodillaron a los pies de Morgennes para darle las gracias, pero este les dijo:

– No he hecho nada. Debéis agradecérselo a ella y no a mí. -Y señaló la cruz de la catedral de San Marcos-. Ha sido ella quien me ha llamado.

Pero en sus miradas vio que no lo olvidarían, y aquello fue como un bálsamo para sus sufrimientos.


Después de atravesar el largo dique de tierra que Alejandro Magno había construido para unir la isla de Pharos al resto de la ciudad, Alexis y Morgennes llegaron a un tiro de flecha del gran faro. Parecía un inmenso dragón de mármol con las alas replegadas, escupiendo hacia las estrellas su mensaje de fuego. Durante el día, una espesa humareda negra le tomaba el relevo y subía hacia el cielo formando una columna que inmediatamente era atacada por los vientos; una columna que había que mantener sin descanso, añadiendo continuamente haces de leña, garrafas de aceite y bloques de carbón a la hoguera, para que los capitanes de los navíos siempre pudieran saber hacia dónde dirigirse. A pesar de todo, las costas seguían siendo muy peligrosas, como si los escollos se desplazaran bajo los cascos de las naves con el objeto de enviar a los marinos a servir de merienda a las sirenas. A veces un barco ponía rumbo a Alejandría, guiado por el faro. Ningún obstáculo se interponía en su camino, ningún arrecife. Y sin embargo… El barco naufragaba, añadiéndose a la interminable suma de pecios que los capitanes del puerto se esforzaban en mantener al día, inscribiendo a las naves hundidas en un registro que era al mismo tiempo una carta marina y un libro de los muertos.

Algunos marinos decían que era a causa de la ninfa Idotea, que seguía ahí, agazapada en las inmediaciones de la ciudad, tratando de vengarse de los dioses que la habían reemplazado y de sus servidores humanos.

Sí, dioses, dragones, ninfas y santos se daban de la mano en Alejandría, que era en cierto modo un Egipto en miniatura, un compendio de todas las maravillas que este fabuloso país ofrecía. Morgennes se frotó los ojos y parpadeó dos o tres veces. ¡Sí, el faro era sin duda un dragón! Un dragón de piedra blanca, pero, de todos modos, un dragón. Era difícil saber si estaba al servicio de la ciudad; pero era preferible no ofenderle, no fuera que él, que la protegía desde hacía catorce siglos contra los vientos y las mareas, sintiera de pronto deseos de asolarla.

Alexis observó a su vez la cúspide del faro, y vio un profundo resplandor de ascuas, justo en el lindero de la noche. Parecía un ojo gigante que apuntara al cielo, como una advertencia.

– ¡Malditos sean estos mahometanos! -tronó, pensando en lo que habían hecho con el Pharos.

Porque, aunque los fatimíes lo habían conservado, los ulemas habían exigido de todos modos que fuera transformado en mezquita. La mezquita más alta del mundo, de la que se decía que superaba en gloria a la de Bagdad. Pero pronto volvería a caer, cuando Amaury instalara una gigantesca cruz en el lugar que ahora ocupaba la inmensa media luna de oro, que pensaba recuperar y fundir en lingotes.

– ¡Alexis! -oyó que le llamaban.

Guillermo. Con expresión inquieta, delgado como una caña, con su bastón en la mano, Guillermo caminaba por delante del rey. Los dos hombres preguntaron a Alexis y a Morgennes qué sabían de los acontecimientos que les habían obligado a salir del faro.

– Unos soldados egipcios atacaban a los coptos -dijo Alexis-. Pero Morgennes ha solucionado el problema.

– Majestad… -dijo Morgennes.

– ¡Bravo! -exclamó Amaury-. ¡Sabía que podíamos contar contigo! ¡Caballero del D-d-dragón!

Morgennes no dijo nada, pero bajó los ojos. Después, mientras volvían hacia el Pharos, Guillermo se acercó a Morgennes y le dijo:

– ¡Vaya travesía la vuestra! Me alegra volver a veros…

– ¿De modo que os acordáis de mí? -dijo Morgennes.

– Muy bien. Por otra parte, en el lugar donde estaba me hablaron mucho de vos.

– ¿Dónde estabais?

– En Constantinopla. Hablé de vos con un hombre que os conoce bien y que, en el momento en el que me despedí, estaba sorprendido por vuestra ausencia.

– Creo que sé a quién os referís. ¿No será Colomán, el maestro de las milicias?

– ¡Exacto!

– ¡Aquí están los dos héroes de la noche! -exclamó Amaury, abrazando primero a Alexis y luego a Morgennes, cuando este hubo bajado del caballo-. ¿Y bien? ¿Estáis d-d-dispuestos para la ceremonia?

– Sí -dijo Alexis.

Una vez más, Morgennes no respondió.

En torno a ellos se hizo el silencio, solo turbado por el ruido de las olas y los gritos de los pelícanos, que ahora que el asedio había terminado ya no temían ser devorados por los habitantes del puerto y por eso volvían.

– ¿Y tú? -preguntó Amaury a Morgennes-. ¿Estás preparado?

– Majestad, no sé…

– ¡Cómo! ¡Un cazador como tú! ¿Rechazarás ser armado caballero?

– No es una cuestión de mérito, majestad. Me preguntaba simplemente si todavía deseo…

– ¡Pero si en Jerusalén estabas loco por serlo! -dijo Amaury.

– ¡Explicaos! -le pidió Guillermo.

– Sería demasiado largo. Digamos simplemente que he tardado demasiado y que… ¡Ah si tuviera todavía esa babucha!

– ¿La de Nur al-Din? Creía que había sido Galet el Calvo quien se había apoderado de ella.

– De lo que se apoderó fue de mi victoria. Pero olvidemos eso, no es importante.

– Decididamente -dijo Amaury-, no es nada c-c-común. ¿Cuántas hazañas has realizado?

Morgennes se encogió de hombros.

– Lo ignoro, majestad.

– Y si te pidiera… En el curso de tus numerosos viajes, ¿has oído hablar alguna vez de Crucífera?

– ¿La espada de san Jorge?

– Exacto. ¡Encuéntrala, y te cubriré de oro!

Mostrando su vaina vacía a Morgennes, le explicó:

– Ahora soy un rey sin espada. Y según Manuel C-c-comneno, es una espada incomparable…

– Sire -intervino Guillermo-, deberíais cuidar a vuestro único y verdadero aliado, el emperador Manuel Comneno, antes que a estos dudosos Palamedes y Chawar, que no me inspiran ninguna confianza.

– ¡Poco importa! -tronó Amaury-. ¡Soy yo quien d-d-decide! ¡Y ahora seguidme!

Amaury, Guillermo, Alexis, Morgennes y sus hombres -un poco turbados por lo que acababan de oír- subieron la escalera de mármol del Pharos, seguidos por Alfa II y Omega III, a los que un lacayo debía ayudar a trepar por los peldaños, demasiado altos para ellos.

Después de una larga ascensión, el pequeño grupo se encontró en una habitación imponente, situada justo por debajo de la sala del faro propiamente dicha. Su techo, situado a varias lanzas de altura, estaba perforado por aberturas por las que escapaba la luz del faro.

El momento de la ceremonia se acercaba. Morgennes contempló las ropas que le habían ordenado vestir. Una larga túnica de lino blanco, símbolo de pureza. El baño que en principio Alexis y él debían haber tomado había sido reemplazado por algunas gotas de agua bendita con las que Guillermo de Tiro les había rociado la frente.

Cada una de estas gotas había sido como una herida para Morgennes. ¿Qué estaba haciendo? ¡Estaba a punto de mentir! ¡De traicionarse a sí mismo! Y sin embargo, podía elegir. Igual que Amaury había impuesto a sus hombres que no saquearan la ciudad. Miró cómo los dos lacayos ayudaban a Alexis a enfundarse el brial de paño rojo que simbolizaba la sangre que debería derramar -la suya- para defender a Dios y Su Ley. Luego le llegó el turno. Levantó los brazos. Y tuvo la sensación de que se ahogaba.

«¡No puedo vivir fuera de la verdad!»

Lanzó un grito. Le preguntaron:

– Amigo, ¿te encuentras mal?

Pero él no respondió. Le miraron con inquietud. Los caballeros del Hospital le observaron inseguros. ¿Era Morgennes, realmente, una buena incorporación? El Hospital necesitaba desesperadamente mercenarios para realizar el trabajo sucio, pero ¿era una buena idea reclutarlo a él?

Luego le llegó al rey el turno de pasar por los pies desnudos de Morgennes y de Alexis unas gruesas calzas negras mientras les decía:

– Su color de t-t-tierra servirá para recordaros vuestros orígenes y ayudar a que os guardéis del orgullo.

– Que mancha todo aquello que toca -murmuró para sí Morgennes.

Después de las calzas, Amaury les anudó en torno a la cintura un fino cinturón de seda blanca.

– Que este cinturón mantenga alejada la lujuria.

Luego les entregó un par de espuelas de plata:

– Y que esto os vuelva ardorosos en el servicio a D-d-dios y al reino.

De pronto ahogó un ataque de risa. Consiguió recuperar la seriedad, y la ceremonia siguió adelante, hacia su punto culminante. Amaury empuñó su espada, que el herrero había conseguido enderezar tras grandes esfuerzos, la levantó por encima de la cabeza de Alexis y clamó:

– ¡Su hoja tiene d-d-dos filos! Ellos bastan, pues significan rectitud y lealtad, para que nunca olvidéis ir en de-defensa de la viuda y del huérfano…

Descargó un vigoroso golpe en cada uno de los hombros de Alexis, que estuvo a punto de perder el equilibrio por la violencia del impacto. Amaury había golpeado tan fuerte que la hoja de su espada se había torcido de nuevo.

– Que puedas guardar en tu memoria estos golpes que t-t-te he dado -prosiguió Amaury-, y con ellos tus d-d-deberes. Ayunar el viernes, o si no puedes hacerlo a causa del combate, dar limosna a los pobres. Asistir cada día a misa, y ofrecer en ella lo que puedas. No negar nunca tu apoyo a una doncella o a una dama en peligro. Finalmente, no mentir ni traicionar nunca.

– Acepto -dijo Alexis.

Amaury le dio un beso y declaró:

– ¡Yo te armo caballero!

Los asistentes contuvieron el aliento. Dentro de unos instantes podría dar rienda suelta a su alegría. Amaury se volvió hacia Morgennes, que se encogió sobre sí mismo como Atlas bajo el peso del mundo.

Luego, en el momento en el que el rey levantaba su espada, Morgennes se incorporó y dijo:

– Majestad, no merezco este honor.

39

Si debe hacerse una reputación en el oficio de las armas,

en esta tierra la obtendrá.

Chrétien de Troyes,

Cligès


Balduino IV todavía era un niño, tan guapo, ágil y vivo como feo, gordo y torpe era su padre. Estas cualidades, asociadas a una inteligencia y a una memoria fuera de lo común, hacían de él un perfecto heredero del trono. No había noble ni prelado que no le saludara con una amplia sonrisa cuando pasaba por los corredores del palacio de David, que sembraba de risas y gritos de alegría. Era un poco el hijo de todos, pero un solo hombre tenía el derecho de educarle. No era su padre, ni su padrino -Raimundo de Trípoli-, sino el ser más sabio y cultivado de Tierra Santa, que acababa de ser nombrado arzobispo de Tiro en recompensa por los servicios prestados junto al emperador de los griegos: Guillermo, que en adelante llevaría el sobrenombre de «Guillermo de Tiro».

Guillermo de Tiro, que por entonces rondaba los cuarenta, era un hombre agotado. No a causa de sus estudios, que se alargaban generalmente hasta agotar las velas, y ni siquiera a causa de sus numerosos trabajos de historiador, traductor y negociador, ni a sus cargos de arzobispo y de primer consejero del rey, sino a causa de esa cabecita rubia de Balduino, que Amaury le había pedido que llenara al máximo y lo mejor posible: «¡Para convertirla en una cabeza capaz de llevar la corona mejor que yo!».

Balduino adoraba a Guillermo. Nada le complacía tanto como verle entrar en su habitación cuando iba a buscarle para dar un largo paseo en lo alto de las murallas. Allí, Guillermo le contaba en latín, griego o árabe la historia de Jerusalén, de modo que cada episodio era el pretexto para una lección de lengua, religión, geografía, botánica, literatura, aritmética, etc. Es decir, de todas las materias, innumerables, en las que Guillermo estaba versado.

Pero aquel no era momento para lecciones, y Balduino, a quien su padre había autorizado a ir a El Cairo ahora que los ejércitos de Nur al-Din se habían marchado, correteaba entusiasmado entre las viejas piedras egipcias.

Y en particular entre las de las pirámides.

No había monumento bastante grande para que renunciara a escalarlo, y cuando distinguió, a un tiro de ballesta de las aguas del Nilo, las pirámides que ascendían hasta el cielo, declaró:

– ¡Escalaré la más alta!

Guillermo, que, encaramado a un asno, acompañaba al joven príncipe en todos sus desplazamientos, se limitó a sonreír. Ya se vería, cuando Balduino estuviera al pie de las primeras piedras de estos monumentos, lo que diría al constatar que eran mucho más altas que él.

Por desgracia, Guillermo sufrió un desengaño. Porque, al acercarse a la base de la mayor de las pirámides, la de Keops, Balduino exclamó:

– ¡Llevadme!

Sería como escalar una montaña. Buscando ayuda en torno a él, Guillermo divisó a uno de los arqueros del rey y le preguntó:

– ¡Eh, vos! ¿No podríais ayudarnos a trepar a la cima de esta pirámide?

El hombre les miró con incredulidad, y luego se echó a reír sin disimulo. ¿Hablaba en serio? Escalar aquel monumento con un niño de apenas seis años ¡era una completa locura! ¿Y si tenía una mala caída, y mataba al heredero del trono? ¡Seguro que Amaury lo destriparía y luego lo asaría con manzanas! De todos modos, era imposible.

– Podría tensar mi mejor arco, apuntar durante una semana y lanzar la mejor de mis flechas -dijo el arquero-, y no alcanzaría la cima. ¡No somos monos! Renunciad, es más prudente.

Y apartó la mirada de Guillermo para concentrarse en la partida de dados que estaba jugando con tres compañeros.

Guillermo ya no sabía a quién recurrir y temía tener que anunciar a Balduino que debían dejar la expedición para más tarde, cuando una voz, que Guillermo de Tiro iba a conocer cada vez mejor, le hizo esta proposición:

– Permitidme que os ayude.

– ¡Vos! -dijo Guillermo al descubrir quién la había pronunciado-. Pero…

– Vamos, no porque haya renunciado a ser armado caballero por una hazaña que no he realizado hay que considerarme un apestado.

– Tenéis razón -admitió Guillermo.

Y miró a Morgennes, que había preferido la infamia de la verdad a una gloria usurpada; infamia que el rey le había perdonado rápidamente cuando Morgennes le había dicho que podía guardarse el diente de dragón -que ese sí era verdadero-. Entonces Amaury había exclamado: «¡Te felicito, y estoy seguro de que un día tus hazañas me darán ocasión de armarte caballero!».

Morgennes se arrodilló junto al pequeño rey y le ofreció su espalda. Enseguida, Balduino le pasó los brazos alrededor del cuello, anudó sus piernas en torno a su vientre, y Morgennes se levantó, con Balduino IV a cuestas.

A una velocidad impresionante, Morgennes emprendió la escalada de Keops, eligiendo con cuidado sus presas, deslizando los pies en las anfractuosidades de la roca y progresando a un ritmo tal que ni un mono habría podido superar.

Guillermo, que se había quedado abajo, seguía su ascensión protegiéndose del sol con la mano; confiaba en Morgennes pero temía, al mismo tiempo, que se produjera un accidente. Los arqueros, junto a él, seguían lanzando sus dados sobre la arena como si nada ocurriera. Pronto, Morgennes y Balduino fueron solo una mancha en la cima de la pirámide, una mancha que se desplazaba a un lado y a otro, cada vez más alto.

Luego desapareció totalmente.

Guillermo hizo bocina con las manos y llamó:

– ¡Balduino! ¡Balduino!

Pero desde ahí arriba, el pequeño rey no oía nada.

Se encontraba sobre una plataforma estrecha, en la que algunas piedras estaban cubiertas de inscripciones diversas -como una piel llena de cicatrices-. Algunas estaban en fenicio, otras en árabe o en griego, y otras, finalmente, en francés.

– ¿Qué escribiremos? -preguntó Balduino, risueño, a Morgennes.

– No sé, alteza. Lo que vos queráis.

Balduino cogió una piedra que tenía la consistencia del sílex y grabó una frase sobre una roca. Cuando hubo acabado, volvió su rostro bronceado hacia Morgennes y le preguntó:

– ¿Queréis saber lo que he escrito?

– Por favor.

– «El que no es caballero ha servido de montura a un príncipe para traerlo hasta aquí. Este príncipe dice que él vale más que un caballero.»

– Alteza…

El niño se echó a reír, y lanzó la piedra. La piedra rebotó en los peldaños superiores de la pirámide, no lejos de Balduino.

– Dicen -comentó Balduino- que el arco que permitiría enviar un proyectil más allá de la base de esta pirámide no existe…

– El arco tal vez no -dijo Morgennes-. Pero el brazo…

Y uniendo el gesto a la palabra, se agachó para coger una piedra, echó la mano tan atrás como pudo, tensó sus músculos y la lanzó. La piedra describió una curva, que la llevó arriba, muy arriba, antes de caer lejos, muy lejos de ellos. Tan lejos que dejaron de verla.

– ¿Creéis que ha superado la base de la pirámide?

A modo de respuesta, Morgennes se llevó un dedo a la boca y con un gesto indicó al niño que escuchara. Balduino aguzó el oído; primero solo oyó el ruido del viento, pero luego escuchó un grito de dolor.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó.

– Tendremos que preguntarle al arquero que no quiso traeros hasta aquí… ¡Creo que estáis vengado, alteza!

En efecto, Morgennes había apuntado tan bien y su fuerza era tan extraordinaria, que el arquero había recibido la piedra en la cabeza.

Guillermo de Tiro había visto cómo la piedra caía directamente sobre el arquero y le abría una herida en el cráneo, antes de caer sobre la arena junto con un poco de sangre clara. Furioso, el arquero se pasó la mano por el pelo para calmar el dolor, sin comprender de dónde había llegado ese guijarro.

– ¿La venganza de los dioses, tal vez? -aventuró Guillermo.

El arquero miró los dados que se disponía a lanzar y dijo a sus camaradas:

– Vayamos a divertirnos más lejos.

Guillermo esbozó una sonrisa, como si hubiera adivinado quién había lanzado esa piedra y por qué. «Decididamente -se dijo-, este Morgennes es una caja de sorpresas. Tendré que hablar de él al rey, porque podría sernos útil para contrarrestar las acciones de los ofitas, que tienen aquí su guarida.»

En la cima de la pirámide, Morgennes y Balduino aprovecharon la posición de la que disfrutaban para contemplar el panorama. Al oeste, el desierto blanco corría en dirección a poniente como una lengua de marfil, una lengua de muerto. Al sur, el desierto y las otras pirámides, entre las cuales las tiendas de la hueste real parecían minúsculas pirámides enanas, hermanas pequeñas de las mayores. Largas columnas de hospitalarios a caballo patrullaban en la base, y sus estandartes y uniformes negros con la cruz blanca formaban un río de tinta entre los monumentos. A oriente, Morgennes y Balduino pudieron admirar, primero el vasto Nilo y la isla de Roddah, y luego El Cairo propiamente dicho, con sus minaretes cubiertos de oro y sus techos en terraza poblados de árboles. Al norte, finalmente, el desierto, siempre el desierto, de marfil y tiza, pálido y amenazador bajo el cielo de un azul insolente.

Un bullicio lejano parecía provenir de El Cairo; apenas distinguían nada, excepto una impresión de densidad, de carne muy vieja haciendo la muda, como una serpiente.

– ¿Dónde está Fustat? -preguntó Balduino.

– Por allí, creo -dijo Morgennes, mostrando a Balduino la ciudad vieja, al sur de El Cairo.

– Guillermo me ha dicho que también se llamaba Babilonia.

– Por qué no -dijo Morgennes-. Después de todo, nada impide a las ciudades tener varios nombres.

– También dice que allá existe una secta de adoradores de la serpiente.

– Tal vez -dijo Morgennes, pensativo-. ¿Os ha dicho dónde exactamente?

– No. Solamente dijo: «En Babilonia».

– Debe de tener razón. Nadie en Jerusalén es más erudito que Guillermo.

– Lo sé -dijo Balduino.

Mientras el niño observaba Fustat con los ojos muy abiertos, Morgennes le pasó de pronto la mano por la cabeza y le acarició los cabellos.

Este gesto habría podido costarle caro, pero Balduino se volvió hacia él y empezó a reír a carcajadas. Morgennes rió con él, preguntándose qué sorpresas le reservaría esta ciudad -donde el rey debía permanecer esa noche y la siguiente.

Un semicírculo de plata se recortaba ya, como una uña gigante, hacia oriente, sobre un cielo perfectamente puro, color azur y oro. Una estrella que se iluminó poco después arrancó este suspiro a Balduino:

– Tenemos que bajar, o nos tirarán de las orejas…

Morgennes se agachó, se cargó al niño a la espalda y lo devolvió al pie de la pirámide, al lugar exacto de donde habían salido cuando el sol había iniciado su descenso. Balduino se echó en brazos de Guillermo y le contó todo lo que habían visto, sin omitir el menor detalle.

Pero Guillermo calmó los ardores del príncipe anunciándole: -El rey nos espera. ¿Venís con nosotros? -preguntó a Morgennes.

Morgennes asintió y les siguió.


Amaury se encontraba no muy lejos de Keops, a la sombra de una gigantesca cabeza de león que emergía de una duna. Debía de haberse producido algún incidente de importancia, porque hablaba entrecortadamente mientras levantaba arena con los pies.

Guillermo acudió a su lado y se apresuró a preguntarle qué había ocurrido. El rey le contó entonces que, al querer ajustar sus catapultas, sus hombres habían tomado como objetivo el apéndice nasal de esta cabeza de león y la habían roto.

Cuando se les preguntó por qué habían apuntado a la cabeza, los soldados de Amaury respondieron que habían creído actuar correctamente. Necesitaban un punto de referencia, y como Amaury les había comunicado que no quería ver a ninguna mujer a su alrededor, se habían dicho que era mejor disparar contra esa cabeza de león -que parecía una leona- antes que hacerlo contra las pirámides.

– La historia no nos lo tendrá en cuenta -dijo Guillermo-. Debéis perdonar a vuestros hombres, ya que solo querían proteger vuestro campamento. Pensad en todo lo que podremos realizar cuando, dentro de unos años, francos y egipcios trabajen unidos, codo con codo, para hacer de sus dos patrias, al fin reunidas, el país más hermoso del mundo. Entonces habrá llegado el momento de reparar los daños causados por vuestros soldados.

Amaury, sin embargo, estaba más que indignado, porque, después de la matanza de Bilbais, había decretado que en adelante se prohibía el pillaje. A partir de ese momento los francos tendrían una actitud irreprochable, y nunca más podría decirse, en ningún lugar, que se comportaban como bárbaros. Pero sus soldados parecían tan desconsolados, y Amaury tenía tan buen corazón, que los perdonó.

– Cubridla con una lona mientras voy a ver al califa…

– ¿Cómo se llama este monumento? -preguntó el joven Balduino a Guillermo, apretándole la mano.

– La Esfinge -respondió Guillermo-. Se dice que tiene cuerpo de león, pero ¿cómo saberlo? La arena la cubre desde hace tantos años…


El palacio califal era una colosal construcción rectangular, cuyo aspecto exterior no hacía presagiar de ningún modo el esplendor de su interior.

Solo algunos francos habían tenido el privilegio de acompañar a Amaury, y entre ellos se encontraban Guillermo de Tiro y Balduino IV. Como ambos habían insistido, Morgennes se había unido también al grupo. Se sorprendió enormemente al ver, entre los otros representantes del reino de Jerusalén, a dos de los seres que más odiaba en el mundo: Galet el Calvo y Dodin el Salvaje, los dos templarios con los que había tenido un violento altercado en el Krak de los Caballeros.

Pero los dos hombres no tenían tanta memoria como él y le habían olvidado. ¿Cuántos años habían pasado desde su anterior encuentro? Debían de ser cinco ya. Cinco largos años durante los cuales Morgennes se había convertido en otro hombre, con la piel tostada por el sol, endurecida por las pruebas que había soportado, y en los que su tonsura había desaparecido. Cinco largos años durante los cuales los dos templarios no parecían haber cambiado en nada. Uno seguía llevando en el costado izquierdo la misericordia del padre de Morgennes, y el otro parecía gozar aún de la gloria que le había otorgado la babucha de Nur al-Din. Dos mentirosos contumaces, dos bribones, dos usurpadores de los que Morgennes se vengaría a su modo.

Para no hacerse notar, fue tan discreto como un gato y habló menos que una estatua. Pero los lugares que atravesaban eran tan magníficos, de una belleza tan pasmosa, que habría podido bailar la giga y tocar la flauta sin que nada cambiara. En efecto, el interior del palacio desbordaba de riquezas hasta tal punto que los francos sintieron vértigo. ¿Era posible que hubiera en el mundo esplendores semejantes? ¿O quizá, al entrar en ese palacio, habían franqueado el umbral de otra tierra?

Guardias de piel negra, sobrecargados de armas y con armadura de gala, se arrodillaban a su paso. Chawar, finalmente, había acudido en persona a recibirlos a la entrada del palacio, y se divertía jugando a ser guía. Al verle, Morgennes palideció, porque se trataba del infame personaje que, desde su carro, había atacado a los coptos en Alejandría. El hombre a quien habría matado si Alexis de Beaujeu no hubiera intervenido a tiempo para impedírselo. Sin embargo, Chawar no pareció reconocerle, o si le había reconocido, no dio muestras de ello.

Para impresionar a los francos, el visir les hizo pasar por un sinfín de pasillos adornados con cortinajes de oro y seda, y luego por patios a cielo abierto donde había fuentes que manaban en medio de jardines exuberantes. Guillermo de Tiro dejó escritas sobre esta visita algunas páginas, muy conocidas, de las que aquí se ofrece un extracto:


En este lugar se nos reveló lo más pasmoso, lo más misterioso, lo más secreto de Egipto. Allí pudimos ver balsas de mármol llenas del agua más límpida que pueda imaginarse, así como una multitud de aves desconocidas en nuestro mundo. ¡Qué espectáculo tan prodigioso para nosotros, pobres francos, el de estos pájaros de formas inauditas y colores extraños, de gorjeos tan diversos como excepcionales!… Había, para pasear, galerías con columnas de mármol revestidas de oro, con esculturas incrustadas; el pavimento estaba hecho de diferentes materias, y todo el contorno de estas galerías era verdaderamente digno de la majestad real… Avanzando aún más lejos, bajo la guía del jefe de los eunucos, [encontramos] otras edificaciones aún más elegantes que las precedentes… Había allí una sorprendente variedad de cuadrúpedos, tanta como la mano de los pintores pueda complacerse en representar, como la poesía pueda describir o la imaginación de un hombre dormido pueda inventar en sus sueños nocturnos; como la que se encuentra, en fin, realmente, en los países del Oriente y del Mediodía, mientras que Occidente nunca ha visto nada parecido.


Todo esto tenía un único objetivo: ablandar a los francos, subyugarlos. Someterlos a la muy alta autoridad de Egipto, para obligar a Amaury a reconocerse, instintivamente, vasallo en vez de soberano. Pero Amaury no era un hombre que se dejara impresionar fácilmente.

Mientras recorrían estas salas, jardines y pasillos, el rey mostraba una expresión de hastío -como si estos esplendores le fueran familiares y en Jerusalén se lavara los pies en un barreño de oro con piedras preciosas engastadas-, que por otra parte sentía, ya que, a sus ojos, su hijo era mil veces más hermoso que el palacio del califa. Y así fue como se fijó en Morgennes.

Morgennes caminaba exactamente a la sombra de Balduino, como si quisiera protegerle. Servirle de guardia de corps. Fue en ese instante, según cuenta Guillermo de Tiro, cuando el rey decidió contratar a Morgennes como espía -aunque ya se le había ocurrido cuando había renunciado a ser armado caballero.

Era un hombre recto, en el que un rey podía confiar.

Esta decisión, que convertiría a Morgennes en uno de esos hombres llamados la «sombra del rey», fue una de las más sabias que Amaury tomó nunca. E interiormente se felicitó por ella mientras comunicaba su elección a Guillermo de Tiro, que le escuchó con atención asintiendo con la cabeza.

La recepción empezó con la presentación de los francos al califa de Egipto, al-Adid. Era un adolescente esquelético, de rostro demacrado, con la cabeza rasurada y vestido con amplios ropajes que realzaban la delgadez de sus miembros. Sus ojos, excesivamente maquillados, parecían los de un loco, y todo en él producía la extraña sensación de que era transparente, como si solo le quedaran unos días de vida, o como si ya no viviera desde hacía mucho tiempo.

Era un ser que no contaba.

Un símbolo, una idea.

Así, conforme al uso, al-Adid no habló en toda la ceremonia. Fue Chawar quien se expresó por él. Pero el resultado de sus conversaciones fue que Egipto aceptaba la protección de los francos, y se comprometía a entregarles, cada año, un impuesto de cien mil monedas de oro. Chawar estaba en la gloria y sonreía enseñando todos sus dientes. Sus maquinaciones habían dado resultado.

Egipto se encontraba a salvo de los sunitas de Damasco, y los griegos se habían quedado en Bizancio. Los francos, finalmente, aportaban su protección sin incomodarle en nada. ¡Era perfecto!

Algunos funcionarios, todos coptos, sentados en el suelo con una losa de piedra atravesada sobre las rodillas, tomaban nota de cuanto se decía. Morgennes se fijó en que, de vez en cuando, uno de ellos levantaba los ojos en su dirección sin dejar de escribir. Parecía que quisiera indicarle algo, pero Morgennes no veía qué podía ser.

Finalmente, cuando el acuerdo diplomático quedó sellado, oralmente, y Amaury hubo anunciado que había ordenado a los templarios Galet el Calvo y Dodin el Salvaje que permanecieran en El Cairo para recaudar el impuesto prometido, se produjo un acontecimiento que nunca, en más de cuatro mil años, se había visto en Egipto.

Y es que la humanidad nunca había tenido antes a un rey como Amaury. Pues el monarca franco, por más que otorgara cierto valor a las promesas hechas oralmente y a los contratos firmados (si bien un poco menos a estos últimos), solo confiaba en los que se comprometían físicamente con él.

Cuando Amaury propuso a los egipcios sellar su acuerdo «con un franco y viril ap-p-pretón de manos», estos se quedaron sencillamente estupefactos y creyeron que bromeaba.

Estaba claro que no le conocían.

Amaury se adelantó hacia al-Adid, que reaccionó con unos temblores de las cejas similares a los de las viejas cortesanas que quieren hacerse pasar por vírgenes. ¿Cómo? ¿Tocar al califa? ¿Dios en la tierra, o casi? ¡Impensable!

Pero Amaury insistía. Se mantenía, con una pierna adelantada, a solo unas pulgadas del trono del califa, con el torso inclinado hacia delante y la mano derecha tendida hacia al-Adid, con una amplia sonrisa en los labios.

– ¡Si no me estrecha la mano, me voy!

Los egipcios debatieron con una hábil mezcla de gestos indignados y expresiones ofendidas. Chawar, por su parte, recurrió al desesperado estado de inseguridad en el que se encontraba Egipto y lo importante que era contentar a los francos, que habían expulsado a los ejércitos de Nur al-Din.

Finalmente -lo que ya era una inconcebible concesión-, al-Adid consintió en coger en su mano enguantada de seda la mano del rey.

Pero Amaury rehusó agriamente, alegando:

– Señor, la fe no p-p-permite rodeos. En la fe, los medios por los que los p-p-príncipes adquieren de obligaciones deben ser desnudos y abiertos, y conviene ligar y desligar con sinceridad todo pacto comprometido sobre la fe de cada uno. Por eso, d-d-daréis vuestra mano desnuda, o nos veremos obligados a creer que existe por vuestra parte mentira o poca p-p-pureza.

Los egipcios parecían a punto de perder la paciencia, pero Galet el Calvo tuvo la buena idea de hacer tintinear su espada sobre su cota de mallas y todo volvió al orden. Sin olvidarse de reír, para disimular y hacer como si se tratara de un juego, el joven al-Adid retiró su guantelete de fina seda, y una mano de una blancura de tiza apareció a la vista de todos. Los egipcios bajaron los ojos para no verla, pero Amaury la empuñó y la apretó con energía mientras recitaba en voz alta los términos de su pacto y exigía que el califa los repitiera después de él.

Luego, satisfecho, retrocedió y volvió con los suyos.

Riendo nerviosamente y haciendo melindres, el califa dio orden de que trajeran los regalos que había previsto para los francos y volvió a ponerse el guante. Entonces una procesión de eunucos negros se adelantó. Cada uno llevaba una bandeja de oro con diversos objetos preciosos y magníficas joyas. Amaury, por su parte, recibió una soberbia piedra de color verde oscuro.

– Es una serpentina -aclaró Chawar, cuando el rey le preguntó su nombre.

– Una ofita -precisó Guillermo.

Chawar asintió con la cabeza:

– Exacto. ¿La conocéis?

– Sí -dijo Guillermo-. Pues estas piedras llevan el mismo nombre que cierta secta de adoradores de la serpiente establecida en Babilonia…

Chawar no hizo ningún comentario, sonrió enigmáticamente y dijo:

– Perdonadme, pero los asuntos del califato…

Y se esfumó, como una serpiente que corre a refugiarse bajo una piedra.

Guillermo se inclinó hacia Amaury y le susurró unas palabras al oído, que el rey escuchó atentamente. Cuando Guillermo acabó de hablar, Amaury miró a derecha e izquierda, buscando a Morgennes, porque tenía una misión que confiarle.

40

Por los libros en posesión nuestra, conocemos los hechos

de los antiguos y la historia de las épocas pasadas.

Chrétien de Troyes,

Cligès


Habían pasado varios meses desde el regreso de Amaury a Jerusalén y el establecimiento de un protectorado franco en Egipto.

Morgennes, que se había quedado por orden del rey, tenía por misión «hacerse olvidar», una tarea en la que era maestro. En este caso, consistía en mezclarse con la población de modo que pudiera mantener a Amaury al corriente de lo que se tramaba en El Cairo. Porque ser la «sombra del rey» era también ser sus oídos y sus ojos.

Oficialmente, sin embargo, el rey no tenía sombra. Ni real ni de ningún otro tipo.

Y nunca nadie debía hacerle notar que arrastraba, como todos, un doble oscuro de su persona, un doble cambiante, móvil y que le seguía a todas partes hiciera lo que hiciese y fuera adonde fuese. Porque al ascender al trono de Jerusalén, había recibido de Dios la absolución de sus pecados. El rey se volvía bueno por la exclusiva gracia del trono, y nadie, nunca, debía poder encontrar en él nada que objetar. Para todos era evidente que Dios no habría podido aceptar como soberano de su santa ciudad a un hombre imperfecto, marcado por los defectos.

A semejanza de su cofrade de Roma -el Papa-, el rey era un hombre intachable y considerado infalible.

Sin embargo, sin duda para hacer olvidar la sombra que supuestamente ya no les acompañaba, los reyes de Jerusalén muy pronto adoptaron la costumbre de dar a algunos hombres excepcionales el estatus de «sombra».

Este consistía en no ser. En desaparecer, llevándose consigo todos los defectos que se suponía que el rey ya no tenía. Pues si el rey es franco, recto, honesto y virtuoso, las sombras, por su parte, son retorcidas, solapadas, mentirosas y viciosas, y no dudan en engañar para alcanzar sus fines. El rey es objeto de admiración, es grande, es bueno. Las sombras, en cambio, no son objeto de nada, sino de rumores, de habladurías que les acusan de todos los males y les hacen responsables de todo lo que funciona contrariamente a lo esperado.


Morgennes cumplía a la perfección su papel de sombra: usaba diferentes disfraces para introducirse en lugares que normalmente le habrían estado prohibidos, repartía sobornos, pasaba informaciones y espiaba conversaciones. Gracias a su excelente memoria, retenía todo lo que era demasiado peligroso consignar por escrito. Cada semana, media docena de correos cargados con parte de lo que Morgennes había averiguado partían a Jerusalén a lomos de camellos. Así el rey permanecía al corriente de todo. Y particularmente de los excesos de los dos templarios nombrados en El Cairo para representarle. Porque, en efecto, esos hombres no tenían ningún reparo en entrar en las mezquitas a caballo o sin descalzarse, en levantar el velo de las mujeres o servirse sin pagar en las tiendas; actuaban en todas las circunstancias de un modo tan indigno que atraían sobre sí -y sobre los francos en general- el odio y el resentimiento de los egipcios, incluidos los coptos.

La elección de Galet el Calvo y Dodin el Salvaje podía sorprender; pero en realidad no tenía nada de extraño que Amaury los hubiera elegido como emisarios, ya que ambos hablaban muy bien el árabe y estaban acostumbrados a dirigir negociaciones a veces extremadamente duras -particularmente con esa facción mahometana mil veces maldita que infestaba las montañas donde los templarios y los hospitalarios habían instalado sus cuarteles: los asesinos-. Para estos dos templarios, no había individuo demasiado pobre o demasiado poderoso para que no pudieran sustraérsele algunos denarios que añadir a las arcas del Temple -o del reino, en este caso.

Pero esta es otra cuestión. Ahora tengo que volver a Morgennes, que en este preciso instante se había envuelto el cuerpo en un gran manto gris y espiaba desde una terraza las idas y venidas de Chawar. El comportamiento del visir, obsequioso y siempre dispuesto a mostrarse de acuerdo con los dos templarios, le intrigaba. Morgennes sospechaba que no jugaba limpio. Para descubrir su juego, le seguía desde hacía más de una semana, sin resultado. Pero cierto domingo, al anochecer, Chawar fue a pasear del lado de Fustat, no lejos del barrio copto. Su marcha era vacilante, y describió mil y un rodeos por las callejuelas serpenteantes de la ciudad vieja, antes de deslizarse al interior de una sórdida vivienda de paredes leprosas, donde Morgennes también entró.

Morgennes no lo sabía, pero el edificio en el que Chawar acababa de desaparecer era un templo consagrado a una divinidad muy antigua llamada Apopis. Solo los iniciados tenían derecho a entrar allí. Después de haberse arrodillado, para dar testimonio de su humildad, descendían por un largo y estrecho corredor guardado por serpientes de piedra. La leyenda contaba que estas estatuas tenían el poder de cobrar vida para golpear a los intrusos. Pero Morgennes desconocía esta leyenda, igual que ignoraba que los antiguos adeptos de Apopis se habían «mudado» para ceder su puesto a los ofitas.

Su origen se remontaba al siglo II después de Cristo, a la época en la que numerosísimas sectas proliferaban en torno a los restos aún tibios de Cristo. Inmediatamente condenados por los Padres de la Iglesia, combatidos por personalidades tan eminentes como Epifanio, Hipólito o Ireneo -que luego serían canonizados por sus servicios a la cristiandad-, no por ello los ofitas habían dejado de aumentar. Incluso el gran Orígenes los había denunciado, escribiendo: «Los ofitas no son cristianos, son los mayores adversarios de Cristo».

Particularmente activos en Egipto, los ofitas se habían visto forzados, para no ser exterminados, a pasar desapercibidos. Habían calcado su comportamiento del de aquellos a los que invocaban: los cristianos de los primeros tiempos y las serpientes. Y así habían abandonado la superficie de la tierra para ir a refugiarse en las catacumbas, olvidando hasta el nombre del sol.

En el curso de los siglos habían excavado una extensa red de grutas, sótanos y cuevas unidos entre sí por numerosos subterráneos, y habían practicado su religión lejos de las miradas de las autoridades religiosas, romanas y bizantinas. Incluso habían conseguido la hazaña de resistir a la invasión musulmana de Egipto de 639; gracias, por un lado, a que sus nuevos amos les habían confundido con los coptos, y por otro, a que nunca habían dejado de esconderse, esperando el día en el que por fin podrían salir a la luz.

Y ese día, el Día de la Serpiente, se acercaba.

Según los cálculos astrológicos establecidos por los fundadores de la secta, el día en el que la «Cabeza» y la «Cola» de la serpiente se encontraran, el mundo se vería obligado a reconocer la supremacía de los «Hijos de la Serpiente» (es decir, de los ofitas) y, en consecuencia, a doblegarse a su ley.

Según la tradición, la «Cabeza» era una estrella, la de la mañana. A lo largo de los siglos, esta estrella, bautizada «Lucifer», se había identificado sucesivamente con el rey de Babilonia, Cristo, Fustat y El Cairo, y luego con el propio Satán.

En cuanto a la «Cola», debía de ser un cometa. Su paso forzaría a la estrella de la mañana a desviarse de su ruta y acercarse peligrosamente a nuestro planeta. Una lluvia de serpientes se abatiría entonces sobre la tierra, amenazando con extinguir la vida en ella. En ese momento los ofitas saldrían de sus madrigueras y propondrían al mundo entero la salvación, a cambio del poder.

Subido a un estrado rodeado por momias de cocodrilos, Chawar levantó una colosal boa sobre su cabeza y declaró:

– ¡El Día está próximo!

– ¡Bendito sea el Día! -silbaron los fieles reunidos a sus pies.

Se arrodillaron al unísono y golpearon con sus cráneos las losas verde esmeralda del templo de Apopis, que parecía un nido de serpientes, con paños amarillentos dispersos por la sala en los que hormigueaban víboras. Colgados de los pilares, que representaban cobras erguidas, unos extraños globos luminosos aureolaban la sala de reflejos verdosos. Eran racimos de huevos de serpientes.

– ¡Benditos sean los hijos y las hijas de la Serpiente! -prosiguió Chawar.

– ¡Bendita sea la Serpiente!

– ¡Bendito sea Jesucristo!

– ¡Bendito sea!

Chawar colocó la cola de la boa frente a la boca, bien abierta, del reptil, y empezó a introducirla en ella. Era un espectáculo asombroso, del que Morgennes, encaramado en las alturas del templo, no perdía detalle. Finalmente, después de un largo y laborioso trabajo, cuando la serpiente casi había acabado de tragarse a sí misma, Chawar se la colocó sobre la cabeza y declaró:

– Que sea la corona que simboliza el Saber que adoramos. ¡Agradezcamos a la Serpiente que nos haya ofrecido el fruto del Árbol del conocimiento!

Los fieles se levantaron y luego se arrodillaron de nuevo silbando. Esta vez, sus cráneos chocaron con tanta fuerza contra las losas del templo, que incluso las macizas cobras de piedra que sostenían la bóveda temblaron. Morgennes notó cómo una onda recorría el esqueleto del dragón donde se había ocultado. Gruesos cordajes lo mantenían colgado del techo, y era tan grande que un centenar de hombres habían tenido que trabajar durante varios meses, sobre andamios de bambú, para suspenderlo. Oculto en el interior del vientre de la bestia, Morgennes se preguntó si no sería ese el dragón al que había pertenecido el diente que había sustraído a Manuel Comneno.

Aunque se desplazó tan discretamente como pudo, no consiguió evitar que una nube de polvo de hueso lloviera sobre los fieles. Uno de ellos levantó la cabeza. Morgennes se encogió, tratando de hacerse invisible, dejando de respirar.

En ese momento oyó un ruido extraño, en parte cubierto por la voz de Chawar, pero de todos modos claramente perceptible. ¡No lejos de él, alguien manejaba una sierra! Sus ojos registraron la oscuridad, y distinguió muy cerca de la cabeza del dragón a un hombre vestido con una capa negra y un turbante del mismo color. Reptó hacia él.

Chawar, por su parte, no se había dado cuenta de nada y seguía perorando, imperturbable:

– Los francos -dijo levantando las manos hacia el gran dragón- nos han entregado sus restos para que los adoremos como merecen, y porque era justo que volvieran aquí, a su casa… Hoy, gracias a los francos, y gracias a Dios, el califa ya no es más que un juguete en nuestras manos. ¡Pronto Egipto podrá reivindicarse con orgullo como la hija primogénita del Dragón!

– ¡Bendito sea el Dragón! -entonó la multitud en éxtasis.

Morgennes lo aprovechó para recorrer en un santiamén la distancia que le separaba de la extraña silueta. Esta sostenía una sierra, con la que trataba de cortar los gruesos cordajes a los que estaba atada la cabeza del dragón.

De repente, una voz que llegaba de las profundidades del templo gritó:

– ¡Mirad! ¡Ahí arriba!

Miles de ojos se alzaron hacia él, y miles de bocas de lengua bífida silbaron:

– ¡ S-s-sacrilegio!

El desconocido de la sierra se incorporó, miró a Morgennes a los ojos y le dijo:

– ¡Enhorabuena por la discreción! Ahora habrá que ir deprisa.

– ¡Vos! -exclamó Morgennes-. Pero ¿qué…?

– Más tarde -dijo el individuo-. Tengo un trabajo que acabar.

Por debajo de ellos, los ofitas corrían hacia los armeros ocultos en los pilares, para coger, unos, una lanza o una espada de hoja sinuosa, y otros un arco. Algunas flechas silbaron alrededor de Morgennes y del desconocido, que mostraba una sangre fría admirable y seguía serrando con energía los cordajes.

– Las últimas pulgadas siempre son las más difíciles -dijo a Morgennes-, porque están reforzadas con metal.

A pesar de la energía que desplegaba, Morgennes se dio cuenta de que no llegaría a tiempo de seccionarlas antes de que los ofitas surgieran por alguna de las aberturas perforadas bajo la bóveda del templo.

– Apartaos -le dijo.

El desconocido retrocedió y Morgennes lo sujetó. Luego agarró uno de los cables que sostenían al dragón y le lanzó un potente puntapié. La osamenta emitió inquietantes chirridos.

– Sujetaos bien -dijo Morgennes-. Vamos a tener movimiento.

Acto seguido empujó violentamente con los dos pies la cabeza del dragón e hizo ceder varias de las clavijas que mantenían las cuerdas en su sitio. Se oyó un crujido sordo, y luego el esqueleto se dislocó, soltando una lluvia de huesos sobre los fieles. Morgennes no tenía idea de cuánto podía pesar, pero a juzgar por los alaridos que provocó su caída, se dijo que debía ser muy, muy pesado.

– Vaya -dijo el desconocido-. Veo que no hacéis las cosas a medias.

Un grito resonó tras ellos. Los ofitas les disparaban desde una de las galerías situadas en las alturas del templo.

– Sujetaos bien -dijo Morgennes-. ¡Vamos a subir!

Tras enrollar la cuerda en torno a sus pies, empezó a trepar. Algunas flechas erraron su objetivo por muy poco, y Morgennes buscó con la mirada un lugar por donde escapar. Si seguían así, alcanzarían el techo. Pero ¿y luego? La mejor solución consistía en alcanzar una de las galerías que se abrían bajo la bóveda.

– Me balancearé -dijo Morgennes-, y cuando os dé la señal, soltaos. Si sale bien, deberíais aterrizar ahí abajo -dijo señalándole una galería desierta.

– ¿Y si no?

– Confiad en mí -le dijo Morgennes balanceándose vigorosamente.

– ¡Eso es fácil de decir! -exclamó el desconocido.

– Lo lamento, pero no hay mucho donde elegir. Enseguida me reuniré con vos…

– Señor, tened piedad de mí -balbució el desconocido.

De pronto, Morgennes dio la señal.

– ¡Saltad!

El desconocido soltó a Morgennes y cayó pesadamente sobre dos guardias que acababan de entrar en la galería. Aún se estaban recuperando de la sorpresa, cuando Morgennes llegó y los dejó fuera de combate.

– ¡Dios existe! -exclamó el desconocido.

– Y es amor -dijo Morgennes.

Se encontraban en lo que debía de ser una galería de mantenimiento; a su espalda, el dragón acababa de desplomarse.

– Creo que sé dónde estamos -prosiguió el desconocido-. ¡Seguidme, les despistaremos en la oscuridad!

Sin embargo, desde una rampa situada por debajo, algunos ofitas equipados con armas y antorchas ya corrían hacia ellos.

– ¡Por ahí! -dijo el misterioso individuo.

Morgennes salió tras él, no sin echar antes una rápida ojeada a la rampa por donde corrían los ofitas. Distinguió a un puñado de hombres con ojos que recordaban a los de las serpientes. No eran lo suficientemente numerosos como para vencerles, pero Morgennes prefirió no correr riesgos y siguió al hombre de la sierra. Después de dar vueltas y más vueltas por el interior del complejo de los ofitas, el desconocido condujo a Morgennes a un corredor en cuyo techo había una abertura. Una cuerda pendía de ella hasta el suelo, donde estaba sujeta a una piedra.

– ¡Allí! -dijo el individuo-. ¡Trepad por la cuerda! ¡Rápido!

No había tiempo que perder; Morgennes sujetó la cuerda y trepó hasta arriba, ayudado por un par de manos que salieron del techo y lo cogieron por debajo de los brazos para auparle. Luego le tocó el turno al desconocido. Finalmente, izaron de nuevo la cuerda arrastrando consigo la piedra, que volvió a ocupar su lugar en medio del techo. Allí, en la más completa oscuridad, los cuatro hombres esperaron unos instantes, el tiempo de oír cómo sus perseguidores surgían a paso de carrera, buscaban un rato y luego se alejaban.

Nunca les encontrarían. A pesar de la oscuridad, Morgennes creyó ver cómo sus cómplices sonreían.


Tras dejar atrás un laberinto de pasillos ornamentados con antiguos frescos egipcios, y avanzando a la luz de una antorcha, los conspiradores se bajaron los capuchones de lana que les cubrían el rostro y se presentaron. Eran tres coptos, uno de los cuales -el que Morgennes había sorprendido con una sierra en la mano- era un sacerdote, y además alto funcionario, llamado Azim.

– Para serviros -dijo Azim, inclinándose ante Morgennes, con una mano sobre el pecho.

– Me alegro de volver a veros -le dijo Morgennes, que había reconocido perfectamente al sacerdote copto a quien había rescatado unos meses atrás de las garras de Chawar, en Alejandría-. ¿Habéis venido aquí para vengaros?

– ¿De modo que os acordáis de mí?

– Nunca olvido un rostro -dijo Morgennes.

– Yo tampoco -dijo Azim-. ¡Sobre todo cuando es el de mi salvador!

– No estéis tan seguro. Soy un franco, como los otros…

– Ah no. Vos no tenéis nada que ver con esos dos templarios a quienes Amaury ha encargado administrar Egipto. Pero decidme, ¿qué hacíais aquí esta noche? ¿A Amaury le preocupan los ofitas?

– No creo que nunca haya oído hablar de ellos. Pero os devuelvo la pregunta.

– Os responderé…

Habían llegado al final de un pasillo que acababa en un callejón sin salida. Los compañeros de Azim extrajeron con ayuda de unos ganchos metálicos la pesada piedra que sellaba su extremo y abrieron un paso hacia la luz del sol naciente.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Morgennes.

– En la meseta de Gizeh -le respondió Azim-. Al pie de las pirámides. Justo detrás de la cabeza de la Esfinge.

Morgennes sonrió.

– ¿En qué estáis pensando? -inquirió Azim.

– Hace unos meses ayudé a un niño a subir a la cima de Keops. Desde allí arriba, al ver a esta mujer, me pregunté qué podía tener en la cabeza…

Azim esbozó una sonrisa evocadora y replicó:

– Pues bien, ahora lo sabéis. En la cabeza tiene conspiradores que sueñan con la libertad de El Cairo. Sobre todo tiene sed de venganza, desde que le rompieron la nariz. Y tiene la mirada vuelta hacia Fustat, donde, en algún lugar, se encuentra la mujer que buscamos. Por ella nos hemos introducido en la guarida de estas serpientes ofitas.

– Explicadme -dijo Morgennes-. Me resulta difícil seguiros.

Mientras se deslizaban hasta las arenas blancas del desierto egipcio, Azim preguntó a Morgennes:

– ¿Habéis oído hablar de la mujer que no existe?

41

Sin embargo, aquella a quien llaman la Muerte no

perdona a los fuertes ni a los débiles, y hace perecer

a todo el mundo.

Chrétien de Troyes,

Cligès


– Majestad -dijo Guillermo de Tiro a Amaury-, os suplico que esperéis, o bien que escribáis al rey de los franceses.

– ¡Nunca, nunca! -replicó Amaury.

Y dicho esto, se metió en un ataúd, se llevó las manos al pecho y cerró los ojos.

Esta escena se desarrollaba en el Santo Sepulcro, donde, desde los tiempos de Godofredo de Bouillon, los reyes de Jerusalén tenían la costumbre de hacerse enterrar. Presintiendo que su hora estaba próxima, Amaury había pedido probar su última morada con esta explicación: «No que-que-querría encontrarme encajonado. Tal vez no sea tan ancho de espaldas ni tan alto como algunos de mis antepasados, pero de todos modos quiero asegurarme de que estaré c-c-cómodo en mi futuro hogar».

Esta extravagancia -una entre tantas- no había sorprendido a nadie, y los canónigos del Santo Sepulcro habían dispensado a su huésped la mejor de las acogidas.

– ¿Sire? -preguntó Guillermo, que encontraba que ya hacía demasiado rato que el rey mantenía los ojos cerrados-. ¿Aún estáis ahí?

Amaury abrió un ojo, y luego el otro.

– P-p-parece correcto -declaró mientras se incorporaba a medias en su sarcófago-. No me habría gustado topar con los pies.

– Perdonadme, sire, pero debemos debatir un asunto mucho más serio que el de la comodidad de vuestra última morada.

– ¿Y qué es, dime? ¿Qué puede haber más serio que esta cuestión? ¿No es ese el único y exclusivo p-p-problema? ¿Ese con el que vosotros, los religiosos, no dejáis de torturarnos los oídos desde nuestra más tierna infancia? ¿Crees que p-p-porque soy rey, la muerte me perdonará? ¿No? ¡Pues entonces déjame tranquilo!

– Sire…

No valía la pena esforzarse, Amaury ya no escuchaba. Cansado, Guillermo se alejó, con la esperanza de que el rey se mostrara mejor dispuesto si se quedaba solo.

– ¡Guillermo! -llamó el rey, después de que su principal consejero se hubiera alejado.

Guillermo se volvió hacia el monarca, que asomaba por encima de su ataúd de piedra.

– ¿No os satisface este panteón? Sus dimensiones…

– No, las dimensiones son p-p-perfectas. Es el lugar lo que no me gusta.

– ¡Sire, no hay otro mejor! Además, la costumbre exige que los reyes de Jerusalén sean enterrados aquí, junto a sus padres y junto al lugar donde el Señor vivió la Pasión.

Amaury dirigió la mirada hacia el coro del Santo Sepulcro, donde la Vera Cruz aparecía envuelta en vapores de incienso.

– Tal vez sea ese el problema. No, no el Cristo, sino mi hermano y mi padre. ¡Que Dios los tenga en su gloria! Ya sabes hasta qué p-p-punto los amé, los veneré… Cuántas lágrimas derramé cuando el Señor los llamó a su lado. Pero no. No quiero ser enterrado aquí. No es un lugar para mí.

– ¿Por qué?

– No sé. Tal vez porque como no he devuelto aún a Egipto al seno de la cristiandad, me siento indigno de ellos. Por otra parte, siento que es un sueño imposible de realizar, y que nunca alcanzaré mi objetivo.

– Sire, en solo seis años de reinado ya habéis hecho más que ellos.

– Sí, pero su sueño…

– Vos mismo lo habéis dicho, es imposible de realizar.

Amaury observó un instante las dos estatuas yacentes situadas al lado de su tumba, las de su hermano y su padre, el impetuoso Fulco V el Joven, el primero que quiso conquistar Egipto. Luego parpadeó dos o tres veces, lanzó un profundo suspiro y confesó:

– Creo que aún esperaré un p-p-poco, antes de fallecer. Debería reflexionar y disfrutar de mi hijo. Mientras t-t-tanto, ven conmigo. Caminemos hasta el palacio, nos hará bien. Y volvamos a hablar de Morgennes. ¿No te parece que tiene un nombre extraño?

A su salida del Santo Sepulcro, varios guardias les esperaban. Uno de ellos llevaba de las riendas a Passelande, el corcel de Amaury. Este magnífico caballo bayo, importado de Inglaterra, llevaba el nombre de la montura del rey Arturo, el creador de la Tabla Redonda -con sus búsquedas, sus caballeros y su cúmulo de leyendas-, que Amaury soñaba con recrear.

Él había encontrado su tabla redonda en Alejandría, en la torre del Pharos. Desde entonces estaba instalada en el centro de una sala inmensa, en el palacio de David. Amaury había hecho colocar en torno a ella doce sillas, más una decimotercera reservada para él. La flor y nata de la caballería se reunía allí regularmente, aunque con frecuencia quedaban libres algunas plazas. «Es que, sabéis -le gustaba explicar a Amaury-, mis caballeros están continuamente ocupados en dar c-c-caza al demonio o en buscar santas reliquias, p-p-para enriquecer mi colección. En cuanto al sitial que t-t-tengo enfrente, y donde jamás se sienta nadie, lo reservo a aquel de mis caballeros que me traiga a Crucífera. ¿Quién sabe? Tal vez sea para Morgennes.»

Nadie había hecho ningún comentario, porque no se sentían aptos para juzgar a Morgennes, y menos aún para comprenderle. Sobre todo porque desde hacía algún tiempo parecía que debían atribuírsele varios informes llegados de Egipto, informes que aportaban abundantes datos sobre la política que seguía el visir de El Cairo, Chawar.

Según Morgennes, Chawar estaba conchabado con el embajador del Preste Juan, Palamedes. ¿Con qué objetivo? Eso no estaba muy claro, pero parecía prácticamente confirmado que Chawar y Palamedes urdían algún complot para asegurarse los plenos poderes en El Cairo y, por tanto, en Egipto. Estas informaciones, sumadas a otras, habían llevado a ciertos pares del reino a reclamar con urgencia una intervención militar en Egipto.

Amaury había tratado de calmarles, invitándoles a contemporizar. Pero, por desgracia, ni los hospitalarios ni los nobles más poderosos habían querido escucharle. De eso precisamente era de lo que Guillermo quería hablar con Amaury en el Santo Sepulcro, cuando el rey había probado su tumba. El arzobispo de Tiro le había suplicado que esperara al menos un año, el tiempo suficiente para que llegaran los refuerzos bizantinos, o bien que escribiera al rey de Francia, Luis VII, para suplicarle que se uniera a la expedición. Pero de eso, justamente, Amaury no quería ni oír hablar:

– Me estás calentando la ca-ca-cabeza -dijo a Guillermo-. Cuando estemos en palacio, te explicaré p-p-por qué es inútil escribir de nuevo al rey de Francia, porque gracias a Morgennes sé por fin por qué razón no quiere volver a poner los pies aquí…

Unas voces airadas cubrieron sus palabras.

– ¿Qué son estos gritos?

Un poco más allá, en la calle, centenares de personas se manifestaban ruidosamente contra la abertura de varios baños, que consideraban lugares de vicio y desde donde se propagaba la viruela.

Amaury no pudo evitar reír.

– ¡Que se manifiesten! ¡Al menos eso les mantiene ocupados!

– ¿Me diréis por qué el rey de Francia…? -empezó Guillermo.

– ¡Ahora voy a eso! -dijo Amaury-. Todo es debido a Leonor. Sin duda sabrás que cuando vino aquí, a Tierra Santa, el rey Luis VII iba acompañado por su joven esposa, la bella Leonor de Aquitania.

– Desde luego -dijo Guillermo-. Es un hecho conocido por todos.

– Cierto. Pero ¿sabías que Leonor tenía un coño vindicativo?

– Humm… -dijo Guillermo-. Efectivamente oí algunos rumores, pero los escuché con un oído distraído. Incluso muy distraído.

– Si hubieras atendido más a estas habladurías, habrías llegado al meollo de la p-p-política, me atrevería a decir. Decepcionada de su marido Luis, Leonor pecó con el peor enemigo de este…

Guillermo, estupefacto, se detuvo, mientras los manifestantes se acercaban hacia ellos.

– ¿Con quién? -preguntó.

Amaury respondió algo, pero tan bajo que Guillermo no le oyó.

Finalmente el rey hizo un gesto y gritó:

– Vayamos a p-p-palacio, p-p-proseguiremos nuestra conversación allí.

Los dos hombres callaron, y dejaron que la multitud, que no les prestó más atención de la que habrían merecido dos desconocidos, se alejara. Una vez vuelta la calma, mientras en la Via Dolorosa, que conducía del Santo Sepulcro al palacio, ya solo quedaban jirones de ropa, perros vagabundos y algunos leprosos de camino a la leprosería de San Lázaro, Amaury invitó a Guillermo a montar sobre Passelande.

– Es un buen caballo. Debes de estar fatigado, de modo que quiero que descanses. Lo que tengo que decirte reclamará toda tu atención. ¡Así que te quiero fresco como una lechuga cuando estemos en p-p-palacio!

Inicialmente Guillermo rechazó el ofrecimiento del rey, pero acabó aceptando -es sumamente descortés rechazar lo que ofrece un soberano.


Una vez en el palacio, que se encontraba en la parte baja de la ciudad, no muy lejos de la muralla principal, Amaury condujo a Guillermo a los subterráneos, donde se estaban realizando diversos experimentos. Uno de ellos consistía en hacer la autopsia a una persona recientemente fallecida, para encontrar su alma. Pero los médicos de Amaury, por doctos que fueran, y a pesar de toda su ciencia, no obtenían ningún resultado. Amaury sospechaba que no abrían los cuerpos, algo que su religión prohibía.

– La próxima vez haré que mis g-g-guardias abran a los muertos, ¡y daré orden a ese maldito pagano quisquilloso de Suleimán ibn Daud de que los diseccione, si no quiere empezar a preocuparse por el alma de su hijo!

Este arrebato contra el médico particular de Amaury se añadía a los numerosos exabruptos que el eminente doctor había tenido que soportar; pero Amaury apreciaba demasiado a Suleimán ibn Daud para llevar a cabo sus amenazas de ejecución, y este último lo sabía bien.

– En todo c-c-caso, es una lástima -prosiguió Amaury- que el rey de Francia no se haya dignado responder a mis cartas, porque estaba dispuesto a ofrecerle la soberanía de El Cairo y todo el valle del Nilo, excepto Bilbais, reservada desde siempre a los hospitalarios. Pero lo comprendo. Debió de encontrar que Tierra Santa era d-d-doblemente infiel. No solo porque se le negó, sino también porque le arrebató a su esposa, de la que estaba locamente enamorado y que después se volvió a casar con Enrique II de Inglaterra. ¡Cómo debe sufrir! Si yo fuera un rey cruel, seguiría tu c-c-consejo. Le escribiría una vez más para remover el cuchillo en la herida. Pero yo no soy así.

– Los hospitalarios os conminan a atacar con prontitud, y los caballeros del reino les apoyan. ¿Qué pensáis hacer?

– Nada.

– Majestad…

– Debes saber, mi buen Guillermo, que no hay problema que una ausencia de solución no ac-c-cabe por solucionar.

– ¡Majestad, estamos hablando de política!

– ¡Lo sé muy bien!

Dicho esto, Amaury abrió una puerta, y unos efluvios de huevos podridos ascendieron hasta sus narices.

– ¿Qué es este hedor? -preguntó Guillermo tapándose la nariz.

– Son los huevos de Jerusalén y de los alrededores. ¿Te acuerdas de lo que d-d-discutimos en Alejandría? ¿Esa historia de los huevos que serían el cosmos? He dado orden a mis soldados de que traigan aquí todos los huevos del reino, para que nadie los coma.

– ¡Pero apesta!

– No te diré que no, pero p-p-piensa en todos esos mundos salvados.

– ¡Majestad, solo hay un mundo, y es justamente el mundo en el que se propaga esta pestilencia!

– ¿Estás seguro de ello?

– Un solo cosmos, sí. Y un solo Dios…

Amaury chasqueó los dedos, y un paje se acercó llevando una bandeja con varios tazones.

– ¿Qué es? -preguntó Guillermo.

– Bebe, te sentará bien. Es leche de camella, fresca, espolvoreada con canela. ¡Ayuda a soportar el hedor!

Imitando a Amaury, Guillermo cogió uno de los tazones y lo vació de un trago.

– Bien, y ahora sígueme.

Amaury precedió a Guillermo por una pasarela instalada por encima de una antigua cisterna destinada a recoger el agua de lluvia. Esta cisterna, seca desde hacía mucho tiempo, servía ahora de receptáculo a todos los huevos que Amaury había hecho traer de todos los rincones del reino. Guillermo no podía creer lo que veía. Amaury había tomado sus palabras al pie de la letra. No era sorprendente, pues, que su rey no hubiera querido creerle cuando le había jurado por todos los santos que el Presté Juan no existía, ya que era él, Guillermo, quien lo había inventado en todos sus detalles. Cada vez que abordaba este tema con Amaury, el rey se mantenía en sus trece. Invariablemente respondía: «No, Guillermo. Tú crees haberlo inventado. Pero a veces sucede que lo que se inventa es más verdadero que la verdad. ¡El caminó que tomó el Preste Juan para hacernos saber que existía pasaba por ti, eso es todo!».

Guillermo, que había agotado sus argumentos y no sabía cómo impedir que el rey se aferrara a esa especie de chifladura, había renunciado. Por otra parte, si la chifladura existía, en todo caso era suave; ya que las únicas consecuencias de la entrevista con Palamedes, en el Krak de los Caballeros, se habían limitado, para Amaury, a que este le ofreciera el esqueleto del dragón descubierto en los trabajos del Krak, a la instauración de una especie de protectorado franco sobre Egipto y a las quejas recurrentes del rey debidas a que Palamedes nunca había llegado a enviarle la decena de dragones y el millar de amazonas prometidos.

– ¿Puedo saber adónde me lleváis? -preguntó Guillermo a Amaury.

– ¡Es una sorpresa! -respondió este riendo alegremente como un niño.

Pronto llegaron al extremo de la pasarela, después de haber atravesado el depósito, en cuyo fondo se afanaban junto a los huevos varios artesanos -Guillermo no tenía ni la más remota idea de qué podían hacer allí-; los bassets de Amaury corrieron a su encuentro entre un estrépito de ladridos a cual más agudo. Amaury saludó a sus perros con muchos besos y caricias, los cogió en brazos e invitó a Guillermo a bajar unos escalones. Estos conducían a una sala abovedada, iluminada por una claraboya. Una luz pálida caía sobre la habitación e iluminaba un montículo constituido por varios huevos que parecían de piedra.

– ¿Qué es esto? -preguntó Guillermo.

– Los huevos del d-d-dragón que encontramos en el Krak de los Caballeros. Los he hecho traer aquí porque a medianoche los rayos de la luna llegan hasta ellos.

– ¿Y para qué servirá eso…? -dijo Guillermo.

– Servirá -respondió Amaury-, si estos huevos son, como creo, huevos de draco luna, para ayudarles a que eclosionen.

– Por el olor diría más bien que se trata de draco flatulentus -dijo Guillermo, aparentando seriedad.

– No te b-b-burles -dijo Amaury, tratando de escapar a los lengüetazos que le daban sus dos bassets.

Sonrió y pensó en los trabajos que había ordenado. Si ese Palamedes era realmente quien pretendía ser, los dragones existían.

Y él quería saber a qué atenerse. Había encargado a dos de los más eminentes sabios del reino que estudiaran estos huevos para determinar su naturaleza. ¿De qué reino eran? ¿Animal, vegetal o mineral? Recurriendo a Aristóteles, a Orígenes y a Plinio el Viejo, los sabios debatían incansablemente, argumentando unos, que los dragones eran inmensos insectos, y los otros, que eran grandes reptiles. Para Amaury era una cuestión de vida o muerte. Sabía que al buscar la espada de san Jorge, para asegurarse la benevolencia de Manuel Comneno, se arriesgaba a exponerse al peor de los dragones. Desde hacía varios años, sentía que su fe vacilaba. Su intuición le decía que había algo que no funcionaba en esta historia de un Dios muerto y resucitado, de esos profetas y del Paraíso. No descartaba que si los dragones no existían, tal vez Dios no existiera tampoco -al menos tal como había creído hasta entonces.

– En fin -continuó Amaury-, para concluir nuestra p-p-precedente conversación sobre Luis VII y lo que me comunicó Morgennes, debes saber que Leonor tuvo una hija con Shirkuh el Tuerto, el general en jefe de los ejércitos de Nur al-Din. El mismo que venció a Luis VII en Damasco. Por las venas de esta doncella, nacida durante la última expedición de un rey de Francia a Tierra Santa, fluye, pues, sangre noble a la vez cristiana y musulmana. Al parecer se encuentra en Egipto, en algún lugar de El Cairo, bajo la vigilancia de personas que no están sometidas ni a Bagdad ni a Roma.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Los coptos buscan a esta niña mestiza desde que nació. Saben quién la custodia: los ofitas y un poderoso d-d-dragón; pero no consiguen localizarla. Y resulta que esta joven virgen, que hoy debe de tener un poco más de quince años, no tendrá derecho a salir de su prisión hasta el día en el que haya elegido…

– ¿A su marido?

– ¿Bromeas? ¡Su religión! Cristiana o musulmana: tendrá que d-d-decidir. Pero el hombre con quien se despose heredará parte del poder de Leonor y de Shirkuh. Y ahora está en edad casadera.

– Ahora comprendo mejor la prisa de Shirkuh por invadir Egipto. No es solo por el poder. También es por su hija.

– Sí. Quiere recuperarla. Y yo también. Porque sigo sin t-t-tener esposa.

– ¿Qué pensáis hacer?

– Daré orden a Morgennes de que abandone cualquier otra actividad para consagrarse, desde ahora mismo, a localizar a esta mujer, a la que llaman «la mujer que no existe», porque nadie debe saber que existe.

– ¿Y creéis que tendrá éxito?

– ¡Hablamos de Morgennes! La más oscura de mis sombras, me atrevería a decir. Aunque no me hago ilusiones. Porque si los c-c-coptos la han buscado durante tantos años, no creo que Morgennes consiga encontrarla en unos días.

– La verdad es que tenéis razón. Con él, todo es posible.

En ese momento un estrépito de soldados con armadura resonó en la cisterna, haciendo que los dos hombres se volvieran hacia un puñado de guardias reales, que anunciaron a Amaury en tono imperioso:

– Sire, Gilberto de Assailly, del Hospital, y los pares del reino están en la sala del trono. Nos han ordenado que os llamemos, y dicen que es urgente.

– ¡Si es para hablarme otra vez de su p-p-proyecto de invasión de Egipto, la respuesta es no! Nos arriesgaríamos a p-p-perder lo poco que ya tenemos.

– Por desgracia, majestad, ya han tomado su decisión, y temo que es demasiado tarde para discutir. Simplemente han venido a informaros.

– ¡Esos locos! -exclamó Amaury.

Y abandonó los subterráneos del palacio de David para dirigirse a grandes zancadas a la sala del trono.

42

¡He ahí al pájaro al aire libre, que puede alzar el vuelo!

Chrétien de Troyes,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta


«Si pudiera -se dijo el pájaro-, cruzaría el cielo pegado a la cola de los cometas y volvería a El Cairo en dos o tres aleteos.»

Pero el cielo estaba vacío, y las estrellas -que le servían de guía- no estaban bastante cerca para que pudiera atraparlas. Así, batía sus alas concienzudamente, para alcanzar una corriente de aire caliente y escapar hacia los cielos, ahí donde ya solo sería para los hombres un pequeño punto perdido en el infinito, un blanco imposible de alcanzar.

El pájaro desbordaba de energía, pero también de cólera. Sí, de cólera, porque unos bandidos le habían llevado lejos de su querida, que había permanecido en El Cairo en compañía de un mocoso -un torpe polluelo apenas salido del nido-, cuya jaula habían instalado justo al lado de la de su amada.

¡Rápido! ¡No había tiempo que perder! ¿Era posible que le hubiera olvidado tan pronto, a él que tanto la había arrullado! ¿Ella, su prometida? ¿La que le había jurado darle bonitos huevos y hermosos pichones…? ¡Porque era evidente que esos pajarillos solo podrían ser bellísimos! ¡Qué digo -se corrigió el pájaro-, magníficos! ¡Excepcionales! Después de todo, ¿no era uno de los ejemplares más eminentes que la célebre tribu de los adiestradores de pájaros, los zakrad, podía ofrecer? Sobre esto no cabía la menor duda: si algo podía decirse de él era que sería un genitor sin par.

Sin embargo, el pájaro estaba triste. A pesar de todas sus cualidades -de su magnífico plumaje, su garganta de vivos colores, su canto fuera de lo común, su espíritu vivo y alerta, su gracioso aleteo-, era algo sabido: «¿Las pajaritas? ¡Todas unas cabezas de chorlito!».

Mientras que él, al contrario, nunca olvidaba nada. ¿La prueba? Recordaba muy bien todo lo que había ocurrido en el lugar adonde le habían llevado, en Jerusalén…


Estaba oscuro. Dormía tranquilamente en su jaula cuando de repente lo arrancó de su sueño un brusco movimiento de vaivén. Alguien lo paseaba por largos y anchos corredores, donde los pasos resonaban ruidosamente. Finalmente llegaron a una sala que, a juzgar por la forma en la que reverberaban los sonidos, debía de ser de enormes dimensiones. Allí, una mano retiró bruscamente el trapo de tela negra que le impedía ver. Y había visto…

Al rey. Amaury, loco de ira, acompañado de un hombre de barba larga, con un bastón en la mano, y de sus dos perros; esos repugnantes bassets que disfrutaban aliviándose al pie de su percha.

El ambiente presagiaba tormenta. Después de haber sacudido la cabeza para aclararse las ideas, el pájaro se dio unos ligeros picotazos bajo las alas para arreglarse un poco. No era cuestión de echar a volar desaliñado, como esas rústicas aves que no saben nada sobre el arte de alisarse las plumas y adecentarse el plumón para que no parezca una mata de perejil.

Mientras hacía sus abluciones, el pájaro aguzó el oído para escuchar lo que decían, porque nunca sobraba información cuando había que partir en misión. Aquello parecía importante, mucho más que esos vuelos de rutina ejecutados por palomos muy jóvenes o muy viejos, cuya única finalidad era transmitir a un jugador situado a unas horas de distancia el movimiento de una pieza en un juego al que llamaban «ajedrez». No. El asunto parecía mucho más serio y requería a un palomo en plenitud de facultades. Un palomo de élite.

Por lo que entendía, una de las razones que había motivado el enfado de Amaury era que un patán se había sentado en su trono para desafiarle. Al parecer, se había extendido el rumor de que el visir de El Cairo, un tal Chawar, estaba a punto de traicionar a Amaury y de aliarse con Nur al-Din.

Los nobles presentes en la sala del trono apremiaban a Amaury para que atacara sin esperar la confirmación de esta información. A lo que el rey respondió:

– ¿Lo habéis olvidado, p-p-pobres locos? ¡El propio califa aceptó estrecharme la mano! ¡Di mi p-p-palabra!

Un hombre que llevaba una gran capa negra adornada con una cruz blanca le espetó hoscamente:

– ¡Chawar es un recolector de zurullos y el califa, un pastor de mierda!

– De Assailly tiene razón -añadió el noble sentado en el trono del rey -. ¡Chawar es un cerdo!

– Tal vez sea un cerdo -respondió el rey-. ¡Pero es nuestro cerdo! Mientras no se pruebe lo contrario, ha actuado conforme a nuestros intereses. De todos modos, me niego a ser el p-p-primero en cometer traición. Soy el rey; no puedo mentir, ni comportarme como un loco o un vulgar crápula. Debo dar ejemplo.

Un anciano, que hasta entonces había permanecido tranquilamente sentado en su silla, se levantó súbitamente y, mostrando la cruz que llevaba al cuello, bramó:

– ¡Majestad, como patriarca de Jerusalén, aceptó que este pecado recaiga sobre mí! Luego iré a hacerme absolver por el Papa, que, estoy seguro, aprobará esta acción.

– ¡P-p-patriarca, no puedes imaginar nombre más despreciable y vil para obligarme a obedecer que el de «el Papa»!

– ¡Majestad, os conjuramos a que ataquéis!

– ¡No! Hay que c-c-conservar la razón.

El hombre del bastón y la larga barba intervino entonces, y dijo con voz tranquila:

– Pasé dos años negociando con Manuel Comneno. Para convencerle de que nos ayudara tuve que desplegar tantos ardides como Ulises. ¡Os lo ruego, señores, un poco de paciencia! ¿Qué es un año, cuando al cabo de este año se encuentra la victoria?

– ¡Muerte a esos malditos griegos! -le respondió una voz.

– ¡Que ardan en el infierno!

Guillermo de Tiro se volvió hacia los que habían gritado.

– ¿Qué les reprocháis?

– ¡Son unos herejes! ¡Unos afeminados!

– ¡Solo piensan en el dinero!

El patriarca de Jerusalén creyó conveniente añadir:

– Se burlan de nuestra fe. He visto cómo se persignaban. ¡Igual que los coptos, lo hacen solo con un dedo!

– ¿Y qué? ¿Acaso un dedo no basta?

– ¡No, claro que no! Es un sacrilegio. ¡Porque no debe honrarse a Dios con un dedo, sino con la mano entera!

– ¿No queréis esp-p-perar unas semanas? -preguntó Amaury-. Dar tiempo a Morgennes para que pueda p-p-proporcionarnos informaciones más amplias…

– ¿Qué? ¿Él? ¡Vamos, majestad, desvariáis! ¡Ese pordiosero ni siquiera es de sangre azul!

– Además, ¿creéis que Nur al-Din se quedará con los brazos cruzados? ¡No, este es el momento de atacar!

– ¡Y cogerles por sorpresa!

– ¿De qué fuerzas disponemos? -preguntó el rey.

Gilberto de Assailly, el maestre del Hospital, le respondió:

– Estamos nosotros, el Hospital. Así como varios nobles, y los refuerzos llegados de Francia.

– ¿Y el Temple?

– No participará.

El rey se acercó al trono con una expresión que hizo que el barón que lo ocupaba se levantara al instante. Una vez sentado, Amaury miró a los grandes de su reino y les dirigió más o menos este discurso:

– Si os interesa mi opinión, haríamos mejor en no meternos en este asunto. Tal vez actualmente Egipto no esté unido al reino, pero nos procura suficientes víveres y dinero para permitirnos resistir a Nur al-Din. Si penetramos como enemigos en tierra egipcia, ni el califa, ni su ejército, ni los habitantes de las ciudades ni los del campo consentirán en entregárnosla. Resistirán con todas sus fuerzas. Tampoco excluyo que, a causa del terror que podamos inspirarles, decidan convertirse en vasallos de Nur al-Din. Entonces Shirkuh, su general en jefe, acudirá a Egipto y tomará el poder…, lo que significará nuestra ruina y el principio del fin para el reino cuya carga he heredado.

El rey había hablado bien. Todos le habían escuchado, aparentemente con atención. Incluso el palomo estaba subyugado por su discurso. Por otra parte, compartía la opinión del rey. Pero no así los grandes del reino, que, después de intercambiar comentarios a media voz, rápidamente replicaron:

– ¡Majestad, partimos a apoderarnos de Egipto antes que ese perro de Nur al-Din!

El palomo se dijo que se encontraba frente a un claro ejemplo de los dilemas con los que los soberanos debían enfrentarse durante su reinado: ¿hay que consolidar el reino y no pensar en conquistas o, al contrario, tratar de extenderlo y arriesgarse a debilitarlo? En este caso, la historia había elegido extenderlo, lo que pareció alegrar a la población, porque la multitud que se apretujaba bajo las murallas del palacio se puso a gritar rítmicamente:

– ¡A Babilonia! ¡A Babilonia!

– ¡Egipto! ¡Egipto!

El palomo miró a Amaury de frente -es decir, de perfil-. ¿Qué decidiría el rey? Tras obtener lo deseado, los grandes del reino habían abandonado la sala del trono, dejando a Amaury solo con Guillermo. Este último trató de reconfortar a su soberano, que le hizo notar:

– ¿Has oído? No he t-t-tartamudeado ni una sola vez… Pero no ha cambiado nada.

– Su decisión ya estaba tomada, majestad. Apostaría a que los hospitalarios no tenían ninguna intención de compartir con Constantinopla las tierras que les habíais prometido.

– No habrá nada que compartir.

Con expresión amarga, Amaury se levantó de su trono, caminó hasta la ventana y observó al populacho, que seguía desgañitándose: «¡Babilonia! ¡Egipto!».

– Lamento tener tan mala memoria, porque había algo que quería decirles. Una frase de Aníbal, que les habría co-co-convencido de no atacar. Hablaba de paz y del destino, ¡pero la he olvidado! Ah, qué lástima que Morgennes no estuviera aquí. Él, al menos, la habría recordado…

El rey permaneció silencioso un instante, y luego se estremeció, como si contuviera un ataque de risa.

– Y ahora, majestad, ¿qué haréis?

Amaury se volvió hacia Guillermo y le dijo señalando a la multitud:

– He ahí a mi pueblo. Yo soy su jefe. Debo seguirle.

Las lágrimas caían por sus mejillas. Las últimas palabras de Amaury que oyó el palomo, cuando el oficial se lo llevó a la torre más alta del palacio, fueron estas:

– No estoy triste por ellos ni por mí. Estoy triste por mi hijo.


«¡Planear en el aire, sentir cómo el viento hincha mis plumas, caer en picado para tragar algunos insectos y ascender de nuevo hacia el sol hasta sentir vértigo! Ah, qué lástima que no sepa reír como los humanos, porque entonces reiría a carcajadas. ¡Libre! ¡Por fin libre! Ya solo tengo por barrotes los rayos del sol, ¡y son unos barrotes deliciosos!»

Dirigiéndome hacia el sur, dejé atrás rápidamente a varios escuadrones de caballeros -una cuarentena de hombres en cada uno de ellos, alineados en dos filas-, seguidos por varias divisiones de hermanos sargentos, escuderos, turcópolos y mercenarios, que formaban el grueso de este ejército. Solo los estandartes y los caballos de recambio rompían las líneas bien ordenadas de este amplio movimiento que marchaba al combate. ¡Qué ejército! ¡Y pensar que yo formaba parte de él! ¡Incluso era su vanguardia! ¡Qué honor!

«Batir las alas con ligereza, recoger las patas bajo mi cuerpo, estirar el cuello… No he olvidado ninguna de las lecciones de mi maestro, Matlaq ibn Fayhân, el jeque de los zakrad. Aún puedo ver su turbante, que hacía girar en torno a su cabeza, incitándome a atraparlo y recompensándome con una sabrosa mezcla de cebada y mijo al final del ejercicio.»

¡Oh, cielo encantador! Dulzura del viento refrescándome las alas, calor del sol y paisajes, tierras desnudas, rocas, arena y arena, extendiéndose hasta el infinito como un pergamino desenrollado. Con el rabillo del ojo distinguí incluso a una familia de marmotas dormidas sobre una roca. Deberían desconfiar, y yo también, porque los halcones nunca andan lejos.

Mientras mantenía mi ojo izquierdo apuntando hacia abajo, para admirar el panorama, orienté el derecho hacia lo alto para asegurarme de que ningún ave de presa me sobrevolaba.

Habitualmente, las primeras leguas no eran las más peligrosas, porque habían sido -como suele decirse- «limpiadas». Rapaces especialmente adiestradas por los humanos para atacar solo a sus hermanos echaban de la zona a los eventuales peligros que hubieran podido acecharme.

Paloma mensajera, ¡qué hermoso oficio!

El jeque tenía razón: «Verás mundo». ¡Y desde luego lo había hecho! Siempre había soñado con ver Jerusalén. ¡Y ahora volvía a Egipto!

Si hubiera tenido que ir a caballo, habría tardado una decena de días; pero gracias a mis cortas -pero poderosas- alas, no necesitaría más de una jornada. Si los vientos me eran favorables, esta noche estaría en El Cairo. ¡Esta noche, junto al plumaje de mi bella!

Antes de alcanzar el Sinaí, pasé primero sobre montañas parecidas a antiguas ciudadelas de arena. A lo lejos veía las aguas del mar Muerto, que brillaban con un resplandor siniestro en nada comparable al color esmeralda del Mediterráneo. Me alejé de ellas para introducirme en una corriente de aire caliente que al principio me haría perder unas millas, pero luego me permitiría ganar muchas más.

Llegué al valle de Moisés, frecuentado por los maraykhát, esa tribu de beduinos sin fe ni ley que se vendía al mejor postor, ya fuera cristiano o mahometano.

En las ruinas de una antigua ciudad, en la que el polvo, los escorpiones y las serpientes habían sustituido a los habitantes, distinguí a una especie de enano que conducía un carromato tirado por un viejo asno. ¿Qué hacía aquí? ¿No sabía que era peligroso? Bajé en picado, comprimiendo mis alas bajo el cuerpo, y me acerqué lo suficiente para darme cuenta de que, probablemente, se trataba de un hombrecillo malvado, porque no dejaba de propinar vergajazos a su asno. Por solidaridad animal, le solté un excremento en la cabeza y remonté raudo el vuelo.

El enano levantó el puño con furia hacia mí y gritó de indignación. Pero su voz se perdió.

Debía apresurarme, porque este era el reino del jamsin, ese poderoso viento que arrastra gravilla y polvo y que puede hacerte picadillo si decide soplar sobre ti.

En el desierto, una estatua colosal, muy antigua, proyectaba su sombra sobre la arena. Representaba a un rey o a una reina, era difícil decirlo, pues su rostro había desaparecido. ¿Quién la había erigido? ¿Por qué? ¿Alguien, en alguna parte, lo sabía?

Proseguí mi camino.

Hasta aquí, todo iba bien. Pero redoblé la atención, porque a mi espalda el disco pálido de la luna aparecía, mientras frente a mí el sol se ocultaba. ¿Cuánto hacía que había partido? ¿Cuántos aleteos? Más de un centenar de miles, probablemente.

Egipto y sus misterios. Todo empezó con una serie de encuentros macabros. Osamentas de animales, camellos roídos en sus tres cuartas partes, con cuyas tripas, ennegrecidas por el sol, se estaban dando un festín las moscas; un búfalo momificado; una cabeza de caballo que acababa en una mueca grotesca; hienas errando de un manjar de huesos a otro.

Esto era bueno para mí, porque eran presas fáciles que las rapaces siempre preferirían a un flacucho como yo. Incluso entreví a varias águilas blancas volando muy cerca del suelo. Dos de ellas se disputaban un pedazo de la joroba de un camello, al que no podían acercarse por culpa de un chacal. Eran tan lentas, estaban tan ocupadas, que no me costó ningún esfuerzo esquivarlas a toda velocidad.

¡Egipto, mi patria!

Un resplandor, a lo lejos, me señaló el Nilo.

Pero antes tuve que sobrevolar Bilbais, saqueada en tres ocasiones por los cristianos desde que Amaury era rey. Murallas derruidas, edificios sin techo, calles llenas de escombros, eso era todo lo que quedaba de esa antigua ciudad, paso obligado entre Egipto y Palestina.

El Nilo.

Según Estrabón, sus aguas favorecían la fecundidad; no solo de los humanos, sino también de los animales. Plinio el Viejo pretendía que eran excelentes para los cereales y las fibras textiles -aunque eso no me afectaba tanto-. Sobre todo no debía olvidar ir a beber un trago de ese precioso líquido justo antes de llegar.

Precisamente distinguía ya el antiguo lecho del Nilo -un espacio en el que el desierto estaba salpicado de charcos de agua amarga-. Una espesa humareda giraba en torbellinos a ras de suelo. Por un momento creí que me hallaba en el taller de un alquimista, tantos tintes fantásticos había. Ocres, amarillos, azules y verdes, modificándose continuamente, contaminándose sin cesar. Olía a azufre. Aquí afloraba el infierno.

Batí las alas, viré y me dirigí hacia un lugar más sano: un gran lago de fango, donde varias decenas de individuos se habían sumergido tratando de curarse la lepra. Algunos acudían desde hacía años… Y algunos incluso habían muerto en este lugar.

El Cairo estaba a la vista. Inicié un giro, y luego descendí planeando. ¿Mi objetivo? Aquel minarete, allá abajo. El más alto de la ciudad. Por supuesto, era el del palacio califal. Pero antes de alcanzarlo aún debía pasar una prueba -probablemente la última-, y luego llegaría el encuentro con mi bienamada. Se trataba de un olor, mucho más espantoso que todos los que había olfateado hasta el presente. Olor a pollos fritos. Los arrabales de El Cairo albergaban innumerables pequeños hornos para asar pollos; estaban hechos de ladrillos de barro seco, y la humareda emitía un hedor insoportable. Dediqué un recuerdo a mis chamuscadas primas y les deseé un buen viaje al paraíso de las aves.

Si existía, cosa que yo ignoraba.

Por mi parte, era un palomo demasiado cultivado para creer en estos cuentos, por más que reconociera que resultaba cómodo. En fin, algunos aleteos todavía, franquear la cima de esta línea de palmeras -cuyos estremecimientos anunciaban que la noche sería fresca-, posarme sobre el reborde de esta bonita ventana, y por fin me encontré junto a ella.

Mi hermosa estaba soberbia, aún más radiante de lo que recordaba. Aunque no podía dejar de reconocer que la falta de ejercicio, y probablemente un ligero exceso de alimento, habían contribuido a engordarla. Pero a fe mía que sus redondeces eran de lo más atractivo. Pero ¿por qué no se movía? ¡Oh, cielos, querida!

– ¡Oh, pero…, Dios mío! ¡Si parece que está incubando!

Una mano se apoderó de mí. Era la rutina; sin embargo, me debatí como un diablo. ¡Mi amor! ¡Dejad que vaya con ella! ¡Colocadme a su lado! Nada que hacer. Los seres humanos eran los más fuertes, y permanecían sordos a mis gritos. Una mano me liberó de mi mensaje y luego me bajó la cabeza para dejar caer sobre ella una parodia de caricia… Pero no, no era una caricia, ni siquiera en forma de parodia. Me sopesaba, me palpaba. ¿A quién pertenecía esta horrible mano tostada por el sol y cubierta de pelos grises? Distinguía a dos soldados, vestidos de blanco, con una cruz roja sobre el pecho. Templarios.

Uno de ellos se dirigió al otro:

– Esta paloma me parece muy nerviosa…

Y el otro respondió:

– Noble y buen hermano Galet, no hay que preocuparse por eso. ¡No tenemos más que servirla para cenar! ¡Esta pareja de palomas ya se ha encargado de reemplazarla!

43

No descansará ni un momento antes de haberla encontrado.

Chrétien de Troyes,

Ivain o El Caballero del León


Morgennes había establecido sus cuarteles en una torre del Viejo Cairo llamada Torre del Leproso. De hecho era un minarete abandonado porque amenazaba con derrumbarse. Regularmente dos o tres piedras se desprendían de la torre y caían con estrépito sobre la polvorienta calzada, que los habitantes de Fustat evitaban pisar. Era el lugar soñado para alguien que no quería ser molestado; el lugar perfecto para una sombra.

Algunos cuervos con la mirada turbia de los conspiradores, alegres damiselas murciélago y un viejo búho blanco por los años constituían el grueso de los inquilinos; el resto estaba compuesto únicamente por Morgennes.

De noche, trepaba a lo más alto de la torre, y allí, bajo una luna de yeso, volvía a pensar en todo lo que había dejado atrás. Echaba mucho en falta a Cocotte y a mí. Y para soportar nuestra ausencia, pasaba muchísimo tiempo rememorando los meses que habíamos pasado juntos. Lo mismo hacía con su hermana y sus padres, que surgían ante él cada vez que cerraba los ojos, tan reales como antaño. Tanto, que Morgennes a menudo se preguntaba quién estaba muerto, si ellos o él. Pero ni el búho de plumas blancas, a pesar de su aire de viejo sabio, ni los negros cuervos, ni las damiselas murciélago tenían ninguna respuesta que darle.

Entonces volvía a bajar para enfundarse un manto y salía a pasear por la ciudad. Allí trataba en vano de perderse en el laberinto de calles, donde incluso los nativos tenían dificultades para orientarse. Pero Morgennes recordaba hasta la más insignificante callejuela, la más anodina fachada, cada una de las grietas de las paredes; era imposible que se perdiera.

Cerraba los ojos y se ponía a soñar, para encontrarse infaliblemente en un inmenso bosque de troncos podridos, como roídos por las aguas. ¿Qué bosque era ese? El de su infancia, que su mente revisitaba. Porque él nunca lo había visto así, transformado en un pantano.

Volviendo a abrir los ojos para ahuyentar esta imagen, reanudaba el camino, bajaba algunos escalones -siempre recordaba cuántos-, y se dirigía hacia el palacio califal, en torno al cual le gustaba vagabundear. Nubes de rumores flotaban en el aire. Y entre dos regateos, dos cestos de fruta o dos sacos de trigo intercambiados, desgranaba informaciones. El jefe de los eunucos padecía mareos. Habían tenido que reemplazarlo. Los abds -esos esclavos negros que formaban el grueso de las tropas del califa- se quejaban de la negligencia con la que los herreros del palacio mantenían sus armas. Habían tenido que entregarse con urgencia importantes cantidades de vino, señal de que invitados importantes -y extranjeros, además- irían a visitar al califa. ¿Venecianos? ¿Písanos? Era difícil decirlo, pero seguro que eran mercaderes de metales, porque unos días después de las entregas de vino, las armerías de la ciudad habían redoblado su actividad, ennegreciendo de humo los cielos habitualmente límpidos de El Cairo.

Cuando la tristeza o la melancolía se apoderaban de él, Morgennes iba a buscar a su nuevo amigo, Azim. Juntos hablaban de todo y de nada. Pero su tema de conversación favorito eran los ofitas y esa misteriosa mujer que no existía.

¿Qué aspecto tenía?

– Nadie lo sabe -respondió Azim-. Ni siquiera estoy seguro de que los propios ofitas lo sepan, porque no tienen derecho a ir a visitarla.

– Sin embargo -decía Morgennes-, creía que la custodia de esa mujer era asunto suyo.

– La custodia, sí. Pero no la propiedad.

Azim se interrumpió un instante, mientras su esposa -con el rostro velado para que ningún hombre la viera- les servía té, y fuera resonaban címbalos y tamboriles. Cuando su mujer se hubo alejado, Azim continuó:

– Los ofitas son como esos judíos a los que uno confía sus bienes a cambio de un préstamo. Velan por los cofrecillos, pero no tienen derecho a abrirlos. Además, no olvides que, más que los ofitas, es un dragón quien la mantiene prisionera. Se dice que los ofitas han construido un laberinto por donde ronda un poderoso dragón. ¡Desgraciado quien ose acercarse a él!

– Ya no hay dragones -dijo Morgennes-. ¿Qué más se sabe sobre esa mujer?

– Llegó cuando era solo un bebé de pecho. ¿Qué edad tenía? Apenas seis meses. Físicamente era blanca como su madre, pero parecía poseer el carácter impetuoso de su padre: el famoso general Shirkuh, favorito de Nur al-Din. Tenerla en Damasco habría sido una provocación a los francos, les habría incitado a tomar de nuevo las armas. Mientras que guardarla aquí, en esta ciudad musulmana, pero chiíta, donde cristianos, coptos y ofitas tienen derecho de ciudadanía, era lo que en política llaman «un justo compromiso». Un acuerdo secreto, firmado por Luis VII, Leonor, Nur al-Din y Shirkuh, estipula que esta joven no tendrá derecho a reclamar su herencia mientras no haya elegido una religión.

– ¿Cómo sabes todo eso? -preguntó Morgennes.

– Nosotros, los coptos, controlamos todo el papeleo de El Cairo, y conocemos casi todos los secretos de esta ciudad.

– ¿Casi?

– Sí, hay uno que se nos escapa todavía y que, además de la venganza, fue el motivo de mi presencia en el templo de Apopis la noche de nuestro encuentro.

Morgennes se acercó a Azim, como si encontrarse justo a su lado pudiera permitirle leer sus pensamientos. Fuera, el ruido de los címbalos y los tamboriles se acercaba, y unas voces se mezclaban a los sonidos de los instrumentos.

– ¿Hay una boda? -preguntó Morgennes.

– No. Es una de nuestras fiestas. Hoy celebramos la venida a Egipto de José y María. Por otra parte, eso me recuerda…

Azim se levantó y se dirigió hacia una mesa donde había un incensario. Cogió un puñado de incienso de un saco que había al lado y llenó el incensario, que empezó a humear abundantemente.

– ¿Dónde guardan a esa mujer? -preguntó Morgennes.

Azim cerró el incensario y fue a sentarse junto a él.

– En un lugar llamado el Cofre. En cuanto a saber dónde se encuentra exactamente, lo ignoramos.

– ¿No tenéis la menor idea de dónde puede estar?

– En mi opinión, en alguna parte de la ciudad vieja. Es decir, por aquí, en Fustat.

– Pero yo creía que vosotros, los coptos, erais los amos de esta parte de la ciudad.

– Morgennes, aquí tenemos este monasterio y una iglesia, un poco al sur del acueducto, pero eso es todo. Lo que han debido de decirte es que se nos toleraba.

– De hecho no me dicen gran cosa. Cada vez que pregunto dónde está el barrio copto, la gente pone cara de no entender, me envían a paseo o me responden que no existe.

– Un barrio que no existe para una mujer que no existe… -¿Por qué los ofitas?

– ¡Qué mejor que una serpiente, que un dragón, para guardar a una princesa! Comprenderás por qué nosotros, los coptos, que somos los fieles servidores de san Jorge y de san Marcos, tenemos como enemigos, más aún que a los mahometanos, a esos perros de ofitas. Y si tengo que serte sincero, creo incluso que Nur al-Din y Luis VII esperaban secretamente que los ofitas hicieran desaparecer a esta joven.

– Azim, mi rey me ha encargado que la encuentre. Necesito que me ayudes.

Azim se masajeó las rodillas; luego se levantó del cojín donde estaba sentado.

– ¿Y Crucífera?

– Primero el amor, luego la guerra.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Azim, desvelando unos dientes color de marfil de sorprendente vitalidad para un anciano.

– ¡Me gusta eso! Escucha, te diré por dónde debes empezar tu búsqueda. Pero no inmediatamente. Primero debes descansar, porque te encuentro un poco pálido. ¿Cómo pasas las noches?

Morgennes se tomó tiempo para reflexionar, pero no había mil y una respuestas posibles.

– Agitadas. Echo en falta a Chrétien. Y por si eso no bastara, a menudo sueño con mis padres. A veces incluso tengo la sensación de estar muerto yo también. Tengo pesadillas en las que vago por un pantano sin saber adónde ir. Unas mariposas revolotean a mi alrededor.

– ¿Mariposas?

– Mariposas negras y blancas. Hay miles, que forman imágenes al volar. Paisajes y rostros que me parecen familiares sin que pueda recordar dónde los he visto. Es muy extraño.

– Sí, desde luego. Más de lo que crees. Porque otra persona antes que tú me ha hablado de estas mariposas.

– ¿Cómo? ¿Existen?

– Realmente no lo sé. Pero esa persona lo creía así. De hecho fueron las últimas palabras de Pixel, ¿lo sabías?

– No. ¿Quién es Pixel?

– Pixel era un monje de gran reputación, un especialista de las iluminaciones. En el año 1144 de vuestro calendario, unos bandidos le forzaron, bajo la amenaza de sus armas, a tragarse sus pinturas. Justo antes de morir, ahogado en su vómito, tuvo tiempo de articular: «Las mariposas…». Fueron sus últimas palabras. Nadie sabe qué significan.

– ¿Era copto?

– No. Vivía en Inglaterra, pero tuve ocasión de conocerle.

Vino aquí, a Egipto, con un herrero amigo suyo, en busca de otros procedimientos que permitieran obtener nuevos colores.

– ¿Un iluminador que tenía como amigo a un herrero?

– No era exactamente un herrero. Además, no solo se interesaba por las armas, sino también por las aguas del Nilo, célebres en el mundo entero por favorecer la fertilidad. Por lo que pude entender, este hombre era un antiguo caballero. Una especie de mercenario que recorría el mundo en busca de un remedio para que su mujer y él pudiesen tener un hijo.

– ¿Cuál era su nombre? -preguntó Morgennes con voz temblorosa.

– ¡Por desgracia no tengo tu memoria! Hace mucho de esto. Además, no se quedaron mucho tiempo. Tenían cosas que hacer, por Constantinopla. Ya no sé más. Pero si quieres, puedo mostrarte un retrato que Pixel pintó para mí, para agradecerme que les hubiera acogido, a él y a su amigo.

– Encantado.

Azim condujo a Morgennes a una pequeña capilla cuyos muros desaparecían bajo centenares de iconos. Bastones de incienso difundían en el aire una atmósfera de recogimiento, y Morgennes sintió que un hormigueo le recorría la espalda. Tenía la sorprendente sensación de haber visto ya ese lugar, cuando -¡podía jurarlo!- nunca había entrado allí.

– Aquí está -dijo Azim, mostrando a Morgennes un pequeño icono.

En él se veía, junto al viejo copto, ligeramente retirado hacia atrás, a un hombre de rasgos vivaces, sorprendentemente bien plasmados, que dirigía al pintor una mirada voluntariosa.

– ¿Quién es? -preguntó Morgennes.

– Es el caballero del que te he hablado. El compañero de Pixel. ¿Le conoces?

– Desde luego -dijo Morgennes, con las piernas temblorosas-. ¡Es mi padre!

Dominado por la emoción, puso los ojos en blanco y se desplomó.


Morgennes despertó en la habitación de Azim, en el monasterio de San Jorge. El viejo copto había hecho que le condujeran allí poco después de desmayarse.

– No te muevas -murmuró Azim-. Bebe.

Le tendió una copa, que Morgennes vació de un trago. Azim se la llenó de nuevo, de una jarra que había hecho traer.

– ¡Más! -pidió Morgennes, que se sentía atenazado por una sed insaciable.

– Toma -le dijo Azim, dándole a beber de la jarra-. Buena agua del Nilo…

– Padre -dijo Morgennes.

– ¿Sí? -respondió Azim.

– No -dijo Morgennes-. Tú no. Hablaba de mi verdadero padre. ¿Realmente era él? ¡Parecía que estuviera vivo! Qué retrato más sobrecogedor…

– Sí, ¿verdad? Te lo dije, Pixel era el mejor.

– ¿Unos bandidos lo asesinaron? ¿En 1144?

– Exacto.

– Menos de dos años separan la muerte de mi padre de la de Pixel. ¿Es posible que fueran asesinados por las mismas personas?

Morgennes cerró los ojos y se frotó las sienes. Debía ordenar sus ideas. Sin duda, Galet el Calvo y Dodin el Salvaje tenían mucho que contar sobre este acontecimiento. Una noche, no hacía tanto tiempo, Morgennes había oído cómo los dos viejos templarios recordaban riendo el día en el que Sagremor el Insumiso había lanzado una flecha contra un muchacho que acababa de atravesar un río con la superficie helada. Este muchacho, Morgennes lo sabía, era él. Y contrariamente a lo que habían creído los caballeros, no estaba muerto.

En ese momento, mientras Morgennes buscaba en el fondo de su ser unas lágrimas que no llegaban, la puerta de la habitación se abrió. Morgennes y Azim volvieron la cabeza, pero no vieron a nadie; de repente, una pequeña bola de pelo, vestida con una camisola naranja, saltó sobre el jergón donde estaba tendido Morgennes y se lanzó a su cuello.

– ¡Frontin! ¿Quieres dejar tranquilo a Morgennes? -exclamó Azim.

– ¿Frontin? ¿El mono de Gargano? -dijo Morgennes riendo-. ¿Qué hace aquí?

– ¿De modo que conoces a Gargano? -replicó Azim, sorprendido.

Los dos hombres se abrazaron con emoción; emplearon buena parte de la noche pasando revista a todos los acontecimientos que habían vivido. Morgennes contó cómo había encontrado a Gargano y a la Compañía del Dragón Blanco; Azim, por su parte, habló de lo poco que recordaba de Pixel y del padre de Morgennes, así como de Gargano, Nicéforo y Filomena.

– Esta última, por otro lado, tenía un comportamiento de lo más extraño. Parecía perturbada, atormentada por un demonio.

– Era la maestra de los secretos del Dragón Blanco, siempre en busca de saberes prohibidos…

– Una mujer ávida de conocimiento. Parecía que nunca tuviera bastante.

– ¿Qué ha sido de ella?

– Prefirió quedarse en El Cairo, en compañía del hijo del visir. De modo que abandonó la Compañía del Dragón Blanco, que prosiguió su ruta hacia el sur, en dirección a territorios que no aparecen en ningún mapa. Por eso Gargano me confió a Frontin. Para que estuviera a salvo.

– ¿A salvo? Pero ¿quién podría velar mejor por Frontin que ese gigante?

– Yo. Porque adoro a los monos. ¡Aquí tienen su paraíso! Mañana por la mañana, te llevaré a los jardines del monasterio para mostrarte cómo acogemos a estas divertidas bestezuelas.

– ¿Mañana por la mañana? ¡Pero yo debo partir enseguida! ¡Tengo a una princesa que rescatar!

– Primero tienes que descansar -dijo Azim, dándole unas palmaditas en la mano-. Esta princesa espera desde hace años; creo que podrá soportar un día más…

– ¡Al contrario! ¡Razón de más para no hacerla esperar!

Morgennes se levantó, pero la cabeza le dio vueltas de nuevo y se vio obligado a tenderse otra vez.

– Dios quiere que descanses. Si realmente hay un dragón en ese laberinto, vale más que vayas en plena forma.

– De todos modos, parece que no tengo elección.

Y se dejó caer, con los ojos cerrados, sobre el lecho de Azim.


Al día siguiente, por la mañana, Azim le mostró los numerosos tipos de simios que convivían en el monasterio de San Jorge. Había monos de todas las especies, grandes y pequeños, locuaces o mudos, a los que Azim -como un paciente profesor- enseñaba a hablar.

– Pero -decía- me resulta más sencillo aprender a gritar como ellos que enseñarles nuestra lengua. Es una lástima, porque dentro de algunas generaciones ya nadie hablará el copto. Esperaba que los monos, al menos, perpetuaran el uso de nuestra noble lengua. ¿Tal vez debería haber elegido loros?

Los monos, por su parte, no lo veían así, y redoblaban sus esfuerzos por perfeccionar su dominio del copto. Los más adelantados -y por encima de todos Frontín- habían recibido títulos honoríficos, como los de «vicario» o «abate». Frontín, a pesar de sus cualidades, solo había llegado a «obispo»; aún no teñía el nivel necesario para ser elegido «papa».

– Pero ya llegará, ya llegará… -aseguraba Azim.

A la hora de la oración, los monos se reagrupaban en la capilla principal, donde rezaban (al menos en apariencia) al mismo tiempo que los monjes. A la hora de la comida, los hacían sentarse en taburetes de madera y les colocaban una cuchara entre las manos -con la que se divertían golpeando las mesas, en lugar de utilizarla para comer.

– Pero ya llegará, ya llegará… -repetía Azim, siempre paciente, siempre tranquilo.

Cuando los monos se ponían particularmente insoportables, bastaba que Azim les mostrara un sacudidor para que volviera la calma.

– Son como niños. Y no desespero de instruirles en los misterios de nuestra religión o de convertirlos en copistas, ya que para ello el trabajo de invención es nulo, ¿no te parece?

Media docena de monos trabajaban, pues, en los talleres del monasterio, donde se dedicaban a copiar listas de palabras, en árabe y en copto, en dos columnas.

– Como el copto se practica cada vez menos -decía Azim-, tengo el presentimiento de que algún día mis sucesores necesitarán estos léxicos si quieren descifrar los libros donde están registrados nuestros secretos.

No había ninguna amargura en sus palabras. Simplemente, como solía repetir varias veces al día:

– El tiempo pasa…

– Sí -dijo Morgennes-. Incluso es lo que mejor sabe hacer. De modo que no hay tiempo que perder. ¡Me voy!

44

Abrió entonces una puerta, de la que no sé ni

puedo describiros la hechura.

Chrétien de Troyes,

Cligès


Azim había prevenido a Morgennes:

– Tendrás que esperar pacientemente hasta cerca de la medianoche. Entonces un hombre irá a ver al visir. Por una razón que ignoro, nunca participa en las ceremonias de Chawar. Sin embargo, también él es ofita, estoy seguro. Creo que le apodan el «Caballero de los Gusanos de Tierra». Luego el visir y este caballero se retirarán a un lugar al que solo ellos pueden acceder. Aquí está la llave. No me preguntes cómo la he obtenido, limítate a hacer buen uso de ella y a no perderla. La sala adonde irán está excavada en la roca; se utiliza como tumba para momias de serpientes y de cocodrilos, que bajan hasta allí desde la superficie con ayuda de cuerdas a través de pozos muy profundos. Por tanto no te sorprendas si te parece percibir formas envueltas en mallas a su lado, y no permitas que eso te distraiga. Se dice que estas serpientes tienen a guisa de ojos rubíes capaces de hacer que un posible ladrón olvide el motivo por el que ha ido allí.

– No te preocupes -dijo Morgennes-. Nunca olvido nada. ¿Y qué vendrá a continuación?

– ¿A continuación? Pero, amigo mío, ¡te toca a ti contármelo!

Y aquí está la continuación, tal como Morgennes la transmitió a Azim a su regreso de la primera visita al Templo de la Serpiente.

– Los dos hombres hablaron largamente. Imagínate que el Caballero de los Gusanos de Tierra no es otro que el hijo de Chawar. Se llama Palamedes, y se hace pasar por embajador del Preste Juan.

– Pero ¿qué pretenden?

– Oh, infinidad de cosas. Para empezar, tratan de vengarse de vosotros, los coptos, y tomar el poder en Egipto. Pero su ambición va más allá. No se detiene en Jerusalén ni en Bagdad, ni siquiera en Roma. Incluye al conjunto de la cristiandad y se pretende universal. En esto se sienten próximos (y enfrentados) a Constantinopla. Detestan por encima de todo a Manuel Comneno, a quien consideran demasiado inteligente. En cambio, Amaury es, a sus ojos, mucho más maleable, porque tiene la cabeza repleta de sueños.

– ¿De modo que son ellos los que han tirado de los hilos desde el principio?

– Con más o menos habilidad, sí. Pero su punto débil es que se creen invencibles. También hablaron de una espada llamada Crucifax.

– ¿No se tratará más bien de Crucífera, la espada de san Jorge?

– Es posible, porque debía mantenerme oculto y a distancia. Tal vez haya oído mal. En todo caso, caminaron durante mucho tiempo por una red de catacumbas llenas de momias de cocodrilos. Creo que estos subterráneos nos condujeron bajo la necrópolis, al oeste de Fustat. Entonces franquearon cinco puertas, cada una mayor que la precedente la primera estaba hecha de piedra; la segunda, de hierro; la tercera, de bronce; la cuarta, de plata, y la quinta, de oro. Luego llegaron a una sexta puerta, de electrum.

– ¿Era el final del laberinto?

– Eso creí yo también. Pero era solo el principio.

– ¿Y el dragón? ¿Le venciste?

Morgennes dirigió una mirada extraña a Azim.

– ¡Vaya pregunta! Si me hubiera vencido, ¿crees que habría vuelto a contártelo?

– Puedes ser un fantasma. No serías el primero que veo.

– Puedo asegurarte que estoy vivito y coleando. Pero deja que prosiga mi historia… También yo creí, como tú, que esa sexta puerta era la última. Cada uno de sus paneles estaba adornado con serpientes en bajorrelieve. Y era tan grande que no me habría sorprendido encontrar a un dragón tras ella. Pero entonces Palamedes y Chawar se abrazaron y Chawar se retiró. Dejé que se marchara, porque era Palamedes quien me intrigaba. Este abrió la sexta puerta y penetró en un pasillo, que se dividió en dos, luego en tres, en cuatro, en cinco, en seis…

– ¡El Laberinto del Dragón!

– Exacto. Un laberinto, negro como la noche y que sin duda ocultaba algún peligro, porque Palamedes caminaba con una antorcha en una mano y la espada en la otra.

– ¡Ese impío! ¡Se supone que no podía entrar allí!

Un tintineo resonó en la entrada de la celda de Azim, y Morgennes se llevó la mano a la cadena que siempre le acompañaba y que le servía de arma.

– Tranquilízate, amigo mío -le dijo Azim-. Es solo el principio de una de nuestras fiestas. Celebramos el día en el que el arcángel Gabriel indicó a José y a María el árbol bajo el que debían refugiarse, en el desierto, para no sufrir los rigores del sol.

– Ah -dijo Morgennes-. Es verdad que vosotros, los coptos, siempre tenéis algo que celebrar. Bien, prosigo. Corno te decía, caminaba tan silenciosamente como podía, dejando que Palamedes se adelantara, y ayudándome, para seguirle, de la luz que su antorcha proyectaba en las paredes de este laberinto de piedra negra. Normalmente los laberintos no me preocupan (tengo demasiada memoria para perderme). Sin embargo, este no era como los demás. Porque si la primera vez conseguí seguir a Palamedes hasta una séptima y última puerta (de platino, y que representaba a un ibis), las veces siguientes tuve que hacer numerosos intentos antes de encontrarla. Me introducía en el laberinto, memorizaba el camino, y sin embargo me perdía… ¿Cuántos días pasé allí? Lo ignoro, porque perdí la noción del tiempo.

– Morgennes, mírate, coge este espejo.

Azim le tendió un espejito de plata, en el que Morgennes se reflejaba de un modo extraño.

– ¿No ves cómo te ha crecido la barba? Saliste al día siguiente del aniversario de la llegada de José y María a Egipto, y has vuelto a mi lado cuando celebramos el día en el que pudieron descansar a la sombra de la gran acacia. ¡Más de un mes separa estas dos fechas!

– ¡Un mes!

– ¿Explícame cómo es posible que con tu memoria no consiguieras encontrar el camino?

– No me lo explico.

– Entonces, ¿es brujería?

– Probablemente. Sin embargo, a fuerza de errar por este laberinto, por un increíble azar llegué a encontrar la puerta de platino que Palamedes había abierto cuando le había seguido. Y admiré el ibis que se encontraba grabado en ella.

– Los ibis -dijo Azim- son los enemigos mortales de las serpientes y, por tanto, de los dragones. De hecho es uno de nuestros animales fetiche.

– Resumiendo -prosiguió Morgennes-, examiné la puerta mientras me preguntaba cómo podría abrirla, porque, al contrario que las precedentes, esta no tenía cerradura ni empuñadura de ningún tipo. Apreté la oreja contra ella, tratando de escuchar lo que había detrás, pero no oí nada, excepto el ruido de mi propia sangre palpitando en mis oídos. Temiendo a cada instante que ante mí, o detrás de mí, apareciera Palamedes, toqué el ibis con la punta de los dedos en busca de un relieve que pudiera proporcionarme un indicio. Y encontré uno.

– ¿Cuál?

– Esta inscripción: «Pasa tu llama por mi cuerpo».

– ¡Ah! ¡Eso no es difícil!

– No, en efecto. Eso fue lo primero que pensé. Paseando mi antorcha por la puerta, esperé que se abriera, pero no sucedió nada. Desesperado, me la pasé incluso sobre el brazo, pero solo conseguí quemarme la ropa.

– ¿Y tu brazo?

– Está bien, no te preocupes.

Azim no hizo ningún comentario; se dijo que con Morgennes siempre había algún enigma, y que el descubrimiento de la clave de estos enigmas llegaría en su momento.

– ¿Qué hiciste? -preguntó de todos modos, intrigado por saber si Morgennes había conseguido o no franquear la puerta del ibis.

– Me oculté, todo un día, y esperé a que Palamedes volviera para observar cómo se las arreglaba. Por la noche llegó, solo, como de costumbre, con su espada en la mano. Se acercó a la puerta y pasó su antorcha sobre el ibis. Inmediatamente la puerta se abrió, y entró en lo que parecía un jardín, porque un viento fresco me acarició el rostro y un olor a follaje me llegó a la nariz.

– ¡Diablos!

– Ya puedes decirlo -replicó Morgennes-, porque mis penalidades aún no habían llegado a su fin. Habría podido, si hubiera hecho falta, correr tras él y deslizarme al interior del jardín. Pero enseguida me habría descubierto, y no quería poner a la princesa en peligro.

– ¿Y entonces? ¿Qué hiciste?

– Me dije: «Vayamos a hablar de esto con el sabio Azim. ¡Él sabrá ayudarme!».

– ¿De modo que no encontraste nada?

– No. Ni el modo de franquear la puerta ni tampoco a ningún dragón… Sabes tanto como yo. ¿Qué te parece? ¿Qué debo hacer, en tu opinión?

– Bien, reflexionemos. ¿Qué tenemos? Siete puertas, de medidas y materiales distintos. La séptima está adornada con un ibis, mientras que las otras están adornadas, en este orden, por dragones, vacas, gatos, ratas, perros y serpientes. Seguramente no es algo casual, porque, como te he dicho, el ibis y la serpiente son enemigos. De modo que si la sexta y (supuestamente) penúltima puerta es una serpiente, y la última es un ibis… Este último, según los mahometanos, es el guardián del incienso. Ahora bien, entre los antiguos egipcios, el incienso se denominaba sontjer, es decir, «lo que vuelve divino». ¿Tendrá esto alguna relación con su condenado Día de la Serpiente?

– ¿A quién se dirige, el ibis? -preguntó Morgennes.

– ¡Pues a ti! ¿No? Quiero decir, al visitante…

– «Pasa tu llama por mi cuerpo.» ¿Cuál es la palabra importante? ¿«Llama»? Probé con la antorcha y no sirvió de nada. ¿«Cuerpo»? ¡Te juro por Dios que pasé mi antorcha tantas veces sobre este ibis que acabó totalmente negro de hollín!

– ¿Qué has dicho? -saltó Azim.

– He dicho -repitió Morgennes- que pasé tantas veces la antorcha sobre ese ibis que acabó todo negro.

Azim se levantó de la silla tan bruscamente que la derribó.

– Pero Morgennes, ¿no lo ves? ¡Es evidente!

– No -dijo Morgennes-, no veo nada.

– Pero ¡utiliza tus ojos!

– Lo siento, pero no lo entiendo.

– ¿Cuántas veces me has dicho que Palamedes abrió esta puerta?

– ¿En total? No lo sé. Pero muchas veces, seguro, ¡porque estando yo presente, al menos la franqueó tres veces!

– Y el ibis, ¿cómo era la primera vez que lo viste?

– Era de platino, ya te lo he dicho…

Su voz se volvió más intensa y Morgennes exclamó:

– ¡El ibis brillaba! No estaba ennegrecido por la antorcha de Palamedes. Lo que significa que…

– Lo que significa que la palabra importante es «tu».

– «Pasa tu llama sobre mi cuerpo.» Sí, está claro. El ibis se dirige al dragón. Y si la llama de este último alcanza al ibis, el ibis muere y se abre…

– Pero ¿dónde podemos encontrar una llama de dragón?

– Justo a la entrada de la primera puerta hay un brasero. Vi cómo Palamedes hundía en él su antorcha. Esta llama, este fuego, ¿es posible que se trate de una llama de dragón? En este caso bastaría que encendiera allí mi antorcha y rehiciera el trayecto…

– ¡Vamos, ve!

– Espera -dijo Morgennes-. Te recuerdo que este laberinto está embrujado y que necesité varios días para encontrar, y por casualidad, la séptima puerta.

– ¡Razón de más para no perder tiempo!

45

A menudo se dice que no hay nada tan arduo de

franquear como el umbral.

Chrétien de Troyes,

Cligès


Morgennes abandonó la abadía de San Jorge armado con esta información: tenía que hundir su antorcha en el brasero situado justo a la entrada de la primera puerta, al lado de los dragones, y luego… Luego quedaba la principal dificultad: orientarse. En dos ocasiones ya había creído volverse loco, hasta tal punto aquel laberinto desafiaba la lógica, ya que parecía modificarse a medida que pasaban las horas. Morgennes se había cargado a la espalda un talego con víveres, pero no tuvo que utilizarlo. Al menos, no en el laberinto…

Mientras caminaba hacia los subterráneos de la necrópolis, volvió a pensar en Palamedes, y se preguntó por qué este último no tenía ninguna dificultad para moverse por el laberinto. Debía de existir algún sistema, un truco.

Morgennes concentró sus esfuerzos en su descubrimiento -la llama- y tuvo la suerte de descubrir por qué milagro Palamedes no se perdía nunca. Una vez más, la llama era la clave. Morgennes se dio cuenta a fuerza de dar una y mil vueltas por el laberinto. Al observar rastros de hollín sobre los muros, comprendió que era él quien los había dejado en sus precedentes recorridos. Intrigado, acercó su antorcha -encendida en el brasero de la puerta de los dragones- y vio que no ennegrecía los muros. Curiosamente, la llama indicaba cierta dirección, siempre la misma, cualquiera que fuera el sentido en el que Morgennes inclinara la antorcha.

Comprendió entonces que la antorcha no solo era la clave, sino también la vía: el guía. Le bastaría con tomar en cada cruce el corredor que le indicaba y llegaría a la séptima puerta. Después de haber cambiado de dirección siete veces, se encontró por fin justo ante la puerta del ibis.

Morgennes sintió que su pecho se hinchaba de satisfacción. ¡Lo había conseguido!

– ¿Y ahora? Volver a ver a Azim para informarle de mi descubrimiento, o…

La curiosidad le venció. Pasó la llama de su antorcha por el ibis, y la puerta se abrió chirriando sobre sus goznes.

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