Cercana está ya, pronto llegará la hora,
en que deberéis dar a luz y libraros
de vuestro hijo.
Chrétien de Troyes,
Guillermo de Inglaterra
Todo empezó, no en esa trágica noche en la que unos caballeros -unos cruzados- atacaron a tus padres, sino una decena de años atrás. E incluso un poco antes, si se considera que la vida empieza antes del nacimiento, lo que en tu caso es, indudablemente, cierto.
Tu padre y tu madre no tenían hijos, no conseguían tenerlos, y no hallaban consuelo. Una noche, después de un largo y fabuloso periplo, durante el cual recorrió el mundo entero, tu padre volvió por fin a casa. Con un puñado de hierbas desconocidas que traía de su viaje, preparó un caldo para su mujer. Unas semanas más tarde, tu madre dejó de menstruar.
Estaba encinta. Los dos se alegraron con la noticia; mientras tu madre se acariciaba el vientre, su esposo posó la oreja en él, acechando los primeros signos de vida, y lo cubrió de besos -porque tu padre era un hombre amoroso, muy diferente a los otros que conozco.
Todo iba perfectamente y el alumbramiento estaba previsto para Navidad, pero, a principios de otoño, tu madre dijo:
– He tenido un sueño.
– Yo también -dijo tu padre-. He soñado con nuestros hijos.
– Eran dos -dijo tu madre.
– No -dijo tu padre-. Son dos. Unas criaturas rebosantes de salud, que nos llenarán de alegría y orgullo.
Tu madre sonrió, pero con una sonrisa extrañamente apagada, enigmática. ¿Presentía tal vez lo que iba a ocurrir? Es posible. Dos meses antes de salir de cuentas, sintió náuseas. Vomitó la cena, y con ella coágulos de sangre. Un olor nauseabundo llenó la habitación, y tu padre anunció, inquieto:
– Voy a buscar al cirujano barbero.
El cirujano. Conllevaba cierto riesgo; pero era lo mejor que había: los verdaderos médicos estaban demasiado lejos; además, nunca se desplazaban por gente como tus padres…
De modo que tu padre se fue. Era de noche. Soplaba el viento, anunciando uno de esos inviernos implacables en los que los lobos acechan en busca de cualquier presa.
Nunca debería haber salido. Pero por vosotros dos se enfrentó con los lobos y sus dentelladas, abriéndose paso entre sus cuerpos esqueléticos con ayuda de una daga. Finalmente llegó a la morada del cirujano. Allí, tras muchos ruegos, y gracias a que en su fragua escondía un poco de dinero y algunas hierbas valiosas, consiguió convencerlo de que le acompañara a vuestra casa, y el viaje de vuelta se desarrolló como el de la ida. El cirujano examinó a tu madre, le palpó el vientre y deslizó la mano entre sus muslos; luego, con expresión grave, fue a buscar a tu padre. No quería que tu madre oyera lo que tenía que decirle, de modo que murmuró:
– El trabajo ya ha empezado…
Pero antes de que tu padre tuviera tiempo de alegrarse, el cirujano se apresuró a añadir:
– Olvidaos de vuestros hijos, o vuestra esposa morirá.
Desde el lecho donde estaba tendida tu madre les llegó un lamento, un largo gemido. «¡Nooo! -gritaba-. ¡Nooo!»
¿Lo sabía? ¿Tenía un oído increíblemente fino? ¿O sentía en su carne que se estaba decidiendo el destino de sus hijos? El caso es que tu padre se acercó a su mujer y, cogiéndole la mano, le hizo esta promesa:
– ¡No los abandonaré! ¡Nunca!
Luego se volvió hacia el cirujano y le imploró:
– Salvadlos. ¡Os daré más oro del que un rey podría soñar!
– ¡Pero si apenas tenéis nada!
– Fui rico, en otro tiempo… -La voz de tu padre se volvió más grave y añadió-: Si es preciso, por mis hijos volvería a mi antiguo oficio.
Sin saber a qué se refería, el cirujano se acarició su barba de chivo.
– Por desgracia, el problema no es el oro… -dijo con un suspiro.
– Pues ¿cuál es? -preguntó tu padre.
– El problema… -dijo el cirujano en voz baja, casi avergonzado-, el problema es Dios…
Antes de que tu padre tuviera tiempo de responder, tu madre exclamó con una voz cargada de odio:
– ¡Olvidad a Dios! ¡Hacedlo! ¡Haced lo que haga falta, tomad mi vida, pero, por piedad, salvadlos! Qué me importa la condenación… De todos modos ya estamos condenados.
Luego se desvaneció.
El cirujano, profundamente conmovido por el desamparo y el valor de aquella pareja, posó las manos sobre los hombros de tu padre y le dijo:
– Nunca he practicado lo que ahora voy a proponeros. Solo conozco la teoría, y vuestra mujer puede morir, así como vuestros dos hijos. ¿Estáis dispuesto a correr ese riesgo?
– Sí -respondió tu padre-. Estamos dispuestos. Los cuatro.
E insistió en esta última palabra, porque para él ya erais cuatro, los cuatro miembros de una familia.
– Entonces, llevadme a vuestra forja…
Los dos hombres se dirigieron al taller, donde el cirujano eligió algunas herramientas que tu padre nunca habría imaginado que pudieran servir para trabajar la carne. Para torcer el hierro, aplanarlo, curvarlo, sí; pero ¿acaso era de metal el vientre de una mujer, para que lo serraran y lo abrieran de este modo? Dudó unos instantes, pero el cirujano tenía tan buena reputación, era un hombre tan sabio -se decía que en otro tiempo había seguido las enseñanzas de Rachi de Troyes-, que decidió confiar en él.
De vuelta en la vivienda, el cirujano dijo a tu padre:
– ¡Sujetadla!
– Pero si está inconsciente…
– El dolor será insoportable, y podría despertarse.
Cuando aplicó sus instrumentos sobre tu madre, esta recuperó el conocimiento y lanzó un grito; luego buscó a tu padre con la mirada y clavó sus ojos en él. La desgraciada pareja formaba ahora un único ser, y poco les importaba sufrir. Solo contaba que sobrevivierais.
– ¡Sujetadla mejor!
El puño de tu padre apretó con más fuerza a su mujer contra el jergón. A tu madre le costaba mucho respirar, y su cuerpo estaba bañado en sudor, lo que hacía todavía más difícil sujetarla. Tu padre le acariciaba los cabellos; olvidaba su deber. El cirujano se afanaba entre las piernas de tu madre, resoplaba, se agotaba…, inútilmente.
– ¡No lo consigo! -exclamó-. Veo a los dos niños, pero se bloquean mutuamente. Hay que actuar rápido, o perecerán…
En realidad, el cirujano creía que los dos niños ya habían expirado, y que no servía de nada tratar de salvarlos. La única que se podía salvar ahora era tu madre. Pero tus padres no opinaban del mismo modo. En esa noche de invierno, su vida se había detenido. Solo contabais vosotros, los gemelos. Si no vivíais, ellos morirían; e incluso si vivíais, solo vivirían a través de vosotros.
– ¿Qué podemos hacer? -inquirió tu padre, angustiado.
– Sacrificar a uno de los dos -respondió el cirujano con voz ahogada-. Para que el otro viva.
Un largo silencio, apenas el tiempo de un latido pero pareció durar toda una vida, cayó sobre la habitación.
– Pero ¿a cuál?
– No soy yo quien debe tomar esta decisión -dijo el cirujano-. Son dos… A vos os corresponde elegir. Si queréis que uno viva, el otro debe morir.
En este momento tu madre sujetó la mano de tu padre, la apretó con todas sus escasas fuerzas y gritó:
– ¡Maldito seas, Señor! ¡Maldito seas!
Tu padre se persignó rápidamente y murmuró una oración. Dios no tenía nada que ver con aquello. Era él el culpable; él y nadie más.
– Dejadme hacer -dijo-. Perdonadme, Señor, porque voy a arrebatar una vida; una para salvar dos.
Entonces se colocó junto a su esposa y, de una vaina que llevaba sujeta al cinturón, sacó una de esas dagas, llamadas «misericordias», que poseen una hoja tan fina que puede deslizarse entre las partes rígidas de cualquier armadura -y, a fortiori, en el vientre de una mujer-. Con las llamas del hogar reflejadas en su rostro, lanzó un alarido y hundió su daga en uno de los dos minúsculos cráneos; la sangre le salpicó.
Luego cedió su lugar al cirujano, que terminó el trabajo ayudándose con un gancho.
Un hedor metálico invadió la habitación. El cirujano lloraba y murmuraba palabras en hebreo. Parecía que deliraba, aunque tal vez era una oración.
– ¡Cerradle los ojos! -gritó a tu padre-. ¡Cerradle los ojos!
Tu padre posó las manos sobre los ojos de tu madre, pero ella trató de morderle, porque quería asistir a todo, no ahorrarse nada.
– No lo consigo -dijo el cirujano con voz ronca-. El muerto estorba. ¡El otro no puede salir!
El cirujano tiraba del niño muerto, tiraba y tiraba, pero la fortuna se encarnizaba con ellos: el niño seguía atrapado. Pensaron que aquello era obra del diablo, o de Dios (ya no lo sabían), y se preguntaron qué habían hecho para merecer el castigo de semejante prueba. El pequeño cadáver se aferraba tanto a su madre que sacarlo violentamente pondría la vida de esta en peligro. Entonces el cirujano recordó su experiencia como enterrador, cuando para ganar espacio en una tumba se procedía a reagrupar los huesos, aunque se despojara al cuerpo humano de lo poco que le quedaba de su anterior vida; tan solo era una vaga forma antropoide.
La violencia de la escena que siguió no merece ser descrita. Por tanto, os ahorraré los detalles. Contentaos con saber que el cirujano cortó al gemelo de Morgennes en el interior del vientre de su madre, y luego lo sacó pedazo a pedazo. Un bracito, una cabecita, un torso, una pierna, que depositó en el suelo, sobre el polvo.
Aquello no era un nacimiento, sino una exhumación.
Tu madre se había desvanecido de nuevo, y tu padre estaba demasiado trastornado para llorar.
Cuando hubo suficiente espacio para que pudieras salir, el cirujano llamó a tu padre y le dijo:
– ¡Venid a ayudarme!
Tu padre se acercó, y el cirujano gritó:
– ¡Ahora!
Un grito resonó en la estancia, el grito de un bebé.
Morgennes había nacido.
¿No he visto hoy a las más hermosas
criaturas del mundo cruzando la Gaste
Forêt? Diría que estos seres son más
bellos aún que Dios y todos sus ángeles.
Chrétien de Troyes,
Perceval o El cuento del Grial
De niño pasaste largos días sobre la pequeña tumba. Tu padre la había excavado no muy lejos de la casa, en la cima de una colina. La noche de tu nacimiento, mientras tu madre te proporcionaba los primeros cuidados, él salió para ofrecer al bebé muerto una sepultura decente. Curiosamente, los lobos, que le habían seguido hasta su casa, se apartaron de su camino y le dejaron enterrar a su hijo. Con ayuda de una pala, tu padre cavó en la nieve, en la tierra, y enterró el pequeño cadáver; luego lo cubrió todo de nuevo. A la luz del día, tenía un aspecto ligeramente abombado, como si el cuerpo fuese mucho mayor de lo que era en realidad.
Al día siguiente de tu venida al mundo, el cirujano volvió a su cabaña con una piedra rara, llamada draconita, que tus padres le habían entregado en pago por sus servicios. Nunca volverían a verse, y supongo que así es como debía ser.
Tus padres te rodearon de amor, pero quedaron profundamente marcados por las circunstancias, tan dolorosas, de tu nacimiento. Nunca las olvidaron; además, en la parte inferior del rostro tenías una pequeña cicatriz blanca en forma de mano.
¿Era la mano del hijo muerto? Aquella marca parecía un adiós, una señal de afecto que un ser dirige a otro al que ama, al que no ha conocido y nunca conocerá.
Una noche en la que tu padre había salido a buscarte, te encontró tendido sobre la pequeña tumba -que ninguna cruz identificaba-. ¿Qué hacías allí, hablando al vacío? De repente, tu padre tuvo miedo. Nunca, ni él ni tu madre, habían mencionado delante de ti esta sepultura ni a la criatura que estaba enterrada en ella. Sin embargo, ahí estabas, tendido sobre ese abultamiento del terreno, como un dragón sobre su tesoro.
En cuanto viste a tu padre, te levantaste y corriste a echarte en sus brazos. En esa época debías de tener unos cuatro años, y tus pequeñas piernas ya te llevaban lejos: a veces dabas largos paseos por el bosque; salías con las primeras luces del alba y no volvías hasta que era noche cerrada, cuando tu madre salía a la escalera de entrada para llamarte.
Una vez en sus brazos, exclamaste:
– ¡Lo sé!
– ¿Qué sabes? -dijo tu padre.
– ¡Voy a tener una hermanita!
Tu padre te miró, estupefacto. ¿Una hermanita? Su mujer no le había dicho nada. Mordiéndose el labio inferior, se apresuró a volver a la casa para preguntarle:
– ¿Esperas un niño?
– ¿Quién te lo ha dicho?
– De modo que es cierto…
– Sí.
Tu madre se sonrojó y se secó las manos con el delantal. Aunque pasaba de la treintena, todavía era hermosa, a pesar de las profundas arrugas y los innumerables cabellos blancos que adornaban su rostro, legado de la espantosa noche de tu nacimiento.
– Quería darte una sorpresa.
– ¡Una sorpresa! Pero dime, ¿cuándo, cómo?
Loco de alegría, tu padre cogió a tu madre en brazos y la llevó en volandas por la habitación, girando sobre sí mismo.
– ¡Gracias, Dios mío, gracias!
Dejó en el suelo a tu madre, que se quedó allí, aturdida, y luego le dio la espalda. Entonces sacó de debajo de su camisa una cruz de bronce que había fabricado él mismo, en su forja, y la cubrió de besos a escondidas de su mujer.
– ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!
Tenía una mirada de loco, y no sabía a quién besar, si a su mujer, a su hijo o a la cruz. Era feliz, feliz como nunca lo había sido. En este instante tus padres se creyeron perdonados, y los años que siguieron fueron hermosos.
Adivinar que tu madre estaba encinta, aún; pero conocer por anticipado el sexo del niño era algo que no tenía explicación. Porque tú habías acertado, y la criatura que nació, en una hermosa mañana de primavera, fue una niña, una adorable niñita de cabellos rubios y unos ojos que, después de algunas vacilaciones, decidieron permanecer azules.
Tu hermana era una niña vivaracha y risueña, que dio mucha alegría a tus padres. Pronto sus risas resonaron por toda la casa y sustituyeron a los habituales martillazos y el soplido de la forja.
La noche, sin embargo, debía volver. De hecho ya había empezado a caer en los alrededores de Vézelay, cuando en el año de gracia de 1146 su santidad el papa Eugenio III ordenó a Bernardo de Claraval que predicara una nueva cruzada a Tierra Santa, para liberar… A decir verdad, no se sabía muy bien qué, pues la tumba de Cristo estaba en manos de los cristianos desde hacía casi cincuenta años; pero cierto rey de Francia y cierto emperador de Alemania deseaban obtener, ellos también, su parte de gloria y formar parte de los «humildes protectores de Cristo».
Como ocurre a menudo, la noche se hizo anunciar con rumores de guerra. Los hombres partían a reunirse con otros que combatían en un país lejano para defender una cruz, o una tumba -no lo sabías muy bien, a pesar de los retazos de información que llegaban a tus oídos-. Porque, a pesar de que vivías apartado del mundo y en un lugar poco frecuentado, tu padre había tenido que atender numerosos pedidos: las espadas y las dagas de buena calidad eran de pronto bienes muy buscados.
Tus padres siempre te habían mantenido alejado de la violencia. Consideraban que con la de tu nacimiento bastaba. Por eso, aunque tu padre fabricaba armas muy hermosas, nunca dejaron que te acercaras a las que salían de su taller ni te hablaron de esos soldados a los que llamaban caballeros, cuyas proezas cantaban los trovadores -aunque pasaban por alto las desgracias que invariablemente las acompañaban, como la peste sigue a las ratas.
Por desgracia, no se puede evitar que los martillazos descargados sobre la hoja de una espada lleguen a oídos de un niño, y cuando estos resuenan desde su más tierna infancia, el niño acaba por comprender. Y así dabas vueltas, como una raposa alrededor de un gallinero, en torno a la forja donde trabajaba tu padre, de la que percibías los sonidos, los olores y su característico calor.
Un día, tu padre entró en la forja y te sorprendió manejando una daga, con la que cortabas el aire. Fintando a la derecha, untando a la izquierda, parecía que supieras combatir, cuando en tu vida habías asistido a un combate. Ante esa imagen, tu padre palideció. ¡Aquella arma era la misericordia que había utilizado en tu nacimiento! Por primera vez te dio una bofetada. Aturdido, soltaste el arma, que cayó a tus pies. Tu padre te preguntó, apuntándola con el dedo:
– ¿Sabes qué es esta arma y qué significa?
Te mordiste el labio inferior y permaneciste mudo mientras tu mirada se empañaba.
– Esta arma -prosiguió tu padre-, esta misericordia, significa la muerte del niño a quien debes la vida…
Demasiado turbado para responder, hundiste tu mirada en los ojos de tu padre. Entonces tus labios se entreabrieron y dejaron escapar:
– ¿A quién debo la vida?
No comprendías. ¿De qué niño hablaba? Por lo que sabías, solo debías la vida a tus padres.
Se escuchó un crujido en la entrada de la forja, y tu padre se volvió para ver quién estaba ahí. Era su hija, que le observaba sin decir palabra. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Había asistido a toda la escena? Probablemente, porque su expresión era grave, y su mirada pasaba de tu padre a tu mejilla, enrojecida por la bofetada.
Tu hermana rompió el silencio, diciendo con su bonita voz aflautada:
– Mamá dice que no hay madera.
– ¡Morgennes, ve a buscar leña! -ordenó enseguida tu padre, aliviado por haber encontrado un pretexto para poner fin a vuestra conversación.
A pesar del frío que se había abatido sobre la región -el invierno, una vez más, se había adelantado-, corriste hacia el lindero del bosque, donde tu padre había amontonado troncos y ha-. ces de leña en previsión de los días crudos.
«Mamá dice que no hay madera», repetías mientras corrías. La frase te parecía rara. La encontrabas extraña. ¿Cómo podía no quedar leña, si esa misma mañana el depósito estaba lleno? Mientras recogías algunas ramas, volviste a pensar en vuestra casa. ¡No cabía duda! Por más que te remontaras en el tiempo, no recordabas que alguna vez hubiera faltado con qué calentarse en el invierno, aunque hubiera sido tan crudo como el de tu nacimiento. ¿Había mentido tu hermana? ¿Había inventado esta historia para que pudieras alejarte? ¿O bien había dicho otra cosa?
«¡Mamá dice que no hay maderos!» ¡Eso había dicho! ¡Maderos, y no madera! Tal vez tu hermana no hablaba de madera para el fuego, sino de otro tipo. De unos maderos que sin duda guardaban relación con el motivo por el que tu padre te había abofeteado. Con la misericordia con la que habías jugado. ¡Que estaban relacionados con la pequeña tumba!
Y en ese momento, la conmoción de un recuerdo te hizo caer de rodillas en la nieve.
¡Lo habías olvidado! Una pelea entre tus padres, una de sus raras peleas -tal vez la única pelea que habían tenido…
¡El pequeño muerto!
Se habían peleado por él, poco después de tu nacimiento. En aquella época, para ti, las palabras estaban vacías de sentido. Pero ahora comprendías. Lo que tu memoria resucitaba, lo descifraba el resto de tu cerebro, proporcionándote su significado.
Tu madre quería olvidar; tu padre, recordar. Sí; tal como había prometido, quería recordar ese cuerpecito destrozado, su crimen… Entonces, aunque cedió a las exigencias de tu madre, que había pedido que cierta tumba nunca estuviera marcada con ningún símbolo religioso, replicó:
– ¡Al menos le pondré una cruz!
Tu madre se lanzó sobre él, con los dedos como garras. Llevada por la cólera, le laceró el rostro con tanta furia que aún hoy podían verse las marcas -que él atribuía a un oso.
Finalmente tu padre fue a refugiarse en su taller, donde fabricó una cruz. «Nada empañará nunca su brillo», dijo a su mujer mientras le mostraba la hermosa cruz de bronce que ya no abandonaría su pecho hasta el acontecimiento que conoces.
– De todos modos -gritó a su mujer-, no hay nadie allá abajo, bajo ese montículo de tierra. ¡Nadie! ¡Si hay alguien enterrado en algún sitio es aquí!
Y se golpeó el pecho.
– Aquí, en mi corazón. Esta es su tumba. Y pondré una cruz sobre ella, porque ese es mi deseo.
Entonces se pasó en torno al cuello la cruz de bronce; se la sacaba de vez en cuando, en la soledad de su taller, para besarla. Pero nunca la dejaba a la vista cuando estaba cerca de su esposa, ya que ambos consideraban que estaban en su derecho; él de recordar y ella de olvidar el crimen que su marido había cometido…
«¡No hay maderos sobre la tumba!»
¿Por qué esa noche? ¿Por qué ahora?
Se levantó viento, un viento terrible, para el que tú estabas desnudo. Se reía de tus ropas, de las gruesas pieles, el manto de lana, la camisa de tela, el pelo, la piel, y soplaba directamente sobre tus huesos. Habría helado hasta a un oso.
En ese momento, un resplandor en el cielo atrajo tu mirada. ¿Una estrella? Parecía ir hacia ti, muy deprisa. Luego una, dos, tres y pronto cuatro estrellas más brillaron tras la primera; las cinco se dirigieron hacia la casa de tus padres.
¡Qué hermoso era! Habrías querido gritar, llamar, prevenir a tu familia de su llegada, pero ningún sonido salió de tu boca. Ante tanta belleza, tus labios permanecieron cerrados. No eran estrellas. ¡Para ti eran ángeles! Cinco ángeles de acero, montados en caballos cubiertos con corazas de oro y plata. Un gran ruido les acompañaba, porque sus armas estaban desenvainadas y a menudo tropezaban contra los árboles del bosque. Sus caballos resoplaban, sus armaduras repiqueteaban, sus yelmos tintineaban. Y cuando una lanza chocaba contra el escudo, sonaba como un himno que celebrara la llegada de esos ángeles caídos de los cielos.
En realidad no solo eran ángeles, sino cuatro ángeles que escoltaban a Dios -pues el primero iba tan bien vestido, con sus blancos colores marcados con una gran cruz roja, que te pareció que era Dios anunciando a los hombres alguna noticia importante.
¡Dios! ¡Era Dios! Ese ser extraño y misterioso al que tus padres solo se referían con medias palabras y al que te instaban a temerlo tanto como a amarlo. ¡Dios acudía a vuestra casa!
Te morías de ganas de bajar por la colina y correr hacia Dios y todos sus ángeles para pedirles que te llevaran con ellos.
Pero entonces resonó un grito:
– ¡Corre, Morgennes, corre!
Era tu madre. Se dirigía al encuentro de los ángeles, que espoleaban a sus corceles para acercarse a ella.
¿Correr?
Sin reflexionar, la obedeciste y saliste corriendo. Pero ¿hacia dónde? De repente, como si te hubiera oído, tu madre gritó:
– ¡Hacia el río, Morgennes, hacia el río!
¡Hacia el río! ¡Adelante! Cerraste los ojos, porque de ese modo corrías mejor. Tus pies se hundían en la nieve, pero qué importaba: la tierra te guiaba. Te decía adónde ir, y te permitía concentrarte en lo que oías. Alaridos, tu padre que llamaba, tu hermana que lloraba, tu madre que gritaba.
– ¡Corre! ¡Corre!
Parecía que se estuviera peleando. ¿Tu madre? ¿Peleando? ¿Con Dios? Sin duda tu padre estaba luchando con la espada, porque oías el hierro golpeando el hierro, los resoplidos de tu padre y los relinchos de los caballos.
Volviste a abrir los ojos y miraste hacia atrás. La noche lo cubría todo. ¿Ya? No era tan tarde hacía un momento, cuando habías corrido hacia el bosque para coger leña. Y sin embargo era de noche, o las tinieblas tenían otro nombre… Entonces tropezaste.
¿Qué hacía ahí esa raíz? Estabas tendido sobre la nieve, y el frío te atenazaba el pecho, penetraba en tu boca, en tu nariz. «¿Por qué he abierto los ojos? Debería haberlos mantenido cerrados…»
Volviste a cerrarlos, recordaste el terreno, tan familiar para ti, y te levantaste dispuesto a reemprender la carrera. De pronto tuviste la sensación de que un animal enorme te perseguía: escamas y garras furiosas, una bestia que volaba, reptaba y saltaba a la vez. Un monstruo imposible. ¡Un monstruo que bufaba, que mataba! Y tú eras su presa.
¿Qué animal era aquel? ¿Era un dragón, como el que uno de los ángeles de Dios llevaba en su enseña? Sí. Un inmenso dragón-noche, que sumergía en la oscuridad todo lo que se ponía a su alcance, devorando la luz y borrando los confines de las cosas.
Sordo al miedo, seguiste corriendo. «Tendré miedo más tarde», te decías.
El río hacia el que huías era más que un río -era el inmenso brazo líquido de un país colocado a través del mundo, sin cabecera ni desembocadura-, y tú nunca lo habías vadeado. Nadie, que tú supieras, se había aventurado nunca en él, porque en ese río, si bien no era profundo, confluían mil corrientes contrarias que se enfrentaban en su seno, como si mil ríos de igual fuerza se hubieran encontrado allí mezclados, tratando cada uno de imponerse a los demás.
Este río era tan ancho que ningún hombre podría alcanzar con su honda la otra orilla. Sin embargo, un ansia loca de saltar sobre él se apoderó de ti, aunque sabías que era una insensatez.
Esbozaste una sonrisa -la idea te había gustado- y sentiste que te crecían alas. Correr te resultaba fácil, el frío ya no te afectaba. Tal vez fueras solo un niño, ¡pero te sentías un gigante!
Y abriste los ojos.
Detrás de ti, a solo unos pasos, estaba tu padre, con tu hermana en brazos. También él corría, con la boca abierta, y su aliento se elevaba en la noche como una gran columna fría, que pronto destrozarían los jinetes que le seguían al galope.
¡El río! Comprendiste por qué tu madre te había dicho que fueras allí. Estaba helado. La cubierta de hielo te permitiría pasar, mientras que los jinetes -por más que fueran Dios y sus ángeles- se verían obligados a desmontar, y tal vez incluso a desprenderse de su coraza estrellada para desplegar sus alas y cruzarlo volando.
Tu padre jadeaba, escupía, sufría. En vano, porque los jinetes le pisaban los talones y no tardarían en alcanzarle. Si hubiera sido un pusilánime, habría abandonado a tu hermana, la habría lanzado al suelo para que retrasara a sus perseguidores y no frenara su marcha; pero él era un hombre valeroso, o un loco, y no la dejó, sino que, al contrario, la oprimió contra su corazón, como si quisiera tragársela, que penetrara en él, para recogerse luego sobre sí mismo y vadear de un salto el río sobre el que tú ya avanzabas.
Su superficie era terriblemente resbaladiza, por lo que tomabas precauciones para no perder el equilibrio. «Si avanzo como es debido y consigo impulsarme convenientemente, podré llegar a la otra orilla en un santiamén. ¡Adelante!»
El hielo crujió, pero aguantó, y te permitió dirigirte hacia tu salvación… y la muerte de los tuyos.
Porque cuando apenas habías alcanzado la otra orilla, el surco de hielo que habías dejado tras de ti empezó a resquebrajarse, transformándose en una grieta, un abismo ante tu padre.
El, sin embargo, no retrocedió. ¡No podía soltar a su hija! Y siguió avanzando hacia el centro del río, sin apartar sus ojos de ti.
– ¡Morgennes! ¡Mírame!
Miraste a tu padre, aferrándote a sus ojos, como si tuvieras el poder, tú que habías sobrevivido, de salvar al que no tardaría en hundirse.
– ¡Te quiero!
Los jinetes se acercaban, sus caballos se encabritaban y caían con todo su peso sobre las primeras pulgadas de hielo, que rompían con sus herraduras, sacrificando al dios del río sus primeras víctimas.
El hielo se rompió. Mil rajas corrieron en todos los sentidos, se unieron, se separaron y tropezaron las unas con las otras, de tal modo que al final la superficie del río parecía una telaraña del otro mundo, de allí donde el negro era blanco y el blanco negro.
Estaban perdidos. El agua se apoderó de ellos; se hundieron, abrazados el uno al otro. Tu padre no habría soltado a su hija por nada del mundo. Pero aún no era el final. No del todo. Con la energía que da la desesperación, tu padre todavía encontró fuerzas para abrirse la camisa y sacar la pequeña cruz que nunca le había abandonado. La besó, por última vez, la mostró a los jinetes que iban tras él y que ya apuntaban sus arcos en dirección a vosotros, y la lanzó hacia ti.
– ¡Morgennes! -¡Papá!
– ¡Ve hacia la cruz! ¡La cruz!
Corriste hacia la cruz, que había caído a solo unos pasos de ti, cuando un ruido líquido atrajo tu atención.
Era tu padre, había muerto. Unas burbujas subieron a la superficie y enseguida quedaron atrapadas por el hielo, el mismo hielo en el que una manita infantil, opaca y oscura, pareció dibujarse y luego desapareció.
No se puede pasar un caballo. No hay puente,
barca ni vado.
Chrétien de Troyes,
Perceval o El cuento del Grial
«¡Muerto! ¡Estoy muerto!»
Morgennes se pasó las manos por el cuerpo, se pellizcó las mejillas, se mordió los dedos, se frotó las pantorrillas: ¡todo estaba bien! Aparte de esa herida en la frente, que ya cubría una costra de sangre seca, parecía encontrarse en perfecto estado. Pero no. Él debía estar muerto. Estaba muerto. Lo sabía… Su cuerpo y sus sentidos le mentían.
«¿Cómo puedo estar vivo, cuando vosotros estáis muertos?»
Echó una ojeada a la otra orilla, donde la oscuridad era absoluta, tan absoluta que parecía irreal. Morgennes llamó a su madre, pero ella no respondió. Llamó a su padre. Silencio. A su hermana. Silencio. Dio unos pasos a lo largo del río. Su fragor le advertía: «No volverás a atravesarme».
Morgennes pateó un montón de tierra, endurecido por el hielo, y se hizo daño en el pie. «¿Y si atravesara de todos modos?» No se atrevía a mirar al río; no se atrevía, y sin embargo lo miraba, con aire desafiante. «Atravesaré. No ahora, no así… ¡Pero salvaré a los míos!»
– ¡Lo juro por Dios!
La angustia le dominó. Violentamente. Estaba a punto de ahogarse. Las lágrimas corrían por sus mejillas y luego caían en la nieve, donde se desplomó. ¿Cuánto tiempo permaneció así? ¿Cuántos días? ¿Cuántas noches?
Nadie lo sabe.
Una mañana despertó, con un cuervo a su lado.
Sin darse cuenta de lo que hacía, Morgennes ejecutó un movimiento: atrapó al cuervo y le torció el cuello. El pájaro le sirvió de alimento. Cuando acabó de comer, miró alrededor… Allí, en la nieve, una cruz… Tal vez su resplandor había atraído al cuervo. Brillaba, insensible y fría, burlándose del drama al que había asistido.
«¡Ve hacia la cruz!»
Morgennes oyó a su padre. Como si fuera ayer. Esa mañana. Ahora. Se incorporó, posó la mano sobre la cruz y sintió una quemadura tan intensa que la soltó enseguida. ¿Le había mordido una serpiente? Se miró la palma. Nada. Solo una marca, que ya se difuminaba. Esa rojez le recordaba la bofetada que le había dado su padre. Se pasó la mano por la mejilla y sintió un dulce calor… Recuperaba las fuerzas.
– ¿Qué voy a hacer? -se preguntó.
Volver a atravesar.
– Pero ¿por dónde? ¿Cómo?
Construir un puente.
– ¿Un puente? Pero ¿con qué?
«¡Ve hacia la cruz!»
Morgennes se volvió, miró hacia el bosque. Allí, entre los árboles, distinguió otra cruz. Estaba en lo alto de una capilla abandonada; sus únicos fieles eran los árboles, algunos pájaros y una familia de ardillas rojas.
Entonces Morgennes se dijo: «¡Capilla, de ti haré un puente!».
Acababa de tomar una de las decisiones más importantes de su vida. Construiría un puente; aún no sabía cómo, pero lo haría. Y ese puente resistiría al hielo y a los remolinos del río, e incluso a Dios y a todos sus ángeles. Ya nadie tendría miedo. Nadie volvería a ahogarse. «Soy la noche -se dijo Morgennes-. La que une el crepúsculo al alba. La noche. La que separa, la que une. Soy la noche. Tengo todo el tiempo del mundo…»
Con una fuerza de voluntad insólita en un niño de diez años -e incluso en un adulto-, se dirigió hacia la capilla. Sus piedras, roídas por los líquenes, estaban medio desprendidas. Las vidrieras estaban rotas, y el techo hundido. En su base había crecido el musgo, que la unía al bosque. Un fino rayo de luz caía del cielo y daba de lleno en la cruz de piedra.
«¡Ve hacia la cruz!»
¿Era esa la cruz de la que le había hablado su padre? ¿Conocía, tal vez, la existencia de esta iglesia? Sin embargo, por lo que sabía, nadie había ido nunca allí, a la Gaste Forêt. Aunque su padre había viajado mucho en otro tiempo…
Morgennes se acercó a la antigua edificación, preguntándose: «¿Quién te construyó? ¿Cuándo? ¿Por qué?». En los alrededores no había ni una sola granja, ni una casa. Solo árboles. Paseó la mano por el muro y sintió la textura -una mezcla de piedra y musgo-. Morgennes lanzó un suspiro. «Esta iglesia me esperaba.» Se arremangó, empuñó su cruz de bronce, la sostuvo como una herramienta, y se puso manos a la obra.
Empezó entonces una labor envuelta en misterios de los que solo Dios tiene la clave. ¿Cuánto tiempo tardó Morgennes en construir su puente? ¿Cuatro años? ¿Cinco años? Generalmente yo respondía que siete, cuando me preguntaban. Esta cifra imponía respetó. La gente sacudía la cabeza y murmuraba en voz baja: «¡Siete años! ¡Siete años!».
Nadie lo sabía, no había ningún testigo, pero Morgennes acababa de dar sus primeros pasos para convertirse en una leyenda. Durante largos años vivió solo en medio de los árboles, alimentándose de raíces, plantas, huevos, frutos, y de pequeños animales que capturaba fabricando trampas o arrojándoles piedras.
La primera etapa consistió en construir, en la orilla del río, una especie de calzada. Las losas de la iglesia encontraron ahí una segunda vida, que, al ser más útil, era también más bella que la precedente. Mientras trabajaba, después de haberse roto las uñas desencajando piedras enormes, Morgennes rememoraba su vida, hablaba a sus padres, hablaba con su hermana -que se divertía provocándole, y reía al verle transportar penosamente piedras tan grandes como él.
– ¡Por qué no me ayudas, en lugar de burlarte! -le decía.
Entonces ella corría a su alrededor dando palmadas; con ella, Morgennes revivía momentos de su pasado en los que había sido feliz, porque su hermana y sus padres aún vivían. Llegó la primavera, y luego un primer verano. Los bosques resonaron con los cantos de los animales y con crujidos diversos, que para Morgennes eran como gritos de ánimo. Su obra avanzaba. Aún no habían pasado seis meses y un primer tapiz de piedras conducía ya de la orilla del río al centro de su lecho.
Lo más extraño era que, mientras sentía sobre el vientre el peso de las grandes piedras que transportaba, Morgennes era feliz. Si el río había sido la tumba de su padre y de su hermana, su puente sería su mausoleo.
Pasándose un brazo empapado sobre la frente bañada en sudor, contempló su obra, y se dijo que después de todo no estaba tan mal. Para un niño…
Resoplando, sonriendo, se dirigió una vez más hacia la pequeña iglesia, que deshuesaba día tras día. En un rincón había construido una especie de cabaña, con un techo de ramas y un suelo de juncos. Era su nueva casa. De noche descansaba allí unas horas, obligado por la falta de luz. Cuando cerraba los ojos, invariablemente, las imágenes volvían. Siempre las mismas: cinco jinetes cargaban contra sus padres, empujándolos a una gran fosa cubierta por las aguas; Morgennes se encontraba al otro lado del agujero, indemne, y miraba a los jinetes.
Apretando el puño, se despertaba jadeando, con el rostro crispado, prometiéndose que encontraría a esos hombres. «¡Aunque tenga que ir al Paraíso, aunque tenga que ir al Infierno, os lo haré pagar! Aunque fuerais Dios y todos sus ángeles…»
Así, cargando con el peso de los recuerdos, con el de su cólera, y recitando a modo de oración cada uno de los instantes vividos en compañía de su familia, Morgennes pasó toda su adolescencia desmontando una iglesia y construyendo un puente. Las piedras se ajustaban por sí mismas, como si antes de ser una iglesia, esta hubiera sido un puente, el mismo puente que él se esforzaba en construir de nuevo.
Con los años, sus músculos se fortalecieron. Ganó en robustez. Lo que al principio exigía semanas de trabajo, después ya solo requería una. Cuando se encontraba en el fondo del agua, desplazando piedras en el lodo, pensaba en las hojas de metal que su padre golpeaba vigorosamente en su fragua. Calentadas, sumergidas, martilleadas, cocidas y hundidas de nuevo en un recipiente de agua fría (que despedía vapor), para ser golpeadas nuevamente, en un proceso que se repetía una y otra vez. Como si él mismo se forjara en el agua del río y luego en la intemperie y en los ardores del verano, Morgennes se convertía en Morgennes. Un día, percibió un reflejo en el agua y saltó a un lado. Un hombre estaba ahí, tras él. Se volvió, pero no había nadie. Sin embargo… Al volver a mirar en el agua, vio a un extraño. Pero esta vez rió. ¡Ese extraño era él! Se pasó una mano por la barba incipiente, se tocó los cabellos. ¿De verdad eran tan largos? ¡Le llegaban hasta el final de la espalda!
Con su cruz de bronce en la mano -ahora muy bruñida-, volvió hacia su capilla, mezcla de ruinas y taller de construcción. La bóveda había servido para construir el puente. Los muros y las columnas habían proporcionado los pilares, y la calzada principal había surgido de las losas. Cargando en brazos los dos últimos escalones de la iglesia, Morgennes se dirigió hacia el río. «¡Pronto podré ir a buscarles!», se dijo. Sobrecogido de emoción, se imagino a su hermana y a sus padres corriendo a lanzarse a sus brazos; no aceptaba que estaban muertos.
Pero apenas había llegado al lindero de su bosque, cuando una gallina cruzó el puente y se dirigió hacia él cacareando. Morgennes se sorprendió tanto que estuvo a punto de dejar caer las piedras.
– Buenos días -le dije a Morgennes, saludándole con la mano-. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
Morgennes no me respondió. Me miraba boquiabierto, mudo de estupor. «Vamos -me dije-. Aquí tengo a mi primer parroquiano. Tratemos de causar buena impresión…»
– ¿Queréis que os ayude, tal vez? ¿Dónde van estas piedras?
– Allí -dijo Morgennes, señalándome el puente.
Cogí una de las piedras; pero en cuanto la tuve en los brazos, la dejé caer.
– ¡Dios Todopoderoso! ¡Y vos lleváis dos!
– Decidme, ¿quién sois? -me preguntó Morgennes, mientras recogía la piedra como si nada.
– Soy vuestro nuevo párroco, recién nombrado en esta diócesis. Me han dicho que hay aquí una capilla muy hermosa, abandonada desde hace mucho tiempo, que mis superiores querrían reanimar…
Después de un instante de silencio, durante el cual Morgennes se rascó la cabeza con expresión incómoda, acabé preguntándole:
– ¿Hay algún problema?
Aquí empiezo mi relato.
Chrétien de Troyes,
Erec y Enid
Morgennes me condujo hasta el calvero del bosque. Allí, tras constatar la magnitud de los daños y comprender, sin que él tuviera que explicármelo, que el puente y la pequeña iglesia eran una misma cosa, le dije:
– Ya solo me queda volver a Beauvais…
– Lo siento muchísimo. Nadie venía nunca a esta iglesia, y pensé que tal vez sería mejor…
– ¿Hacer un puente con ella?
– Sí.
– Habrá que creer que ese era su destino… De pie en medio del claro donde se habían levantado los muros de una de las más antiguas capillas de Flandes, Morgennes me miró con expresión interrogativa.
– Según los archivos que he consultado -dije-, esta iglesia fue construida con las piedras de un puente que se encontraba en alguna parte por aquí cerca.
– No es raro, entonces, que nadie viniera nunca aquí. No hay modo de cruzar en leguas a la redonda. Vos sois el primer ser humano que veo desde hace años.
Abrí ojos como platos, estupefacto.
– ¿Cómo? ¿Y vuestra familia? ¿Y vuestros padres?
Morgennes tendió el brazo hacia el otro lado del puente y dijo:
– Están por allí, creo…
Se fue a remover las cenizas de un pequeño fuego que había encendido para la noche, permaneció en silencio, y luego añadió:
– De hecho, me parece que están muertos.
– Oh -dije yo-, es una triste noticia. ¿De modo que estáis solo en el mundo?
Asintió con la cabeza, con los labios apretados, y luego me preguntó:
– ¿Quién construyó ese puente?
– No lo sé -respondí-. Probablemente los romanos.
– ¿Los romanos?
Algo en el tono de su voz revelaba que no tenía ni idea de quiénes eran esos «romanos»; de modo que rápidamente le hice un resumen de la historia de Roma.
– Vaya -dijo Morgennes, decepcionado-, ya veo que no eran ellos…
– ¿Que no eran ellos? ¿Qué queréis decir?
– Justo antes de morir, mi padre me dijo que fuera hacia la cruz… Primero pensé que se trataba de esta cruz -me dijo, mostrándome la pequeña cruz de bronce que tenía en la mano-. Luego, que era la que coronaba la iglesia -me dijo, no mostrándome nada-. Pero al escucharos, me he preguntado si no hablaría de los romanos…
– También podía hacer alusión a Jerusalén y a la reliquia de la Vera Cruz, donde fue crucificado Nuestro Señor Jesucristo.
– ¿Nuestro Señor Jesucristo? -dijo Morgennes-. ¿Quién es?
– ¿Cómo? ¿No lo sabéis?
– No.
– Pero ¿qué clase de pájaro sois vos? Debéis de ser el único hombre que no ha oído hablar de Él…
– No soy ningún pájaro. Y vos, ¿qué tipo de hombre sois que seguís los pasos de una gallina y cruzáis, el mismo día en que lo he terminado, un puente que he tardado años en construir?
– ¿Que quién soy?
Dejé escapar un profundo suspiro.
¿Qué se sabe de mí? No gran cosa.
Para resumir, esto es lo que la historia ha retenido de mi persona. Se dice que nací hacia el año de gracia de 1135, pero no se sabe dónde. Algunos dicen que en Troyes, otros que en Arras… Flandes y la Champaña son mis regiones predilectas, aunque aquí y allá se diga que viajé mucho -a Inglaterra, a Tierra Santa, al Imperio Germánico, a Constantinopla y a otras muchas regiones que la razón se resiste a nombrar-. Estos son, pues, a grandes rasgos, mis orígenes. No hablaré de mi muerte, ya que este no es el momento ni el lugar. En cuanto a mi vida adulta, será expuesta en las páginas que siguen, aunque no constituya el motivo principal, sino solo el ornamento -o el envoltorio, si esta metáfora os complace más-. Mi nombre, finalmente. Nadie lo conoce con certeza, por más que haya quedado registrado como Chrétien, ya que esa es la firma que aparece en mis relatos.
Pero ¿soy también Saint-Loup de Troyes, el canónigo? ¿Y Chrétien li Gois, el autor de Philomena?
Tal vez sí, tal vez no. A decir verdad, no es importante. Lo que cuenta es mi encuentro con Morgennes. En cierto modo fue una señal. Una señal que Dios me enviaba para decirme: «¡Observa cómo es este hombre!».Y en efecto, ante mí tenía a un adolescente mil veces más valeroso que el adolescente que yo había sido; mil veces más valeroso, incluso, que el hombre que era. Tal vez ocuparme de él, tomarlo bajo mi protección, fuera la razón que me había llevado a estos parajes. En cualquier caso, no iba a abandonar al primero y último de mis fieles; de modo que le propuse que me acompañara a Saint-Pierre de Beauvais.
Morgennes, que por lo visto estaba hambriento, no me respondió inmediatamente; en lugar de eso fue a buscar a un rincón de su calvero un puñado de musgo y setas y me invitó a compartirlo con él.
Mordiendo, no sin aprensión, la carne cruda de lo que parecía un hongo, le propuse:
– Si me acompañáis a Beauvais, podréis comer queso y pan… También tenemos pescado, y a veces carne.
– ¿Y gallinas?
– Sí. Pero esta no es para comer -añadí, siguiendo su mirada, clavada en mi gallina.
– ¿Por qué?
– Es una gallina especial. Se llama Cocotte… Además, podréis consultar nuestros archivos y aprender algo más sobre este puente.
– ¿Vuestros archivos?
– Sí. Tenemos una de las mejores bibliotecas de la región. ¡Cuenta con más de un centenar de obras!
– Yo no sé leer…
– Os enseñaré.
– ¿Por qué hacéis todo esto? -me preguntó.
Entonces me levanté para decirle:
– Dios os ha colocado en mi camino. Sin Él, nunca hubierais podido construir este puente, gracias al cual yo he podido cruzar… ¿No os dais cuenta de la ironía que encierra esto?
– No.
– Si no hubierais demolido esta iglesia, nunca habría podido cruzar este río; de modo que la iglesia no habría servido para nada, porque ningún sacerdote habría venido a darle vida. Pero la habéis desmontado, ¡y gracias a vos he podido cruzar en cuanto he llegado! ¡Sin embargo, ya no hay iglesia! En ambos casos tenía que volver a Beauvais. Pero en el primero habría vuelto solo, después de años de vagabundear buscando un puente que no existía.
Morgennes sacudió la cabeza de derecha a izquierda, con aire dubitativo.
– No, no -me dijo-. No lo he hecho para vos. Lo he hecho para mí… Para mis padres, para que pudieran cruzar y salvarse también…
– No comprendo. ¿No habíais dicho que habían muerto?
Morgennes me contó su historia. Al escucharla, se me heló la sangre en las venas. Era fácil reconocer, en los excesos de esos jinetes, un ejemplo más de las numerosas expediciones punitivas dirigidas contra los judíos que los cruzados llevaban a cabo para calentarse la sangre antes de pasar a ultramar.
¿Morgennes era judío?
No me atreví a preguntárselo.
– También tengo raíces, si aún tenéis hambre -me ofreció.
Su generosidad, y también la calma y el valor con los que se enfrentaba a su situación, me hicieron tomar una extraña decisión. Para descargar mi conciencia, le pregunté:
– ¿Sabéis qué día es hoy, para los cristianos?
– No.
– Lo imaginaba. Pues bien, debéis saber que hoy es «día de ayuno», porque es Viernes Santo, un día en el que debemos arrepentimos de nuestros pecados y adorar la cruz. ¡En este día fue vendido por treinta denarios y luego crucificado «el que estuvo libre de todo pecado»!
– No estoy seguro de entenderlo…
– Tal vez os sorprenda lo que os diré, pero ¡yo tampoco!
Con gran sorpresa por su parte, saqué de mi zurrón una vina-jera llena de vino de misa, seguida de su cortejo de hostias. Añadí un mendrugo de pan, dos huevos de Cocotte (frescos de esa mañana) y un pedazo de salchichón, que constituían los restos de mi última comida.
– ¡Adelante! ¡Disfrutad del convite!
Hostias, vino, pan, huevos y salchichón desaparecieron en el gaznate de Morgennes en menos tiempo del que he necesitado para contarlo; enseguida me preguntó: -¿Os quedan hostias?
– ¡Os he dado todo lo que tenía!
Morgennes sonrió, se limpió la boca con el dorso de la mano, y declaró:
– De acuerdo. Iré a Beauvais con vos.
Luego, contemplando con aire triste los oscuros maderos que le rodeaban, añadió:
– Aquí, mi tarea ha terminado.
Y todos exhalaban un amargo lamento al ver a padres
o amigos lisiados o mutilados, arrastrados por el río.
Chrétien de Troyes,
Cligès
Morgennes temblaba. Avanzaba a pasitos cortos, apoyándose en la balaustrada de piedra que había levantado él mismo. Mientras veía cómo volvía por el lado verdeante de la orilla, aquel por el que yo había llegado, volví a pensar en esta historia: «Había una vez un soldado que renunció al oficio de las armas por el amor de una mujer. Esto ocurrió hace mucho tiempo, en Tierra Santa. Este soldado volvió a su casa, llevando del brazo a su bienamada. Pero como ella era judía y él era cristiano, las gentes veían su relación con malos ojos, por lo que tuvieron que huir y vivir en lo más profundo del bosque, a orillas de un río que se consideraba infranqueable. Transcurrieron varios años, durante los cuales su amor se fortaleció. Habrían podido ser felices, si no hubiera planeado sobre ellos una sombra: no conseguían tener hijos. El soldado volvió a atravesar el mar y buscó un puñado de hierbas mágicas de las que le había hablado su mujer. "Estas hierbas me volverán fértil", le había dicho ella…». Según mi padre, que me relató esta leyenda, el soldado consiguió encontrar las hierbas y se las llevó a su mujer. Pero Dios les reservaba otra prueba: por un terrible golpe del destino, se les permitiría tener lo que más deseaban solo si renunciaban a lo que más deseaban…
¿Era Morgennes ese niño que había sobrevivido a aquella pareja?, me preguntaba. Aunque lo cierto era que en ese instante más bien me recordaba al soldado de la historia: un hombre que se esforzaba en alcanzar un objetivo que Dios había colocado suficientemente lejos de él para que no lo alcanzara nunca, pero suficientemente cerca para que lo tuviera constantemente ante los ojos.
Me di cuenta entonces de que Morgennes seguía en medio del puente. Me acerqué a él y le ofrecí mi ayuda, que aceptó. Estaba como petrificado; era incapaz de apartar la vista de unas aguas en las que creía ver cómo se retorcían los suyos, siluetas fantasmales que dibujaban los remolinos del río.
– Cerrad los ojos -le dije-. Yo os daré la mano.
Morgennes obedeció, cerró los ojos y se dejó guiar. Luego, cuando llegamos a la otra orilla, le dije:
– Podéis volver a abrirlos.
Miró alrededor, como quien trata de reconocer en los rasgos de un anciano a un amigo de otros tiempos.
– He fracasado -me dijo.
– ¿Cómo? Pero creía que… Habéis triunfado. Habéis cruzado.
– Tal vez. Pero no era eso lo que yo quería. Lo que me habría gustado es que ellos pudieran cruzar.
– ¿Ellos? ¿Quiénes?
– Mi padre. Mi hermana. E incluso mi madre, que debió de quedarse en este lado… Si este puente hubiera existido, habrían podido pasar, y se encontrarían sanos y salvos conmigo, en la otra orilla.
– ¡Pero Morgennes, si ese puente hubiera existido, los jinetes también lo habrían atravesado, y ahora estaríais todos muertos! Estoy seguro de que Dios quiso que solo vos sobrevivierais.
– ¿Dios lo quiso?
Asentí, compungido, con las manos entrelazadas sobre el vientre, como me habían enseñado a hacerlo en estas circunstancias.
– Entonces, ¿él es el responsable de este drama? -me preguntó.
No supe qué responderle.
Turbado, me miró sin verme. Su mano apretó la cruz de bronce, que había llevado consigo y que no soltaría por nada del mundo.
– Pero ¿por qué?
– Los caminos del Señor son inescrutables.
– ¡Tiene que haber una explicación!
– No he dicho que no la haya, solo he dicho que no podemos conocerla.
Se alejó, volvió sobre sus pasos, como si buscara su camino, volvió a marcharse… Echó una ojeada a los dos edificios en ruinas, uno de los cuales era, sin duda, una forja, a juzgar por el yunque herrumbroso que yacía tirado en el suelo. Morgennes lo tocó, y se puso a llorar en silencio.
– Ni siquiera mamá sigue aquí…
Evidentemente era él. No había duda. Era el hijo de esa mujer a quien mi padre había ayudado a dar a luz, en una larga noche de invierno, una quincena de años atrás. Me embargó la emoción. Tenía el deber de velar por Morgennes. Debía continuar lo que mi padre había empezado.
Me acerqué a él y le puse la mano en el hombro. ¿Qué podía decirle, yo que había pasado tantos años huyendo de mí mismo? Yo era lo opuesto a Morgennes. Dios me daba miedo. ¿Encontraría las palabras? «¡Háblale de tu padre!», me murmuró una voz. Pero no. Nunca. Porque ¿cómo anunciar a Morgennes: «Soy el hijo de aquel que fracasó en salvaros…»? Imposible. Tenía que encontrar otra cosa. Después de aclararme la garganta, murmuré:
– Yo también he fracasado.
– ¿En qué?
Dudé un momento, y luego confesé:
– En realidad no quería ser sacerdote… Soy narrador de historias. Durante mucho tiempo creí que era el mejor… Pero no lo soy.
– Aún no -me dijo Morgennes.
– Voy a deciros por qué Cocotte es tan especial para mí -le dije señalando a mi gallina-. La gané en un concurso. Cada cuatro años se celebra en Arras una fiesta llamada Puy, donde trovadores y troveros compiten con sus rimas…
Le conté mi historia, cómo había conseguido cautivar a mi auditorio. Mi Historia del rey Mark y la rubia Iseo era, sin duda alguna, esplendorosa; ya saboreaba mi victoria por adelantado, cuando Gautier de Arras entró en escena… Empezó a recitar los primeros versos de su obra, Erodio, que trataba del emperador Heraclio y de la gloriosa forma en la que había conseguido recuperar la Vera Cruz, robada por los paganos en Jerusalén.
La multitud se entusiasmó con aquella historia.
¡El éxito fue tal que lo regaron con vino, hasta el punto de que los que se acercaban a él se embriagaban con los vapores! Le dieron el primer premio, que consistía en una estancia de cuatro años en la corte de María de Champaña, donde tendría la posibilidad de concluir su obra sin tener que preocuparse por nada.
– ¿Y qué tiene que ver esto con Cocotte? -me preguntó Morgennes.
– Era el segundo premio. Todavía puedo oír a María de Champaña diciéndome: «Sus huevos os alimentarán el cuerpo y el alma…». Hasta el momento, principalmente han alimentado mi cuerpo…
– Y también un poco el mío -dijo Morgennes, volviéndose hacia Cocotte-. ¡En cualquier caso, es un segundo premio muy apetitoso!
– Hubiera podido ser peor. El tercer premio era solo una cesta de huevos…
– ¿Cuándo tiene lugar el próximo concurso?
– Dentro de algo menos de cuatro años.
– ¡A fe mía que esta vez lo ganaréis!
Dos días más tarde llegamos a Saint-Pierre de Beauvais, donde reinaba, como siempre, una febril actividad. Las campanas tocaban a maitines y las primeras luces del alba acariciaban el trigo, que formaba en torno a la iglesia una aureola de espigas.
Poucet, el padre superior, nos recibió poco después de nuestra llegada, y fuimos a deambular por los pasillos de la abadía, donde resonaban voces.
– De modo que ya estás otra vez aquí… -me dijo en su habitual tono jovial.
– Sí, lo acepto -respondí simplemente, sabiendo que él comprendería.
Poucet dio una palmada y bramó:
– ¡Por san Trémeur de Carhaix! ¡Lo sabía!
Luego, en voz baja, porque las cabezas encapuchadas se habían vuelto hacia nosotros, añadió:
– No veas ninguna ofensa en ello, mi querido Chrétien, pero no estás hecho para la prédica. Ni por un instante creí que pudieras estar más de una semana alejado de tu próximo relato…
Doblamos la esquina y nos dirigimos hacia un corredor que conducía a una puerta claveteada. Detrás se elevaban las voces que habíamos oído desde nuestra llegada al monasterio.
– Padre, me gustaría haceros una pregunta.
– Te escucho.
– ¿Nunca habéis dudado?
– ¿De qué? ¿De tu regreso? ¡Ni por un instante!
– Sin embargo, podría haberme sentido bien allí, encontrar la iglesia de mi gusto…
– ¿Sentirte bien allí? ¿Encontrar la iglesia de tu gusto, dices? ¡Vamos, si es solo una ruina! ¿O no es así?
Poucet volvió hacia mí su mirada brillante de inteligencia, donde asomaban la malicia y la burla.
– De modo que lo sabíais.
– ¿No tenía razón? -preguntó.
– Sí.
Al llegar ante la puerta claveteada, Poucet me dijo:
– Aparte de las arañas y la carcoma, nadie ha tocado tus cosas. Encontrarás tu manuscrito tal como lo dejaste.
– Me habíais dicho que lo daríais al hermano Anselmo.
– Te mentí. ¿Me crees lo bastante loco como para confiar a otro aquello para lo que Dios te ha creado? Encuéntrame a alguien tan dotado como tú y entonces aceptaré confiarle la tarea de representarnos en el próximo Puy. Pero tú eres el mejor, y te necesito…
– Una última cosa.
– Te escucho.
– Este joven de aquí, detrás de mí… -dije señalando al andrajoso Morgennes.
– ¿Sí?
– ¿Podríais aceptarlo en nuestra orden?
– Sabe contener la lengua. Esto ya es un punto a su favor. Pero ¿qué edad tiene?
– Quince o dieciséis inviernos.
– Si fuera más joven -prosiguió Poucet-, no habría visto inconveniente. Pero es demasiado mayor…
– En ese caso, ¿no conocéis en los alrededores a alguna persona de noble linaje que pudiera admitirlo como escudero?
– ¡Vamos, piensa! La mayoría de estos mozos manejan la espada desde los tres años. Saben montar a caballo y combatir en justas. ¿Has sostenido alguna vez una lanza? -preguntó Poucet a Morgennes.
– Nunca.
– No seré yo quien te lo reproche… ¿Cuáles son tus principales cualidades?
Morgennes se cogió el mentón con la mano y pareció reflexionar un instante.
– Mi madre me encontraba valiente. Mi hermana, buen compañero de juegos. Mi padre me decía siempre que tenía una memoria sorprendente. Además, no le hago ascos al trabajo.
– Sin duda estas son cualidades apreciables, pero ¿sabes latín?
– No.
– ¿Sabes siquiera leer?
– Tampoco.
– Concretamente, ¿qué sabes hacer? ¿Pisar la uva? No. ¿Segar? No. ¿Cortar el heno? Tampoco. Si no he entendido mal, tu padre era herrero. ¿No te transmitió su oficio?
– No tenía esa intención -dijo Morgennes.
– Lástima -replicó Poucet.
Entonces decidí intervenir:
– Morgennes es fuerte. Sabe tallar la piedra. ¡Y es constructor! Le he visto construir un puente, y a fe mía que es uno de los más bellos que me ha sido dado contemplar.
– ¡No estamos en una cofradía de canteros! Tal vez en París, si prueba suerte con el levita Maurice de Sully, podría unirse al equipo que está reuniendo para construir una catedral…
– Si él se va, yo me iré también -dije.
– Chrétien, sabes cuánto te aprecio, pero eso es imposible. Demasiados hermanos han cruzado ya la puerta de este establecimiento cuando deberían haber permanecido fuera… ¿Y cuántos se han quedado fuera a pesar de que merecían entrar? No, por desgracia me siento obligado a rechazarlo… El obispo Grosseteste pronto vendrá a visitarnos, e interrogará a todo el mundo. ¡Si se da cuenta de que he aceptado a un acólito de quince años, y que además no sabe leer ni escribir, estamos listos!
– ¿Pronto vendrá a visitarnos, decís? ¿Y cuándo será eso?
– Dentro de seis días.
Dejé escapar un suspiro. Imposible hacer nada en seis días…
– Tendré tiempo más que suficiente -dijo Morgennes.
– ¿De qué? -pregunté.
– ¡De aprender latín!
Poucet le tomó la palabra.
– Te doy cinco días. ¡Si dentro de ese plazo hablas latín como Chrétien y como yo, te aceptaré entre nosotros!
– ¡Dadme un buen profesor, y en tres semanas, además de hablarlo, lo leeré y lo escribiré!
Poucet le miró como si estuviera loco, y luego se volvió hacia mí.
– Enséñale todo lo que sabes.
En él, la madera mantenía las promesas de la corteza.
Chrétien de Troyes,
Cligès
Morgennes no había mentido. Porque, antes de deteriorarse debido a circunstancias que tendré que relataros más tarde, su memoria era prodigiosa. No había picadura de abeja, temblor de luz, silbido de metal calentado al rojo y sumergido en un barreño de agua fría del que no conservara el recuerdo, cuidadosamente guardado en el fondo de su ser. Morgennes era desconcertante, hasta el punto de no parecer humano. O esa era al menos la sensación que había tenido al conocerle, una sensación que confirmaron los días que luego pasé a su lado. Nadie era de su época. Morgennes, a mis ojos, era un ser solitario, no en el sentido en el que normalmente se entiende, sino en el sentido de que siempre parecía situado en otro tiempo, en otra época, tal vez del otro lado de su río. Como si nunca lo hubiera atravesado realmente.
Esto, añadido a su capacidad de trabajo y a los tres días y noches que pasamos juntos estudiando conjugaciones y declinaciones, hizo que llegara una mañana en la que pudo entonar el Te Deum y el Ave María sin que pudiera establecerse ninguna diferencia entre su forma de cantar y la de un viejo monje. La entrevista con Poucet apenas fue una formalidad, y Morgennes recibió su tonsura.
Cuatro días habían bastado para hacer de él un religioso, al menos en apariencia. Pero eso era todo lo que le pedían.
Porque él había entrado en Saint-Pierre de Beauvais más como una raposa en un gallinero -para llenarse el estómago-, que para someterse al gran dios de las gallinas. ¿Y cómo podría reprochárselo? Morgennes estaba lejos de ser el primero que actuaba así. (Yo estaba bien situado para saberlo.) En esa época, numerosos oblatos -a los que llamaban «alimentados»- eran confiados a los cuidados de la Iglesia porque sus familias no alcanzaban a subvenir a sus necesidades.
Incluso al padre Poucet le gustaba contar que, cuando era pequeño, sus padres lo habían abandonado varias veces en el bosque, con sus hermanos, porque en esos tiempos de guerra acechaba el hambre.
Con todo, además del hambre, también el derecho de primogenitura, la pereza, una fealdad extrema, la imbecilidad y -¿por qué no?- un formidable fervor religioso, explicaban el extraordinario aflujo de candidatos que se apiñaban a las puertas de nuestros monasterios, iglesias y abadías. Así, las iglesias se veían forzadas a rechazar a algunos, o bien a ampliarse -ése era el caso de Saint-Pierre de Beauvais-. Por eso, la mañana de la visita de Grosseteste, Poucet -que estaba encantado con la presencia de Morgennes- me previno:
– ¡Si nos lo pregunta, le diremos que Morgennes tiene doce años!
Una precaución inútil, porque el obispo no vino. Con el pretexto de una cita en la corte de María de Champaña, Grosseteste aplazó su visita para más tarde, y de más tarde a nunca.
Morgennes era de los nuestros.
Un día, mientras disfrutaba viendo cómo aprendía a leer y a escribir con tanta facilidad, le pregunté:
– ¿Estás contento con tus progresos?
– Sí y no -me respondió.
– ¿Cómo es eso?
– Aprendo bien, es cierto. Y estoy contento de ello. Sin embargo…
– ¿Qué?
– Mi lugar no está aquí, y tú lo sabes.
Tenía razón. Yo lo sabía, sí. Pero estaba demasiado ciego para admitirlo. Luego nuestra conversación tomó otro rumbo, que me permitiría valorar mejor la magnitud de las prodigiosas facultades de Morgennes. Como parecía preocupado, le pregunté:
– ¿En qué piensas?
– ¿Qué es un levita?
Este brusco cambio de tema me sorprendió. Me lo llevé aparte, murmurando:
– ¿Por qué me haces esta pregunta?
– Cuando Poucet empleó este término, el día de mi llegada, me pareció que no tenía el mismo sentido que yo conocía y que mi madre le daba.
– ¿Qué sentido le daba, ella?
– El de guardián del templo…
– Ah, entiendo -dije, incómodo-. Trata de olvidar eso, o mejor dicho, de no repetirlo a nadie que no sea yo. Pero el sentido es más o menos parecido. Un levita es un diácono, un miembro del clero. Dicho de otro modo, alguien que, como yo, tiene vocación de ser ordenado sacerdote, y que antes de eso ha sido subdiácono, y antes aún (cuando pertenecía, como tú, a las órdenes menores) fue hermano portero, lector, exorcista…
– ¿Cuánto tiempo?
– ¿Cuánto tiempo qué?
– ¿Cuánto tiempo antes de ser exorcista, por ejemplo?
– A fe mía que si sigues trabajando de este modo, lo serás antes de la próxima Nochevieja. ¡Cuatro años más y podrás aspirar al rango de hermano portero! Luego podrás ser subdiácono, y más tarde diácono… Y tal vez un día te ordenen sacerdote. A partir de lo cual…
– ¿Y cuándo se acaba eso?
– ¡Pues nunca!
– ¿Quieres decir que cuando uno entra en la Iglesia, es para toda la vida?
– Para toda la vida, sí. E incluso para después -dije persignándome.
Esta respuesta no pareció alegrar a Morgennes, que volvió a adoptar la misma expresión preocupada que tenía hacía un momento.
– Y ahora, ¿en qué estás pensando?
– ¿El rey Arturo existe?
Una vez más me había cogido por sorpresa.
– ¿Por qué me preguntas eso?
– Me gustaría que me hiciera caballero.
– Por desgracia, el rey Arturo ya no existe. Y es mejor así. Olvida a los caballeros, Morgennes. Vivirás mejor sin ellos…
– ¿Y el Santo Grial? ¿Tampoco existe?
– Pero veamos, ¿quién te ha hablado de todo eso?
– Unas voces, el día de nuestra llegada.
– ¿Unas voces? Pero ¿dónde? ¿Cuándo?
– En los pasillos del claustro, cuando nos dirigíamos hacia el scriptorium. Hablaban del rey Arturo y del Santo Grial, y luego también de caballeros…
Por increíble que parezca, Morgennes me recitó entonces algunas páginas de la Historia RegumBritanniae, de Godofredo de Monmouth, que mis hermanos estaban copiando ese día.
– ¿Cuánto tiempo has necesitado para memorizar esto?
– ¿Memorizar? Lo oí. Está ahí, en mi memoria. ¿Por qué me haces esta pregunta? No comprendo.
– ¿Qué es lo que recuerdas?
– No he olvidado nada.
– ¿Nada?
– Nada.
– ¿Cuál es tu recuerdo más antiguo?
La mirada de Morgennes se cubrió de bruma; luego acarició la extraña cicatriz blanca, en forma de mano, que tenía en la mejilla. Parecía recordar una presencia, tierna y amada.
– Nunca olvido nada -dijo Morgennes-. Ni ofensas ni favores. Nada.
Entonces me habló de su memoria. Y podéis creerme si digo que era tan extraordinaria que llegaba a reconocer en la redondez de un estratocúmulo al hijo de un cumulonimbo que había pasado el año precedente.
– ¡Por san Martín! -dije dando un brinco.
¡Con un hombre como ese, ninguna historia se perdería! Si algún libro se quemaba o era devorado por las larvas, bastaría con recurrir a Morgennes para recuperarlo, siempre que se lo hubieran recitado o lo hubiera leído antes.
Una idea cruzó por mi mente.
– ¡Ven, vamos a viajar!
Uniendo el gesto a la palabra, acompañé a Morgennes junto a Poucet, a quien solicité:
– ¡Padre, dadnos algunos denarios!
– ¿Cómo? -exclamó Poucet-. ¡Acaso quieres mi muerte y la de tu comunidad! No sabes lo apurados que estamos, ni siquiera sé si…
– Es una inversión. No lo lamentaréis. Morgennes y yo iremos a las peores posadas, beberemos los peores vinos, comeremos paja, ¡pero tenéis que darnos con qué viajar!
– ¡Por Dios, Chrétien, un poco de moderación! Si debéis viajar, os prestaré mis botas. Os permitirán cubrir siete leguas de un solo paso, y por tanto ahorrar en el coste del trayecto… Pero dime qué tienes en la cabeza.
– ¿En mi cabeza? Oh, no gran cosa, me temo. Pero el cerebro de Morgennes… ¡Puede contener el mundo entero!
Llevado por mi entusiasmo, me arrodillé, cogí sus manos y me las llevé a los labios, como un niño hace con su madre cuando trata de hacerse perdonar. Después de haberle contado mi proyecto, le imploré:
– Por piedad, padre. Morgennes es un prodigio, un don de Dios para nuestra comunidad. ¡Por alguna razón que ignoro, su memoria lo retiene todo! Es un milagro.
– Una maldición -suspiró Poucet-. Pero en fin, eso no es nada nuevo. ¿Debo recordarte cómo entró Morgennes en nuestra comunidad?
– No. No lo he olvidado. Pero es inconmensurablemente más que eso, ¡porque no se trata solo de aprender a hablar en latín en tres días!
– Bien. Veamos, hijo mío -dijo Poucet volviéndose hacia Morgennes-, ¿te acuerdas de nuestra primera entrevista?
Morgennes se la repitió palabra por palabra. Cuando le preguntaron por el tiempo que hacía ese día, habló de las espigas cargadas, doradas como monedas depositadas en el cofre. Luego recordó las telarañas que adornaban mi último manuscrito, habló del hermano Anselmo y de los deslarvadores, precisó el lugar donde se encontraban, describió su aspecto… ¡Palabras, sensaciones, colores y olores, todo estaba ahí, como el primer día!
– ¡Por la Iglesia! -exclamó Poucet-. Tengo la impresión de que no puede ser más correcto…
– ¡Preguntadle por la Biblia!
Poucet me interrogó con la mirada. ¿Por qué la Biblia? Porque era la obra con cuya ayuda Morgennes había aprendido a leer.
– ¿Génesis, 6,4?
Morgennes recitó: «Por aquel entonces había gigantes en la tierra, y también los hubo después de que los hijos de Dios se unieran a las hijas de los hombres y ellas les dieran hijos: esos fueron los héroes de la antigüedad, hombres famosos».
Poucet sacudió la cabeza, con expresión a la vez grave y satisfecha. Luego levantó los ojos hacia Morgennes -ya que este le sacaba algo más de una cabeza-, y le dijo:
– ¿Sabes que para Platón la memoria es lo que permite acceder al verdadero conocimiento? ¿Que para san Agustín es conciencia, no solo de sí, sino también del mundo y de Dios?
Haciendo una pausa en su discurso, se acercó a su escritorio y se sirvió una copa de vino.
– Hijo mío -continuó-, si tu memoria es hasta tal punto prodigiosa, tal vez sea porque cuentas entre tus antepasados con uno de esos héroes, descendientes de los hijos de Elohim… Es tu maldición. Tu carga. Tendrás que arreglártelas con ella; solo deseo, por tu bien, que un día llegues a olvidar.
– No tengo ganas de olvidar -dijo Morgennes.
– Aún no -dijo Poucet-; pero ya llegará.
Vació su copa y añadió:
– Dicho esto, ¡sería una verdadera pena no aprovecharla!
Se dirigió hacia un viejo cofre de madera cerrado con un candado. Después de abrirlo, sacó de él un par de botas manchadas de polvo.
– No las he utilizado desde hace mucho tiempo -dijo, limpiándolas con la manga-, pero creo que todavía están en buen estado. ¡Pruébatelas!
Morgennes cogió las botas. Parecían un poco pequeñas, pero se adaptaron milagrosamente a sus pies cuando se las calzó.
– ¡Fantástico! -dijo Poucet.
Después de haberme entregado una bolsa llena de denarios, el superior nos acompañó hasta la entrada del monasterio. Allí, nos apretó contra su pecho y nos dio este consejo:
– Guardaos de los ogros…
Durante aproximadamente tres años, al cabo de los cuales Morgennes fue nombrado hermano portero, hicimos juntos viajes fabulosos. Yo encaramado sobre los hombros de Morgennes, y él calzado con las botas de Poucet, con Cocotte en mis brazos, recorrimos diversos lugares en busca de cuentos y leyendas. Lo que entonces descubrimos, lo cogimos sin que su propietario quedara despojado de ello.
Tras hacernos pasar por estudiantes en una ciudad, juglares en un castillo, y penitentes en una abadía, recogimos todas las historias que aparecieron ante nuestros ojos o llegaron a nuestros oídos.
Al término de los cuatro años que nos separaban del siguiente Puy de Arras, ya habíamos proporcionado a nuestros hermanos de Beauvais casi tantos relatos como los que se conservaban por entonces en Alejandría. La biblioteca de Saint-Pierre de Beauvais era la más completa de la cristiandad, después de la de Roma, que precisamente teníamos intención de ir a visitar después del festival…, en el que nuestra vida cambiaría de un modo radical.
Grande era la alegría en la sala. Cada uno mostraba
lo que sabía hacer: este saltaba, aquel hacía cabriolas,
y el de más allá, trucos de magia; uno silbaba, otro cantaba,
ese tocaba la flauta, ese otro el caramillo, otro la viola,
y otro más la vihuela.
Chrétien de Troyes,
Erec y Enid
Ayudándonos de los codos en las inmediaciones de Arras, y luego de los pies y de las manos en sus atestadas calles, Morgennes y yo nos abrimos paso hacia una taberna donde se alojaban los concursantes.
– Ya verás -le dije antes de entrar en la sala llena de humo- como no hay compañía más agradable que la de los poetas. ¡Siempre tienen una ocurrencia a punto! Y nada, de violencia, solo de boquilla…
– Después de ti -me dijo Morgennes, invitándome a precederle.
La posada estaba -como correspondía- abarrotada. Del techo colgaban tantos faisanes que se habría dicho que llovían del cielo. Ocas y patos desfilaban orgullosamente en los platos que enarbolaban un ejército de marmitones. Todo el espacio estaba ocupado, cuando no por una mesa, por un taburete. No cabía ni un alfiler. No se veían bancos, sino diez pares de nalgas. ¡La gente se ahogaba! ¡Se cocía a fuego lento! Algunos invitados demasiado borrachos, llevados por sus amigos, se cruzaban al salir con deliciosos asados. Pequeños barriles de cerveza hacían las funciones de jarras, y las jarras, de vasos. Por todas partes se oían llamadas y gritos, se entrecruzaban estancias y se discutía a golpe de versos entreverados de rimas. «¿Me lanzas una octava? ¡Yo te replico con un dodecasílabo!»
– ¡Qué maravilla! -dije a Morgennes-. ¡Vaya ambiente!
– ¿Queréis que os la desplume? -preguntó una sirvienta arrancándome de las manos a Cocotte.
– ¡No es para comer! -exclamé escandalizado, volviendo a cogerla.
– ¡Pues entonces largaos! ¡Aquí se viene a cenar!
– ¡Dejadlos! El señor está conmigo, y su amigo también -dijo una voz que yo conocía bien.
– ¡Gautier de Arras!
Con todo, no me atreví a abrazarle. El vencedor del concurso anterior me dirigió una mirada extraña, y me espetó:
– ¡He terminado mi obra! ¿Y tú?
Me golpeé el pecho en el lugar donde había deslizado las primeras páginas de Cligès, mi manuscrito, y respondí:
– Aquí está.
– ¡Sentémonos y bebamos! Os invito -dijo mientras nos empujaba hacia un banco.
Y así acabamos encajados entre algunos poetas que yo ya conocía. Jaufré Rudel, cuyas insignificantes y lamentables canciones recordaban a las de las viejas aguadoras y que, de vuelta por fin de Tierra Santa, parecía una ostra secada al sol. Marcabrú, llegado de Gascuña, a quien en otro tiempo apodaban «el Torrija» y cuya voz recordaba a la de una rana encerrada en un tarro. Y sentado a su lado, su compadre Cercamón, así llamado porque supuestamente había dado la vuelta al mundo y sobre el que yo no tenía nada que decir, excepto que había que desembolsar medio óbolo para alquilar sus servicios y que cantaba como si tuviera dolor de muelas.
– Buenos días a todos -les dije, saludándolos con la mano.
– Mañana y noche deberíamos lavarnos, os lo aseguro, si fuéramos sensatos -dijo Marcabrú tapándose la nariz con los dedos.
– ¿Cómo decís? -preguntó Morgennes.
– No os preocupéis -explicó Rudel-. Repite su canción.
– ¿Y cómo se llama?
– La Cancióndel lavadero -respondió Cercamón.
– ¿Qué os parece? -me preguntó Marcabrú.
– No he oído bastante para formarme una opinión.
– Yo ya tengo una -dijo Morgennes.
– ¿Ah sí?
– Coincido con vos. Mañana y noche deberíamos lavarnos, si fuéramos sensatos… ¡No podría estar más de acuerdo!
Y también él se tapó la nariz.
– ¡Bebamos, amigos! -dijo Gautier, agitando el brazo para reclamar un cuerno de cerveza.
Nos trajeron una barrica, en la que hundimos nuestras copas. Un nuevo invitado se había unido a nosotros. ¡Béroul! Cuatro años atrás, no había escatimado elogios para mi Historia del rey Mark y la rubia Iseo; me abrumó con preguntas y me interrogó sobre mis fuentes. Le saludé calurosamente y le dije:
– Te vas a sentir decepcionado…, porque he cambiado de motivo. Aunque supongo que no habrás venido para escucharme, ¿verdad?
– No, ¡vengo para competir!
– ¿Y con qué obra maestra?
– Tristán e Iseo, ¡la mía!
Me dirigió una amplia sonrisa, y mi brazo se inmovilizó, a medio camino entre mi boca y el pequeño barril de cerveza.
– ¿Cómo la has escrito?
– Octosílabos con versos pareados.
– Como yo… ¿Cuáles son tus fuentes?
Me las citó.
– ¡Son las mías!
– ¡Las mías también! -replicó.
– ¡Vamos, señores! ¡Nada de peleas! -se interpuso Gautier de Arras.
– ¡Me ha plagiado!
– ¡De ninguna manera!
– ¡Te prohíbo que compitas!
– ¡No tienes derecho a hacerlo!
– ¡Un poco de contención, señores!
– ¡Ladrón!
Sin duda había algo de verdad en el insulto, porque Béroul me lanzó un puñetazo a la cara. Me quedé pasmado, preguntándome qué me ocurría. A pesar de todo, el asunto habría podido quedar ahí si Morgennes no hubiera saltado sobre Béroul para devolverle el golpe, primero en la cara y luego en diversas partes del cuerpo.
– ¡Señores! ¡Conteneos! -chilló Gautier de Arras.
– Dios quiere limpiar de toda mancha a los audaces y a los dulces -masculló Marcabrú, antes de lanzar su copa contra la cabeza de un poeta que atacaba a Morgennes por detrás.
Entonces fue Gautier quien se mezcló en la pelea, tratando de separarme de Béroul, a quien, en un instante de lucidez, acababa de arrebatar su manuscrito.
– ¡Chrétien -exclamó ciñéndome con sus brazos-, no es así como se vence!
– ¡Y tampoco así! -dijo alguien, abrazándolo a su vez-. ¡Fuera con los tramposos!
Nunca sabré a quién debí esta generosa intervención. Tal vez a un admirador. En cualquier caso, el manuscrito de Béroul se me escapó de las manos y voló entre los comensales, que lo despedazaron hasta convertirlo en una decena de pliegos. Algunos cayeron planeando en la chimenea, otros se mancharon de cerveza, y un puñado, que de ese modo abandonaron la posada, fueron a parar a algunas gorras. Como cada uno defendía a su vecino, y este atacaba a aquel y aquel al de más allá, rápidamente llegó un momento en el que todos se mezclaron en la pelea. La posadera, preocupada por sus muebles, repartió tortazos indiscriminadamente; esa fue la señal para que sus marmitones se decidieran a ponernos en la puerta. Entonces los poetas, que por un momento se habían dividido, cerraron filas y ofrecieron un frente común a los soldados de las cocinas. Insultos y puñetazos, puntapiés e injurias. Creo que un escabel me habría matado si la providencia no hubiera querido que esa fuera justamente la hora que el obispo Grosseteste reservaba a los poetas. El obispo, que había venido a visitarnos, irrumpió en la posada acompañado de sus gentes de armas, a quienes algunos de los presentes optaron por bautizar a golpes de barrica.
– ¿Qué estoy viendo? -bramó Grosseteste-. ¡Dos tonsurados! ¡Poetas, una riña! ¡Arrestadlos!
La guardia cargó, lo que dio a Morgennes la ocasión de ilustrarse. Mi compañero había cogido un espetón del hogar y lo utilizaba como una espada. Con los violentos molinetes que ejecutaba con el arma improvisada envió por los aires a todos los pollos ensartados en ella, invitando a los hombres armados a no aproximarse si no querían correr la misma suerte que las aves. Aprovechando esta tregua, varios poetas pusieron pies en polvorosa, mientras se preguntaban si no habría tal vez algún poema que componer sobre esta historia de gentes armadas y pollos asados…
Cuando todo terminó y Morgennes entregó las armas, Grosseteste quiso que le dieran una explicación:
– ¿Por qué esta pelea?
Nadie supo qué responder.
– ¡Así son los poetas -dijo el obispo-, tan dispuestos a lanzarse los unos contra los otros como a apartar al pueblo del Señor!
Al ver que Grosseteste se volvía hacia nosotros, los únicos clérigos de la reunión, dije levantando la mano:
– ¡Pax in nomine Domini!
– ¡Pax in nomine Domini! -respondió Grosseteste.
Y se fue.
– Realmente -dijo Morgennes-, no puede decirse que su visita haya durado demasiado. Apenas más que la que no nos hizo en Saint-Pierre de Beauvais, hace cuatro años…
– ¿Cuatro años ya? -dije, palpándome el sayal-. ¡Dios mío!
– Es verdad -dijo Morgennes-. ¡Es terrible lo rápido que pasa el tiempo!
– ¡No estaba hablando de eso!
– ¿De qué, entonces?
– ¡Cligès ha desaparecido!
Y dicho esto, perdí el conocimiento.
Sabréis por qué en el momento oportuno.
Chrétien de Troyes,
Ivain o El Caballero del León
– ¿Dónde estoy?
– En una habitación, en la posada. Descansa. El concurso se celebra mañana. Hay que recuperar fuerzas.
¿Fuerzas? ¿El concurso?
– Pero ¿de qué estás hablando?
– ¡No te muevas! -me dijo Morgennes, obligándome a permanecer tendido sobre el jergón-. ¡Duerme!
La cabeza me daba vueltas.
– ¡Por la lengua de Dios! ¿Qué me ocurre?
– Has recibido un duro golpe.
– ¡Ah, sí! ¡Ya lo recuerdo! ¡Mi manuscrito! ¡Cligès! ¡Seguro que ha sido Gautier de Arras quien me lo ha robado!
– ¿Y si ha sido Béroul?
Desalentado, me cogí la cabeza entre las manos.
– ¿Cómo lograré ganar?
Concentrado en mis contusiones, me frotaba el cráneo, enterrado bajo un denso entrelazado de vendajes. Por suerte, los cirujanos no le habían metido mano, ya que el preboste se había negado a hacerse cargo de sus emolumentos con el pretexto de que no habíamos sido del todo ajenos a la pelea que había estallado. Después de declarar que no intervendrían si no se les compensaba por su labor, los practici habían volado en busca de nuevas víctimas. No puede decirse que aquello me desagradara; porque eran incontables los pacientes que, bajo los cuidados de estos doctos expertos, exhalaban por la noche el último suspiro, cuando al alba solo se habían levantado con el estómago un poco revuelto.
– ¡Todo ha acabado!
– Ni hablar -dijo Morgennes-. Yo sigo aquí…
Y se dio un golpecito en la frente con el dedo.
– ¿Conoces mi obra?
– ¡Cligès está aquí! Y aquí también -me dijo, llevándose la mano al corazón-. ¡Entero!
– ¿Así que serás tú quien compita?
– Si no tienes inconveniente…
– ¡Desde luego que no! ¡Poco me importa ser yo el ganador, siempre que Cligès se lleve el premio y Béroul y Gautier pierdan!
Entonces me vino un recuerdo a la memoria: Morgennes manejando un espetón sin que le preocupara quemarse con el hierro.
– Tu mano -dije-. ¡Déjame ver!
Cogí su mano en la mía, y la volví de un lado y de otro. ¡Nada! ¡Ni la menor señal!
– ¡Increíble! -exclamé.
– ¿Qué es increíble? -preguntó Morgennes.
– ¡Tu mano no se ha quemado! ¡No tienes ni una ampolla! ¡Apenas un rastro de hollín!
Volví la mano de Morgennes en todos los sentidos, como si se tratara de una parte independiente de su cuerpo que podía manipular sin preocuparme del resto al que estaba unida.
– ¡Eh! -dijo Morgennes-. ¡Cuidado!
– Pero ¿cómo es posible…?
Morgennes se rascó la barbilla, reflexionó un instante, y luego me dijo:
– Tal vez san Marcelo…
– ¿San Marcelo? ¿El draconocte?
– El mismo. El matador de dragones… San Marcelo no solo es célebre por haber hecho huir a un dragón golpeándolo con su báculo, sino también por haber…
Hizo una pausa.
– Sigue. ¿Por qué más?
– Este santo era el preferido de mi padre. A menudo me hablaba de él; me contó que, un día, un herrero lo desafió a indicar el peso exacto de una barra de hierro al rojo…
– ¿Y bien?
– ¡San Marcelo lo hizo!
– ¿Quieres decir que esperó a que el hierro se enfriara y que indicó su peso?
– No. Quiero decir que cogió con la mano desnuda la barra de hierro que el herrero le tendía y que al instante le dijo el peso. ¡Sin quemarse! Ahí inició su camino hacia la canonización…
– Es curioso -dije sacudiendo la cabeza-. ¿Tu padre te habló de san Marcelo, pero no de Cristo?
– Sí, lo sé, es extraño. Pero es así. San Marcelo era alguien realmente importante para él…
– En todo caso, si he entendido bien, ¡aquello fue un milagro! Quién sabe, tal vez también tú logres hacer huir a un dragón, gritándole como san Marcelo: «¡Permanece en el desierto o escóndete en el agua!».
– Tal vez -dijo Morgennes sonriendo.
– San Morgennes. ¡Suena bien!
De pronto, un violento espasmo en el estómago me hizo vomitar el poco líquido que había tragado, manchando mi jergón de bilis y de cerveza a medio digerir.
– Voy a buscar con qué limpiarlo -dijo Morgennes.
Vomité una segunda vez; sentía que me moría.
– No… no entiendo…
– ¿Es la cabeza? ¿Te duele?
– No sé…
Morgennes me miró, con expresión afligida.
– Ya estoy mejor -le dije.
Era mentira. Evidentemente. Pero no quería preocuparle. Por eso dejé que creyera que solo eran las consecuencias de la pelea del día anterior, cuando sabía que aquello se remontaba a mucho antes.
Desde hacía varias semanas me dolía mucho el vientre.
¿Por qué? No lo sabía. Pero decidí no pensar más en ello, y preferí concentrarme en la fiesta del Puy y en el número de juglar que había tardado meses en preparar. Ese, al menos, no me lo habían robado.
Los malvados judíos, en su odio (deberían darles
muerte como a perros), hicieron su desgracia y
nuestro bien cuando lo pusieron en la cruz.
Chrétien de Troyes,
Perceval o El cuento del Grial
– El Puy nunca más se celebrará aquí -anunció Grosseteste.
Un rumor de indignación recorrió la multitud, que no comprendía por qué el obispo decía aquello. Desde siempre, el concurso se había celebrado en el interior de la abadía de San Vaast. ¿Por qué había que cambiar ahora?
– No todas las obras son buenas -declaró el obispo-. Algunas propagan falsedades. ¡Peor aún, se burlan de Dios y de sus servidores! Comprenderéis que no pueda acogerlas aquí, bajo la piadosa mirada de san Vaast.
Una oleada de protestas se elevó de la multitud.
– ¡Mis queridos hijos, calmaos! ¡Yo no os privo del concurso! ¡No hago más que cambiar el marco!
– ¿Por cuál? -gritó una voz.
– Un poco de paciencia -dijo el obispo-. ¡Os lo explicaré. y estoy seguro de que os gustará!
Morgennes y yo intercambiamos una mirada. Como el resto de los presentes, estábamos impacientes por oír su explicación.
– San Vaast -continuó Grosseteste haciendo un gesto en dirección a la abadía- expulsó en otro tiempo a los lobos y eliminó los espinos que se habían apoderado de esta iglesia. ¡Pues bien, ahora me toca a mí expulsar desde hoy a esos lobos y espinos que son los juglares y los trovadores!
– ¡No le gustan los juglares! -siseé entre dientes.
– ¿Y qué importa eso?
– Es un poco fastidioso. Había previsto un número que… ¡Pero ya lo verás! Es una sorpresa.
– ¡En consecuencia -prosiguió Grosseteste-, el concurso tendrá lugar en el cementerio!
Un rumor de desaprobación se propagó entre la multitud.
– En el cementerio judío -precisó el obispo.
Salva de aplausos. ¡Vivas y bravos! Algunos silbaban entre dientes y luego se llevaban los dedos a la boca para silbar más fuerte aún.
Noté que me ardían las mejillas. La cabeza me daba vueltas. Me sentía mal.
– Vámonos -le dije a Morgennes.
– ¿El cementerio judío? Pero ¿por qué? No comprendo…
Un hombre, que llevaba un niño a la espalda, le explicó:
– Porque es grande y está bien situado. El público puede sentarse sobre las tumbas. Se estará fresco. Y no se molestará a nadie. En fin, a nadie importante.
El individuo se alejó hacia la sinagoga, junto a la que se encontraba el cementerio judío.
– ¿Qué hacemos? ¿Le seguimos? -preguntó Morgennes.
Pero yo no le escuchaba.
– Siempre es lo mismo -dije-. ¡Cuando hay que meterse con alguien, siempre les toca a los judíos! ¿No están cansados ya de esto?
Pero ¿y el concurso?… ¿Dejarás ganar a Béroul? ¿O a Gautier de Arras?
Yo no sabía qué responder. Bajando los ojos hacia Cocotte, me Pregunté: «¿Vale la pena por una gallina? ¿Y si vuelvo a quedar segundo? Y aunque quedara primero, ¿debo participar en esto?».
Algunos estudiantes nos adelantaron riendo.
– ¡Qué buena idea! -exclamó uno de ellos.
Encolerizado, le espeté:
– ¿Ah, sí? ¿Eso te parece? ¡No veo qué tiene de bueno organizar un concurso en un cementerio!
– No es peor que en una iglesia -replicó otro.
– Además, yo hablaba de otra cosa -me dijo el joven al que había increpado.
– ¿De qué hablabas? -le preguntó Morgennes.
– ¡De la recompensa! -respondió el estudiante, con los ojos brillantes-. Este año será…
– ¡Excepcional! -dijo un segundo estudiante.
– ¡Increíble! -dijo un tercero.
– ¡El ganador recibirá un frasco de la Santa Sangre!
– ¡La sangre del propio Jesucristo!
– ¡Traída de Tierra Santa por Thierry de Alsacia!
– ¡Un frasco de la Santa Sangre! ¡Es extraordinario! -dije-. ¡Qué premio! Pero ¿dónde la encontró el conde?
– ¡En casa de Masada! Ya sabéis, el célebre comerciante de reliquias.
– Masada -repitió Morgennes.
Aunque oía aquel nombre por primera vez, por alguna razón que no conseguía explicarse, la palabra resonaba de un modo extraño en su mente.
– Masada -repitió una vez más Morgennes-. Masada…
– ¿Le conoces?
– No. Sin embargo, este nombre me suena de algo.
Los estudiantes se habían ido. Habían doblado la esquina, y en la alameda solo una nubecilla de polvo que flotaba en el aire daba testimonio de su reciente paso.
– Ven -dije a Morgennes-.Vayamos al cementerio.
– ¿Has cambiado de opinión?
– Sí. No podemos dejar escapar un tesoro como ése. ¡Un frasco de la Santa Sangre! ¡Pero si es mejor que la gloria! ¿Te imaginas lo que supondría en Saint-Pierre de Beauvais? ¡Acudirían miles de peregrinos, con los denarios que eso lleva consigo! ¡Hay que ganar! ¡A cualquier precio!
«Canciones de hilandera» y «albas» abrieron la fiesta. Luego hubo una pausa, hacia el mediodía, durante la que se entonaron algunas canciones picarescas. Entre estas, «El caballero que hacía hablar a los coños y a los culos» y «La damisela que no podía oír hablar de la jodienda» tuvieron un gran éxito y arrancaron salvas de aplausos y carcajadas estruendosas del público.
La multitud bailaba en medio de las sepulturas con tanta energía como la noche anterior en la taberna. Familias enteras habían tendido grandes paños blancos sobre las losas sepulcrales para utilizarlas como mesa. Niños recién nacidos berreaban colgados por los pañales de las estrellas de piedra. Barriles de cerveza y de vino, corderos, cerdos, salchichas, pollos y capones, se sirvieron en pleno cementerio, donde los abrieron, descuartizaron, asaron, desplumaron y devoraron. Se reía y se bebía a placer, y el buen humor reinaba en todas partes, entre los aromas de comida.
Finalmente, dos jóvenes sirvientes encargados del buen desarrollo de las celebraciones llegaron para informarnos de las últimas decisiones tomadas por el consejo. ¿Sería prohibida o censurada Cligès? ¿Y el Tristán e Iseo de Béroul? No, las dos habían sido autorizadas. Así lo habían decidido los Ardientes -la cofradía de juglares y burgueses de Arras-, que contaban con el poderoso respaldo del conde y la condesa de Champaña y de Thierry de Alsacia, los padrinos de la fiesta.
– Vivimos en una época extraña -le dije a Morgennes-. Yo también hablo de la verdad, al menos tanto como la Biblia. Y aunque es posible que no sea la verdad de la historia, ni la de la Iglesia, sin duda es la de los sentimientos. Y no pienso que sea la menos importante…
Hacia el final de la tarde, Gautier de Arras abrió la parte del concurso reservada a las obras «en romance», en la que declamó las últimas páginas de Eraclio -la obra que le había permitido llevarse la victoria hacía cuatro años-. Un capítulo particularmente conmovedor narraba el célebre episodio en el que el barco de santa Elena quedó atrapado en la tempestad y, para salvarse, la madre del emperador Constantino sacrificó a las aguas tumultuosas una parte de la Vera Cruz, que llevaba a Roma. Toda su vida, nos dijo Gautier, se preguntó si había hecho bien. Toda su vida la torturó una duda: «¿No debería, ella también, haberse hundido con la Vera Cruz?». Toda su vida oyó gritar a su corazón: «¡Ve hacia la cruz!».
Gautier volvió a enrollar su pergamino entre los aplausos del público, mientras Morgennes sentía un escalofrío. ¿Conocía Gautier de Arras su historia? ¿O era solo una de esas numerosas coincidencias con las que uno se tropieza en el curso de la vida? En cualquier caso, Morgennes buscó bajo su camisa la cruz de bronce que su padre le había lanzado.
«¡Ve hacia la cruz!»
¿Acaso no era lo que había hecho?
«¡Ve hacia la cruz!»
¿Se encontraba tal vez más lejos? Pues bien, iría hacia ella. Aunque sus pasos le condujeran a Roma, o a Jerusalén…
Volvió a colocarse la cruz sobre el pecho y se dirigió hacia el estrado, de donde Gautier descendía y al que un joven sirviente le invitaba a subir: «¡Vuestro turno!».
Morgennes hizo su entrada, aclamado por el público. Mientras esperaba a que se hiciera el silencio, paseó la mirada por las tumbas, preguntándose si los muertos le oirían. Se levantó una ligera brisa. Morgennes contemplaba a la multitud. Un crío se hurgaba la nariz y se tragaba el producto hallado con una amplia sonrisa. Una guapa morena iba colgada del cuello de su amor, dejando a su paso una estela de envidiosos. Una niña se agachaba para acariciar a un gato, mientras su madre le tiraba del brazo inútilmente para hacer que se levantara. Todos estos detalles, todas estas imágenes eran para Morgennes fragmentos de una inmensa vidriera. Se sentía bien. Entonces contó una, dos, tres palpitaciones, y se lanzó:
– De Alejandro os contaré, que de valor y orgullo tales adornado no consintió a caballeros convertirse en su región…
El tiempo pasó sin que se diera cuenta. ¿Se había fundido con la sombra? Sí, por completo. Se había borrado. Solo las palabras -que además no eran suyas- permanecían, criaturas abstractas flotando en la dulzura del crepúsculo, bogando con sus propias alas, de su boca al oído del público.
Morgennes era feliz. Las palabras creaban un territorio donde podía vivir, e incluso algo mejor que vivir: existir. No tenía más que eclipsarse. Transformarse en fuente de agua viva y fluir hacia la multitud. Por otra parte, cuando digo que existía, estoy diciendo justamente que no existía ya. Morgennes estaba entre el público, con el que recibía los versos que yo había escrito y que otro que no era él le recitaba.
Era delicioso.
¡Y qué gran triunfo!
No se dio cuenta de que había terminado hasta que se hizo el silencio, que enseguida rompió una tormenta de aplausos. Sintió un poco de vértigo cuando volvió a bajar los escalones bajo las miradas fascinadas de los miembros del jurado.
– Has estado perfecto -le dije-. ¡La verdad es que estoy encantado de que me hayan robado mi texto!
Algo que brilló en el aire llevó un mal recuerdo a Morgennes. Levantó los ojos, y vio una carreta parada junto al cementerio. Alguien acababa de encender una vela en ella, pero Morgennes solo tuvo tiempo de distinguir una bonita mano femenina; el resto del cuerpo permanecía oculto.
«Curioso -se dijo-. ¿Por qué se esconderá esta doncella?»
Luego su atención volvió hacia el estrado, donde otro narrador, Béroul, hacía su entrada bajo las ovaciones del público. Vivaz, alerta, Béroul se descubrió e hizo ondear su gorra hasta los pies, saludando a la multitud con un halagador:
– Escuchad, señores míos, lo que cuenta la historia…
Al haber desaparecido en la escaramuza de la víspera el principio y el fin de su texto, Béroul se vio obligado a recitar la parte central, en particular la escena en la que los dos amantes están acostados el uno junto al otro, con la espada del bello Tristán entre ambos.
La historia era encantadora. Y tengo que admitir que Béroul no había hecho un mal trabajo. Era mi texto, y también el suyo.
Un poco. Cuando llegó al pasaje en el que el rey decide perdonar a los amantes que duermen separados por la espada, todos tenían los ojos bañados en lágrimas. En cuanto a mí, estaba a punto de estallar. ¡Contaba esta escena con mis propias palabras, y en el mismo orden!
– ¡Qué vergüenza! -bufé-. ¡Ladrón!
– ¿Cómo? -me preguntó Morgennes.
No me había oído, pero era comprensible, porque después de un corto silencio, la multitud había empezado a aplaudir frenéticamente, armando un escándalo de mil demonios. El clamor era tal que me pregunté si los muertos no habrían abandonado sus tumbas para aplaudir ellos también. La gente aporreaba las sepulturas con los cucharones, entrechocaba las cacerolas y golpeaba las marmitas.
– ¡Era mi texto! ¡Mi texto! ¡Son mis aplausos! ¡Soy yo quien debería haber ganado!
– ¡Silencio! ¡Silencio! -gritaron algunas personas entre la multitud.
– ¡Mirad!
Un hombre con las ropas desgarradas y el rostro cubierto de cardenales apareció en el estrado. Era el jefe de la cofradía de los juglares y burgueses de Arras, que venía a anunciar el nombre del vencedor. Después de aclararse la garganta, el maestro de los Ardientes declaró:
– No damos las gracias a las musas, porque han inspirado tan bien a nuestros autores que hemos llegado a las manos cuando debíamos decidir qué cabeza coronar…
– ¡La mía! -murmuré yo.
– ¡Chisss…! -hizo alguien.
– Por eso -prosiguió el maestro de los Ardientes-, llamo a Chrétien de Troyes y a Béroul para que se unan a mí en este estrado, a fin de que presenten el número de juglaría que permitirá deshacer el empate.
Procurando que nadie me viera, me puse un huevo en la boca y subí al escenario, donde Béroul me esperaba con los brazos cruzados y una sonrisa en los labios.
– ¡Hombres y mujeres de Arras -continuó el maestro de los Ardientes-, os pido que aplaudáis a estos poetas! ¡Dentro de un instante os demostrarán que no solo saben jugar con las palabras!
Una nueva salva de aplausos, salpicados con gritos de «¡Chrétien! ¡Béroul! ¡Chrétieeen! ¡Bérouuul!».
– ¿Queréis tomar la palabra, antes de empezar?
Negué con la cabeza. Béroul, por su parte, corrió al proscenio, desde donde envió besos al público con la mano mientras gritaba:
– ¡Arras, te amo!
¡Vivas, bravos y silbidos! En la tribuna del jurado, esta declaración pareció dar sus frutos. María de Champaña agitó su abanico y se acercó a su marido para susurrarle algo. El conde de Champaña, cuya afición por los torneos y el arte militar era legendaria, debía de estar de mi lado; pero María, que apreciaba por encima de todo una bella historia de amor, seguramente preferiría a Béroul. Las palabras que había murmurado al oído de su marido tenían, sin duda, por objeto hacerle cambiar de opinión… En cuanto al conde de Flandes, Thierry de Alsacia, su expresión era tan sombría que impedía adivinar qué pensaba. Grosseteste, por su parte, estaba indignado, furioso de que el jurado hubiera dejado de lado tan fácilmente al Eraclio de Gautier de Arras.
Abrí el baile sacando de mi bolsillo uno de los huevos de Cocotte, lo que, para mí, era una forma de rendir homenaje a María de Champaña. Después de haber lanzado mi huevo al aire, saqué un segundo huevo, y luego un tercero y un cuarto, que envié, uno tras otro, a alternarse con el primero.
De momento, aquello no tenía nada de extraordinario. Era un buen número, sin más, lo reconozco. Pero no estaba ahí lo interesante.
Para empezar, me entretuve haciendo malabarismos con los huevos en el aire, atrapándolos por debajo de la pierna y volviéndome repentinamente mientras emitía algunos cacareos con la boca… Luego, bruscamente, como si sufriera una convulsión, levanté un brazo, y una cascada de plumas rojizas se deslizó a lo largo de mi cuerpo. Entonces me doblé en dos, y una cresta brotó de mi espalda. Finalmente, hundí la cabeza en el hueco del hombro, ¡para sacarla con un pico en lugar de la nariz!
En resumen, me convertí en gallina.
Mi actuación, que inicialmente los habitantes de Arras habían considerado banal, pronto fue juzgada como un espectáculo formidable. ¡Y aún no había acabado! Mis pies arañaron las planchas, se transformaron en patas de gallina y arrancaron al escenario una miríada de gusanitos que me puse a picotear sin dejar de hacer malabarismos.
El público lanzaba «¡cococós!» y «¡cocoricós!» frenéticos. Todos trataban de imitarme.
La culminación del espectáculo, como puede suponerse, era poner un huevo. Mi metamorfosis era ya tan completa que no se me veía la piel, sino solo un manto de plumas. Las convulsiones agitaban mi cuerpo en todos los sentidos, y mi boca, transformada en culo de gallina, empezó a hincharse y a hincharse, hasta que acabó saliendo un huevo de ella, ante los ojos atónitos de los espectadores.
Ahora hacía malabarismos con cinco huevos, y habría salido triunfador de la prueba si el destino no hubiera decidido otra cosa.
Al ritmo de los «¡Co, co! ¡Chrétien! ¡Co, co! ¡Chrétien!» lanzados por la multitud, inicié un sorprendente número, enviando mis huevos hacia el cielo. Y entonces se produjo lo increíble. Lo escandaloso. Lo inaudito.
Se me escapó uno.
Que se estrelló contra el suelo, entre mis patas.
Todo se detuvo. Aquello era el final. Había perdido.
Las cosas hubieran podido quedar ahí, pero Béroul gritó:
– ¡Este huevo no tiene yema!
Bajé los ojos hacia el huevo y vi que tenía razón.
Esto puede parecer irrelevante. Pero no lo es. Es incluso extremadamente grave. Un huevo sin vitellus es como un hombre sin alma: ¡una herejía! Y hay que erradicarla. ¡Enseguida!
Grosseteste se levantó de su asiento y bramó:
– ¡Por san Vaast! ¡Saaaacrilegio!
La multitud, al principio estupefacta, pronto unió sus gritos a los de Béroul:
– ¡Excomunión! ¡Excomunión!
– ¡Paenitentia! -exclamó a su vez Gautier de Arras.
Yo estaba petrificado de miedo. Los otros cuatro huevos se habían aplastado contra el suelo detrás del primero, y eran perfectamente normales; sin embargo, la multitud seguía aullando hasta desgañitarse.
– ¡Hay que juzgarlos, a su gallina y a él!
– ¡A la hoguera!
– ¡Que lo asen!
– ¡Que lo escalden!
– ¡Tribunal! ¡Tribunal! -gritaba Grosseteste, tratando de calmar los ánimos.
El obispo hacía aspavientos con los brazos, mientras en torno a él, en el palco principal, María y Enrique de Champaña se disponían a salir, después de que Thierry de Alsacia lo hubiera hecho ya.
Había que reaccionar, y rápidamente. Pero yo era incapaz de moverme. Entonces Morgennes se abalanzó sobre mí, con Cocotte bajo el brazo. Apartando a la multitud con los codos, repartiendo aquí y allá cabezazos y empellones, distribuyendo guantazos a quienquiera que los reclamara, se lanzó hacia el estrado y me cogió en vilo como si yo fuera una princesa sobre la hoguera. Después de levantarme del suelo, me apretó contra su cuerpo y saltó al otro lado del escenario. Y de ahí salió disparado en dirección a la sinagoga; luego hacia un rincón del cementerio donde no había tanta gente, y siguió corriendo y corriendo, con toda la ciudad pisándole los talones.
Viendo que la multitud nos perseguía, Morgennes avivó el paso y desapareció en el horizonte.