Por la mañana temprano, mientras mi padre dormía y la fría luz se filtraba a través de la definida negrura de unos recientes nubarrones, me levanté en silencio, me lavé y me afeité meticulosamente, regresé a mi habitación, me vestí lentamente, y después cogí el frasco con la avispa, que parecía adormilada, y me fui con él al desván, donde me esperaba la Fábrica.
Dejé el frasco en el pequeño altar bajo la ventana y realicé las últimas preparaciones de última hora que requería la Fábrica. Cuando terminé me froté las manos con el ungüento limpiador verde que tengo en un bote junto al altar. Consulté las tablas de Marea y Distancia que aparecen en el pequeño libro rojo que tengo en el otro lado del altar, y tomé nota de la hora de marea alta. Dispuse las dos pequeñas velas de avispas en la posición en que habrían estado las manecillas de un reloj en la esfera de la Fábrica que mostrara la hora de la marea alta local, después levanté un poco la tapa del frasco y extraje las hojas y el pequeño trozo de piel de naranja, dejando sola a la avispa.
Puse el frasco sobre el altar, el cual estaba decorado con varias cosas que transmitían potente energía: la calavera de la serpiente que mató a Blyth (que fue encontrada por su padre y partida por la mitad con una pala de jardinería; yo la recogí entre las matas y escondí la parte delantera de la serpiente en la arena antes de que Diggs pudiera llevársela como prueba), un fragmento de la bomba que destruyó a Paul (los pedazos más pequeños que pude encontrar; había muchos), un trozo de tela de tienda de campaña de la que utilicé para elevar a Esmerelda (no era un pedazo de la cometa, por supuesto, sino un sobrante) y un platillo que contenía algunos de los gastados dientes amarillentos del Viejo Saúl (fácilmente extraíbles).
Me puse la mano en la entrepierna, cerré los ojos y repetí mis catecismos secretos. Podía repetirlos como una letanía, pero intenté pensar en lo que significaban mientras los repetía. Contenían mis confesiones, mis sueños y esperanzas, mis miedos y mis odios, y todavía me estremecen cuando los recito, ya sea automáticamente o no. Sería suficiente con que hubiera una grabadora por los alrededores para que la horrible verdad sobre mis tres asesinatos fuera descubierta. Es por esa razón por lo que son muy peligrosos. Los catecismos también dicen la verdad sobre quién soy, sobre lo que quiero y lo que siento, y podría ser muy perturbador oírte a ti mismo describirte tal como piensas que eres, de las maneras más honestas y abyectas, igual que resulta humillante oír lo que has pensado en tus momentos más esperanzados y alejados de la realidad.
Una vez terminado el ritual llevé la avispa sin más dilación hasta el borde inferior de la Fábrica, y la dejé entrar.
La Fábrica de las Avispas ocupa un área de varios metros cuadrados en un irregular y algo desvencijado amasijo de metal, madera, vidrio y plástico.Todo está basado en la esfera del viejo reloj que solía colgar encima de la puerta del Royal Bank of Scotland en Porteneil.
La esfera del reloj es el objeto más importante que he rescatado del vertedero del pueblo. La encontré allí en el Año de la Calavera y la traje a casa rodando por el camino que lleva a la isla y por el puente colgante. La guardé en el cobertizo hasta que mi padre se fue de casa y entonces sudé y me esforcé durante todo el día para trasladarla al desván. Está hecha de metal y mide casi un metro de diámetro; pesa bastante y está inmaculada; los números son romanos y fue construida, como el resto del reloj, en Edimburgo, en 1864, exactamente cien años antes de mi nacimiento. No hay duda de que no se trata de una mera coincidencia.
Como el reloj se podía ver por los dos lados, con toda seguridad debió de existir otra esfera idéntica, la otra cara del reloj; pero a pesar de que rebusqué por todo el vertedero durante semanas tras hallar la esfera que tengo, jamás encontré la otra, así que eso también forma parte del misterio de la Fábrica: su propia pequeña leyenda del Grial. El viejo Cameron, en su herrería del pueblo, me contó que había oído que un chatarrero de Inverness se llevó los mecanismos del reloj, así que tal vez la otra esfera acabó fundida hace años, o quizá ahora adorne la pared de alguna casa elegante en Black Isle, construida con los beneficios de la chatarra de los coches o del variable precio del plomo. Prefiero la primera posibilidad.
En la esfera había unos cuantos agujeros que me encargué de soldar, pero dejé el agujero en el centro muerto en donde el mecanismo se conectaba con las manecillas; es a través de ese agujero por donde se deja que entre la avispa en la Fábrica. Una vez allí dentro puede deambular por la esfera cuanto quiera, inspeccionando las pequeñas velas en donde yacen enterradas sus primitas, o ignorándolas si así lo prefiere.
Una vez que ha conseguido llegar hasta el borde de la esfera, cuyo perímetro tengo sellado con una franja de madera de dos pulgadas de alto y cubierto con un círculo de cristal de un metro de diámetro que le encargué especialmente al cristalero del pueblo, la avispa puede, a través de unas compuertas tamaño avispa, entrar en uno de los doce corredores que hay frente a cada uno de los inmensos —en comparación con el tamaño de las avispas— números de la esfera. Si la Fábrica lo estima conveniente, el peso de la avispa puede activar un delicado columpio de balancín fabricado con delgadas piezas de hojalata, hilo y pasadores, que hace que se cierre una pequeña puerta detrás del insecto, confinándolo al corredor que haya elegido. A pesar de que mantengo los mecanismos de las puertas bien lubricados y equilibrados, y de que los reparo y los pruebo para que el más insignificante temblor los ponga en funcionamiento —me resulta muy difícil discernir cuándo la Fábrica está llevando a cabo su mortífero y lento cometido—, en ocasiones la Fábrica no acepta a la avispa en el corredor de su primera elección y la deja trepar de vuelta para salir hacia la esfera de nuevo.
A veces las avispas se ponen a volar o se ponen a andar boca abajo por la parte interior del círculo de cristal, y en ocasiones se quedan mucho tiempo en el agujero bloqueado del centro por donde entran, pero tarde o temprano eligen un agujero y una puerta que funciona, y su destino queda sellado.
La mayoría de las muertes que ofrece la Fábrica son automáticas, pero algunas requieren mi intervención para el coup de gráce, y ello, por supuesto, tiene mucho que ver con lo que la Fábrica esté intentando comunicarme. Tengo que apretar el gatillo de la vieja escopeta de aire comprimido si la avispa se mete dentro del cañón o conectar la corriente si cae en la Piscina Hirviente. Si acaba metiéndose en el Salón de la Araña o en la Cueva de Venus o en la Hormiguería entonces no me queda más que esperar a que la naturaleza siga su curso y mirar. Si su recorrido la lleva al Pozo de Ácido o a la Cámara de Hielo o a esa otra cámara que lleva el irónico título de Caballeros (en donde el instrumento de exterminio es mi propia orina, por lo general bastante reciente), entonces puedo volver a ser un mero observador. Si cae en las múltiples púas electrificadas de la Cámara Voltaica, puedo contemplar al insecto chisporroteando; si tropieza en el Peso Muerto veo cómo acaba aplastado y espachurrado; y si acaba metiéndose en el Corredor de la Cuchilla lo veo cortado en dos y contorsionándose. Cuando añado alguna de las muertes alternativas puedo ver a la avispa derramar cera derretida sobre sí misma, comer mermelada envenenada o acabar atravesada por una aguja propulsada por una goma; puede incluso desencadenar una serie de acciones que acabarían con ella encerrada en una cámara sellada en donde se introduce dióxido de carbono de una bombona de sifón, pero si le da por elegir el agua caliente o el cañón del rifle en la trampa llamada Vuelta de Tuerca del Destino, entonces me toca participar directamente en su muerte. Y si elige el Lago Ardiente, entonces soy yo quien tengo que apretar la palanquita que provoca la chispa que hará arder la gasolina.
La muerte por fuego siempre ha estado en las Doce, y es uno de los Finales que nunca se reemplazan por una de las Alternativas. El final por Fuego significa para mí la muerte de Paul; aquello ocurrió cerca del mediodía, igual que la muerte de Blyth por veneno está representada por el Salón de la Serpiente en las Cuatro. Esmerelda murió probablemente ahogada (servicio de Caballeros), y he situado la hora de su muerte arbitrariamente a las Ocho, para mantener una cierta simetría.
Contemplé cómo la avispa salía del frasco, bajo la fotografía de Eric que había colocado boca abajo sobre el cristal. El insecto no perdió el tiempo; en un segundo ya estaba avanzando por la esfera de la Fábrica. Trepó por el nombre del fabricante, en donde se especificaba el año en que nació el reloj, pasó junto a las velas de avispas ignorándolas por completo, y se fue casi directamente en dirección al enorme XII, pasando por encima y atravesando la puerta opuesta, que se cerró silenciosamente tras ella. Avanzó rápidamente por el corredor pasando a través del túnel fabricado con una lata de langosta, el cual le impedía retroceder y, a continuación, entró en el túnel de acero pulido por el que se deslizó resbalando hasta la cámara cubierta de cristal donde moriría.
Entonces me recosté en mi asiento suspirando. Me pasé una mano por el pelo y volví a reclinarme hacia delante para observar el lugar donde había caído la avispa mientras ella iba trepando por un renegrido e irisado cuenco de alambres de acero que me habían vendido corno colador de té pero que ahora colgaba sobre un cuenco de gasolina. Sonreí de lástima. La cámara estaba bien ventilada con numerosos agujeros en la parte superior e inferior del tubo de cristal, de manera que la avispa no se ahogara con los efluvios de la gasolina; cuando la Fábrica estaba a punto, siempre se podía percibir un leve olor de gasolina en el desván. Ahora podía oler la gasolina mientras observaba a la avispa, y hasta pudiera ser que hubiera en el aire un leve rastro de pintura fresca, aunque no estaba seguro. Me encogí de hombros y presioné a fondo el botón de la cámara haciendo que un perno se deslizara por su guía hecha de palo de tienda de campaña y entrara en contacto con la rueda de la piedra y con el mecanismo de apertura de gas del encendedor desechable suspendido sobre el cuenco de gasolina.
Ni siquiera se necesitaron varios intentos para que prendiera; funcionó a la primera y las llamas, que, aunque débiles, relumbraban brillantemente en la temprana penumbra de aquel desván iluminado con la luz de la mañana, se encrespaban y abrazaban la malla abierta del colador. Las llamas no la atravesaron pero el calor sí lo hizo y la avispa se lanzó a volar, zumbando desesperadamente por encima de las llamas para acabar chocando contra el cristal, volviendo a caer, golpeándose con el lateral del colador, paseándose por el borde, a punto de caer a las llamas, y volviendo a levantar el vuelo, chocando varias veces con el tubo de metal del tobogán y volviendo a caer en la trampa de la malla metálica. Dio un último salto en el aire, voló desesperada unos segundos, pero debía de tener las alas chamuscadas porque su vuelo resultó bastante irregular y pronto acabó cayendo en el cuenco de malla metálica, en donde murió después de forcejear, retorcerse, quedarse inmóvil y humear levemente.
Me quedé sentado observando cómo el renegrido insecto se asaba y chisporroteaba, contemplando las calmadas llamas que se elevaban hasta la malla metálica y aleteaban a su alrededor como una mano, observando el reflejo de las llamas saltarinas en el extremo del tubo de cristal y, finalmente, me acerqué y desabroché la base del cilindro, deslicé el cuenco de gasolina apoyado sobre una cubierta de metal y apagué el fuego. Desarmé la parte superior de la cámara y con unas pinzas extraje el cadáver. Lo coloqué en una caja de cerillas y lo deposité en el altar.
La Fábrica no siempre entrega sus muertos; el ácido y las hormigas no dejan nada, y la trampa de moscas de Venus y la araña dejan únicamente un cascara hueca, si es que dejan algo. Pero esta vez, sin embargo, volvía a tener un cadáver calcinado; tenía que volver a deshacerme de unos restos. Me puse la cabeza entre las manos balanceándome adelante y atrás en mi pequeña banqueta. La Fábrica me rodeaba, el altar estaba detrás de mí. Le eché un vistazo a la parafernalia de lugares posibles de la Fábrica, a sus múltiples caminos hacia la muerte, a sus túneles y corredores y cámaras, a sus luces al final de los túneles, a sus tanques y contenedores y tolvas, a sus disparadores, sus pilas y sus hilos, sus puntales y soportes, a sus tubos y cables. Apreté varios interruptores y unas hélices comenzaron a zumbar por aquellos corredores conectados entre sí enviando el aire que succionaban por unos respiraderos, donde había untado un poco de mermelada, en dirección a la esfera. Estuve escuchándolos un rato hasta que llegó hasta mí el olor a mermelada, pero su función consistía en atraer a su final a las avispas lentas o reticentes, no a mí. Apagué el motor.
Empecé a apagarlo todo; a desconectar, vaciar y alimentar. La mañana se iba imponiendo en el espacio más allá de las claraboyas y se oyeron un par de pájaros madrugadores en el aire fresco del día. Cuando di por concluido el apagado ritual de la Fábrica me acerqué al altar y repasé con la vista todos sus componentes, la variedad de peanas en miniatura y pequeños recipientes de cristal, los recuerdos de mi vida, las cosas que en otro tiempo encontré y guardé. Fotografías de todos mis parientes muertos, los que yo maté y los que simplemente se murieron. Fotografías de los vivos: Eric, mi padre, mi madre. Fotografías de cosas; una BSA 500 (desgraciadamente no era una foto de la moto; creo que mi padre se encargó de destruir todas las fotos en las que aparecía), la casa, cuando todavía estaba reluciente con sus torbellinos de pintura, y hasta una fotografía del mismo altar.
Pasé la caja de cerillas que contenía la avispa muerta por encima del altar, la agité en el aire frente a él, delante del frasco de arena de la playa que hay junto a la casa, de los frascos con los preciados fluidos, de unas virutas sacadas del bastón de mi padre, de otra caja de cerillas que contiene un par de dientes de leche de Eric envueltos en algodón, de un frasquito con unos cabellos de mi padre, de otro frasquito lleno de óxido y pintura rascados del puente que nos une a tierra firme. Encendí las velas de avispas, cerré los ojos, mantuve la caja de cerillas-ataúd frente a mí para poder sentir la avispa desde el interior de mi cabeza; era un escozor, una sensación de cosquilleo que provenía del interior de mi cráneo. Cuando terminé apagué las velas, cubrí el altar, me levanté, me sacudí los pantalones de pana, recogí la fotografía de Eric que había colocado sobre el cristal de la Fábrica y envolví con ella el ataúd, la sujeté con una goma elástica y me metí el paquete en el bolsillo de la chaqueta.
Me fui caminando lentamente por la playa hacia el Bunker, con las manos en los bolsillos y la cabeza baja, observando la arena y mis pies, pero sin prestarles atención. Lo que veía era fuego por todas partes. La Fábrica lo había mencionado en dos ocasiones, yo recurrí instintivamente a él cuando fui atacado por el conejo macho y ahora lo tenía metido en la cabeza. Eric también había contribuido a que cada día lo presintiera más cercano.
Alcé el rostro hacia el aire frío y los azules y rosas pastel del cielo recién abierto sintiendo la brisa húmeda, oyendo el siseo de la lejana marea de bajamar. Se oyó el balido de una oveja.
Tenía que probar al Viejo Saúl, tenía que intentar como fuera contactar con mi demente y loco hermano antes de todos aquellos fuegos se conjuraran y eliminaran a Eric, o acabaran con mi vida en la isla. Intenté convencerme a mí mismo de que no se trataba de algo preocupante, pero sentía en mis entrañas que sí lo era; la Fábrica no miente, y por una vez había sido excepcionalmente específica. Estaba preocupado.
Una vez en el Bunker y una vez hube colocado el ataúd frente a la calavera del Viejo Saúl, con aquella luz que salía por los órbitas oculares en donde en otro tiempo estuvieron sus ojos, me arrodillé en la incitante oscuridad frente al altar con la cabeza inclinada. Pensé en Eric; lo recordé tal como era antes de su desgraciada experiencia, cuando, a pesar de haber pasado tiempo fuera de la isla, formaba parte inseparable de ella. Lo recordé como el muchacho inteligente, amable y nervioso que había sido, y pensé en lo que se había convertido: una fuerza flamígera y perturbadora que se aproximaba por las arenas de la isla como un ángel demente que agitara la cabeza con gritos fragorosos de locura y delirio.
Me incliné hacia delante y, cerrando los ojos, puse la palma de mi mano derecha sobre el cráneo del viejo perro. La vela estaba recién encendida y el hueso solo estaba templado. Alguna parte cínica y desagradable de mi cerebro me decía que, en aquella posición, me parecía al míster Spok de Star Trek derritiendo una mente o algo así, pero yo lo ignoré; no había que distraerse. Inspiré profundamente y pensé aún más profundamente. El rostro de Eric se apareció borroso ante mis ojos, todo pecas, pelo rubio y sonrisa. Un rostro joven, delgado, inteligente y joven, tal como lo veía cuando intentaba pensar en él cuando era feliz, durante nuestros felices veranos en la isla.
Me concentré, apreté mis entrañas y contuve la respiración como cuando intentaba forzar una cagada cuando estaba estreñido; la sangre me subió a la orejas. Con el índice y el pulgar de la otra mano presioné mis párpados cerrados contra mi propio cráneo mientras la otra mano seguía calentándose sobre el Viejo Saul. Vi luces, formas caprichosas como ondas desplegándose en el agua o enormes huellas dactilares en espiral.
Sentí que se me contraía el estómago involuntariamente y que una ola de algo parecido a una emoción llameante surgía de él. Eran tan solo ácidos y glándulas, ya lo sabía, pero sentí que me transportaba de un cráneo a otro. ¡Eric! ¡Estaba comunicándome! Podía sentirlo; sentir los pies doloridos, las plantas llagadas, las piernas tambaleantes, las manos pegajosas de sudor seco, el cuero cabelludo sin lavar, escociendo; podía olerlo como a mí mismo, ver a través de aquellos ojos que apenas podían cerrarse y que ardían en su cráneo, crudos e inyectados en sangre, parpadeando secos. Podía sentir los restos de una horrible comida que yacía muerta en mi estómago, podía sentir el sabor de carne, huesos y pelos quemados en mi lengua; ¡Estaba allí! Estaba…
Una llamarada de fuego me flageló. Me vi lanzado por el aire, despedido desde el altar como una pieza de suave metralla y rebotado en el suelo de cemento cubierto de tierra hasta dar con la pared opuesta del Bunker, con la cabeza retumbando y la mano derecha dolorida. Me caí de lado y me enrosqué en mí mismo.
Me quedé allí tendido respirando hondo un momento, abrazándome los costados y moviéndome levemente, rascándome la cabeza con el suelo del Bunker. Sentía corno si mi mano derecha fuera del tamaño y color de un guante de boxeo. Cada leve latido de mi corazón bombeaba dolor por mi brazo. Me puse a canturrear quedamente y poco a poco fui incorporándome hasta quedarme sentado, frotándome los ojos y sin dejar de menearme suavemente, acercando las rodillas a la cabeza, recostándome sobre la espalda. Traté de recomponer mi maltratado ego.
Al otro extremo del Bunker, una vez pude volver a enfocar la vista borrosa, pude ver que la calavera seguía resplandeciente, la llama seguía viva. Le eché una mirada furiosa, levanté la mano derecha y comencé a lamérmela. Miré a mi alrededor para ver si mi vuelo de un lado a otro de la habitación había dañado algo pero me pareció que todo seguía en su sitio; el único afectado era yo. Exhalé un suspiro trémulo y me relajé dejando la cabeza apoyada contra la pared que tenía detrás.
Al rato me eché hacia delante y coloqué la palma de la mano, aún palpitante, sobre el suelo del Bunker para dejar que se enfriara. La mantuve así un buen rato y después la levanté y me sacudí la tierra que se me había pegado, entornando los ojos para forzar la vista en busca de alguna herida visible, pero la luz era muy escasa. Lentamente me puse en pie y me dirigí al altar. Encendí las velas con manos temblorosas, coloqué la avispa con el resto de las cosas en la estantería de plástico a la izquierda del altar y quemé su ataúd provisional en el platillo de metal que había frente al Viejo Saúl. La fotografía de Eric se prendió en llamas y su rostro aniñado se desvaneció en el fuego. Soplé por uno de los ojos del Viejo Saúl y apagué la vela.
Me quedé quieto un instante tratando de ordenar mis pensamientos y después me dirigí a la puerta de metal del Bunker y la abrí. La sedosa luz de la mañana cubierta de nubes brillantes inundó todo y me hizo encoger el rostro. Me di la vuelta, apagué las otras velas y le eché otro vistazo a mi mano. La palma estaba enrojecida e inflamada. La volví a lamer.
Casi lo había conseguido. Estaba seguro de que había tenido a Eric a mi alcance, que había conseguido tener su mente bajo mi mano y que había formado parte de él, que había visto el mundo a través de sus ojos, que había oído el palpito de la sangre en su cabeza, que había sentido la tierra bajo sus pies, que había olido su cuerpo y había probado su última comida. Pero Eric había resultado demasiado para mí. El incendio que ardía en su cabeza era demasiado intenso como para que alguien que estuviera cuerdo pudiera resistirlo. Tenía esa potencia lunática tan fiel a sí misma que solo pueden resistir de manera constante los dementes profundos, y que puede ser emulada momentáneamente por los más feroces soldados o los más agresivos deportistas. Todas las partículas del cerebro de Eric estaban concentradas en su misión de volver y prender fuego, y no hay cerebro normal, ni siquiera el mío, que estaba lejos de ser normal y era más potente que la mayoría, que pueda igualar tal despliegue de fuerzas. Eric estaba entregado a una Guerra Total, a una Jihad; cabalgaba sobre el Viento Divino, por lo menos hacia su propia destrucción, y no había nada que yo pudiera evitar con aquellos medios.
Cerré el Bunker y me volví por la playa hacia la casa, de nuevo con la cabeza baja y hasta más meditabundo y preocupado de lo que estaba en mi camino de ida.
Me pasé el resto del día metido en la casa, leyendo libros y revistas, viendo televisión y pensando todo el tiempo. No podía hacer nada por Eric desde dentro, así que tenía que cambiar el sentido de mi ataque. Mi mitología personal, sustentada por la Fábrica, era lo suficientemente flexible como para aceptar aquel fracaso que acababa de experimentar y utilizar aquella derrota como una vía para alcanzar la solución real. Mis pelotones de reconocimiento se habían chamuscado los dedos, pero me quedaban otros recursos. Acabaría venciendo, pero no lo conseguiría aplicando directamente mis poderes. Desde luego no mediante la aplicación directa de cualquier otro poder, sino empleando la inteligencia con imaginación, que siempre acaba siendo la base firme para cualquier empresa. Si no podía estar a la altura del reto que representaba Eric, entonces merecería acabar destruido.
Mi padre seguía pintando, trasladándose de un lado a otro con la escalera hasta las ventanas, con la lata de pintura y la brocha apretada entre los dientes. Le ofrecí mi ayuda, pero insistió en hacerlo él mismo. Yo había empleado la escalera en otras ocasiones para intentar llegar hasta el despacho de mi padre, pero tenía pestillos especiales en las ventanas, y hasta mantenía las persianas bajadas y las cortinas corridas. Estaba encantado de ver lo difícil que le resultaba subir y bajar por las escaleras. Nunca podría llegar al desván. Pensé que tenía suerte de que la casa tuviera la altura que tenía, porque si no mi padre podría haber trepado por la escalera de mano hasta el tejado y podría haber echado un vistazo por las claraboyas hacia el interior del desván. Pero ninguno de los dos teníamos nada que temer. Nuestras respectivas ciudadelas estaban seguras por el momento.
Por una vez mi padre me dejó hacer la cena y yo preparé unos vegetales con curry, que ambos encontramos aceptables, mientras veíamos un programa de geología de la Universidad Abierta en el televisor portátil que yo había trasladado a la cocina para la ocasión. Decidí que cuando terminara con el asunto de Eric tenía que reiniciar la campaña para convencer a mi padre de que comprara un aparato de vídeo. Era muy fácil perderse buenos programas en los días soleados.
Después de la comida mi padre se fue al pueblo. Era algo fuera de lo común pero no le pregunté a dónde iba. Aquel día parecía cansado tras pasarse tantas horas subiendo y bajando escaleras, pero se fue a su habitación, se cambió de ropa y apareció cojeando en el salón para despedirse de mí.
—Voy a salir —dijo. Echó un vistazo al salón como si buscara alguna prueba de que ya había comenzado yo a tramar alguna travesura antes de que él se fuera. Yo seguí mirando la tele y asentí con la cabeza sin mirarlo.
—Me parece muy bien —respondí yo.
—No llegaré tarde. No hace falta que cierres.
—Muy bien.
—¿No te importa?
—Desde luego que no. —Le miré, crucé los brazos y me arrellané aún más en el viejo sillón. Él dio un paso atrás y se quedó con los pies en el recibidor y el cuerpo metido en el salón, sostenido únicamente por la mano en el picaporte que le impedía caerse. Volvió a asentir con la cabeza, y el sombrero que llevaba puesto se le hundió aún más.
—De acuerdo. Te veré luego. Espero que te portes bien.
Yo sonreí y volví la vista a la pantalla.
—Sí, papá. Hasta luego.
—Humm —dijo y, tras echar un último vistazo al salón, como si quisiera asegurarse de que no había desaparecido la plata, cerró la puerta y se oyeron sus pasos por el recibidor hasta la puerta principal. Observé cómo ascendía por el sendero, me quedé un rato sentado y después fui a probar la puerta del despacho que, como de costumbre, estaba tan herméticamente cerrada que parecía que formara parte de la pared.
Me quedé dormido. La luz de fuera se iba desvaneciendo, en la tele ponían una horrible serie americana de detectives y me dolía la cabeza. Parpadeé sobre mis ojos pegados, bostecé para despegar los labios y quitarme el sabor rancio de la boca con un poco de aire y me desperecé para acabar aterido de frío; entonces oí el teléfono.
Salté del sofá, tropecé y casi me caigo, y llegué a la puerta, después al recibidor, a las escaleras y finalmente al teléfono lo más rápido que pude. Descolgué el teléfono con la mano derecha, que me dolía. Me apreté el auricular contra la oreja.
—¿Diga? —exclamé.
—Hola, amigo Frankie, ¿cómo te va? —dijo Jamie. Sentí una mezcla de alivio y decepción. Suspiré.
—Ah, Jamie. Bueno. ¿Cómo estás?
—De baja. Se me cayó una plancha de metal en el pie esta mañana y lo tengo hinchado.
—Pero no es nada grave, ¿verdad?
—Naa. Pasaré el resto de la semana de baja, con un poco de suerte. Mañana voy a ver al médico para que me extienda el certificado de enfermedad. Solo quería decirte que estaré en casa todo el día. Puedes traerme uvas si quieres.
—Muy bien. Seguramente pasaré mañana. Te llamaré antes para confirmártelo.
—Fantástico. ¿Alguna noticia de quien tú ya sabes?
—No. Pensé que podría ser él cuando sonó el teléfono.
—Ya, se me ocurrió que lo pensarías. No te preocupes. No he oído que haya pasado nada extraño en el pueblo, de modo que seguramente todavía no ha llegado.
—Sí, pero yo quiero volver a verlo. Lo que no quiero es que vuelva a hacer todas las locuras que hacía antes. Sé que tendrá que volver allí aunque no las haga, pero me gustaría verle. Quiero ambas cosas, ¿sabes lo que quiero decir?
—Sí, sí. Todo saldrá bien. Creo que al final todo acabará bien para él. No te preocupes por eso.
—No, si no me preocupo.
—Bueno. Bien, voy a salir a comprar unas pintas de anestésico al pub. ¿Te apetece venir conmigo?
—No, gracias. Estoy bastante cansado. Esta mañana me levanté muy temprano. Seguramente nos veremos mañana.
—Fantástico. Bueno, cuídate y esas cosas. Hasta luego, Frank.
—Muy bien Jamie, adiós.
—Adiós —dijo Jamie. Colgué y bajé las escaleras para cambiar de canal y poner algo más sensible, pero cuando no había llegado al último escalón el teléfono volvió a sonar. Volví a subir las escaleras. Y justamente cuando lo hacía un escalofrío me recorrió el cuerpo con la sensación de que sería Eric, pero cuando descolgué el teléfono no se oía ningún pitido. Apreté la cara y dije:
—¿Sí? ¿Has olvidado decirme algo?
—¿Olvidar? ¡No me he olvidado de nada! ¡Lo recuerdo todo! ¡Todo! —me gritaba una voz familiar al otro extremo de la línea.
Me quedé helado, después tragué un nudo en la garganta y dije:
—Er…
—¿Por qué me acusas de olvidarme de cosas? ¿De qué me acusas de haberme olvidado? ¿De qué? ¡No me he olvidado de nada! —Eric resolló y escupió.
—Eric, ¡lo siento! ¡Creí que eras otra persona!
—¡Soy yo! —me gritó—. ¡No soy otra persona! ¡Soy yo! ¡Yo!
—¡Creí que eras Jamie! —exclamé quejándome, cerrando los ojos.
—¿Ese enano? ¡Qué cabrón eres!
—Lo siento, yo… —Entonces me detuve y pensé en lo que había dicho—, ¿Por qué le llamas «ese enano», y con ese tono? Es mi amigo. No tiene la culpa de ser tan bajito —le dije.
—¿Ah, sí? —fue su respuesta—. ¿Y tú cómo lo sabes?
—¿A qué te refieres con eso de que cómo lo sé? ¡No es culpa suya haber nacido así! —le contesté enfadándome cada vez más.
—Solo cuentas con su palabra para demostrarlo.
—¿Que solo cuento con su palabra para qué? —le dije.
—¡Para afirmar que es un enano! —soltó Eric.
—¿Cómo? —le grité, sin poder dar crédito a mis oídos—. Puedo ver con mis dos ojos que es un enano, ¡imbécil!
—¡Eso es lo que él quiere que tú creas! ¡Quizá se trata realmente de un extraterrestre! ¡Quizá el resto de los suyos son hasta más pequeños que él! ¿Cómo sabes tú que no se trata de un extraterrestre gigante que viene de una raza de extraterrestres diminutos? ¿Eh?
—¡No seas imbécil! —le grité por el teléfono, agarrándolo con fuerza con mi mano quemada.
—Bueno, ¡después no me vengas con que no te avisé! —me gritó Eric.
—¡No te preocupes! —le contesté gritándole a mi vez.
—Bueno, pasando a otro tema, —dijo Eric con una voz repentinamente tranquila que me hizo pensar que quizá alguien se había metido en la línea con una interferencia, y que me dejó aún más perplejo cuando continuó con un tono de conversación absolutamente normal preguntándome—: ¿cómo estás?
—¿Eh? —dije, confundido—. Ah… bien. Bien. ¿Cómo estás tú?
—Bueno, no me puedo quejar. A punto de llegar.
—¿Cómo? ¿Aquí?
—No. Allí. Joder, no es posible que la línea se oiga tan mal a esta distancia, ¿puede ser?
—¿A qué distancia? ¿Eh? ¿Que si puede ser? Pues no tengo ni idea. —Me llevé la otra mano a la frente con la sensación de que estaba perdiendo completamente el hilo de la conversación.
—Digo que ya casi estoy allí —me explicó Eric con voz cansina y un suspiro de tranquilidad—. No que casi estoy aquí. Aquí ya estoy. ¿Desde dónde te iba a llamar sino desde aquí?
—Pero, ¿dónde es «aquí»? —le dije.
—¿Me vas a venir otra vez con que no sabes donde estás? —exclamó Eric con incredulidad. Yo cerré los ojos y suspiré desalentado. Él continuó—: Y encima me acusas de olvidarme de cosas. Ja!
—¡Mira, loco de mierda! —comencé a gritar al plástico verde mientras lo asía con todas mis fuerzas y me provocaba punzadas de dolor en el brazo derecho que hicieron que se me contorsionara la cara—. ¡Me estoy hartando de que me llames y te pongas deliberadamente a decirme tonterías! ¡Deja ya esos jueguitos! —Resollé en busca de aire—. ¡Ya sabes de sobra a lo que me refiero cuando te pregunto dónde es «aquí»! ¡Quiero decir que dónde coño estas! Yo sé perfectamente donde estoy y tú lo sabes igual de bien. Así que deja ya de liarme con eso, ¿de acuerdo?
—Humm. De acuerdo, Frank —dijo Eric corno si hubiera perdido interés en el tema—. Perdona si te he estado tocando las pelotas con eso.
—Bueno… —comencé a gritar de nuevo, pero me controlé un poco y me calmé, respirando hondo—. Bueno… solo…solo te pido que no me hagas eso. Simplemente quería saber dónde estás.
—Sí, no te preocupes, Frank; lo entiendo —dijo Eric con un tono monótono—. Pero la cuestión es que no puedo decirte dónde estoy porque alguien podría oírlo. Estoy seguro de que lo comprendes, ¿no?
—De acuerdo. De acuerdo —dije yo—. Pero no estás en un teléfono público, ¿verdad?
—Bueno, por supuesto que no estoy en un teléfono público —me dijo con un cierto retintín en la voz; a continuación percibí cómo corregía el tono—. Sí, tienes razón. Estoy en la casa de alguien. Bueno, a decir verdad es una casa de campo.
—¿Cómo? —le dije—. ¿Quién? ¿De quién?
—No tengo ni idea —me replicó con un tono en el que casi se podía advertir cómo se encogía de hombros—. Supongo que lo puedo averiguar si de verdad te interesa. ¿De verdad que quieres saberlo?
—¿Cómo? No. Sí. Quiero decir, no. ¿Y qué importa? Pero dónde… quiero decir, cómo… bueno, ¿de quién…?
—Mira, Frank —me dijo Eric con tono cansino—, es una casita de campo para las vacaciones o un retiro de fin de semana o algo así, ¿vale? No sé de quién es; pero, como tú mismo señalas agudamente, no importa, ¿de acuerdo?
—¿Me estás diciendo que te has metido en casa de alguien? —le dije.
—Sí, ¿y qué? De hecho, ni siquiera he tenido que forzar la puerta. Encontré la llave de la puerta trasera, en el canalillo del desagüe. ¿Qué hay de malo? Es una casita preciosa.
—¿No tienes miedo de que te encuentren?
—No mucho. Aquí estoy, en el salón de la casa contemplando el camino de entrada y se puede divisar la carretera hasta muy lejos. Sin problemas. Tengo comida y hay un baño y un teléfono y un congelador; joder, si hasta cabría un alsaciano ahí dentro, y una cama y de todo. De lujo.
—¡Un alsaciano! —exclamé con un alarido.
—Bueno, pues sí, si tuviera uno. No lo tengo, pero si tuviera uno me cabría perfectamente ahí. En este caso…
—No —le interrumpí cerrando los ojos de nuevo y levantando la mano como si él estuviera dentro de la casa conmigo—. No me lo digas.
—Muy bien. Bueno, solo pensé en llamarte para decirte que estoy bien y para ver cómo estás.
—Estoy bien. ¿Estás seguro de que tú también estás bien?
—Sí; estoy mejor que nunca. Me siento sensacional. Creo que es por mi dieta; todo…
—¡Escúchame! —le interrumpí desesperadamente sintiendo cómo se me iban abriendo los ojos mientras pensaba lo que le iba a preguntar—. No habrás sentido nada especial esta mañana, ¿verdad? ¿Al amanecer? ¿Algo diferente? Quiero decir, ¿alguna cosa? ¿No sentiste nada… eh… nada en tu interior? ¿Sentiste algo?
—¿Qué estás farfullando ahora? —dijo Eric levemente enfadado.
—¿Sentiste algo esta mañana, muy temprano?
—¿A qué diablos te refieres con lo de «sentiste algo»?
—Quiero decir que si experimentaste algo; cualquier mínima cosa, esta mañana alrededor del amanecer.
—Bueno —dijo Eric lentamente y con tono mesurado—. Es curioso que lo menciones porque…
—¿Sí? ¿Sí? —dije yo emocionado, apretando el auricular tan cerca de la boca que me golpeé los dientes contra el aparato.
—Nada de nada. Esta mañana ha sido una de las pocas en las que puedo afirmar honestamente que no he experimentado nada —me informó Eric cortésmente—. Estaba dormido.
—¡Pero si me habías dicho que no dormías! —le dije furioso.
—Por Dios, Frank, nadie es perfecto. —Y pude oír como se ponía a reír.
—Pero… —comencé a decirle. Cerré la boca y rechiné los dientes. Una vez más, cerré los ojos.
—Bueno, Frank, tío —dijo él—, para serte sincero, esto se está poniendo muy aburrido. A lo mejor te vuelvo a llamar pero, de todos modos, nos vemos pronto. Chao.
Antes de que yo pudiera decir algo la línea se cortó y me dejó furioso y con ganas de pelea, sosteniendo el auricular en la mano y mirándolo con rabia como si tuviera la culpa. Me dieron ganas de ponerme a golpear algo con él, pero me di cuenta de que sería como un mal chiste dadas las circunstancias, así que lo colgué de un porrazo. Soltó un tintineo de respuesta y le lancé otra mirada furibunda. A continuación le di la espalda y salí escaleras abajo, me tiré en el sofá y empecé a pulsar sin descanso los botones del mando a distancia del televisor, canal tras canal, una y otra vez, durante diez minutos. Al cabo de ese tiempo me di cuenta que, de tres programas que ponían (las noticias, otra horrible teleserie de detectives americana, para variar, y un programa de arqueología) había conseguido ver simultáneamente lo mismo que cuando los veía por separado. Tiré el mando a distancia enfadado y salí afuera, bajo la luz que se empezaba a desvanecer, para tirar unas piedras a las olas.