La visión de su espada quebrada le vuelve loco de rabia
y lanza el pedazo que conserva en el puño tan lejos
como puede.
Chrétien de Troyes,
Erec y Enid
– Pero ¿qué mierda de espada es esta? -se indignó Amaury.
El rey volvía de la refriega, en la que la hoja de Crucífera había volado en pedazos al chocar contra el escudo de un enemigo. Mientras se acercaba a Guillermo para mostrarle el muñón de espada que tenía en la mano, le dijo:
– ¡Por mi vida te juro que si algún día vuelvo a encontrar a Palamedes, le retorceré el cuello con mis p-p-propias manos!
Dominado por la ira, Amaury lanzó lo que quedaba de Crucífera en dirección al campo de batalla y añadió:
– ¡Esto no ha ocurrido nunca!
– ¿Majestad?
– No quiero p-p-pasar por un rey ridículo.
– Pero, majestad, nada podría estar más lejos de mis intenciones.
– ¡Es lo que soy!
– ¡No, majestad! Han abusado de vuestra buena fe, y vos os habéis mostrado… crédulo.
– Qué importa eso. Tú p-p-prométeme que olvidarás esta escena.
Guillermo guardó silencio un instante, para dar tiempo a que Amaury se calmara. Luego, al ver que parecía haberse serenado, le dijo:
– Majestad, cuando me encargasteis que escribiera el relato de vuestra vida, me dejasteis bien claro que debía decir la verdad…
– De ningún modo -dijo Amaury-. ¡Solo te pedí que no mintieras! No es lo mismo. De manera que no estás obligado a contar que una vez más me he encontrado con una espada de p-p-pacotilla en la mano, enfangado en una expedición militar que se encamina a la derrota.
– Bien, majestad. Como queráis…
Guillermo bajó la cabeza. ¿Cómo quedaría su Gesta Amauricii si debía eliminar todos los acontecimientos que mostraran una imagen poco favorecedora del rey? ¿Cómo resultaría? Tampoco podía rebajarse a redactar uno de esos cuentos donde todo era invención. Una de esas sagas que entusiasmaban a los nórdicos.
Recordó las peripecias de esos últimos meses. Primero el fiasco de la anterior expedición de Amaury a Egipto. Su incapacidad para plantar cara a los pares del reino y a los hospitalarios. El pillaje de Bilbais. La llegada de Shirkuh y Saladino a El Cairo. El fracaso de la insurrección, la desaparición de Morgennes y de los conjurados. Y luego, para acabar, el inesperado regreso de ese pretendido embajador del Preste Juan y el fabuloso regalo que había ofrecido al rey: Crucífera. La antigua espada de san Jorge. Una hoja que mataba dragones.
Gracias a ella, Manuel Comneno había aceptado, muy oportunamente, enviar una poderosa flota para apoyar a las tropas de Amaury en su última tentativa de conquistar Egipto.
– Crucífera, la espada santa. Pero ¿cómo saber si efectivamente lo es? -había preguntado Amaury al recibir este presente de manos de Palamedes, en la sala del trono de su palacio, en Jerusalén.
– Miradla bien, majestad -había respondido Palamedes-. La hoja tiene forma de llama, escupida por un dragón cuyas fauces son el guardamano, y el cuerpo, la empuñadura de la espada.
– En fin -había dicho Amaury-, si vos lo decís… De t-t-todos modos, lo importante no es que yo os crea, sino que el emperador de los griegos lo crea.
– ¡Lo creerá!
Palamedes tenía razón. Por otra parte, Manuel Comneno estaba más que interesado en creerlo. Así, después de haber informado a Amaury de que la sobrina nieta que le había prometido en matrimonio había desaparecido, le había autorizado a conservar la espada de san Jorge. Además, tal como estaba previsto, había ordenado a la flota imperial que alcanzara las costas egipcias y se pusiera bajo el mando de Amaury. Juntos reconquistarían Egipto a los damascenos. Luego, una vez hubieran encontrado de nuevo a su sobrina nieta, Amaury se desposaría con ella. Y finalmente Manuel Comneno recibiría de manos de Amaury una de las más hermosas piezas que le faltaban para completar su colección de reliquias: ¡Crucífera!
Pero, para Guillermo de Tiro, esta supuesta Crucífera no valía mucho más que el pretendido rango de embajador, al servicio del Preste Juan, de Palamedes. Probablemente era una espada de gala, forjada apresuradamente en un zoco de El Cairo para dejar a los mirones con la boca abierta. Y a los reyes…
«No sé qué daría por conocer la verdad de todo esto -dijo Guillermo para sí-. No me sorprendería descubrir que Palamedes no es más que un conspirador interesado únicamente en ver cómo Saladino abandona El Cairo, y que, después de haber intrigado para que los griegos no intervengan, se esfuerza ahora en hacerles venir.»
Pasándose su bastón con cabeza de dragón de una mano a la otra, Guillermo volvió a subir la pequeña colina en cuya cima Amaury había hecho levantar su tienda. Desde ese promontorio se dominaba toda la llanura, con Damieta debajo; al sur, el Nilo; al este, el desierto, y al oeste, de nuevo el desierto, pero esta vez en manos de los egipcios. Y por tanto, de Saladino.
Guillermo trepó a lo alto de la colina, con la espalda encorvada y una mano en la cadera. Un punzante dolor en las rodillas le recordó que envejecía. «Estos ejercicios ya no son propios de mi edad. No debería abandonar mi scriptorium.»
Un estruendo le hizo estremecer. Una catapulta había alcanzado su objetivo: una muralla a la que los francos apuntaban sin descanso desde hacía ocho semanas, con gran irritación de los bizantinos. Estos últimos, mandados por Constantino Colomán, querían lanzar el asalto sin esperar más: «¡Estamos perdiendo tiempo! -se indignaba Colomán-. Y eso es, después de los víveres, lo que más nos falta. ¡Hay que golpear! ¡Ahora!». Pero el grueso de las tropas de tierra estaba constituido por infantes y caballeros francos del reino de Jerusalén, y como de costumbre, Amaury trataba de contemporizar; mientras, se entregaba a uno de sus pasatiempos favoritos: la construcción de máquinas de asedio.
– ¡Lanzarse al asalto es exponerse a graves p-p-pérdidas! Mientras que sometiendo esta muralla a incesantes b-b-bombardeos, puedo esperar derribarla manteniéndome a resguardo. Entonces nuestras tropas ya no tendrán ninguna dificultad para p-p-penetrar en la ciudad.
– Majestad -decía Colomán-, me permito recordaros que este lado de la ciudad está ocupado por los coptos.
¡Los coptos! Guillermo distinguía, detrás de las altas murallas apenas dañadas de Damieta, las grandes cruces doradas de sus iglesias. Una de ellas, alcanzada por una piedra, estaba ahora de través. ¿Cuántas veces los cristianos de Jerusalén habían traicionado a sus primos egipcios desde que Amaury era rey? Sin duda alguna, demasiadas.
De hecho, los coptos habían roto todos los contactos con los francos.
Estos habían establecido su campamento cerca del puerto de Damieta, adonde Palamedes había prometido que llegarían los dragones. Guillermo esbozó una sonrisa. A su modo, Palamedes no había mentido. Se había limitado a no decir toda la verdad. A modo de dragones, fueron cuatrocientas naves bizantinas, los dromones, las que acudieron. Es decir, prácticamente la totalidad de la flota imperial. Largos tubos metálicos, a los que los artesanos habían dado la apariencia de unas fauces de dragón, estaban fijados a la proa de los navíos y escupían fuego sobre las naves adversarias, hacia las que bogaban con toda la fuerza de sus alas; es decir, de sus velas.
No había ningún misterio en ello. Como mucho, solo un secreto: el de la composición del fuego griego empleado por los bizantinos. Además, los dragones prometidos habrían llegado de todos modos, ya que eran la flota bizantina. Los francos se habían dejado tomar el pelo. Una vez más, habían sido manipulados. Desde el principio, Guillermo sentía que planeaba una sombra sobre ellos, como si alguien buscara enfrentar a las diversas fuerzas cristianas con las orientales. ¿Quién? ¿Con qué objetivo? Guillermo lo ignoraba. Pero sabía que en la mesa en torno a la cual se habían sentado para guerrear damascenos, egipcios, bizantinos y francos de Jerusalén y de la cristiandad, alguien más se había instalado, de incógnito.
– ¡Ilustrísima!
Guillermo, que se preguntaba qué importante personaje habría osado aventurarse en ese barrizal, miró alrededor.
– ¡Messire Guillermo!
¡Por Dios! ¡Si era él! Desde que había sido nombrado arzobispo de Tiro, Guillermo tenía serias dificultades para acostumbrarse al título de «ilustrísima». Miró hacia la parte baja de la colina y vio a Alexis de Beaujeu, que subía hacia él a toda prisa, seguido por una pequeña cuadrilla de hombres armados.
«Dios Todopoderoso -se dijo Guillermo-. ¿Qué pasa ahora?»
– ¿Qué ocurre?
– ¡Hay que avisar al rey! -respondió Alexis-. ¡Una desgracia! ¡Ha ocurrido una desgracia!
– ¡Buen momento para eso! ¿De qué desgracia hablas?
Alexis de Beaujeu se detuvo a la altura de Guillermo para recuperar el aliento, y solo consiguió balbucir:
– Muerto… ¡Está muerto!
– ¿Muerto? Pero ¿quién? -preguntó Guillermo, que de pronto había palidecido.
A juzgar por la agitación de Alexis, temía que fuera el heredero del trono: Balduino IV. Pero Alexis balbució:
– ¡Omega! Omega…
– Omega III -dijo Guillermo, aliviado-. ¿Cómo ha ocurrido?
– El animal excavó en la tierra para acceder a una de las tiendas donde guardamos las provisiones. Se llenó la panza…
– Hasta reventar -concluyó por Alexis un joven mercenario llegado de Gascuña.
– Bien. Ya veo. Dejadme anunciar la noticia al rey. -Y luego, dando su bolsa a Alexis-. Tomad. Tratad de encontrar a otro chucho. Un basset. ¡Pardo!
– A vuestras órdenes -dijo Alexis, que al momento partió con sus hombres en dirección al campamento, una vasta extensión de tiendas plantadas en el fango.
«Mal asunto -pensó Guillermo-. Muy mal asunto… Si los bizantinos se enteran de que aún tenemos provisiones y de que los perros del rey las saquean cuando nosotros no les damos nada, nos arriesgamos a que se lo tomen muy mal.»
Hacía varios días que los bizantinos, que solo habían embarcado víveres para tres meses -lo que parecía ampliamente suficiente para una campaña de este tipo-, no tenían que llevarse a la boca más que brotes de palmera, algunas avellanas y castañas. Por miedo a quedarse él también justo de provisiones, Amaury se había negado a compartir los víveres que llevaba su ejército. ¿No rondaba por su mente el pensamiento de que si la carestía se agravaba, los bizantinos se verían obligados a volver a Constantinopla, dejándoles como únicos vencedores del combate? ¿No había influido en su decisión la idea de que si compartía los víveres, serían no «uno», sino «dos», los que acabarían padeciendo hambre?
Sí, probablemente esas eran las ideas, un poco locas, que habían germinado en su mente. Porque aunque Amaury era un rey ambicioso, era también un rey que confundía con cierta frecuencia los sueños y la realidad. Así, la obra iniciada por Guillermo se parecía cada vez más a la enumeración de una larga, muy larga, serie de fracasos.
Así era la vida de Amaury. Una sucesión de fracasos, a la que se habían incorporado numerosos reveses, desengaños y fiascos. Sus únicos éxitos se reducían a Egipto, al que había convertido -durante escasos meses- en un protectorado franco. Y su hijo. Un joven colmado de cualidades: recto, honesto, valeroso, inteligente. Y evidentemente, Guillermo sabía que había tenido cierta participación en ese éxito, y se enorgullecía de ello en secreto.
Pero en el momento en el que llegaba a la tienda real, un estruendo en la llanura le hizo estremecerse.
«¿Otra piedra de catapulta?»
No, esta vez era más grave. Un soplo gigantesco, un calor, una luz, algo extraordinariamente poderoso se había producido en el puerto de Damieta, frente al que la flota bizantina había echado el ancla. Una cadena, que corría de un extremo al otro de la entrada del puerto, impedía que la flota penetrara hacia el interior de la ciudad y pudiera tomarla al asalto. Hacía meses que el Nilo permitía que los egipcios aprovisionaran Damieta. Meses durante los que estos se habían divertido contemplando cómo los francos y los bizantinos se esforzaban inútilmente en conquistarles.
Y ahora, desde las murallas del puerto, los soldados y los marinos de Damieta reían viendo cómo los dromones bizantinos ardían uno tras otro. Uno de los suyos -un tal Taqi- había conseguido introducirse en una de las galeras griegas y utilizar su arma contra ella: ¡el fuego griego! De predadoras, las naves bizantinas se habían convertido en presas. Las velas habían ardido tan rápidamente como si fueran de papel, y el azul de las aguas del puerto había dado paso al color pardo de los bizantinos que saltaban de sus naves incendiadas. Ya no se veía agua por ninguna parte; las cabezas de los marinos desaparecían bajo las ratas, que también trataban de escapar de las llamas.
– ¡Majestad! -gritó Guillermo-. ¡Majestad!
Amaury salió corriendo como un loco de su tienda, y no necesitó que Guillermo se lo contara para comprender lo que había ocurrido. Un incendio estaba haciendo estragos en la flota de sus principales -¡y únicos!- aliados. ¡Había que salvarlos!
– ¡Passelande! -gritó Amaury.
Un paje le llevó un caballo ricamente enjaezado.
– ¡Deséame suerte! -gritó Amaury a Guillermo mientras montaba.
Luego espoleó su montura y bajó por la colina en dirección a las orillas del Nilo, donde estaban amarrados algunos dromones indemnes. Pero ¿por cuánto tiempo? Porque el viento ya se levantaba y llevaba hacia los francos olores de carne, madera y velas quemadas. Perdidos. Estaban perdidos. Las lágrimas se deslizaron por las mejillas del rey, que de pronto se sintió muy cansado. «¡Vamos! ¡Serénate! ¡Piensa en tu hermano! ¡Piensa en tu padre!»
Amaury espoleó a Passelande y se dijo: «¡Piensa en tu hijo!».
– ¡Por Balduino! ¡Por Balduino!
Se llevó la mano al costado para desenvainar su espada, y recordó que la había tirado. Contrariado, mantuvo su montura al galope, llegó junto a una de las naves bizantinas y lanzó a su caballo en dirección a la pasarela que permitía subir a bordo -y por donde la tripulación desembarcaba aterrorizada.
Incapaces de maniobrar, pues el canal estaba saturado de navíos tratando de huir del incendio que se extendía a todas las embarcaciones de la flota imperial, los marinos formaban una oleada continua de personas que impedían que les socorrieran.
– ¡Quedaos en vuestro p-p-puesto! -les gritó Amaury, lanzándoles puntapiés para impedir que huyeran-. ¡Y dejadme p-p-pasar!
Pero un coloso nórdico, que respondía al nombre de Kunar Sell (uno de los mercenarios formados por Colomán, que había pertenecido a la guardia personal de Manuel Comneno), se cargó al hombro su pesada hacha y dijo al rey:
– ¡Majestad, hay que huir! ¡La flota está perdida!
En ese momento, Colomán corrió hacia ellos gritando:
– ¡Majestad! ¡Kunar Sell! ¡Seguidme, necesito a hombres valerosos para salvar lo que aún puede ser salvado!
Amaury y Kunar Sell intercambiaron una mirada y siguieron a Colomán. El jefe de los bizantinos, que se sentía tan cómodo sobre sus naves como en tierra firme, saltó de un puente a otro hasta llegar al centro de la hoguera.
– Esos malditos han incendiado el corazón de la flota. ¡Tenéis que ayudarme a reunir al mayor número posible de marinos para hundir los navíos que están más cerca de las llamas!
– ¡Tu hacha! -ordenó Amaury a Kunar Sell.
Este miró al rey con expresión dubitativa, pero Colomán gritó:
– ¡Haz lo que te dice! ¡Dale tu hacha!
Kunar Sell tendió su pesada hacha a Amaury, que por primera vez pareció satisfecho del arma que tenía.
– Toma esto -dijo Colomán a Kunar Sell, dándole un sable de abordaje-. Es lo mejor que he podido encontrar.
Kunar Sell sopesó el sable, marcó unos pasos de esgrima, se dio cuenta de que era de muy mala calidad, se encogió de hombros y fue a unirse a Colomán, que le llamaba:
– ¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Bizantinos, conmigo!
Amaury, por su parte, galopó directamente hacia los navíos más próximos al puerto egipcio y a sus temibles ballesteros.
– ¡A mí, los francos! ¡A mí!
Solo un puñado de hombres se unieron a él, entre los cuales Amaury descubrió con alegría a Alexis de Beaujeu.
– ¡Qué m-m-magnífica sorpresa! -exclamó.
– Majestad, justamente os buscaba para deciros…
– ¡No es el momento! Hay que salvar la flota.
No había terminado la frase cuando una viga en llamas cayó entre Alexis y el caballo de Amaury. Los dos hombres solo consiguieron salvar la vida gracias a sus excelentes reflejos, que les hicieron, a uno, echarse hacia atrás, y al otro, encabritar su montura. Una humareda negra se elevó del barco, que empezó a desintegrarse entre crujidos.
– ¡Hundámoslo! -gritó Alexis.
– No -dijo Amaury-. Es demasiado tarde.
Seguidos por algunos valientes, los dos hombres pasaron al puente del barco contiguo para romper las amarras y enviarlo a pique. Para hacerlo, descendieron a las calas y descargaron violentos golpes con sus hachas, espadas y lanzas en el casco del navío, confiando en hacerlo zozobrar. Por suerte, los dromones eran una especie de galeras de casco plano, construidas para la navegación costera o fluvial, más que para alta mar, y no eran demasiado difíciles de hundir.
Así, un primer navío fue enviado a visitar a los cangrejos antes de que tuviera tiempo de hacer arder a su vecino. Era una primera victoria. Pero necesitarían muchas, muchas más, para salvar aunque solo fuera una décima parte de la flota bizantina. Alexis y Amaury tenían la impresión de luchar contra una epidemia. Como no tenían idea de cómo se extendía el incendio a los demás barcos, trataban de salvar el máximo de ellos, y esto les aproximaba peligrosamente a las murallas de Damieta, donde los ballesteros les apuntaban con sus armas. Dos dardos salieron disparados. El primero se clavó no muy lejos de ellos, en un banco de remeros, y el otro se perdió en las aguas del puerto.
«Qué extraña guerra -se dijo Amaury, observando los dromones-. Suerte que no eran verdaderos dragones, porque la derrota habría sido realmente demasiado humillante.»
Había tanto humo que Amaury y Alexis no veían a dos palmos de su nariz y debían mantener constantemente una mano libre para sostener ante su rostro un pedazo de tela empapado en agua. Amaury redobló sus esfuerzos, lanzando violentos golpes contra los cascos de los barcos que abordaban y ordenando a Alexis y a sus hombres que cortaran los cordajes que unían a las naves entre sí y lanzaran las pasarelas al mar. En cuanto el navío sobre el que se encontraban empezaba a hundirse, Amaury se aseguraba que su pequeño equipo hubiera llegado sano y salvo al barco más próximo. Luego volvía a montar a Passelande y le hacía retroceder unos pasos para tomar impulso y saltar a la nave contigua. ¿Cuántas veces estuvieron a punto de morir, cercados por las llamas o atravesados por un proyectil? Nadie podría decirlo. En todo caso, lo cierto es que Amaury y Alexis de Beaujeu hicieron algo más que contribuir a ayudar a Colomán y a Kunar Sell a proteger la flota bizantina. Las relaciones entre el poderoso imperio y el pequeño reino franco de Jerusalén, que amenazaban con envenenarse, se salvaron gracias a ellos.
Estábamos a finales de otoño del año de la Encarnación de Nuestro Señor de 1169, y la batalla había acabado antes incluso de haber empezado realmente. Damieta se había salvado gracias a la acción de un muchacho valeroso: Taqi ad-Din.
Amaury volvió al campamento cuando ya era noche cerrada, acompañado únicamente por Alexis de Beaujeu y otro soldado. Los restantes miembros de su pequeño equipo habían muerto, y ellos estaban extenuados, magullados, quemados. Passelande tenía las crines chamuscadas. Después de confiarlo a un lacayo, Amaury volvió los ojos hacia el Nilo, donde algunos navíos acababan de consumirse, mientras otros izaban en la lejanía sus velas de supervivientes. Volvían hacia Constantinopla.
– Gracias a vos, majestad -dijo Guillermo, acercándose al rey-, el fracaso no ha sido absoluto.
Pero Amaury no le respondió. Lloraba. Para él, los cascos incendiados de los dromones bizantinos eran como largos cuerpos de dragones agónicos, que solo encontrarían la paz en los fondos marinos.
Oía una voz que le llamaba, pero no sabía quién le requería;
pensó que debía de ser un fantasma.
Chrétien de Troyes,
Lanzarote o El Caballero de la Carreta
Morgennes se agachó, rozó la superficie del agua, y luego se llevó la mano a la boca. El agua tenía sabor a limón, a tierra ácida.
– El Nilo ha iniciado la decrecida -dijo a Dodin.
Pero, cuando se volvió, Dodin ya no estaba allí. Morgennes se incorporó y escuchó los ruidos del bosque, con todos los sentidos alerta. La naturaleza estaba extrañamente silenciosa, como si los pájaros hubieran olvidado piar, y las fieras rugir. No se oía nada, excepto un ronquido sordo que no le pareció nada tranquilizador.
– ¡Dodin! -llamó Morgennes.
Nadie respondió, y su grito se perdió entre la maraña vegetal.
Entonces Morgennes contó diez latidos de su corazón y volvió sobre sus pasos. ¿Cuánto tiempo hacía que caminaban en esta jungla, en dirección a los pantanos? La luz penetraba con dificultad en el sotobosque, y algunos días eran tan oscuros como las noches. Hacía mucho que Dodin había perdido la noción del tiempo. Pero Morgennes sí sabía. Hacía siete semanas y… No, siete días.
No.
Siete meses… Se sentía ligeramente aturdido; se tocó la frente con la punta de los dedos y murmuró:
– Vaya, pareces cansado…
Cansado. Sí. Ambos estaban agotados. Pero solo Dodin había dado muestras de una fatiga extrema. Morgennes, en cambio, estaba totalmente concentrado en su objetivo: alcanzar los pantanos y el navío que yacía en su seno, encontrar a Gargano. El paso de las últimas cataratas había sido particularmente duro para ambos, y en varias ocasiones Morgennes había tenido que llevar a Dodin a la espalda.
Pero ¿dónde estaba Dodin?
Morgennes rehízo en sentido contrario parte del trayecto que habían recorrido para llegar hasta allí. Sin embargo, como en el Laberinto del Dragón, tenía la sensación de que la naturaleza había cambiado. Esos árboles, con raíces tan altas y tan gruesas que parecían troncos, no estaban ahí cuando había llegado, hacía unas horas. Pero ¿era realmente aquí? ¿O bien era unos días antes?
Morgennes ya no lo sabía.
Sus fuerzas le abandonaban. Incluso su memoria, su tan preciosa aliada, parecía haberse esfumado, absorbida por las innumerables sanguijuelas que le cubrían las piernas. Para verificarla, recordó cada uno de los momentos pasados con Guyana, y comprobó con alivio que en lo referente al amor su memoria permanecía intacta.
– Lo recuerdo. Sí, lo recuerdo.
Morgennes sintió de pronto un vivo dolor, como si le hubiera alcanzado un rayo. ¡Dodin! ¡Dodin había desaparecido hacía varios días, y él había partido en su busca!
– ¡Vamos, en marcha!
Dio unos pasos más en la bruma, rodeó la enorme higuera ante la que acababa de pasar hacía un instante, y se preguntó si no había visto ya ese árbol en alguna parte. Pero ¿cuándo? Entonces, al levantar los ojos, distinguió, colgadas en las altas, altísimas ramas del árbol, una decena de marionetas de color gris pálido, varones y hembras. Sus miembros se balanceaban al viento, y el dulce tintineo de sus articulaciones componía una extraña canción que decía: «Como nosotros, como nosotros… Clic, clic, clic… Eres como nosotros… Clic, clic, clic… Te unirás a nosotros, pronto, muy pronto…».
«Me estoy volviendo loco -se dijo Morgennes-. Estoy perdiendo la razón. Vamos, reflexionemos. ¿Qué decían sobre estos pantanos? ¿Que en ellos se perdía la memoria?»
– No olvidaré, no olvidaré…
«Pero ¿qué hacen estas marionetas ahí arriba, en los árboles? ¡Por Dios, si es evidente! ¡Nadie ha subido a colgarlas! Es solo que como el Nilo estaba más alto, mucho, mucho más alto, el Arca navegó sobre ellos, y luego alguien las lanzó al agua. Entonces se hundieron y quedaron enganchadas en las ramas.»
Una de las marionetas oscilaba peligrosamente por encima de él; sus pies miraban al norte, al este, luego de nuevo al norte, luego de nuevo al este… Esta visión macabra le dio escalofríos, y se apoyó en las raíces de un árbol gritando:
– ¡Dodin!
Pero esta vez era una llamada de auxilio. A Morgennes le daba vueltas la cabeza, como si viera el bosque a través de los ojos del muñeco, con su mar infinito de árboles y, en algún lugar al pie de esta higuera verdosa, al propio Morgennes, que se estaba buscando. De repente, cuando ya estaba convencido de haber perdido definitivamente la razón, sonó una melodía. Una dulce y hermosa música de órgano.
– Conozco esta música, y conozco este órgano… ¡Es el de Filomena! El órgano con tubos acabados en bocas de dragón que le gustaba tocar a Nicéforo cuando nos deteníamos.
Curiosamente, esa música le tranquilizó. Parecía dirigirse directamente a él, a su alma. Decía: «Ven por aquí. Confía en mí, soy tu guía. Ven y estarás seguro. Por aquí… Aquí está tu casa».
Morgennes se alejó del árbol, lanzó una última ojeada a las marionetas y caminó hacia la música. «¿Y si era una trampa? ¿Una trampa tendida para que me pierda? ¿Cómo saber si no he caído ya en ella un decena de veces? La música me aleja del árbol, me atrae con sus cantos de sirena y luego se interrumpe bruscamente, dejándome en medio de los pantanos. ¿Ha ocurrido eso ya? ¿Cuántas veces? ¿Así nos separaron a Dodin y a mí? Pero ¿tengo elección, en realidad?»
Aunque con dudas, Morgennes caminó en dirección a la música. Apenas reconocía el paisaje que atravesaba: árboles demasiado grandes, agotados de tan viejos y que, no teniendo ya un lugar donde morir, se desplomaban sobre las ramas de otros más pequeños. Ramajes entremezclados que se alimentaban de todos los troncos, absorbiéndose los unos a los otros, aferrándose, arañándose, a la vez carceleros y prisioneros de sí mismos. Lianas rasgando la oscuridad, llenando los vacíos que los árboles no habían sabido ocupar; musgos, líquenes, setas; un suelo esponjoso, empapado, en el que costaba mucho esfuerzo avanzar. Tentáculos marronosos, grandes telarañas, de las que no se sabía si habían sido tejidas por vegetales o por animales. ¿Tal vez por ambos? Paredes de mosquitos donde los brazos batían el aire, impotentes. «Como tratar de abrir el mar Rojo», pensó Morgennes.
– Necesitaría un milagro. ¡Guyana! ¿Por qué te abandoné?
Luego recordó súbitamente que era ella la que había partido. Debería haberla retenido. Sujetarla del brazo y decirle: «No te vayas. Perdón. Perdóname. No sé qué ocurrió. Si lo hubiera sabido, no habría actuado así. Iba a confesártelo todo, pero no tuve tiempo. ¡Iba a decírtelo todo!».
Por momentos, en su delirio, tenía la impresión de que eso era lo que había hecho. Le había hablado, la había estrechado entre sus brazos y se lo había explicado todo. Al principio había sido difícil, pero ella había acabado por escucharle. Y al final le había perdonado. Apretándola contra sí, le había acariciado los cabellos mientras le decía: «Vuelve a tu casa. Vuelve con los tuyos. Ve a Francia, ve a ver a Chrétien de Troyes, es mi mejor amigo. Espérame en su casa. Cuida de nuestro hijo. ¡Volveré en cuanto pueda!».
Realmente era lo que recordaba haberle dicho.
Después de haber caminado durante una eternidad, Morgennes llegó a un vasto claro pantanoso. Los Pantanos de la Memoria, llamados también Lago Negro, a causa del tono lustroso de sus aguas, que eran negras como el carbón y donde nada, ni siquiera las estrellas, se reflejaba. Aquí y allá, un ruido de chapoteo delataba la presencia de cocodrilos. Sus cuerpos se fundían tan bien con el fango que era casi imposible distinguirlos. ¿Qué tamaño debían de tener? Era difícil saberlo. Pero el último que Morgennes y Dodin habían visto, había abierto tanto la boca como para tragarse un caballo.
Además de cocodrilos, el lugar era un hormiguero de serpientes, que se deslizaban silenciosamente por la superficie del agua. Una de ellas se acercó a Morgennes y pasó por encima de su bota. Extrañamente, no tuvo miedo. Sabía que esta serpiente no le haría ningún daño, igual que sabía que los cocodrilos le dejarían tranquilo.
¿Tal vez era a causa de la música? ¿Tendría el poder de adormecer a los reptiles? ¿De arrebatarles cualquier deseo de atacar? Pero no, Morgennes se engañaba. Porque aquí y allá se veían osamentas. A juzgar por su estado, algunas debían de estar ahí desde hacía siglos. Huesos medio roídos, abandonados; islotes formados por un montón de esqueletos, desorden de cajas torácicas y caos de cráneos con las órbitas vaciadas. Era imposible dar un paso en estos pantanos sin hacer crujir un hueso bajo la suela. Este siniestro espectáculo le recordó confusamente a otro, en el patio de un palacio, en Jerusalén. De aquello hacía mucho, mucho tiempo. Un rey celebraba su coronación. Y una compañía de teatro había llegado en el momento justo para representar una obra que narraba… ¡el combate de un caballero contra un dragón! Ahora Morgennes estaba seguro: estos pantanos, el Lago Negro, ocultaban una gruta donde vivía un dragón. Llevándose la mano al costado, sujetó la pequeña espada que había arrebatado a Dodin y se preparó para el combate.
Pero aquel no era momento para combatir. Por otra parte, la música seguía sonando, cada vez con mayor claridad. Tratando de orientarse en ese laberinto sin pasadizos, Morgennes distinguió unas ramas de árbol que sobresalían del agua como si fuesen brazos pidiendo socorro. El Arca no debía de estar muy lejos; estaba convencido. Decenas de luces blancas se encendieron en torno a él. No sabía si estaban cerca o lejos, si eran pequeñas o grandes, pero eran muchas. Flotaban en el aire sin hacer ruido. Curiosamente, esto le llenó de felicidad. Notó una presencia reconfortante, y recordó a su madre, había salido a la puerta de su pequeña vivienda y le llamaba: «¡Morgennes, ven a comer!».
También llamaba a su hermana, pero sin nombrarla.
Por cierto, ¿cómo se llamaba? Morgennes buscó en vano en su memoria; no lo recordaba. También había olvidado los nombres de sus padres. Pero veía perfectamente a su madre, sus largos cabellos recogidos en una trenza que colgaba sobre su espalda, su delantal inmaculado y sus manos dulces y finas, que no eran manos de campesina.
Su padre, con el martillo al hombro, volvía de la forja. Los «¡clang!, ¡clang!, ¡clang!» y los «¡ting!, ¡ting!, ¡ting!» habían enmudecido, y solo quedaba el zumbido del hogar, que su padre mantenía constantemente encendido.
Nunca lo había apagado. Sin que importara la cantidad de madera que tuviera que introducir en él, nunca permitía que el fuego se extinguiera. Morgennes esbozó una sonrisa: «¿Qué tenía ese fuego que fuera tan particular? ¿Por qué era tan valioso?».
De pronto oyó una voz. Era su hermana, que le llamaba:
– ¡Morgennes!
Miró a derecha e izquierda y preguntó:
– ¿Dónde estás?
Pero no había nadie. Debía de ser un fantasma.
Entonces, desesperado, se puso a silbar la dulce melodía del órgano, lo que le dio nuevas fuerzas. Revigorizado, continuó su camino en dirección al Arca.
Unas sombras se dibujaron ante él.
Varios hombres y mujeres de piel oscura, que oscilaba entre el bronce y el negro, estaban agachados en el agua, con la cabeza baja, en medio de las sanguijuelas. Le recordaron a los adeptos de la secta de los ofitas, a esos centenares de personas que habían adorado a la Serpiente bajo la mirada de Morgennes en el templo de Apopis. Tenía la sensación de que aquello había sucedido en otra vida. ¿Habían acudido aquellos hombres en busca de la Cola de la Serpiente?
Morgennes caminó entre ellos, tratando de cruzar su mirada con la suya. Pero sus ojos estaban vacíos. Las lucecitas se movían sobre sus cabezas, iluminándolos un breve instante para devolverlos enseguida a la sombra. Aunque no eran luces, no. Eran…
Atrapó una, cerró el puño e inclinó la cabeza para observarla. Era una pequeña mariposa blanca. Muerta, aparentemente. Morgennes le sopló encima. Entonces la mariposa se agitó suavemente, se volvió negra, y luego emprendió el vuelo, sembrando a su estela finas nubecillas de un polvo negro y blanco que parpadeaba extrañamente. Morgennes se dio cuenta de que las luces palpitaban al ritmo de la música de órgano, que seguía sonando, cada vez más cerca de él. Tontamente, sin saber por qué, llamó:
– ¿Dodin?
– ¡Por aquí! -le respondió una voz aflautada.
No era su hermana, sino una voz que conocía… ¿La de Nicéforo?
– ¿Nicéforo? -llamó Morgennes.
– ¿Morgennes? ¡Por aquí!
Morgennes corrió, luego tropezó con un cuerpo y cayó cuan largo era sobre el fangal, donde se le hundió la cara. Aunque había abierto la boca para gritar, no pudo proferir ningún sonido; pero lo que vio le horrorizó: cinco caballeros, uno de los cuales llevaba una gran cruz roja sobre su túnica blanca, perseguían a un hombre, a su hija y a su hijo pequeño. El hombre era su padre. La hija, su hermana. Y el niño…
Morgennes agitó las manos, trató de gritar de nuevo, pero solo consiguió tragar más fango. Iba a morir. Todo le oprimía. Se ahogaba.
Sus piernas ya no eran las suyas, sus brazos ya no le pertenecían. Su cabeza, apenas. Su campo de visión se reducía peligrosamente, y sintió una mano fría que le apretaba el corazón, una mano que decía: «¡Te llevaré al Otro Mundo!».
En ese momento, una luz brilló en las profundidades del pantano. Una luz que se manifestó primero bajo la forma de una mano que le acarició la parte baja del rostro. Esa mano era dulce y decía: «¡Vive! ¡Vive, hermano mío! ¡Te amo, ve!».
Morgennes tendió los brazos hacia delante, tratando de sujetarla. ¿A quién pertenecía?
Apareció un rostro. El de su hermana.
Al principio parecía hacer melindres, entrelazando los dedos ante el vestido, pero luego se echó a reír, como hacía tan a menudo cuando había hecho una tontería, y exclamó:
– ¿No me reconoces? ¿No dices nada?
– Sí. ¿Qué haces aquí?
– Este es el Reino de los Muertos, y aquí es donde vivo.
Era translúcida, y a través de su cuerpo Morgennes veía el fango de los pantanos.
– Pero…
– Siempre te he amado. Por desgracia, la vida no quiso que naciéramos los dos, y yo morí para dejarte vivir. Soy la hermana gemela que deberías haber tenido.
– ¿Mi hermanita gemela? ¡Habría dado mi vida por ti!
– Lo sé.
– Perdón -le dijo Morgennes-. ¡Me habría gustado tanto que vivieras!
– ¡Pero viví! Porque Dios me permitió volver. Se apiadó de tu sufrimiento y del de nuestros padres. Nos permitió estar juntos. La niña que tuvieron después, tu hermanita, ¡era yo!
Acarició fugazmente la cruz de bronce que Morgennes llevaba sobre el corazón.
– ¡Estoy delirando! ¿O estoy muerto yo también? -preguntó Morgennes acercándose a su hermana.
– No. Pero ahora ha llegado para ti el momento de olvidar. ¡Ha llegado el momento de que vivas!
– ¡No sin ti!
– ¡Que los muertos permanezcan con los muertos, y los vivos con los vivos! -dijo ella en tono cortante, con el índice levantado en un gesto imperioso.
Luego le rechazó, empujándole con las dos manos hacia la superficie del pantano, y le dijo:
– ¡Corre, Morgennes, corre!
Morgennes sacó fuerzas de flaqueza, tensó sus músculos y lanzó un grito:
– ¡Vivir!
Y el niño que había corrido en otro tiempo al otro lado del río, corrió de nuevo para salvar la piel. Morgennes sintió que tiraban de él hacia lo alto. Se abandonó, se dejó hacer, y luego empujó con los pies, empujó con sus piernas y con todo su cuerpo; de pronto sus fuerzas volvían. Morgennes renacía.
Escupiendo, tosiendo, expectorando, levantó la cabeza y vio a Gargano inclinado sobre él. El gigante le había sacado del cenagal. Luego lo cogió en brazos y lo llevó, chorreando fango, al campamento del Dragón Blanco.
Morgennes cerró los ojos. ¿No era todo perfecto? ¿No se había resuelto todo por fin?
El crepitar de un fuego de ramitas le despertó. Sobreponiéndose a su sopor, abrió los ojos y vio a Gargano, que estaba asando un avestruz, mientras Nicéforo tocaba el órgano. El instrumento se encontraba en un estado lamentable y cubierto de limo.
Morgennes buscó el Arca con la mirada. ¡Ahí estaba, casi al alcance de la mano! Era una maravilla de proporciones majestuosas, aún más enorme que la catedral más alta. Morgennes tenía la impresión de encontrarse al pie de una montaña. Y de pronto lo recordó. La montaña que había escalado unos años atrás era, sin duda, el Ararat, el monte en cuya cima debería de encontrarse el Arca. Pero en el momento en el que Morgennes se había acercado, el Arca había desaparecido de allí; porque, realizando una proeza digna de los constructores de las pirámides, centenares de individuos la habían arrancado del lugar donde había embarrancado.
– Necesitaré tiempo para comprender lo que me ha sucedido. Pero creo que he visto un fantasma… El mismo fantasma que asustó tanto a Chrétien en Arras.
Sin dejar de dar vueltas al espetón, y mientras Nicéforo seguía arrancando al órgano algunos dulces lamentos, Gargano declaró:
– ¡Benditos sean los caminos que te han conducido hasta nosotros!
– Precisamente os estaba buscando… -dijo Morgennes, pasándose la mano por la mejilla.
– ¡Y hemos sido nosotros los que te hemos encontrado! -exclamó Nicéforo.
– ¿Cómo lo conseguisteis?
– Las mariposas nos mostraron el camino.
– Hablaremos más tarde, la carne ya está asada. Pronto podremos comer -dijo Gargano, relamiéndose.
– ¿Y tú -inquirió Nicéforo desde el taburete de su órgano-, cómo nos has encontrado?
– Vuestro rastro no era difícil de seguir, y el destino me había llevado hacia el sur de Egipto. ¡Sumad ambas cosas, y aquí estoy!
Nicéforo sonrió; luego volvió una de las páginas de su partitura y siguió tocando.
– Estas mariposas son realmente extraordinarias -dijo Gargano, señalando a una de ellas con la punta de su cuchillo-. Se alimentan de las setas que crecen en los árboles. Son uita verna, una especie muy particular que, según dicen, proporciona la inmortalidad a quien las consume. Pero no es cierto. En realidad provocan una muerte instantánea. La eternidad que proporcionan es la del último reposo.
Nicéforo tocó unos acordes disonantes, que turbaron a Morgennes.
– ¿Qué haces? ¿No sigues tocando? -preguntó.
– Perdón, tenía la cabeza en otra parte. Hace días y días que mis dedos corren por las teclas, y ya no puedo más.
– Os relevaré -propuso Gargano.
– No. Come. Has tocado cinco días y cinco noches seguidos. Ahora soy yo quien debe tomar el relevo. Además ¡ya estoy harto de este manto!
Con un gesto brusco, Nicéforo levantó la capucha que le caía sobre el rostro. Y Morgennes vio entonces que Nicéforo no era un hombre, sino una magnífica joven de rasgos soberbiamente dibujados -bizantinos, para ser precisos.
– ¡Por san Jorge! ¡Tendréis que explicarme esto!
– No te preocupes -replicó Gargano, mientras daba un buen bocado a un muslo de avestruz-. Es lo que haremos. Pero antes tenemos que abandonar este lugar, este Reino de los Muertos. ¡Por eso tu llegada no podía ser más oportuna!
Y por eso toda emperatriz, por elevado que sea su origen,
está recluida en Constantinopla como una prisionera.
Chrétien de Troyes,
Cligès
Nicéforo desprendió de sus cabellos el largo broche de oro cuajado de diamantes que los mantenía sujetos. Sacudió la cabeza para desenredarlos y los dejó caer sobre sus hombros. Sedosos y brillantes, eran tan hermosos como los cabellos de una princesa. Y en realidad eso eran. Porque Nicéforo no se llamaba Nicéforo, sino María Comneno.
– Soy la sobrina nieta del basileo de Constantinopla -le confió a Morgennes-. Mi tío abuelo se llama Manuel Comneno. Es el hombre más poderoso de la ecúmene.
– Le conozco -dijo Morgennes.
María asintió con la cabeza y le dirigió una dulce sonrisa.
– Lo sé -susurró-. Estaba al corriente de todo. Antes, antes…
– ¿Antes de qué? -preguntó Morgennes.
María Comneno se levantó y con un amplio gesto señaló a la vez el Arca, los pantanos y el órgano que había dejado de tocar.
– ¡De todo esto! Debes saber, querido Morgennes, que desde muy pequeña solo he tenido una obsesión: ser libre. Siempre me he negado a ser rehén de la vida política, un regalo más valioso que los demás, destinada a sellar la amistad de los poderosos. Además, al contrario que mis hermanas y primas, no soportaría permanecer encerrada en un gineceo. Pero aparte de un matrimonio concertado, solo mi tío tenía el poder de hacerme salir de él. Y así, gracias al emperador, después de haber jurado que siempre iría disfrazada, pude saborear el placer de los viajes y de la aventura. Por eso quería mostrarle mi agradecimiento ofreciéndole su más anhelado sueño: ¡un dragón! Sí, concebí el loco proyecto de capturar a una criatura que se remonta a la noche de los tiempos, para que la añadiera a su colección privada y fuera su más hermoso ornamento.
María pareció perderse en sus reflexiones, pero recuperó el hilo de su discurso.
– Esta criatura era considerada benévola por los orientales, y maléfica por los cristianos. Nosotros, que estamos a medio camino, la tenemos por otra cosa, más allá del bien y del mal.
– Creo saber de qué habláis -dijo Morgennes.
– ¡Hablo de los dragones! De este monstruo que la cristiandad, y Roma en particular, ha perseguido en todo el mundo para erradicarlo y al que los orientales han dado caza por su grasa, sus dientes, su lengua, sus escamas, sus garras o su hígado. El mundo se ha vaciado de dragones; ya no pueden encontrarse en ninguna parte. Los únicos indicios que conservamos de ellos son los contenidos en los libros, en los relatos y en algunas pinturas antiguas. Pero al estudiar los textos, me di cuenta de que san Jorge ¡no mató al dragón! Le perdonó la vida, y después de haberle pasado en torno al cuello el cinturón de la princesa a la que acababa de rescatar, lo condujo hasta el rey que le había encargado que lo venciera. Allí, el dragón fue juzgado, y luego liberado. De modo que aún vive en estos pantanos, al pie de los Montes de la Luna. Para transportarlo, necesitaba una nave fuera de lo común, de madera de gofer. Y solamente existe una embarcación como esa: el Arca de Noé. De hecho, el Arca ya había demostrado que podía contener a un dragón; lo hizo durante el diluvio. Solo ella podía resistir su aliento y sus zarpazos. Por eso, poco antes de ir a buscar este órgano del padre de Filomena, me dirigí a recuperar el Arca en lo alto del Ararat. Mientras viajábamos, los arsenales de mi tío trabajaban para poner el Arca en condiciones, lo que les llevó varios años.
Señaló el Arca de Noé y concluyó:
– Hicieron una labor excelente. Con ella, disponíamos de una embarcación ideal para viajar a la tierra de los dragones, es decir, a Abisinia. Una región que, mucho antes del islam, la cristiandad y el judaísmo, había conocido otro tipo de culto: el del Dragón. Sí, Morgennes, era una expedición insensata, lo sé; pero el móvil que la impulsaba era la gratitud, la que yo sentía hacia mi tío. Sabía que teníamos muy pocas posibilidades de éxito, pero, para conseguirlo, contaba con estos fabulosos cebos: este órgano y esta partitura.
– Deberíais seguir tocando -indicó Gargano a María Comneno-. Las últimas notas casi han dejado de resonar.
– Tienes razón -dijo María.
Volvió a tocar, utilizando las teclas menos deterioradas, aunque de vez en cuando determinados tubos dejaban escapar algunas notas falsas.
– Este órgano, como sabes, fue restaurado por el padre de Filomena. Nuestro proyecto la fascinaba, y estaba entusiasmada con la idea de participar en él.
– ¿Dónde está ella ahora? -preguntó Morgennes.
– Nos abandonó hace mucho tiempo, cuando pasamos por El Cairo. Pero me temo que, en realidad, nos traicionó mucho antes. Porque descubrí que en realidad trabajaba para los ofitas, y particularmente para uno de ellos, Palamedes. Filomena había tratado de convencerme de que le diera mi dragón, pero cuando comprendió que yo nunca cedería, prefirió sabotearlo todo.
Morgennes se levantó, se acercó a María Comneno y miró por encima de su hombro.
– Había visto esquemas que representaban el Arca, en Constantinopla -dijo-. Ya conocía el órgano. Y esta partitura tampoco me resulta desconocida… Es la que vuestro tío me pidió que robara. Se suponía que atraía a los dragones. Siempre pensé que eso era imposible.
– Hasta ahora -le dijo María- no ha atraído a ninguno.
– Entonces, ¿por qué seguís tocando?
– Porque durante nuestra desgraciada expedición, llamémosla naufragio, nos dimos cuenta de que, al atravesar estos pantanos, nuestra memoria se borraba. Ningún ser humano normalmente constituido puede alcanzar los Montes de la Luna sin perderse a sí mismo. Y como es imposible pasar por la costa oriental…
– Sin embargo, recuerdo haber consultado en Alejandría los trabajos de Marino de Tiro, que inspiraron a Tolomeo, y mencionaban estas montañas, las fuentes del Nilo y la Cola de la Serpiente. Incluso se hacía referencia a estos pantanos, aunque no a esta particularidad.
– ¡Y no es extraño! ¡Los que se arriesgaron a llegar hasta aquí lo olvidaron! En realidad, muy pocos llegaron y pudieron volver. Ciertas personas, sin embargo, acuden aquí de vez en cuando en el mayor de los secretos.
– ¿Cazadores de dragones?
– No. Artistas y cocineros.
Morgennes la miró sorprendido.
– Estas setas en forma de pequeña luna esponjosa que crecen en estos pantanos -explicó María- son muy apreciadas por los amantes del té. Cuando se hace una infusión con ellas, dan un sabor especial a esa bebida conocida como «té de los dragones», porque se supone que solo los dragones pueden ingerirla sin morir. También se dice que proporciona la inmortalidad, pero no es más que una leyenda. Nadie lo ha comprobado nunca.
Morgennes, que había bebido aquel té en Constantinopla, no hizo ningún comentario; pero ahora comprendía por qué había estado a punto de morir por tomar una simple taza de té. Lo que no comprendía era por qué había sobrevivido. Y por qué Constantino Colomán bebía ese té cada día.
– Además de por las setas, ¿no están interesados también en las mariposas negras y blancas que abundan en estos pantanos?
– Exacto -dijo María-. ¿Cómo lo sabes?
– Tengo buenas razones para creer que mi padre y uno de sus amigos vinieron a este lugar hace años. Creo que se llevaron varias pequeñas setas, así como polvo de mariposa… que luego sirvió para pintar iconos o fue dado en infusión a ciertas personas, entre ellas mi madre. Pero ¿cómo lo hicieron para no sucumbir a la maldición del pantano?
– ¿Tal vez utilizaban una armadura especial? Antiguos grabados muestran a Alejandro Magno descendiendo a las aguas del puerto de Tiro a bordo de una campana de cristal. Quién sabe, tal vez una especie de burbuja de cristal, colocada sobre sus cabezas, les impidiera respirar el aire emponzoñado de los pantanos.
– ¡Fascinante! -exclamó Morgennes.
– Temo que todo esto ya no esté hecho para mí -suspiró María-. Nicéforo queda lejos ahora. Los pantanos se lo han tragado. Ya solo quedo yo, María…
Durante un instante pareció desfallecer; se pasó la mano por la frente.
– ¡Vamos, levantaos princesa! -exclamó Gargano-. Id a comer un poco y dejad que le cuente a Morgennes cómo nos las hemos arreglado para llegar hasta aquí.
María no se lo hizo repetir dos veces; abandonó su asiento y caminó hasta el fuego, donde cogió una loncha de avestruz, que atacó con voraz apetito.
– Tienes que comprender -dijo Gargano, tocando unos delicados acordes en el órgano- que, por una razón que desconocemos, este órgano, que no hemos dejado de tocar desde nuestro naufragio, nos protege de las pérdidas de memoria. Mientras tocamos, seguimos siendo nosotros. De modo que tocamos sin cesar. Por desgracia nos dimos cuenta de ello demasiado tarde, y no pudimos evitar que los habitantes de Cocodrilópolis quedaran reducidos al estado de fantasmas. Ahora yerran por estos pantanos. Cuando los primeros se vieron afectados por la maldición, los demás, creyendo que se trataba de un maleficio lanzado por Filomena, tiraron todas esas marionetas por la borda.
– Las he visto -dijo Morgennes.
– Luego muchos de los habitantes de Cocodrilópolis que habíamos contratado para que nos acompañaran en la expedición, y que estaban encantados de servirnos debido a los lazos que les unían al culto del Dragón, perdieron la cabeza a su vez. Ya no éramos lo suficientemente numerosos para manejar el Arca, que se convirtió en nuestra prisión. Y será nuestra tumba si tú no lo remedias. Finalmente, cuando navegábamos a una cuarta parte de nuestra velocidad normal, el Nilo inició la decrecida. Y así llegó el final. Embarrancamos aquí. No creo que debamos esperar a la próxima crecida. ¡Tenemos que marcharnos de aquí, y deprisa!
Gargano mostró a Morgennes una de las teclas rotas del órgano, así como un tubo medio torcido.
– Está a punto de entregar el alma…
– ¿Y para eso contáis conmigo? -preguntó Morgennes.
– Sí. Dios te ha puesto en nuestro camino. Tu memoria es tan excepcional que si nos dirigimos a los Montes de la Luna, que es el camino más corto para abandonar estos pantanos, tal vez tengamos una oportunidad de escapar. Quién sabe, tal vez exista un paso que conduzca a la costa oriental y que nadie ha descubierto todavía.
– ¿Por qué no me hablasteis de vuestros proyectos antes? ¡Habría podido ayudaros!
– Morgennes, otro destino te aguardaba. Por otra parte, te recuerdo que soñabas con convertirte en templario y ser armado caballero. Además, debíamos mantener nuestra misión en secreto, porque los ofitas, nuestros peores enemigos, tenían espías por todas partes. En Kharezm, en los montes Caspios, en Constantinopla, en Tierra Santa y, por descontado, en Egipto. ¿Crees que ellos, que solo sueñan con el Gran Dragón y su regreso, nos habrían dejado llevar a buen término nuestro proyecto? De hecho, ganaron a Filomena para su causa, lo que selló el fracaso de nuestra expedición. Así su dios no acabará nunca en una jaula, en el palacio de Constantinopla.
Gargano tocó algunos nuevos acordes, que vibraron durante un rato. Luego volvió la cabeza hacia una mujer de mirada apagada, que estaba arrodillada en el fango con las manos sobre los muslos.
– ¿Quién es? -preguntó Morgennes-. ¿Qué le ocurre?
– Es una habitante de Cocodrilópolis. Se está transformando en árbol. Es un proceso bastante lento, pero desgraciadamente irreversible.
Tras una indicación de Gargano, Morgennes se acercó a la mujer. Sus cabellos y su piel empezaban a adoptar un tono vegetal, teñido de cobrizo. La joven mantenía la cabeza baja, y no la levantó cuando Morgennes le dirigió la palabra. Al ver que no reaccionaba, la tocó con la punta de los dedos.
Estaba tan fría como una planta. Entonces se fijó en sus rodillas, que no estaban simplemente posadas sobre el suelo, sino que se hundían en el fango como raíces. Morgennes miró alrededor y se dio cuenta de que no era la única que se estaba transformando en árbol. Otros tenían los brazos pegados al cuerpo o se retorcían en posturas imposibles. Los cocodrilos no les atacaban, porque ya no eran seres humanos.
Morgennes dejó tranquila a la que había sido una mujer y se adentró unos pasos en el pantano. Arboles que hasta ese momento apenas había mirado se le aparecían ahora bajo su verdadero aspecto. En sus troncos, sus raíces y sus ramas, Morgennes veía aquí un brazo, allí una cabeza, y más allá una pierna. Un torso estaba en la base de un tronco.
De pronto Morgennes volvió a pensar en Dodin. ¿En qué estado se encontraría? Colocando sus manos en torno a la boca, le llamó una vez más:
– ¡Dodin! ¡Dodin!
«Vamos -se reprendió a sí mismo-, es inútil. Probablemente ya no recordará su nombre.»
Dios se había tomado la revancha. Quedaban, en su país de origen, Jaufré Rudel, y en Oriente, en los calabozos de Alepo, ese misterioso Reinaldo de Châtillon, al que tenía intención de visitar un día no muy lejano.
– Siempre que pueda abandonar este pantano…
Morgennes corrió hacia María Comneno y le preguntó:
– ¿Cómo es posible que a mí no me haya afectado? ¿Es por mi memoria? ¿Por la música?
– Lo ignoro. Pero el simple hecho de que hayas llegado hasta aquí y nos hayas reconocido prueba que eres alguien especial, Morgennes. Quién sabe, tal vez seas una especie de dragón.
– No lo encuentro divertido -dijo Morgennes-. Además, me permito señalaros que también Gargano y vos estáis aquí. Y que los pantanos me afectan. Pero poco importa. Os sacaré de este lugar. ¿Qué hay que hacer exactamente?
Con gesto cansado, María señaló el órgano y declaró:
– Pronto no podremos sacar ni una sola nota de esta espléndida obra de arte. Este órgano, y no el dragón, debería haberse añadido a la colección de mi tío.
Tras inspirar una profunda bocanada del aire fétido del pantano, prosiguió:
– En algún lugar, más al sur, los pantanos se interrumpen.
– Y nos hallamos de nuevo en la jungla.
– Sí, de nuevo en la jungla, y allí volvemos a encontrar el Nilo, o al menos uno de sus afluentes. Habrá que remontarlo. Una antigua leyenda árabe, que te contaré si todavía me acuerdo, dice que su curso se vuelve subterráneo y que atraviesa la montaña. Condúcenos hacia el mar Rojo. Solo tú puedes salvarnos.
– Haré todo lo que esté en mis manos.
Morgennes dejó que María volviera junto a Gargano, y mientras tocaban a cuatro manos una melodía sincopada -y las mariposas negras y blancas danzaban al ritmo de la música, creando en el aire figuras sorprendentes-, se acercó al tronco de un árbol en busca de una seta.
– Hay algo que me gustaría comprobar -dijo a media voz.
Encontró una seta del tamaño de una nuez, y después de haber comprobado con los dedos la blandura de su carne, se la tragó de un bocado.
– ¡Si soy un dragón, no moriré!
Morgennes cerró los ojos y se abandonó al tumulto que crecía en él.
Llevas en tilo que buscas, pero no está completo.
Una parte se encuentra en tu cuerpo, la otra
está ante ti.
Chrétien de Troyes,
Filomena
Luego todo sucedió como su hermana le había anunciado.
Morgennes, María Comneno y Gargano consiguieron salir de los Pantanos del Olvido, pero no los abandonaron indemnes. Mientras caminaban en dirección a los Montes de la Luna, de una blancura tan deslumbrante que atravesaba los vapores nauseabundos del pantano, Morgennes recordó lo que acababa de vivir.
Pero ¿lo recordó realmente, o lo siguió viviendo porque una parte de su alma había permanecido para siempre prisionera en el Lago Negro? Morgennes nunca lo sabría.
En aquel lugar había tenido la sensación de estar en contacto con toda su vida, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, e incluso más allá. Lo que «vivió» entonces nunca le abandonaría. Salió de allí transformado. El Morgennes que se salvó de los pantanos no era exactamente el mismo que se había aventurado en ellos.
Después de tragarse la seta, Morgennes había visto cómo caía y se hundía en las aguas del Lago Negro. María Comneno y Gargano habían corrido hacia él, pero a pesar de sus esfuerzos no habían conseguido evitar que se hundiera en el cenagal, en lo más profundo del pantano.
Morgennes, que parecía haberse desdoblado, estaba a la vez hundiéndose y asistiendo a los vanos esfuerzos de María y Gargano para salvarle. No sabía qué pensar. En realidad, no pensaba.
En el fondo de las aguas se encontraba su hermana, así como muchas otras personas que no conocía: tal vez sus antepasados, o los muertos del mundo entero.
Su hermana fue hacia él flotando.
– Te había dicho que te fueras. Este no es lugar para los no muertos. Tienes que irte.
– ¿Los no muertos?
– Aún no estás muerto, que yo sepa -le hizo notar su hermana.
– No.
– Entonces eres un no muerto.
Luego ella le señaló el inmenso amasijo de sombras de aire antropoide que se aglutinaban en torno a ellos, como flores de diente de león en torno a su pistilo, y le explicó:
– Igual que ellos, nosotros, yo, somos no vivos. Así son las cosas.
– Entonces, ¿estamos en el limbo?
– Si quieres verlo así… Me gustaría explicártelo, pero no podrías comprenderlo.
– Sin embargo, yo te comprendo.
– Porque no te lo digo todo. Además, no todo Morgennes está aquí. Una parte de ti se ha quedado ahí arriba, en el mundo. Mientras que tú…
– ¿Yo? ¿Quién?
Una imagen cruzó por la mente de Morgennes. Volvió a verse, unos años atrás, en las cocinas de Colomán, tendido sobre su jergón. Cocotte y yo estábamos velándole. Curiosamente, Morgennes también estaba ahí, con nosotros. Y se miraba. Luego volvió a verse de niño, corriendo junto a sus padres. Volvió a verse sobre la pequeña tumba de su hermana gemela. Finalmente vio un feto, un minúsculo esbozo de ser humano, contra el que otro esbozo se acurrucaba. Eran dos. No tenían mucho espacio. Sin embargo, se encontraban bien. Estaban en el vientre de su madre.
– Tú estás aquí -prosiguió su hermana-. Con nosotros. Pero solo en parte.
– No comprendo.
– No hay nada que comprender. Cuando se está muerto, el tiempo deja de existir. Ya no hay antes ni después. Cuando se está muerto, no es por toda la eternidad. Es desde la eternidad.
Giró sobre sí misma, como una ondina en el fondo de un lago, y prosiguió:
– Un día sabrás, pero todavía no es el momento. ¿Quieres conocer la fecha de tu muerte?
– No. Es algo que no me interesa.
– Tienes razón. Carece de todo interés.
– ¿Cómo se puede salir de aquí? -preguntó Morgennes-. Me gustaría presentarte a mi mujer. Ven conmigo.
– No. Los que están aquí ya no salen. No echamos en falta la vida. No del todo. O no realmente. Estamos entre nosotros, hablamos, conversamos. Tratamos de mejorar nuestra suerte y la vuestra. Y además, estamos al corriente de todo.
– Pero, de todos modos, debe de haber un modo de marcharse.
– ¿Para hacer qué? Todo está aquí. Y lo que no vemos, nos lo enseñan los árboles.
Le mostró unas raíces entrelazadas, algunas finas como cordones, otras más gruesas que los pilares de una catedral. Esas madejas de raíces conectaban un continente a otro, relacionando los robles de la Gaste Forêt con las palmeras de Damasco, los tamarindos de El Cairo con los olivos de Constantinopla. Y esos eran solo dos ejemplos entre una infinidad.
– Los árboles del mundo entero están enlazados por sus raíces. En la superficie de la tierra existen algunos lugares, como este, en los que es posible comunicarse con los vivos y con los muertos. ¿Quieres comunicarte?
– No, me gustaría volver a casa.
– Y ¿dónde está?
– No lo sé muy bien. Tendría que encontrar a mi mujer para preguntárselo. Ella lo sabe.
La hermana de Morgennes sonrió de nuevo y posó un dedo sobre los labios de su hermano.
– Siempre he estado ahí, contigo, ¿lo sabes?
– Creo que sí.
– Pero ahora voy a dejarte.
– Adiós, entonces.
Ella le abrazó estrechamente y le dijo:
– No olvides perdonar a Dios, ya que él me permitió volver junto a vosotros.
Morgennes apoyó la cabeza en el pecho de su hermana y susurró:
– Gracias. Y perdón. Perdón, hermanita, por haber vivido y por haberte abandonado aquí, sola en medio de los muertos.
– De los no vivos.
– De los no vivos.
– ¿Sabes?, también tú estás ahí. En parte al menos, ya que los dos estamos ligados. Nosotros te murmurábamos al oído todo lo que deberías haber olvidado. Éramos tu memoria, esa increíble memoria tuya. Y parte de tu fuerza también. Pero creo que haces bien en irte. Si te vas, olvidarás. Te convertirás en un hombre como los demás. Ya no estaremos ahí para ayudarte.
– Necesito que me ayudes una última vez. Debo atravesar estos pantanos.
– Te ayudaré. Te ayudaremos. Estaremos ahí, contigo. Luego, cuando llegues al lindero del bosque, nos separaremos. Pero si alguna vez una burbuja de memoria asciende a la superficie de tu mente para liberar alguna información, no tendrás por qué preocuparte. Si tienes intuiciones, premoniciones, será solo porque hoy te hemos dado la respuesta, pero habrá tardado un tiempo en llegar. Y ahora adiós, mi tierno y amado hermano. Te echaré de menos.
– Yo te he echado de menos desde siempre. Adiós, hermanita.
Morgennes volvió a ascender bruscamente a la superficie. Se despertó en el pantano, con la cara bajo el agua. María Comneno y Gargano le sujetaron y le ayudaron a levantarse. Morgennes tosió, escupió. Tenía la boca llena de algas y barro. Vomitó.
– ¿Cómo te sientes? -preguntó María Comneno.
– Extraño. Tengo la sensación de haberme encontrado y luego haberme perdido.
– ¡Pues bien, muchacho -le espetó Gargano-, puede decirse que tienes una suerte inagotable! Normalmente nadie sobrevive a la ingestión de estas endemoniadas setas.
Morgennes sonrió débilmente y le mostró los centenares de mariposas negras y blancas que revoloteaban en torno a ellos.
– ¡Ellas también han sobrevivido!
– No es lo mismo -dijo María Comneno-. Las larvas de las que surgieron se alimentan de estas setas. Es como si fueran sus hijos, inmortales.
De pronto, después de haberse rehecho, Morgennes les preguntó, alarmado:
– ¿Y el órgano?
Gargano y María Comneno intercambiaron una mirada, a la vez sorprendida y horrorizada.
– ¡Lo hemos olvidado! -exclamó María.
– Cuando te caíste, corrimos hacia ti y no pensamos más en él.
Los tres amigos miraron el órgano, que parecía más viejo que nunca. Entonces, como un soldado extenuado que hubiera montado guardia hasta la llegada del relevo, el viejo órgano entregó su alma. Uno de los tubos de boca de dragón se desprendió del instrumento y cayó al pantano. Luego fue el soberbio pedalero, un sistema único en el mundo, puesto a punto por el padre de Filomena, el que se rompió y cayó a su vez al fango. El resto del órgano se descompuso justo después.
– Tenemos que marcharnos inmediatamente -dijo Morgennes.
– ¿Marcharnos? -inquirió María.
– ¿Para hacer qué? -añadió Gargano. -Bien. Ya veo. Vuestra memoria se está borrando.
Sin perder un instante, Morgennes desenrolló la cuerda que llevaba alrededor del torso y la ató a María y a Gargano.
– Confiad en mí. Quedaos a mi lado, seguid mis pasos y todo irá bien.
Después de haberse asegurado de la solidez de los nudos, se dirigió hacia el sur. Por primera vez en su vida debía realizar un gran esfuerzo para recordar. Para él era a la vez algo nuevo y extraño. Pero no desagradable.
– Veamos -se dijo-. ¿Por dónde debemos ir? ¡Ah sí! Por aquí, seguir el resplandor de los Montes de la Luna.
Morgennes dirigió la marcha a través de los pantanos sin dejar de hablar. Les decía todo lo que le pasaba por la cabeza, y les hablaba mucho de ellos. Le describió a María el atuendo que llevaba la primera vez que se encontraron. Y María lo recordó. Y rememoró las largas veladas pasadas con Gargano bebiendo vino y discutiendo. Gargano pretendía conocer el lenguaje de los animales.
– ¿Recuerdas a Frontín?
– ¡Desde luego! -exclamó Gargano-. ¡Un condenado bromista! Listo como el diablo, y de lo más espabilado. El mejor compañero que haya tenido nunca.
– Entonces, ¿por qué lo dejaste con Azim?
Gargano no recordaba a Azim. Pero dijo a Morgennes:
– Supongo que fue justamente porque le quería. No quería someterlo a algo así. Amar a alguien también es aceptar abandonarlo. O separarte de él.
Morgennes no hizo ningún comentario, pero entonces María le preguntó:
– Te llamaban el «Caballero no sé qué», ya no me acuerdo.
– El «Caballero de la Gallina» -dijo Morgennes sonriendo.
– ¿Tenías una gallina? -inquirió María.
– Es verdad -dijo Gargano-. Ya me acuerdo. Una gallina rojiza muy pequeñita, que os quería mucho, a ti y a alguien más…
Ya no recordaba quién era ese «alguien más» a quien la gallina quería tanto. Por otro lado, tampoco se acordaba del nombre del animal. Pero recordó esto:
– Hablábamos mucho de ti, ella y yo. Cada mañana iba a verla, y me sorprendía que siguiera sin poner huevos. La pobre estaba aterrorizada. Pero apreciaba que la protegieras. Y tenía un sueño; porque sí, era una gallina que soñaba.
– ¿Y con qué soñaba? -preguntó Morgennes.
– ¿De quién estáis hablando? -dijo María.
Gargano y Morgennes miraron a María. Sus ojos empezaban a velarse. ¡Tenían que darse prisa!
– Soñaba -susurró Gargano- con ser a los pájaros lo que los caballeros son a los hombres de a pie. ¡Una hermosa ave de presa! ¡Mejor aún, un halcón peregrino! Era su sueño secreto.
Morgennes sonrió de nuevo. ¿Cocotte un halcón? Bien, por qué no.
Habían avanzado a buen ritmo, y el lindero del bosque se dibujaba ya nítidamente ante ellos. Los árboles eran tan altos que les ocultaban la cumbre de la montaña, pero seguían percibiendo su luz centelleante, que se abría paso a través de la vegetación.
– ¡Ya llegamos! -dijo Morgennes-. ¡Resistid, amigos! ¡Resistid!
Tiró de la cuerda para animarles a acelerar el paso. Pero María estaba agotada; parecía apagada. Entonces Morgennes miró a Gargano y le preguntó:
– ¿Aún sabes correr?
– Desde luego -dijo Gargano.
– Llevaré a María a hombros y haremos el resto del camino a paso de carrera.
– Perfecto -dijo Gargano.
Morgennes se acercó a María y se dispuso a levantarla. Sin embargo, con gran sorpresa por su parte, comprobó que era increíblemente pesada. En realidad no lo era tanto, pero Morgennes no tenía la fuerza de antes.
– ¿Gargano?
– ¿Quién me llama? -preguntó el gigante.
– ¡Necesito tu ayuda!
– No hay problema -respondió el gigante, que empezaba a tener una expresión un poco ida.
Morgennes le pidió que llevara a María Comneno a hombros, lo que Gargano hizo sin rechistar. Luego corrieron por los pantanos, procurando evitar las pozas de agua, saltando por encima de los troncos de árbol, pendientes de no tropezar ni de trabarse los pies en la cuerda que les unía. Finalmente llegaron a la jungla y se pusieron a cubierto bajo los árboles. Los dos hombres estaban sin aliento, pero sanos y salvos.
– ¡Lo logramos! -dijo Morgennes.
Gargano, que recuperaba el aliento doblado en dos, no respondió. Había depositado a María a sus pies, donde esta se había quedado dormida.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Morgennes.
– Creo que estoy bien. Gracias, amigo. Nunca olvidaré lo que acabas de hacer.
– ¡Cuento con ello! ¿Y María? -añadió mirándola.
– Creo que una noche de descanso le sentará de maravilla. Pero a partir de ahora Nicéforo el Grande y toda la Compañía del Dragón Blanco pertenecen al pasado.
El pasado. En ese momento Morgennes se acordó de…
– ¡Dodin!
Había gritado tan fuerte que los pájaros salieron volando asustados de los árboles, y luego se pusieron a trazar círculos sobre ellos. El propio Gargano se sobresaltó.
– ¡He olvidado a Dodin! -dijo Morgennes-. ¡Tengo que volver! No puedo abandonarle en esos pantanos.
– Si vuelves allí -dijo Gargano con aire sombrío-, no regresarás jamás.
– Escucha -replicó Morgennes-, he reflexionado mucho. En cierto modo, Dodin y sus amigos me hicieron lo que yo he hecho a… -Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar el nombre-. Guyana. Si no soy capaz de perdonar a Dodin, ¿cómo podrá perdonarme Guyana? ¡Tengo que salvar a Dodin!
Levantó los ojos al cielo y pidió perdón a Dios por haber dudado de Él.
– Morgennes, no vayas. Dodin no lo vale…
– Sí, lo vale. Tú, mientras tanto, velarás por María y la llevarás junto a Amaury. Todo lo que os pido es que sigáis el Nilo, cuando lo encontréis. Según los viejos escritos, pasa bajo la montaña. Allí hay un subterráneo… Exploradlo. Quién sabe, tal vez encontréis una ruta que conduzca al mar Rojo.
Gargano frotó sus grandes manos, tomó aire, contrariado, y declaró:
– No, Morgennes. Te esperaré. Te doy tres días. Si dentro de tres días no has vuelto, me iré.
– Muy bien. Oye, Gargano, hay un último favor que quiero pedirte.
– Todo lo que desees.
– Sé que es complicado; pero te lo suplico, encuentra a Guyana. Debe de estar en algún lugar en Egipto, probablemente en El Cairo. Protégela. Sobre todo, protege a su hijo. Está embarazada. Es posible que me guarde rencor, que esté enfadada conmigo. De modo que te pido, por favor, que sobre todo no le hables de mí, o te echaría. No le digas que soy yo quien te ha enviado para protegerla. Y si es posible, llévala a casa. Allí tengo un amigo, el propietario de esa gallina. Se llama… Chrétien de Troyes.
– Te lo prometo -dijo Gargano, escupiendo al suelo.
Luego abrió sus grandes brazos y sonrió ampliamente.
– ¡Vaya, así que vas a ser papá!
Morgennes habló a Gargano de su futuro hijo. No tenía ni idea del número de días, semanas o meses que habían transcurrido desde que Guyana había partido, pero sabía que su hija debía nacer hacia la Navidad. Dos días antes, si había que creer a los coptos.
– El día en el que la Cabeza y la Cola de la Serpiente se besen -murmuró Gargano.
– ¿Qué estás diciendo? ¿De qué hablas?
– De una antigua leyenda. Según los ofitas, el día en el que la Cabeza y la Cola de la Serpiente se besen, el mundo temblará. Se supone que este día anuncia la victoria de los Hijos de la Serpiente. Y ese día debe caer justamente dos días antes de Navidad, en san Audoeno.
Gargano explicó a Morgennes que la Cabeza y la Cola de la Serpiente eran los términos empleados por los ofitas para describir las órbitas de la luna y del sol.
– Creo que lo sabía -dijo Morgennes-. Azim me había hablado de ello.
– ¿Quién? -preguntó Gargano.
– El nuevo amo de Frontin.
– Ah -dijo Gargano-. Ya veo…
El gigante parecía un poco triste; de modo que Morgennes decidió no diferir por más tiempo su separación. Le pasó la mano por el hombro y le dijo:
– Hasta dentro de tres días, a más tardar.
– Hasta dentro de tres días -respondió Gargano.
Por la noche, estas piedras preciosas brillaban con tanta
intensidad que uno creía encontrarse en pleno día,
cuando luce el sol de la mañana.
Chrétien de Troyes,
Erec y Enid
Morgennes estaba muerto, era evidente.
Después de haber esperado en vano más de una semana en el bosque, en el lindero de los pantanos, Gargano decidió partir. María quería esperar un poco más, pero Gargano le dijo:
– Prometí a Morgennes que velaría por los suyos. Además, debo acompañaros junto al rey Amaury, al que vuestro tío os prometió.
– ¿Mi tío? -preguntó María.
Gargano lanzó un profundo suspiro. Ya hacía varios días que intentaba reavivar su memoria, pero María había olvidado gran parte de su vida anterior.
– Sois la sobrina nieta de un gran emperador. ¿No lo recordáis?
– No muy bien -dijo María, esbozando una tímida sonrisa. -Soñabais con ser libre.
– ¿Acaso no lo soy?
Gargano parecía azorado. Se sentía a la vez avergonzado y culpable, porque echaba en falta a Nicéforo, y María le intimidaba.
De modo que le contó a María cómo se habían conocido Nicéforo y él.
«Estaba durmiendo, en mi montaña, en los montes Caspios, cuando un convoy me pasó por encima. Y si hay algo que detesto es que interrumpan mi sueño. Porque apenas hacía seis siglos y medio que dormía, cuando para mí una buena noche de sueño se alarga unos mil años. No hará falta que os diga, pues, que me encontraba de pésimo humor cuando los carros cargados de material y de víveres me magullaron el cuerpo, obligándome a ponerme de lado para dejarles pasar. Vuestros obreros creyeron que era un desprendimiento, y yo no hice nada para convencerles de su error, pero tras adoptar la apariencia de un hombre, fui a interrogarles sobre las razones de su presencia en mi dominio. Porque debo confesar que, antes que nada, soy curioso como un hurón…
»-¿Adónde vais? -pregunté a uno de los infantes.
»-Es un secreto -me respondió secamente el guardia, que hacía grandes esfuerzos para no parecer impresionado.
»-Humm… -gruñí yo, haciendo crujir las articulaciones de mis dedos.
»Mis manos eran tan enormes -doblaban en tamaño a su cabeza- que vuestros soldados palidecieron y retrocedieron.
»-¿Quién sois vos? -me preguntó uno de ellos, con voz temblorosa.
»-¿Y qué hacéis aquí? -se atrevió a preguntar otro.
»-¡Llevadnos ante vuestro jefe! -exclamó un tercero, envalentonado.
»-No -repliqué yo-. ¡Llevadme vosotros ante vuestro jefe, u os pesará!
»Y golpeé el suelo con el pie con tanta fuerza que toda la tierra tembló en millas a la redonda. Dos soldados corrieron a buscar a Nicéforo, mientras los demás me rodeaban, teniendo buen cuidado de mantenerse a una distancia prudencial.»
María escuchaba a Gargano. Estaba tan fascinada que no le preocupaba discernir lo verdadero de lo falso.
«Yo me había sentado -prosiguió Gargano-, porque todavía estaba en brazos de Morfeo. Pero apenas había tenido tiempo de esbozar un bostezo, cuando un curioso petimetre se acercó a mí. Un jovenzuelo de aire despierto y gentil, que, con las manos apoyadas en las caderas como un capitán en la proa de su barco, inquirió sonriente:
»-Os deseo un buen día, señor gigante. ¿Puedo saber con quién tengo el honor de hablar?
»"Un buen día." ¡Me había deseado un buen día! ¡Y me había llamado "señor"! ¡Tenía "el honor" de dirigirse a mí! ¡Pardiez! ¡Ese tipo me gustaba! Irguiéndome en toda mi estatura, le tendí la mano para saludarle. Por desgracia, aún medio dormido, había calculado mal mis medidas, y cuando me incorporaba alcanzaba unos buenos treinta pies de largo.
«Asustados, los humanos retrocedieron, blandiendo sus picas; excepto el doncel, que se limitó a inclinarse hacia atrás para no perder contacto con mis ojos.
»-¡No quería molestaros! -dijo sonriendo, con las manos en torno a la boca.
»Luego me tendió la mano a su vez.
»-Me llamo Nicéforo, y soy el jefe de esta expedición. Encantado de conoceros, señor.
»Le cogí la mano con suavidad, esforzándome al máximo en ser delicado, y murmuré:
»-Gargano.
»-¡Tenéis el mismo nombre que esta montaña! -dijo Nicéforo, sorprendido.
»Yo me rasqué la cabeza y repliqué en tono melifluo:
»-Es normal, ya que soy yo.
»-¡Fantástico, un genio de estos parajes! -exclamó Nicéforo entusiasmado, sin mostrar ninguna sorpresa-. ¿No os placería uniros a nosotros? ¡Veréis mundo! ¡Y además pagamos bien! ¿Cuántas piedras queréis?
»-Es tentador, pero mi noche aún no ha acabado -respondí yo-. ¿No podríais pasar un poco más tarde, cuando me despierte?
»-¿Cuánto tiempo necesitáis?
»-Trescientos de vuestros años.
»-Por desgracia, no -respondió Nicéforo-. Lo lamento, podéis creerme. ¡Pero puedo proporcionaros bebidas que os calienten la sangre! ¡Vamos, venid! Tengo un montón de hermosas historias que contaros. Estoy seguro de que os morís de ganas de oírlas, ¿no es cierto?
»-No sé… -dije yo-. Ya conozco un montón de historias. Mis amigas las marmotas y los demás animales de la región me las cuentan a millares.
»-¿De modo que conocéis el lenguaje de los animales?
»-A fuerza de oírles discutir, he acabado por aprenderlo.
»-Nos seríais muy útil. ¿Qué puedo hacer para convenceros de que me acompañéis?
»Me senté en el suelo, lo que hizo temblar la montaña alrededor nuestro, y apoyé el mentón en la mano para ayudarme a reflexionar.
»-Podría ir, pero tendría que ser por poco tiempo.
»-No tardaremos mucho -respondió Nicéforo.
»-¿Cuánto tiempo será?
»-Una quincena de nuestros años. ¡Tal vez menos!
»-¿Y qué pensáis hacer?
»Nicéforo señaló la larga hilera de carros equipados con todo tipo de materiales, así como a los arquitectos, los sabios, los obreros, los soldados y los artesanos que les acompañaban, luego al centenar de asnos cargados con fardos que cerraban el convoy, y declaró:
»-Llevarnos el Arca de Noé.
»-Está justo al lado -dije-. Un poco más arriba a vuestra derecha. Estropea el paisaje, de esto no cabe duda. Retirarla sería estupendo. Pero tendréis que neutralizar a los guardias, y me extrañaría que contemplaran con los brazos cruzados cómo desmontáis lo que para ellos es un templo, una preciosa reliquia, un objeto de culto.
»-Tengo con qué convencerles -respondió Nicéforo, mostrando un carro cargado de oro-. Y si esto no basta, también tenemos esto otro -añadió señalando otros seis carros unidos a un largo tubo que simulaba un dragón y servía para escupir fuego.
»-¿Qué pensáis hacer con el Arca?
»-Salvar al último de los dragones.
»-Ah, entonces está decidido, os acompaño… Me gustan mucho los dragones. Hace tiempo que no he visto ninguno…»
Gargano se detuvo un instante.
– Y así fue como Nicéforo y yo nos encontramos, unos años después de la fundación de la Compañía del Dragón Blanco. Luego, después de que el Arca fuera robada, tras un largo y sangriento asedio durante el cual perecieron muchos habitantes de los montes Caspios, me uní a la Compañía del Dragón Blanco. Le había tomado gusto a la aventura, y decidí acortar mi noche.
Gargano se volvió hacia María y explicó:
– Pensé que ya recuperaría el tiempo perdido con una corta siesta, de ocho o nueve de vuestros siglos.
– ¿Y qué sucedió con el Arca mientras la Compañía del Dragón Blanco recorría el mundo en busca de los mejores artistas?
– Varios centenares de artesanos se esforzaron en ponerla de nuevo en condiciones, en los arsenales navales bizantinos. Luego Nicéforo y yo nos dirigimos al condado de Flandes, donde nos hicieron entrega de un órgano magnífico. Había sido restaurado por una maestra de los secretos llena de talento, llamada Filomena.
– ¡Vaya fábula! -dijo María sacudiendo la cabeza-. Mi buen Gargano, me resulta difícil creerte. ¿Dices que eres una montaña? ¿Y yo fui un guapo joven que, en realidad, era la sobrina nieta de un emperador bizantino?
– Ajá…-dijo Gargano.
– Pruébalo.
– ¿Cómo?
– Vuelve a recuperar tu tamaño original.
Gargano confesó, con expresión incómoda:
– Es que… He olvidado cómo se hace. Esta larga estancia en los pantanos me ha perturbado.
María se encogió de hombros y sonrió. No le creía, aunque para Gargano no era un problema. Sin embargo, tenían que marcharse. Entonces se incorporó, la levantó delicadamente por las caderas y se la cargó sobre los hombros.
– ¡En marcha, princesa!
– ¿Adónde vamos? -preguntó María.
– ¡Al Paraíso!
Gargano estaba desconcertado por la nueva personalidad de María. Porque Nicéforo se mostraba tan emprendedor, audaz y provocador, como María -que le tuteaba- se mostraba dulce, apacible y reservada. Los dos le gustaban mucho. Pero echaba en falta a Nicéforo.
Para Gargano, la estancia en los Pantanos de la Memoria se había cobrado numerosas víctimas: Nicéforo, los habitantes de Cocodrilópolis y, desde luego, Morgennes. Caminaron, con María sobre los hombros de Gargano, durante numerosas jornadas. Una mañana, María oyó el lamento de un curso de agua, y pidió a Gargano que se dirigiera hacia él.
Habían encontrado uno de los afluentes del poderoso Nilo. Sus aguas azules arrastraban pequeñas hojas rojas y amarillas, procedentes de los árboles que crecían al pie de los Montes de la Luna.
– Sigámoslo -dijo Gargano.
Tal como le había dicho Morgennes, un poco más adelante el Nilo se hundió bajo tierra. Era una visión prodigiosa: justo antes de desaparecer, el divino río se precipitaba en una falla en forma de boca excavada en la montaña. Esta perforación, adornada en cada uno de sus flancos y en su cara principal por gigantescas estatuas de faraones, constituía la última obra construida por los antiguos habitantes de esta región. Estos habían vivido en la época en la que hombres y dragones convivían apaciblemente, antes de que los ejércitos de Roma, Atenas y Alejandría fueran a sembrar cizaña entre ellos.
Ochenta y cinco estatuas de bronce con una altura de unas veinte toesas dominaban el río recordando el poder del rey Menelik, legendario soberano de esta zona. Gargano tenía la sensación de estar jugando entre las piernas de sus primos mayores. En sus manos, pergaminos, libros e instrumentos de medición reemplazaban a las armas que se encontraban habitualmente en este tipo de estatuas; pues el poder de Menelik descansaba en la justicia y el derecho, y no en la fuerza y las armas. Heredero de la reina de Saba, conocida también en Egipto bajo el nombre de Hatshepsut, Menelik había reinado, hacía mucho tiempo, sobre Tebas y sobre Axum, y se decía que había devuelto allí el Arca de la Alianza.
Después de haber tallado una piragua en un tronco de árbol vaciado, Gargano y María remontaron este afluente del Nilo en el curso de un periplo que más parecía un viaje al Infierno que al Paraíso.
La falla se hundía en la tierra, conduciendo al Nilo a una red de canales subterráneos que parecían excavados por titanes. Las altas bóvedas se perdían en la oscuridad, y miríadas de murciélagos pasaban sobre sus cabezas lanzando chillidos. Varias veces, María -demasiado asustada para remar- se acurrucó contra Gargano, que se esforzaba en mantener la piragua a flote.
Finalmente, cuando hacía ya varias horas que navegaban contra corriente, oyeron el fragor de una cascada y se encontraron rodeados por una densa niebla. Las gotas de agua en suspensión daban la impresión de una lluvia inmóvil, de un aguacero que no caía y que no se detendría nunca.
– ¡Qué horror! -exclamó María-. ¡Moriremos ahogados!
– No, no -dijo Gargano-; al contrario, es un buen augurio.
Como no veían nada, se vieron obligados a avanzar lentamente para no arriesgarse a dañar la piragua. Al cabo de un momento tropezaron con una roca, luego con otra, y con otra más. Entonces comprendieron que habían llegado lo más lejos posible en barca. No llegarían más allá.
– ¡Bajemos! -dijo Gargano.
– Pero ¿dónde? ¡Hay agua por todas partes!
– Nadaremos. Quedaos junto a mí. Trataré de trepar por este acantilado. Tal vez haya una salida en lo alto.
Después de haberse colocado a María a la espalda y de haberla asegurado firmemente con ayuda de la cuerda que Morgennes le había dado, Gargano inició la ascensión de esta séptima y última catarata, una catarata de la que nadie había oído hablar jamás y que no aparecía en ningún mapa. Pero el agua había bruñido la piedra, lo que hacía imposible la escalada. Gargano siempre acababa resbalando, y cuando no resbalaba, era expulsado por la increíble cantidad de agua que les caía encima y que a cada instante amenazaba con tragárselos.
– ¡Es como escalar un río! -se lamentó cuando, por tercera vez, cayó al pie de la cascada espumeante.
Cada tentativa se saldaba con un fracaso. Aquella era una proeza que nadie podía ejecutar solo.
– Necesitaríamos ayuda -concluyó Gargano.
María tuvo una idea al ver a un murciélago que volaba en picado. Señalándolo, le propuso:
– Tal vez ellos podrían ayudarnos.
– ¡Excelente idea!
Luego Gargano se frotó la nariz.
– Pero ¿cómo?
– Podrían llevarnos.
– Pesamos demasiado.
– Entonces podrían llevar esta cuerda hasta la cima y atarla a una roca -dijo desatando la soga con la que Gargano la había amarrado a su espalda-. De este modo no nos costará tanto escalar.
– ¡Excelente idea!
Dicho y hecho… No, aún no estaba hecho, porque los murciélagos querían negociar.
– ¡Me pregunto quién les habrá enseñado a hacer tratos! -se sorprendió María-. ¿Qué quieren?
– Oh, nada que yo no pueda entender. Quieren dormir, y para esto quieren un poco de oscuridad.
– ¿Oscuridad? ¡Pero si es lo único que hay aquí!
– Parece que no es así -dijo Gargano con una amplia sonrisa que dibujó en la negrura de las cuevas un extraño y atemorizador mosaico, ya que sus dientes eran fosforescentes.
– ¿Es que hay una salida?
– Mejor que eso -prosiguió Gargano.
– ¿Mejor?
– Hay cantidades, montones de salidas, porque estamos en el fondo del cráter de un antiguo volcán.
– No es muy tranquilizador.
– Dicen que duerme desde hace mucho tiempo, pero, sobre todo, que hay decenas de millares de «luces molestas» de las que quieren verse libres.
– ¿«Luces molestas»? ¿Y qué es eso?
– Diamantes. Infinidad de diamantes. Los murciélagos quieren que los cojamos, o al menos que consigamos que dejen de reflejar la luz del exterior. Dicen que los diamantes y la luz les molestan para volar.
María abrazó a Gargano, y el gigante dijo a los murciélagos que aceptaban «librarles» de los diamantes. Si hacía falta, Gargano provocaría un desprendimiento de tierras que los enterraría. Nada demasiado complicado, al fin y al cabo.
– No tendré más que patear el suelo -explicó.
– ¡Por Dios! -dijo María-. Intenta no golpear demasiado fuerte. No tengo ganas de que la montaña se derrumbe, ni de que el volcán se despierte.
Finalmente, dos grandes murciélagos transportaron la cuerda hasta lo más alto de la cascada (que, según les informaron, se llamaba Mosioatunya, lo que significa: «Humo que gruñe»), y luego tres murciélagos pequeños, elegidos entre los más hábiles, ataron la cuerda a un espolón rocoso.
A continuación, Gargano emprendió de nuevo la ascensión del «Humo que gruñe» ayudándose con la cuerda, entre los gritos de ánimo de los murciélagos, que volaban en torno a ellos para ofrecerles sus consejos. Incluso así, no fue fácil. Gargano se había puesto un sólido par de guantes; pero la cuerda estaba tan tensa y el trayecto era tan largo que a medio camino los guantes se rasgaron. Tuvo que terminar sosteniendo la cuerda con las manos desnudas, lo que le arrancó la piel y algunos gritos de dolor. Apretando los dientes, siguió trepando, esforzándose en ocultar su sufrimiento a María.
Cuando alcanzaron, al cabo de tres cuartos de hora de una ascensión extenuante, el espolón rocoso al que estaba atada la cuerda, María y Gargano se felicitaron calurosamente. Luego Gargano se lavó las manos en las aguas del Nilo, se quitó la camisa y la desgarró para hacerse unas vendas. Finalmente, después de haberse recuperado de esta dura prueba, siguieron a los murciélagos hacia las «luces molestas».
Pasaron por estrechas galerías del color de la noche, y luego llegaron a un alba sorprendente. En el seno de grutas inmensas, donde revoloteaban los murciélagos, millares de diamantes formaban una bóveda celeste absolutamente pasmosa. Resplandores de pirita, bloques de platino o de plata, motas de oro o de cobre constituían sus astros y sus constelaciones. Gargano y María ya no sabían distinguir la zona de arriba de la de abajo. Tenían la sensación de caminar por el cielo, con la cabeza hacia abajo, del otro lado del decorado que Dios mostraba a los hombres. Pero si ellos estaban entre bastidores, ¿dónde estaban los cometas y los ángeles que tiraban de ellos en pesados carros de oro?
– ¡Qué belleza! ¿Realmente debemos destruir todas estas maravillas? -inquirió María, con los ojos dilatados de admiración.
– Lo prometí a los murciélagos -dijo Gargano muy a su pesar.
Caminando con los brazos abiertos para no perder el equilibrio, avanzaban de cuerpo celeste en cuerpo celeste, adentrándose en parajes de una increíble belleza. De pronto llegaron a una enorme cueva, en el fondo de la cual las «luces molestas» dibujaban formas vagamente humanas.
– Se diría que son hombres -dijo Gargano.
– Esto me recuerda algo -dijo María temblando de pies a cabeza-. Veámoslo de más cerca.
Una corriente de aire indicaba que la salida no podía estar lejos. Además, la temperatura había aumentado varios grados, señal de que la superficie estaba cerca. En ese momento, al dejar atrás un astro, tropezaron con un cuerpo.
– ¡Mirad! -exclamó Gargano-. ¡Un esqueleto!
María distinguió, tendido en un rincón de la cueva, el cadáver de un ser humano. Iba vestido con viejas ropas de estilo griego. A su lado, en lo que parecía un antepasado de las alforjas, encontró varias hojas de pergamino pegadas entre sí. Cubiertas de escritura.
María les echó una rápida ojeada y estuvo a punto de desmayarse.
– ¡Es extraordinario! ¿Sabes quién es este hombre?
– No. ¿Por qué? ¿Debería?
– El rey de los filósofos. ¿Nunca has oído hablar de Platón?
– No -confesó Gargano.
– El mito de la caverna, ¿tampoco esto te dice nada?
– No -repitió Gargano-. Pero ¿no es extraño que vos lo recordéis?
– Tal vez. ¡Pero aún sé hablar griego! ¡Y latín!
María se incorporó y explicó a Gargano que, según Platón -filósofo griego que había vivido varios siglos antes de Jesucristo-, el mundo no era más que engaño e ilusión.
– Solo vemos sombras. Sombras de marionetas que espíritus maliciosos pasean ante un fuego, y que nosotros, los humanos, tomamos por la realidad. Nada de lo que nos muestran nuestros sentidos es verdadero. Todo es falso, y tenemos más posibilidades de encontrar la verdad en las fábulas que en esta pretendida realidad…
Paseó la mirada a su alrededor, tratando de medir ese lugar increíble.
– En su diario, Platón dice que vino aquí en busca de los últimos, y más poderosos, dragones. Los dragones fábula, llamados también draco fictio o dragones luna. Se les llama así porque pueden, como la luna, modificar su apariencia. Pero son más fuertes que ella, porque no se limitan a una media luna o a un disco. Pueden adoptar cualquier forma, comprendida la de un poema, una canción o la de cualquier obra de arte.
Gargano escuchaba, fascinado. María se acercó al esqueleto y recogió una copa, volcada en el suelo junto a él. Mostrándola a Gargano, continuó sus explicaciones:
– Nos encontramos en la gruta que inspiró a Platón su célebre mito de la caverna. Decidió volver aquí para morir, bebiendo esta copa de cicuta. Según estos papeles, había descubierto esta caverna durante una expedición geográfica y militar, dirigida por Cambises, de la que acabaría siendo el único superviviente. Según estos papeles, existe una salida muy cerca de nosotros, que da al mar Rojo. Al parecer, hay que atravesar un cementerio y la salida se encuentra justo detrás.
– ¿Un cementerio? Pero ¿quién puede estar enterrado aquí?
María agitó el fajo de pergaminos bajo las narices de Gargano.
– ¡Los dragones!