5. UN RAMILLETE DE FLORES

Maté a Esmerelda porque me pareció que me lo debía a mí mismo y al mundo en general. Después de todo, me había cargado a dos niños y por lo tanto le había hecho a las mujeres una especie de favor estadístico. Si tenía el valor para demostrar mis convicciones, pensé, debía equilibrar un poco la balanza. Mi prima fue, simplemente, el objetivo más obvio y más fácil.

Como en las otras ocasiones, no le guardaba ningún rencor personal. Los niños no son gente de verdad, en el sentido de que no son varones y hembras pequeñitos, sino una especie aparte que (probablemente) se convertirán en lo uno o lo otro a su debido tiempo. Los niños pequeños especialmente, antes de verse envueltos en la insidiosa y maligna influencia de sus padres y de la sociedad, son abiertamente asexuados y, por lo tanto, perfectamente dignos de aprecio. Me gustaba Esmerelda (aunque pensaba que su nombre era un poco empalagoso) y jugaba mucho con ella cuando venía a visitarnos. Era la hija de Harmsworth y de Morag Stove, mis medio tíos por parte de la primera esposa de mi padre; era el matrimonio que se hizo cargo de Eric desde los tres a los cinco años. A veces venían desde Belfast para pasar el verano con nosotros; mi padre se llevaba bien con Harmsworth y, como yo me ocupaba de Esmerelda, pasaban unas vacaciones bastante relajadas aquí. Me da la impresión de que a la señora Stove no le hacía mucha gracia que yo me ocupara de su hija ese verano, pues fue el verano siguiente de que yo volara por los aires al pequeño Paul en su más tierna edad, pero a los nueve años no había duda de que yo era un niño feliz y bien adaptado, responsable y bien hablado y, siempre que salía a relucir el tema, indudablemente entristecido por el fallecimiento de mi hermanito. Estoy convencido de que la razón por la que los adultos que me rodeaban estaban absolutamente convencidos de mi inocencia era debido a que yo tenía la conciencia verdaderamente limpia. Llegué a montar la doble farsa de mostrarme ligeramente culpable por motivos que no venían al caso, y así los adultos me decían que no me culpara a mí mismo por no haber podido prevenir a tiempo a Paul. Resultaba perfecto.

Ya había decidido que intentaría asesinar a Esmerelda antes de que llegaran ella y sus padres a pasar las vacaciones. Eric estaba fuera en un crucero con el colegio, así que estaríamos solos, ella y yo. Sería un poco arriesgado, tan seguido después de la muerte de Paul, pero tenía que hacer algo para equilibrar la balanza. Podía sentirlo en mis entrañas, en mis huesos; tenía que hacerlo. Era como una comezón interior, como algo que no podía evitar, como cuando vas por la calle en Porteneil y golpeas sin querer un talón en un adoquín. Entonces tengo que golpear el otro talón en otro adoquín con una fuerza parecida al del primer talonazo para volver a quedarme a gusto. Lo mismo me pasa si me rozo un brazo contra una pared o una farola; tengo que rozarme también el otro brazo enseguida, o por lo menos rascármelo con la otra mano. De otras muchas maneras como esas es como trato de mantener el equilibrio, aunque no tengo ni idea de por qué. Es simplemente algo que se tiene que hacer; y del mismo modo, me tenía que deshacer de alguna mujer, inclinar ligeramente la balanza hacia el otro lado.

Aquel año me había dado por las cometas. Era 1973, supongo. Empleaba multitud de cosas para fabricarlas: caña, listones de madera y perchas de alambre, varillas de aluminio para tiendas de campaña, y cubiertas de papel y de plástico y bolsas de basura y cordel y cuerda de nailon y bramante y toda clase de pequeñas trabillas y hebillas y trozos de cordón eléctrico y de cintas de goma y pedazos de cable y alfileres y tornillos y clavos y piezas desmontadas de los barcos de modelismo y de diversos juguetes. Construí un carrete manual con doble manubrio con retén y espacio para medio kilómetro de hilo en el tambor; elaboré diferentes tipos de colas para las diferentes necesidades de las cometas, y docenas de cometas, grandes y pequeñas, algunas de ellas de acrobacia. Las guardaba en mi cobertizo y, con el tiempo, tuve que sacar las bicicletas afuera y taparlas con una lona cuando la colección me desbordó.

Aquel verano llevé a menudo a Esmerelda a volar cometas. La dejaba jugar con una cometa pequeña de un solo hilo mientras yo usaba una de acrobacia.Yo me ponía a hacer bucles en el aire con la mía alrededor de la de ella, o la hacía descender en picado hacia la arena desde mi puesto en lo alto de una duna, bajando la cometa hasta hacer muescas en altas torres de arena que había construido y remontando el vuelo a continuación, mientras la cometa iba dejando en el aire una estela de arena de la desmoronada torre. Aunque me llevó un tiempo conseguirlo y estrellé un par de ellas, una vez llegué a echar abajo una presa con una cometa. La hacía bajar en picado y, tras cada pasada, conseguía mellar el muro con una esquina de la cometa hasta llegar a hacerle una hendidura al muro de la presa por donde el agua acababa saliendo y haciendo que finalmente se desmoronara toda la presa y arrasara el pueblo de casitas de arena que había debajo.

Y entonces, un día estaba yo en lo alto de una duna, tirando contra la fuerza del viento que empujaba la cometa, agarrando y cobrando y calibrando y ajustando y torciendo, cuando uno de aquellos giros se me apareció como un estrangulamiento alrededor del cuello de Esmerelda, y así nació la idea. Emplear las cometas.

Lo consideré con toda la tranquilidad del mundo, sin dejar de volar la cometa desde la duna, como si nada hubiera ocurrido excepto la computación maquinal de mi cerebro que guiaba la cometa, y me pareció razonable. Y mientras pensaba en ello, aquella idea cobró vida propia, germinando, tal cual, y alcanzando las proporciones de lo que finalmente concebí como la némesis de mi prima. Entonces, recuerdo que esbocé una sonrisa forzada y llevé la cometa acrobática en un vuelo rasante por encima de la hierba y del agua, de la arena y la espuma de las olas, corriéndola con el viento para, con un tironazo brusco, esquivar a la niña poco antes de que la golpeara en lo alto de la duna en donde estaba sentada sosteniendo en la mano su cometa, a la que daba tirones espasmódicos, conectada con el cielo. Se volvió hacia mí, sonrió y soltó una risotada chillona, entornando los ojos ante la luz del verano. Yo también me reí mientras seguía controlando, con igual presteza, tanto aquella cosa en las alturas del cielo, como la otra, que iba germinando en mi cerebro bajo las alturas.

Construí una cometa enorme.

Era tan grande que ni siquiera cabía en el cobertizo. La hice de viejos postes de aluminio de tienda de campaña, algunos de los cuales ya los había conseguido hacía tiempo en el desván y otros los había encontrado en el vertedero del pueblo. El entelado fue al principio de bolsas de basura, pero después lo sustituí por tela de tienda de campaña, también del desván.

Para el hilo empleé sedal de pesca naranja de gran resistencia enrollado en un tambor especialmente fabricado para el carrete, que había reforzado y que se encajaba en un arnés de pecho. La cometa tenía una cola elaborada con tiras de papel de revistas como Armas y municiones, que en aquel tiempo recibía regularmente. En la lona del armazón pinté una cabeza de perro de color rojo porque todavía no me había enterado de que yo no era del signo del Can. Mi padre me había contado hacía años que yo había nacido bajo el signo astral del Can Mayor porque Sirio era en aquel momento mi ascendente. Bueno, aquello era solo un símbolo.

Una mañana salí muy temprano; acababa de amanecer y no se había despertado nadie. Me fui al cobertizo, saqué la cometa, caminé un trecho por las dunas, la ensamblé, clavé una clavija de tienda de campaña en el suelo, amarré el nailon allí, y estuve un rato volando la cometa con el hilo muy corto. Hasta con aquel viento suave me hacía sudar y forcejear, y las manos se me fueron calentando a pesar de los recios guantes de soldador que llevaba puestos. Me convencí de que la cometa serviría y la volví a dejar en su sitio.

Aquella tarde, con el mismo viento —ahora más fresco— bañando la isla en dirección al mar del Norte, Esmerelda y yo salimos como siempre, deteniéndonos un momento en el cobertizo para recoger la cometa desmontada. Me ayudó a llevarla mientras nos alejábamos por las dunas, portando cumplidamente las cuerdas y el carrete apretados contra su pechito liso y dándole vueltas al trinquete, hasta que llegamos a un lugar que quedaba fuera de la vista de la casa. Era un alto cabezo de duna que miraba de frente a las lejanas costas de Noruega o Dinamarca, con hierba como cabellos que crecieran puntiagudos por encima del ceño.

Esmerelda se puso a buscar flores mientras yo iba construyendo la cometa con una lentitud solemne apropiada al caso. Recuerdo que ella les hablaba a las flores como si tratara de convencerlas de que salieran, para así cogerlas en un ramillete, arrancadas y apretadas. El viento agitaba su rubia cabellera frente a su rostro mientras ella caminaba, se agachaba, gateaba y hablaba, y yo seguía ensamblando la cometa.

Finalmente la cometa estaba lista, completamente montada y tirada en el suelo como una tienda de campaña caída sobre la hierba, verde sobre verde. El viento serpenteaba a su alrededor y la hacía flamear; el sonido de pequeños latigazos que la hacían removerse y parecer que estaba viva; la cara de perro amenazante. Desenrollé el hilo naranja de nailon y até algunos cabos al armazón, deshaciendo los nudos, uno a uno.

Llamé a Esmerelda para que viniera. Sostenía un ramillete de florecillas y me hizo esperarla pacientemente mientras me las iba describiendo una por una, inventándose los nombres que había olvidado o que nunca había sabido. Acepté la margarita que amablemente me ofreció y me la puse en el bolsillo izquierdo del pecho de la chaqueta. Le dije que ya había terminado de construir la nueva cometa y que podía ayudarme a probarla con el viento. Ella estaba emocionada y deseando agarrar los hilos. Le dije que quizá la dejara, pero que yo mantendría siempre el control. No quería soltar las flores de la mano y le dije que quizá también podría llevarlas.

Esmerelda exclamó ohhh y ahhh acerca del tamaño de la cometa y del fiero perrito pintado en ella. La cometa yacía sobre la hierba ondulada por el viento como una impaciente manta raya que encrespara su aletas. Encontré los hilos principales de control y se los entregué a Esmerelda, enseñándole cómo y dónde utilizarlos. Había hecho unas lazadas para pasarlas alrededor de sus muñecas de manera que, según le conté, no perdiera el agarre. Ella pasó sus manos por el nailon trenzado, asiendo con fuerza un hilo y tomando el manojo de flores y el otro hilo con la otra mano. Yo agarré mi parte de los hilos de control y los pasé en una lazada alrededor de la cometa. Esmerelda se puso a saltar y me dijo que me diera prisa y que empezara a volar la cometa. Eché un último vistazo alrededor y a continuación solo tuve que empujar un poco con el pie hacia arriba la parte superior de la cometa para que cogiera viento y se elevara. Retrocedí corriendo detrás de la espalda de mi prima mientras el hilo suelto entre ella y la cometa, que ascendía con rapidez, se iba tensando.

La cometa remontó el vuelo en el aire de manera brutal, elevando su cola con un sonido como el de cartón desgarrado. Dio una sacudida y crujió en el aire. Esquivó su propia cola y flexionó sus huecos huesos. Yo me coloqué detrás de Esmerelda y sostuve los hilos justo detrás de sus pequeños codos pecosos, esperando el tirón. Las líneas se tensaron y entonces llegó. Tuve que clavar los talones en el suelo para mantener el equilibrio. Choqué contra Esmerelda y ella dio un chillido. Había soltado los hilos cuando sintió el primer chasquido brutal al tensarse el nailon, y se quedó, alternativamente, mirándome con la cabeza vuelta y mirando al cielo que nos cubría. Seguía aferrada a sus flores y los tirones que yo daba lucían que sus brazos se movieran como los de una marioneta, atrapada en los lazos. Tenía el carrete sujeto al arnés, un poco suelto entre mi pecho y mis manos. Esmerelda volvió su rostro hacia mí una última vez, entre risitas, y yo también me reí. Entonces solté los hilos.

El carrete la golpeó al final de su espalda y dio un grito. Entonces fue elevándose sobre sus pies a medida que los hilos tiraban de ella y los lazos apretaban sus muñecas. Yo me tambaleé hacia atrás, en parte para que pareciera la reacción normal ante la remota posibilidad de que hubiera alguien observando, y en parte porque perdí el equilibrio al soltarme el carrete. Me caí al suelo cuando Esmerelda lo abandonaba para siempre. La cometa continuó chasqueando y flameando y flameando y chasqueando mientras iba alzando a la niña de la tierra y la encumbraba en el aire, con carrete incluido. Me quedé tendido de espaldas y contemplé aquello un segundo para levantarme enseguida y salir corriendo detrás de ella tan veloz corno pude porque, una vez más, sabía que no podría alcanzarla. Ella gritaba y agitaba las piernas con todas sus ganas, pero los crueles lazos la sujetaban por las muñecas, la cometa estaba a merced de las fauces del viento, y ya quedaba muy lejos de mi alcance aunque hubiera querido cogerla.

Corrí y corrí, saltando de una duna y rodando por la ladera que da al mar, contemplando cómo la pequeña figura gesticulante iba alzándose más y más en el cielo a medida que la cometa se la llevaba. Apenas se oían ya sus gritos y chillidos; solo un leve gemido arrastrado por el viento. Voló sobre las arenas y las rocas en dirección al mar, y yo corría, alborozado, debajo de ella, contemplando como el carrete atascado se balanceaba bajo sus agitados pies. Su vestido ondulaba a su alrededor.

Subió y subió y yo seguí corriendo, sobrepasado ahora por el viento y la cometa. Corrí atravesando los charcos rizados a la orilla del mar y después acabé metiéndome en el agua hasta las rodillas. Fue entonces cuando algo, que a primera vista me pareció homogéneo, y después vi separarse y disgregarse, cayó de ella. Al principio pensé que se había meado encima pero enseguida vi flores descendiendo del cielo y caer en el agua delante de mí como una rara lluvia. Avancé chapaleando por el agua poco profunda hasta que llegué hasta ellas y recogí las que pude, alzando la vista desde mi recolecta para contemplar cómo Esmerelda y la cometa partían hacia el mar del Norte. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de que pudiera llegar a cruzar el maldito mar y llegar a tierra antes de que el viento amainara, pero estimé que, aunque tal cosa pudiera ocurrir, yo ya había hecho todo lo que estaba en mi mano, y mi honor estaba a salvo.

Observé cómo se iba haciendo más y mas pequeña, y después me di la vuelta y me dirigí a la playa.

Sabía que tres muertes en mi inmediata vecindad en un plazo de cuatro años tenía que parecer sospechoso, y ya había planeado cuidadosamente mi reacción. No salí corriendo hacia la casa sino que volví a las dunas y me senté allí con las flores en la mano. Me canté canciones, me inventé historias, me entró hambre, me revolqué un poco en la arena, me froté un poco los ojos con ella y, en general, intenté meterme a fondo en un estado mental que pareciera terrible para un niño como yo. Y allí seguía sentado al atardecer, mirando fijamente al mar, cuando un joven trabajador forestal del pueblo me encontró.

Formaba parte del grupo de búsqueda organizado por Diggs después de que mi padre y mis parientes nos echaran en falta y llamaran a la policía. El joven apareció en lo alto de las dunas silbando y golpeando de vez en cuando cañaverales y matojos con un palo.

Hice como si no lo viera. Me quedé mirando fijamente al mar, tiritando y aferrado a las flores. Mi padre y Diggs llegaron después de que el joven diera la voz a la brigada de gente en hilera que batía las dunas en nuestra busca, pero yo seguí sin reconocer su presencia. Al final había decenas de personas arracimadas a mi alrededor, mirándome, haciéndome preguntas, rascándose la cabeza, mirando sus relojes e intercambiando miradas. Yo hice como si no viera a nadie. Formaron de nuevo una hilera y se pusieron a buscar a Esmerelda mientras a mí me llevaban a la casa. Me ofrecieron una sopa, que deseaba más que nada en el mundo, pero que hice como si no la viera, me hicieron preguntas que contesté con un silencio catatónico y una mirada perdida. Mi tío y mi tía me sacudieron por los hombros, sus rostros enrojecidos y sus ojos en lágrimas, pero yo hice como si no los viera. Finalmente mi padre me llevó a mi cuarto, me desvistió y me metió en la cama.

No me dejaron solo en mi habitación durante toda la noche y, tanto si fue mi padre, Diggs, o cualquier otro quien me acompañaba, lo mantuve despierto quedándome tendido tranquilamente durante un rato, fingiendo estar dormido, y a continuación poniéndome a gritar con todas mis ganas y cayéndome de la cama para acabar tirado en el suelo. En cada ocasión me recogían, me abrazaban y me devolvían a la cama. Y en cada ocasión yo pretendía volver a dormirme y volverme loco a los pocos minutos. Si cualquiera de ellos me hablaba yo me quedaba tintando en la cama y lo miraba fijamente, sordo y mudo.

Estuve así hasta el amanecer, cuando la partida de búsqueda volvió, sin Esmerelda, y entonces decidí que ya podía dormirme.

Tardé una semana en recuperarme y tengo que reconocer que fue una de las mejores semanas de mi vida. Eric volvió de su crucero con el colegio y comencé a hablar poco después de su llegada; al principio solo fueron palabras sin sentido que se fueron transformando más adelante en indicios inconexos de lo que había ocurrido, seguido siempre todo ello de alaridos y de estado catatónico.

Alrededor de la mitad de la semana permitieron que el doctor MacLennan me viera un momento, después de que Diggs rechazara la prohibición de mi padre de que nadie, excepto él, podía realizarme un examen médico. Y aún así, mi padre permaneció en la habitación, ceñudo y circunspecto, para asegurarse de que el examen se llevaba a cabo dentro de unos límites; me alegré de que no dejara al doctor explorarme de arriba abajo, y correspondí a ello mostrándome un poco más lúcido.

Al final de la semana seguía representando ocasionalmente mis fingidas pesadillas, y de vez en cuando me ponía repentinamente a temblar y me quedaba en silencio, pero ya comía más o menos normalmente y podía responder a las preguntas con cierta despreocupación. Aunque hablar de Esmerelda y de lo que le había ocurrido seguía provocándome mini ataques de histeria seguidos de gritos y mutismo total, tras un laborioso y paciente interrogatorio por parte de mi padre y de Diggs. les dejé entender que estaba dispuesto a contar lo que había ocurrido…una cometa enorme; Esmerelda que se enreda en los hilos; yo intentando ayudarla y el carrete que se me escapa de las manos; carrera desesperada; después la mente en blanco.

Les expliqué que tenía miedo de estar bajo una maldición, de traer la muerte y la destrucción a cualquiera que se me acercase, y que también tenía miedo de que me pudieran mandar a la cárcel si la gente pensaba que yo había matado a Esmerelda. Sollocé y me abracé a mi padre y hasta llegué a abrazar a Diggs, oliendo la tela de su rígido uniforme azul mientras lo hacía y sintiendo como casi se derretía y me creía. Le pedí que fuera a mi cabaña y que se llevara todas mis cometas y las quemara, lo cual cumplió diligentemente en una hondonada que hoy lleva el nombre de Cañada de la Pira de Cometas. Lo sentí por las cometas, y ya me había hecho a la idea de que tendría que renunciar para siempre a volarlas para hacer que todo aquel montaje pareciera convincente, pero merecía la pena. Esmerelda jamás apareció; nadie la volvió a ver después de mí, a juzgar por el resultado de las indagaciones de Diggs entre pescadores y trabajadores de las plataformas petrolíferas.


Así que conseguí superarme a mí mismo y pasar una maravillosa, aunque agotadora, semana disfrutando con la actuación. Las flores a las que seguía aferrado cuando me llevaron a la casa habían sido arrancadas de mi mano y depositadas en una bolsa de plástico en lo alto del refrigerador. Allí las descubrí, marchitas y mustias, olvidadas y desapercibidas, dos semanas después. Una noche me las llevé al santuario del desván y allí siguen hasta este día: espirales marrones de plantas secas como cinta adhesiva cello vieja y apergaminada, metidas en un frasco de cristal. A veces me pregunto dónde acabaría mi prima; en el fondo del mar, o arrastrada hasta una costa escarpada y desierta, o aventada hasta la ladera de una alta montaña, para acabar devorada por gaviotas o por águilas…

Prefiero pensar que murió cuando aún flotaba en el aire arrastrada por la cometa gigante, que voló alrededor del mundo y después se fue elevando más y más al morir de hambre y deshidratación, perdiendo así más peso y acabando finalmente como un minúsculo esqueleto remontando las corrientes de aire del planeta; una especie de Holandesa Errante. Pero dudo que una visión tan romántica de los hechos se ajuste a la realidad.


Me pasé la mayor parte del domingo en cama. Tras mi juerga de la noche anterior lo que quería era descansar, muchos líquidos, poca comida, y que se me pasara la resaca. En esos momentos me entraban ganas de decidir no volver a emborracharme jamás, pero al ser tan joven me pareció que probablemente sería una decisión poco realista, así que resolví no volver a emborracharme tanto.

Llegó mi padre y se puso a aporrear la puerta cuando vio que no me presentaba a desayunar.

—¿Y ahora qué te pasa? Si es que se puede preguntar.

—Nada —le contesté con voz ronca.

—Eso espero —dijo mi padre sarcásticamente—. ¿Y cuánto bebiste anoche?

—No mucho.

—Humm —murmuró.

—Enseguida bajo —dije yo, moviéndome arriba y abajo en la cama para hacer ruidos que sonaran como que me estaba levantando.

—¿Eras tú el que llamó anoche por teléfono?

—¿Cómo? —pregunté dirigiéndome a la puerta y dejando de moverme.

—¿Eras tú, no? Ya pensé que serías tú; intentaste camuflar la voz. ¿Qué hacías llamando a esa hora?

—Ehh… No recuerdo haber llamado, papá, de verdad —dije con calma.

—Humm. Eres un irresponsable, jovencito —dijo, y a continuación se fue hacia el vestíbulo arrastrando su zapatones. Yo me quedé allí, pensando. Estaba casi seguro de no haber llamado a casa la noche anterior. Había estado con Jamie en el pub, después con Jamie y la chica en la calle, después estuve solo cuando me puse a correr, y después con Jamie, y más tarde con él y su madre, para acabar volviendo a casa casi sobrio. No había momentos en blanco. Supuse que debía de ser Eric quien llamó. Por lo que dijo mi padre no debió de hablar con él mucho tiempo pues, si no, habría reconocido la voz de su hijo. Estaba tendido en la cama, deseando que Eric siguiera huido y encaminándose hacia aquí, y que mi cabeza y mis tripas dejaran de recordarme lo mal que me sentía.


—Mira la pinta que tienes —me dijo mi padre cuando finalmente aparecí con la bata para ver una vieja película en el televisor aquella tarde—. Supongo que estarás orgulloso de ti mismo. Supongo que crees que sentirte así te convierte en un hombre. —Mi padre chasqueó la lengua y sacudió la cabeza antes de volver la vista a su lectura, el Scientific American. Yo me senté silenciosamente en uno de los grandes sillones del salón.

—Me emborraché un poco anoche, papá, lo admito. Siento mucho que te enfades, pero te aseguro que ya estoy sufriendo las consecuencias.

—Espero que hayas aprendido una lección. ¿Te das cuenta de la cantidad de neuronas que conseguiste matar anoche?

—Unos cuantos miles —dije yo tras pararme un instante a calcularlo.

Mi padre asintió entusiásticamente con la cabeza y añadió:

—Por lo menos.

—Bueno, trataré de no volver a hacerlo.

—Humm.

—¡Brrap! —soltó mi ano con estruendo, sorprendiéndome tanto a mí como a mi padre. Bajó la revista y se quedó mirando fijamente al espacio por encima de mi cabeza, con una sonrisa de conocedor, mientras yo me aclaraba la garganta y abanicaba el aire con los faldones de mi bata tan disimuladamente como podía. Pude ver cómo las aletas de su nariz se flexionaban y se estremecían.

—Láger y whisky, ¿eh? —dijo moviendo con satisfacción la cabeza de arriba abajo y volviendo a llevarse la revista a los ojos. Sentí cómo me sonrojaba y me chirriaban los dientes, agradecido de que se hubiera retirado tras las páginas de papel cuché. ¿Cómo podía hacerlo? Yo continué como si no hubiera pasado nada.

—Ah. Por cierto —dije—. Espero que no te importe, pero le conté a Jamie que Eric se había escapado.

Mi padre me lanzó una mirada furiosa por encima de la revista, sacudió la cabeza y continuó leyendo.

—Idiota —dijo.


Por la noche, tras picar algo en lugar de cenar, subí al desván y utilicé el telescopio para echar un vistazo a distancia a la isla y asegurarme de que no había ocurrido nada mientras yo descansaba en la casa. Todo parecía en calma. Aquella fría noche nublada salí a dar un breve paseo por la playa hacia el extremo sur de la isla, volví a casa y, cuando estaba viendo un poco de televisión, llegó la lluvia, transportada por un viento rasante, tamborileando en la ventana.


Ya estaba en la cama cuando sonó el teléfono. Me levanté rápidamente, pues no me había dormido del todo cuando lo oí, y salí corriendo escaleras abajo antes de que llegara mi padre. No sabía si todavía estaba despierto o no.

—¿Sí? —dije sin aliento mientras me remetía la camisa del pijama en los pantalones. Sonaron unos bips y a continuación una voz al otro lado suspiró:

—No.

—¿Cómo? —dije frunciendo el ceño.

—No —repitió la voz al otro lado.

—¿Eh? —dije yo. No estaba seguro de que fuera Eric.

—Has dicho «Sí».Yo digo «No».

—¿Qué quieres que diga?

—«Porteneil 531».

—Muy bien. Porteneil 531. ¿Diga?

—Muy bien. Adiós. —La voz soltó una risita y la línea se cortó.

Yo me quedé mirando el teléfono con cara de odio y después lo colgué. Estuve dudando. El teléfono volvió a sonar. Lo descolgué antes de que acabara el primer ring.

—Eres… —comencé a decir y entonces volvieron a sonar los pitidos. Esperé a que terminaran y dije—: Porteneil 531.

—Porteneil 531 —dijo Eric. Al menos yo creía que era Eric.

—Sí —dije yo.

—¿Sí qué?

—Sí, que aquí es Porteneil 531.

—Yo creía que aquí es Porteneil 531.

—Es aquí. ¿Quién es? ¿Eres…?

—Soy yo. ¿Es Porteneil 531?

—¡Sí! —exclamé con un grito.

—¿Y quién es usted?

—Frank Cauldhame —dije tratando de conservar la calma—. ¿Quién es usted?

—Frank Cauldhame —respondió Eric.

Miré alrededor, arriba y abajo, pero mi padre no daba señales de vida.

—Hola, Eric —dije con una sonrisa. Decidí que, pasara lo que pasara, aquella noche no haría enfadar a Eric. Antes de decirle algo improcedente y conseguir que mi hermano rompiera otra pieza del mobiliario urbano perteneciente a Correos y Telégrafos, colgaría el teléfono.

—Te acabo de decir que me llamo Frank. ¿Por qué me llamas «Eric»?

—Venga, Eric. Reconozco tu voz.

—Soy Frank. Deja de llamarme Eric.

—Muy bien. Muy bien. Te llamaré Frank.

—¿Y quién eres tú?

Me quedé pensativo.

—¿Eric? —dije probando.

—Me acabas de decir que te llamabas Frank.

—Bueno. —Exhalé un suspiro y me apoyé contra la pared con una mano, meditando lo que podía decir—. Era solo… era solo una broma. Oh, Dios mío, no sé. —Fruncí el ceño mirando al teléfono y me quedé esperando a que Eric dijera algo.

—Bueno, Eric —dijo Eric—, ¿qué noticias tenemos?

—Oh, bueno, nada especial. Anoche salí. Estuve en el pub. ¿Me llamaste anoche?

—¿Yo? No.

—Ah. Es que papá dice que llamó alguien. Pensé que quizá fuiste tu.

—¿Por qué iba yo a llamar?

—Bueno, pues no sé —me encogí de hombros—. Por la misma razón por la que has llamado esta noche. Por lo que sea.

—Bueno, ¿y por qué crees que he llamado esta noche?

—Pues no sé.

—Joder; no sabes por qué he llamado, no estás seguro de tu propio nombre, confundes el mío. No estás muy fino, ¿verdad?

—Por Dios… —dije más para mí mismo que para Eric. Podía sentir cómo la conversación estaba derivando por el camino equivocado.

—¿No vas a preguntarme cómo estoy?

—Sí, sí —dije—. ¿Cómo estás?

—Fatal. ¿Cómo estas tú?

—Bien. ¿Por qué te sientes fatal?

—La verdad es que no te importa.

—Por supuesto que me importa. ¿Qué te pasa?

—Nada que te importe lo más mínimo. Pregúntame cualquier otra cosa, como qué tiempo hace, dónde estoy o algo así. Ya sé que no te importa cómo me encuentro.

—Por supuesto que me importa. Eres mi hermano. Es normal que me importe —protesté yo. Justo en ese momento oí como se abría la puerta de la cocina y, segundos después, apareció mi padre al pie de las escaleras y, agarrando la bola de madera esculpida en el poste, se quedó mirándome furioso. Alzó la cabeza y la giró ligeramente a un lado para escuchar mejor. Yo me perdí parte de lo que Eric me estaba diciendo y solo pude oír:

—…importa como me sienta. Cada vez que llamo es lo mismo. «¿Dónde estás?» Eso es lo único que te importa; no te importa dónde está mi cabeza, solo mi cuerpo. No sé por qué me tomo la molestia, no sé. Mejor sería que no me molestara en llamar.

—Humm. Bueno. Tienes razón —le dije bajando la vista para mirar a mi padre y sonriendo. Seguía allí, inmóvil y en silencio.

—¿Ves lo que te digo? Eso es todo lo que se te ocurre decir. «Humm. Bueno. Tienes razón». Gracias por tu puta comprensión. Eso demuestra lo que te importo.

—De nada. Al contrario —le dije. Me aparté el teléfono de la boca y le grité a mi padre—: ¡Es Jamie otra vez, papa!

—… no sé por qué me tomo la molestia de hacer un esfuerzo.

Eric seguía enrollándose al teléfono sin, al parecer, percatarse de lo que yo acababa de decir. Mi padre tampoco me hizo mucho caso y se quedó en la misma posición que estaba, alzando la barbilla.

Yo me pasé la lengua por los labios y dije:

—Bueno, Jamie…

—¿Cómo? ¿Lo ves? Te has vuelto a olvidar de mi nombre. ¿De qué sirve todo esto? Eso es lo que me gustaría saber. ¿Humm? ¿De qué sirve? El no me quiere. Pero, tú sí que me quieres, ¿verdad? ¿Eh? Su voz se fue desvaneciendo poco a poco, convirtiéndose en un eco; debió de apartarse el teléfono de la cara. Sonaba como si estuviera hablando con otra persona dentro de la cabina.

—Sí, Jamie, por supuesto. —Sonreí a mi padre, asentí con la cabeza y me pasé la mano por debajo de la axila del otro brazo, intentando parecer lo más relajado posible.

—Tú sí que me quieres, ¿verdad, cariño? Como si tu corazoncito ardiera por mí… —seguía murmurando Eric en la distancia. Yo tragué saliva, sonreí y miré a mi padre.

—Bueno, así son las cosas, Jamie. Esta misma mañana se lo decía a mi padre aquí presente. —Le hice un gesto con la mano a mi padre.

—Te estás abrazando de amor por mí, ¿verdad, cariño?

Entonces sentí que mi corazón y mi estómago iban a entrar en colisión cuando empecé a escuchar un impetuoso jadeo por el teléfono que se superponía a los susurros de Eric. Un leve gemido y ciertos sonidos salivares me pusieron la carne de gallina. Me estremecí. Sentí una sacudida en la cabeza como si me hubiera echado al coleto un whisky de cien grados. Y seguía oyéndose jadeo tras jadeo, gemido tras gemido. Se oyó a Eric pronunciar al fondo unas palabras tranquilizadoras en voz baja. Oh, Dios mío, tenía un perro metido en la cabina. Oh, no.

—¡Bueno! ¡Oye! ¡Oye, Jamie! Dime qué te parece —dije en voz alta con desesperación, preguntándome si mi padre habría notado cómo se me ponía la piel de gallina. Pensé que se me salían los ojos de las órbitas, pero poco podía hacer para remediarlo; estaba intentando por todos los modos que se me ocurriera algo que pudiera llamar la atención de Eric—. Se me acaba… se me acaba de ocurrir que deberíamos… que deberíamos convencer aWilly de que nos deje probar otra vez su viejo coche, ¿sabes?: el Mini con el que se pone a saltar por la arena de vez en cuando. Nos lo pasamos bien aquella vez, ¿no? —A esas alturas ya casi no me quedaba voz y tenía la garganta seca.

—¿Cómo? ¿De qué estás hablando? —sonó la voz de Eric de repente, otra vez cerca del teléfono. Yo tragué y volví a sonreír a mi padre, cuyos ojos parecían haberse entornado ligeramente.

—Ahora te acuerdas, ¿verdad Jamie? Cuando probamos el Mini de Willy. Pues tengo que convencer a mi padre, aquí presente—, susurré estas dos últimas palabras— de que me compre un coche viejo para poder conducir por la arena.

—Estás diciendo estupideces. Nunca he conducido el coche de nadie por la arena. Te has vuelto a olvidar de quién soy —dijo Eric, que seguía sin oír lo que le estaba diciendo. Aparté la vista de mi padre y me puse a mirar al rincón, suspirando y musitando para mis adentros «Oh, Dios mío», apartado del teléfono.

—Sí. Sí, eso es, Jamie —continué ya sin esperanza—. Mi hermano sigue de camino hacia aquí, por lo que tengo entendido. Yo y mi padre, aquí presente, esperamos que se encuentre bien.

—¡Pero cabrón! ¡Si hasta estás hablando como si yo no estuviera aquí! ¡Joder, no puedo soportar que la gente haga eso! Tú no me harías eso, ¿verdad? No dejarías que se apagara la llama de tu pasión. —Su voz volvió a alejarse y pude escuchar el sonido de un perro (ahora que lo pienso, sonaba como un cachorro) por el teléfono. Estaba empezando a sudar.

Oí pasos en el vestíbulo y después se apagó la luz de la cocina. Los pasos retornaron y comenzaron a subir por la escalera. Me di la vuelta rápidamente y sonreí a mi padre al pasar.

—Bueno, pues eso es lo que te decía, Jamie —dije bastante patéticamente, quedándome seco, metafórica y literalmente.

—No te pases toda la noche al teléfono —me dijo mi padre al pasar, y continuó escaleras arriba.

—¡Muy bien, papá! —exclamé alegremente mientras comenzaba a experimentar ese dolor cerca de la vejiga que me entra cuando las cosas me van especialmente mal y no veo ninguna salida.

—¡Aaaaauuuuu!

Me aparté el teléfono de la oreja y me quedé mirándolo un segundo. No estaba seguro de quién había emitido el sonido, si Eric o el perro.

—¿Hola? ¿Hola? —susurré enfebrecido, levantando la vista para ver cómo la sombra de mi padre desaparecía de la pared del primer piso.

—¡Aaaoooguaaaooouuu! —llegaba el sonido a través de la línea. Me estremecí y di un paso atrás. Dios mío, ¿qué le estaba haciendo a aquel animal? Entonces oí un ruido metálico en el auricular y un grito como un insulto, y el teléfono volvió a matraquear y a golpearse—. Pequeño granuja… ¡Aaargh! Joder! ¡Mierda! Vuelve, pequeño…

—¡Hola! ¡Eric! ¡Digo… Frank! Quiero decir… ¡Hola! ¿Qué pasa? —susurré mirando de nuevo hacia arriba en busca de sombras, encorvándome alrededor del teléfono y cubriéndome la boca con la mano libre—. ¿Hola?

Se oyó un estruendo y a continuación un «¡Tú te lo has buscado!», seguido de un grito que pudo escucharse muy cerca del teléfono, y después otro golpe. Durante un tiempo se oyeron ruiditos indefinidos pero, aunque me esforcé, no pude adivinar de dónde provenían, y podían haber sido simples interferencias de la línea. Me preguntaba si debería colgar el teléfono, y estaba a punto de hacerlo cuando regresó la voz de Eric farfullando algo que no entendí.

—¿Hola? ¿Cómo? —dije.

—Sigues ahí, ¿eh? He perdido a ese granuja. Ha sido culpa tuya. Joder, ¿de qué me sirve hablar contigo?

—Lo siento —le dije, sintiéndolo de verdad.

—Ahora ya es demasiado tarde. Me ha mordido el muy mierda. Pero lo voy a agarrar otra vez. Cabrón —entonces sonaron los bips. Oí cómo ponía más monedas—. Supongo que estarás contento, ¿no?

—¿Contento, de qué?

—De que el maldito perro se haya escapado, gilipollas.

—¿Cómo? ¿Yo? —balbuceé.

—No vayas a decirme que sientes que el perro se me haya escapado, ¿eh?

—Ah…

—¡Lo has hecho a propósito! —gritó Eric—. ¡Lo has hecho a propósito! ¡Querías que se escapara! ¡No me dejas jugar con nada! ¡Prefieres que se divierta el perro a que me divierta yo! ¡Asqueroso! ¡Cabrón de mierda!

—Ja, ja —me reí sin convicción—. Bueno, gracias por llamar… eh… Frank. Adiós. —Le colgué el teléfono de un golpe y me quedé allí quieto un segundo, felicitándome por lo bien que había reaccionado, teniendo en cuenta lo que había hecho. Me pasé el dorso de la mano por el ceño, que me sudaba ligeramente, y miré por última vez a la pared libre de sombras del primer piso.

Sacudí la cabeza y subí pesadamente los escalones. Había llegado al último escalón de aquel tramo cuando volvió a sonar el teléfono. Me quedé helado. Si lo contestaba… Pero si no, y padre podía…

Volví corriendo sobre mis pasos, lo descolgué y oí caer las monedas; a continuación se oyó «¡Cabrón!» seguido por una serie de golpes ensordecedores de plástico contra metal y vidrio. Cerré los ojos y escuché los porrazos y golpes hasta que al final se oyó un fuerte sonido seco que acabó en un suave zumbido que normalmente no suelen emitir los teléfonos; a continuación coloqué el teléfono en su sitio, me volví, miré a la pared del primer piso, y me puse en marcha en silencio, escaleras arriba.


Estaba tendido en la cama. Tendría que buscar otro modo de solucionar este problema a largo plazo. Era la única manera. Tendría que intentar influir en las cosas partiendo de la raíz causante de todo: el Viejo Saúl. Se necesitaba una medicina potente si quería que Eric no se cargara él sólito toda la red telefónica de Escocia y diezmara la población canina del país. Pero antes que nada tendría que volver a consultar a la Fábrica.

No era exactamente culpa mía, pero me afectaba completamente y quizá podría arreglar algo mediante la calavera del viejo sabueso, con la ayuda de la Fábrica, y un poco de suerte. La sensibilidad de mi hermano para captar las vibraciones que yo pudiera mandarle era una cuestión en la que prefería no pensar dado el estado de su cabeza, pero tenía que hacer algo.

Esperaba que aquel cachorrillo hubiera salido bien librado. Maldita sea, yo no culpo a todos los perros por lo que ocurrió. El Viejo Saúl era quien tenía la culpa, el Viejo Saúl, que había pasado a formar parte de nuestra historia y nuestra mitología personal bajo el nombre de el Castrador, pero al que ahora, gracias a las pequeñas criaturas que volaron por encima de la ensenada, tenía sometido a mi poder.

No había duda de que Eric estaba loco, aunque fuera mi hermano. Tenía suerte de contar con alguien cuerdo que aún lo quería.

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