4. EL CÍRCULO DE LA BOMBA

A menudo he pensado en mí mismo como un estado; un país o, como mínimo, una ciudad. Solía parecerme que los diferentes modos en que consideraba las ideas, las decisiones que debía tomar, etcétera, eran como los diferentes estados de ánimo políticos por los que pasan los países. Siempre me ha parecido que la gente vota el cambio por un nuevo gobierno no porque estén de acuerdo con sus ideas políticas, sino porque simplemente desean un cambio. Creen de algún modo que las cosas irán mejor con la nueva remesa de políticos. Bueno, la gente es tonta, pero todo parece tener que ver más con el humor, el capricho y el ambiente que se respira que con una decisión sopesada cuidadosamente. Yo puedo sentir lo mismo en mi cabeza. A veces los pensamientos y las sensaciones que he tenido no concuerdan verdaderamente entre ellos, así que decidí que debía de haber gente diferente en mi cerebro.

Por ejemplo, siempre ha habido una parte de mí que se siente culpable por haber matado a Blyth, a Paul y a Esmerelda. Esa misma parte de mí se siente ahora culpable por haberme vengado en conejos inocentes por culpa de un macho bravucón. Pero yo lo comparo con un partido de oposición en el parlamento, o con una prensa crítica con el gobierno, que actúan como una conciencia y como un freno, pero sin estar en el poder y sin visos de conseguirlo. Otra parte de mí es racista, probablemente porque apenas me he encontrado con gente de color y todo lo que sé de ellos es lo que leo en los periódicos y lo que veo en la televisión, donde suelen hablar de los negros en plural y de que se presume su inocencia hasta que no se pruebe su culpabilidad. Esta parte de mi sigue teniendo bastante fuerza, aunque yo sé muy bien que no hay una razón lógica para el odio de razas. Cuando veo gente de color en Porteneil, comprando souvenirs o deteniéndose a tomar algo, siempre espero que me pregunten algo para así poder demostrarles lo educado que soy y probar que mis razonamientos son más poderosos que mis instintos naturales, o que mi educación.

Y, sin embargo, por la misma razón no había necesidad de vengarse con los conejos. Nunca es necesario vengarse, ni siquiera en el mundo de verdad. Yo creo que los ajustes de cuentas contra gente que solo está relacionada lejana o circunstancialmente con los que han obrado mal contra otros, solo sirven para que los que se toman la venganza por su cuenta se sientan mejor. Como la pena de muerte, la pides porque hace que tú te sientas mejor, no porque sirva para disuadir ni tonterías por el estilo.

Al menos los conejos no sabrán nunca que Frank Cauldhame hizo lo que hizo con ellos, a diferencia de las comunidades humanas, que terminan enterándose de lo que les hicieron los malos, consiguiendo que la venganza acabe teniendo el efecto contrario del que se perseguía, instigando la resistencia en lugar de aplastarla. Por lo menos admito que todo eso lo hago para inflar mi ego, para recuperar mi orgullo y darme gusto, no para salvar un país, ni para establecer la justicia, ni para honrar la memoria de los muertos.

De modo que había partes de mí que contemplaban la ceremonia de bautizo del tirachinas con cierto regocijo y hasta desprecio. Es como si en ese estado que tengo en mi cabeza hubieran intelectuales que se burlaran de la religión y al mismo tiempo se reconocieran incapaces de negar el efecto que tiene sobre las masas. En la ceremonia unté el metal, el plástico y la goma del nuevo tirachinas con cera de oídos, mocos, sangre, orina, pelusa de ombligo y queso de uña del dedo gordo, y lo bauticé disparando el tirador de goma vacío hacia una avispa sin alas que estaba subiendo por la esfera de la Fábrica, y también disparé contra mi pie desnudo y me hice un moretón.

Ciertas partes de mí mismo pensaban que todo aquello era una tontería, pero eran una minoría insignificante. El resto de mí sabía que ese tipo de cosas funcionaban. Me conferían poder, hacían que formara parte de las cosas que poseo y del lugar donde vivo. Me hacen sentir bien.


Encontré una fotografía de Paul cuando era un bebé en uno de los álbumes de fotos que conservaba en el desván y, tras la ceremonia, escribí el nombre del nuevo tirachinas en el dorso de la fotografía, la envolví alrededor de una bolita de acero y la aseguré con cinta adhesiva; a continuación salí del desván y de la casa a la fría llovizna de un nuevo día.

Llegué hasta el final agrietado de la vieja rampa que hay en el extremo norte de la isla. Estiré la goma del tirachinas casi hasta el máximo y lancé la bola de cojinete y la fotografía, siseando y dando vueltas, mar adentro. Ni siquiera la vi salpicar en el agua.

El tirachinas estará seguro mientras nadie sepa su nombre. Hay que reconocer que eso no le sirvió de nada al Destructor Negro, pero su muerte se debió a que yo cometí un error, y mi poder tiene tanta fuerza que, cuando extravía su rumbo (lo cual ocurre muy raramente, pero ocurre) hasta las cosas que he investido con un gran poder de protección, se vuelven vulnerables. Sentí de nuevo, en mi cabeza-estado, la rabia por haber llegado a cometer un error como aquel, y la determinación de que no volvería a ocurrir. Era como si a un general que ha perdido una batalla o algún territorio importante le abrieran un expediente disciplinario o fuera fusilado.

Bueno, yo ya había hecho todo lo que estaba en mi mano para proteger el nuevo tirachinas y, aunque sentía mucho que lo que me ocurrió en los Territorios del Conejo me hubiera costado un arma fiel, con tantos honores de guerra a su nombre (sin mencionar una suma importante que desaparecía del presupuesto de Defensa), pensé que quizá todo lo que había ocurrido había sido para bien. La parte de mí que cometió el error con el macho, dejándole que me sorprendiera por un momento con la guardia baja, podría seguir acechándome si no fuera porque aquella prueba del ácido la encontró. El incompetente, o mal aconsejado general, había sido expulsado. El regreso de Eric podría requerir que todas mis reacciones y poderes se encontraran en su mejor forma y eficacia.

Todavía era muy temprano y, aunque la niebla y la llovizna deberían haberme dejado un poco melancólico, seguía con buen ánimo y con confianza para llevar a cabo la ceremonia de bautizo.

Me apetecía una Carrera, así que dejé mi chaqueta cerca del Poste donde me encontraba el día en que llegó Diggs con la noticia y me encajé el tirachinas entre el cinturón y los pantalones de pana. Tras comprobar que tenía los calcetines estirados y sin arrugas, me apreté los cordones de las botas con tensión de carrera y me puse a trotar a paso lento hasta la franja de arena dura que hay entre la línea de algas de dos mareas. La llovizna iba y venía, y el sol se veía de vez en cuando a través de la niebla y las nubes, como si fuera un disco rojo y nebuloso. Soplaba un suave viento que venía del norte y giré hacia aquella dirección. Poco a poco fui aumentando el ritmo hasta conseguir una carrera regular de grandes pasos que pusieron a trabajar mis pulmones adecuadamente y activaron mis piernas. Mis brazos, con los puños cerrados, se movían con un ritmo fluido, enviando hacia delante primero un hombro y después el otro. Respiraba profundamente, pisando la arena con firmeza. Llegué a los trechos entrelazados del río que acaban desembocando en la arena, y ajusté mi paso para ir sorteando los pequeños canales sin mojarme, saltándolos de uno en uno. Una vez superados, bajé la cabeza e incrementé la velocidad. Mi cabeza y mis puños cortaban el aire, mis pies flexionados se agitaban, se agarraban a la arena y me impulsaban.

El aire me azotaba y breves rachas de viento con lluvia me salpicaban la cara. Mis pulmones explosionaban e implosionaban, explosionaban e implosionaban; plumas de arena mojada salían despedidas volando de mis talones: se alzaban a mi paso, caían trazando pequeñas curvas y salpicaban mientras yo me alejaba corriendo. Levanté la cara y eché la cabeza para atrás, descubriendo mi cuello al viento, como un amante, y a la lluvia, como una ofrenda. Mi respiración me raspaba en la garganta y el leve aturdimiento que había empezado a sentir poco antes debido a la hiperventilación se fue desvaneciendo cuando mis músculos empezaron a aprovechar el flujo adicional de energía que bombeaba mi sangre. De un impulso incrementé la velocidad mientras la zigzagueante línea de algas y maderas viejas y latas y botellas se deslizaba junto a mí; me sentí como una cuenta en un collar que fuera lanzado al aire ensartado en su bramante, absorbida por la garganta, los pulmones y las piernas, como un continuado salto en el aire de fluyente energía. Mantuve aquel acelerón final tanto como pude; después, cuando sentí que comenzaba a perderlo, me relajé y volví a correr simplemente rápido por un rato.

Seguí acometiendo, cruzando la arena, dejando que las dunas a mi izquierda se fueran desplazando como graderías en un hipódromo de carreras. Frente a mí podía distinguir el Círculo de la Bomba, donde debería detenerme o girar. Volví a acelerar, bajando la cabeza y gritándome interiormente a mí mismo, gritando mentalmente, utilizando mi voz como una prensa que se atornillaba comprimiéndose cada vez más hasta exprimir un último esfuerzo de mis piernas. Volé por encima de la arena, con el cuerpo inclinado demencialmente hacia delante, con los pulmones a punto de explotar y las piernas retumbando.

Aquel momento pasó y fui deteniéndome lentamente, reduciendo la carrera a un trote a medida que me aproximaba al Círculo de la Bomba, a donde casi llegué tambaleante para desplomarme en la arena de su interior y me quedé allí tendido, jadeante, exhausto, resollando, de cara al cielo gris y a la invisible llovizna, abierto de brazos y piernas en aquel círculo rodeado de rocas. Mi pecho subía y bajaba, mi corazón palpitaba dentro de su jaula. Un monótono zumbido me inundaba los oídos y todo mi cuerpo me cosquilleaba y retumbaba. Los músculos de las piernas parecían pasar por una especie de aturdimiento debido a la trepidante tensión soportada. Dejé caer la cabeza a un lado y apoyé la mejilla contra la húmeda arena fría.

Me pregunté qué se sentiría al morir.

El Círculo de la Bomba, la pierna de mi padre y su bastón, quizá su negativa a comprarme una moto, las velas en la calavera, los innumerables ratones y hamsters muertos: de todo ello tiene la culpa Agnes, mi madre y segunda mujer de mi padre.

No puedo recordar a mi madre porque si pudiera hacerlo la odiaría. Así las cosas, lo que odio es su nombre, su idea. Ella fue la que dejó que los Stove se llevaran a Eric a Belfast, que lo apartaran de la isla, de todo lo que él conocía. Pensaron que mi padre era un mal padre porque vestía a Eric con ropas de niña y lo dejaba suelto, y mi madre les permitió que se lo llevaran porque no le gustaban los niños en general, y Eric en particular; pensaba que, de alguna manera, afectaba negativamente su karma. Probablemente esa misma aversión a los niños la llevó a abandonarme tras mi nacimiento, y también la hizo volver en aquella única y fatídica ocasión en que acabó siendo parcialmente responsable de mi pequeño accidente. Si se considera todo en conjunto, yo creo que tengo razones más que suficientes para odiarla. Estaba tendido allí, en el Círculo de la Bomba, donde maté a su otro hijo, y tenía la esperanza de que ella también estuviera muerta.

Regresé a carrera lenta, resplandeciente de energía y sintiéndome incluso mejor que antes de comenzar la Carrera.Ya estaba deseando salir aquella noche: unas copas, una charla con Jamie, mi amigo, y un poco de música de gente sudorosa con pendientes en las orejas en el Arms. Di una pequeña carrerilla final, solo para sacudir la cabeza mientras corría y quitarme la arena que tenía en el pelo, y a continuación me relajé y volví a mi ritmo de trote.

Las rocas del Círculo de la Bomba me suelen dejar pensativo y esta vez no fue una excepción, especialmente si se considera el modo en que me tendí entre ellas, como un Cristo o algo así, abierto al cielo, soñando en la muerte. Bueno, Paul se fue al otro mundo en un abrir y cerrar de ojos; en aquella ocasión fui bastante humano. Blyth tuvo bastante tiempo para darse cuenta de lo que le estaba pasando, pegando saltos por el Parque de la Serpiente mientras la frenética y rabiosa víbora le mordía el muñón con saña, y la pequeña Esmerelda debió de tener algún atisbo de lo que le iba a ocurrir cuando se fue elevando con el viento.

Mi hermano Paul tenía cinco años cuando lo maté. Yo tenía ocho. Más de dos años después de haber substraído a Blyth de este mundo con la ayuda de una víbora encontré una oportunidad para deshacerme de Paul. No es que le tuviera una inquina personal; fue simplemente porque sabía que no podía quedarse. Sabía que no podría librarme del perro hasta que no desapareciera él (el pobre bienintencionado y brillante pero ignorante Eric seguía pensando que no había sido yo, y no podía decirle por qué sabía que sí).

Paul y yo salimos a dar un paseo por la arena de la playa en dirección al norte un luminoso día de otoño, después de una feroz tormenta que había caído la noche anterior despegando tablas del tejado de la casa, arrancando de raíz uno de los árboles que había junto al viejo corral de las ovejas y hasta rompiendo uno de los cables de suspensión del puente de madera. Padre hizo que Eric le ayudara con la limpieza y las reparaciones mientras Paul y yo nos escabullimos de su lado.

Siempre me llevé bien con Paul. Quizá porque desde muy pequeño supe que él no iba a durar mucho en este mundo, intenté que su estancia aquí fuera lo más agradable posible, y acabé tratándolo mucho mejor que la mayoría de los muchachos que tienen hermanos menores.

En cuanto llegamos al río que marca el final de la isla vimos que la tormenta había cambiado muchas cosas; el río había crecido tremendamente, socavando inmensos canales en la arena, haciendo que surgieran enormes torrenteras de agua marrón por todas partes y arrancando grandes pedazos de arena de los terraplenes. Tuvimos que caminar muy pegados a la orilla del agua en el límite de la marea baja para poder cruzar. Continuamos avanzando, yo agarrando a Paul de la mano, sin malicia alguna en mi corazón. Paul iba tarareando y haciéndome preguntas de esas que hacen los niños pequeños, como por ejemplo por qué el viento de una tormenta no se llevaba a los pájaros, y por qué el mar no rebosaba de agua cuando el río iba tan crecido.

Mientras caminábamos por la arena en aquella quietud, mirando las cosas interesantes que había arrojado la marea, la playa fue desapareciendo gradualmente. Donde la arena se extendía antes como una interminable línea dorada hacia el horizonte, ahora se veía una mayor extensión de suelo rocoso expuesto a la intemperie que aumentaba mientras más de lejos se mirara, hasta un punto en que las dunas parecían enfrentarse a una playa de pura roca. La tormenta había barrido toda la arena por la noche, comenzando justo después del río y continuando más allá de lugares a los que ni siquiera había puesto nombres o que no había visto jamás. Era una vista impresionante que al principio me asustó porque era un cambio muy drástico y me preocupaba que eso mismo pudiera ocurrirle a la isla algún día. Sin embargo recordé que mi padre me había contado que ese tipo de cosas habían ocurrido en el pasado y que la arena acababa volviendo en las semanas y meses siguientes.

Paul se divirtió mucho corriendo y saltando de roca en roca y tirando piedras a los charcos que se habían formado.

Los charcos entre las rocas eran una novedad para él. Seguimos avanzando por la playa y encontrando interesantes muestras de pecios de barcos hasta llegar a lo que yo pensé eran los restos herrumbrosos de un tanque de agua o una canoa medio enterrada. Se elevaba desde un montículo de arena, proyectándose en un ángulo muy empinado, sobresaliendo como un metro y medio de la playa. Paul intentaba agarrar peces en un charco mientras yo observaba aquella cosa.

Toqué el lado de aquel cilindro ahusado con expectación, sintiendo algo muy calmado y muy intenso, sin saber por qué. Después retrocedí y volví a mirarlo. Su forma me pareció clara y entonces pude adivinar aproximadamente qué parte de aquello seguía enterrado bajo la arena. Era una bomba, enterrada por la cola.

Volví hacia ella lentamente y comencé a acariciarla con ternura, haciendo con la boca sonidos tranquilizadores, como si fuera un niño dormido. Con la descomposición, ahora su color era rojo de óxido y negro, olía desagradablemente a humedad y proyectaba la sombra de un proyectil. Seguí la línea de la sombra por la arena, por encima de las rocas, y me encontré de repente observando al pequeño Paul que chapoteaba alegremente en un charco, chapaleando en el agua con un pedazo de tablón de madera casi tan grande como él. Sonreí y lo llamé.

—¿Ves esto? —le dije. Era una pregunta retórica. Paul asintió mirando con los ojos abiertos—. Esto —le dije— es una campana. Como las de la iglesia del pueblo. El ruido que oímos los domingos, ¿te acuerdas?

—Sí; Seguida después del ’sayuno, Frank?

—¿Cómo?

—El ruido seguida después ’sayuno del ’omingo, Frank —y me dio suavemente en la rodilla con su manita gordezuela.

Yo asentí con la cabeza.

—Sí, eso es. Las campanas hacen ese ruido. Son enormes pedazos de metal hueco llenos de ruidos y dejan salir los ruidos los domingos por la mañana después del desayuno. Eso es.

—¿Un ’sayuno? —Paul se quedó mirándome con sus cejitas levantadas. Yo moví la cabeza de un lado a otro con paciencia.

—No. Una campana.

—«C es para Campana» —canturreó tranquilamente moviendo la cabeza de arriba abajo y mirando aquel artefacto oxidado. Seguramente se había acordado de unas rimas del libro de canciones infantiles. Era un niño brillante; mi padre quería mandarlo más adelante a la universidad, cuando llegara el momento, y había empezado a enseñarle el alfabeto.

—Eso es. Muy bien, pues esta vieja campana ha debido de caerse de un barco, o quizá la ha arrastrado el río hasta aquí tras una crecida. Ya sé lo que haremos; yo me iré corriendo hasta las dunas y tú golpeas la campana con tu pedazo de madera y veremos si vo puedo oírla. ¿Lo hacemos? ¿Quieres que lo hagamos? Sonará muy fuerte y te puedes asustar.

Yo me agaché para poner mi cara a su altura. Él sacudió la cabeza enérgicamente y puso su nariz contra la mía.

—¡No! ¡No me asustaré! —dijo gritando—.Yo…

Estuvo a punto de salir frente a mí y golpear la bomba allí mismo con la tabla de madera —ya la había levantado por encima de la cabeza y la blandía en el aire— cuando alargué los brazos y lo levanté por la cintura.

—¡Todavia no! —le dije—. Espera a que yo me haya ido más lejos. Es una campana muy vieja y es posible que solo le quede un sonido. ¿No querrás desperdiciarlo, verdad?

Paul meneó el cuerpo de lado a lado, y la cara que puso indicaba que no le importaría malgastar lo que fuera con tal de poder golpear la campana con su tabla de madera.

—Bueeeno —dijo, y se quedó quieto. Lo dejé en el suelo—. Pero ¿puedo darle fuerte de verdad?

—Tan fuerte como puedas, cuando yo te haga una señal desde lo alto de aquella duna. ¿De acuerdo?

—¿Puedo praticar?

—Practica golpeando en el suelo.

—¿Puedo dar golpes en los charcos?

—Sí, practica dándole a los charcos de agua. Es una buena idea.

—¿Puedo dar golpes en este charco? —Señaló con la madera al charco circular que se había formado en la arena alrededor de la bomba. Negué meneando la cabeza.

—No, porque quizá se enfade la campana.

—¿Las campanas se ’fadan? —preguntó con el ceño fruncido.

—Sí, se enfadan. Ahora me voy. Tú golpeas fuerte a la campana y yo escucharé con atención.

—Sí, Frank.

—No golpearás la campana hasta que yo te haga una señal, ¿de acuerdo?

—Pometido —dijo meneando la cabeza.

—Muy bien. Es solo un momento. —Me di la vuelta y comencé a correr lentamente en dirección a las dunas. Sentía algo raro en la espalda. Fui mirando a los alrededores a medida que avanzaba para comprobar que no hubiera nadie por allí. Tan solo había unas gaviotas dando vueltas en un cielo apagado con nubes cargadas. Cuando miré hacia atrás pude ver a Paul por detrás de mi hombro. Seguía junto a la bomba, golpeando la arena con su tablón, agarrándolo con ambas manos y descargándolo con todas sus fuerzas, saltando al tiempo que lo hacía y gritando. Aceleré la carrera por las rocas hasta la arena dura, pasé la línea de algas de la marea y llegué a la arena dorada, más lenta y seca, y subí hasta la hierba, en lo alto de la duna más cercana. Llegué gateando a la cima y dirigí la vista hacia la arena y las rocas donde se encontraba Paul, una minúscula figura contra el brillo reflejado de los charcos y las arenas mojadas, oscurecido por la sombra del inclinado cono de metal que tenía junto a él. Me levanté, esperé a que me viera, eché un último vistazo alrededor y después ondeé las manos extendidas hacia arriba y me tiré al suelo con las manos detrás de la cabeza.

Mientras estaba tendido allí, esperando, caí en la cuenta de que no le había dicho a Paul dónde tenía que golpear la bomba. No pasó nada. Yo seguí allí tirado sintiendo que el estómago se me iba hundiendo lentamente en la arena de la cima de la duna. Suspiré con resignación y alcé la vista.

Paul se veía como un muñeco en la distancia, arremetiendo y brincando y echando los brazos atrás y dándole golpes una y otra vez a la bomba en el costado. Se podían oír sus gritos de júbilo por encima del rumor del viento en la hierba. «Mierda», me dije a mí mismo y me puse la mano bajo la barbilla justo en el momento en que Paul, tras echar una mirada en mi dirección, comenzó a atacar la espoleta de la bomba. La golpeó una vez y yo ya me había quitado las manos de debajo de la barbilla para volver a taparme la cabeza cuando de repente Paul, la bomba, el pequeño charco de agua que la rodeaba como un halo y todo lo que había a diez metros alrededor desapareció dentro de una ascendente columna de arena, humo y rocas volantes, iluminado todo un instante desde el interior en ese breve y cegador primer momento, por la detonación del potente explosivo.

La ascendente columna de restos se elevó y se ensanchó, y comenzó a descender cuando la onda expansiva me llegó como un latido de la duna. Tenía una vaga idea de que existían multitud de pequeñas grietas en las resecas laderas de las dunas cercanas. El estruendo se propagó por ellas como el encrespado ruido de tripas de un trueno. Observé un creciente círculo de salpicaduras que surgía del centro de la explosión a medida que los restos volvían a caer. La columna de gas y arena fue desplazada por el viento, oscureciendo la arena con su sombra y formando una cortina de niebla en su base, como la que se puede ver a veces bajo un nubarrón cuando comienza a descargar la lluvia. Ahora podía ver el cráter.

Salí corriendo duna abajo. Me detuve a unos quince metros del cráter aún humeante. No me paré a observar con detenimiento los restos que había alrededor, tan solo una mirada de reojo, como queriendo, y al mismo tiempo evitando, ver carne ensangrentada o ropas desgarradas. El estrepitoso sonido regresó retumbando posiblemente desde las colinas que hay detrás del pueblo. El borde del cráter estaba marcado con enormes astillas de piedras desgarradas del lecho rocoso que hay bajo la arena; se alzaban como dientes rotos alrededor de aquella escena, unas apuntando al cielo y otras desplomadas alrededor. Contemplé cómo la nube lejana de la explosión se iba desplazando por encima del estuario, dispersándose, y después me di!a vuelta y corrí con todas mis fuerzas hacia la casa.

Así que hoy en día estoy en condiciones de afirmar que se trataba de una bomba alemana de media tonelada, y que fue lanzada por un HE 111 averiado que iba de vuelta a su base en Noruega tras un infructuoso ataque a la base de lanchas rápidas que había al fondo del estuario. Me gusta imaginar que fue el cañón que estuvo instalado en mi Bunker el que le acertó y forzó al piloto a dar la vuelta y arrojar las bombas que llevaba.

Las puntas de algunas de aquellas astillas de roca ígnea todavía sobresalen de la superficie de la arena que acabó volviendo a la playa, y conforman el llamado Círculo de la Bomba, el monumento más apropiado para honrar la memoria del pobre Paul; un blasfemo círculo de piedra en donde juegan las sombras.

Volví a tener suerte. Nadie vio nada, y nadie podía imaginar que yo lo hubiera hecho. En esta ocasión estuve ocupado con el dolor, desgarrado por la culpa, y Eric tenía que cuidarme mientras yo representaba mi papel a la perfección, sin ayuda de nadie. No disfruté engañando a Eric, pero sabía que era necesario; no podía decirle que yo lo había hecho porque no habría entendido por qué lo había hecho. Se habría horrorizado, y probablemente jamás habría vuelto a ser mi amigo. Así que tuve que hacerme pasar por un niño torturado que se culpaba a sí mismo y Eric tenía que consolarme mientras mi padre seguía meditabundo.

La verdad es que no me gustó nada el modo en que Diggs me interrogó acerca de lo que había ocurrido, y por un momento pensé que podría haberlo adivinado, pero mis explicaciones le parecieron satisfactorias. No me ayudó mucho tener que referirme a mi padre como «mi tío» y a Eric y a Paul como «mis primos»; eso fue idea de mi padre para intentar ocultar a la policía mis lazos familiares en caso de que Diggs se pusiera a husmear y descubriera que yo no existía oficialmente. Le conté la historia de que yo era el hijo huérfano de un hermano más joven de mi padre que había desaparecido hacía tiempo y que tan solo pasaba largas temporadas de vacaciones1 en la isla, mientras pasaba de pariente en pariente, hasta que se resolviera definitivamente mi futuro.

De todos modos, salí bien parado de aquel difícil trago, y hasta el mar vino por una vez en mi ayuda, pues poco después de la explosión subió la marea y barrió todas las huellas delatoras que pude dejar en la arena, aproximadamente una hora antes de que llegara Diggs del pueblo para inspeccionar la escena del accidente.


Cuando llegué a la casa ya estaba allí la señora Clamp descargando la enorme cesta que llevaba sobre el manillar de su vieja bicicleta, apoyada contra la mesa de la cocina. Estaba ocupada rellenando los armarios de la cocina, el refrigerador y el congelador con la comida y las provisiones que había traído del pueblo.

—Buenos días, señora Clamp —le dije amablemente al entrar en la cocina. Ella se volvió a mirarme. La señora Clamp es muy vieja y extremadamente pequeña. Me miró de arriba abajo y dijo:

—Vaya, con que eres tú, ¿no? —y se dio la vuelta para seguir descargando cosas de la cesta, sumergiendo ambas manos en ella para emerger cargada de grandes paquetes envueltos en papel de periódico. Fue arrastrando los pies hasta el congelador, se subió a una banqueta que había al lado, deshizo los envoltorios, que revelaron bolsas de mis hamburguesas congeladas, y las metió en el congelador, introduciéndose casi hasta desaparecer. Me di cuenta de lo fácil que resultaría… Sacudí la cabeza para olvidar aquella estúpida idea. Me senté a la mesa de la cocina para observar cómo trabajaba la señora Clamp.

—¿Cómo le va, señora Clamp? —le pregunté.

—Bueno, pues no me puedo quejar —dijo la señora Clamp meneando la cabeza de un lado a otro y bajando de la banqueta para volver a coger más hamburguesas congeladas y seguir rellenando el congelador. Estaba seguro de que podía ver minúsculos cristales de hielo colgándole de su desvaído bigote.

—Vaya, hoy nos ha traído una carga enorme. Me sorprende que no se haya caído de camino hacia aquí.

—No me verás caer nunca, no. —La señora Clamp volvió, a negar con la cabeza, se dirigió al fregadero, extendió el brazo poniéndose de puntillas, abrió el grifo de agua caliente, se enjuagó las manos, se las secó con su mandil a cuadros de nailon, y sacó un trozo de queso de la cesta.

—¿Quiere que le prepare una taza de algo, señora Clamp?

—No te molestes por mí —dijo la señora Clamp meneando la cabeza dentro de la nevera, por debajo del compartimento del hielo.

—Bueno, pues entonces no preparo nada. —La observé mientras se volvía a lavar las manos. Cuando comenzó a separar las lechugas de las espinacas salí de la cocina y me dirigí a mi habitación.


Tomamos nuestro desayuno usual de los sábados: pescado con patatas de la huerta. La señora Clamp estaba sentada en el extremo de la mesa opuesto a mi padre, donde yo suelo sentarme. Yo estaba sentado hacia la mitad de la mesa, de espaldas al fregadero, colocando espinas de pescado en formas sugerentes mientras Padre y la señora Clamp intercambiaban comentarios muy formales, casi rituales. Formé un esqueleto humano con las espinas de los peces muertos y le puse un poco de salsa ketchup para darle un toque realista.

—¿Más té, señor Cauldhame? —dijo la señora Clamp.

—No, gracias, señora Clamp —respondió mi padre.

—¿Francis? —me preguntó la señora Clamp.

—No, gracias —repliqué yo. Un guisante resultaría una calavera demasiado verde para aquel esqueleto. Lo coloqué allí. Padre y la señora Clamp charloteaban de esto y aquello.

—He oído que el guardia estuvo por aquí el otro día, si no le importa que yo lo mencione —dijo la señora Clamp, y se aclaró la garganta educadamente.

—Por supuesto que no —dijo mi padre, y se metió en la boca una cucharada tan grande de comida que le impidió hablar durante los minutos siguientes. La señora Clamp movió la cabeza de arriba abajo ante su pescado demasiado salado y sorbió un poco de té. Yo me puse a tararear y mi padre me echó una mirada fulminante desde lo alto de aquellas mandíbulas que parecían enzarzadas en una pelea de lucha libre.

No se habló más del asunto.


Era sábado por la noche en el pub Cauldhame Arms y allí estaba yo como de costumbre, al fondo de aquel local lleno de gente y de humo, situado detrás del hotel, sosteniendo un vaso de plástico lleno de láger, las piernas levemente cruzadas en el suelo, la espalda contra la columna forrada de papel pintado, y Jamie el enano sentado a horcajadas sobre mis hombros, reposando de vez en cuando su pinta de cerveza negra en mi cabeza y dándome conversación.

—Bueno, ¿y qué has estado haciendo últimamente, Frankie?

—Nada del otro mundo. El otro día maté unos cuantos conejos y sigo recibiendo extrañas llamadas de Eric, pero eso es todo. Y tú, ¿qué?

—Pues nada. ¿Por qué te tiene que llamar Eric por teléfono?

—¿No lo sabías? —le dije, torciendo la cabeza para mirarle. Él se inclinó y me miró. Las caras se ven muy raras boca abajo—, Ah, pues porque se ha escapado.

—¿Escapado?

—Chisss. No hace falta ir contándoselo a la gente que no lo sabe. Sí, se largó. Ha llamado a casa un par de veces y dice que viene en esta dirección. Diggs vino el otro día y nos lo comunicó el mismo día que se fugó.

—Dios mío. ¿Lo están buscando?

—Eso dice Angus. ¿No ha salido nada en las noticias? Pensé que quizá tu sabrías algo.

—No. Vaya. ¿Crees que se lo dirán a la gente del pueblo si no lo agarran?

—Ni idea —le respondí, y me habría encogido de hombros si hubiera podido.

—¿Y qué va a pasar si sigue empeñado en prenderles fuego a los perros? Mierda. Y todos esos gusanos que usaba para intentar que se los comieran los niños. Los del pueblo se van a poner histéricos. —Podía notar cómo sacudía la cabeza de un lado a otro.

—Creo que no quieren alarmar a la gente. Seguramente piensan que pueden cogerlo.

—¿Tú crees que lo cogerán?

—Jo. Pues no tengo ni idea. Puede que esté loco, pero es inteligente. Si no lo fuera no se podría haber fugado, y cuando me llama por teléfono suena ingenioso. Ingenioso pero chalado.

—No pareces muy preocupado.

—Espero que lo consiga. Me gustaría volver a verlo. Y me gustaría que consiguiera llegar hasta aquí porque… bueno, solo porque sí. —Bebí un trago.

—Mierda. Espero que no cause ninguna agresión.

—Pudiera ser. Es lo único que me preocupa. Por lo que dice, parece que siguen sin gustarle demasiado los perros. Creo que, a pesar de todo, los niños no tienen nada que temer.

—¿Cómo viaja? ¿Te ha dicho si tiene intención de venir por aquí? ¿Tiene dinero?

—Debe de tener algo para ir haciendo esas llamadas, pero fundamentalmente se dedica a robar.

—Vaya. Bueno, al menos no puedes perder remisión de condena por escaparte de un manicomio.

—Ya —dije yo.

El grupo musical subió al escenario, un grupo de cuatro punks de Inverness llamados Los Vómitos. El cantante solista llevaba un corte de pelo a lo mohicano y muchas cadenas y cremalleras. Agarró el micrófono mientras los otros tres empezaban a destrozar sus respectivos instrumentos y a berrear:

Mí novia rn’ha dejao

y me siento un mentiroso,

M’han echao del trabajo

y con las pajas no me corro…

Apoyé los hombros más firmemente contra la columna y bebí un trago mientras los pies de Jamie me daban golpecitos contra el pecho y aquella música estridente y atronadora retumbaba en el local lleno de sudor.


Durante el descanso, cuando uno de los camareros se fue al frente del escenario con un cubo y una fregona para limpiar los escupitajos de la gente, me acerqué al bar a por más bebida.

—¿Lo de siempre? —me preguntó Duncan desde detrás de la barra y Jarme asintió con la cabeza—. ¿Cómo estamos, Frank? —preguntó Duncan sirviendo una láger y una negra.

—Muy bien. ¿Y usted? —le contesté.

—Vamos tirando, vamos tirando. ¿Todavía quieres que te guarde botellas?

—No, gracias. Por ahora tengo suficientes para mi cerveza casera.

—Pero seguiremos viéndote por aquí, ¿no?

—Oh, por supuesto —le respondí. Duncan alargó el brazo para pasarle a Jamie su pinta y yo agarré la mía dejando al mismo tiempo el dinero en el mostrador.

—Salud, muchachos —nos dijo Duncan cuando nos dábamos la vuelta para volver a la columna.


Unas pintas más tarde, cuando Los Vómitos estaban en su primer bis, Jamie y yo estábamos de pie bailando y saltando. Jamie gritaba y daba palmadas y bailaba sobre mis hombros. No me importa bailar con chicas cuando lo hago por Jamie, aunque una vez, con una rubia muy alta, quería que nos fuéramos los dos afuera con ella para poder besarla. La idea de sus tetas apretujadas contra mi cara casi me hace vomitar, y le fallé en esa ocasión. Además, la mayoría de las chicas punkies no huelen a perfume, y solo unas pocas llevan falda, y cuando la llevan generalmente es de cuero. A Jamie y a mí nos dieron unos empujones y estuvimos a punto de caernos al suelo un par de veces, pero resistimos hasta el final de la noche sin que nos tocaran un pelo. Desafortunadamente, Jamie acabó hablando con una mujer, pero yo ya estaba demasiado ocupado tratando de respirar profundamente y de mantener fija en la retina la pared del fondo para que me importara aquello.

—Sí tía, dentro de nada me voy a comprar una moto. Una doscientos cincuenta, por supuesto —iba diciendo Jamie. Yo lo escuchaba a medias. No se iba a comprar ninguna moto porque no llegaría con los pies a los pedales, pero no le habría contradicho aunque hubiera podido porque nadie espera que se le cuente la verdad a las mujeres y, además, para eso están los amigos, como dicen. La chica, cuando por fin pude echarle el ojo, era una veinteañera bastante ordinaria que llevaba encima de los párpados tantas capas de maquillaje como el chasis de un auto de choque. Fumaba un horrible cigarrillo francés.

—Mi amiga tiene una moto a la que llama Sue. Es una Suzuki 185GT qu’era de su hermano, pero está ahorrando pa’ una GoldWing.

Estaban empezando a poner las sillas encima de las mesas y a pasar la fregona y a barrer los cristales rotos y las bolsas de patatas vacías, y yo seguía sin encontrarme demasiado bien. Mientras más escuchaba a la chica más enfermo me ponía. Su acento era horrible: de algún rincón de la costa oeste; seguro que era de Glasgow.

—Naa, yo no me compraría una de esas. Demasiado potentes. Una de quinientos me daría el apaño. La que me molaría sería una Moto Guzzi, aunque no estoy yo muy seguro de la transmisión por eje…

Joder, estaba a punto de montarle allí mismo un Vómito en Technicolor encima de la chaqueta de la chica, con lágrimas incluidas que le oxidarían las cremalleras y le inundarían los bolsillos, y que probablemente enviaría a Jamie volando al otro extremo del local, donde están las cajas de cerveza bajo los pedestales de los altavoces, con mi primera boqueada pestilente, y allí seguían ellos dos intercambiando absurdas fantasías de motoristas.

—¿Quieres un pitillo? —dijo la chica blandiendo un paquete delante de mis narices hacia Jamie. Yo seguía viendo estelas de luces y colores del paquete azul después de que ella lo guardara. Jamie debió coger un cigarrillo, aunque yo sabía que él no fumaba, porque vi encenderse un mechero que prendió una lluvia de chispas ante mis ojos, como un festival de fuegos artificiales. Casi podía sentir cómo se me iba derritiendo mi lóbulo occipital. Pensé en hacerle a Jamie un comentario jocoso sobre las maravillas que podía hacer con su altura, pero todas las líneas de conexión que salían y entraban en mi cerebro parecían estar colapsadas con mensajes urgentes que provenían de mis tripas. Podía sentir perfectamente un horrible revoltijo que se iba formando allá abajo, y estaba seguro de que aquello solo podía acabar de una manera, pero no podía moverme. Estaba bloqueado allí como un contrafuerte entre el suelo y la columna, y Jamie seguía de cháchara con la chica hablando del ruido que hace una Triumph y de las carreras nocturnas a alta velocidad que había hecho por la carretera de la costa del lago Lornond.

—Tú qué, ¿de vacaciones?

—Si, yo y mis coleguillas. Tengo un novio, pero está currando en las plataformas petrolíferas.

—Ah, ya.

Yo seguía respirando hondo, intentando despejarme la cabeza con oxígeno. No podía entender a Jamie; tenía la mitad de mi tamaño, la mitad de mi peso o menos, y bebiéramos lo que bebiéramos juntos, nunca parecía afectarle. Desde luego no iba derramando sus pintas por el suelo a escondidas; si lo hubiera hecho me habría mojado. Me di cuenta de que la chica se había percatado por fin de mi presencia. Me tocó en el hombro y, poco a poco, me fui dando cuenta de que llevaba así algún tiempo.

—Hola —me dijo.

—¿Cómo? —dije con dificultad.

—¿Estás bien?

—Sí —le dije asintiendo lentamente, esperando que se contentara con aquello, para inmediatamente volver la vista a un lado y hacia arriba, como si de repente hubiera encontrado algo muy importante e interesante en el techo digno de llamar mi atención. Jaime me dio un toque con el pie—. ¿Cómo? —volví a decir, sin tratar de mirarlo.

—¿Piensas quedarte aquí toda la noche?

—¿Cómo? —dije—. No. ¿Cómo? ¿Es que quieres marcharte? Bueno, vamos. —Me llevé las manos hacia atrás para hallar la columna y, una vez la hube encontrado, me impulsé hacia arriba esperando que los pies no me resbalaran en el suelo lleno de cerveza.

—Quizá será mejor que me dejes bajar. Frank, tío — dijo Jamie dándome toques más fuertes con el pie. Volví a girar la cabeza a un lado y hacia arriba, como si intentara mirarlo a la cara, y asentí. Dejé que la espalda se me fuera deslizando por la columna hasta que me quedé prácticamente en cuclillas en el suelo. La chica ayudó a Jamie a saltar. De repente, su melena pelirroja y el cabello rubio de Jamie se veían extravagantes desde aquel rincón del local, ahora completamente iluminado. Duncan se estaba acercando con el cepillo y un enorme cubo, vaciando ceniceros y fregando mesas. Yo hice un esfuerzo por levantarme y después sentí cómo Jamie y la chica me agarraban cada uno por debajo de un brazo v me ayudaban. Estaba empezando a experimentar triple visión y a preguntarme cómo se podía conseguir eso con solo dos ojos. No estaba seguro de si me estaban hablando o no.

Solté «Sí», en caso de que me hubieran dicho algo, y después sentí cómo me llevaban al aire libre por la salida de incendios. Necesitaba ir al cuarto de baño, y con cada paso que daba me parecía que aumentaban las convulsiones de mi estómago.

Tuve esa horrible visión de mi estómago como si estuviera formado por dos compartimentos del mismo tamaño, uno lleno de pis y el otro de cerveza, whisky, patatas fritas, cacahuetes asados, escupitajos, mocos, bilis y uno o dos trozos de pescado con patatas, todo ello sin digerir. A alguna parte enferma de mi cerebro se le ocurrió de repente ponerse a pensar en huevos fritos flotando en aceite en mitad de un plato, rodeados de beicon crujiente y rizado donde flotaban pequeños charcos de grasa, y los alrededores del plato salpicados con manchones de grasa coagulada. Luché contra la espantosa necesidad de vomitar que surgía de mi estómago. Intenté pensar en cosas agradables; pero cuando me di cuenta de que me resultaba imposible pensar en ninguna, decidí concentrarme en lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Estábamos fuera del pub, caminando por la acera, pasando de largo el Banco, con Jamie a un lado y la chica al otro. Era una noche fría y cubierta de nubes, y las farolas eran de sodio. Dejamos atrás el olor del pub y traté de que el aire fresco circulara por mi cabeza. Me daba cuenta de que iba dando ligeros tumbos, empujando de vez en cuando a Jarme o a la chica, pero no podía hacer gran cosa para evitarlo; me sentía como uno de aquellos viejos dinosaurios, tan enormes que necesitaban virtualmente un cerebro aparte para mover sus patas traseras. Parecía como si yo tuviera un cerebro aparte para cada miembro, y que todos hubieran roto relaciones diplomáticas. Avanzaba, ladeándome y tropezando, lo mejor que podía, confiando en la suerte y en los dos que me acompañaban. La verdad es que no confiaba mucho en ninguno de ellos; en Jamie porque era demasiado pequeño para sostenerme si empezaba a desplomarme, y en la chica, porque era una chica. Probablemente demasiado débil; y, aunque no lo fuera, no me sorprendería que dejara que me rompiera la crisma contra la acera, porque a las mujeres les gusta ver a los hombres indefensos.

—¿Te carga siempre así? —dijo la chica.

—¿Así, cómo? —dijo Jamie sin demostrarle la adecuada medida de indignación que se merecía de entrada por aquella pregunta.

—Tú montado en sus hombros.

—Ah, no, eso es solo para que yo pueda ver mejor al grupo musical.

—Gracias a Dios que solo es eso. Pensaba que ibais juntos así al retrete.

—Oh, sí; nos metemos juntos en un cubículo y Frank lo hace en el váter mientras yo lo hago en la cisterna.

—¡Estás de cachondeo!

—Síii —dijo Jamie con la voz distorsionada por un mueca de complicidad. Yo iba caminando junto a ellos lo mejor que podía, escuchando todo aquel rollo. Estaba un poco molesto de que Jamie hubiera mencionado algo, aunque fuera de broma, en relación a mí y a ir al váter; sabe muy bien lo sensible que soy sobre este tema. Solo una o dos veces me ha provocado con bromas sarcásticas sobre el interesante deporte que significa ir al baño de caballeros en el Cauldhame Arms (o en cualquier lugar, supongo) y atacar las colillas empapadas en los urinarios con el chorro de pis.

Admito que he visto a Jamie hacerlo y me quedé bastante impresionado. El Cauldhame Arms cuenta con unas excelentes instalaciones para tal deporte, pues tiene un inmenso urinario que comprende una pared entera y media de la otra, con un solo desagüe. Según Jamie, la finalidad del juego consiste en desplazar una colilla mojada desde el lugar en que se encuentre del canalillo hasta el agujero destapado del desagüe, deshaciéndola lo más posible en route. Puedes puntuar según el número de baldosas que superes al mover la colilla (con puntos extra si acabas metiéndola en el desagüe y si la desplazas desde el principio del canalillo hasta el agujero), por la magnitud de la destrucción causada en la colilla —al parecer es muy difícil desintegrar el cono negro en el extremo quemado— y, a lo largo de la noche, por el número de colillas despachadas de ese modo.

También se puede jugar al juego de maneras más limitadas en los pequeños urinarios individuales que ahora están tan de moda, pero Jamie nunca lo ha probado en esos porque es tan bajito que si tuviera que usar uno de esos tendría que colocarse a un metro de distancia para hacer que su chorrillo llegara en una trayectoria por alto.

De todos modos, se lo montan de manera que hacer un pis largo resulte más interesante, pero no estoy hecho para esas cosas, gracias al cruel destino.

—¿Es tu hermano o algo así?

—No, es mi amigo.

—Oye, ¿y siempre se pone así?

—Sí, normalmente, los sábados por la noche.

Se trata de una monstruosa mentira, por supuesto. Raramente me emborracho tanto que me impida hablar o caminar derecho. Y se lo habría dicho yo mismo a Jamie si hubiera podido hablar y no hubiera estado tan concentrado en poner un pie detrás de otro. Me parecía que ya no iba a ponerme a vomitar, pero esa misma parte irresponsable y destructiva de mi cerebro —probablemente formado por unas pocas neuronas, pero supongo que en todos los cerebros hay unas pocas como esas, y solo hacen falta unos cuantos gamberros para dar un mal nombre al resto— volvió a pensar en aquellos huevos fritos con beicon en el plato frío, y cada vez que ocurría me entraban arcadas. Tuve que hacer un gran esfuerzo de voluntad para ponerme a pensar en vientos helados, en cimas de montañas o en las formas que proyecta la sombra del agua sobre la arena socavada por las olas, en esas cosas que siempre me han parecido el epítome de la claridad y la pureza, y que ayudaban a distraer a mi cerebro de esa tendencia a regodearse en el contenido de mi estómago.

Sin embargo, necesitaba hacer un pis más desesperadamente que nunca. Jamie y la chica estaban casi pegados a mí, cada uno agarrándome de un brazo y sufriendo de vez en cuando mis empellones, pero mi borrachera había alcanzado un nuevo estado —en el momento en que las dos últimas pintas de cerveza y el whisky de acompañamiento llegaron a pasar a mi riego sanguíneo— en el que me sentía como si estuviera en otro planeta, a juzgar por las esperanzas que tenía de lograr comunicarles lo que deseaba. Caminaban cada uno a un lado y seguían hablando entre ellos, farfullando completas estupideces como si dijeran algo importante, y yo, con más cerebro que los de ambos juntos e información de importancia vital que comunicar, no podía articular una palabra.

Tenía que haber una forma. Intenté sacudir la cabeza e inspirar hondo un par de veces. Regularicé mis pasos. Pensé cuidadosamente sobre palabras y sobre cómo construirlas. Revisé mi lengua y comprobé la garganta. Tenía que sobreponerme. Tenía que comunicarme. Miré a mi alrededor mientras cruzábamos la calle; vi la señal que anunciaba Union Street sujeta a un muro bajo. Volví la cara hacia Jamie y después hacia la chica, me aclaré la garganta y dije con toda claridad:

—No sé si en alguna ocasión vosotros habéis compartido (o, por supuesto, seguís compartiendo, que para el caso es lo mismo en lo que a mí respecta, al menos mutuamente entre vosotros pero en ningún caso incluyéndome a mí) la idea equivocada que, por ventura, en cierta ocasión mantuve acerca de las palabras que componen la señal de acullá en lo alto, pero es hecho cierto que otrora yo pensara que «unión» hacía referencia a, digamos, la nomenclatura que delineaba una asociación de trabajadores, y entonces me pareció que ponerle ese nombre a una calle era un detalle bastante socialista viniendo de los prohombres del pueblo; me sorprendió pensar que todavía quedaban esperanzas con respecto a una posible paz o al menos a un alto el fuego en la lucha de clases si un reconocimiento tal del valor de los sindicatos podía llegar hasta las venerables e importantes señales del callejero en las vías públicas, pero tengo que reconocer que, tristemente, muy pronto fui sacado de mi error ante la idea tan extremadamente optimista que yo sostenía cuando mi padre, que Dios se apiade de su sentido del humor, me informó que la entonces recién confirmada unión de los parlamentos de Escocia e Inglaterra había sido la causa por la que los próceres locales —en connivencia con otros cientos de municipios de lo que hasta entonces había sido un reino independiente— decidieron celebrarlo de manera tan solemne y permanente, sin perder de vista, por supuesto, las oportunidades de sacar beneficios que tal forma temprana de absorción empresarial brindaba.

La chica miró a Jamie.

—¿’dicho algo? ¿eh?

—Creía que solo se estaba aclarando la garganta —dijo Jamie.

—Ah, me pareció que había soltado algo sobre bananas.

—¿Bananas? —dijo Jamie incrédulo, mirando a la chica.

—Bueno —dijo ella, mirándome a mí y meneando la cabeza—.Ya está bien.

Para que después hablen de los problemas de comunicación entre la gente, pensé. Estaba claro que estaban tan borrachos que ni siquiera entendían una lengua hablada con corrección. Suspiré hondo mirando primero a uno y después a la otra mientras seguíamos avanzando lentamente por la calle principal, pasando los almacenes Woolworth y los semáforos. Miré hacia delante y traté de pensar qué demonios podía hacer. Me ayudaron a cruzar la calle siguiente y casi me caigo tratando de subir a la acera. De repente fui consciente de la vulnerabilidad de mi nariz y de mis dientes si llegaran a entrar en contacto con el duro granito de las aceras de Porteneil a cualquier velocidad levemente superior a una pequeña fracción de metro por segundo.

—Oye, yo y una de mis colegas hemos hecho carreras por los carriles de la Comisión Forestal que hay en los montes a cincuenta por hora, derrapando por todas partes como si fuera un circuito de carreras.

—Qué chulada.

Dios mío, seguían hablando de motos.

—¿A dónde lo llevamos? ¿A tu casa?

—A la de mi madre. Si aún está levantada nos preparará un té.

—¿Tu mamá?

—Sí.

—Vale.

Se me pasó por la cabeza como un flash. Estaba tan claro que no podía imaginar cómo es que no me había dado cuenta antes. Sabía que no tenía tiempo que perder y no podía dudarlo un instante —pronto iba a explotar— de manera que bajé la cabeza, me desembaracé de Jamie y de la chica y salí corriendo calle abajo. Me escaparía; haría como Eric para poder encontrar un lugar agradable y tranquilo en donde mear.

—¡Frank!

—Vamos, me cago en la puta, no jodas más, ¿qué quiere ese ahora?

La acera seguía bajo mis pies, que continuaban moviéndose más o menos como se espera de ellos. Podía oír a Jamie y a la chica corriendo detrás mío, gritando, pero ya había sobrepasado la vieja fábrica de serrín y el monumento a los caídos y estaba cogiendo velocidad. Mi distendida vejiga no mejoraba las cosas, pero tampoco me lo estaba poniendo tan imposible como temía.

—¡Frank! ¡Vuelve! ¡Frank, detente! ¿Qué te pasa? ¡Frank, estás loco, cabrón, te vas a romper el cuello!

—Oh, déjalo que se largue. Se habrá escondido.

—¡No! ¡Es mi amigo! ¡Frank!

Giré en la esquina de Bank Street, esquivando por poco dos farolas, y me lancé por la primera a la izquierda hacia Adam Smith Street para salir a la gasolinera de McGarvie. Llegué patinando con los pies a la explanada de la gasolinera y me escondí detrás de un surtidor, jadeando y eructando y sintiendo que se me salía el corazón. Me bajé los pantalones y me acuclillé, apoyando mi espalda contra el surtidor de cinco estrellas, respirando pesadamente al tiempo que el charco de humeante pis se iba acumulando en los huecos del deteriorado suelo de cemento de la estación de servicio.

Resonaron unos pasos y apareció una sombra a mi derecha. Volví la cabeza y vi a Jamie.

—Ahh… ahh… ahh — resoplaba sin aliento apoyándose con una mano en otro surtidor para equilibrarse, pues se había inclinado hacia delante y se miraba los pies, y con la otra mano en la rodilla, y el pecho inflándose y desinflándose—. Por… ahh… fin… ahh… por fin… ahh… te encuentro. Fffguauu…— Se sentó en la peana de cemento que sostienen los surtidores y se quedó mirando un rato el oscuro cristal de la oficina. Yo también estaba sentado, con la espalda pegada al surtidor, soltando las últimas gotitas. Me desplomé completamente contra mi espalda y me senté pesadamente en la peana, después me levanté tambaleante y me subí los pantalones.

—¿Por qué lo hiciste? —me dijo Jamie, todavía jadeante.

Yo le saludé con la mano, luchando por ponerme el cinturón. Estaba empezando a sentir nauseas de nuevo, y percibía descomunales emanaciones de humo del pub que surgían de mi ropa.

—Lo… —comencé a decir—. Lo siento — y las palabras se convirtieron en una arcada. La parte antisocial de mi cerebro se puso a pensar de repente en los huevos y en el beicon grasiento y mi estómago estaba a punto de entrar en erupción. Me doblé por la cintura, con arcadas y vómitos, sintiendo que el estómago se me contraía como un puño cerrado; involuntariamente, con vida propia, como una mujer debe de sentir las patadas de un teto. La garganta me raspaba con la fuerza del chorro. Jamie me agarró cuando estaba a punto de caerme. Me quedé allí quieto, como una navaja medio abierta, salpicando ruidosamente la explanada, Jamie metió una mano por la cintura de mis pantalones de pana para evitar que me cayera de bruces y me puso la otra mano en la frente mientras murmuraba algo. Yo seguía teniendo nauseas y ahora el estómago me dolía muchísimo; tenía los ojos inundados de lágrimas, la nariz me moqueaba y sentía la cabeza como si fuera un tomate maduro a punto de explotar. Luché por recobrar el aliento entre arcadas, arrojando chorros de vómito, y tosiendo y escupiendo al mismo tiempo. Oí cómo emitía un horrible sonido como el que hacía Eric cuando le daba un ataque por el teléfono, y confié en que no pasara nadie en ese instante y me sorprendiera en un momento tan indigno y en una posición tan delicada. Por fin paré, me sentí mejor, y volví a empezar, sintiéndome diez veces peor. Me eché hacia un lado con la ayuda de Jaime y me apoyé con las dos manos en una zona del suelo de cemento un poco más limpia, donde las manchas de aceite parecían estar secas. Tosí, escupí y sentí arcadas unas cuantas veces hasta que me eché hacia atrás y apoyé la espalda en los brazos de Jamie colocando las rodillas a la altura de la barbilla para aliviar el dolor de los músculos de mi estómago.

—¿Mejor ahora? —dijo Jamie. Yo asentí. Me incliné hacia delante hasta apoyarme en el trasero y los talones, con la cabeza entre las rodillas. Jamie me daba palmaditas en la espalda—. Quédate así un minuto, querido Frankie—. Sentí cómo se fue unos segundos. Volvió con unas toallitas de papel áspero del dispensador del patio y me limpió la boca con un trozo y el resto de la cara con otro. Hasta se las llevó y las tiró al cubo de la basura.

A pesar de que seguía sintiéndome borracho, de que me dolía el estómago y de que me sentía la garganta como si allí hubiera tenido lugar una pelea de puerco espines, me sentía mucho mejor.

—Gracias —conseguí decirle a Jaime, y comencé a levantarme. Jamie me ayudó a ponerme en pie.

—Por Dios, Frank, cómo te has puesto.

—Ya veo —le dije enjugándome los ojos con la manga de la camisa y echando un vistazo alrededor para comprobar que seguíamos solos. Le di un par de palmadas en el hombro y nos dirigimos a la calle.

Caminamos por las calles desiertas, yo respirando profundamente y Jamie sosteniéndome por un codo. La chica se había ido, no había duda, pero no lo sentía lo más mínimo.

—¿Por qué te pusiste a correr de ese modo?

—Tenía que largarme —le contesté meneando la cabeza.

—¿Cómo? —y se puso a reír—. ¿Y por qué no lo dijiste?

—No podía.

—¿Solo porque estaba allí la chica?

—No —le dije, y tosí—. No podía hablar. Demasiado borracho.

—¿Cómo? —dijo Jamie riendo.

—Sí —le dije asintiendo con la cabeza—. Volvió a reírse y sacudió la cabeza. Seguimos caminando.

La madre de Jamie todavía estaba levantada y nos preparó un té. Es una mujer grande que siempre lleva puesta una bata verde cuando la veo por las noches después de salir del pub en las ocasiones en que, como ocurre a menudo, su hijo y yo acabamos en su casa. No es muy desagradable, aunque hace ver que le agrado más de lo que en verdad siente.

—Mírate jovencito, no tienes muy buen aspecto. Venga, siéntate aquí y te traeré un té enseguida. Vaya oveja descarriada. —Yo estaba plantado en un sillón del salón en aquella casa de protección oficial mientras Jamie intentaba colgar nuestras chaquetas. Se podían oír sus saltos en el vestíbulo.

—Gracias —le dije con la voz rota y la garganta seca.

—Aquí tienes, cariño. Bueno, ¿quieres que encienda el fuego? ¿Tienes mucho frío?

Sacudí la cabeza y ella sonrió y asintió y me dio unas palmaditas en el hombro y se fue arrastrando los pies a la cocina. Jamie entró y se sentó en el sofá junto a mi sillón. Me miró, esbozó una sonrisa forzada y sacudió la cabeza.

—¡Estás hecho un desastre! ¡Estás hecho un desastre! —Dio una palmada y se hundió en el sofá, con los pies rectos delante de él. Yo parpadeé y miré a otro lado—. No te preocupes, querido Frankie. Con un par de tazas de té estarás como nuevo.

—Humm —logré murmurar, y me estremecí.


Me marché sobre la una de la mañana, más sobrio y empapado en té. Mi estómago y mi garganta casi habían vuelto a su estado normal, aunque mi voz seguía sonando áspera. Les di las buenas noches a Jamie y a su madre y me fui caminando por las afueras del pueblo hasta el sendero que lleva a la isla. Después continué por el camino en la más absoluta oscuridad, utilizando a veces mi pequeña linterna, en dirección al puente y a la casa.

Era un paseo muy tranquilo a través de terrenos de dunas, marismas y ocasionales pastos. Lo único que se podía oír, aparte de mis pasos en el sendero, era el lejano estruendo de los camiones pesados por la carretera que atraviesa el pueblo. El cielo estaba cubierto de nubes que apenas dejaban pasar la luz de la luna y me dejaban frente a una oscuridad absoluta.

Me acordé de una ocasión, en mitad del verano, hace dos años, cuando volvía por el sendero con el crepúsculo de la tarde después de pasar el día caminando por los montes que hay detrás del pueblo. A la caída de la noche vi unas luces extrañas desplazándose en el aire más allá de la isla. Ondeaban y se movían de un modo muy extraño, refulgiendo, desplazándose y destellando con una densidad y solidez impensables en algo que flota en el aire. Me paré y estuve observándolas un tiempo, tratando de captarlas con mis prismáticos, y me dio la impresión de que, de vez en cuando, entre las cambiantes imágenes de luz, podía distinguir estructuras a su alrededor. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, y mi mente se apresuró a racionalizar lo que veía. Rápidamente desplacé la mirada a las tinieblas y volví a alzar la vista hacia aquellas lejanas y silenciosas torres de llamas oscilantes. Estaban suspendidas en el cielo como rostros de fuego que observaran la isla desde lo alto, como esperando algo.

Entonces caí en la cuenta y supe lo que estaba pasando.

Un espejismo, un reflejo de capas de aire en alta mar. Estaba contemplando las llamaradas de las plataformas petrolíferas, quizá a cientos de kilómetros de distancia, en el mar del Norte. Al volver a mirar aquellas formas difuminadas alrededor de la llama me parecieron plataformas, construidas vagamente con el fulgor de sus propios gases. Seguí mi camino feliz tras aquello —sin duda mucho más feliz de lo que estaba antes de ver la extraña aparición— y se me ocurrió que alguien menos lógico y menos imaginativo que yo habría llegado a la conclusión de que lo que estaba viendo eran OVNIS.


Finalmente llegué a la isla. La casa estaba a oscuras. Me quedé contemplándola en la oscuridad, apreciando en silencio su masa bajo la tenue luz de una luna borrosa, y pensé que parecía mayor de lo que era, como una inmensa cabeza de piedra, como una enorme calavera iluminada por la luna, llena de formas y recuerdos, que miraba al mar, unida a un vasto y poderoso cuerpo, enterrado en las rocas y la arena, dispuesto a desperezarse y a salir de allí, desenterrándose él mismo, esperando una orden o señal inescrutable.

La casa miraba fijamente al mar, a la noche, y yo entré en ella.

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