2. EL PARQUE DE LAS SERPIENTES

Recogí las cenizas en que se habían convertido los restos de la avispa y las metí en la caja de cerillas, envueltas en una vieja foto de Eric con mi padre. En la foto se veía a mi padre sosteniendo un retrato de su primera esposa, la madre de Eric, que era la única que sonreía. Mi padre miraba de frente a la cámara; parecía malhumorado. El jovencito Eric miraba a otra parte y se hurgaba la nariz con pinta de aburrido.

El día amaneció fresco y frío. Se podía ver la niebla sobre los bosques, bajo los montes, y la bruma que cubría el mar del Norte. Salí a todo correr por la arena mojada, por donde está más dura y firme, imitando el sonido de un avión a reacción con la boca y sujetando en una mano los binoculares y en otra la bolsa. Cuando llegué a la altura del Bunker me incliné en dirección a tierra y tuve que ir más despacio porque la arena era más blanda y se elevaba en pendiente. Revisé los restos de los barcos y los desechos que había dejado la marea, pero no había nada que valiera la pena, tan solo una vieja medusa, una masa rojiza con cuatro pálidos círculos en su interior. Entonces cambié ligeramente el rumbo para sobrevolarla haciendo «¡Trrrruufaouuu! ¡Trrrrrrrrrrrruuufaouuu!», pero la golpeé al pasar corriendo, y despidió un chorro de arena y gelatina que saltó por los aires a mi alrededor. «¡Puchrrt!», hizo el ruido de la explosión. Volví a inclinarme y me dirigí hacia el Bunker. Los Postes estaban perfectamente. No necesitaba la bolsa de cabezas y cuerpos. Me pasé la mañana revisándolos uno a uno y acabé enterrando la avispa muerta en su ataúd de papel, no entre los dos Postes más importantes, como había previsto, sino en el camino, justo en el lado de la isla donde está el puente. Una vez allí subí por los cables de suspensión hasta lo alto de la torre que está en tierra firme y eché un vistazo. Podía ver el tejado de la casa y uno de los tragaluces del desván. También podía divisar el capitel de la iglesia de Escocia en Porteneil y algunas humaredas que salían de las chimeneas del pueblo. Saqué mi navaja del bolsillo izquierdo de la camisa y, con cuidado, me hice un corte en el pulgar izquierdo. Me puse a oler el líquido rojo sentado a horcajadas en el extremo de la viga principal que une las traviesas de uno y otro lado de la torre, y a continuación me limpié la pequeña herida con una gasa desinfectante que traía en una de mis bolsas. Después bajé con trabajo y recuperé la bola de cojinete con la que le di al cartel el día antes.

La primera señora Cauldhame, Mary, la madre de Eric, murió de parto en la casa. La cabeza de Eric era demasiado grande para ella; sufrió una hemorragia y se desangró hasta morir en el lecho matrimonial en 1960. Eric ha padecido severos dolores de migraña durante toda su vida y siempre he atribuido su dolencia a su forma de llegar a este mundo. Yo creo que todo eso, lo de su migraña y lo de su madre muerta, tiene mucho que ver con Lo que le Pasó a Eric. Pobre alma infeliz; tuvo la desgracia de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, y pasó algo muy improbable, algo que por una absoluta casualidad, le afectó mucho más a él que a cualquier otra persona que hubiera pasado por lo mismo. Pero ese es el riesgo que corres cuando vives aquí.

Ahora que lo pienso, eso también significa que Eric también ha matado a alguien. Creía que yo era el único asesino de la familia, pero el viejo Eric me gana, pues mató a su madre antes siquiera de empezar a respirar. Sin intención, admitámoslo, pero no siempre es la intención lo que cuenta.

La Fábrica dijo algo sobre fuego.

Aún seguía pensando en eso, preguntándome lo que en realidad significaría. La interpretación más obvia era que Eric iba a prenderle fuego a unos perros, pero yo ya estaba acostumbrado a las tretas de la Fábrica para aceptar aquello como definitivo; sospechaba que se trataba de algo más complejo.


En cierto modo sentía que Eric se hubiera decidido a volver. Estaba pensando en organizar pronto una Guerra, quizá la semana siguiente o así, pero ante la probable aparición de Eric la había cancelado. No había montado una buena Guerra desde hacía meses; la última había sido de Soldados Rasos contra Aerosoles. En aquel campo de batalla, todos los ejércitos de la 72a división, con sus carros de combate y piezas de artillería y camiones e intendencia y helicópteros y lanchas, tenían que unirse para hacer frente a la Invasión de los Aerosoles. Era casi imposible detener a los Aerosoles, y los soldados, con todo su armamento y su equipo estaban acabando quemados y derretidos por todas partes hasta que un valiente soldado que se había aferrado a uno de los Aerosoles que volaba de vuelta a su base pudo regresar (después de muchas vicisitudes) con la noticia de que su cuartel general estaba en una madera de cortar pan que flotaba amarrada bajo un saliente de una ensenada. Una fuerza combinada de comandos consiguió llegar allí a tiempo haciendo saltar la base en mil pedazos y volando finalmente el mismo saliente que quedaba en lo alto de los restos humeantes. Una buena Guerra, con los ingredientes adecuados y un final mucho más espectacular que la mayoría (cuando llegué a casa por la noche mi padre me preguntó qué habían sido aquellas explosiones y aquel fuego), pero fue hace tanto tiempo…

De cualquier modo, con Eric en camino, no me parecía una buena idea empezar otra Guerra y tener que dejarla a medias para tener que enfrentarme con la vida real. Decidí postergar las hostilidades durante un tiempo. En lugar de eso, después de haber ungido con preciadas sustancias algunos de los Postes más importantes, construí una presa.

Cuando era más joven solía fantasear con la idea de que salvaba la casa construyendo una presa. Habría un incendio en el pasto de las dunas, o un avión se habría estrellado, y lo único que podría impedir que la cordita que hay en el sótano saltara por los aires sería mi intervención desviando agua desde un sistema de presas por un canal hasta la casa. En un época mi mayor ambición fue conseguir que mi padre me regalara una excavadora para poder construir presas verdaderamente grandes. Pero ahora mi idea sobre construcción de presas es mucho más sofisticada, hasta metafísica. Me he dado cuenta de que no se puede nunca vencer al agua; al final siempre se sale con la suya, filtrándose y calando y socavando y anegando. Lo único que puedes hacer es construir algo que desvíe o que bloquee su curso momentáneamente; convencerla de que haga algo que no quiere hacer. El placer se deriva de la elegancia del pacto que consigas acordar entre el lugar a donde quiere ir el agua (guiada por la gravedad y el medio sobre el que se mueve) y lo que tú quieras hacer con ella. La verdad es que hay pocos placeres en la vida comparables a la construcción de presas. Que me den una playa ancha con una pendiente razonable y sin demasiadas algas, y una corriente de agua de tamaño medio, y ese día me hacen el tío más feliz del mundo, cualquier día.

A esa hora el sol estaba en lo más alto y yo me quité la chaqueta para dejarla junto a mis bolsas y mis prismáticos. Mi Golpeduro se hundía en la arena, la despedazaba y troceaba y escarbaba, levantando un inmenso dique de tres plataformas, la sección principal de las cuales se enfrentaba a las aguas del arroyo del Norte a unos ochenta pasos; no muy lejos del récord que ostentaba hasta entonces teniendo en cuenta la posición que había elegido. Utilicé mi pieza de metal de costumbre para inundaciones, que la tenía escondida entre las dunas cerca del mejor emplazamiento para construir presas, y la piéce de resístence en este caso era un acueducto cuya base estaba forrada con una vieja bolsa plástica de basura que había encontrado entre los desechos de la playa. El acueducto conducía la corriente de agua para la inundación a través de tres secciones de un canal de desagüe que había cortado más arriba de la presa. Construí un pequeño pueblo corriente abajo, con sus carreteras y un puente sobre lo que quedaba del arroyo, y una iglesia.

Reventar una buena presa, o simplemente desbordarla, es casi tan agradable como planearla y construirla. Como siempre, utilizaba conchitas para representar a la gente del pueblo. Y como siempre, ninguna de las conchitas sobrevivía a la riada cuando se reventaba la presa; todas se hundían, lo que significaba que todo el mundo moría.

A esas alturas ya tenía mucha hambre, empezaban a dolerme los brazos, y tenía las palmas de las manos enrojecidas de agarrar la azada y cavar en la arena sin más ayuda. Contemplé la primera riada de agua bajar a raudales hasta el mar, sucia y enfangada, y a continuación me di la vuelta y me fui a casa.


—¿Te oí anoche hablando por teléfono? —me preguntó mi padre.

Yo sacudí la cabeza.

—No.

Estábamos acabando de cenar, sentados en la cocina, yo con mi estofado, mi padre con su arroz y su ensalada de algas. Llevaba puesta su Ropa de Calle; zapatos marrones de cordones, traje marrón de tweed de tres piezas y. sobre la mesa, su sombrero marrón. Miré mi reloj y vi que era jueves. Era inusual que saliera un jueves, ya fuera a Porteneil o a cualquier otro sitio. No pensaba preguntarle a dónde iba porque seguro que me mentiría. Cuando solía preguntarle a dónde iba siempre me respondía, «A Phucke», que, según él, era un pueblo al norte de Inverness. Tuvieron que pasar muchos años y muchas miradas burlonas en el pueblo hasta que averigüé la verdad.

—Hoy voy a salir —me dijo con la boca llena de arroz y de ensalada.Yo asentí con la cabeza y él continuó—:Volveré tarde.

Quizá se iba a Porteneil a emborracharse en el Rock Hotel, o quizá se largaba a Inverness, a donde va con frecuencia por negocios que prefiere mantener en el misterio, pero yo sospechaba que se trataba de algo que tenía que ver con Eric.

—Muy bien —le dije.

—Me llevaré una llave, así que puedes cerrar la casa cuando quieras. —Dejó los cubiertos en el plato vacío con un ruido metálico y se limpió la boca con una servilleta marrón de papel reciclado—. Pero no eches los pestillos por dentro, ¿de acuerdo?

—Muy bien.

—¿Te prepararás tú mismo algo para cenar?

Volví a asentir con la cabeza sin levantarla mientras comía.

—¿Y limpiarás los platos?

Volví a asentir.

—No creo que Diggs pase otra vez por aquí; pero si aparece, no quiero que te vea.

—Pierde cuidado —le dije, y suspiré.

—¿Estarás bien? —dijo levantándose.

—M’m-h’m —respondí acabándome lo que quedaba del estofado.

—Bueno, pues entonces me voy.

Levanté la vista a tiempo para ver cómo se encajaba el sombrero en la cabeza y echaba un vistazo a la cocina mientras se palmeaba los bolsillos. Volvió a mirarme y movió la cabeza de arriba abajo.

Yo dije:

—Adiós.

—Bueno —dijo él—. Pues aquí te quedas.

—Hasta luego.

—Bien. —Se dio la vuelta, volvió a girarse, echó un último vistazo a la habitación, sacudió la cabeza rápidamente y se fue hacia la puerta, agarrando al pasar el bastón que estaba en la esquina junto a la lavadora. Yo exhalé un suspiro.

Esperé un minuto más o menos, me levanté dejando allí mi plato casi limpio y me fui directamente al vestíbulo, desde donde podía ver el camino que iba entre las dunas hasta el puente. Mi padre caminaba por él con la cabeza baja, con un paso bastante rápido que se traducía en un ansioso contoneo acompasado con el balanceo del bastón. Pude ver cómo, de un tajo, cortó con el bastón unas flores salvajes al borde del camino.

Salí corriendo hacia arriba, deteniéndome un instante junto a la ventana que hay tras las escaleras para ver cómo mi padre desaparecía entre las dunas que hay antes de llegar al puente, subí las escaleras, llegué hasta la puerta de su despacho y giré el pomo con firmeza. La puerta estaba cerrada a cal y canto; no se movió un milímetro. Un día se olvidaría, estaba seguro, pero ese día aún no había llegado.


Después de acabarme la comida y lavar los platos, me fui a mi habitación, comprobé el estado de mi cerveza casera y agarré rni escopeta de aire comprimido. Me aseguré de tener suficientes perdigones en los bolsillos de mi chaqueta y salí de la casa en dirección a los Territorios del Conejo en tierra firme, entre el largo afluente del estuario y el vertedero del pueblo.

No me gusta emplear la escopeta; para mí resulta demasiado precisa. El tirachinas es una cosa Interna, pues requiere que tú y tu instrumento seáis uno. Si te sientes mal, fallarás; y si eres consciente de que estás haciendo algo malo, también fallarás. Una escopeta, excepto cuando se dispara desde la cadera, es algo totalmente Externo; encañonas, apuntas y listo, a menos que el punto de mira no esté calibrado o de que sople mucho viento. Una vez has amartillado la escopeta dispones de todo el poder en espera de ser liberado con solo apretar suavemente el dedo. Un tirachinas vive el momento contigo hasta el último instante; permanece tenso entre tus manos, respirando contigo, moviéndose contigo, listo para saltar, listo para silbar y contorsionarse, dejándote en esa pose tan espectacular, con los brazos y las manos extendidas mientras esperas que la parábola que la bola describe en el aire encuentre su blanco con ese maravilloso ruido seco.

Pero para cazar conejos, especialmente esos pequeños bribones astutos que andan sueltos por los Territorios, necesitas todos los medios que tengas a tu alcance. Un bolazo con el tirachinas y ya están escabullándose en sus madrigueras. La escopeta es suficientemente ruidosa como para asustarlos; pero con esa serena precisión quirúrgica que poseen, mejoran tus posibilidades de matar a la primera.

Que yo sepa, nadie en mi aciaga parentela ha acabado jamás muriendo de un disparo de escopeta. Tanto los Cauldhame como sus allegados por matrimonio han abandonado este mundo de maneras mucho más originales y, hasta donde yo sé, nunca se ha cruzado una escopeta en su camino.

Llegué al final del puente, en donde, técnicamente, termina mi territorio, y me quedé inmóvil un momento, pensando, sintiendo, escuchando, observando y oliendo. Todo parecía estar en orden.

Dejando aparte a los que yo he matado (y todos tenían más o menos mi edad cuando los maté) se me ocurren tres miembros de mi familia que abandonaron este mundo para reunirse con quién imaginaran que era su Hacedor, de maneras poco convencionales. Leviticus Cauldhame, el hermano mayor de mi padre, emigró a Sudáfrica y se compró allí una granja en 1954. Leviticus, una persona cuya estupidez era de tal calibre que sus facultades mentales seguramente habrían mejorado con los primeros síntomas de la demencia senil, se marchó de Escocia porque los Conservadores no derogaron las reformas Socialistas del gobierno Laborista anterior: los ferrocarriles seguían nacionalizados; la clase obrera procreando como conejos ahora que existía la sanidad pública que evitaba la selección natural por enfermedad; las minas en manos del estado… A Leviticus le gustó aquella tierra, a pesar de que había muchos negros sueltos. En sus primeras cartas se refería a la política de separación racial como «apart-hate», hasta que seguramente alguien le debió insinuar cómo se deletreaba correctamente la palabra. Estoy seguro de que no fue mi padre.

Leviticus pasaba un día frente al cuartel general de la policía en Johannesburgo, caminando tranquilamente por la acera tras una sesión de compras, cuando un enloquecido negro homicida se lanzó en estado inconsciente desde el último piso, al parecer arrancándose las uñas de cuajo mientras caía. Golpeó, hiriéndolo fatalmente, a mi inocente y desafortunado tío, cuyas últimas palabras balbucientes en el hospital, antes de que su coma se convirtiera en un punto y final, fueron: «Dios mío, estos cabrones han aprendido a volar…».

Unos desvaídos jirones de humo se elevaban ante mí desde el vertedero del pueblo. Hoy no pensaba llegar tan lejos, pero podía oír por allí la excavadora que suelen usar para desparramar la basura por el terreno, acelerando y empujando.

Hacía tiempo que no iba por el vertedero y ya iba siendo hora de que me diera una vuelta por allí para ver lo que las buenas gentes de Porteneil habían tirado a la basura. Allí fue donde conseguí los Aerosoles para la última Guerra, y no digamos algunas partes esenciales de la Fábrica de las Avispas, incluida la mismísima Esfera.

Mi tío Athelwald Trapley, por el lado materno de mi familia, emigró a América al final de la segunda guerra mundial. Dejó un buen trabajo que tenía en una compañía de seguros para largarse con una mujer y acabó, arruinado y desconsolado, en una caravana barata a las afueras de Fort Worth, donde decidió acabar con su vida.

Abrió la espita de la cocina y del calentador de gas sin encenderlos y se sentó tranquilamente a esperar el fin. Comprensiblemente nervioso, y sin duda un poco distraído tanto por la inesperada huida de su amada como por los planes que se reservaba para él mismo, no se le ocurrió otra cosa que recurrir a su método habitual para calmarse los nervios, y se encendió un Marlboro.

De un salto escapó de la deflagración devastadora y salió tambaleándose, ardiendo de la cabeza a los pies. Había intentado morir sin dolor, no acabar quemándose vivo. Así que se tiró de cabeza a un barril lleno de agua de lluvia que había detrás de la caravana. Se ahogó encajado en el barril cabeza abajo, sacudiendo patéticamente sus piernecillas mientras se atragantaba y resoplaba y trataba de sacar los brazos lo suficiente para poder salir de allí.

A unos veinte metros de la colina recubierta de hierba que da a los Territorios del Conejo cambié a la modalidad de Carrera Silenciosa, marchando sigilosamente a través de la alta maleza y los cañaverales, teniendo cuidado de no hacer ruido con las cosas que llevaba. Quería sorprender pronto a algunos miembros desprevenidos de la plaga fuera de su madriguera, pero, si me obligaban a ello, estaba dispuesto a esperar hasta que se pusiera el sol.

Me fui gateando silenciosamente por la pendiente, con la hierba deslizándose bajo mi pecho, con las piernas doloridas de impulsar el peso de mi cuerpo hacia delante. Tenía el viento en contra, y la brisa era bastante recia como para ocultar la mayoría de los ruidos que pudiera hacer. Desde donde yo estaba no se veían madrigueras de conejos en la colina. Me detuve a unos dos metros de la cima y amartillé la escopeta, comprobando el perdigón compuesto de acero y nailon antes de meterlo en la recámara y cerrarla. Cerré los ojos y pensé en el muelle comprimido, enclaustrado en la recámara, y en el pequeño perdigón situado en el fondo brillante del cañón estriado. Entonces me fui arrastrando hasta la cima de la colina.

Al principio pensaba que tendría que esperar. Los Territorios parecían vacíos bajo la luz de la tarde y solo la hierba se movía con el viento. Podía ver las madrigueras y las bolitas de excrementos en montoncitos o desparramadas, las retamas en la última pendiente por encima del terraplén donde estaban la mayoría de las madrigueras, donde las huellas de conejos dibujaban sinuosos senderos, como túneles zigzagueantes que atravesaban los arbustos, pero no había ni rastro de aquellos animales. Era en aquellos corredores de conejos donde los muchachos del pueblo solían colocar trampas de lazo. Pero, como había visto cómo las ponían, encontré los lazos de alambre y los corté o los puse bajo la hierba en el camino por donde ellos se acercaban cuando venían a revisar sus trampas. No sé si alguno de ellos tropezó con uno de sus propios lazos, pero me gustaría pensar que si lo hicieron iban arrastrándose con la cabeza por delante. De todos modos, ni ellos ni quienes los reemplazaron volvieron a poner trampas allí; supongo que ya no está de moda y que ahora se dedican a pintar eslóganes con spray en las paredes, a aspirar pegamento o a intentar follar cuanto antes.

Por lo general los animales no suelen sorprenderme, pero cuando vi a aquel macho allí quieto hubo algo que me llamó la atención, que me dejó helado un instante. Seguramente había estado allí todo el tiempo, sentado sin moverse y mirándome fijamente desde el extremo de la llanura de los Territorios, pero yo no me había dado cuenta. Cuando por fin lo vi, hubo algo en su absoluta quietud que me dejó paralizado. Sin llegar a moverme físicamente, meneé interiormente la cabeza y decidí que aquel enorme macho me proporcionaría una buena cabeza que colgar en un Poste. Por la carencia de movimientos aquel conejo parecía estar disecado, pero finalmente me di cuenta de que me miraba fijamente, sin parpadear, sin olisquear con su naricilla, sin doblar las orejas. Yo le devolví la mirada y lentamente fui llevándome la escopeta al hombro, haciendo primero un movimiento y después otro, como si fuera algo que se moviera empujado por el viento entre la hierba. Me llevó cerca de un minuto colocar la cabeza en la posición adecuada, con la mejilla apoyada contra la culata, y aquella bestia seguía sin moverse ni un milímetro.

Aumentada cuatro veces por la mira telescópica, su inmensa cabeza bigotuda se dividía claramente en las cuatro partes de la retícula pareciendo aún más impresionante aunque igual de inmóvil. Fruncí el ceño y levanté la cabeza pensando de repente que a lo mejor era verdad que estaba disecado; quizá alguien se estaba riendo a mi costa. ¿Los muchachos del pueblo? ¿Mi padre? ¿No sería Eric? ¿Tan pronto? Fue una estupidez hacer aquello; moví la cabeza demasiado rápido para que pasara por un movimiento natural y el macho salió disparado pendiente arriba. Bajé la cabeza y subí la escopeta al mismo tiempo y sin pensar. No tenía tiempo de volver a la posición adecuada, inspirar y apretar suavemente el gatillo; fue levantarme y bang, y entonces, con todo el cuerpo desequilibrado y ambas manos en la escopeta, me caí hacia delante y di una vuelta en el suelo para proteger la escopeta de la arena.

Cuando levanté la vista, con la escopeta entre los brazos, jadeando y la espalda llena de arena, no pude ver al conejo. Dejé caer los brazos y me golpeé las rodillas con la escopeta. «Mierda», murmuré.

El macho no podía estar en una madriguera. Ni siquiera estaba cerca del terraplén donde están las madrigueras. Estaba cruzando la llanura dando enormes brincos, directo hacia mí, y parecía agitar y sacudir la cabeza en el aire tras cada salto. Venía hacia mí como una bala, sacudiendo la cabeza, con los labios recogidos hacia atrás, mostrando aquellos dientes largos y amarillentos que eran con mucho los más grandes que jamás había visto en un conejo vivo o muerto. Sus ojos parecían balas estriadas. Con cada brinco saltaban salpicaduras rojas de sus cuartos traseros; lo tenía encima y yo estaba allí tan tranquilo mirando, como si nada.

No tenía tiempo para recargar. En el momento en que empecé a reaccionar ya no me quedaba tiempo más que para actuar instintivamente. Mis manos dejaron el rifle suspendido en el aire a la altura de las rodillas y fueron en busca del tirachinas que, como siempre, llevaba colgado del cinturón, con el mango sujeto entre este y los pantalones de pana. Hasta mis perdigones de emergencia resultaban inútiles en ese momento; tendría al conejo encima en medio segundo, dirigiéndose directamente a mi garganta.

Lo agarré con el tirachinas. Retorcí el negro tubo de goma en el aire cruzando los brazos y caí hacia atrás, pasándome al gran macho por detrás de la cabeza y después golpeándolo con las piernas y dándome la vuelta para ponerme al mismo nivel en donde había caído el conejo, que pataleaba y forcejeaba con la energía de un glotón de América, con las patas extendidas sobre la pendiente de arena y el cuello atrapado en la goma negra. Retorcía la cabeza de un lado a otro tratando de alcanzar mis dedos con sus cortantes dientes. Yo le siseaba a través de mis dientes y seguía apretando la goma alrededor de su garganta cada vez más. El macho se revolvió violentamente, escupió, y emitió un sonido penetrante, que jamás imaginé pudiera hacer un conejo, mientras pateaba furiosamente contra el suelo. Estaba tan desconcertado que miré a mi alrededor para asegurarme de que no hubiera señales de un ejército de conejillos como aquella especie de doberman dispuestos a saltarme a la espalda y hacerme picadillo.

¡Aquel maldito bicho se resistía a morir! La goma seguía estirándose y estirándose sin acabar de apretar, y no me atrevía a mover las manos por miedo a que me desgarrara un dedo o que me arrancara la nariz de un mordisco. Por la misma razón me resistía a embestirle con la cabeza; no estaba dispuesto a poner mi cabeza cerca de aquellos dientes. Tampoco podía llegar con una rodilla para romperle la columna porque, tal como estaba colocado, casi me estaba resbalando pendiente abajo y estaba claro que no podría sujetarme con una sola pierna en aquella superficie. ¡Era de locos! ¡Pero si no estaba en África! ¡Era un simple conejo, no un león! ¿Qué demonios estaba pasando?

Al final consiguió morderme retorciendo el cuello más de lo imaginable y alcanzando mi dedo índice derecho justo en el nudillo.

Se acabó. Grité y tiré con todas mis fuerzas, sacudiendo mis manos y la cabeza al tiempo que me lanzaba de espaldas y daba la vuelta sobre mí mismo, golpeándome una rodilla con la escopeta que había dejado tirada sobre la arena.

Acabé tendido sobre la escasa hierba que hay en la falda de la colina, con los nudillos pálidos de estrangular al conejo, sacudiéndolo delante de mi cara con el cuello agarrado por la fina línea negra del tubo de goma, atado ahora como un nudo en una cuerda negra. Yo seguía temblando, así que no podría decir si las vibraciones que sacudían aquel cuerpo eran debidas a él o a mí. Entonces la goma cedió. El conejo se estampó contra mi mano izquierda mientras el otro extremo de la goma me latigueaba la muñeca derecha; mis brazos salieron disparados en direcciones opuestas y chocaron contra el suelo.

Estaba tendido de espaldas, con la cabeza apoyada en el terreno arenoso, con la mirada fija en el lado donde yacía el cuerpo del macho, al final de una negra línea curva, enredado con el mango del tirachinas. El animal no se movía.

Levanté la vista al cielo y, apretando el puño de una mano, comencé a golpear el suelo. Volví a mirar el conejo, me levanté y me arrodillé junto a él. Estaba muerto; cuando lo levanté, la cabeza se le cayó para atrás, tenía el cuello roto. El anca izquierda estaba completamente roja de sangre donde le había alcanzado un perdigonazo. Era grande; del tamaño de un gato montes; el mayor conejo que jamás he visto. Estaba claro que había pasado demasiado tiempo sin vigilar los conejos pues, de haber sido así, ya habría notado la presencia de una bestia como aquella.

Me chupé el hilillo de sangre que brotaba de mi nudillo. ¡Mi tirachinas, mi posesión más preciada, el Destructor Negro, destruido por un vulgar conejo! Supongo que podría haber corrido un tupido velo y conseguir una nueva banda de goma, o llevárselo al viejo Cameron para que me hiciera un apaño en su ferretería, pero jamás volvería a ser el mismo. Siempre que levantara el tirachinas para apuntar a un blanco —vivo o muerto— volvería a tener presente este momento. El Destructor Negro estaba acabado.

Me senté en la arena y eché un vistazo rápido a los alrededores. Seguía sin haber rastro de conejos. No me extrañaba. No había tiempo que perder. En casos como este solo se puede reaccionar de una manera.

Me levanté, cogí la escopeta, que estaba medio enterrada en la arena de la pendiente, subí hasta la cima de la colina, miré alrededor y decidí arriesgarme a dejar todo tal como estaba. Cargué la escopeta en mis antebrazos y salí corriendo a Velocidad de Emergencia, corriendo a todo trapo por el camino de vuelta a la isla, confiando en la suerte y en la adrenalina para no dar un mal paso y acabar tirado en el suelo, jadeante y con una fractura múltiple de fémur. En las curvas cerradas utilizaba el peso de la escopeta para mantener el equilibrio; la tierra y la hierba estaban secas, así que no era tan arriesgado como parecía. Corté por un atajo del camino, subí por una duna y bajé por el otro lado, allí donde asoma al exterior la tubería de agua y electricidad antes de cruzar la ensenada. Salté por encima de los salientes metálicos y aterricé con ambos pies sobre el cemento, corriendo a continuación por encima de la estrecha tubería hasta llegar a la isla.

Una vez en la casa me fui directamente a mi cobertizo. Dejé la escopeta, revisé la Mochila de Guerra y me pasé la cincha por encima de la cabeza atándome rápidamente el cordón de sujeción a la cintura. Cerré el cobertizo detrás de mí y salí a paso ligero hasta el puente mientras iba recobrando el aliento. Una vez pasada la estrecha verja en mitad del puente, me puse a correr de nuevo.

En los Territorios del Conejo todo estaba tal como lo dejé: el macho estrangulado en el suelo con el tirachinas roto, la arena levantada y revuelta en el lugar en donde me caí de espaldas. El viento seguía moviendo la hierba y las flores, y no había señal de animales por los alrededores; ni siquiera las gaviotas habían divisado la carroña. Me puse enseguida manos a la obra.

Lo primero que hice fue sacar de la mochila una bomba metida en un tubo metálico de veinte centímetros. Hice un tajo en el ano del macho. Comprobé que la bomba estuviera en buen estado, especialmente que los cristales blancos de la mezcla explosiva estuvieran secos; a continuación añadí una mecha en una pajita de plástico y una carga del explosivo alrededor del agujero horadado en el tubo negro y lo sujeté todo junto con cinta aislante. Introduje todo aquello dentro del cuerpo aún caliente del conejo y lo dejé medio sentado, como en cuclillas, mirando las madrigueras del terraplén. Después cogí otras bombas más pequeñas y las fui colocando en las entradas de las madrigueras, hundiendo seguidamente los techos de las entradas para obstruirlas, dejando únicamente unas pajitas con mecha asomando al exterior. Llené la botella plástica de detergente con gasolina y cebé la mecha, dejándolo todo en lo alto del terraplén en donde estaban la mayoría de las entradas de las madrigueras. Volví entonces a la primera de las madrigueras cegadas y encendí la mecha con mi encendedor desechable. El olor a plástico ardiendo se me metió en la nariz y el brillante resplandor de la mezcla inflamable bailaba en mis ojos mientras corría al siguiente agujero mirando el reloj. Había colocado seis pequeñas bombas y las había encendido todas en cuarenta segundos.

Yo estaba sentado en lo alto del terraplén, por encima de las madrigueras, y la mecha del lanzallamas ardía lentamente a la luz del sol cuando, al pasar un minuto, estalló el primer túnel. Lo sentí a través del trasero de mis pantalones y esbocé un mohín de disgusto. Las demás estallaron a continuación y, antes de que explotaran las cargas principales se podía apreciar la fumarada de la carga detonadora alrededor de la boca de cada bomba prorrumpiendo del humeante suelo. Tocones de tierra salían volando en mil pedazos por los Territorios del Conejo, y los ruidos secos se multiplicaban en el aire. Aquello me devolvió la sonrisa. En realidad el ruido no era para tanto. Seguro que desde la casa no se oiría nada. Gran parte de la potencia de las bombas se consumía en la voladura del terreno y en devolver el aire de las madrigueras.

Los primeros conejos aturdidos comenzaron a salir; dos de ellos sangraban por el hocico y, aunque no parecían estar heridos, iban tambaleándose, casi cayéndose. Apreté la botella de plástico y les rocié con un chorro de gasolina que hice pasar por la llama del mechero, mantenida a cierta distancia mediante una varilla de aluminio para sostener tiendas de campaña. La gasolina se inflamó en una llamarada al pasar por encima del mechero encendido, bramó en el aire y cayó entre destellos por encima y alrededor de los conejos. El fuego prendió en los conejos, que salieron corriendo envueltos en llamas, tropezándose y cayendo. Miré alrededor por si había otros, mientras los dos primeros desprendían llamaradas cerca del centro de los Territorios, y caían finalmente sobre la hierba, con los miembros rígidos pero retorciéndose, chisporroteando con el viento. Una pequeña llama centelleó alrededor de la boquilla de mi lanzallamas; la expulsé apretando la botella. Apareció otro pequeño conejo. Lo alcancé con el chorro de llamas y se fue zigzagueando hasta que lo perdí de vista en dirección al arroyo que hay al lado de la colina en donde me atacó el macho salvaje. Rebusqué en la Mochila de Guerra y saqué la pistola de aire comprimido, la amartillé y disparé en un solo movimiento. Fallé el disparo y el conejo siguió dejando un rastro de humo alrededor de la colina.

Me cargué a otros tres conejos con el lanzallamas antes de guardarlo en la bolsa. Lo último que hice fue dirigir la llamarada de gasolina al macho, que seguía sentado, relleno, muerto, y rezumando sangre a la entrada de los Territorios. Las llamas cayeron a su alrededor de manera que el enorme conejo desapareció entre jirones de humo negro y llamaradas naranjas. Tras unos segundos se prendió la mecha y aquella bola de fuego hizo explosión lanzando algo negro y humeante por el aire del atardecer y esparciendo toda clase de restos por los Territorios. La explosión, mucho mayor que las de las madrigueras, y sin nada que amortiguara el sonido, se expandió por las dunas como un latigazo, me dejó un pitido en los oídos y hasta me levantó del suelo.

Lo que quedó del macho aterrizó lejos, detrás de mí. Seguí el olor a chamusquina hasta encontrarlo. No quedaba prácticamente más que la cabeza, una pegajosa tira de la columna y las costillas y como la mitad de la piel. Rechiné los dientes y recogí los restos humeantes, me los llevé hasta los Territorios, y los lancé allí desde lo alto del terraplén.

Me quedé quieto bajo los últimos rayos de sol, cálidos y amarillentos a mi alrededor, con un hedor a carne y hierba quemada en el aire, con el humo elevándose desde madrigueras y cadáveres, gris y negro, con el dulce olor de la gasolina desparramada sin quemar que provenía de donde había dejado el lanzallamas, y respiré hondo.

Con la gasolina que quedaba rocié el tirachinas y la botella usada del lanzallamas que estaban sobre la arena y les prendí fuego. Me senté con las piernas cruzadas junto a las llamas, mirándolas fijamente con el viento a mi favor hasta que aquello se extinguió y tan solo quedó la estructura metálica del Destructor Negro. Después recogí aquel esqueleto requemado y lo enterré en donde había sido vencido, al pie de la colina. Ahora tendría un nombre. La colina del Destructor Negro.

Había fuego por todas partes; la hierba era demasiado verde y húmeda para prenderse. No es que me importara que todo hubiera salido ardiendo. Pensé en prenderle fuego a las retamas, pero cuando les salen las flores se ponen preciosas y además huelen mejor frescas que quemadas, así que no lo hice. Ya había causado suficiente caos en un solo día. El tirachinas había sido vengado, el macho —o lo que fuera, quizá su espíritu— había sido deshonrado y degradado, le había dado una buena lección, y me sentía orgulloso de ello. Si la escopeta hubiera escapado sin que le entrara arena en el punto de mira ni en ningún otro sitio difícil de limpiar, casi habría valido la pena. El presupuesto de Defensa podría permitir la compra de otro tirachinas mañana mismo; la compra de mi ballesta se podría posponer otra semana más o menos.

Imbuido en aquella maravillosa sensación de hartazgo, fui metiendo mis cosas en la Mochila de Guerra y me fui a casa fatigado, pensado en todo lo que me había pasado por la cabeza, tratando de averiguar las causas y motivos, ver las lecciones que tenía que aprender, los signos que debía descifrar en todo aquello.

De camino a casa me encontré con el conejo que creía que había escapado tirado junto a la burbujeante agua dulce del arroyo; renegrido y contorsionado, agazapado e inmóvil en una extraña torsión, con sus secos ojos muertos mirándome fijamente al pasar, acusadores.

De una patada lo tiré al agua.

Mi otro tío muerto se llamaba Harmsworth Stove, un medio tío por parte de la madre de Eric. Era un hombre de negocios de Belfast, y él y su mujer se hicieron cargo de Eric durante casi cinco años, cuando mi hermano era un bebé. Harmsworth acabó suicidándose con una taladradora eléctrica y una broca de un cuarto de pulgada. Se la insertó por un lado del cráneo y, al ver que seguía vivo a pesar de sentir cierto dolor, cogió el coche y se fue a un hospital cercano, en donde acabó muriendo poco después. Puede que yo haya tenido algo que ver con esa muerte, pues ocurrió menos de un año después de perder a su única hija, Esmerelda. Aunque no lo sabían —como no lo sabía nadie—, ella fue una de mis víctimas.


Aquella noche me quedé en la cama esperando que volviera mi padre y que sonara el teléfono mientras pensaba sobre lo ocurrido. Quizá el gran macho era un conejo de fuera de los Territorios, una bestia salvaje que llegó a las conejeras desde otro lugar para aterrorizar a los habitantes de aquel paraje y convertirse en el único jefe, sin saber que moriría en un encuentro con un ser superior al cual no podía llegar a imaginar.

En cualquier caso, era una Señal. De eso estaba seguro. Todo aquel episodio preñado de señales debía de significar algo. Mi respuesta instintiva consistiría en relacionarlo con el fuego que había presagiado la Fábrica, pero en el fondo yo estaba seguro de que eso no era todo, de que todavía no había pasado lo peor. La señal no se limitaba únicamente a la inesperada ferocidad del macho que había matado; también estaba en mi furibunda y casi impensable reacción y en el destino de los pobres conejos inocentes que mi ira se llevó por delante.

Pero si tenía algún significado en el presente, también lo tenía en el pasado. La primera vez que asesiné fue para ver cómo unos conejos acababan muriendo achicharrados, y aquella muerte flameante causada por la boquilla de mi lanzallamas era virtualmente idéntica a la que había provocado para vengarme de las conejeras. Eran demasiadas coincidencias, demasiado parecidas y perfectas. Los acontecimientos se estaban desarrollando peor y más rápidamente de lo que esperaba. Los Territorios del Conejo —ese coto de caza supuestamente idílico— habían demostrado lo que podía pasar.

Y pasando de lo particular a lo universal hay que reconocer que las repeticiones siempre acaban convirtiéndose en una verdad, y que la Fábrica me había enseñado a prestarles atención y a respetarlas.

Aquella primera vez que maté lo hice por lo que mi primo Blyth Cauldhame le hizo a nuestros conejos, a los de Eric y a los míos. Eric fue quien inventó el lanzallamas y fue mi primo, que había venido con sus padres a pasar el fin de semana con nosotros acompañado de sus padres, quien entró en nuestro cobertizo de las bicicletas (ahora mi cobertizo) y decidió que sería divertido montar en la bici de Eric por el barro blando que hay al final de la isla. Y así lo hizo mientras Eric y yo estábamos volando cometas. Después volvió y llenó el lanzallamas con gasolina. Se sentó en el patio trasero, a resguardo de las ventanas del salón (en donde estaban sus padres y mi padre), junto a la ropa tendida que se agitaba con la brisa, encendió el lanzallamas y roció nuestras dos jaulas de conejos con llamas, incinerando nuestros animalitos.

Eric se enfadó más que nadie. Se puso a llorar como una niña. Yo quería matar a Blyth allí mismo; en lo que a mí respecta no le serviría de nada el cobijo que logró de su padre, James, hermano de mi padre, especialmente por lo que le había hecho a Eric, mi hermano. Eric estaba inconsolable, desesperado de dolor por haber sido él quien había fabricado el instrumento que utilizó Blyth para destruir nuestras queridas mascotas. Siempre fue un poco sentimental, siempre fue el más sensible de los dos, el más brillante; hasta su desagradable experiencia todo el mundo estaba seguro de que llegaría lejos. Bueno, pues ese fue el origen de los Territorios de la Calavera, el área de la enorme duna parcialmente desenterrada que hay detrás de la casa y en donde acabaron muriendo nuestras mascotas. Los conejos quemados iniciaron aquello. El Viejo Saúl acabó allí antes que ellos, pero eso fue algo pasajero.

No le he contado a nadie, ni siquiera a Eric, lo que quise hacerle a Blyth. Teniendo en cuenta mi tierna edad, yo ya era muy sensato en mi niñez, a los cinco años, cuando la mayoría de los niños se pasan el día diciéndole a sus padres y amigos cuánto les odian y cómo les gustaría que estuvieran muertos. Yo me callaba la boca.

Cuando Blyth volvió el verano siguiente estaba más antipático que nunca pues había perdido una pierna por encima de la rodilla en un accidente de tráfico (el otro niño con quien estaba jugando en la calle a «policías y ladrones» acabó muerto). Blyth estaba amargado con su minusvalía; cuando le ocurrió tenía diez años y era un muchacho muy activo. Intentaba convencerse a sí mismo de que aquel aparato de color rosa que tenía que amarrarse no existía, que no tenía nada que ver con él. Le gustaba seguir montando en bicicleta, practicar la lucha libre y jugar al fútbol, generalmente de portero. En aquel entonces yo tenía seis años y, a pesar de que Blyth sabía que yo había sufrido un pequeño accidente cuando era mucho más pequeño, yo le parecía a él alguien mucho más ágil de lo que él era capaz. Encontraba muy divertido derribarme y ponerse a luchar conmigo, golpeándome en la cara y pateándome. Yo le seguía la corriente como si me apuntara a toda aquella payasada y durante toda una semana hice como si disfrutara tremendamente con aquello mientras iba pensando qué podría hacerle a mi primo.

Mi otro hermano, de padre y madre, Paul, aún vivía en aquella época. Se suponía que él, Eric y yo teníamos que mantener entretenido a mi primo. Hicimos lo que pudimos, llevándonos a Blyth a nuestros sitios favoritos, dejándole jugar con nuestros juguetes y participar en nuestros juegos. A veces Eric y yo teníamos que sujetarlo cuando se le ocurrían cosas como tirar al agua a Paul para ver si flotaba, o cuando quería derribar un árbol sobre las vías del tren que va a Porteneil, pero en general nos portamos sorprendentemente bien con él, a pesar de que me ponía furioso ver cómo Eric, que tenía su misma edad, le tenía miedo.

Así que un día muy caluroso y lleno de insectos en el que corría una brisa del mar, estábamos todos tendidos en la hierba en la zona llana que hay al sur de la casa. Paul y Blyth se habían quedado dormidos y Erie estaba echado de espaldas con la manos detrás de la cabeza, mirando fijamente el luminoso azul del cielo, medio amodorrado. Blyth se había quitado la hueca pierna de plástico y la había dejado en el suelo, enredada entre las correas y las largas hojas de hierba. Vi cómo Eric se iba quedando dormido, con la cabeza levemente inclinada a un lado y los ojos cerrados. Me levanté y salí a caminar hasta llegar al Bunker. El Bunker aún no había llegado a cobrar la importancia que tendría más adelante en mi vida, aunque ya por aquel entonces me gustaba mucho y me sentía como en casa en aquel lugar frío y oscuro. Era una construcción circular de cemento levantada poco antes de la última guerra para albergar un cañón que cubría la entrada del estuario, y sobresalía de entre la arena como una enorme muela gris. Entré y encontré la serpiente. Era una víbora. Tardé mucho en verla porque estuve muy ocupado metiendo un viejo poste de la valla por las rendijas del Bunker, como si fuera un cañón y estuviera disparando a barcos imaginarios. Una vez terminé con aquello me fui a una esquina para hacer un pis y fue entonces cuando miré a la otra esquina, donde había un montón de latas oxidadas, y vi allí las zigzagueantes rayas de la serpiente dormida.

Casi inmediatamente decidí lo que iba a hacer con ella. Salí silenciosamente y encontré un pedazo de madera de la longitud adecuada, volví al Bunker, agarré a la serpiente por el cuello con el pedazo de madera y la metí en la primera lata que encontré con tapa.

No creo que la serpiente se despertara completamente cuando la cogí, y tuve cuidado de no agitarla demasiado mientras volvía corriendo hasta donde estaban Blyth y mis hermanos tendidos en la hierba. Eric se había dado la vuelta, tenía una mano bajo la cabeza y con la otra se tapaba los ojos. Tenía la boca un poco abierta y su pecho se movía lentamente. Paul estaba tendido en el suelo, enroscado en una pequeña bola, bastante quieto, y Blyth estaba boca abajo, con la mejilla apoyada en sus manos y el muñón de su pierna izquierda hundido entre las flores y la hierba, saliendo de su pantalón como una monstruosa erección. Me acerqué, ocultando la lata oxidada en mi sombra. El tejado de la casa nos contemplaba desde lo alto, a unos quince metros, sin ventanas. Sábanas blancas ondeaban colgando en el patio trasero de la casa. El corazón me latía sin control y me pasé la lengua por los labios.

Me senté al lado de Blyth teniendo cuidado de no tapar su rostro con mi sombra. Me llevé la lata a la oreja y la mantuve quieta. No podía oír ni sentir el movimiento de la serpiente. Agarré la suave y rosada pierna ortopédica de Blyth, que estaba tirada a su lado, a su sombra. Acerqué la pierna a la lata y le quité la tapa, puse la pierna boca abajo sobre la lata y les di la vuelta al mismo tiempo. Agité la lata hasta que sentí que la serpiente cayó dentro de la pierna. Al principio no le gustó nada y empezó a moverse y a golpear contra las paredes de plástico y el borde de la lata, que yo sostenía apretada contra la pierna, sudando, escuchando el zumbido de los insectos y el rumor de la hierba, sin apartar la vista de Blyth, que seguía allí quieto y silencioso, con su cabello rizado movido de vez en cuando por la brisa. Me temblaban las manos y se me metía el sudor en los ojos.

La serpiente dejó de agitarse. Yo seguí sosteniendo la pierna en el aire, volviendo a mirar hacia la casa. Entonces fui inclinando la pierna y la lata hasta que la dejé en el suelo, en el mismo lugar en donde estaba, detrás de Blyth. Separé cuidadosamente la lata en el último momento. No pasó nada. La serpiente seguía metida en la pierna y ni siquiera podía verla. Me levanté y me fui caminando de espaldas hasta la duna más cercana, lancé la lata por encima de la duna, regresé a donde había estado sentado al principio, me tiré en el suelo y cerré los ojos.

Eric fue el primero en despertarse, después yo abrí los ojos como si estuviera soñoliento y ambos despertamos al pequeño Paul y a nuestro primo. Blyth me ahorró las molestias de sugerir que jugáramos un partido de fútbol porque él mismo fue quien lo sugirió. Eric, Paul y yo conseguimos unos postes para la portería mientras Blyth se ataba las correas de su pierna a toda prisa.


Nadie sospechó nada. Desde los primeros momentos, cuando mis hermanos y yo nos quedamos allí parados con cara de incredulidad mientras Blyth se ponía a chillar y a saltar agarrado a su pierna, hasta la despedida entre lágrimas de los padres de Blyth y las declaraciones que vino a tomar Diggs (llegó a aparecer una pequeña nota en el Inverness Courier que fue difundida por algunos corresponsales de la prensa de Londres), en ningún momento se le ocurrió a nadie sugerir que pudo tratarse de otra cosa que no fuera un accidente trágico y un poco macabro. Yo era el único que sabía la verdad.

No se lo conté a Eric. Él estaba muy impresionado por lo ocurrido y sinceramente apenado por Blyth y sus padres. Lo único que yo dije fue que pensaba que en manos de Dios estuvo que Blyth perdiera primero una pierna y en convertir más adelante su repuesto en el instrumento de su desventurado final. Y todo por los conejos. A Eric, que en aquella época estaba pasando por una fase religiosa, que supongo que hasta cierto punto yo estaba imitando, le pareció que lo que yo había dicho era algo horrible; Dios no era así. Le dije que el Dios en quien yo creía sí lo era.

En cualquier caso, esa fue la razón por la que aquel pedazo específico de tierra llevó desde entonces el nombre de Parque de la Serpiente.


Me quedé tendido en la cama, pensando en todo aquello. Padre no había vuelto todavía. Quizá pasaría la noche fuera. Eso era algo poco corriente y bastante preocupante. Podría ser que le hubieran dado una paliza o que hubiera fallecido de un ataque al corazón.

Siempre he tenido una actitud muy ambivalente en lo que se refiere a una posible desgracia de mi padre, y hoy sigo sintiendo lo mismo. Una muerte es siempre algo emocionante, y siempre hace que te des cuenta de lo vivo que estás, de lo vulnerable que eres y de lo afortunado que has sido hasta el momento; pero la muerte de un pariente te proporciona una buena excusa para volverte un poco loco durante una temporada, para hacer cosas que, en cualquier otra situación serían inexcusables. ¡Qué maravilla poder portarse verdaderamente mal y aún así conseguir que todo el mundo se desviva por ser simpático contigo!

Pero lo echaría de menos, y no sé cual sería mi situación legal en lo que respecta a quedarme a vivir solo en la casa. ¿Heredaría todo su dinero? Eso no estaría mal; podría conseguir mi moto ahora mismo en lugar de tener que seguir esperando. Dios mío, podría hacer tantas cosas que no sé por dónde empezar cuando pienso en ellas. Pero sería un cambio muy drástico, y no creo estar preparado todavía para soportarlo.

Sentía cómo poco a poco me iba deslizando hacia el sueño; comencé a imaginar y a ver toda clase de cosas en el interior de mis ojos: primero formas laberínticas y espacios interminables de colores desconocidos; después edificios fabulosos y naves espaciales y armas y paisajes. Ojalá pudiera recordar mejor mis sueños…

Dos años después de matar a Blyth asesiné a mi hermanito Paul, por razones muy diferentes y más esenciales de las que tuve para acabar con Blyth, y un año después acabé haciendo lo mismo con mi primita Esmerelda, más o menos por capricho.

Esos son mis resultados hasta el momento. Tres. Hace años que no mato a nadie, y no pienso volver a hacerlo nunca más.

Fue solo una mala racha que estaba pasando.

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