Antes de caer en la cuenta de que los pájaros eran mis aliados ocasionales solía jugarles malas pasadas: trataba de pescarlos, les disparaba, los ataba a estacas con la marea baja, les colocaba bombas con detonadores eléctricos bajo sus nidos, y cosas así.
Mi juego favorito consistía en capturar dos de ellos empleando un cebo y una red, y después atarlos juntos. Generalmente se trataba de gaviotas y lo que hacía era atarles una pata a cada una con un grueso hilo de nailon naranja de pesca. A veces combinaba una gaviota con un cuervo pero, fueran o no de la misma especie, enseguida descubrían que no podían volar juntos —aunque el sedal era en teoría lo suficientemente largo— y acababan (tras unos torpes intentos acrobáticos muy divertidos) peleándose.
Cuando finalmente uno de ellos acababa muerto la situación no era mucho mejor para el que quedaba, normalmente herido y atado a un pesado cadáver en lugar de a un contendiente vivo. He podido ver a un par de ellos, con gran determinación, que acabaron cortándole la pata al adversario vencido, pero la mayoría no lo conseguían, o ni siquiera se les ocurría, y acababan atrapados por las ratas al caer la noche.
Tenía otros juegos, pero ese siempre me pareció una de mis invenciones más maduras; cargada de un cierto simbolismo y de una rara mezcla de crueldad y de ironía.
Uno de los pájaros se cagó encima de Gravti cuando iba pedaleando por el camino que lleva al pueblo un martes por la mañana. Me detuve, lancé una mirada furibunda hacia las gaviotas que volaban en círculo y a un par de zorzales, arranqué un manojo de hierbas y limpié la mancha blancuzca amarillenta que me dejaron en el guardabarros delantero. Era un luminoso día soleado y soplaba una suave brisa. El pronóstico del tiempo para el día siguiente era bueno y esperaba que continuara hasta la llegada de Eric.
Me encontré con Jamie para comer juntos en el salón del Cauldhame Arms y nos sentamos a jugar a un juego electrónico en una mesa con televisor.
—Si está tan loco no entiendo por qué no lo han cogido todavía —dijo Jamie.
—Ya te lo he dicho; está loco pero es muy astuto. No es tonto. Siempre ha sido muy inteligente, desde niño. Aprendió muy pronto a leer y conseguía que todos los parientes y tíos y tías le dijeran «Vaya, en estos tiempos parecen personitas mayores desde tan pequeños» y cosas así antes, incluso de que yo naciera.
—Pero eso no quita que sea un demente.
—Eso es lo que ellos dicen, pero yo no lo sé.
—¿Y qué me dices de los perros? ¿Y de las larvas?
—De acuerdo, no te voy a decir que eso no es de locos, lo admito, pero a veces pienso que es posible que esté tramando algo, que, al fin y al cabo, no esté verdaderamente loco. Tal vez está simplemente harto de actuar como una persona normal y ha decidido actuar como un loco, y lo encerraron porque se pasó de la raya.
—Y los odia con locura —dijo Jaime con un mohín de incredulidad mientras se bebía su pinta mientras yo aniquilaba varias naves espaciales evasivas y multicolores en la pantalla.
—Bueno, si lo prefieres así —le dije echándome a reír—. Yo qué sé. Quizá esté realmente loco. Quizá yo sea quien está loco. Quizá todo el mundo está loco. O, por lo menos, toda mi familia.
—Así se habla.
Me quedé mirándolo un segundo y después sonreí.
—A veces lo pienso. Mi padre es un excéntrico… Supongo que yo también. —Me encogí de hombros y volví a concentrarme en el campo de batalla— Pero no me molesta. Hay mucha gente mucho más loca por todas partes.
Jamie se quedó un rato en silencio mientras yo iba pasando de pantalla en pantalla, repletas de zumbadoras naves que me perseguían. Pero al final se me acabó la racha de suerte y me alcanzaron. Agarré mi pinta mientras Jamie se disponía a cargarse algunos de aquellos aguerridos escuadrones. Me fijé en su coronilla cuando bajó la cabeza para acercarse a la pantalla. Estaba empezando a quedarse calvo aunque yo sabía que solo tenía veintitrés años. Volvió a recordarme a un títere, con aquella cabeza desproporcionada y aquellos bracitos y piernecitas rechonchos que se agitaban con el esfuerzo de apretar el botón de «fuego», moviendo de un lado a otro el mando.
—Sí —dijo al rato, sin dejar de atacar las oleadas de naves invasoras—, y me da la impresión de que muchos de ellos son políticos y presidentes y cosas así.
—¿Cómo? —exclamé, sin saber muy bien de qué estaba hablando.
—Lo de que hay gente aún más loca. Me da la impresión de que muchos de ellos son dirigentes de países, de religiones o de ejércitos. Los que están auténticamente chalados.
—Sí, supongo que sí —le dije pensativo observando la batalla en la pantalla—. O quizá es que son los únicos que están en sus cabales. Después de todo, ellos son quienes acaparan todo el poder y la riqueza. Son quienes consiguen que todo el mundo haga lo que ellos quieren, como morir por ellos y trabajar para ellos y llevarlos al poder y protegerlos y pagar impuestos y comprarles juguetes, y son los que sobrevivirán a otra gran guerra, en sus búnkers y sus túneles. Así que, teniendo todo eso en cuenta, ¿quién se atreve a decir que son ellos los que están chalados porque no hacen las cosas como el hombre de la calle cree que se deberían hacer? Si ellos pensaran como el hombre de la calle entonces serían el hombre de la calle y en su lugar habría otro que se lo estaría pasando bomba.
—Supervivencia del más fuerte.
—Sí.
—Supervivencia del… —Jamie inspiró profundamente y sacudió el mando con tanta fuerza que por poco se cae del taburete, pero consiguió esquivar los veloces rayos amarillos que lo acosaban en la esquina de la pantalla— …más cabrón. —Alzó la mirada hacia mí y tras un rápido mohín volvió enseguida la vista a sus controles. Yo bebí un trago y asentí con la cabeza.
—Como prefieras llamarle. Si el que sobrevive es el más cabrón, entonces estamos bien jodidos.
—Cuando dices «estamos» te refieres a todos los que somos hombres de la calle —dijo Jamie.
—Sí, o a cualquiera. A toda la especie. Si verdaderamente fuéramos tan malos y desalmados como para llegar a utilizar todas esas maravillosas bombas H y bombas de neutrones contra nosotros mismos, entonces no sería una mala idea que acabáramos borrándonos nosotros mismos del mapa antes de llegar al espacio y empezar hacer cosas horribles contra otras razas.
—Quieres decir que llegaremos a ser los Invasores del Espacio.
—¡Sí! —dije riéndome y balanceándome en el taburete—. ¡Eso es! ¡Eso es lo que somos! —Volví a reírme y golpeé con un dedo la pantalla para señalarle una formación de cosas rojas y verdes que aleteaban cuando, en ese preciso momento, uno de ellos se separó de la formación y se lanzó en picado disparando sobre la nave de Jamie, sin llegar a alcanzarla pero golpeándole con una de sus alas verdes antes de desaparecer por el fondo de la pantalla, haciendo que la nave de Jamie detonara en una deflagración de destellos rojos y amarillos.
—Mierda —dijo incorporándose en su asiento. Sacudió la cabeza.
Yo me incorporé hacia delante en espera de que apareciera mi nave espacial.
Un poco mareado tras mis tres pintas me puse a pedalear silbando en mi bicicleta hacia la isla. Siempre disfrutaba con mis charlas de sobremesa con Jamie. A veces conversábamos cuando nos encontrábamos los sábados por la noche, pero no se puede oír nada cuando hay un grupo tocando, y después estoy demasiado borracho para hablar o, si puedo hablar, estoy demasiado borracho para recordar algo de lo que he dicho. Lo cual, si me paro a pensarlo, viene a ser lo mismo, a juzgar por el modo en que personas normalmente sensibles acaban metamorfoseándose en idiotas que farfullan y pontifican con malos modos y mucho ruido cuando las moléculas de alcohol en su flujo sanguíneo sobrepasan al número de sus neuronas, o lo que sea. Afortunadamente, eso solo se nota si uno permanece sobrio, así que la solución es tan agradable (al menos en ese momento) como obvia.
Cuando volví, mi padre estaba dormido en una silla de madera en el porche de entrada. Dejé la bici en el cobertizo y me quedé observándolo un rato con la puerta entornada detrás de mí, con el aplomo necesario en el semblante para que, en caso de que se despertara de repente, pareciera que yo estaba cerrando la puerta en ese mismo instante. Tenía la cabeza ladeada un poco en dirección a mí y la boca entreabierta. Tenía puestas unas gafas oscuras, pero a través de ellas podía ver sus ojos cerrados.
Tenía que ir a hacer pis de modo que no me quedé mirándolo mucho tiempo. Y tampoco es que tuviera una razón especial para andar observándolo; simplemente me gustaba. Me sentía bien sabiendo que yo podía verlo y que él no me podía ver, y que yo estaba consciente y despierto mientras que él no lo estaba.
Entré en la casa.
El lunes, tras la revisión habitual de los Postes, lo había pasado haciendo algunas reparaciones y mejoras en la Fábrica, trabajando toda la tarde hasta que me dolieron los ojos y mi padre tuvo que llamarme para que fuera a cenar.
Por la noche se puso a llover, así que me quedé en la casa y miré la televisión. Me fui a la cama pronto. Eric no llamó.
Tras descargar prácticamente la mitad de la cerveza que me había bebido en el pub, fui a echarle un vistazo a la Fábrica. Subí hasta el desván, inundado por la luz del sol, cálido y con el aroma de buenos y viejos libros, y decidí ordenar un poco aquel sitio.
Fui clasificando juguetes viejos en diferentes cajas, volví a colocar algunas alfombras enrolladas y rollos de papel pintado en su sitio, de donde se habían caído, volví a colgar con chinchetas un par de mapas en el techo inclinado de madera, quité de en medio algunas de las herramientas, componentes y piezas que había empleado para arreglar la Fábrica, y recargué las secciones de la Fábrica que necesitaban ser recargadas.
Encontré algunas cosas interesantes mientras hacía todo aquello: un astrolabio casero que había tallado en madera, una caja llena de piezas planas dobladas que pertenecían a un modelo a escala de las murallas de Bizancio, los restos de mi colección de aislantes de cerámica de los postes eléctricos y algunos cuadernos viejos de cuando mi padre me enseñaba francés. Al hojearlos no pude encontrar ninguna mentira obvia; no me había enseñado a decir nada obsceno en lugar de «Perdone» o «¿Me puede decir dónde queda la estación? Por favor», aunque estaba seguro de que para él la tentación debió de ser casi irresistible.
Acabé de ordenar el desván con un par de estornudos debido a las motas de brillante polvo que se levantaron flotando en aquel espacio dorado. Volví a mirar la reacondicionada Fábrica, tan solo por el placer de mirarla y porque me encantaba hacerle chapuzas, y tocarla, y manipular alguna de sus pequeñas palancas y compuertas y dispositivos. Al final tuve que obligarme a salir de allí diciéndome a mí mismo que ya tendría una oportunidad de usarla muy pronto. Aquella misma tarde capturaría una avispa en perfecto estado y la utilizaría a la mañana siguiente. Quería volver a interrogar a la Fábrica antes de que llegara Eric; quería tener algo más que una vaga idea de lo que iba a ocurrir.
Era un poco arriesgado, por supuesto, eso de hacerle dos veces la misma pregunta, pero pensé que las circunstancias excepcionales lo requerían y, al fin y al cabo, era mi Fábrica.
Conseguí la avispa sin ninguna dificultad. Prácticamente se metió ella sola en el frasco ceremonial que siempre he empleado para atrapar ejemplares para la Fábrica. Dejé el frasco, con la tapa agujereada y unas cuantas hojas y un trocito de piel de naranja en su interior, tumbado a la sombra de la rivera del río mientras me dedicaba a construir una presa allí mismo.
Trabajé y sudé bajo el sol toda aquella tarde, y al anochecer, mientras mi padre se dedicaba a pintar en la parte de atrás de la casa, la avispa consiguió introducirse dentro del frasco, meneando las antenas.
A mitad de la construcción de la presa —que no es el mejor momento— se me ocurrió que podría ser divertido reconvertirla en una presa Explosiva, así que puse a funcionar el rebosadero y volví corriendo por el sendero hasta el cobertizo para coger la Mochila de Guerra. La traje conmigo y seleccioné la bomba más pequeña que encontré con detonador eléctrico. La conecté con los cables a la linterna-disparador mediante los polos que salían por el agujero de la parte trasera de la linterna metálica negra y envolví la bomba en un par de bolsas de plástico. Enterré la bomba en la base del muro de la presa principal sacando los cables de allí y pasándolos alrededor del agua estancada hasta casi donde estaba la avispa arrastrándose dentro del frasco. Cubrí los cables con arena para que pareciera más natural y, a continuación, seguí construyendo la presa.
El sistema de contención de la presa acabó siendo enorme y complicado; incluía no uno, sino dos pueblos, uno situado entre dos de las presas y otro corriente abajo. Tenía puentes con pequeñas carreteras, un pequeño castillo con cuatro torres, y dos túneles de carretera. Justo antes de la hora del té saqué lo que quedaba de los cables de la caja metálica de la linterna y me llevé el frasco con la avispa a lo alto de la duna.
Desde allí podía ver a mi padre, que seguía pintando alrededor de la ventana que da al salón. Apenas puedo acordarme de los dibujos que solía pintar en la fachada de la casa, que es el frente que da al mar; ya en mi infancia estaban descoloridos, pero eran pequeñas obras maestras de arte psicodélico, según recuerdo; enormes torbellinos multicolores y mándalas que saltaban rodeando la fachada de la casa como tatuajes en Technicolor, curvándose alrededor de las ventanas y arqueándose por encima de la puerta. Eran una reliquia de los días en que mi padre era un hippy, formas desvaídas y disipadas, borradas por el viento y el mar y la lluvia y la luz del sol. Ahora solo pueden distinguirse algunos perfiles muy borrosos junto a algunas extrañas manchas de auténtico color, como piel descascarillada.
Abrí el compartimento de la linterna-disparador, le metí las dos pilas cilindricas, las encajé y, a continuación, apreté el botón de ráfaga que tiene la linterna en la parte superior. La corriente fluyó desde la pila de nueve voltios sujeta con cinta a la carcasa de la linterna y continuó por los cables que salían por el agujero en donde había antes una bombilla hasta la envoltura de la bomba. En algún lugar cerca de su centro, la resistencia de acero de la bombilla despidió un leve brillo incandescente, después resplandeció, comenzó a fundirse, y la mezcla de cristales blancos explotó, destrozando el metal —que me costó Dios y ayuda, sudor y horas, poder doblar— como si fuera papel.
¡Buumm! La pared frontal de la presa principal saltó en mil pedazos; un sucio batiburrillo de vapor, gas, agua y arena se levantó por el aire y volvió a caer salpicando por todas partes. El ruido estuvo bien y fue apagado, y a través del fondillo de mis pantalones, justo antes de oír el estruendo, sentí un fuerte temblor aislado.
La arena que saltó por el aire tue cayendo, salpicando en las aguas y desplomándose en pedazos con un ruido seco sobre las carreteras y las casas. Las aguas liberadas se desbordaron por el agujero abierto en la pared de arena y se desbordaron, succionando arena de los bordes de la brecha y derramándose en una curva oleada marrón en dirección hacia el primer pueblo, pasando por en medio, acumulándose ante la siguiente presa, refluyendo, demoliendo casas de arena, ladeando el castillo hacia un lado y socavando sus ya agrietadas torres. Los soportes del puente cedieron, la madera se deslizó, cayó a un lado, y entonces la presa comenzó a rebosar y enseguida su parte superior comenzó a ser arrasada y erosionada por la riada de la primera presa, que seguía acumulándose, con un frente de agua que seguía barriendo todo lo que se le ponía por delante con su pendiente de cincuenta metros de caída desde la corriente principal.
Dejé el frasco en el suelo y bajé corriendo la duna, extasiado ante la ola de agua que bajaba veloz por la trenzada superficie del lecho de la corriente, siguiendo carreteras y pasando por túneles hasta chocar con la última presa, desbordándola en un instante, para acabar aplastando el resto de las casas agrupadas en el segundo pueblo. Las presas se iban desintegrando, las casas se deslizaban en el agua, los puentes y los túneles se caían y los parapetos de arena se desplomaban por doquier; una maravillosa sensación de entusiasmo me subió desde el estómago como una ola y se asentó en mi garganta mientras yo me estremecía de emoción ante aquella devastación acuática que me rodeaba.
Vi como los cables se quedaban a la intemperie, barridos por el agua, y se enrollaban a un lado del curso de la corriente; después observé la cabeza de aquella riada de agua que se dirigía velozmente hacia el mar atravesando la arena seca. Me senté enfrente de donde estuvo antes el primer pueblecito de arena —por donde seguían fluyendo y avanzando lentamente oleadas de agua marrón— con las piernas cruzadas, los codos apoyados en las rodillas y la cara entre las manos. Me sentí cálido y feliz, y un poco hambriento.
Finalmente, cuando la corriente fue decayendo hasta su nivel normal y ya no quedaba prácticamente nada de lo que me había llevado horas de traba]o, divisé lo que había estado buscando: los restos negros y plateados de la bomba que sobresalían desnudos y desgarrados un poco más abajo de donde había destruido la presa. No me quite las botas pero, con las puntas de los pies apoyados en la arena seca, fui avanzando con ayuda de las manos, hasta que me quedé casi completamente estirado por encima del lecho de la corriente. Recogí los restos de la bomba del lecho de la corriente, sujeté cuidadosamente con la boca aquella carcasa dentada, y volví hacia atrás con las manos hasta que pude impulsarme y ponerme en pie.
Limpié aquella pieza de metal casi plana con un trapo que llevaba en la Mochila de Guerra, recogí el frasco con la avispa, y me dirigí a la casa para tomar el té, saltando la corriente justo por el punto más alto en donde las aguas habían refluido.
Nuestras vidas no son más que símbolos. Todo lo que hacemos forma parte de un patrón sobre el que, al menos, tenemos derecho a decidir. Los fuertes hacen sus propios patrones e influyen en otra gente; los débiles se encuentran con sus patrones ya hechos. Los débiles y los infelices y los tontos. La Fábrica de las Avispas es parte del patrón porque forma parte de la vida y —en mayor medida— de la muerte. Al igual que la vida, es compleja, de manera que todos sus componentes se encuentran allí. La razón por la que puede responder preguntas es porque cada pregunta es un principio en busca de un final, y la Fábrica tiene que ver con el Final: nada menos que con la muerte. A mí que no me hablen de vísceras, palillos, dados, libros, pájaros, voces, péndulos, ni de toda esa parafernalia adivinatoria; yo tengo la Fábrica, que tiene que ver con el presente y el futuro; no con el pasado.
Aquella noche me quedé en la cama con la certeza de que la Fábrica estaba en su mejor momento, lista y a punto para recibir a la avispa que trepó y acabó metiéndose en aquel frasco que tenía ahora sobre mi mesilla de noche. Pensé en la Fábrica, arriba en el desván, y esperé a que sonara el teléfono.
La Fábrica de las Avispas es bella y mortífera y perfecta. Me proporcionaría alguna pista sobre lo que iba a suceder, me ayudaría a saber qué debería hacer y, después de consultarla, intentaría contactar con Eric mediante la calavera del Viejo Saúl. Somos hermanos, después de todo, aunque solo sea a medias, y ambos somos hombres, aunque yo lo sea a medias. Nos entendemos a un nivel profundo, aunque él esté loco y yo cuerdo. Hasta tenemos en común algo en lo que no había caído hasta hace poco, pero que puede ser muy útil ahora: ambos hemos matado, y hemos utilizado la cabeza para hacerlo.
Entonces se me ocurrió, como otras veces, que para eso están precisamente los hombres. Cada uno de los sexos puede hacer una cosa especialmente bien: las mujeres pueden dar a luz y los hombres pueden matar. Nosotros —yo me considero un miembro honorario de los hombres— somos el sexo fuerte. Golpeamos, nos introducimos, acometemos y tornamos. El hecho de que yo solo sea capaz de asumir esta terminología sexual de manera metafórica no me desanima. Puedo sentirlo en mis huesos, en mis genes no castrados. Eric debe responder a eso.
Dieron las once y media, y después llegó la medianoche y la señal horaria, así que apagué la radio y me puse a dormir.