9. LO QUE LE PASÓ A ERIC

Dormí hasta bastante tarde. Mi padre había regresado justo después de que yo volviera de la playa y me fui enseguida a la cama, de modo que pude dormir largo y tendido. Por la mañana llamé a Jamie, se puso su madre, y me enteré de que había ido al médico pero que volvería enseguida. Cargué mi bolsa con comida, le dije a mi padre que volvería antes del anochecer y me puse en camino hacia el pueblo.

Jamie ya estaba en su casa cuando llegué. Bebimos un par de latas de Red Death y charlamos de nuestras cosas; después, tras compartir unos refrigerios y algunos de los pasteles caseros de su madre, me marché y dirigí mis pasos hacia las colinas que hay detrás del pueblo.

En lo alto de una cima cubierta de matorrales, una suave pendiente de rocas y tierra por encima de la hilera de árboles de la Comisión Forestal, me senté en una enorme roca y almorcé. Observé en la distancia difuminada por el calor, más allá de Porteneil, las tierras de pasto moteadas de ovejas, las dunas, el vertedero, la isla (no es que se distinguiera como tal isla, pues parecía parte de tierra firme), las playas y el mar. En el cielo flotaban unas nubéculas; el azul dominaba aquella vista y se iba diluyendo pálidamente hasta el horizonte y la inmensa calma del estuario y el mar. Las cigarras cantaban en el aire a mi alrededor y yo observaba un milano revoloteando en busca de movimiento entre la maleza, los matorrales, las retamas y las aulagas que tenía debajo. Los insectos zumbaban y bailaban, y yo sacudí un abanico de helechos trente a la cara para espantarlos mientras terminaba de comerme mis sándwiches y de beberme el zumo de naranja.

A mi izquierda los picos elevados de los montes se encaminaban hacia el norte, creciendo gradualmente en altura y difuminándose en grises y azules, refulgiendo en la distancia. Contemplé el pueblo que se extendía a mis pies con los prismáticos, vi camiones y automóviles en dirección a la carretera principal, y seguí con la mirada un tren que se dirigía al sur, parando en el pueblo y poniéndose de nuevo en marcha, serpenteando por el terreno llano que hay frente al mar.

De vez en cuando me gusta salir de la isla. No demasiado lejos; me gusta poder seguir teniéndola a la vista, si es posible, pero es bueno alejarse de vez en cuando y tener una sensación de la perspectiva desde más lejos. Soy consciente, por supuesto, de lo pequeño que es ese pedazo de tierra; no soy tonto. Conozco el tamaño de este planeta y me doy cuenta de lo minúscula que es la parte que conozco. He visto mucha televisión y cantidad de programas de naturaleza y de viajes como para no darme cuenta de lo limitado que es mi conocimiento de otros lugares en lo que se refiere a experiencia directa; pero no quiero aventurarme más lejos, no necesito viajar ni ver otras tierras extranjeras ni conocer a gente diferente. Sé quién soy y conozco mis limitaciones. Tengo razones de peso para restringir mis horizontes; temor —oh, sí, lo reconozco— y una necesidad de confianza y seguridad en un mundo que, por lo que sea, me ha tratado cruelmente a una edad en la que no tuve verdadera oportunidad de cambiarlo.

También hay que tener en cuenta la lección que aprendí de Ene.

Eric se fue. Eric, con su brillantez, su inteligencia, su sensibilidad y todo lo que prometía, abandonó la isla y trató de seguir su propio camino; escogió un sendero y lo siguió. Aquel sendero le condujo a la destrucción de prácticamente todo lo que era, lo transformó en una persona tan diferente que las similitudes que quedaron con el joven cabal que fue un día parecían simplemente obscenas.

Pero era mi hermano y, en cierto modo, seguí queriéndolo. A pesar de su trastorno seguí queriéndolo igual que, supongo, él me había querido a pesar de mi incapacidad. Es ese sentido protector, al parecer, que se supone que las mujeres deben sentir por los más pequeños y que los hombres se ven impulsados a sentir por las mujeres.

Eric abandonó la isla antes de que yo naciera y solo regresaba en vacaciones, pero tengo la impresión de que su espíritu siempre se quedó aquí, y cuando volvió para quedarse, un año después de mi pequeño accidente, cuando mi padre pensó que ya éramos suficientemente mayores como para que él siguiera cuidando de nosotros, no le guardé rencor por haber vuelto. Por el contrario, nos llevamos bien desde el principio, y estoy seguro de que se avergonzaba de tenerme todo el día pegado a él como una lapa copiando todo lo que hacía, aunque, siendo como es Eric, con su sensibilidad hacia los sentimientos de los demás, no se habría atrevido a decírmelo y arriesgarse a herirme.

Cuando le mandaron a las escuelas privadas yo lo pasé muy mal; al volver para pasar con nosotros las vacaciones yo estaba exultante de alegría; saltaba y me regocijaba y me emocionaba. Nos pasamos verano tras verano en la isla volando cometas, construyendo modelos con madera y plástico, con Lego y Mecano y con cualquier cosa que encontráramos por ahí, levantando presas y construyendo cabañas y trincheras. Volábamos aviones de aeromodelismo y navegábamos barcos en miniatura, construíamos yates de arena con sus velas al viento y nos inventábamos sociedades secretas, códigos y lenguajes. Me contaba historias que iba inventándose a medida que avanzaba. Y algunas de las historias las representamos nosotros mismos: soldados valerosos que luchaban entre las dunas, que ganaban y luchaban y luchaban y, a veces, morían. Fue únicamente en esas ocasiones cuando me hizo sufrir deliberadamente ya que alguna de sus historias requería su propia muerte heroica y yo me lo tomaba demasiado en serio mientras él yacía tirado en la hierba moribundo tras haber volado por los aires el puente o la presa o el convoy enemigo o incluso tras haberme salvado a mí mismo de la muerte; entonces yo prorrumpía en lágrimas y le empujaba levemente intentando cambiar mi propia historia y él se negaba, se dejaba resbalar entre mis brazos y moría; la mayoría de las veces moría.

Cuando sufría sus migrañas, que a veces le duraban días, yo vivía sobresaltado y le llevaba bebidas frías y algo de comida a su habitación a oscuras en el segundo piso, entrando a gatas, poniéndome en pie y temblando en ocasiones si él gemía o se removía en la cama. Yo me quedaba destrozado cuando él sufría y la vida no tenía sentido; los juegos y las historias me parecían tontos y absurdos, y lo único que soportaba era lanzar pedradas a botellas o a gaviotas. Salía a cazar gaviotas, decidía las cosas para que Eric no sufriera; cuando se recuperaba era como si el verano apareciera de repente otra vez y no cabía en mi cuerpo de alegría.

Al final, aquel impulso irrefrenable hacia fuera lo consumió, como le ocurre a cualquier hombre de verdad, y lo apartó de mí llevándolo hacia el mundo exterior con todas sus fabulosas oportunidades y sus desagradables peligros. Eric decidió seguir las huellas de su padre y convertirse en médico. Entonces me dijo que no me preocupara, que las cosas no cambiarían; seguiría teniendo libres la mayoría de los veranos, aunque tuviera que quedarse en Glasgow para hacer prácticas en hospitales o acompañar a médicos en sus rondas de visita a pacientes; me dijo que todo seguiría igual cuando estuviéramos juntos, pero yo sabía que no era verdad y podía darme cuenta de que en el fondo de su corazón él también lo sabía. Estaba claro, en sus ojos y en sus palabras. Abandonaba la isla, me abandonaba a mí.

No podía culparlo, ni siquiera entonces, cuando más lo sentí. Era Eric, mi hermano, y hacía lo que debía hacer, como el valeroso soldado que moría por la causa, o por mí. ¿Cómo podía dudar de él o culparlo cuando a él jamás se le ocurrió sugerir que dudara de mí o que me culpara? Dios mío; con todas aquellas muertes, aquellos tres niños asesinados, y uno de ellos un fratricidio. Y a él nunca se le habría pasado ni remotamente por la cabeza que yo hubiera tenido algo que ver con aquello. Me habría dado cuenta. No habría sido capaz de mirarme a la cara si hubiera sospechado algo pues era incapaz de ocultar nada.

De modo que se marchó, primero un curso, aceptado antes que la mayoría debido a sus brillantes resultados en los exámenes, y después otro curso. El verano entre ambos cursos volvió por aquí, pero había cambiado. Intentó seguir haciendo conmigo las mismas cosas que hacíamos antes, pero me di cuenta de que ya era algo forzado. Se había apartado de mí, su corazón no estaba ya en la isla. Estaba con la gente que había conocido en la universidad, con sus estudios, que le encantaban; quizá estaba en el resto del mundo, pero desde luego ya no estaba en la isla. Ya no estaba conmigo.

Salíamos mucho al aire libre a volar cometas, a levantar presas y cosas así, pero ya no era lo mismo; era un adulto intentando que me lo pasara bien, no otro chico compartiendo su entusiasmo conmigo. No lo pasamos mal, y no me arrepiento de que estuviera con nosotros, pero después de un mes se alegró de marcharse con algunos de sus amigos al sur de Francia de vacaciones. Yo lamenté lo que percibí como la pérdida del amigo y el hermano que había conocido, y sentí más punzante que nunca mi herida, esa cosa que sabía que me mantendría para siempre en un estado adolescente, que jamás me dejaría llegar a crecer y convertirme en un hombre de verdad, capaz de abrirme mi propio camino en el mundo.

Pero enseguida me olvidé de esas ideas. Tenía la Calavera, tenía la Fábrica y una vicaria sensación de orgullo varonil por la brillante actuación de Eric allí afuera mientras que yo, por mi parte, iba lentamente convirtiéndome en el señor incontestable de la isla y de las tierras que la rodeaban. Eric me escribió cartas contándome cómo le iba, me llamaba y hablaba conmigo y con mi padre, y me hacía reír por teléfono como solo un adulto puede hacerlo aunque tú no quieres que lo hagan. Nunca me quiso dar la impresión de que nos había abandonado, a mí y a la isla.

Entonces sufrió su desafortunada experiencia que, aunque ni mi padre ni yo lo sabíamos, le ocurrió después de otras muchas cosas, y que fue suficiente para acabar con la persona cambiada que yo conocía. Iba a lanzar a Eric despedido hacia algo distinto: una amalgama de su anterior yo (aunque satánicamente invertido) y de un hombre inteligente y mundano, un adulto herido y peligroso, confundido y patético y maníaco al mismo tiempo. Me recordaba a un holograma, quebrado; con la imagen completa contenida en un fragmento como una punta de lanza, al mismo tiempo fragmento y totalidad.

Ocurrió durante su segundo año, cuando estaba haciendo prácticas en un gran hospital universitario. Ni siquiera tenía que estar allí aquel día, en las entrañas de aquel hospital de desechos humanos; estaba echando una mano en su tiempo libre. Más tarde nos dijeron que hacía tiempo que Eric venía arrastrando problemas de los que no nos había hablado. Se había enamorado de una chica y aquello terminó mal; ella le dijo que nunca le había querido y se largó con otro. Sus migrañas habían sido especialmente intensas durante un tiempo y habían interferido en su trabajo. Por ello y por lo de la chica es por lo que Eric se había dedicado a trabajar por su cuenta en el hospital que había junto a la universidad, ayudando a las enfermeras en las guardias de noche, sentado en la oscuridad de la sala con sus libros mientras aquellos niños enfermos gemían y tosían.

Eso es lo que estaba haciendo aquella noche en que sufrió su desagradable experiencia. Aquella era la sala donde estaban internados los bebés y los niños que padecían deformaciones tan graves que requerían asistencia hospitalaria para seguir viviendo, y aún así no por mucho tiempo. Recibimos una carta con explicaciones de lo que había ocurrido de una enfermera que había hecho amistad con mi hermano, y por el tono de su carta se deducía que era una equivocación mantener vivos a aquellos niños; al parecer eran poco más que monstruos de feria utilizados por los médicos y los internos para mostrárselos a los estudiantes.

Era una noche cerrada y calurosa de julio y Eric estaba en aquella espantosa sala, cerca del almacén y de las calderas del hospital. Le había dolido la cabeza todo el día y, estando en la sala había empeorado hasta convertirse en una terrible migraña. La ventilación de aquel lugar había estado fallando desde las últimas dos semanas y unos ingenieros habían estado trabajando con el sistema; aquella noche era muy calurosa y sofocante, y las migrañas de Eric siempre han empeorado en tales condiciones. Alguien tenía que venir a relevarle en una hora aproximadamente pues, de otro modo, supongo que hasta Eric se habría dado por vencido y se habría vuelto a su habitación en la residencia para echarse un rato. Pero tal como ocurrieron las cosas, él estaba haciendo una ronda por la sala cambiando pañales y tranquilizando a las lloriqueantes criaturas, cambiando vendajes y goteos o lo que fuera, sintiendo la cabeza como si se le fuera a partir en dos y la vista distorsionada con luces y líneas.

El niño a quien estaba asistiendo cuando ocurrió aquello era más o menos un vegetal. Entre otros defectos padecía una incontinencia total y era incapaz de emitir cualquier sonido que no fuera un gorgoteo, no podía controlar adecuadamente sus músculos —hasta tenía que tener la cabeza sujeta por un soporte— y llevaba una placa metálica sobre la cabeza porque los huesos que debían formar su cráneo nunca llegaron a unirse y hasta la piel que tenía sobre el cerebro era fina como el papel.

Tenía que ser alimentado cada pocas horas con una papilla especia] y Eric estaba haciéndolo cuando sucedió. Había notado que el niño estaba un poco más callado y quieto de lo normal, sentado en su silla con la piernas colgando y con la mirada fija delante de él, respirando levemente, con los ojos vidriosos y una expresión casi de placidez en un rostro por lo general ausente. Y sin embargo parecía incapaz de tomarse su comida, una de las pocas actividades que normalmente era capaz de apreciar y en la que hasta participaba. Eric se lo tomaba con paciencia y mantenía la cuchara frente a sus ojos desenfocados; se la llevaba hasta los labios cuando normalmente el niño habría sacado la lengua o tratado de adelantarse para meterse él mismo la cuchara en la boca. Pero aquella noche permanecía sentado allí sin hacer nada, sin gorgotear, sin menear su cabecita ni hacer aspavientos con sus brazos ni mover los ojos de arriba abajo: tan solo miraba y miraba fijamente con ese curioso gesto en su rostro que podía ser tomado como una expresión de felicidad.

Eric perseveró y se acercó a su silla intentando olvidar el agobiante dolor que se expandía en su cabeza con el empeoramiento de su migraña. Le dijo al niño palabras cariñosas, algo que normalmente hacía que moviera sus ojos de un lado a otro y desplazara la cabeza hacia donde sonaban las palabras pero que aquella noche no tuvo ningún efecto. Eric revisó la hoja de papel que había junto a la silla para ver si le habían administrado al niño medicación adicional, pero todo parecía normal. Se acercó aún más, canturreándole, moviendo la cuchara, luchando contra las oleadas de dolor que surgían de su cerebro.

Entonces vio algo, algo que parecía un movimiento, un pequeño movimiento casi imperceptible, apenas visible en la cabeza rapada del niño de la leve sonrisa. Fuera lo que fuera era pequeño y lento. Eric parpadeó, sacudió la cabeza para tratar de disipar las luces trepidantes de la migraña que seguía creciendo en su interior. Se levantó sin dejar la cuchara con la pastosa comida. Se inclinó para acercarse aún más al cráneo de aquel niño y observó más de cerca. No podía ver nada, pero observó alrededor de la tapa metálica del cráneo que llevaba el niño, le pareció ver algo debajo y la levantó con facilidad desde la cabeza de aquel niño pequeño para comprobar que no hubiera nada mal.


Un operario de la sala de calderas oyó el grito de Eric y se apresuró hasta la sala blandiendo una enorme llave inglesa en la mano; encontró a Eric agazapado en un rincón aullando con todas sus fuerzas hacia el suelo, con la cabeza metida entre las rodillas medio arrodillado, medio tendido en posición fetal sobre las baldosas. La silla en la que se sentaba el niño había sido derribada y tanto la silla como el niño atado a ella —que seguía sonriendo— se encontraban unos metros más allá.

El operario de la sala de calderas sacudió a Eric pero no obtuvo respuesta. Entonces vio al niño atado a la silla y se fue hacia él, tal vez a poner la silla en pie; llegó a medio metro del niño y entonces salió corriendo hacia la puerta, vomitando antes de llegar. Una enfermera de la sala superior encontró a aquel hombre que seguía luchando con sus arcadas en el pasillo cuando bajó para ver a qué se debía aquel escándalo. Eric había dejado de gritar por entonces y se había quedado quieto. El niño seguía sonriendo.

La enfermera enderezó la silla del niño. Si ella pudo contener sus ganas de vomitar, o si se sintió mareada, o si había visto antes algo tan horrible o peor, es algo que no sé, pero la cuestión es que no perdió los nervios, llamó por teléfono para pedir ayuda y sacó a Eric de su rincón, rígido. Lo sentó en una silla, cubrió la cabeza del niño con una toalla y consoló al operario. Había retirado la cuchara del cráneo abierto del niño sonriente. Eric la había metido allí, pensando quizá en ese primer instante de su psicosis que sería mejor recoger lo que había visto.

Unas moscas se habían metido en la sala, probablemente a través del aire acondicionado que se había estropeado días atrás. Se habían introducido por debajo de la placa de acero inoxidable que cubría el cráneo del niño y depositaron allí sus huevos. Lo que Eric vio al levantar aquella placa, lo que pudo contemplar con todo aquel peso de sufrimiento humano que cargaba encima, con todo aquel poderoso despliegue agobiante de la ciudad caldeada y oscura que le rodeaba, lo que vio con su propio cerebro partido en dos, fue un nido de gruesas larvas que se retorcían flotando en sus propios jugos digestivos al tiempo que consumían el cerebro del niño.


De hecho, Eric pareció recuperarse de lo que le ocurrió. Estuvo sedado, pasó un par de semanas en el hospital como paciente y después unos días descansando en su habitación en la residencia de estudiantes. A la semana volvió a sus estudios y asistió a las clases como siempre. Pocas personas sabían lo que le había ocurrido, y se dieron cuenta de que Eric estaba más callado, pero eso fue todo. Mi padre y yo no supimos nada excepto que había faltado unos días a clase debido a una migraña.

Más adelante nos enteramos de que Eric comenzó a beber mucho, a faltar a clases, o a aparecer en clases que no le tocaban, a gritar en pesadillas y a despertar a otra gente de su planta en la residencia, a tomar drogas, a no asistir a exámenes y a clases prácticas… Al final la universidad tuvo que sugerirle que se tomara el resto del año libre porque había faltado a demasiadas clases. Eric se lo tomó mal; cogió todos sus libros, los amontonó en el pasillo al lado de la puerta de su tutor, y les prendió fuego. Tuvo suerte de que no le denunciaran, pero los responsables de la universidad hicieron la vista gorda con respecto al humo y los leves daños en los paneles de madera antigua, y Eric volvió a la isla.

Pero no volvió a mí. No quiso tener nada que ver conmigo y permaneció encerrado en su habitación escuchando sus discos a todo volumen y apenas sin salir, excepto para ir al pueblo, en donde pronto le prohibieron la entrada en los cuatro pubs por empezar peleas y gritar e insultar a la gente. Cuando por fin me prestó atención se quedaba mirándome fijamente con sus enormes ojos, o se tocaba la nariz y me guiñaba un ojo. Ahora sus ojos eran oscuros y tenía enormes ojeras y su nariz parecía haberle crecido mucho. Una vez me agarró y me dio un beso en los labios que verdaderamente me asustó.

Mi padre se fue volviendo tan cerrado como Eric. Se recluyó en una existencia indolente hecha de largos paseos y silencios malhumorados e introspectivos. Comenzó a fumar cigarrillos, llegando por un tiempo a fumarlos en cadena. Durante un mes o algo así la casa se convirtió en un infierno y yo me largaba en cuanto podía, o me quedaba en mi habitación y miraba la tele.

Entonces Eric empezó a asustar a los niños del pueblo, primero arrojándoles gusanos y más tarde metiéndoselos por la camisa cuando volvían del colegio. Cuando Eric empezó a forzar a los niños a comerse puñados de gusanos y de larvas, algunos de los padres vinieron a la isla acompañados de Diggs. Yo me quedé sentado en mi habitación, sudando, mientas se reunían todos en el salón de abajo y los padres le gritaban a mi padre. El médico del pueblo, Diggs y hasta un asistente social llegado de Inverness consiguieron hablar con Eric, pero él no soltó prenda; se quedó sonriendo y mencionando de vez en cuando la cantidad de proteínas que contenían las larvas. Una vez llegó a casa apaleado y sangrando, y mi padre y yo supusimos que algunos de los hermanos mayores de los chicos, o quizá sus propios padres, lo habían agarrado y le habían dado una paliza.

Parece ser que desde hacía dos semanas venían desapareciendo perros del pueblo antes de que algunos niños vieran a Eric rociando una lata de gasolina sobre un pequeño Yorkshire terrier y prendiéndole fuego. Sus padres les creyeron, salieron en busca de Eric y le encontraron haciendo lo mismo con un viejo perro callejero al que había atraído con caramelitos de anís y lo había agarrado. Lo persiguieron por los bosques que hay detrás del pueblo pero lo perdieron de vista.

Diggs volvió a la isla aquella tarde para comunicarnos que venía a detener a Eric por perturbación del orden público. Esperó hasta bastante tarde y solo aceptó un par de los whiskies que mi padre le ofreció, pero Eric no volvió. Diggs se marchó y mi padre se quedó esperándole, pero Eric siguió sin aparecer. No volvió hasta tres días y cinco perros más tarde, ojeroso y sin lavar, oliendo a gasolina y a humo, con las ropas hechas trizas y el rostro sucio y demacrado. Mi padre le oyó entrar muy temprano por la mañana, darle un repaso a la nevera, engullir varias comidas a la vez, y salir pitando a su habitación para meterse en la cama.

Mi padre fue sigilosamente hasta el teléfono y llamó a Diggs. quien llegó antes del desayuno. Pero Eric debió de oír o sospechar algo porque salió por la ventana de su habitación, se descolgó por el desagüe hasta el suelo y se escapó con la bicicleta de Diggs. Pasaron otra semana y dos o tres perros más antes de que lo cogieran sacando gasolina del coche de alguien en mitad de la calle. Le rompieron la mandíbula en el proceso de arrestarlo, y esta vez Eric no se escapó.

Unos meses después dictaminaron que estaba loco. Le hicieron pasar por todo tipo de pruebas, intentó escaparse en innumerables ocasiones, atacó a enfermeros, a asistentes sociales y a médicos, y les amenazó con todo tipo de acciones legales y con asesinatos. Lo fueron trasladando gradualmente a sanatorios de mayor seguridad para pacientes crónicos a medida que aumentaron sus pruebas, sus amenazas y sus peleas. Mi padre y yo oímos que se tranquilizó bastante una vez lo internaron en el hospital que está al sur de Glasgow y que no volvió a intentar fugarse, pero, considerando lo que ha ocurrido, se me ocurre que probablemente estaba tratando, al parecer con éxito, de conseguir que sus guardianes se confiaran.

Y ahora estaba desandando el camino de vuelta para visitarnos.


Recorrí lentamente con los prismáticos el terreno que se extendía frente a mí, de norte a sur, de neblina a neblina, la ciudad y las carreteras y la estación de ferrocarril y los campos y playas, preguntándome si en alguno de aquellos lugares que transitaba mi mirada se encontraría Eric en aquel preciso momento, si ya habría llegado hasta aquí. Sentí que estaba cerca. No sabía por qué, pero había tenido tiempo de sobra y la llamada de la noche anterior había sonado más clara que sus otras llamadas y… simplemente lo sentía. Podría ser que estuviera aquí en este instante, merodeando, esperando a que cayera la noche para avanzar, o emboscado en el monte, o tras las retamas, o agazapado en las hondonadas de las dunas, avanzando hacia la casa, o buscando perros.

Seguí caminando por la cresta de las colinas y después descendí unas cuantas millas en dirección a la ciudad, entre hileras de coníferas por donde se oía el murmullo lejano de las sierras eléctricas entre la sombra y la quietud de las oscuras masas de árboles. Crucé la vía del tren, atravesé unos campos de cebada, la carretera y los vastos pastizales de ovejas hasta llegar a las dunas.

Me dolían los pies, y al caminar por la franja de arena dura de la playa sentía un ligero dolor en las piernas. Una leve brisa se levantó desde el mar y me alegré de que llegara porque habían desaparecido las nubes, y el sol. aunque estaba cayendo, seguía pegando fuerte. Llegué a un río que va había cruzado antes por las colinas y volví a cruzarlo cerca del mar subiendo por las dunas hasta encontrar un puente de cables que había por allí. Me encontré rodeado de ovejas, algunas esquiladas, otras aún con su lana, que se apartaron de mí con sus balidos entrecortados y se detuvieron cuando vieron que estaban seguras, bajaron la cabeza o se arrodillaron para continuar triscando la hierba entreverada de flores.

Recuerdo que solía despreciar a las ovejas por ser tan profundamente estúpidas. Las había visto comer, comer y comer, había visto perros que habían dominado un rebaño entero de ellas, las había perseguido y me había reído del modo en que corrían, había podido contemplar cómo se metían en toda clase de líos enredándose tontamente en los matorrales, y siempre pensé que les estaba bien empleado eso de acabar en chuletas de cordero y merecían ser utilizadas como máquinas productoras de lana. Tuvieron que pasar muchos años y un largo proceso para que llegara a darme cuenta de que lo que verdaderamente representaban las ovejas no era su propia estupidez, sino nuestro poder, nuestra avaricia y nuestro egoísmo.

Cuando llegué a entender la evolución de las especies y a saber un poco de historia, de agricultura y de ganadería, vi claramente que aquellos espesos animales blancos de los que yo me reía por seguirse unos a otros y enredarse en los matorrales eran tanto el producto final de generaciones de granjeros como de generaciones de ovejas: nosotros las convertimos en lo que son, las moldeamos a partir de sus ancestros supervivientes y salvajes de manera que se hicieran dóciles, estúpidas y generosas productoras de lana. No queríamos que fueran inteligentes y, hasta cierto punto su inteligencia y su agresividad estaban ligadas. Por supuesto, los carneros son más inteligentes, pero hasta ellos se ven degradados por las hembras idiotas con las que tienen que tratar e inseminar.

Idéntico principio puede ser aplicado a las gallinas, a las vacas y a cualquier cosa en la que hayamos puesto nuestras avariciosas y hambrientas manos desde hace tiempo. De vez en cuando pienso que lo mismo podría haberles ocurrido a las mujeres pero, aunque la teoría resulte bastante atractiva, me temo que estoy equivocado.


Llegué a casa a tiempo para la cena, engullí el par de huevos, el bistec, las patatas y las judías, y me pasé el resto de la tarde viendo la televisión y hurgándome la boca con una cerilla para sacarme trocitos de vaca muerta.

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