10. PERRO EN FUGA

Siempre me molestó que Eric se volviera loco. Aunque no se trataba de algo pasajero, cuerdo un minuto y loco el siguiente, creo que no hay ninguna duda de que el incidente con el niño sonriente desencadenó algo en Eric que le llevó, casi inevitablemente, a su caída. Algo en su interior no pudo aceptar lo que había ocurrido, no pudo encajar lo que había visto con la manera en que debieran ser las cosas. Quizá alguna parte muy dentro de él, oculta bajo capas de tiempo y de sedimentos, como los restos romanos de una ciudad moderna, seguía creyendo en Dios y era incapaz de aceptar la realidad de que, si un ser tan improbable existía, pudiera dejar que le ocurriera una cosa así a una de sus criaturas que, supuestamente, había creado a su imagen y semejanza.

Fuera lo que fuera lo que se desintegró en Eric en aquella época, significaba una debilidad, un defecto fundamental que un auténtico hombre no podía permitirse. Las mujeres, lo sé de ver cientos —quizá miles— de películas y programas de televisión, no pueden soportar que les ocurra nada grave; las violan, o se muere su ser amado, y se vienen abajo, se vuelven locas y se suicidan, o se consumen de pena hasta morir. Por supuesto, tengo en cuenta que no todas ellas reaccionan del mismo modo, pero no hay duda de que es la regla general, y las que no la siguen son una minoría.

Debe de haber unas cuantas mujeres fuertes, mujeres cuyo carácter tiene más de hombre que la mayoría, y sospecho que Eric fue víctima de una identidad en la que había demasiado de mujer. Esa sensibilidad, ese deseo de no herir a los demás, esa inteligencia delicada y atenta, todas esas cosas formaban parte de su carácter porque, en cierto modo, pensaba demasiado como una mujer. Hasta que tuvo su desagradable experiencia nunca salió a flote esa parte de él, pero en aquel momento, en aquella situación límite, bastó para quebrar su espíritu.

La culpa es de mi padre, sin mencionar a la estúpida zorra que lo dejó tirado por otro hombre. Mi padre tiene que asumir su parte de culpa por todas aquellas estupideces que hizo cuando Eric era muy pequeño: dejarlo que se vistiera como quisiera dándole a elegir entre vestiditos y pantalones. Harmsworth y Morag Stove tenían razón en preocuparse por el modo en que estaban educando a su sobrino y hicieron lo correcto al ofrecerse a cuidarlo ellos mismos. Todo podría haber sido diferente si mi padre no hubiera tenido esas ideas extravagantes, si mi madre no le hubiera tenido resentimiento a Eric, si los Stove se lo hubieran llevado antes; pero así ocurrió y por eso espero que mi padre acepte su culpa del mismo modo que yo le culpo. Quiero que sienta continuamente sobre él el peso de la culpa, que pase las noches en vela por ello, y que tenga pesadillas que lo despierten empapado en sudor en las noches frías cuando haya conseguido dormirse. Se lo merece.


Eric no llamó aquella noche tras mi paseo por las colinas. Me fui a la cama bastante pronto, pero sé que habría oído el teléfono si hubiera sonado y dormí de un tirón, cansado tras mi larga caminata. Al día siguiente me levanté a la hora acostumbrada, salí a dar un paseo por las dunas con el frescor de la mañana y volví a tiempo para un abundante desayuno que había cocinado mi padre.

Me sentía intranquilo, mi padre estaba más callado de lo habitual, y el calor iba aumentando por momentos dejando el ambiente de la casa enrarecido, aún con las ventanas abiertas. Fui pasando por las habitaciones de la casa, asomándome a aquellos espacios abiertos, apoyado en los alféizares, batiendo el terreno con los ojos apretados para expulsar al enemigo. Al cabo de un rato dejé a mi padre adormilado en una silla del porche y subí a mi habitación, me cambié y me puse una camiseta y mi chaleco ligero lleno de bolsillos, los llené de cosas útiles, me colgué la bolsa de provisiones al hombro y salí dispuesto a echar un vistazo a fondo por los lugares de acceso a la isla y quizá me pasaría también por el vertedero, si no había demasiadas moscas.

Me puse las gafas de sol y aquellas Polaroid marrones hicieron los colores mucho más vivos. Comencé a sudar tan pronto salí por la puerta. Una brisa cálida, poco refrescante, revoloteaba por aquí y por allá, sin dirección definida, y traía olores de hierbas y flores. Caminé con paso vivo por el sendero que lleva al puente, lo crucé para llegar a la línea de tierra firme de la ensenada y el río, siguiendo su curso y saltando sus pequeños afluentes y tributarios hasta el área de construcción de presas. Entonces me dirigí al norte siguiendo la hilera de dunas que dan al mar, avanzando por sus arenosas cimas a pesar del calor y del agotamiento que significaba subir por sus laderas que dan al sur, para poder disfrutar finalmente de las vistas que ofrecían.

Todo refulgía bajo aquel calor, se convertía en mudable e incierto. La arena quemaba al tacto y los insectos de todos los tipos y tamaños zumbaban y revoloteaban a mi alrededor. Yo los apartaba con aspavientos.

De vez en cuando utilizaba los prismáticos tras enjugarme el sudor de las cejas y llevarme los visores a los ojos, para inspeccionar la lejanía a través del espeso aire fluctuante. La cabeza me hormigueaba con el sudor y me picaba la ingle. Verificaba las cosas que me había traído con más frecuencia de lo normal, palpando distraídamente la bolsa de perdigones, tocando el cuchillo de caza y el tirachinas que llevaba en el cinturón, asegurándome de que aún tenía el mechero, la cartera, el peine, el espejo y papel y bolígrafo. Bebí de la pequeña cantimplora de agua que había traído, aunque estaba templada y sabía ya un poco rancia.

Al volver la mirada a la playa y al mar ondulado pude apreciar algunas interesantes muestras de restos de naufragios y desechos arrojados por el mar, pero me quedé en las dunas, subiendo a las más altas cuando lo creía necesario, siguiendo en dirección al norte, cruzando riachuelos y marismas, pasando el Círculo de la Bomba y el lugar que nunca bauticé desde donde Esmerelda despegó.

Solo pensé en ellos una vez los hube pasado.

Después de una hora aproximadamente me dirigí al interior y después al sur, siguiendo las últimas dunas de tierra adentro, observando el desaliñado pasto en donde se movían lentamente las ovejas, como gusanos sobre la tierra, paciendo. En cierto momento me detuve un instante a contemplar un gran pájaro en las alturas, contra el límpido azul, volando en círculos y ascendiendo en espiral con las corrientes térmicas, girando a un lado y a otro. Más abajo se desplazaban unas gaviotas con las alas extendidas y moviendo sus cuellos blancos en busca de algo. Encontré una rana muerta en lo alto de una duna, reseca, con sangre en la espalda y llena de arena, y me pregunté cómo habría llegado allí. Probablemente la dejó caer un ave de presa.

Al cabo de un rato me puse mi gorra verde para protegerme los ojos de la intensa luz resplandeciente. Di la vuelta en el sendero, a la altura de la isla y la casa. Seguí mi camino, parándome de vez en cuando para observar con los prismáticos. Se veían pasar coches y camiones entre las hojas de los árboles, aproximadamente a una milla de la carretera. Un helicóptero pasó por encima, probablemente en dirección a uno de los pozos de petróleo o a un oleoducto.

Llegué al vertedero poco después del mediodía tras pasar una pequeña arboleda. Me senté a la sombra de un árbol e inspeccioné el vertedero con los prismáticos. Había algunas gaviotas, pero no había gente. Una pequeña humareda se elevaba desde el centro, y a su alrededor se esparcían los desechos del pueblo y de los alrededores: cartones y bolsas de plástico negro junto al resplandeciente blanco desbaratado de viejas lavadoras, cocinas y neveras. Los papeles alzaban el vuelo por sí mismos y se elevaban en círculos durante uno o dos minutos, iniciando un pequeño torbellino que al poco volvía a apagarse.

Fui abriéndome paso por el vertedero, inspirando su aroma a podrido, ligeramente dulce. Iba apartando con mis pies calzados en botas algunos desechos o le daba la vuelta a cosas que parecían interesantes, pero no encontré nada que mereciera la pena. Una de las cosas que me llegó a gustar con los años de aquel vertedero era que nunca era el mismo; se desplazaba como algo inmenso y vivo, desparramándose como una enorme ameba mientras iba absorbiendo la tierra saludable y los desechos colectivos. Pero aquel día parecía cansado y aburrido. Me sentí impaciente y hastiado frente a él, casi enfadado. Lancé un par de latas de aerosol al débil fuego que ardía en el medio, pero ni siquiera aquellas latas, que explotaron débilmente entre las apagadas llamas, me proporcionaron mucha diversión. Abandoné el vertedero y me dirigí hacia el sur.

Cerca de un arroyo, a un kilómetro del vertedero, había un gran chalet, una casa de vacaciones que daba al mar. Estaba cerrada y abandonada, y no había ni una reciente vereda de pisadas desde el accidentado camino que pasaba por allí y seguía hasta la playa. Fue en aquel camino donde Willie, uno de los otros amigos de Jamie, había llevado su viejo Mini para llegar junto a la playa y hacer carreras y derrapar.

Miré por las ventanas y vi las habitaciones vacías, los viejos muebles tan dispares ocultos entre sombras, polvorientos y abandonados. Había una vieja revista sobre una mesa con la esquina amarilleada por el sol. Me senté bajo la sombra del aguilón de la casa y acabé mi ración de agua de la cantimplora, me quité la gorra y me sequé el sudor de la frente con un pañuelo. Se podían oír en la distancia las apagadas explosiones del campo de tiro que hay más abajo en la costa, y en cierto momento pasó un reactor rugiendo sobre el mar en calma, en dirección al suroeste.

A partir de la casa comenzaba una cadena de montes coronados de retamas y de árboles torcidos por el viento. Desplacé los prismáticos hacia allí apartando las moscas que me rodeaban, con un leve dolor de cabeza y la boca seca a pesar del agua tibia que acababa de beber. Cuando bajé los prismáticos y volví a ponerme las Polaroid fue cuando oí aquello.

Algo aullaba. Algún animal —oh Dios, ojalá que aquel sonido no saliera de un ser humano— chillaba atormentado. Era un gemido lleno de angustia, un tono que solo podía producirlo un animal in extremis, el sonido que esperas que ningún ser vivo se vea jamás obligado a emitir.

Me senté empapado en sudor, requemado y dolorido por aquel sol de justicia; pero me estremecí. Un escalofrío me convulsionó el cuerpo en una oleada como la de un perro que se sacude para secarse, de un extremo al otro. El vello de la nuca, suelto a pesar del sudor, se me erizó. Me levanté rápidamente, apoyándome con las manos en la madera tibia de la pared de la casa, con los prismáticos rebotándome en el pecho. El chillido provenía de los montes. Me levanté las Polaroid, dejándomelas sobre la cabeza, y volví a mirar por los prismáticos, golpeándomelos contra el hueso por encima de los ojos mientras luchaba por regular la rueda para enfocar. Me temblaban las manos.

Un bulto negro surgió de los matorrales dejando una estela de humo. Salió corriendo colina abajo, por la maleza amarillenta, y se metió bajo un cercado. El temblor de las manos me distorsionaba la vista mientras trataba de seguir la escena con los prismáticos. El intenso quejido se expandía por el aire, agudo y terrorífico. Perdí de vista aquella forma tras unos arbustos y poco después volví a verla, ardiendo mientras corría y saltaba sobre el pasto y los cañaverales, dejando una estela tras de sí. La boca se me secó completamente; no podía tragar, me ahogaba, pero localicé de nuevo al animal, que ahora iba zigzagueando y dando vueltas, aullando desesperadamente, saltando en el aire, cayendo y volviendo a saltar como si rebotara. Después desapareció, a unos cientos de metros de donde yo estaba y a la misma distancia de la cima del monte.

Volví a llevarme rápidamente los prismáticos a los ojos para escudriñar los montes, recorriéndolos de lado a lado, de arriba abajo, y de nuevo de un extremo al otro, deteniéndome a propósito en una retama, descartándola con un movimiento de la cabeza, y volviendo a recorrer los montes desde el principio. A cierta parte irrelevante de mi cerebro le dio por preguntarse por qué en las películas, cuando la gente mira por los prismáticos y se divisa lo que se supone que están mirando, siempre se ve una especie de ocho apaisado, pero en cambio, cuando yo miro por unos prismáticos, lo que veo es un círculo perfecto. Volví a bajar los prismáticos, eché un vistazo rápido alrededor, no vi a nadie, salí corriendo de la sombra de la casa, salté la valla de alambre que rodeaba el jardín, y corrí hacia los montes.


Al llegar a la cima del monte me paré un momento y bajé la cabeza hasta las rodillas para recobrar el aliento, dejando que el sudor se escurriera de mi pelo y goteara sobre la hierba reluciente. Tenía la camiseta pegada al cuerpo. Me apoyé con las manos en las rodillas y levanté la cabeza, forzando los ojos para observar la línea de matorrales y árboles en lo alto del monte. Miré hacia abajo, por donde se extendían los campos más allá de la siguiente línea de matorrales que marcaban el corte por donde pasaba la línea férrea. Avancé a paso ligero, siguiendo la cima de los montes, barriendo con la mirada los alrededores, de un lado a otro, hasta que encontré una pequeña franja de hierba ardiendo. Apagué el fuego a pisotones, busqué huellas y las encontré. Corrí más deprisa, a pesar de las protestas de mis pulmones y mi garganta, volví a encontrar más hierba ardiendo y unas retamas que estaban prendiéndose. Las apagué a patadas y continué.

En el fondo de una hondonada, en la falda de los montes, habían crecido unos árboles casi normalmente, y sólo sus copas sobresalían del abrigo de la cresta de montes y se doblaban torcidas por el viento. Corrí hacia la hondonada cubierta de hierba, hacia una mancha inestable de sombra provocada por las hojas y ramas que se mecían lentamente. Había un círculo de piedras alrededor de un centro renegrido. Miré alrededor y vi un área de hierba aplastada. Me detuve, me calmé un poco, volví a mirar alrededor, a los árboles, la hierba y los helechos, pero no pude distinguir nada. Me acerqué a las piedras y las palpé, igual que las cenizas del interior. Estaban calientes, demasiado calientes para mantener las manos encima, a pesar de que estaban a la sombra. Se podía oler a gasolina.

Salí de la hondonada y me subí a un árbol, me encaramé en las ramas y escruté los alrededores, usando los prismáticos de vez en cuando. Nada.

Bajé del árbol, reposé unos instantes, y tras inspirar hondo salí corriendo hacia la ladera de los montes que da al mar dirigiéndome en diagonal hacia donde sabía que había estado el animal. Cambié una vez de dirección, para apagar otro pequeño fuego. Sorprendí a una oveja paciendo; salté por encima de ella al tiempo que se asustaba y salía brincando, balando.

El perro yacía en el riachuelo que desembocaba en la marisma. Aún estaba vivo, pero había perdido la mayoría de su pelaje negro y la piel de debajo se veía amoratada y rezumante. Temblaba dentro del agua, haciéndome temblar a mí también. Me quedé en la orilla mirándolo. Tan solo podía ver con el ojo que no estaba quemado cuando sacudía su cabeza fuera del agua. En el pequeño charco a su alrededor flotaban bolas de pelos medio quemados. Entonces advertí el olor a carne quemada y sentí como un peso que se me alojaba en el cuello, justo debajo de la nuez.

Saqué mi bolsa de bolitas de acero, coloqué una en la goma del tirachinas mientras me lo sacaba del cinturón, estiré los brazos, con una mano pegada a la cara, en donde se empapó de sudor, y solté la goma.

La cabeza del perro emergió del agua con una sacudida, salpicando al volver a caer, alejando al animal de mí y cayendo de lado. Flotó un rato corriente abajo, después tropezó con algo y se quedó varado en la orilla. Del agujero en donde antes estaba el ojo manaba un hilillo de sangre. «Te las verás con Frank», mascullé con rabia.


Saqué al perro a rastras y con mi cuchillo cavé un agujero en la pedregosa tierra río arriba, sintiendo arcadas de vez en cuando por el hedor del cadáver. Enterré al animal, volví a escudriñar los alrededores y después, tras comprobar que la brisa no arreciaba, me aparté un poco y le prendí fuego a la hierba. Las llamas alcanzaron los últimos rincones de la última guarida del perro, que era su tumba. Se detuvieron a la orilla del río, como había previsto, y tuve que apagar algunos brotes de llamas que empezaron a extenderse por la ribera, por donde habían caído algunas ascuas.

Cuando todo terminó y enterré al perro, me di la vuelta en dirección a casa y empecé a correr.


Volví a casa sin mayores contratiempos, me bebí de un golpe dos pintas de agua y traté de relajarme en un baño de agua fría con un cartón de zumo de naranja apoyado en el borde de la bañera. Todavía estaba temblando y me pasé una hora lavándome el pelo para quitarme el olor a perro quemado. Desde la cocina llegó el olor de los platos vegetarianos que preparaba mi padre para la cena.

Estaba seguro de que había estado a punto de ver a mi hermano. Estaba seguro de que no era allí donde había acampado, pero había estado allí, y no lo vi por muy poco. Hasta cierto punto me alegré, algo difícil de aceptar, aunque era cierto.

Volví a sumergirme en el agua y me sentí desbordado.

Bajé a la cocina en bata. Mi padre, con un chaleco y pantalones cortos, estaba acodado a la mesa, absorto en la lectura del Inverness Courier. Volví a poner el cartón de zumo de naranja en el refrigerador y levanté la tapa de la olla en donde el curry que había preparado mi padre se iba enfriando. En la mesa habían cuencos de ensalada para acompañar la comida. Mi padre pasaba las páginas del periódico sin prestarme atención.

—Hace calor, ¿no? —dije por decir algo.

—Humm.

Me senté al otro extremo de la mesa. Mi padre pasó otra página sin levantar la cabeza. Yo carraspeé.

—Había un fuego por donde está la casa nueva. Lo vi esta mañana. Fui y lo apagué —le dije para cubrirme las espaldas.

—Con este tiempo no me extraña —dijo mi padre sin levantar la vista. Yo asentí con la cabeza y me rasqué la entrepierna a través de la bata.

—En la predicción meteorológica han dicho que probablemente mañana por la noche cambiará. —Me encogí de hombros—. Eso dicen.

—Bueno, ya veremos —dijo mi padre volviendo a la primera página del periódico mientras se levantaba para mirar el curry. Yo asentí mientras jugueteaba con el extremo del cinturón de la bata, mirando de reojo el periódico. Mi padre se encorvó para oler el guiso en la olla. Yo no le quitaba la vista de encima.

Lo miré, me levanté, fui hasta la silla donde había estado sentado, me quedé quieto, como sí mirara por la puerta abierta pero de reojo leía el periódico. INCENDIO MISTERIOSO EN CHALET DE VACACIONES, decía en el faldón izquierdo de la portada. Un chalet al sur de Inverness había sido destruido por las llamas poco después de que el periódico entrara en rotativa. La policía estaba investigando el caso.

Regresé al otro extremo de la mesa y me senté.

Finalmente nos acabamos el curry y la ensalada y yo empecé a sudar otra vez. Antes pensaba que era un poco raro cuando, a la mañana siguiente de haber comido curry, notaba que los sobacos me olían a aquella cosa, pero ya me he enterado de que a Jamie le pasa lo mismo, así que no me siento tan mal. Me había comido el curry, un plátano y un yogur, pero seguía haciendo demasiado calor y mi padre, a quien le gusta preparar una versión un poco masoquista de ese plato, se dejó la mitad del suyo.


Yo seguía en bata, sentado frente al televisor en el salón, cuando sonó el teléfono. Me fui hacia la puerta, pero oí a mi padre salir de su despacho para contestar, así que me quedé tras la puerta escuchando. No podía oír mucho, pero entonces se oyeron unos pasos que bajaban por las escaleras y corrí de vuelta a mi sillón, me arrellané y dejé caer la cabeza hacia un lado, con los ojos cerrados y la boca abierta. Mi padre abrió la puerta.

—Frank, es para ti.

—¿Eh? —dije como despertándome, abriendo los ojos pegajosos, echando un vistazo al televisor y levantándome corrió medio atontado. Mi padre me dejó la puerta abierta y se retiró a su despacho. Me dirigí al teléfono.

—¿Eh? ¿Diga?

—Oiga, ¿está Frank? —preguntó una voz con acento muy inglés.

—¿Sí? ¿Oiga? —contesté extrañado.

—Je, je, ¡pequeño Frankie! —me gritó Eric—. ¡Aquí estoy, en tu tórax de los bosques y comiendo todavía los perritos calientes de siempre! ¡Jo, jo! ¿Cómo estamos, cabroncete? Te siguen protegiendo las estrellas, ¿no? Por cierto, ¿de qué signo eres? Se me ha olvidado.

—Del Can Mayor.

—¡Guau! ¿En serio?

—Sí. ¿De qué signo eres tú? —le pregunté siguiéndole la corriente en uno de sus juegos favoritos.

—¡Cáncer! —fue su respuesta a voz en grito.

—¿Benigno o maligno? —continué siguiéndole el juego.

—¡Maligno! —chilló Eric—. ¡Por el momento solo son tumores!

Me aparté el auricular de la oreja mientras Eric explotaba con sus risotadas.

—Escúchame, Eric… —comencé a decirle.

—¿Cómo estás? ¿Cómo te va? ¿Que tal te va la vida? ¿Estás bien? ¿Qué tal van las cosas? ¿Y a ti? ¿Dónde tienes la cabeza en este preciso momento? ¿De dónde eres? Joder, Frank, ¿sabes por qué los Volvos silban? Bueno, pues yo tampoco, pero ¿a quién le importa? ¿Qué dijo Trotsky? «Necesito a Stalin como necesito un agujero en la cabeza.» ¡Ja, ja, ja, ja! La verdad es que no me gustan esos coches alemanes; las luces de los faros están demasiado juntas. ¿Estás bien, Frankie?

—Eric…

—A la cama, a dormir; quizá a masturbarte. ¡Ah, ahí está el gusto! ¡Jo, jo, jo!

—Eric —le dije mirando alrededor y a lo alto de las escaleras para asegurarme de que mi padre no estuviera merodeando—. ¡Te quieres callar de una vez!

—¿Cómo? —dijo Eric con una voz débil y dolorida.

—El perro —le susurré—. Hoy vi a ese perro. El que estaba junto a la casa nueva. Yo estaba allí. Lo vi.

—¿Qué perro? —me dijo Eric con tono de perplejidad. Pude oír cómo suspiraba profundamente y se escuchó un estruendo al fondo.

—No intentes quedarte conmigo, Eric; lo vi con mis propios ojos. Quiero que dejes de hacer eso, ¿me entiendes? Se acabaron los perros. ¿Me oyes? ¿Lo entiendes? ¿De acuerdo?

—¿Cómo? ¿De qué perros hablas?

—Ya me has oído. Estás demasiado cerca. Nada de perros. Déjalos en paz. Y nada de niños, tampoco. Ni gusanos. Olvídate de eso. Ven a vernos si te apetece, me encantaría que vinieras, pero nada de gusanos, ni perros ardiendo. Te lo digo en serio, Eric. Mejor que me creas.

—¿Creer qué? ¿De qué estás hablando? —dijo lastimosamente.

—Ya me has oído —le dije, y colgué el teléfono. Me quedé allí quieto, mirando hacia arriba. Al cabo de unos segundos volvió a sonar. Lo descolgué, oí unos pitidos, y volví a colgarlo. Permanecí unos minutos sin moverme al lado del teléfono, pero no ocurrió nada.

Cuando me dirigía de nuevo al salón mi padre salió de su despacho limpiándose las manos con un trapo, rodeado de extraños olores, y con los ojos muy abiertos.

—¿Quién era?

—Nada. Era Jamie —dije con cierto retintín.

—Humm —respondió él, al parecer aliviado, y volvió a su despacho.


Aparte de aquel curry que se le repetía, mi padre pasó la tarde muy tranquilo. Cuando empezó a refrescar a la caída de la noche salí afuera a dar una vuelta a la isla. Las nubes se acercaban desde el mar, cerrando el cielo como una puerta y atrapando el calor del día sobre la isla. Retumbaron unos truenos al otro lado de los montes, sin relámpagos. Aquella noche dormí a ratos, sudando a mares y revolviéndome de un lado a otro en la cama, hasta que un sangrante amanecer alboreó sobre las dunas de la isla.

Загрузка...