VI

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46

Eso es justamente lo que venía a buscar, y lo tendrá.

Chrétien de Troyes,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta


Apremiado por su padre a encontrar rápidamente un paliativo a las maquinaciones de los francos, que querían reforzar su dominio sobre Egipto, Palamedes decidió partir a Damasco. Allí se arrojaría a los pies del sultán Nur al-Din, le imploraría que perdonara a los egipcios sus acciones pasadas y le invitaría a dirigirse sin tardanza a Egipto, para dirigir juntos la guerra y expulsar de Tierra Santa al abyecto invasor cristiano. Como buen ofita y perfecto retoño de su padre, Palamedes era capaz de adoptar cualquier creencia, fe o religión. En este aspecto reunía todas las cualidades del camaleón, que se funde con el paisaje para engañar mejor a sus predadores y sorprender a sus presas.

Frente a vos, vuestro mejor amigo, ¡por mi fe! Pero detrás, vuestro peor enemigo, dispuesto a degollaros.

Alternativamente «embajador extraordinario» del Preste Juan para los cristianos de Jerusalén y saboteador para los griegos de Constantinopla (que había que mantener a cualquier precio alejados de Egipto, ya que eran demasiado peligrosos), Palamedes se disponía ahora a solicitar la ayuda de sus supuestos hermanos de religión, los sunitas. Por tanto, adoptaría la personalidad del «noble y contrito musulmán» que iba a prosternarse a los pies de esos infames, pero no por ello menos poderosos, «infieles sunitas» -pues eso eran los musulmanes de Damasco a ojos de los egipcios, de obediencia chiíta.

Después de haber reunido una imponente caravana, formada por varios centenares de caballos y yeguas (para él mismo y para su escolta) y del doble de camellos y mulos para los pertrechos, Palamedes fue a ver a su padre.

– Estoy listo. ¿Cuándo quieres que parta?

– Esta noche -le respondió Chawar-. Porque el Nilo está en su nivel más bajo, lo que es un signo favorable. Cuando crezca de nuevo, el próximo mes de mayo, te prometo que estaremos en una posición mucho mejor que la actual. Nuestra patria volverá a levantarse y la verdad reinará. Es solo cuestión de meses. ¡Después de siglos y siglos de espera, el Día de la Serpiente se acerca por fin!

– Padre…

Un olor a limón le cosquilleaba la nariz, mientras en los cocoteros los monos se divertían persiguiéndose. Parecía que padre e hijo hubieran vivido toda su vida para este instante, el de su separación. Palamedes, cuya madre había muerto al dar a luz y que no había conocido más pariente que su padre, apretó al anciano contra su pecho. La prominente barriga de Chawar le llegaba a la ingle, y Palamedes se sintió embargado de una mezcla de amor y piedad hacia su viejo padre. ¡Qué no haría para hacer realidad sus sueños! El anciano había conspirado tanto para alcanzar su objetivo, convertirse en el jefe de la iglesia de los ofitas y visir del califa al-Adid, que merecía salir victorioso. ¿Era posible que Dios no les aprobara? No, imposible. Seguro que Dios -el dios Serpiente- estaba de su lado, y les ofrecería en los próximos meses la justa recompensa que tanto habían esperado. Entonces caerían las máscaras y se revelaría quién se ocultaba detrás. Porque en verdad ellos -los ofitas-, por más que cambiaran de piel como quien cambia de túnica, permanecían iguales a sí mismos, inmutables y eternos. La verdad estaba en el movimiento.

– Lo que he hecho -silbó Chawar-, lo he hecho por ti. Eres mi pequeña serpiente, mi muda, mi eternidad…

– Padre…-murmuró Palamedes.

– ¡Chisss…! Calla. No digas nada -exclamó Chawar, apoyando tiernamente su rollizo dedo sobre los labios de su hijo-. Dirán que soy un viejo soñador, pero el sueño más loco que nunca tuve ya se ha realizado: ¡tener un hijo del que me siento orgulloso! Porque estoy orgulloso de ti fuera de toda medida. Tú eres la prueba de que Dios es infinita bondad, la prueba de que nos escucha…

– Yo…

– Chisss… Un día nuestro pueblo reinará, y necesitará un jefe. Un soberano. ¡Ese rey serás tú! No lo olvides. ¡Ve!

– Volveré.

– Palabra de mal agüero. No, no digas nada. Prefiero recordar el silencio de tu partida y tu silueta perdida en la noche, pues no depende de ti que vuelvas o no, sino del todopoderoso dios Serpiente…

– De todos modos, padre adorado, te prometo que volveré.

– Ve.

Palamedes espoleó a su yegua, que partió al trote ligero en dirección al desierto al este del Viejo Cairo. Encaramado en su montura, seguido por más de cuatrocientos camellos y mulos cargados de víveres y de regalos para el sultán de Damasco, Palamedes condujo a su caravana en dirección al horizonte, donde la larga hilera de camellos se alargó como una cadena de montañas en miniatura, con sus llanos y sus relieves -formados por sus jorobas, tiendas y paquetes.

«Ve, hijo… Mis pensamientos te acompañan. Espero que puedas triunfar en tu empresa…»

Palamedes no se volvió. Levantando la mano, dio orden a la columna de orientarse hacia el este, para evitar a los francos en caso de que estos tuvieran la loca idea de olvidarse de Bilbais y lanzarse directamente hacia El Cairo.

Pero Palamedes conocía lo suficiente a los francos para saber que no podrían resistirse al cebo de un botín fácil, a esta infortunada ciudad cuyas murallas aún no habían sido reconstruidas desde su última incursión. Tenía algunos días por delante; dos o tres semanas, a lo sumo. El tiempo de afinar sus argumentos, por más que tuviera, en un cofrecillo de marfil y oro, el argumento decisivo, el que sin duda alguna haría que los musulmanes de Siria se unieran a sus hermanos egipcios e impulsaría al fogoso general tuerto Shirkuh a acudir a El Cairo y ponerlo patas arriba.

Después de haber atravesado el valle de Moisés, donde se encontraba la antigua ciudad de Petra, y haber ahuyentado a algunos bandidos pertenecientes a la tribu de los maraykhat, la caravana de Palamedes puso rumbo al este, y luego más hacia el norte, hacia Damasco.

Cuando el desierto empezó a difuminarse, reemplazado por algunas matas de hierba rala y amarilla, Palamedes fijó la mirada en la blancura de las nieves en la cima de las montañas sirias, que -al borde de los desiertos inflamados- parecía una espuma de leche esperando a ser bebida.

Pasándose su lengua bífida por los labios resecos, aguardó, antes de beber, a que las primeras señales de Damasco aparecieran. No podían tardar. La montaña y su cima nevada constituían un adelanto. Pero lo que él quería ver era un indicio de vida humana. Y este apareció bajo la forma de un rebaño de corderos con las colas cargadas de grasa, prueba de que los pastores rondaban por esos parajes en busca de sabrosos pastos. Las manchas de hierba amarilla dieron paso a zonas mayores de verdor, donde la vegetación estaba tan saturada de savia y de humedad que se doblaba bajo su peso. El tintineo de las esquilas de los corderos se mezclaba con los ladridos de los perros y los gritos roncos de los pastores. Finalmente, la reina de Siria, Damasco, apareció en su muelle estuche vegetal, en el que los rosales y los cipreses competían por hacerle de marco.


Desde lo alto de las murallas, los guardias distinguieron un lago de banderas verdes cargado de pesadas naves con caparazón de oro y plata, dirigidas por una multitud de jinetes de armaduras relucientes. Todas brillaban con un resplandor regio, y sus rayos eran tan intensos que herían la vista. Una docena de jinetes salieron de Damasco y galoparon hacia la caravana para averiguar su origen y sus intenciones.

Palamedes inclinó la cabeza, murmuró unas palabras, y fue conducido sin demora ante el jefe de la ciudad, Nur al-Din.

Sin embargo, el primer personaje al que fue presentado era un hombre de apenas treinta años, de una delgadez que asustaba, con las mejillas hundidas, la barba corta y unos ojos en los que brillaban las estrellas. Un hombre que parecía ver directamente en el alma y ser capaz de pelarla como una cebolla. Este hombre se llamaba Saladino.

Era el sobrino de Shirkuh el Tuerto y uno de los favoritos de Nur al-Din.

El sultán le apreciaba porque era piadoso, y también porque amaba la paz. No era un bravucón, como tantos de sus súbditos, sino más bien un ser introvertido y dulce, inclinado a la meditación. Un hombre en compañía del cual Nur al-Din se sentía a gusto desde que había fracasado lamentablemente -cinco años atrás- en su intento de apoderarse del Krak de los Caballeros. Hasta este incidente funesto, en el que el mismísimo Diablo había llevado a la derrota a su ejército antes de apoderarse de una de sus babuchas, Nur al-Din se había mostrado en todos los sentidos digno de su padre, el terrible Zengi.

Había atacado sin descanso al reino de Jerusalén, llegando incluso a mordisquearle los tobillos -en Edesa o en Trípoli-, como un perro que retrocede un instante ante la amenaza de un bastonazo, pero vuelve incansablemente a la carga.

Pero desde el incidente del Krak de los Caballeros, el humor del sultán había cambiado. Ya no sentía deseos de luchar, y a menudo pensaba en la célebre fórmula de Aníbal: «Consentir en la paz es permanecer árbitro de tu destino; combatir es poner tu suerte en manos de los dioses». Nur al-Din le daba vueltas en la cabeza una y otra vez, y no dejaba de decirse que solo la paz le daba ocasión de acercarse a Dios y de rezarle.

¿Había envejecido? ¿Estaba fatigado? ¿Hastiado?

En cualquier caso, en lugar de permanecer en su palacio para recibir las condolencias de sus súbditos o de las embajadas de los países vecinos, Nur al-Din había preferido retirarse a una de las mezquitas de Damasco. Allí pasaba el día leyendo el Corán y discutiendo acerca de su sentido con su médico particular, el doctor ibn al-Waqqar (de una delgadez aún más inquietante que la de Saladino, porque era más alto que él) y un sabio llegado de Persia, llamado Sohrawardi.

En compañía de estos dos doctos hombres, Nur al-Din recorría los meandros de la palabra divina, saboreando el éxtasis en cada versículo. Sus súbditos no veían con buenos ojos esta actividad, pues la ciencia que consistía en interpretar la palabra divina acercaba cada día un poco más a Nur al-Din a los chiítas, para quienes el Corán tenía un sentido oculto. Palabra a palabra, versículo a versículo, Nur al-Din, Sohrawardi e ibn al-Waqqar avanzaban, como tres exploradores en tierra desconocida, buscando el lugar donde Dios se había ocultado, retirando al texto un velo que los musulmanes ortodoxos -los sunitas- decían que no existía.

Pero Nur al-Din no se preocupaba por eso. Cuando tenía el Libro entre las manos y recorría sus páginas, era el más feliz de los hombres.

– ¡Maestro! Perdonad que os moleste, esplendor del islam, pero aquí hay un visitante que solicita entrevistarse con vos.

Nur al-Din abrió los ojos y vio a su querido Saladino, con la rodilla en tierra ante él.

– Levántate, hijo mío. -Así llamaba a los que amaba-. Dime qué quieres…

– El visitante aquí presente -dijo Saladino señalando a Palamedes, que se encontraba tras él- ha venido desde El Cairo para…

– Acércate -le interrumpió Nur al-Din.

Palamedes se adelantó, inclinó la cabeza y se arrodilló, con las manos abiertas. Ahora se trataba de dar prueba de la mayor humildad. Unos años atrás, su propio padre, Chawar, fue a ver al sultán de Damasco para pedirle, antes de traicionarle, lo mismo que él había ido a buscar hoy. Debía mostrarse arrepentido, humilde, muy humilde. Palamedes se dijo que tal vez no fuera buena idea colmar de riquezas al sultán, ya que este se encontraba, no en la Gran Mezquita de Damasco, sino en una pequeña mezquita, tranquila y noble, situada en medio de un jardín de árboles frutales. El canto de los pájaros, las ramas agitadas por el viento y el rumor de pequeños cursos de agua hacían de muralla a los ruidos de la ciudad. En realidad, aparte de sus palabras y de los sonidos del jardín, se habría dicho que esta humilde mezquita era la morada del silencio.

Palamedes se lanzó súbitamente a los pies de Nur al-Din y exclamó:

– ¡Perdón! Mi padre, el noble y, sin embargo, tan amenazado visir Chawar, os suplica que acudáis en su ayuda. A cambio os envía mi cabeza, que os ruego aceptéis. Aquí está…

Nur al-Din le miró con expresión divertida. ¿Su cabeza? Tal vez sería un bonito trofeo, como la del caballero rubio que, unos años atrás, había enviado como regalo al califa de Bagdad en un soberbio cefalotafio de plata. A menos que la utilizara para uno de esos partidos de polo que disputaba con Saladino y que tanto placer le habían proporcionado en otro tiempo. Pero ya no jugaba. Y lo que necesitaba no era una cabeza, sino paz. Para meditar.

De modo que este individuo le molestaba. Su lengua parecía una horquilla, como la de las serpientes; su piel, curtida como la de los cocodrilos, y sus uñas recordaban las formidables garras de este mismo reptil, cuyas momias habían hecho furor en otro tiempo en Damasco.

– ¿Qué quieres?

– El rey de los francos, Amaury, marcha sobre Egipto. Quinientos hospitalarios le acompañan. Sospechamos que quiere someternos.

– ¿Acaso no lo estáis ya?

– No. En parte solamente… Pero lo fingimos para engañarle mejor, porque nosotros solo aspiramos a una única verdad, que es la del islam…

– Continúa…

– Dos musulmanes pueden tener una visión divergente de una misma situación. Basta con que estas dos visiones respeten igualmente la sharia. Por eso apelo a vuestra grandeza de alma.

Una sombra se movió detrás de Palamedes, que sintió cómo una brisa soplaba en su cuello. Pero se mantuvo callado, sin pestañear. Mientras Nur al-Din no le echara, aún podía ganar la partida. A él correspondía descubrir cómo.

– Vos sois poderoso, y como el dragón en su montaña, no queréis abandonar vuestros territorios. Pero vuestras alas son inmensas. Una de ellas podría, si lo deseáis, alcanzar Egipto, mientras con la otra barreríais el reino de Jerusalén sin que vuestro cuerpo tuviera tan siquiera que moverse.

– No me halagues. Debo recuperar la unidad del mundo árabe. Luego me preocuparé de los francos. En cuanto a vosotros, los fatimíes…

Palamedes sentía una presencia a su espalda, distinta a la de Saladino. ¿Quién podía ser?

– … estamos a vuestro servicio -susurró-. ¡Y os suplicamos que intervengáis, no por mi padre, no por el califa al-Adid, no por el islam, sino por ella!

Sacó de debajo de su manto un cofrecillo de marfil y lo ofreció a Nur al-Din.

Saladino se acercó, cogió el cofrecillo y lo entregó al sultán.

Antes de que lo abriera, Palamedes -seguro de su éxito- se incorporó y trató de mantener una actitud de máxima humildad, porque todo en su ser respiraba, rezumaba, apestaba a avidez, a poder. Estaba a punto de ganar.

«Vamos -se dijo-. Saborea este instante. Tal vez seamos la más débil de todas las facciones, pero ¡qué importa eso! Somos nosotros quienes manipulamos a los demás. ¡De modo que aprovéchalo! Disfruta del modo como aquí el día se tiñe de azul bajo la acción del crepúsculo…» Paseó su mirada por los muros del jardín, donde la luna se entretenía recortando siluetas y formas inhumanas, recuerdos del tenebroso pasado de Damasco. Sin siquiera darse cuenta, había empezado a acariciar con mano distraída el pomo de su espada, y con una voz átona declaró:

– Si las espadas de Dios entran en acción, nada podrá resistirse a ellas.

Esta frase pareció atraer la atención de Nur al-Din, que levantó los ojos hacia él, después de haber mirado en el interior del cofrecillo.

– ¿Qué es? -preguntó el sultán.

– Cabellos, que su excelencia el califa de El Cairo os ruega que aceptéis, pues pertenecen a la más preciosa, la más frágil y la más amenazada de las personas que puedan existir.

– ¿De quién estáis hablando?

– De la mujer que no existe.

Se produjo un movimiento a espaldas de Palamedes, y la sombra que hasta ese momento se había mantenido oculta se desveló y se lanzó a su vez a los pies del sultán. Se trataba de Shirkuh el Tuerto, el tío de Saladino, la espada más hábil del islam y, sobre todo, el padre de la mujer que no existe.

– ¡Oh esplendor del islam -dijo Shirkuh-, consultad el Corán y pedid consejo al Altísimo…! ¡Os conjuro a hacerlo! ¡Debemos ir a El Cairo!

Nur al-Din levantó la mano, haciéndole callar. Luego, tomando de manos de su médico, ibn al-Waqqar, un magnífico Corán, lo abrió al azar y leyó -ante el estupor del grupo-: «Si las espadas de Dios entran en acción, nada podrá resistirse a ellas…».

Era la guerra. Dios lo había querido.

47

Dios, su creador, no ha dado a nadie el poder de evocar

toda la belleza de esta joven.

Chrétien de Troyes,

Cligès


Morgennes se encontraba en un jardín rodeado de altos muros. Tamarindos y baobabs, orgullosos y erguidos, tan inmóviles como gigantes al acecho, cocoteros y palmeras de tallo esbelto, balanceando sobre las avenidas sus sombras delicadas, constituían los extraños pilares de esta catedral verde. Caminando a la sombra de una cortina de bambúes, Morgennes se dirigió hacia el centro del jardín, donde había distinguido una forma.

Una mujer.

Concentrada en su bordado, estaba sentada en el brocal de un pozo. Su cabeza, inclinada sobre sus manos en actitud piadosa, estaba cubierta por un velo de color blanco. Era imposible distinguir sus rasgos. ¿Era hermosa? Por curioso que parezca, sí lo era, incontestablemente. Al momento, Morgennes experimentó una curiosa sensación de déjà-vu, como la que ya había sentido en presencia de Azim, de Guillermo de Tiro, o al oír el nombre de Masada. Y sobre todo, se sintió turbado. ¿Por qué?

Porque, por primera vez desde hacía mucho tiempo, tenía la sensación de estar de vuelta con los suyos. Sin embargo, solo veía un velo. Y ese velo, probablemente, cubría la cabeza de la princesa que tenía que llevar junto a Amaury, para cumplir con la misión que le habían encomendado.

Dicho de otro modo, de su futura reina.

Sin atreverse a moverse, para no enturbiar ese instante, permaneció un rato observándola. Algunos pájaros revoloteaban en torno a la joven, y otros iban a desentumecer sus patas sobre el brocal del pozo donde estaba sentada. Su piar era como una conversación, y cuando ella tiraba de los hilos de su bordado, parecía un trino en respuesta a los de los pájaros. Entonces estos volvían a ponerse a cubierto en los árboles, donde seguían gorjeando.

Morgennes volvió a pensar en la mujer del conde de Flandes, Sibila. También ella había vivido encerrada. Pero Sibila lo había elegido; mientras que esta mujer, en el albor de su vida, nunca había conocido nada aparte de su Cofre, por lujoso que fuera… «¡Vamos, serénate! -se dijo de pronto-. ¡Olvida lo que tus ojos te muestran! ¡No has venido aquí por ti!»

Estaba aquí por Amaury, solo por él. Sin embargo, se sentía como el Tristán de los cuentos de Béroul y de Chrétien, que, en misión por su rey, se enamora de la bella Iseo. ¿Y si volvía a marcharse?

Entonces miró su antorcha y vio que la llama estaba orientada hacia la joven. ¿Era posible que, desde el principio, el fuego se propusiera llevarle hasta ella? Sí, era posible. Se adelantó, sintiéndose tan desnudo como el día de su nacimiento, a pesar de la cadena que llevaba en la mano. Sus pies hicieron crujir la grava, y vio cómo la joven interrumpía su labor, levantaba la cabeza y dejaba caer sus trabajos de costura sobre el vestido. Sus manos ya no corrían, ahora estaban inmóviles, sobre las rodillas. Avanzó unos pasos más, con la antorcha en alto. La luz caía sobre la joven y se perdía en los pliegues de su ropa, proyectando sobre el velo un nimbo de misterio, una aureola dorada.

Se quedó allí, sin moverse. Si hubiera dado un paso más y hubiera tendido el brazo, habría podido tocarla. Pero permaneció inmóvil, preguntándose qué debía decir. Fue ella quien rompió el silencio:

– ¿Habéis venido a cogerme otro mechón de pelo?

Morgennes se sobresaltó. No había pensado que pudiera hablar antes que él.

– ¡No, de ningún modo! He venido…

La joven le miraba, con sus ojos sorprendentemente azules fijos en los suyos. Parecía un animal acosado, dispuesto a pelear hasta el último aliento.

– ¡He venido para salvaros! -dijo de un tirón, recitando las palabras de san Jorge a su princesa.

– ¿Vos? Pero ¡si sois mi carcelero!

– ¿Yo? ¡De ningún modo!

Se arrodilló a los pies de su futura reina. Podía ver la obra en la que trabajaba. Se trataba de un fino velo de lino, de un color uniformemente negro, adornado con franjas de oro. Un tejido de una increíble belleza.

– ¿De qué, o de quién, habéis venido a salvarme?

– ¡Del dragón!

– ¿Qué dragón? Aquí no hay dragones.

– Está en el exterior, en el laberinto…

– Ah, comprendo -dijo la joven-. Pero no, os equivocáis. No hay ningún dragón. Estas bestias ya no existen. Lo que habéis tomado por un dragón es el propio laberinto.

– ¿De modo que conocéis ese lugar?

– Un poco, ya que de ahí vienen mis carceleros.

– Creía que no tenían derecho a visitaros.

– ¿Y quién podría impedírselo? Por otra parte, no vienen a menudo. Aquí tengo todo lo que necesito para bordar, y este jardín me proporciona bastante alimento…

– Entonces, ¿por qué vienen?

– ¿Por qué os parece?

– Para contemplaros, sois tan hermosa.

Morgennes se interrumpió bruscamente y bajó la cabeza.

– Perdón, mi reina.

En lugar de parecer ofendida, la joven le preguntó:

– ¿Me diréis por fin quién sois?

– Me llamo Morgennes -dijo él levantando la cabeza-. Y he venido para salvaros.

La joven le miró, entre divertida y confusa.

– Yo me llamo Guyana -dijo.

– ¡A vuestro servicio!

– ¿Puedo saber quién os envía?

– Mi rey, Amaury I de Jerusalén. Pero hablaremos de todo ello más tarde. ¡Ahora debemos partir!

La joven se estremeció.

– No os preocupéis -dijo Morgennes-. ¡Estoy aquí!

Hubo un movimiento en el fondo del jardín. Una yegua paseaba. Cosa extraordinaria, tenía una especie de cuerno en la cabeza, en medio de la frente; pero Morgennes se dijo que tal vez fuera un rayo de luz, porque la yegua estaba medio en sombras, bajo un claro del follaje por el que se filtraba un espejeo de fulgores, que en ocasiones caían perpendicularmente sobre su pelaje, sembrándolo de hilos de oro.

– ¿Estoy viendo un unicornio? -preguntó a Guyana.

– Sí.

– Creía que no existían…

– Depende.

– ¿De qué?

– De lo que mejor os convenga. Si no creéis en ellos, no los veréis.

Entonces Morgennes se acercó lentamente a la yegua y se dio cuenta de que el supuesto cuerno solo era el fruto de un juego de sombras y luces. Había tantos unicornios en ese jardín como dragones en los montes Caspios. Curiosamente, se sintió decepcionado.

– Creo que habría preferido equivocarme -dijo a Guyana.

– Y yo hubiera preferido no tener que elegir nunca.

Se levantó del brocal, se arregló los pliegues del vestido, y dijo:

– He esperado tanto este momento que ya no sé si es una suerte o una desgracia.

– Os comprendo perfectamente -dijo Morgennes-. Pero yo os ayudaré. No me iré de aquí sin vos. Tomaos el tiempo que queráis, saldremos por donde he entrado.

– No, es imposible. Esta puerta es la del dragón. No tengo derecho a franquearla.

– Pero entonces, ¿cómo lo haremos? Se dice que el Cofre donde vivís no tiene puerta.

– Es falso. Hay dos.

– Desde el exterior no se ven.

– Es porque solo conducirán al exterior si yo acepto abrirlas. Dejad que os lo muestre.

Guyana le acompañó en un recorrido por sus dominios. Aquí y allá, las celosías se abrían sobre el jardín, en lugar de dar, como es habitual, a la agitación de las calles. Algunas habitaciones, excavadas en los muros, hacían las funciones de vivienda; pero lo más interesante eran las dos enormes puertas de madera, adornadas con grandes clavos negros y separadas por una especie de nicho. Una de estas puertas, orientada hacia el oeste, estaba provista de una aldaba en forma de pez. Representaba la religión cristiana. La otra puerta, vuelta hacia oriente, representaba la religión musulmana. Su aldaba tenía forma de media luna.

– Pero entonces -preguntó Morgennes-, ¿por qué no habéis salido? ¿No sois, en realidad, una prisionera?

– Soy y no soy una prisionera. Simplemente no tengo religión, y mientras no la tenga, permaneceré aquí, porque no existo. Mis padres se pusieron de acuerdo, en otro tiempo, para dejarme a mí la elección. O bien me hago cristiana, como mi madre, y saldré por aquí (señaló la puerta de la cristiandad), o bien me hago musulmana, como mi padre, y en ese caso saldré por aquí -concluyó señalando a Morgennes la puerta ante la que se encontraban.

– Pero, entonces ¡elegid!

– No lo comprendéis. Para mí, no se trata solo de elegir entre islam y cristiandad, sino entre mi padre y mi madre. Es una elección difícil.

Como si se dispusiera a efectuar un largo viaje, Morgennes se ajustó las correas de su talego y propuso:

– ¿Por qué no vais hacia la cruz?

– Porque no estoy convencida.

Morgennes se acarició el mentón, y luego dijo:

– Creía que en el caso de un niño cuyos padres son de religiones diferentes, pero en la que uno al menos es musulmán, era la religión musulmana la que se imponía.

– Eso es lo que dicen los musulmanes. Pero yo, en todo caso, soy una excepción. Una triste y solitaria excepción.

– Yo soy un poco como vos -dijo Morgennes-. Excepto que yo soy de padre cristiano y de madre judía.

– Venid -dijo ella después de un breve silencio-. Me gustaría presentaros a una mujer honrada por varias religiones.

Le llevó hacia el nicho que se encontraba entre las dos puertas, y le hizo ver lo que había en el interior: un icono que representaba a la Virgen. Era un retrato de un pasmoso realismo, y Morgennes no pudo evitar un estremecimiento al contemplarlo. ¿Quién había podido ejecutar este icono con tanto talento?

– ¿Pixel? ¿Azim?

– No -respondió Guyana-, miradlo mejor, Morgennes, y decidme qué veis.

Morgennes hundió su mirada en la de la Virgen, y tuvo la turbadora sensación de ser observado a su vez. Cuando se desplazaba por el jardín, la Virgen no apartaba sus ojos de él. ¿Era una ilusión óptica? ¿Un truco de magia?

– ¿Qué prodigio es este? Su mirada me sigue allá donde voy…

– Allá adonde vais, sí. Y allí adonde iréis. Porque este retrato representa a la Virgen; pero si es tan especial, y si ha sido colocado aquí para velar por mí, es porque fue pintado por un niño que se encontraba también entre dos religiones.

– ¿Un niño entre dos religiones?

– Jesús.

Morgennes se quedó boquiabierto.

– Pero no es más que una leyenda -prosiguió Guyana, divertida por su desconcierto-. Se ha transmitido de generación en generación, entre los ofitas igual que entre los coptos, si no he entendido mal. Este icono no es de factura humana, sino divina.

– Es increíble -dijo Morgennes-. ¿Puedo tocarlo?

– Si queréis… Después me gustaría mostraros otra cosa.

– ¿Qué?

– El pozo en el fondo del cual está Dios.

48

¡Mata! ¡Mata!

Chrétien de Troyes,

Filomena


– ¡Basta! -gritó Amaury-. ¡Deteneos!

Con la lanza en ristre, espoleó a su caballo y recorrió las principales calles de Bilbais, que el ejército franco estaba saqueando. Pero, por desgracia, Amaury no consiguió en Bilbais lo que había conseguido unos meses atrás en Alejandría. Y la ciudad fue saqueada, por cuarta vez desde el inicio de su reinado.

Passelande, su corcel, avanzaba entre los cadáveres -hombres, mujeres o niños, apenas se distinguían-. Las edades y los sexos habían sido borrados a golpes de espada, e incluso la carne de los animales se mezclaba con la de los humanos. Un hedor infernal saturaba el aire, una fetidez tan nauseabunda que Amaury se inclinó en su silla para vomitar.

«¡Dios mío, qué hemos hecho! ¿Soy yo quien ha autorizado esto? Al menos no lo he p-p-prohibido con suficiente autoridad…»

– Majestad…

Amaury no se volvió, pero levantó la mano izquierda. «Que me dejen t-t-tranquilo.» No tenía ningunas ganas de oír lo que Guillermo de Tiro tenía que decirle. No ahora.

Guillermo, por su parte, oscilaba entre la cólera y la tristeza; no sabía si era más apropiado dar rienda suelta a su odio o estallar en sollozos. No hizo ni una cosa ni la otra, pero no pudo evitar pensar: «No hace falta ser adivino para leer en estas entrañas el fin de los sueños de Amaury».

Esta victoria no era tal.

Peor aún, era una espantosa derrota, porque acababa de levantar contra ellos a los pocos egipcios que aún eran aliados de los francos.

«¿Quién lo ha querido? -se preguntaba Guillermo-. ¿Quién ha permitido esto? ¿Dios? ¿Alá?»

De pronto se sintió aturdido y se llevó la mano a la frente. «Alá…» Pero ¿qué decía? ¿Estaba loco? Seguramente estaba delirando, porque de otro modo nunca habría acudido a su mente el nombre de este falso dios. Notando la boca sucia -había pronunciado el nombre de ese demonio-, escupió al suelo, y su flema cayó sobre un enjambre de moscas, dispersándolo.

Tres días atrás, el ejército franco y los hospitalarios se habían presentado ante las murallas de Bilbais para negociar la rendición. Amaury esperaba conseguirla a cambio de algunas monedas de oro, o de la vaga promesa de un feudo por inventar (¿no había concedido ya a sus vasallos, aliados y señores más tierras de las que tenía Egipto?); el rey había esperado que la ciudad se sometiera sin oponer demasiada resistencia.

Pero, para sorpresa de los francos, cuando Amaury reclamó al joven gobernador de Bilbais un lugar donde acampar, este respondió: «No tienes más que acampar sobre la punta de nuestras lanzas. ¿Crees que esta ciudad es un queso que podéis devorar?».

Metáfora culinaria que Amaury había aprovechado enseguida para replicar: «Un queso, sí. Del que El Cairo es la crema».

Unas horas más tarde, el sitio empezaba, y tres días más tarde -es decir, en ese 4 de noviembre de 1168 de siniestra memoria- Bilbais, con sus frágiles murallas demolidas por los francos, era tomada.

Bajo el mando de su maestre Gilberto de Assailly, los hospitalarios y sus cohortes de mercenarios fueron los más ardientes propagadores de la fe cristiana. Ávidos por convertir esta ciudad en la pieza maestra de sus futuras posesiones egipcias, se encargaron de limpiarla de todo lo que en ella había vivido al margen de sus leyes y, hasta ese momento, en una paz relativa. A niños que salían corriendo de una casa que era pasto de las llamas se les clavaba al suelo de una lanzada; las mujeres eran violadas bajo las miradas de los hombres; las hijas, bajo las de sus padres, y todos acababan decapitados, en el mejor de los casos. Porque, dominados por un ardor demoníaco, los hospitalarios -a los que habían prometido mucho y que querían ofrecer un adelanto de las penas del infierno a esos infieles- pretendían demostrar el vigor de su fe desplegando todo el abanico de sus capacidades para innovar en materia de crueldad.

Pobres niños desmembrados a los que hacían correr, por diversión, con los brazos arrancados por las calles de la ciudad, para verles tropezar y luego agonizar sobre el cadáver de otro. Piernas medio cortadas, cuellos rajados, manos, dedos, sexos y senos entregados a perros adiestrados para atacar, a los que habían «olvidado» alimentar en previsión del sitio.

Los mantos negros con la cruz blanca se teñían de rojo, y hasta las patas de los caballos, que chapoteaban entre los intestinos, triturando las vísceras y mezclando las tripas entre una sinfonía de bufidos, estaban cubiertas de sangre.

¿Se podía ser más cruel? Seguramente. Pero Amaury, asqueado hasta la náusea por este espectáculo, ordenó detener la carnicería.

– ¡Deteneos!

No le escuchaban. Tal vez fuera el rey, pero no era Dios ni el Papa. Y en esa hora, Dios había ordenado: «¡Matad! ¡Aniquilad sin distinción de religión, edad ni sexo! ¡Matadlos a todos!».

Esa matanza debía servir para alimentar el feroz apetito del Dios de los hospitalarios.

– ¡Deteneos! -volvió a gritar Amaury.

En vano.

Sabiendo que debía tomar distancias si no quería ver su autoridad, ya vacilante, reducida a la nada, volvió a su tienda en el linde de la ciudad. Allí ordenó que le trajeran la Vera Cruz y se encerró con ella.

– Tú -gritó a la reliquia-, ¿es eso lo que querías? ¿Nuestra p-p-perdición? ¿No comprendes que p-p-por ti han emprendido esta expedición? ¿Qué esperas de nosotros? ¿Matanzas, muertes, sangre? ¿Nada más? ¿No te complace la p-p-paz?

Luego, volviéndose hacia la entrada de su tienda, aulló:

– ¡Guillermo!

Guillermo de Tiro asomó la cabeza.

– ¿Sire?

– ¡Ven!

Guillermo se acercó a Amaury, esforzándose en contener la cólera que hervía en su interior.

– Dime -le preguntó Amaury-, ¿qué p-p-pensamientos ocupan tu espíritu?

– Majestad, no sé.

– Guillermo, nunca me has mentido. De todos los seres que c-c-conozco, eres uno de los pocos en cuyas manos pondría la vida de mi hijo, que es mi bien más precioso. ¿Qué p-p-piensas de mi real persona? Dime la verdad.

– Sire, realmente no…

– ¡Habla, o a fe mía que te c-c-corto la lengua!

Guillermo tragó saliva, y luego dio su opinión al rey, tal como este le había ordenado.

– Majestad, creo que habéis traicionado vuestra palabra, por dos veces, y vuestro cometido… Creo que un castigo terrible nos espera, creo que…

– ¿Por dos veces?

– La palabra que disteis, a través de mi persona, al emperador de Bizancio, Manuel Comneno. Habíais convenido que le esperaríais un año, antes de atacar.

– Esta es una.

– Y la palabra que disteis este verano al califa al-Adid y a su visir, Chawar. Recordad esa ceremonia en el curso de la cual insististeis en estrechar la mano desnuda del califa. Se sometió a vuestras exigencias, sin comprenderlas, y…

– Entonces, según tú, ¿soy un t-t-traidor?

– Uno de los peores.

– Veamos, tampoco soy Judas, ¿no?

– Igual que el califa de Egipto no es Jesús. Aquellos a los que habéis traicionado se encontraban de vuestro lado, dispuestos a ayudaros. Habéis traicionado a vuestro hermano, a vuestro padre. Pero sobre todo os habéis traicionado a vos mismo. Y con vuestro gesto habéis indicado el valor que otorgáis a vuestros antepasados, a vuestros sueños, a vuestro pueblo, a vuestro cometido y, para acabar, a vuestra propia persona.

Como un león enjaulado, Amaury caminaba de un lado a otro de su tienda, cogiéndose continuamente el mentón con una mano y pasándose la otra por su rala cabellera.

– Vamos, busquemos, tiene que haber una solución.

– Majestad, si puedo permitirme…

– Sigue.

– Cuando el vino se ha escanciado…

– Hay que beberlo. ¿Quieres que p-p-prosiga con esta expedición?

– Perderéis Egipto, es un hecho. Porque todos los egipcios se pondrán del lado de Chawar y os hostigarán siempre que puedan, en todas partes, aunque consigáis manteneros en El Cairo. Algo que dudo que podáis hacer si Nur al-Din decide enviar a Shirkuh contra vos…

– ¿Shirkuh? P-p-por lo que sé, aún no está ahí. En cuanto a que me hostiguen, no voy a preocuparme por algunas escaramuzas cuando tengo a mis órdenes, o eso espero, un ejército tan p-p-poderoso como el de Jerusalén. Por no hablar de los hospitalarios, de la armada (que en este momento debe de estar remontando el Nilo) y de Constantinopla, que aún p-p-puede acudir en nuestra ayuda.

– Majestad, ningún ejército, por poderoso que sea, puede esperar vencer en territorio enemigo si no consigue una victoria total.

– ¿De modo que es un p-p-problema sin solución? ¿Me dices que siga adelante, y sin embargo no crees que existan p-p-posibilidades de éxito?

– Majestad, todo lo que podéis esperar ganar es un poco de tiempo. El tiempo que necesitaréis para rehaceros y para lograr que los bizantinos os den su apoyo dentro de un año. Bilbais llevará para siempre los estigmas de nuestro paso por ella. Y si los hospitalarios no han hecho diferencias entre los musulmanes y los coptos, ¿cómo queréis que estos últimos las hagan entre los hospitalarios y vos mismo? Habéis perdido a un aliado precioso. Hay que dejar que las heridas se cierren y confiar en Dios.

– ¡Dios!

Furioso, Amaury sujetó la Vera Cruz, se la cargó al hombro y salió de su tienda. Luego, volvió a montar a Passelande, aún con la cruz a cuestas, y se dirigió hacia la carnicería de Bilbais.

Allí se plantó en lo alto de una ruina y miró alrededor.

A la entrada de la ciudad, sobre la puerta de una casa con las paredes medio derruidas, distinguió un león, clavado con las patas en cruz. Le habían abierto el pecho con un golpe de espada y sus vísceras colgaban hasta la arena, como un estandarte macabro. Si este león había sido crucificado de ese modo, era porque, a ojos de los hospitalarios, representaba el mal. La fiera, probablemente atraída por el olor a carne fresca, debía de haber sido capturada por los caballeros del Hospital y clavada con un lanzazo, antes de serlo de forma definitiva con verdaderos clavos. Su melena, empapada de sangre, le caía sobre la cara y. le daba un aire afligido. Parecía una imitación siniestra de Cristo, con su parodia de corona de espinas y sus costillas salientes, visibles bajo la piel desollada.

Amaury cerró los ojos un instante, y luego volvió a abrirlos para ver quién lanzaba aquellos gritos, quién aullaba de aquel modo. Eran los mercenarios contratados por los hospitalarios, que volvían al campamento con los brazos cargados con el fruto de su rapiña. Con el rostro negro de hollín y las manos y la barba teñidos con la sangre de sus víctimas, se llevaban de Bilbais objetos tan insignificantes como mesas o taburetes medio quemados, viejos vestidos de lana, haces de cañas o jarrones de gres. Algunos iban vestidos con ropas que habían sustraído, y no pocos de entre ellos llevaban ropas de mujer, que habían robado para sus prostitutas. Otros, glotones, habían cogido todo lo que habían encontrado en materia de víveres y lo habían arrojado descuidadamente sobre un paño que arrastraban tras de sí, cargado de ánforas medio vacías, mendrugos de pan, algunos puñados de arroz o restos de carne, tras los cuales gruñían los perros.

Al verlos, Amaury sintió de nuevo ganas de vomitar. Pero se contuvo y levantó la Vera Cruz hacia el cielo. Si hacía un momento su lanza no había tenido ningún efecto, esperaba que la Santa Cruz le permitiera hacerse escuchar por su ejército y por el de los hospitalarios.

– ¡Soldados!

Varios centenares de pares de ojos se volvieron hacia él.

– ¡Solo hemos escrito el p-p-prólogo de nuestras aventuras! ¡Seguidme ahora a El Cairo para redactar la continuación! ¡A El Cairo!

– ¡A El Cairo! -repitieron después de él los mercenarios, los caballeros y los infantes, los escuderos y todo el que llevaba un arma en nombre de la cristiandad-. ¡A El Cairo! ¡A El Cairo!

Amaury sonrió ampliamente y murmuró a Guillermo:

– Ves, he vuelto a coger las riendas…

Pero a Guillermo aquello no le pareció un buen augurio. Además, un buitre fue a posarse sobre la Vera Cruz y lanzó un grito estridente, mientras paseaba, al extremo de su largo cuello, una mirada interesada sobre el ejército franco.

Como para ahuyentar este funesto presagio, Amaury espoleó a Passelande, se lanzó hacia los prisioneros y penetró entre sus filas.

– Los de la izquierda son p-p-para mí. El resto son vuestros… -dijo a los soldados.

Finalmente, volviéndose hacia los prisioneros que se había adjudicado, les dijo:

– Os devuelvo la libertad, en reconocimiento por la gracia que Dios me ha otorgado al conquistar Egipto. Volved a vuestras casas, si aún es p-p-posible…


Diez días más tarde, los francos llegaban a los alrededores de El Cairo. Pero, entretanto, un emisario enviado por Chawar se había acercado a ellos con la intención de sondearlos. Este emisario era el segundo que Chawar enviaba a Amaury -el primero había sido comprado con la promesa de concederle un feudo en los futuros territorios francos de Egipto.

Vestido completamente de blanco y enarbolando una larga bandera blanca, que -como si se resistiera a cumplir su misión- pendía tristemente entre los cascos de su yegua, el emisario avanzó hacia Amaury con una expresión falsamente radiante. El hombre levantó la mano derecha y dijo:

¡Assalamaleikum, rey traidor! Porque ¿cómo podría llamarte de otro modo dadas las funestas intenciones que te han llevado hasta nosotros?

Amaury hizo un gesto con la mano y tartamudeó su respuesta:

¡Aleik-k-kumassalam, amigo mío! Que el cielo sea alabado, hermano, pero estás totalmente equivocado. Ve a tranquilizar a Shirkuh (que la paz sea con él), porque no tengo ninguna intención de perjudicarle. ¡Al contrario! He venido a advertirle de un peligro. A algunos cristianos particularmente entusiastas se les ha metido en la cabeza la idea de conquistar vuestro hermoso p-p-país. Temiendo que lo consiguieran, me puse en camino para p-p-proponeros mis servicios como mediador.

– Hermano, dime, ¿qué clase de mediador eres tú? Porque me gustaría saber quiénes son estos cristianos, vestidos con pesadas capas negras adornadas con una cruz blanca, que veo pegados a los cascos de tu ejército.

– Hospitalarios.

– ¡Yo digo que son demonios!

– ¡Están aquí p-p-por mi seguridad y por la vuestra!

– Vamos, hermano, vosotros sois aquí los únicos que pueden amenazarla. ¿Por qué no ordenas a tus hospitalarios que vuelvan tranquilamente hacia la fortaleza que están construyendo al sur del monte Thabor y que lleva por nombre castillo de Belvoir?

– ¡Hermano! ¡Por D-d-dios que me alegra verte tan bien informado!

– En efecto. Es lo menos que te debo, oh gran rey. Pero puedes retirar el pesado manto de la inquietud de tus nobles hombros, porque no tenemos necesidad de tu ayuda. Sin embargo, para darte las gracias por haberte desplazado, Chawar, ¡que Dios le guarde!, me ha autorizado a ofrecerte una compensación. Propone que tú mismo fijes el montante, para mostrarte cuán grande es su afecto por ti.

– ¡Hermano, esto es magnífico! A fe mía que un millón de d-d-dinares bastarán. A este precio creo que podré convencer a los elementos recalcitrantes de mi ejército para que vuelvan a Jerusalén.

– ¡Un millón! Es una suma muy importante, pero tú la vales, sin duda. Hermano, mi corazón sangra porque debo partir a ver a mi príncipe. Vuelve a tu morada, y tendrás mi respuesta en el plazo de unos días.

Pasados diez días, Chawar en persona se presentó ante Amaury y le anunció:

– ¡No, no y no, nunca pagaré semejante suma!

– ¡Desconfía, visir, amigo mío, porque por menos no seré capaz de c-c-convencer a los hospitalarios de que renuncien a sus proyectos! ¡Ya sabes cómo son! Las únicas p-p-palabras que comprenden son las que brillan.

– ¿Las de las armas?

– ¡No, por Dios! Las del oro.

– En otros tiempos -dijo Chawar-, tal vez habría aceptado. Pero ahora ya no. La flota que habías enviado a Tanis está bloqueada en el Nilo, y he tomado algunas disposiciones. Para empezar, debes saber que Egipto está unido ahora en su odio hacia los francos. Además, quiero mostrarte qué magnífico banquete he preparado con ocasión de tu llegada.

Con un gesto, Chawar invitó a Amaury a seguirle al otro lado de la alta duna que les separaba de El Cairo. Al alcanzar la cima, Amaury comprendió que había perdido. En el horizonte, una columna purpúrea ascendía al asalto de los cielos en una mezcla de humaredas. Esta larga línea incandescente era el resultado del incendio del Viejo Cairo, que Chawar -como un Nerón de los tiempos modernos- había ordenado quemar.

– ¿Ves esta humareda? ¡Es Fustat! Ayer noche di orden de que vertieran allí veinte mil jarras de nafta y lanzaran diez mil antorchas. Pronto no quedará nada que te sea útil. Renuncia a tu empresa o El Cairo sufrirá la misma suerte.

Amaury miró a Chawar y le dijo:

– Muy bien. Creo que todo ha t-t-terminado. Estoy dispuesto a partir, a cambio de cien mil dinares.

– ¡Aquí tienes cincuenta mil! -le gritó Chawar-. Deberás conformarte con ellos. Pero te prometo que te haré llegar otros tantos en cuanto tu corcel esté de nuevo comiendo su pienso de avena en su establo.

Amaury ordenó a tres de sus lacayos que fueran a cargar en muías los sacos de oro qué había traído Chawar. Finalmente saludó al visir:

– Espero que algún día tengamos ocasión de vernos de nuevo.

El viejo visir, a quien años de ejercicio del poder habían avezado a todas las sutilezas del arte de la diplomacia, replicó, no sin cierta sinceridad:

– Yo también lo espero.

Luego, cuando el ejército franco volvía ya hacia oriente, Chawar masculló algo para sí y lanzó a todo galope a su yegua para alcanzar a Amaury.

– ¡Una última cosa, amigo mío! Debes saber que en este mismo instante varios miles de jinetes (dos mil de ellos de élite) han abandonado Damasco para venir a El Cairo.

– ¡Lo sabía, viejo t-t-truhán!

– Yo no tengo nada que ver con eso. Ha sido mi hijo. En fin, ya estás informado. Si quieres llegar hasta ellos, eres libre de hacerlo. Creo que esta información bien vale el millón de dinares que no has obtenido.

– Oh no -dijo Amaury-, vale mucho más que eso.

Con ojos cansados contempló la orilla izquierda del Nilo, bañada de resplandores rojizos que enturbiaban el paisaje. Torbellinos de polvo, mezclados con cenizas y hollín, volaban por los aires en busca de un lugar donde posarse. Cuando lo hacían sobre un palmeral, los árboles plantados a lo largo del río se inflamaban como candelabros gigantes. Monos con el pelaje en llamas surgían de ellos para sumergirse en las aguas del Nilo, donde los cocodrilos les esperaban con la boca abierta. No se recordaba en Egipto un día en el que los cocodrilos hubieran disfrutado de un festín como ese, con los monos asados al punto.

Amaury hizo dar media vuelta a su montura y se puso al frente de su ejército. Lo condujo, no hacia los desiertos egipcios, por donde Shirkuh y sus jinetes podían pasar, sino hacia Mataría, donde, algunos siglos atrás, la Virgen se había detenido a la sombra de un sicomoro.

Al ver que cabalgaba tristemente, mascullando palabras ininteligibles, Guillermo de Tiro se acercó finalmente a él para interesarse por sus pensamientos, que eran los siguientes: «Gobernarlos c-c-correctamente me habría aportado riqueza y paz, s-s-saquearlos me ha destruido».

49

¿Vos sois Dios? A fe mía que no. ¿Quién sois, pues?

Chrétien de Troyes,

Perceval o El cuento del Grial


Acababan de producirse estos acontecimientos, cuando Morgennes y Guyana volvieron junto al pozo. En el brocal descansaba la labor en la que trabajaba Guyana: un velo negro destinado a cubrir un enorme edificio cúbico llamado Kaaba. En el interior de este edificio, situado en La Meca, se encontraba la Piedra Negra hacia la que los musulmanes se volvían para orar.

– Es magnífico -dijo Morgennes.

– Es el segundo que bordo. El primero me costó más de cinco años de trabajo.

Morgennes tocó el tejido, feliz por rozar la tela que Guyana había sostenido entre sus manos. Finalmente se volvió hacia el pozo.

– ¿Es aquí, pues? ¿El pozo en el fondo del cual se encuentra Dios?

– Según la leyenda, sí.

Se inclinó hacia el pozo, y Morgennes miró también hacia el interior. Pero solo distinguió su propio reflejo, en el fondo de un agujero negro donde centelleaba el agua.

– No veo nada -dijo Morgennes.

– ¿Tal vez haya que bajar? -dijo Guyana sonriendo.

– Parece lógico, sí.

Pasó una pierna al otro lado del brocal, luego todo el cuerpo, y empezó a descender hacia el fondo. Estaba tan oscuro que apenas se veía las manos, y en varias ocasiones temió caer, ya que no podía agarrarse. Ya creía que no llegaría nunca, cuando Guyana tuvo una idea.

– ¡Cogedlo! -dijo enviándole un cubo-. Está sujeto a una cuerda, que he atado a un árbol. Aguantará.

– Gracias.

Pasando un brazo por el asa del cubo, Morgennes prosiguió su lenta incursión en las entrañas del pozo. El aire era húmedo, y las paredes del pozo estaban resbaladizas. Finalmente alcanzó el fondo. Con gran sorpresa por su parte, comprobó que hacía pie.

– ¿Y bien? -preguntó Guyana.

– ¡No veo nada! Está demasiado oscuro.

Sin desanimarse, palpó las paredes, en busca de una abertura, de un mecanismo, de cualquier cosa anormal; pero en vano.

– ¡No hay nada! Creo que voy a volver a subir.

Por todo comentario, escuchó una risa. Morgennes levantó la vista y vio el rostro redondo de Guyana, parecido a una luna surgida de una nube.

– ¿Qué pasa? -preguntó Morgennes.

Ella rió de nuevo. «Vaya -se dijo Morgennes-. Debe de haber visto algo.» Sondeando los muros, pasando la mano por cada intersticio, registrando el agua en el fondo del pozo, buscó, buscó y buscó. Pero siguió sin encontrar nada.

– ¡Está vacío! -gritó.

– ¡No del todo! -le respondió Guyana.

– ¿Ah no? -dijo Morgennes, sorprendido-. ¿Veis a Dios?

– ¡Tal vez sí!

Rió de nuevo.

– Bien -dijo Morgennes vagamente irritado-, ¿puedo subir?

– ¡Sí! ¡Venid!

Ayudándose con la cuerda para trepar, volvió junto a Guyana y, con los pies llenos de barro y las manos sucias de agua y limo, le preguntó:

– ¿Me diréis por fin qué habéis visto?

– ¡A vos!

Se acercó a él y le puso la mano en el pecho. Pero Morgennes retrocedió.

– No -dijo-. Prometí a mi rey…

– ¡Al que yo no conozco! -dijo Guyana-. Os esperaba a vos, estoy convencida. Vos sois…

De nuevo dio un paso adelante, y de nuevo él retrocedió.

– Es mi rey.

– No el mío.

– Escuchad, no discutamos. Salgamos de aquí.

Pero Guyana se sentó en el borde del pozo y dijo a Morgennes:

– No. Os lo he dicho, aún no he elegido…

Y volvió a su labor. Morgennes se sentía impotente. ¿Qué podía hacer?

– Voy a salir -dijo-. Volveré mañana.

– ¿Dudáis? -preguntó Guyana con brusquedad, mirándole directamente a los ojos.

– ¿De qué?

– ¿De lo que siento?

El corazón de Morgennes latía desbocado, y sin embargo dijo:

– No, lo lamento. No puedo.

– Como queráis -replicó Guyana volviendo a su bordado.

En ese momento, todos los pájaros echaron a volar piando. Un silencio pesado se instaló en el Cofre y un olor a quemado llegó a la nariz de Morgennes.

– ¿No lo oléis?

– No.

Guyana soltó sus trabajos de costura y miró, como Morgennes, hacia el cielo.

– ¿Y ahí? -preguntó.

Lenguas de humo rojo y negro ascendían al asalto de las nubes.

– ¡Un incendio!

– ¡Alguien ha prendido fuego al Cofre!

En ese instante, la yegua de Guyana pasó a todo galope ante ellos, con la crin y la cola en llamas. Guyana lanzó un grito, al que la yegua respondió con un relincho de dolor.

– ¡Hay que salir de aquí! -dijo Morgennes.

Cogió a Guyana del brazo y la arrastró hacia la puerta del laberinto. Pero esta se abrió, dando paso a unos ofitas. Los hombres iban hacia ellos. Morgennes volvió atrás, cogió a Guyana en brazos y saltó al pozo. Era su única escapatoria. Al caer en el fondo, se encogió para amortiguar el impacto y mantuvo a Guyana estrechamente apretada contra él.

Sus miradas se cruzaron. Los labios de Guyana temblaron. Y entonces, el velo negro de la Kaaba que Guyana había arrastrado en su caída los cubrió, sumergiéndoles en la oscuridad.


– ¡Registrad el jardín! -gritó el oficial de los ofitas acercándose al pozo.

El tiempo apremiaba. El calor estaba aumentando, y ya les costaba respirar.

– ¡No está aquí! -aulló uno de los hombres.

– ¡Tenemos que encontrarla, o Chawar nos matará!

– ¡A vuestras órdenes!

El ofita entrechocó los talones y se alejó.

– ¡Por Alejandro! -renegó el oficial-. ¡En algún lugar tiene que estar!

Recorrió el jardín con su mirada de serpiente, preguntándose dónde podía haberse escondido Guyana. De repente, un cubo colocado sobre el brocal del pozo atrajo su atención. Llevándolo en la mano, caminó hacia el árbol al que estaba atado. Por un momento, el oficial dudó en tirarlo al pozo. Pero después de pensarlo un poco, le pareció que no tenía ningún interés. En el fondo del pozo solo había una profunda oscuridad. Despechado, volvió a dejar el cubo donde estaba y gritó a sus hombres:

– ¡Debe de haberse quemado, como su yegua! ¡Larguémonos de aquí!

Morgennes y Guyana esperaron en silencio a que se alejaran. Luego, tras escuchar el estruendo de una puerta que se cerraba, Guyana murmuró al oído de Morgennes:

– Estamos salvados.

– Por desgracia, no -replicó él-. Diría incluso que es todo lo contrario.

Y se inclinó sobre ella para besarla.

50

¡Un poco de lluvia basta para que el gran viento amaine!

Chrétien de Troyes,

Perceval o El cuento del Grial


A varios centenares de leguas de Fustat, un poderoso ejército luchaba contra el jamsin.

Este viento, que muchos asociaban al djinn de la guerra y la muerte violenta, se encarnizaba con sus presas con una furia tal que era difícil creer que no estuviera dotado de conciencia. Peor que los maraykhât -esos bandidos del Sinaí-, peor que el sol o la sed, peor que las bestias salvajes, el jamsin disfrutaba del maligno placer de espiar a sus víctimas para atacarlas en el momento oportuno.

Así, era inútil esperar una encalmada o sondear el humor del desierto enviando exploradores. Porque el jamsin siempre se transformaba en una débil brisa que te invitaba a entrar en su territorio. Y cuando te encontrabas a varios días de camino del oasis más próximo, surgía de pronto de la tierra y del cielo y se lanzaba contra ti para destriparte.

«El jamsin os dejará tranquilos -había anunciado al ejército de Nur al-Din el mago Sohrawardi, su consejero más próximo-. He convocado a los djinns y he obtenido de ellos que lo encierren en una jaula de arena durante vuestro viaje.»

Sin embargo, al parecer, el jamsin había roto los barrotes de la jaula, porque en cuanto los jinetes de Shirkuh se encontraron lo bastante lejos de Damasco para que fuera más peligroso volver que proseguir hacia El Cairo, empezaron a soplar fuertes ráfagas de viento.

– ¡Por Alá Todopoderoso! Ese chacal de Sohrawardi ha vuelto a equivocarse -graznó Shirkuh-. ¡Saladino, coge a diez hombres y reúne a nuestras tropas! Acamparemos aquí mientras esperamos que la tormenta amaine.

Saladino se cubrió el rostro, aguijoneado por la arena. Tenía la impresión de que un millar de avispas le atacaban, burlándose de las numerosas capas de tejido en las que se había envuelto. El jamsin se mofaba de los hombres y de Dios -lo que había demostrado, una vez más, abatiéndose sobre sus presas en el momento de la oración.

Saladino echaba chispas. Estaba furioso con el viento, al que calificaba de impío, y sobre todo consigo mismo. ¡Por Alá Todopoderoso! ¡Lo sabía! Esta enésima campaña militar no prometía nada bueno. Ya, en Alejandría, había estado a punto de perder la vida. Y ahora su tío había conseguido convencer a Nur al-Din de la necesidad de emprender una nueva expedición contra Egipto. ¿Todo eso para qué? Para adelantarse a los francos, apoyar a ese veleta de Chawar y recuperar a esa extraña jovenzuela de la que decían que «no existía».

Saladino esbozó una sonrisa. Algún día tendría que pensar en casarse. Su padre se lo repetía sin cesar: «¡Cásate, hijo mío! ¡Danos hermosos nietos! ¡Y saca la cabeza de tus libros! ¡Deja de meditar por un rato! ¡Ve a divertirte!».


Después de haber dejado atrás a la vanguardia del ejército, Saladino viró hacia el este para dirigirse hacia el grueso de las tropas, compuesto por dos mil jinetes que llevaban cada uno a un infante a su grupa. Súbitamente, un torbellino de arena se despegó del suelo y se elevó en espiral hacia el cielo. Así recorrió cierta distancia y luego desapareció igual que había nacido. De pronto, el aire era terriblemente seco, y Saladino tuvo la desagradable sensación de tener el pecho saturado de polvo. Escupió, tosió, pero solo consiguió tragar arena. Justo en ese momento su sobrino le alcanzó para tenderle una cantimplora.

– ¡Bebed, tío!

– Gracias, Taqi -dijo Saladino cogiendo la cantimplora que le tendía su sobrino.

Taqi no era más que un chiquillo de nueve años. Era una especie de escudero, cuya tarea consistía en seguir a su tío con un caballo de repuesto, algunas armas, una armadura y víveres. Saladino bebió, teniendo cuidado, como prescribe el islam, de no rozar la cantimplora con los labios; se la devolvió a Taqi y luego exclamó:

– ¡Vamos a buscar a Shirkuh!

Los diez jinetes espolearon sus monturas y se lanzaron tras la pista de la vanguardia del ejército, que, después de dar media vuelta, les había adelantado en su camino hacia el vivaque.

«¡No se respira aire, sino polvo! Tengo arena hasta en la nariz. ¡Y cuando inclino la cabeza de lado, me entra arena y más arena en las orejas!»

Saladino rezongó para sí: «¿Qué demonios estoy haciendo en este lugar?».

Shirkuh había prometido que le daría un feudo, tomado a los egipcios. Saladino nunca olvidaría lo que había respondido a su tío ese día: «¡Por Dios, aunque me dieran todo el reino de Egipto, no iría!».

Pero había cedido. No por él, sino por su padre. El anciano, por él que sentía un profundo amor, había soñado toda su vida con tener un hijo conquistador. Al aceptar seguir a su tío, Saladino contribuía en parte a hacer realidad las esperanzas frustradas de su padre. Pero ¡a qué precio! Porque nadie podía asegurar que los cuatro mil soldados que participaban en aquella expedición salieran con vida de esta empresa. En efecto, el desierto y el jamsin eran unos terribles adversarios; sus víctimas podían verse aquí y allá, tendidas sobre la arena. Animales de carga, cuyos huesos sin carne yacían esparcidos en una siembra estéril. Aves a las que un viento poderoso había aplastado de golpe contra el suelo, donde se habían partido las alas. Pedazos de armadura deslustrados que el jamsin paseaba de un extremo a otro de una duna, para divertirse.

Finalmente, justo en el momento en el que en el horizonte se dibujaba una línea de jinetes, el jamsin cobró fuerza. Gruñó, pareció tensar sus músculos, y encerró a cada uno de los miembros de la pequeña tropa de Shirkuh en un sarcófago de arena.

«Brillante sortilegio -gruñó Saladino para sí-. ¡Somos nosotros los aprisionados por el jamsin!»

Saladino lanzó un grito, llamó. Nadie respondió. Su yegua, espantada, giró súbitamente sobre sí misma, sin saber adónde ir. Entonces puso pie a tierra -era lo mejor que podía hacer- y anudó un paño de algodón en torno a los ojos de su montura para protegerla. «Es por tu bien», dijo a su caballo, acariciándole el cuello.

Mientras caminaba hacia el lugar donde creía que podía encontrarse el campamento, Saladino tropezó con una masa inerte tendida en la arena: un cuerpo. Registrando con las manos, palpando a ciegas, logró reconocer la forma abombada de una cantimplora medio vacía. ¡La del intrépido Taqi! El desgraciado había caído del caballo. Saladino se inclinó hacia su sobrino y lo cogió en brazos. Por suerte aún era un chiquillo todo nervio, que estaba muy lejos de alcanzar el peso de Shirkuh. Ató a su sobrino a la silla de su propia montura, lo sujetó con una cuerda y prosiguió su ruta, al azar. «¡Vamos -se dijo-, lo que estoy haciendo es estúpido! ¡No tengo ninguna posibilidad de éxito! Ni siquiera consigo orientarme. Reflexionemos…»

Se detuvo e hizo que su yegua se tendiera, después de haber soltado a Taqi. Saladino se acurrucó entre las patas de su montura y comprimió a Taqi contra el hueco del vientre del animal. Luego esperó. El viento seguía soplando, enterrándolos bajo la arena. Saladino, imperturbable, se balanceaba suavemente hacia delante y hacia atrás, recitando sus oraciones:

– En nombre de Dios, el Muy Misericordioso, el Misericordioso, el rey del Día y del Juicio. A Ti adoramos, a Ti imploramos socorro. Guíanos por la vía de la rectitud, la vía de aquellos a los que colmaste con tus dones, no la de los que osan desafiarte, ni la de los que se han extraviado…

Una lágrima cayó por su mejilla, pero cuando se llevó la mano al rostro para tocarla, solo encontró un poco de arena. Arena, arena, arena… ¿No había nada que no fuera arena?

«¡No! -se dijo Saladino-. Los ancianos contaban que en otro tiempo un inmenso océano cubría este desierto. Peces gigantes nadaban en él, así como todo tipo de criaturas hoy desaparecidas. Noé no había podido salvar a todos los animales de la creación. Algunos habían debido ser sacrificados. Había llovido, durante cuarenta días y cuarenta noches, y luego las aguas se habían retirado y el mar había muerto, aniquilado…»

Saladino dejó escapar un profundo suspiro. Curiosamente esto evocó en él la imagen de un dragón muy grande y muy poderoso a punto de expirar, mientras el mar donde vivía perecía. Un suspiro. Un mar. Un dragón. ¿Y si el jamsin fuera el postrer suspiro del último dragón de este desierto? ¿Un soplo tan poderoso que todavía recorría lo que en otro tiempo había sido su territorio?

– Tal vez consiga calmarle si le doy un poco de lo que perdió.

Saladino cogió la cantimplora de Taqi, la abrió y vertió el agua sobre la arena.

«¡Es una locura! Pero, al fin y al cabo, ya no tengo nada que perder, vale la pena probar.»

Curiosamente, el agua se dirigió hacia lo alto. Entonces Saladino levantó los ojos para ver cómo se elevaba hacia la tormenta, donde se abrió un camino hacia el cielo.

– Es un milagro -murmuró-. ¡Que Alá sea loado!

En efecto, poco a poco, el minúsculo cuadrado de cielo azul que el agua había hecho aparecer se hizo más grande, tanto que los vientos se calmaron y luego se desvanecieron por completo. Finalmente el sol volvió a brillar, como si nada hubiera ocurrido. Saladino se preguntó si no lo había soñado.

«¿Era posible que hubiera sido un espejismo?»

Se incorporó sobre sus piernas, se limpió de arena las mangas y la chaqueta y se desanudó el keffieh. Después de haberlo hecho chasquear en el aire varias veces, para eliminar el polvo que se había acumulado, se volvió hacia su yegua, que seguía medio cubierta de arena. Saladino tuvo una desagradable sorpresa cuando le pasó un paño por la cabeza: el jamsin la había mordido hasta el hueso, dejándola en carne viva, torturada. Estaba muerta. Saladino lanzó un aullido de dolor que arrancó a Taqi de su sopor.

– ¿Dónde estoy? -preguntó el niño.

– Todo va bien -le respondió Saladino-. El jamsin tenía sed. Le he dado de beber y se ha ido.

Taqi se iba rehaciendo poco a poco, trataba de recuperar el dominio de sí mismo. Pronto, una línea de polvo empezó a formarse sobre el desierto, hacia oriente, y los estandartes del ejército de Shirkuh aparecieron en el horizonte, como velas de navíos que llegaban en su ayuda.

– ¡Salvados! -dijo Taqi, agitando un extremo de su keffieh-. ¡Por aquí! ¡Por aquí!

Saladino, por su parte, cubría de arena a su yegua, mascullando en voz baja unas palabras ininteligibles.

– ¿Qué dices? -le preguntó Taqi.

– Que lo que no se puede obtener por la fuerza, lo consigue un poco de agua.

Meditó sobre esta lección, prometiéndose que no la olvidaría nunca. En adelante, el jamsin sería para él, no un amigo, sino un ser que había aprendido a conocer y a no temer. ¿Un futuro aliado? Tal vez…

51

Siempre sucede así: el estiércol necesariamente debe apestar,

los tábanos deben picar y los traidores, dañar y hacerse odiosos.

Chrétien de Troyes,

Ivain o El Caballero del León


– Hemos triunfado -exclamó Saladino dirigiéndose a su tío Shirkuh.

– No -replicó este último-. Son los francos los que han fracasado. Si se hubieran comportado con humanidad con los habitantes de Bilbais, sin duda se habrían apoderado enseguida de Fustat y de El Cairo.

– ¡Entonces demos gracias a Alá por haberles inspirado tan erróneamente!

– Que Alá sea loado -dijo Shirkuh, malhumorado.

Aunque él jefe de los ejércitos de Nur al-Din tenía motivos para estar contento, no se sentía totalmente satisfecho. Cierto que habían escapado al jamsin. Cierto que los francos habían abandonado Egipto con el rabo entre las piernas sin siquiera tratar de interceptarlos a la salida del desierto.

Pero Shirkuh parecía preocupado.

Saladino se preguntaba: «¿Tal vez mi tío había esperado otra acogida por parte de los habitantes de El Cairo?».

Sin embargo, bastaba con mirar a Chawar y a su caravana de regalos, que subían al encuentro de «las espadas del islam», para comprender hasta qué punto los egipcios se sentían felices de que los francos ya solo fueran una lejana pesadilla.

Con todo, a pesar de que esta visión debería haber despertado su entusiasmo, aquel a quien llamaban el Voluntarioso, el Tuerto, o también el León, bostezaba hasta desencajársele la mandíbula.

Saladino y su tío permanecieron largo rato en silencio, contemplando El Cairo desde la cima de esa misma duna donde Amaury había tenido que renunciar a apoderarse de la ciudad. La población estaba sumergida en una espesa niebla, de la que sobresalían aquí y allá, como árboles en un extraño bosque, algunos campanarios y minaretes. Luego, cuando empezaban a preguntarse si el resto de la ciudad seguía ahí, se levantó viento del norte. Fue como si, con un toque de su varita mágica, el rey de los djinns hubiera anulado la maldición que había lanzado sobre El Cairo, que apareció en todo su esplendor, de mármol, oro y luz. Ante tanta belleza, y aunque Fustat permaneciera velada por nubes de humo, Saladino no pudo evitar lanzar un grito de admiración.

Shirkuh, por su parte, permanecía silencioso.

– Por Alá Todopoderoso, tío, ¿me diréis por fin qué os preocupa? ¿Acaso no os sonríe todo?

– Ahora que hemos vencido -dijo Shirkuh retorciendo su canoso bigote-, ya no puedo retroceder.

– Tío, no hemos vencido. Aún queda el último objetivo: ¡Jerusalén!

– Jerusalén, sí, desde luego. Hay que reconquistar Jerusalén, tienes razón.

Parecía que sus papeles se hubieran invertido. Saladino estaba impaciente por lanzarse a la batalla, mientras que Shirkuh parecía cansado. Sus ojos no brillaban cuando pronunciaba el nombre de la tercera ciudad santa del islam. Para él no era un combate importante. A decir verdad, ningún combate era importante, excepto el que consistía en encontrar…

– Mi hija -suspiró Shirkuh.

– ¿Cómo? -dijo Saladino-. Pero si se ha quedado en Homs, en vuestro feudo.

– No, no me refiero a ella. Pensaba en mi otra gacela, esa a la que nunca he visto y que estoy ansioso por conocer. ¿Querrá aceptarme? ¿O me expulsará de su vida, como a un ser indigno y enojoso? ¿Tendrá los dulces ojos de su madre? ¿Sus andares de cierva?

Volvió la mirada hacia el gigantesco incendio que consumía Fustat desde hacía varias semanas y que duraría hasta el final del mes.

– ¿Qué es esto? Se diría… ¡Pero es imposible! Los francos no pueden haber causado tantos destrozos. Por suerte, El Cairo parece indemne.

– Sí -dijo Saladino-. Solo la ciudad vieja ha sido alcanzada por las llamas.

En ese momento, Chawar y su cortejo de regalos llegaron hasta ellos. El visir lucía la mejor de sus sonrisas. Tenía una expresión alegre y jovial, y como una balanza, que siempre está encantada de inclinarse hacia un lado y luego hacia el otro, se frotaba las manos y se preguntaba qué provecho podría sacar de la situación. «Vamos -se decía-. Sobre todo no hay que tener miedo. No hay que temblar. Tienes frente a ti a tus nuevos amos. No les acaricies a contrapelo, susúrrales gentilezas, ¡y procura sacar de ellos el máximo beneficio!»

Cuando llegó cerca de Saladino y de Shirkuh, ronroneó con voz melosa:

– ¡Que la salud os acompañe siempre, oh gloriosos protegidos de los cielos! ¡Oh príncipes de nuestros destinos, oh insignes defensores de la ortodoxia! ¡Oh amados de…!

– ¡Ya basta! -escupió Shirkuh empuñando las riendas de su montura-. ¡No eres más que un miserable gusano modelado con la orina de tu padre! Guárdate tu miel corrompida y dime por qué Fustat está ardiendo.

– ¡Fustat arde -silbó Chawar- para que, a cambio, El Cairo viva!

– ¿Que viva? ¿Hasta tal punto estaba amenazada?

– ¡Por las barbas del Profeta, no sabes hasta qué punto! Pero conseguí expulsar a los francos. Retrocedieron…

– Son hombres sabios. No son como tú, cerdo vil que no tiene más Dios que el dinero. Pero dime, a propósito de Fustat…

– Tesoro de Ala, sé lo que vais a preguntarme. Pero, por desgracia, oh sí, para mi gran desgracia, la respuesta es sí… ¡Para salvar a Egipto, tuve que sacrificarla!

– ¡Carroña inmunda! ¿La has sacrificado? ¿Está muerta? Que la vergüenza caiga sobre ti -dijo Shirkuh llevándose la mano al sable.

– ¿Muerta? Pero noble Shirkuh, ¿de qué estáis hablando?

– ¡De mi hija, hijo de perra!

– ¿Vuestra hija? ¡Yo creí que hablabais de nuestra flota de guerra! Ya debéis de saber que estaba fondeada en Fustat, y…

– Me importan un rábano tus barquitos. Te construiremos diez mil más. ¡Lo que me interesa es mi hija! ¿Debo recordarte que he venido únicamente por ella? ¿O tendré que arrojar a tus pies la cabeza de tu hijo para que recuperes la memoria?

Chawar palideció. No, no lo había olvidado. Evidentemente había tomado medidas y había enviado a varios de sus ofitas al Cofre para que sacaran de él a Guyana después deprender fuego a la ciudad. Por desgracia, le habían dicho que había perecido, quemada como su yegua.

– Señor -silbó Chawar-, no sabéis cómo lo lamento, pero ha muerto…

– ¡Explícate!

– Algunos de mis hombres entraron en el Cofre, por el camino de la Serpiente, una ruta que solo nosotros conocemos y que está protegida por un dragón. Pero al entrar en el jardín donde vuestra hija estaba recluida, solo encontraron su cadáver, junto al de su yegua. ¡«La mujer que no existe» ya no está entre nosotros! Perdón.

Chawar alzó hacia Shirkuh una mirada implorante. A modo de respuesta, se escuchó un silbido metálico, y la cabeza del visir rodó por el suelo.

– Ahora estás perdonado -dijo Shirkuh devolviendo la espada a la vaina.

52

Toda la noche besa la cabellera, y cuando contempla el cabello

se cree el amo del mundo. Amor transforma al sabio en loco,

cuando alguien como Alejandro puede exultar por un cabello.

Chrétien de Troyes,

Cligès


Morgennes se tendió junto a Guyana y le acarició los cabellos.

– ¿Cómo está? -preguntó a Azim.

– No sabría decirlo -respondió este-. Es un caso muy peculiar, que mi ciencia, por desgracia, es incapaz de resolver. Aparentemente no tiene ninguna herida, y sin embargo está sumergida en un profundo coma.

– Entonces, todo lo que queda por hacer es…

– Rezar.

Los dos hombres se arrodillaron junto al lecho donde reposaba la joven y rezaron al estilo copto, con las palmas vueltas hacia el cielo.

Se encontraban en la celda que ocupaba Azim en el monasterio de San Jorge. El edificio debía a su proximidad con el acueducto de Fustat el haber salido relativamente bien librado del terrible incendio que había asolado la ciudad vieja hasta ese mes de febrero de 1169. Durante este tiempo, los coptos de Fustat habían vivido replegados sobre sí mismos, consagrando sus días a la oración, al ayuno y a relevarse junto al acueducto para ir a llenar los cubos, que luego vaciaban sobre el incendio. Al final habían sobrevivido. Y muchos decían que había sido gracias a san Jorge:

– Ha tomado este monasterio bajo su protección -dijo Azim a Morgennes.

– Es posible -dijo Morgennes, sin apartar los ojos de Guyana-. Igual que nos protegió, a ella y a mí, cuando estábamos en el Cofre.

– ¿Me dirás por fin cómo conseguisteis salir de allí?

Morgennes inspiró profundamente y recordó los acontecimientos de aquellos últimos días como si acabaran de producirse.

– Como sabes, estábamos en el pozo, ocultos bajo el velo sagrado de la Kaaba. Esperábamos a que los ofitas se marcharan. Por desgracia, cuando estos abandonaron el lugar, el incendio se había propagado a todo el jardín y ya no podíamos hacer nada… Excepto esperar. Afortunadamente, gracias a las provisiones que llevaba conmigo, teníamos comida suficiente. Pero el pozo era húmedo. Guyana tiritaba. Tenía frío, sobre todo de noche. Fuera el aire era caliente y seco. A veces las llamas eran tan vivas que iluminaban el pozo como un sol. Yo había cogido a Guyana entre mis brazos para transmitirle mi calor y para protegerla. Me preguntaba cuánto tiempo iba a durar el incendio y cómo íbamos a salir de allí, cuando sentí que algo se movía en mi bolsillo.

– ¿Qué era? -preguntó Azim.

– Esto -dijo Morgennes sacando la draconita de su limosnera.

La depositó cerca de la cabeza de Guyana y prosiguió su relato:

– Ahora no brilla. Solo es una piedra inerte y negra. Pero en el pozo, por una razón que desconozco, se puso a brillar, a calentar. De hecho, emanaba tanto calor de ella que creí que me quemaría. Mis ropas ya empezaban a chamuscarse.

– ¿Por qué reaccionaba de este modo?

– No lo sé.

– Qué extraña piedra… -dijo Azim, acercando la mano a la draconita.

– ¡No la toques! Podría lastimarte…

Azim interrumpió el gesto.

– Esta piedra es como una serpiente -prosiguió Morgennes-. Muerde a los que se acercan a ella, excepto a su propietario. Es decir, yo.

– Interesante -dijo Azim-. Lo mismo se dice de la Piedra Negra de la Kaaba.

– El caso es que en el interior del pozo la piedra se puso a brillar. Y cuando se la mostré a Guyana, ella exclamó: «¡Una draconita!».

– ¿Sabía qué era?

– Era la primera vez que la veía, pero los ofitas le habían hablado de ella. Me contó que se trataba de un poderoso artefacto del que solo existían dos ejemplares en la tierra. Los ofitas poseían uno. Pero un aventurero se lo había robado, mucho antes de mi nacimiento.

– Humm… -dijo Azim-. Realmente interesante. Pero a ti, ¿quién te la dio?

– Mi amigo Chrétien de Troyes, que la había recibido de su padre, que la había recibido del mío.

– ¿Que la había recibido de…?

– No lo sé.

– Sería interesante saberlo -dijo Azim-. Pero todo esto no me aclara cómo conseguisteis escapar.

– Solo quería que supieras cómo habíamos sobrevivido. Porque sin esta piedra, estoy convencido de que Guyana habría sucumbido al frío. Por esta razón precisamente la pongo a su lado -dijo señalando la draconita.

Luego tosió, se acarició el mentón y continuó su relato:

– Al extinguirse el incendio, escalé el pozo llevando a Guyana a la espalda. No fue fácil, pero conseguí llegar al jardín, que había quedado reducido a cenizas. Los árboles se habían consumido por entero, ya solo quedaban los tocones ennegrecidos a ras de tierra. Pero mientras caminábamos por este campo de ruinas, donde las volutas de humo entorpecían la visión, cuál fue nuestra sorpresa al ver que los muros habían caído. En el lugar donde, justo antes del incendio, se levantaban aún las puertas del islam y de la cristiandad, ya no había nada. Solo algunos ladrillos, aquí y allá, atestiguaban que una muralla había cerrado este jardín… Y eso era todo.

– ¡Por los nombres de los apóstoles! -exclamó Azim-. ¿Y el icono?

– Desaparecido, calcinado…

– ¡Por san Jorge, qué gran pérdida!

Morgennes marcó una pausa, y luego terminó su relato:

– Al no tener ya que elegir entre una puerta y la otra, Guyana parecía desconcertada. Me hacía pensar en un pájaro que hubiera vivido siempre en una jaula y que, una vez desaparecidos los barrotes, se diera cuenta de que no sabía volar.

– Pobre niña -murmuró Azim.

Morgennes acarició la mejilla de Guyana y dijo:

– Me gustaría tanto que despertara… Ahora es verdaderamente Ubre.

– ¿Cuándo se desvaneció?

– Justo después de haber franqueado la línea que en otro tiempo marcaba el límite del Cofre. Apenas puso el pie en el otro lado, se desplomó.

– A menudo se dice que no hay nada más arduo de franquear que el umbral.

– Primero pensé que era a causa del hambre. Llevándola en brazos, atravesé una ciudad fantasma, huyendo ante un incendio que seguía haciendo estragos al sur de Fustat. Por suerte, conseguí llegar a vuestro monasterio, que se encontraba más al norte…


Así, Morgennes había entrado con Guyana en el monasterio de San Jorge, donde Azim lo recibió con gran alegría, ya que le creía muerto. Al no haber recibido noticias suyas desde hacía demasiado tiempo, el sacerdote copto había hecho rezar muchas plegarias en nombre de su amigo. Azim pensaba que nunca volvería a ver a Morgennes. Su reencuentro fue conmovedor, y los dos amigos se apresuraron a llevar a Guyana a la celda en la que el viejo copto tenía su jergón. Allí la joven recibió los mejores cuidados. Mientras, Azim le contó a Morgennes lo que había ocurrido en El Cairo, los cambios que había experimentado Egipto, y sobre todo el principal de ellos.

– ¡Los francos han sido expulsados!

– Peste de sarracenos -refunfuñó Morgennes.

– Por suerte -prosiguió Azim-, conseguí acoger a los dos templarios que hacían los oficios de embajadores ante el califa.

– Has hecho bien. ¿Y qué ha sido de Chawar?

– Ha muerto.

– ¿Muerto? ¿Él? ¿Estás seguro? Sería capaz de aliarse con la mismísima muerte y engañarla luego.

– Si vive, es solo bajo la forma de una cabeza cortada que ofreció Shirkuh al califa al-Adid, el cual, en agradecimiento, ha dado a Shirkuh el puesto de Chawar. Debo decir que no es una buena noticia para nosotros, los coptos. Porque nuestros nuevos amos son, sin duda, menos conciliadores con los no musulmanes que los precedentes.

Azim esbozó una mueca de tristeza y luego prosiguió:

– Sin embargo, hay que reconocer que no todo han sido consecuencias negativas. Poco después de la muerte de Chawar, y para asegurarse la benevolencia de la población de El Cairo, Shirkuh la invitó a que saqueara el palacio del visir. Lo que la multitud se apresuró a hacer.

– ¿Y dices que no fue negativo? No veo qué beneficio podéis sacar de eso.

– ¿Beneficio? Helo aquí.

Azim sacó de uno de sus bolsillos una monedita cuadrada. La moneda llevaba en el anverso la pirámide de Keops, con el ojo de Udjat (un viejo símbolo egipcio) grabado en el centro; el reverso estaba ilustrado con el dibujo de un dragón, aunque sin alas, y con esta frase: «Presbyter Johannes. Per Dei gratiam Cosmocrator».

– ¿Por qué está en latín? -preguntó Morgennes.

– Para estimular la imaginación de los cristianos. Pero en realidad, esta moneda constituye la prueba de que la historia del «Preste Juan» era un cuento inventado de cabo a rabo por Chawar y su hijo; hemos encontrado varios cofres en los sótanos de su palacio. Pero eso no es todo…

Morgennes aguzó el oído, impaciente por saber lo que el viejo jefe de los coptos tenía que comunicarle.

– Los templarios han recibido la orden de fomentar una revuelta apoyándose en nosotros y en la guardia de esclavos negros.

– ¿Una orden? ¿De quién?

– De Amaury, evidentemente. El rey de Jerusalén quiere lanzar un último ataque. Dar un gran golpe antes de que sea demasiado tarde. Quiere amputar el miembro gangrenado que está a punto de contaminar a todo Egipto. Y para eso, ha elegido a tres hombres.

– ¿A los templarios? ¿Creía que eran solo dos?

– El tercero eres tú. Y tú tendrás el mando, ha dicho Amaury. Los templarios te obedecerán.

– Muy bien -dijo Morgennes-. ¿Ha dicho Amaury por dónde quería empezar?

– Por matar a Shirkuh.

53

¡Eh! ¡Dios! ¿Es posible expiar este asesinato, este pecado?

¡No, no antes de que todos los ríos se hayan secado y

el mar se haya vaciado!

Chrétien de Troyes,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta


Los preparativos del asesinato duraron seis semanas, durante las cuales Morgennes no dejó de hacerse preguntas con respecto a Guyana: «Si le arrebato a su futuro marido, ¿puedo arrebatarle también a su padre?».

Era incapaz de encontrar una respuesta adecuada porque otra cuestión le atormentaba: «¿Y mi rey? Ya le desobedezco al arrebatarle a su futura reina. ¿Puedo desobedecerle de nuevo no obedeciendo su orden?».

Morgennes volvía una y otra vez sobre estas preguntas, hasta el día en el que se dijo: «¡Vamos! ¿Puede llamarse padre a un hombre que ha abandonado a su hija? Shirkuh no es su padre, del mismo modo que Leonor no es su madre. Guyana está sola en el mundo».

«¡Solo me tiene a mí!», se decía mientras acariciaba sus cabellos y velaba por ella, humedeciéndole los labios y dándole de comer algunas cucharadas de sopa. A menudo pasaba la noche a su lado y solo dormía un par de horas. El resto del tiempo le explicaba alguna de las numerosas historias que conocía.

Pero en su fuero interno no podía evitar lamentarse: «¡Ah si pudiera olvidar! ¿Por qué no soy como los demás? ¿Quién se acordaría de que Shirkuh es el padre de Guyana? ¡Nadie! Mi crimen entonces no sería tal. Apenas sería una falta. ¡Esta memoria es una maldición!».

Una noche en la que había acabado de narrarle un cuento, le abrió su corazón.

– ¿Qué debo hacer? ¡Aconséjame!

Pero Guyana estaba en coma. No podía responderle.

– ¿Debo obedecer a mi rey?

Guyana esbozó una sonrisa.

– Es eso, ¿verdad? ¿Tú también quieres que mate a tu padre?

Se acercó a ella hasta sentir su calor y tuvo la alegría de verla sonreír de nuevo. Entonces su espíritu se serenó, y abandonó la celda donde descansaba Guyana convencido de haber tomado la decisión correcta.

«Obedezco a mi rey y no disgusto a Guyana, ya que no le arrebato nada de lo que ya no estuviera privada…»

– ¡Voy a buscar a mis soldados!


Morgennes había dado a Galet el Calvo y a Dodin el Salvaje todo tipo de instrucciones que los dos viejos templarios se habían apresurado a obedecer, con mayor presteza aún porque temían por su vida. Aparentemente habían aprendido a respetar a Morgennes. Al contrario que ellos, este último se había integrado perfectamente a la forma de vida de los egipcios. Algunos días se parecía tanto a un copto -con su piel tostada, sus numerosos tatuajes y su fraseo lento- que era imposible distinguirle de los verdaderos. Su dominio de los diversos dialectos de Egipto, Francia, Oriente, el Cáucaso y Tierra Santa era tan perfecto que podía atribuirse numerosos orígenes. Siempre que se disfrazara bien, Morgennes podía engañar al mundo entero.

«Habrías sido un excelente ofita», se divertía a veces en decir Azim, para pincharle.

Pero Morgennes no solo disfrazaba su apariencia. Había adoptado también la costumbre de prescindir de ciertos sentimientos y de ponerlos -provisionalmente- como en el interior de una bolsita hundida en el fondo, muy en el fondo, de su corazón. Los acontecimientos que le habían llevado, en otro tiempo, a enfrentarse a los dos veteranos del Temple no debían perturbar el buen desarrollo de su misión. Por el momento, no tenía tiempo para dedicarse a esos detalles. «Los detestaré más tarde», se había dicho un día.

Lo más curioso fue que, durante las semanas que siguieron al incendio de Fustat y mientras Guyana permanecía en coma, los tres hombres llegaron casi a establecer lazos de amistad. Estaban haciendo un trabajo excelente. Más viejos que Morgennes, Galet el Calvo y Dodin el Salvaje le narraban sus antiguos hechos de armas, jactándose de tal o cual hazaña que les había valido una generosa recompensa en armas, armaduras o en especies contantes y sonantes.

– Creía que vuestra orden proscribía la posesión de riquezas.

– No las poseemos -aclaraba Galet el Calvo, cuyo rostro estaba surcado por tantas cicatrices como relámpagos cruzan el cielo en una noche tormentosa-. Nos limitamos a entregarlas a nuestra orden, que a su vez está encantada de prestárnoslas.

Al ver que Morgennes reaccionaba a esta declaración con una mueca extraña, Dodin el Salvaje creyó conveniente precisar:

– Nuestros primos del Hospital hacen lo mismo.

– No os reprocho nada -dijo Morgennes, que sabía cuán tentador puede ser llegar a un arreglo con la propia conciencia.

Gracias a su mediación, los coptos habían aceptado proporcionar a los francos todas las informaciones que necesitaban, así como contactos entre los guardias negros, que solo soñaban con derrocar a Shirkuh.

Su plan incluía varias fases, la primera de las cuales consistía en decapitar a los sunitas y envenenar a Shirkuh. Esta misión recayó en Morgennes, convertido, gracias a la difunta Shyam, en maestro cocinero… en materia de venenos.

Él sería el encargado de acercarse, durante un festín, al nuevo visir, para servirle todo tipo de platos, cada uno de los cuales estaría ligeramente envenenado. Shirkuh tenía un apetito tan voraz que de todos los comensales sería el único en ingerir una dosis letal. En el peor de los casos, los demás sufrirían un buen cólico y pasarían algunos días en cama, pero nadie llegaría a sospechar que Shirkuh había sido envenenado. Para todo el mundo, la causa de su muerte sería su gula.

– ¡Que es, mis queridos hijos y hermanos -les recordó Azim-, un pecado mortal!


Así, una noche Morgennes se enfundó en las ropas de un sirviente del palacio del visir y sirvió numerosos manjares y bebidas durante una de las formidables fiestas que daba Shirkuh en honor de los suyos -en esta ocasión, de Taqi, que cumplía diez años-. Durante el banquete se llevaron a la mesa más de treinta platos, de los que los comensales apenas tomaban cinco o seis bocados antes de pasar al siguiente. Excepto en el caso de Shirkuh. Porque ahí donde los demás se conformaban con un poco, él lo devoraba todo. «El León», como le apodaban, trasegaba ánforas enteras de vino y no dejaba en el fondo de las cuscuseras más que el reflejo cobrizo de las antorchas que sostenían los sirvientes.

– ¡A beber! -gritaba.

Y se echaba al coleto el contenido de una barrica. Morgennes se mantenía a una distancia respetable del visir, pero bastante cerca de Saladino y de Taqi para captar sus palabras.

– ¿Por qué bebe tanto? -preguntaba Taqi a Saladino.

– Por Alá Todopoderoso, ¿cómo voy a saberlo? Seguramente para olvidar que su hija está tan muerta como ese chacal de Chawar.

– Pero el hijo de Chawar aún vive. ¿Por qué no le interrogan? ¿No podrían pedirle que pasara Fustat por el tamiz?

– No. Este perro sarnoso de Palamedes ha desaparecido. Sin duda asustado por la suerte que hemos reservado a su padre.

– ¡Si le encuentro, lo mato! -exclamó Taqi.

– Desconfía, sobrino. Ese hombre es como una serpiente: no deja de mudar de piel para adaptarse a los peligros. Es un adversario poderoso, y a tus diez años, aún no estás preparado para enfrentarte a él. Limítate a seguirnos y a mantener los ojos bien abiertos. Pero este es momento de celebraciones. De manera que, como dijo el poeta: «Abre tu corazón y bebe tu vino, no lances tu vida al viento…». Tienes la vida ante ti, mi querido Taqi. ¡Aprovéchala!

«La vida ante ti», murmuró Morgennes. También era lo que parecía tener Shirkuh. Con la cantidad de comida que había tragado, ya debería haber estirado la pata hacía rato. Finalmente, cuando Morgennes ya se preguntaba si no sería mejor esfumarse, el León ordenó que le llevaran un limón.

– ¡Para refrescarme! ¡Porque este tentempié -dijo señalando la montaña de víveres que había arrasado- está tan especiado que tengo la boca ardiendo!

Con ayuda de un cuchillo, hizo un pequeño agujero en el limón que un sirviente acababa de llevarle, lo apoyó sobre sus labios, inclinó la cabeza hacia atrás y lo apretó. Un hilillo de líquido cayó en su boca, y Morgennes sonrió. «Esto debería bastar -se dijo-. Porque yo personalmente he preparado este limón.»

Y efectivamente alguien gritó:

– ¡El visir!

Shirkuh, con los ojos en blanco, se llevó la mano al corazón, soltó el limón, eructó ruidosamente, se levantó de su cojín y tendió la mano, mientras pronunciaba esta extraña frase:

– Gacela mía, ¿eres tú?

Luego se desplomó pedorreando. Un fuerte hedor invadió la sala, que enseguida fue desalojada. Para auscultar a Shirkuh llamaron al médico personal del califa, un tal Moisés Maimónides. En el momento en el que Morgennes era expulsado de la sala en compañía de varias decenas de sirvientes, oyó cómo el médico decía:

– Vista la cantidad de alimentos que ha ingerido, apostaría a que se trata de una indigestión.

Dos o tres invitados empezaron a quejarse entonces de ardor de estómago. Habían bebido demasiado, comido demasiado; pero nadie se preocupó en exceso: cada fiesta se cobraba su cuota de arrepentidos. Y esa noche no eran más que de costumbre.

– ¡La fiesta ha acabado! -dijo Saladino, despidiendo a los invitados.

– Vaya aniversario -refunfuñó Taqi.

A la mañana siguiente, las calles y las casas de El Cairo se cubrieron de paños negros en señal de duelo. Cafetines y posadas se cerraron por las mismas razones, así como las casas de placer. Los que querían divertirse, beber o darse un revolcón debían asumir el riesgo y entrar por la puerta de atrás. Así fue durante setenta días.


Morgennes volvió al monasterio de San Jorge, donde reinaba una atmósfera extraña. Todo el mundo estaba muy alterado y caminaba de un lado a otro por el patio.

«¿Cómo? ¿Ya están enterados? ¿Saben que he tenido éxito?», se preguntó Morgennes.

Pero no. No era eso. Galet el Calvo corrió hacia él para decirle:

– ¡Ha despertado!

– ¡Tienes que bajar a verla ahora mismo! -añadió Dodin el Salvaje.

– ¡Es increíble, ha hablado de su padre!

– ¿De su padre? -preguntó Morgennes, con la voz temblando de emoción.

– ¡De Shirkuh!

– ¡Gracias, ya sé quién es! Pero cómo es que…

– Escucha -dijo Azim-. ¡Es un verdadero milagro! Ha despertado gritando: «¡Padre!».

– ¿Es todo? -preguntó Morgennes.

– Es todo -respondieron los otros.

– Nosotros rio le hemos dicho nada -añadió Azim.

– Y nunca le diremos nada -precisó Dodin el Salvaje.

– Es mejor para ella -dijo Galet el Calvo-. Por otra parte, aún tiene a su madre.

Morgennes le miró, sonrió vagamente y no hizo ningún comentario. Estaba de un humor tan sombrío que los tres hombres se apartaron para dejar que fuera con Guyana. Después de bajar la escalera del monasterio, se dirigió hacia la celda donde estaba acostada.

Guyana parecía en plena forma, y recibió a Morgennes con una amplia sonrisa.

– He soñado con mi padre…

– Tengo que hablarte -dijo Morgennes.


Pero, aunque Morgennes tenía buenas dosis de coraje, no las tenía todas. De modo que no encontró fuerzas para confesarse a Guyana. A pesar de que ya le había contado cómo había emprendido su búsqueda, por orden de Amaury, calló que había matado a su padre por orden del mismo hombre.

Pues si su corazón le gritaba que confesara, su razón le decía: «Sobre todo no lo hagas».

Fue él quien la escuchó a ella.

– Gracias por velar por mí -dijo Guyana rozándole las manos-. Tus amigos me han contado lo que has hecho. A veces tenía la sensación de que te oía hablar. Porque me hablabas, ¿verdad?

– Continuamente -dijo Morgennes.

Ella sonrió, encantada.

– No conozco a nadie tan noble y generoso como tú, lo eres todo para mí.

– No, por favor.

– ¿Te he dicho lo que pensé al verte en el fondo del pozo?

Él le apretó la mano, y Guyana prosiguió:

– Que tú eras mi Dios.

Morgennes retrocedió, asustado.

– ¡No digas eso!

– Sí, lo digo. ¡Porque entonces comprendí que había que ser dos para ver a Dios! Cuando estaba sola, ¿qué podía ver sino a mí misma, mi propio reflejo? Pero cuando bajaste al fondo del pozo, comprendí.

– No debes… -dijo Morgennes.

Guyana se volvió sobre la cama y señaló la draconita, colocada junto a su cabeza.

– Gracias por esto también. Sé hasta qué punto te importa.

En ese momento, él entrevió el medio de expiar una ínfima parte del mal que le había causado.

– Tómala. Es tuya.

– No -dijo Guyana-. Es un bien demasiado precioso, no puedo aceptarlo.

– Te la doy. Ya no es mía.

Guyana le ofreció de nuevo una de sus maravillosas sonrisas.

– ¡No, si yo te la devuelvo!

Cogió la draconita y se la tendió a Morgennes. Él puso las manos sobre la piedra, que no reaccionó. Luego sus manos tocaron las de Guyana, y sus miradas se cruzaron. «¿Es eso? -se preguntó Morgennes-. ¿Así lo hicieron mis padres?»

Cerró los ojos y se acercó a Guyana, que se dejó besar.

«Todo vuelve a empezar», se dijo Morgennes, tendiéndose junto a ella.

54

El que solicita e implora piedad debe obtener gracia

en ese mismo instante, a condición de que no se vea

frente a un hombre sin corazón.

Chrétien de Troyes,

Ivain o El Caballero del León


Los insurrectos, que habían esperado que la muerte de Shirkuh desestabilizara Egipto, no tardaron en sufrir un desengaño. Pues tres días después del fallecimiento del viejo León, el califa al-Adid designó a un nuevo visir: Saladino. ¿Por qué esta elección, cuando el ejército de Shirkuh contaba con multitud de dignatarios más aptos para tomar el mando que el sobrino del general en jefe de Nur al-Din? Pues bien, precisamente porque de entre todos los pretendientes Saladino era el menos apto. Como sucede con frecuencia en estas situaciones, no son los mejores los que prevalecen, sino los más inofensivos, los que representan un peligro menor para el poder establecido.

Así, Saladino debía su puesto de visir a su aparente incompetencia y a que el califa había supuesto que no tendría ninguna dificultad en manipularlo. Era una equivocación de peso. Porque, por fortuna para el islam, la verdadera personalidad de Saladino floreció esplendorosamente, como si una de las mejores semillas depositadas por Alá en la tierra hubiera encontrado en el fango egipcio el más fértil de los terrenos. Apoyándose en su familia, los ayubíes, Saladino consolidó su posición comprando a los que estaban en venta y pasando al resto por el filo de la espada. Una vez en su puesto, renunció a los fastos del palacio del visir y tuvo buen cuidado de no mostrar más que desprecio por el lujo y las riquezas. Como Amaury, él no quería el dinero por el dinero, sino para hacer conquistas y consolidar su autoridad. Como le gustaba decir: «¡Quien se coloca por encima del dinero, se coloca por encima de los hombres!».

Finalmente, se ayudó de la religión.

Unos meses después de la muerte de Shirkuh, Saladino reservó el uso de los caballos exclusivamente a los musulmanes, mientras que los demás debían montar en burro o ir a pie. Un nuevo edicto obligó a los cristianos y a los judíos a llevar signos distintivos: cinturón amarillo para los judíos, blanco para los coptos y azul para los ofitas.

El momento de pasar a la segunda parte del plan de Amaury -organizar un importante levantamiento popular- había llegado. Gracias a cómplices introducidos en el interior del palacio califal, los rebeldes recibieron garantías de que podrían contar con el apoyo incondicional del califa al-Adid, que ya no sabía a qué santo encomendarse para que la situación no se le escapara definitivamente de las manos. Como Chawar ya no estaba allí para aconsejarle y Saladino había demostrado ser mejor político de lo previsto -y sobre todo menos manejable de lo esperado-, al-Adid había decidido arriesgar el todo por el todo y apoyarse en aquellos que desde siempre constituían la salvaguarda de Egipto: los coptos y la guardia negra.

Morgennes y Azim habían elegido la fecha de la sublevación: sería en los primeros días de primavera, en el mes de mayo. En este período, la crecida empujaría las aguas del Nilo hasta los muros de numerosos edificios levantados en sus orillas, lo que dificultaría los movimientos de los sunitas, menos acostumbrados que los egipcios a desenvolverse en un terreno inundado. Por otra parte, los rebeldes tenían intención de asociar los beneficios ligados a la próxima crecida del Nilo con el triunfo de su operación. Para los sunitas, las calles enlutadas de negro y el invierno; para los egipcios, la primavera y la resurrección de su patria -aunque estuviera de nuevo en manos de los francos-. En los jardines, la hierba volvería a crecer; en los árboles, los pájaros cantarían de nuevo, y por todas partes el suave olor del limón expulsaría la pestilencia damascena.

Amaury había puesto en guardia a los rebeldes: «El éxito táctico no garantiza nada. Evitad hacer uso de vuestras armas. Y sobre todo, actuemos de forma solidaria».

Todo estaba dispuesto. Ya solo quedaba informar al rey del día preciso de la revuelta; día en el que los francos debían acudir a El Cairo. Porque sin el apoyo de su caballería, los rebeldes no resistirían mucho tiempo frente a las tropas de Saladino.

Por desgracia, cuando un mensajero disfrazado de mendigo abandonó El Cairo para dirigirse a Jerusalén, el azar quiso que su camino se cruzara con el de Taqi ad-Din y el antiguo guardia de corps de Shirkuh, un mameluco llamado Tughril.

– Fíjate -dijo este último a Taqi-. ¿No te parece que este hombre lleva unas sandalias demasiado hermosas para ser un mendigo?

– Tienes razón -respondió Taqi.

– ¡Eh, tú, acércate! -gritó Tughril al mensajero.

Este obedeció, temblando como un azogado. Había cometido un error. Aunque se había preocupado de vestirse con harapos, no había pensado que sus sandalias -totalmente nuevas- llamarían la atención. Y era precisamente allí donde se encontraba oculto el mensaje secreto.

El desgraciado fue conducido al palacio del visir, donde Saladino le ordenó que se descalzara.

– ¿Ocultan algo que yo deba conocer? -le interrogó Saladino, sosteniendo las sandalias en la mano.

– No, mi señor -mintió el mensajero con tanto aplomo como pudo.

Saladino pidió a Taqi que le prestara su puñal y empezó a descoser la suela de las sandalias. Apareció un pergamino. Saladino lo leyó con evidente interés.

– ¡A fe mía que Alá está con nosotros! ¡Porque este plan es excelente!

Se volvió hacia dos de sus guardias y les señaló al insurrecto:

– ¡Que lo descuarticen!

El mensajero cayó de rodillas ante Saladino implorando piedad.

– Muy bien -declaró Saladino-. No salvarás la vida, porque has tratado de ocultarme la verdad, pero como soy bueno, no te impondré un sufrimiento excesivo.

– Gracias, mi señor -clamó el insurrecto besándole los pies.

– Que lo descuarticen con ocho caballos en lugar de con cuatro -ordenó Saladino.

– ¡Piedad, esplendor del islam! ¡Tengo un hijo y una mujer!

– Y yo tenía un tío -replicó Saladino, que empezaba a sospechar que tal vez Shirkuh no había muerto de una indigestión-. ¡Lleváoslo de aquí!

Luego, llevándose aparte a Tughril y a Taqi, les dijo:

– ¡Reunid a vuestros mejores hombres, id a bloquear las salidas de los cuarteles egipcios y prendedles fuego! Cuando los guardias negros sepan que los edificios donde viven sus familias están ardiendo, se apresurarán a acudir. ¡Entonces no tendréis más que cogerlos con nuestros arqueros! ¡Ejecución!

Tughril y Taqi hicieron una reverencia y salieron a preparar la contrainsurrección. Solo en la sala, Saladino pasó revista a los acontecimientos de los últimos meses. ¿El fallecimiento de Shirkuh…?

– Un envenenamiento, sin duda.

¿Y la muerte de la «mujer que no existe»? Se acarició la barbita de chivo que le crecía en el mentón y llamó:

– ¡Guardias!

Dos soldados acudieron.

– Volved a traerme al mensajero. Tengo algunas preguntas que hacerle.


Mientras sometían a tortura al desgraciado copto, los hombres de Saladino incendiaron los cuarteles de las tropas que habían permanecido fieles a al-Adid. Estos cuarteles eran grandes edificaciones de adobe, que una antorcha y varias jarras de nafta convirtieron rápidamente en braseros ardientes. Una oleada de pánico cundió entre las filas de los guardias negros, que volvieron a sus viviendas a toda prisa. Creyendo primero que se trataba de un incendio accidental, no desconfiaron. Pero cuando una de sus cuadrillas cayó por las flechas de los soldados de Damasco, decidieron sublevarse sin esperar a los francos. Los coptos les imitaron. Y luego Morgennes, Galet el Calvo y Dodin el Salvaje.

Sin el apoyo de los francos, era casi imposible triunfar. Sin embargo, gracias a su coraje y a su determinación, los insurrectos habrían podido imponerse si el califa no les hubiera retirado su apoyo en el último momento.

– ¡Ese perro! -exclamó, rabioso, Dodin el Salvaje-. ¡En lugar de ayudarnos, ha hecho que su guardia personal aniquilara a sus propias tropas!

– Para quedar en buen lugar ante Saladino -dijo Morgennes.

La insurrección estaba a un paso del fracaso.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Galet el Calvo.

– Hay que batirse en retirada. Solos, no tenemos fuerza suficiente para resistir.

– Alguien ha debido hablar, o bien el mensajero se ha dejado atrapar -añadió Dodin.

– Sin Amaury, estamos perdidos.

– Partamos -dijo Morgennes.

Los tres hombres retrocedieron en dirección a Fustat, zigzagueando entre edificios que ya no eran más que hogueras. El calor era tan intenso que enturbiaba el aire. Dodin el Salvaje y Galet el Calvo tenían dificultades para respirar. Este último, el mayor de los templarios, se había quedado atrás.

– ¡Dodin! ¡Morgennes!

Morgennes aflojó el paso. Era la voz de Galet el Calvo. ¿Dónde se había metido?

– ¡Dodin! ¡Morgennes!

Morgennes se volvió hacia Dodin el Salvaje, que corría a su lado.

– Dile a Azim que huya. Yo voy a buscar a Galet.

– Pero…

– No discutas. Es una orden.

Morgennes parecía tan decidido que Dodin salió disparado en dirección al monasterio de San Jorge, donde esperaba el jefe de los insurrectos. Allí encontró a Azim y le dijo:

– ¡Todo está perdido! ¡Hay que escapar!

Manteniendo su sangre fría, Azim declaró:

– No sin Morgennes y Galet.

– Pero el propio Morgennes…

– Marchaos si queréis, pero yo esperaré a Morgennes.

Un crujido atrajo su atención. En el marco de la puerta se dibujaba una forma. Pálida, vestida de blanco como un fantasma. Era Guyana. Viendo la expresión turbada de los dos hombres, preguntó:

– ¿Morgennes está en peligro?


– ¡Por aquí! -gritó Galet el Calvo-. ¡Morgennes, a mí!

El viejo templario se encontraba bajo un muro derrumbado. El fuego estaba tan cerca que sus ropas empezaban a chamuscarse. Morgennes corrió hacia él, y una visión cruzó por su mente. La de un niño vadeando un río helado. ¿Había llegado el momento de las explicaciones? ¿El momento de la revancha?

– ¡Morgennes, sálvame!

Morgennes miró a Galet, y de pronto se sintió incapaz de ayudarle.

– No puedo…

– ¡Ayúdame!

Morgennes tuvo una nueva visión. La de Galet, aún joven, cargando contra su padre y su hermana, con la lanza apuntando hacia delante.

– ¿Por qué?-preguntó Morgennes a Galet.

– ¿Por qué, qué?-susurró el viejo jadeando.

– ¿Por qué mataste a mi hermana y a mis padres?

– Pero ¿de qué estás hablando? ¡Estás loco! ¡Sálvame! ¿No ves que mis calzas se están quemando? ¡Tengo las piernas ardiendo! ¡Piedad, piedad!

Morgennes se arrodilló junto al viejo templario y miró a derecha e izquierda. En torno a ellos las llamas eran tan altas que formaban nuevos muros, incandescentes.

– ¿Por qué debería salvarte precisamente yo? -preguntó Morgennes bajando la cabeza-. No he sido yo quien te ha colocado bajo este muro. Ha sido él. ¿Por qué no le pides que te ayude?

– ¿Él? ¿Quién es él?

– Tu Dios.

– ¿De qué hablas? -sollozó Galet el Calvo, con las mejillas bañadas en lágrimas-. ¿No somos amigos?

– No lo sé -dijo Morgennes adelantando la mano hacia la pierna de Galet, por donde corrían las llamas.

– ¡Y yo que lo había creído!

Morgennes no dijo nada. Abría y cerraba la mano sobre las llamas sin sentir aparentemente ningún dolor, dejando pasar entre sus dedos cuatro Mamitas que parecían las cuatro pequeñas lenguas de una hidra en miniatura.

– ¿Qué sortilegio es este? -resopló Galet.

Entonces comprendió que estaba condenado y le escupió:

– ¡No me equivocaba en el Krak de los Caballeros! ¡Eres el hijo del Diablo! ¡Confiésalo!

– Si para ti el Diablo es un hombre apacible, entregado a su trabajo, a su mujer y a sus dos hijos, entonces sí, el Diablo es mi padre. Y puedes estar contento, porque fuiste tú quien lo mataste, tú y otros cuatro caballeros.

– Pero ¿de qué hablas? ¡Creí que sentías rencor hacia mí a causa de la babucha de Nur al-Din! ¡Cógela! ¡Es tuya! ¡Te la doy!

– ¿Aún no lo entiendes?

– ¡No! -exclamó Galet en su agonía.

– ¿Recuerdas a cinco caballeros que en otro tiempo atacaron a una pobre mujer que vivía apartada del mundo con su marido herrero, su hija y su hijo?

– ¿De modo que eras tú?

– Éramos nosotros.

– Entonces moriré. Porque, sí, pequé. Pero te pido que me perdones, Morgennes. Porque lo que hice, lo hice por Dios.

– Que ahora te lo paga.

– ¡Era joven, Morgennes! Creía hacer el bien. ¡Castigar a un traidor que había tenido la audacia de renegar de su fe para emparejarse con una perra judía!

Se escuchó un crujido más ensordecedor que los anteriores. Cayeron piedras al suelo. Una lluvia de pez se pegó a las ropas de Morgennes y de Galet, chisporroteando sobre los cascos, los yelmos, perforando la carne de Galet, pero dejando casi indemne la de Morgennes.

– ¡Perdóname!

– No puedo -dijo Morgennes-. ¿Crees que he olvidado? No he olvidado nada, el dolor es tan vivo como entonces.

Un haz de chispas le salpicó el rostro, causándole -por primera vez en su vida- una profunda quemadura. Se llevó la mano a la cara y sintió algo pegajoso. ¿Su carne?

– Pide a Dios que te perdone, Galet. Yo no tengo ese poder.

Galet el Calvo había cerrado los ojos. Esperaba la muerte. Luego, al ver que Morgennes se levantaba y se alejaba de él, murmuró entre estertores:

– Te perdono. Que Dios pueda perdonarte también.

Morgennes se marchó corriendo. En torno a él todo ardía. Los seres y las cosas, los animales, los vegetales. Pero, en su cabeza y en su alma, era invierno y él corría por el bosque.

Estaba impaciente por llegar al río.

55

No habían pasado tres meses cuando Soredamour recibió en su

seno la simiente de hombre, que fructificó hasta su término.

Chrétien de Troyes,

Cligès


El Nilo es una serpiente.

Un inmenso dragón cuya cabeza está en Alejandría y la cola, en lo desconocido. Porque a su cola corresponde la fuente del Nilo, que nunca ha sido descubierta.

– Si hay que creer al Génesis -dijo Morgennes a Guyana, encendiendo una vela en la cabina del falucho en el que navegaban desde que habían huido de El Cairo-, el Nilo sería uno de los cuatro brazos del inmenso río creado por Dios para regar el Paraíso.

Se volvió hacia Guyana, le pasó la mano por los cabellos y la atrajo dulcemente hacia sí.

– Pero es solo una hipótesis. Para los ofitas, el Nilo es la Serpiente que en otro tiempo tentó a Eva. Un Dios al que conviene adorar, ya que al ofrecer el saber a la humanidad, la liberó de la esclavitud.

– Para mí, el Nilo es nuestro amor -murmuró Guyana.

– Para mí también -dijo Morgennes.

El falucho se deslizaba ahora, desde hacía varios días, hacia el sur, hacia la ciudad de Cocodrilópolis -actualmente llamada Abu Simbel-, donde los ofitas habían tenido su base en tiempos remotos.

– ¿No es peligroso ir allí? -preguntó Guyana, mirando cómo la luz de la luna caía como una lluvia de oro sobre las aguas centelleantes del río.

– Según Azim, no. Porque ya no quedan ofitas en Cocodrilópolis desde que Egipto fue conquistado por los árabes, es decir, desde hace cinco siglos. La ciudad está en manos de los chiítas, que siguen resistiendo a Saladino. Desde allí podremos reemprender la lucha.

Guyana no hizo ningún comentario. Pero para ella aquella lucha era vana. Posó la mano sobre la draconita que se encontraba a su lado y dijo a Morgennes:

– La he mirado bien, y la encuentro cada vez más extraña.

– ¿Por qué?

– En su interior he visto una especie de renacuajo, como un dragón en miniatura, sin las alas…

Morgennes cogió la piedra y la observó. Efectivamente, en ella se movía una forma, mezcla de blanco, gris, negro y oro, pero de ahí a ver un renacuajo…

– Lo siento, pero no veo nada.

Guyana sonrió y añadió:

– No es eso lo más extraño. Lo más extraño es esto.

Hizo girar la piedra en sus manos, bajo los ojos de Morgennes. Pero él seguía viendo la misma forma, como si la piedra no se hubiera movido.

– Lo sé, efectivamente es muy extraño -dijo Morgennes-. Por más que la gires una y otra vez en todos los sentidos, siempre se ve lo mismo.

– Las leyes de nuestro mundo no cuentan para ella.

– ¿Y tú? ¿Qué ves?

Guyana hundió su mirada en la de Morgennes y le dijo:

– A una magnífica niña.

Morgennes se quedó sin aliento.

– Y si te pidiera en matrimonio, ¿aceptarías?

– ¿Me lo pides?

En ese momento llamaron a la puerta, y Azim les dijo:

– Hemos llegado. Preparaos para desembarcar.


Unos instantes más tarde, un puñado de ex insurrectos agotados llegaron al puerto, medio en ruinas, de Cocodrilópolis. El cielo era de color malva y la luna de un tono cremoso. Guyana miró alrededor, sujetó la orla de su vestido con una mano y le dio la otra a Morgennes, que la ayudó a poner pie a tierra. Sus pasos resonaron tristemente sobre los bloques de piedra agrietados del pontón, donde estaban pudriéndose algunas barcas de caña.

– No me gusta este lugar -dijo Guyana-. Está demasiado tranquilo.

– La calma que precede a la tempestad -dijo Azim acercándose, con una cuerda en la mano.

Después de atar la cuerda a un poste, abrió los brazos y declaró:

– Sabed, amigos míos, que aquí empieza y termina todo. Estamos en el punto de confluencia de los dos Egiptos, el bajo y el alto. Aquí se entrelazan los misterios y todo puede bascular. De modo que prestad atención. Antiguos dioses nos observan.

Como para apoyar sus palabras, los gritos de las grullas resonaron en el aire.

Dodin el Salvaje desembarcó a su vez, con el único acólito de Azim que había escapado a la matanza. Los dos hombres llevaban una silla, sobre la que iba sentada la mujer de Azim.

– No la dejéis caer -dijo el viejo copto.

– No os preocupéis -replicó el acólito.

Dodin, por su parte, no dijo nada. No había abierto la boca durante todo el viaje, y seguía lamentando la pérdida de su viejo amigo, Galet el Calvo. Galet, del que había sido escudero. Galet, que le había armado caballero. Galet, que ya no estaba con él.

«¡Vengaré tu muerte!»

De vez en cuando acariciaba el mango de su corta daga -esa misericordia encontrada en Francia que había sido su primer trofeo-. Morgennes a menudo le había preguntado por ella: «¿De dónde procede? ¿Quién te la dio? ¿Fue un niño? ¿Una niña…?».

Dodin siempre había evitado responderle. Incluso cuando su relación había mejorado. Porque en las preguntas de Morgennes había algo que no podía definir, una forma de insistir que le daba escalofríos. La misma sensación que había sentido un día cuando una serpiente le había rozado el pie. Y Dodin detestaba a las serpientes y a todo lo que se les parecía. Incluidos los cocodrilos. Por eso no tenía ningunas ganas de permanecer en Cocodrilópolis, por más que se hubiera convertido en Abu Simbel y estuviera habitada por gente normal.

Después de haber dejado a la mujer de Azim en la orilla, volvió la mirada hacia la vaga línea verde que bordeaba el acantilado, un poco más al sur, marcando el inicio de la jungla y de los territorios desconocidos.

– Busquemos con qué abastecernos -dijo-. Y luego larguémonos a lomos de camello hacia el mar Rojo. Después remontaremos hacia Aqaba, y de allí hacia el Pontus Euxinus y luego a Jerusalén. No debemos permanecer aquí. Egipto y todos sus dioses, antiguos y nuevos, sus faraones, sus animales, se nos echarán encima.

– Sobre todo es Saladino quien podría echársenos encima -dijo Azim-. Según mis informaciones, ha enviado una decena de faluchos en nuestra persecución.

– Razón de más para que no prolonguemos nuestra estancia aquí -añadió Dodin.

Desde su huida precipitada de El Cairo, sus cabellos se habían vuelto totalmente blancos. Su mirada, su boca, que en otro tiempo daban a su rostro una expresión sumamente cruel, parecían ahora marcadas por el agotamiento más que por el odio. Dodin el Salvaje se había convertido en Dodin el Fatigado. El derrengado. Estaba tan cansado que, como solía decir: «Ni siquiera sentado me tengo en pie». Dodin no era nada sin Galet. El templario no quería dar vueltas a la pregunta -no ahora-, pero sabía que un día u otro tendría que responder a ella: «¿Qué pasó en El Cairo entre Morgennes y Galet? ¿Cómo murió Galet?».

Después de que los hombres hubieran abandonado el falucho, les tocó el turno a los monos. Durante el viaje, los animales se habían relevado en la popa, en la proa y en la punta del mástil para desempeñar el papel de vigías, con una mano sobre los ojos, escrutando el horizonte para dar la señal de alerta en caso de peligro.

Pero no había habido ningún peligro. Apenas una vaga presencia de cocodrilos aquí o allá, pero nada demasiado inquietante.

Una vez en tierra, Frontín se puso a bailar saltando de un muelle a otro, trepando al hombro de Azim, volviendo a bajar, tirándole del manto, corriendo a ver a Morgennes, escupiéndole al oído entre chillidos.

– ¡Lo siento, Frontín, pero no hablo tu lengua!

Azim rió. Guyana les miró, afligida.

– Se diría que trata de decirnos algo.

– Si Gargano estuviera aquí, nos diría qué. Porque pretendía conocer el lenguaje de los animales -añadió Morgennes.

Al oír el nombre de Gargano, Frontín dio unas palmadas e hizo una pirueta.

– Gargano -repitió Morgennes.

Frontín corrió en todas direcciones, más excitado que nunca. Arengó a los demás monos, que sujetaron a Morgennes por las calzas, para invitarle a seguirlos. Morgennes abrió los brazos y dijo:

– ¡Está bien, está bien! ¡Os sigo!

Dejándose guiar por los monos, atravesó una ciudad sorprendentemente desierta y llegó al pie de una enorme escalinata. Bordeada de estatuas de dioses con cabeza de cocodrilo, la escalera ascendía hacia una catarata que hacía de frontera entre la ciudad y la jungla. Los escalones eran tan antiguos que probablemente databan de la época heroica en la que los faraones iban a descansar a Cocodrilópolis. Pero un detalle intrigaba a Morgennes. Virutas de madera aparecían esparcidas aquí y allá sobre las losas gigantes. ¿Qué era aquello? Cogió una entre los dedos y la reconoció enseguida.

– ¡Madera de gofer!

Una madera extremadamente rara, que solo salía citada en la Biblia. Se trataba de la madera con la que Noé había construido el arca. Y Morgennes ya la había visto antes. ¿Dónde? En el museo de Manuel Comneno, en Bizancio. Recordaba aquella gran sala y las mazas de los nefilim.

Volviéndose hacia sus compañeros, les dijo:

– Gargano y la Compañía del Dragón Blanco han pasado por aquí. Tal vez a bordo del Arca de Noé…

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Dodin.

– Tengo mis fuentes -dijo Morgennes.

Dodin le dirigió una mirada suspicaz, y la tensión aumentó.

– Tal vez tenga una idea -dijo Azim.

Todos callaron para escucharle.

– ¿Sabéis qué hay al otro lado de esta ciudad?

– No.

– Sí -dijo Morgennes-. Un gran vacío. Un blanco inmenso, y tal vez el Paraíso. Según Herodoto y Tolomeo, está el Nilo, varios saltos de agua importantes, pantanos, y luego… Las escasas expediciones que se aventuraron a adentrarse en este territorio nunca volvieron. Pero, según Martín de Tiro, el explorador que llegó más lejos remontando el Nilo, allí se encuentran unas gigantescas montañas. Y en particular la de la Luna, cuyas dimensiones no tienen nada que envidiar a las de los montes Caspios.

– ¿Los montes Caspios? -preguntó Dodin-. Ahí embarrancó el Arca de Noé. Y ahí también, dice la leyenda, el Cielo y la Tierra se tocan. Se afirma incluso que las inmediaciones del Ararat están defendidas por miríadas de dragones y que en su cima se encuentra una de las entradas que conducen al Paraíso.

Morgennes descartó esas sandeces con un gesto de la mano y declaró:

– ¡Pamplinas! Yo lo sé, he estado allí. Y no había nada de eso.

– ¿De verdad? -inquirió Azim-. ¿No hay dragones? Es decepcionante…

– No hay dragones -aseguró Morgennes-. Excepto en pintura.

– ¿Y tampoco hay Paraíso? -preguntó Guyana esbozando una sonrisa.

– Sí lo hay, yo lo he encontrado. Pero ha sido en tus brazos -respondió Morgennes abrazándola.

– Qué gentil -replicó ella.

– Vosotros dos deberíais pensar en casaros -dijo Azim.

Morgennes y Guyana no respondieron, pero las sonrisas que intercambiaron eran más expresivas que un consentimiento. Azim ya se veía celebrando su unión, una unión ciertamente curiosa, que tendría por testigos a media docena de monos, un acólito, una mujer y un templario. Pero cuando Morgennes y Guyana buscaron a Dodin, no lo encontraron por ninguna parte. ¡Había desaparecido! Algunas huellas en el polvo hacían pensar que había seguido los pasos de Gargano y la Compañía del Dragón Blanco y se había internado en la jungla.

– ¿Qué ha ido a hacer? -preguntó Guyana.

– Paciencia, amiga mía -dijo Morgennes-. Lo sabremos muy pronto, porque a partir de mañana, al alba, iremos tras él. Si quiere partir primero, que lo haga. Comprendo que tenga necesidad de estar solo, porque aún debe dar cumplimiento a su duelo.

– Como tú a tus deberes hacia tu rey…

Guyana le acarició el rostro, cerca de la pequeña marca blanca que tenía en el mentón. De pronto Morgennes sintió que aquel roce le quemaba, pero apenas se estremeció.

– He saldado mi deuda con Amaury -dijo pensando en la muerte de Shirkuh-. Ya no le debo nada.

– De todos modos -dijo Azim a Guyana-, él os cree muerta.

– ¿Muerta?

– Todo el mundo, de Damasco a El Cairo, pasando por Jerusalén, os cree muerta. Solo nosotros sabemos que todavía estáis con vida.

– Sea, pues. Poco me importa estar muerta, si es para ser la mujer de Morgennes.

Y así, en la dulce quietud de una ciudad desierta, en el crepúsculo, Morgennes y Guyana dieron su consentimiento bajo un paño de seda negra que cada uno sostenía con una mano, mientras apretaba con la otra la del ser amado.

– Que nada os separe nunca, sino que, al contrario, todo os acerque, tanto las alegrías como las pruebas.

– Nada nos separará nunca -dijo Guyana-. Ni las alegrías ni las pruebas.

– Ni la muerte -añadió Morgennes.

Inclinándose hacia Guyana, le dio un beso y luego le soltó la mano para acariciarle el rostro. ¡Qué suave era su piel! Sentía ganas de llorar. La joven había bajado los párpados, y Morgennes la miraba, tratando de apoderarse de su imagen, como si temiera perderla; o peor, olvidarla.

– Nunca te olvidaré -le dijo-. Te lo juro.

Sin responderle, Guyana le devolvió los besos, tratando de recuperar la mano de Morgennes, secretamente afligida de que la hubiera soltado, ya que veía en ello un mal presagio. Manteniendo siempre sobre ellos el paño de seda negra, que era como el eco de aquel bajo el cual habían permanecido escondidos en el fondo del pozo donde estaba Dios, se besaron una y otra vez.

Azim recitó unas oraciones, lamentando no tener a su disposición más que una docena de bastones de incienso para celebrar la unión y alejar a los mosquitos. «Habría necesitado doce mil.» A falta de algo mejor, dio dos bastoncillos a su mujer, a su acólito y a cada uno de los monos, pidiéndoles que los sostuvieran en el aire, tan rectos como pudieran. Las finas columnas de humo azulado se elevaron directamente hacia el cielo, porque no soplaba ni una pizca de viento. Todo estaba en calma, y desde las alturas de la antigua Cocodrilópolis, allí donde se extendía la jungla, los rugidos de las bestias salvajes recordaban a nuestros amigos que solo estaban gozando de una breve tregua. El peligro seguía rondando.

Morgennes, por su parte, escrutaba los diferentes horizontes sin dejar de besar a Guyana. Miraba el cielo y la tierra, y veía cómo una gran fosforescencia blanca iluminaba la jungla hacia la que habían partido Gargano, la Compañía del Dragón Blanco y Dodin, y por donde ellos avanzarían al día siguiente. ¿Qué había más al sur? Morgennes recordó las numerosas leyendas que Azim le había contado sobre esta «Tierra Quemada», este país primitivo de donde venían las «Aguas de Ninguna Parte» y que era para los antiguos el País de los Dragones.

56

En efecto quiero pasar por muerta.

Chrétien de Troyes,

Cligès


En cuanto salió el sol, ascendieron por la gran escalinata que conducía del puerto de Cocodrilópolis a la jungla. El pequeño grupo avanzaba decidido bajo las miradas de las inmóviles estatuas de cocodrilos; no se veía ni rastro de vida en torno a ellas.

– ¿Por qué no hay nadie? -preguntó Guyana inquieta.

– Los habitantes han debido de subir al Arca, para volver al país de la que fue su primera reina -dijo Morgennes, señalando el templo, vacío también, de la reina Hatshepsut-. En otro tiempo fue la reina de Saba.

Azim acarició a Frontín, que se había encaramado a su hombro, y declaró:

– Tal vez no sea muy prudente continuar. Si el propio Gargano consideraba que este era un lugar demasiado peligroso para llevar a Frontín, ¿quiénes somos nosotros para atrevernos a correr ese riesgo?

– Deberíamos separarnos -dijo Morgennes.

– No -dijo Guyana, apretándole la mano con más fuerza.

– Sin embargo, Morgennes tiene razón -dijo Azim-. Haya lo que haya ahí delante, sin duda no es lugar para una dama.

– Ni para un religioso -añadió doctamente el acólito.

– Este no es lugar para nadie -dijo Morgennes-. Por eso iré solo. Vosotros me esperaréis aquí. Decidiremos qué debemos hacer a mi vuelta.

– ¡Mirad! -exclamó el acólito.

Con el dedo apuntaba en dirección al Nilo, detrás de ellos, y más concretamente en dirección a una decena de faluchos que remontaban el río a gran velocidad.

– ¡Los egipcios!

– Yo diría más bien los damascenos -suspiró Azim.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó el acólito.

Morgennes se llevó la mano de Guyana a los labios y depositó un beso en ella. Luego la besó en la frente, la estrechó una vez más contra su pecho y le dijo:

– Volverás a bajar esta escalera.

– Quiero quedarme contigo.

– Esperarás a que los soldados de Saladino desembarquen. Les dirás quién eres, y quién era tu padre.

– No te abandonaré.

– Chisss -dijo Morgennes-. Es una orden.

– No. No tengo por qué obedecerte.

– Es por tu bien -cortó él.

Le apartó un mechón de cabellos, pero una ligera brisa los hizo colgar de nuevo sobre su frente. Morgennes esbozó una sonrisa. Aquel mechón estaba hecho a imagen de su mujer. Dulce, bella… ¡pero voluntariosa y decidida!

– Escucha -le dijo-. Los soldados de Saladino pronto desembarcarán. Si te ven conmigo, nos matarán a los dos. En cambio, a ti no te matarán. Azim es demasiado importante para que lo eliminen. Se rendirá y le harán prisionero. Y a vos también -dijo al acólito.

– Dicen que Saladino sabe mostrarse clemente con sus adversarios -comentó este último.

– Y si nos interroga, le diremos que moriste durante la insurrección -añadió Azim.

– Perfecto -dijo Morgennes.

– No -replicó Guyana-. Para mí la vida no tiene ningún sentido si no estamos juntos.

Viendo que no cedería, Morgennes decidió confesarle que era él quien había matado a su padre. Pero justo en ese momento, una voz detrás de ellos gritó:

– ¡Él mató a vuestro padre!

– ¿Cómo? -exclamó Guyana.

Todos volvieron la mirada hacia lo alto de la calzada, por donde bajaba Dodin el Salvaje, con una lanza en una mano y un zurrón en la otra.

– Morgennes mató a Shirkuh -repitió fríamente.

Guyana se volvió hacia Morgennes, con los ojos empañados de lágrimas y los labios temblorosos.

– ¿Es verdad?

Morgennes apartó la mirada. Entonces ella le tocó el mentón y le imploró:

– Pero tú no lo sabías, ¿verdad? ¿No sabías que era mi padre?

Morgennes le cogió la mano y la apretó con fuerza, con todo su amor, porque sabía que podía ser la última vez que la estrechaba.

– ¿Lo sabías? ¿Lo sabías? -repitió Guyana.

Pero ya no era una pregunta. Empezaba a adivinar la verdad.

– ¡Sí, lo sabías! Pero ¿por qué no me dijiste nada? ¿Por qué cuando me desperté…?

– Tuve miedo -confesó Morgennes.

– ¿Miedo? Pero ¿de qué?

– Miedo de tu reacción. Miedo de que no me amaras.

No pudo acabar la frase. Guyana le había abofeteado. Notó un fuerte dolor en toda su mejilla, una quemadura más dolorosa aún que la de las llamas de Fustat.

– ¡Asesino! ¡Mentiroso! ¡Ya no te conozco! ¡Ya no existes para mí! ¡Y muerta por muerta, consideraré que tú también estás muerto!

Estalló en sollozos, se ocultó el rostro entre las manos y descendió los peldaños de la gran escalinata en dirección al puerto y a los faluchos egipcios.

– Cuida de ella -dijo Morgennes a Azim-. Tal vez sea mejor así.

– Prometido -dijo Azim abrazando a Morgennes.

– ¡Tenemos que apresurarnos! -exclamó el acólito.

En efecto, un primer falucho acababa de arribar a puerto y los soldados ya desembarcaban. El acólito se removía inquieto. En torno a él, los monos -excepto Frontín- saltaban en todas direcciones, impacientes por largarse de allí.

– ¡Marchaos! -dijo Morgennes.

Entonces Azim escupió en la cara a Dodin el Salvaje y volvió hacia el Nilo. Mientras se alejaba, Morgennes vio a Frontín balanceándose en su hombro. El monito agitó la mano para decirle adiós y luego se acurrucó contra el cuello de Azim. Parecía muy triste.

Finalmente, Morgennes se acercó a Dodin y le dijo:

– No nos quedemos aquí.

Los dos hombres alcanzaron rápidamente el extremo superior de la gran escalinata, que daba a una enorme vía abierta en la jungla, por la cual -a juzgar por su aspecto- una gran embarcación había pasado varios meses atrás. Probablemente durante la crecida del Nilo.

Antes de adentrarse en la maleza, Morgennes se volvió por última vez hacia la mujer de su vida, prometiéndose que se reuniría con ella después de haber expiado su culpa.

Ahí estaba, como una minúscula ramita vestida de blanco temblando en el aire de la mañana, no a causa de la niebla, sino porque Morgennes lloraba.


Estos eran los últimos recuerdos que Morgennes tenía de Guyana. Se juró que nunca los olvidaría; en ese instante se sentía feliz de tener tan buena memoria, pero también comprendía hasta qué punto era importante olvidar. Porque esperaba, justamente, que con el tiempo Guyana olvidara. No podía continuar así, perseguida por el fantasma de un padre que nunca había conocido. Sin duda, cuando su hija naciera, querría que conociera a su padre.

Entonces él volvería.

Mientras tanto caminaba entre la espesura con Dodin. Este último también estaba de un humor sombrío. Mientras se abrían paso entre la maraña de lianas y de ramas que obstaculizaban su avance, Dodin preguntó:

– ¿Por qué no me has matado?

– ¿Debería haberlo hecho?

Dodin le dirigió una mirada aviesa.

– Es culpa mía que Guyana te haya abandonado.

– Y debo darte las gracias por ello. Es lo que quería. De todos modos iba a decirle la verdad.

Morgennes apartó una rama, que se dobló y luego se partió ante él.

– No fue un accidente, ¿verdad? -prosiguió Dodin atacando con su espada una liana tan gruesa como el tronco de un árbol-. ¿Encontraste a Galet y le dejaste morir en medio de las llamas?

Morgennes no le respondió. El aire era húmedo y cálido. Diversas sustancias se aglutinaban en él, haciendo penoso el simple hecho de respirar. Morgennes y Dodin no podían evitar tragar mosquitos, incluso por la nariz.

– Eres un mentiroso y un traidor -balbució Dodin-. Incapaz de ser fiel a nada ni a nadie. Traicionaste a Amaury, robándole a su futura mujer. Luego mentiste a Guyana sobre su padre. Y después dejaste morir a un anciano, un amigo, en medio de las llamas. Dime, ¿por qué no me has traicionado?

Morgennes se acercó a Dodin, le sujetó del brazo y se lo torció hasta hacerle soltar la espada. Luego la cogió y la abatió contra la gruesa liana que Dodin intentaba cortar; la partió de un tajo. Finalmente se desembarazó de su cadena, refunfuñando:

– Aquí no me sirve de nada. Conserva tu lanza, yo cogeré tu espada.

– Aún no me has respondido -dijo Dodin secándose la frente con la manga-. ¿Por qué no me has matado?

Morgennes se detuvo y se volvió hacia Dodin.

El desgraciado parecía un miserable insecto, un guiñapo a punto de ser triturado, aplastado. Se diría que estaba esperando el golpe fatal. ¿Quería morir?

– ¿No lo has comprendido aún? -le preguntó Morgennes.

– No, sigo sin comprenderlo. Y yo también soy como tú. Necesito saber.

Dodin, con la cabeza rodeada de una nube de mosquitos, tenía los ojos rojos, bordeados por grandes cercos negros, y su camisa estaba empapada de sudor.

– Al igual que no maté a Galet -dijo Morgennes-, no te mataré a ti. Pero si se me presentara la oportunidad de salvarte, no lo haría. Tu Dios se encargará de eso.

– ¡Estás loco! Creía que éramos amigos. ¿Aún me guardas rencor por la babucha que te cogí en el Krak de los Caballeros? ¡Creía que era una historia olvidada!

– ¿Olvidada? Eso es fácil de decir. De todos modos no se trata de eso.

– Entonces, ¿de qué?

Mientras Dodin le escuchaba con los ojos muy abiertos, Morgennes se lo contó todo: su infancia, la llegada del invierno y de los cinco caballeros, la travesía del río helado, y luego la muerte de su padre y de su hermana. Al acabar el relato, estaba tan sudoroso como Dodin. Este último había escuchado con atención, y cuando Morgennes hubo acabado, exclamó:

– ¡Hace tanto tiempo de esto! Casi lo había olvidado. Pero sí, es cierto. Estaba allí, lo confieso.

Parecía cansado, abatido, y ni siquiera trataba de espantar a los mosquitos que le atacaban.

– Queda tan lejos -continuó-. Hará unos treinta años. Hacia 1146. Mis camaradas y yo nos dirigíamos a Tierra Santa, para combatir al lado de Luis VII. Sagremor el Insumiso, Galet, Jaufré Rudel, Reinaldo de Châtillon y yo mismo.

– ¿Sagremor el Insumiso, el Caballero Bermejo, estaba con vosotros?

Dodin inclinó la cabeza, mirándose los pies, ocultos por las altas hierbas.

– ¿Y Jaufré Rudel, el trovador?

– Sí. Pero este último descubrió, una vez llegado a Tierra Santa, que estaba más dotado para rimar y amar que para combatir. Por eso lo recluíamos: ¡para que cantara nuestras alabanzas! Volvió rápidamente a Francia, donde, según me han dicho, se convirtió en trovador.

– En efecto -dijo Morgennes, que recordaba muy bien a Jaufré Rudel, con quien se había cruzado en Arras-. Pero ¿quién es Reinaldo de Chátillon?

– Era nuestro jefe. En esa época acababa de entrar en el Temple y llevaba su uniforme. Luego le expulsaron.

Comprendiendo que ese era el hombre a quien de niño había tomado por Dios, con su armadura resplandeciente y su capa adornada con una cruz, Morgennes preguntó:

– ¿Dónde puedo encontrarle?

– Con los mahometanos. Le tienen prisionero desde hace casi veinte años, en sus calabozos de Alepo. No sé si le liberarán algún día. Lo detestan. Por otra parte, todo el mundo le odia. Con el tiempo, incluso Galet y yo acabamos por aborrecerle. Es un loco. Un fanático peligroso, ávido de gloria y de riquezas. Fue él quien tuvo la idea de aniquilar a los tuyos. ¡Compréndeme, tu padre vivía en el mayor de los pecados, con una judía! En la región era un hecho conocido. Antes de encontrarla, tu padre era famoso por su fe. Era un gran caballero. Tu madre debió de embrujarlo.

– ¿De modo que era noble? -inquirió Morgennes.

– Sí. En fin, de la pequeña nobleza. Pero renunció a todo. A su nombre y su rango, a sus títulos, honores y riquezas, para comprometerse con esa mujer. ¡Era una bruja, te digo! Nos había humillado.

– Yo no veo las cosas de este modo -dijo Morgennes, aplastando algunos mosquitos contra su cara.

– No, yo ahora tampoco -dijo Dodin-. Ahora ya no. Pero entonces era joven. Acababa de ser armado caballero. La vida me abría los brazos, y creía que, purificando la Gaste Forêt de la única judía que vivía allí, hacía una buena obra. Perdón, Morgennes. Perdón. Todo lo que puedo decirte, si es que eso puede ayudarte, es que tu madre probablemente se encuentre todavía con vida.

– Dime lo que sabes.

– Reinaldo de Châtillon la secuestró y la llevó a la fuerza, con nosotros, a Tierra Santa. Supongo que seguirá allí, en alguna parte. Hace años que no he oído hablar de ella. Lo último que supe es que había vuelto con su familia.

– ¿A Tierra Santa?

– No, no exactamente. A Arabia. Pues ella descendía de una antigua tribu judía establecida en las inmediaciones de Medina. Es todo lo que sé. Ahora, si quieres matarme, hazlo. No me defenderé.

– Te lo he dicho. No seré yo quien te mate.

Morgennes continuó su ruta, lanzando poderosos golpes con su espada para abrirse camino a través de la jungla, por donde había pasado lo que parecía ser un navío gigantesco. Aquí y allá aparecían árboles derribados, y aún podían verse restos de cordajes y de rodillos de madera, que probablemente habían servido para hacer avanzar el Arca. Pero el bosque ya lo había recubierto casi todo, y los rastros no habrían sido fáciles de seguir para alguien menos experimentado que Morgennes. «¡Qué proyecto de locos! -pensó-. Pero ¿qué buscaban en esta terra incognita? ¿El Paraíso?»

Un espeluznante gruñido se dejó oír, lejos ante ellos. Parecía que todos los leones de la tierra rugían juntos, como si quisieran impedir que se acercaran. Dodin alcanzó a Morgennes.

– ¡Es aterrador! Pero al menos parece que ha espantado a los mosquitos. El aire es más fresco.

Efectivamente el aire no era tan pesado y finas gotas de agua habían reemplazado a los mosquitos. Las gotas se depositaban sobre los dos hombres, añadiéndose al sudor y esponjando sus ropas. Ambos se despojaron de sus cotas de malla, y con gran sorpresa por su parte, Morgennes oyó un tintineo metálico que respondía, como un eco, al que había emitido su yelmo al caer sobre la hierba.

Hurgando en la tierra con las manos, desenterró un esqueleto que aún iba equipado con una coraza y un viejo escudo, qué parecían datar de la época romana.

– Debe tratarse de uno de los soldados enviados por Nerón en busca de las fuentes del Nilo. Se dice que encontraron pantanos. Probablemente muy cerca de aquí.

– ¡Morgennes! ¡Ven a ver!

Morgennes, que se había arrodillado para observar mejor al soldado romano, se levantó y miró en la dirección que le indicaba Dodin. Una capa de niebla ocultaba la visión, pero podía percibir, viniendo del otro lado, el fragor de un río cuyas aguas golpeaban contra las rocas.

– ¡Debe de ser por ahí! ¡Adelante!

Los dos hombres se sumergieron en un muro de sombra y bruma, por el que avanzaron durante un buen rato. Finalmente se abrió ante ellos una visión que habría hecho llorar a los propios dioses: el Nilo caía desde unos inmensos acantilados semejantes a imponentes dragones de piedra. Las paredes eran tan altas que, a su lado, los árboles más grandes parecían frágiles arbustos.

– La primera de las seis -dijo Morgennes, que recordaba haber leído que una serie de seis cataratas, cada una más formidable que la anterior, separaban Cocodrilópolis de los pantanos del Lago Negro, donde se perdía la pista de las fuentes del Nilo.

– ¡No me digas -bufó Dodin- que han conseguido pasar por aquí y hacer subir el Arca hasta lo alto!

– ¡Vamos a ver! -dijo Morgennes jadeante.

– ¡Cuidado! -gritó Dodin.

Un movimiento en el agua había atraído su atención. ¡Cocodrilos! Como inofensivos troncos de árbol, los reptiles dejaban que la deriva los llevara hacia la orilla, en dirección a los dos hombres. Sin embargo, restos de piernas, brazos y torsos, en una mezcla de carnes podridas y huesos medio triturados, hacían pensar que ya se habían dado un buen festín.

– ¿Cuánto tiempo hace que están ahí? -preguntó Dodin, que no movía una ceja, siguiendo los consejos de Morgennes.

– Qué lugar más extraño -dijo Morgennes-. Se diría que aquí los tiempos se mezclan. Estos cuerpos tienen sin duda varios meses, pero se diría que son de hace solo una semana. En cuanto al bosque, es como si se hubiera repoblado en una noche. Mira, se diría que no ha sufrido por el paso del Arca…

– ¡Es el bosque de los dioses! ¡Nos matarán!

– No; si quisieran hacerlo ya lo habrían hecho. En cambio, hay algo en lo que estoy de acuerdo contigo: también a mí me parece divino.

Por otra parte, este bosque le recordaba a otro, el que había visto en sus sueños en El Cairo. Un bosque que parecía un pantano, hormigueante de reptiles y de mariposas negras y blancas.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Dodin.

– No podemos retroceder sin tropezar con los hombres de Saladino. Creo que debemos continuar y encontrar a Gargano, Nicéforo, Filomena y los demás.

– A menos que estén ahí, bajo nuestros ojos.

Como para responder a sus preguntas, un cocodrilo salió del agua y abrió sus fauces ante ellos. Entre sus dientes, Morgennes distinguió un pedazo de madera dorado cubierto de tejido; era el brazo de uno de los muñecos fabricados por Filomena, el brazo del caballero san Jorge.

– Allí -dijo saliendo del fango con un ruido de succión-. Parece que hay una especie de chimenea excavada en la roca.

Condujo a Dodin al pie de la cascada y le mostró una falla abierta en la piedra, por donde se podía trepar. Dodin le gritó algo, pero el estruendo era tan ensordecedor que Morgennes no oyó nada. Los saltos de agua hacían un ruido espantoso y la bruma cegaba a los dos hombres. Caminando a tientas, con Dodin cogido a su cinturón, Morgennes llegó hasta las rocas. Una vez allí, buscó una hendidura donde apuntalar los pies y las manos, e inició la ascensión del imponente dragón de piedra.

Después de muchos esfuerzos y desolladuras, Morgennes y Dodin alcanzaron la cima. Los dos hombres se habían asegurado con ayuda de una cuerda, que Morgennes desató y enrolló alrededor de su torso.

– ¡Increíble! -exclamó Dodin.

En efecto, la visión a la que tenían el privilegio de asistir era como uno de esos fabulosos cuadros de la naturaleza reservados a un puñado de elegidos. Un mar de árboles entrecortado por cataratas envueltas en vapores se elevaba gradualmente hasta el horizonte, culminando en una montaña con la cima nevada, tan resplandeciente que parecía un diamante. Sobre ella colgaba en equilibrio una luna rojiza y llena, que, por un curioso efecto óptico, amenazaba con caer rodando hasta el mar de verdor. En medio, a mitad de camino entre la primera catarata y la montaña, una gran mancha marrón se extendía como si fuera la lepra apoderándose del bosque.

– Los Pantanos del Olvido -murmuró Morgennes.

Por fin comprendía por qué nadie había encontrado nunca las fuentes del Nilo. No era por falta de medios, de voluntad, de suerte o de coraje. No. Era simplemente porque era imposible. Estaban defendidas por los dioses.

Pero lo más extraordinario, algo que nadie antes que ellos había contemplado, era la gran embarcación embarrancada en el corazón de los pantanos, volcada hacia un lado, como un navío caído del cielo.

– ¿Dónde está la gente? -preguntó Morgennes-. ¿Dónde están los centenares de egipcios que ayudaron a transportarla hasta aquí, y dónde está la tripulación?

Dodin colocó la mano sobre los ojos y escrutó el bosque hasta el horizonte. Pero no vio a nadie. En el aire solo resonaban los gritos penetrantes de los pájaros y las bestias salvajes, que conseguían atravesar la densa tela del fragor de las aguas.

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