Me desperté tras mi última racha de noches insomnes con la manta tirada al lado de la cama. Y sin embargo estaba sudando. Me levanté, me duché, me afeité lentamente y subi al desván antes de que el calor se hiciera insoportable.
El ambiente estaba muy cargado en el desván. Abrí las claraboyas, saqué la cabeza y repasé con los prismáticos la tierra que había detrás de la casa y el mar que tenía delante. El cielo seguía nublado; la luz parecía cansada y la brisa llegaba con un sabor rancio. Me puse a trastear un poco con la Fábrica, alimentando a las hormigas, a la araña y a la Venus, comprobando los cables y engrasando compuertas y demás mecanismos, más que nada para quedarme tranquilo. Le quité el polvo al altar y volví a colocar todo con cuidado, utilizando una regla para asegurarme de que los pequeños frascos y las demás piezas estuvieran dispuestas perfectamente simétricas sobre él.
Cuando volví a bajar ya estaba otra vez sudando, pero no podía permitirme otra ducha. Mi padre estaba levantado y preparó el desayuno mientras yo veía algún programa matutino del sábado. Comimos en silencio. Aquella mañana decidí hacer una ronda de reconocimiento por la isla, así que fui al Bunker y agarré la Bolsa de Cabezas para poder realizar cualquier reparación que necesitaran los Postes mientras hacía la ronda.
Tardé más de lo normal en completar el circuito porque no dejaba de subir y bajar de las dunas más cercanas para controlar los accesos. En ningún momento vi nada. Las cabezas en lo alto de los Postes de Sacrificio estaban en buen estado. Tuve que cambiar un par de cabezas de ratones, pero eso fue todo. Las otras cabezas y las cintas que hondeaban al viento estaban intactas. Encontré una gaviota muerta en la ladera de sotavento de una duna, al otro lado del centro de la isla. Me llevé la cabeza y enterré el resto del pájaro cerca de un Poste. Metí la cabeza, que ya empezaba a oler, en una bolsa de plástico que introduje a su vez en la Bolsa de Cabezas junto con las que tenía ya secas.
Oí, y después vi, unos pájaros que levantaron el vuelo; alguien se acercaba por el camino, pero sabía que era la señora Clamp. Subí a lo alto de una duna para comprobarlo y la divisé pedaleando por el puente en su vieja bicicleta de reparto. Cuando desapareció detrás de la duna que hay delante de la casa le eché otro vistazo a los prados y las dunas que hay más allá, pero no vi nada, tan solo ovejas y gaviotas. En el vertedero se distinguía una humareda y en ese momento pude oír el monótono traqueteo de una máquina de diesel por la vía férrea. El cielo seguía nublado, pero luminoso, y el viento pegajoso e inestable. En alta mar se podían distinguir esquirlas doradas por el sol cerca del horizonte, donde el agua relampagueaba bajo los claros de las nubes; pero estaban lejos, muy lejos.
Terminé la ronda de los Postes de Sacrificio y después me pasé como media hora cerca del viejo cabrestante dedicado tranquilamente a probar mi puntería. Coloqué unas cuantas latas sobre la vieja carcasa oxidada del tambor, me aparté unos treinta metros y las derribé todas con mi tirachinas, utilizando únicamente tres bolas de acero adicionales. Cuando recuperé todas las bolas de rodamientos excepto una volví a colocar las latas en su sitio, regresé a mi posición y lancé piedras a las latas, aunque esta vez tuve que tirar catorce pedradas hasta que las derribé todas. Acabé lanzando el cuchillo al tronco de un árbol que hay junto al viejo cercado de las ovejas y comprobé con satisfacción que calculaba bastante bien el número de vueltas que daba en el aire antes de clavarse en el mismo lugar de aquella corteza tan descascarillada.
Al volver a casa me lavé, me cambié de camisa y aparecí en la cocina a tiempo para que la señora Clamp me sirviera el primer plato que, no sé por qué extraña razón, era un caldo humeante. Lo abaniqué con una rebanada de suave pan blanco mientras la señora Clamp se inclinaba sobre su cuenco y sorbía ruidosamente al tiempo que mi padre desmigajaba pan integral, como si fueran virutas de madera, en su plato.
—¿Y cómo está usted, señora Clamp? —le pregunté cortés.
—Oh, estoy muy bien —dijo la señora Clamp iniciando un fruncimiento de ceño, como un hilo enganchado que se desenhebrara de un calcetín. Acabó de fruncir el entrecejo y con él señaló la cuchara chorreante que tenía bajo la barbilla, como dirigiéndose a ella—: Oh, sí, estoy muy bien.
—¿No está esto muy caliente? —le dije, y me puse a canturrear. Seguí abanicando la sopa mientras mi padre me lanzaba una mirada sombría.
—Es verano —me aclaró la señora Clamp.
—Ah, sí —dije yo—. Lo había olvidado.
—Frank —me dijo mi padre hablando de un modo en que apenas se le entendía, con la boca llena de verduras y de migas de pan—. Estoy seguro de que ya no te acuerdas de la capacidad de estas cucharas, ¿verdad?
—¿Un octavo de pinta? —sugerí inocentemente. Me lanzó una mirada furibunda y siguió sorbiendo su sopa. Yo no dejaba de abanicar la mía y tan solo me detenía para deshacer la capa marrón de grasa que se formaba en la superficie de mi caldo. La señora Clamp seguía sorbiendo.
—¿Y cómo van las cosas por el pueblo, señora Clamp? —le pregunté.
—Muy bien, por lo que yo sé —informó la señora Clamp a su sopa. Yo asentí. Mi padre estaba soplando su cuchara llena—. El perro de los Mackie ha desaparecido, o eso he oído yo —añadió la señora Clamp. Yo alcé las cejas levemente y esbocé una sonrisa que expresaba preocupación. Mi padre se detuvo y se quedó mirándome fijamente, y el sonido de la sopa que se le derramaba de su cuchara suspendida en el aire, cuyo extremo comenzó a inclinarse al oír las palabras de la señora Clamp, resonó en la cocina como las gotas finales de un pis en la taza de un váter.
—¿No me diga? —exclamé sin dejar de abanicar la sopa—. Qué pena. Menos mal que mi hermano no está aquí porque si no seguro que le echaban la culpa. —Sonreí, miré a mi padre y después volví a mirar a la señora Clamp, que me observaba con los ojos entornados a través del vaho que subía de su sopa. Finalmente la masa de la rebanada de pan con la que abanicaba mi sopa acabó sucumbiendo y se rompió en dos. Agarré a tiempo el trozo que se caía con la mano libre y lo dejé en el plato del pan, al tiempo que alzaba la cuchara llena de sopa para probar un sorbito del caldo.
—Humm —soltó la señora Clamp.
—La señora Clamp no ha podido conseguirte tus hamburguesas hoy —dijo mi padre tras aclararse la garganta en la primera sílaba de «podido»— así que hoy tienes carne estofada.
—¡Esos sindicatos! —murmuró la señora Clamp ásperamente, escupiendo sin querer en su sopa. Coloqué un codo en la mesa, apoyé la mejilla en un puño y la miré con extrañeza. Como si nada. Ni siquiera levantó la vista, y finalmente me encogí de hombros y seguí tomándome la sopa. Mi padre ya había dejado la cuchara en la mesa, se había enjugado el sudor del entrecejo con la manga y con una uña estaba intentando sacarse un pedazo de lo que parecía ser una viruta de madera de entre las paletas superiores.
—Señora Clamp, ayer vi un fuego muy extraño junto a la casa nueva; lo apagué, ¿sabe? Estaba por allí, lo vi y lo apagué —le dije.
—No presumas, muchacho —me dijo mi padre. La señora Clamp tenía la lengua fuera.
—Bueno, pues lo hice —dije sonriendo.
—Estoy seguro de que a la señora Clamp no le interesa.
—Oh, no, nada de eso —dijo la señora Clamp, moviendo la cabeza de arriba abajo con un énfasis un tanto extraño.
—¿Lo ves? —le dije, tarareando mientras miraba a mi padre y asentía con la cabeza en dirección a la señora Clamp, que sorbía ruidosamente.
No abrí la boca durante el segundo plato, que era un estofado, y tan solo en el postre de ruibarbo y natillas dejé caer que había notado un nuevo sabor en aquella mezcla de sabores, cuando de hecho estaba claro que la leche con que se había preparado estaba totalmente pasada. Sonreí, mi padre gruñó, y la señora Clamp siguió sorbiendo sus natillas y escupiendo los grumos de ruibarbo en la servilleta. Para ser sinceros, estaba poco hecho.
La cena me puso de buen humor y, aunque aquella tarde estaba resultando más calurosa que la mañana, me sentí más lleno de energía. No se veían ya manchas brillantes en alta mar y en la luz tamizada por las nubes había un cierto espesor que tenía que ver con el aire cargado y la caída del viento. Salí afuera y di una vuelta corriendo a la isla, sin esforzarme; vi cómo la señora Clamp volvía al pueblo, caminé en la misma dirección hasta sentarme en una duna alta que estaba a unos cien metros en el interior de tierra firme y me puse a barrer con los prismáticos aquel paisaje sofocado por el calor.
En cuanto me detuve el sudor me empapó todo el cuerpo y comencé a sentir un leve dolor de cabeza. Me había llevado un poco de agua, así que bebí y después rellené la cantimplora en un arroyo cercano. Mi padre aseguraba que la ovejas se suelen cagar en los arroyos, pero yo estaba convencido que a aquellas alturas ya estaba inmunizado de sobras contra cualquier cosa que pudiera coger en los arroyos locales después de haber bebido tantas veces de ellos mientras construía presas. Bebí más agua de la que realmente me apetecía y volví a la cima de la duna. Las ovejas se veían inmóviles en la distancia, tendidas sobre la hierba. Hasta las gaviotas estaban como ausentes, y solo las moscas seguían activas. El humo del vertedero seguía elevándose, y otra línea de difuminado azul surgió de las plantaciones de los montes, por el borde de un claro donde estaban cortando árboles para el molino de pulpa que hay más arriba de la orilla de la ensenada. Hice un esfuerzo con el oído para intentar distinguir el sonido de las sierras mecánicas, pero no oí nada.
Cuando barría con los prismáticos la zona sur vi de repente a mi padre. Salí instintivamente hacia él, pero enseguida me volví atrás. El desapareció y volvió a aparecer. Iba por el sendero, en dirección al pueblo. Estaba mirando en dirección a donde está el Salto cuando vi cómo mi padre subía la ladera de la duna por donde me gusta coger velocidad cuesta abajo con la bicicleta; lo divisé cuando había coronado el mismo Salto. Mientras lo observaba pareció tropezar en el sendero justo antes de llegar a la cima de la colina, pero recuperó el equilibrio y siguió andando. Su sombrero desapareció por el extremo de la duna. Me dio la impresión de que vacilaba al caminar, como si estuviera borracho.
Bajé los prismáticos y me froté la barbilla ligeramente rasposa. No había duda de que aquello no era muy normal. No había mencionado que iba a ir al pueblo. Me preguntaba qué estaría tramando.
Bajé corriendo la duna, salté el arroyo y volví a la casa corriendo a toda velocidad. Pude oler el whisky al entrar por la puerta trasera. Traté de recordar cuánto tiempo había pasado desde que comimos y se marchó la señora Clamp. Alrededor de una hora, una hora y media. Entré en la cocina, donde el olor del whisky era más intenso, y sobre la mesa descansaba una botella vacía de whisky de malta y un vaso vacío al lado. Miré en el fregadero en busca de otro vaso, pero solo había vasos sucios. Fruncí el ceño.
No era propio de mi padre salir dejando las cosas sin fregar. Agarré la botella y busqué una marca negra hecha con bolígrafo en la etiqueta, pero no había nada. Aquello podría significar que se trataba de una botella nueva. Sacudí la cabeza de incredulidad, me enjugué la frente con un trapo de cocina. Me quité el chaleco de bolsillos que llevaba puesto y lo dejé sobre la silla.
Entré en el recibidor. Al mirar hacia las escaleras me di cuenta enseguida de que el teléfono estaba descolgado y pendía al lado del aparato. Corrí enseguida a donde estaba y lo agarré. Emitía un extraño ruido. Lo volví a colgar en su sitio, esperé unos segundos, lo descolgué y oí el tono habitual de llamada. Lo solté y salí corriendo hacia arriba en dirección al despacho, giré el picaporte y empujé con todo mi cuerpo. Estaba atrancada.
—¡Mierda! —solté.
Podía imaginarme lo que había ocurrido y lo único que me preocupaba era que mi padre se hubiera dejado abierta la puerta de su despacho. Eric debió de llamar. Papá contesta la llamada, se alarma, y se emborracha. Probablemente se dirigía al pueblo a conseguir más bebida. Habría ido a algún sitio sin licencia para comprar alcohol o, miré mi reloj, ¿no sería esta la semana en que inauguraban el Rob-Roy con licencia para vender alcohol las veinticuatro horas? Sacudí la cabeza; aquello era lo de menos. Eric debió de llamar. Mi padre se emborracha. Seguramente iba al pueblo a por más bebida, o a visitar a Diggs. O quizá Eric había concertado un encuentro entre ambos. No, no era algo probable; seguramente se pondría primero en contacto conmigo.
Corrí arriba, me metí en el agobiante calor del desván, abrí el tragaluz de nuevo y observé los accesos con los prismáticos Volví a bajar, salí de la casa, cerré la puerta detrás de mí, y me puse a trotar por el puente, ascendiendo por el sendero, desviándome de nuevo por atajos para evitar las dunas más altas. Todo parecía normal. Me detuve en el lugar en donde vi por última vez a mi padre, justo en la cima del monte que lleva a la cuesta del Salto. Me rasqué la entrepierna lleno de exasperación, preguntándome qué debía hacer. No me sentía a gusto con la idea de abandonar la isla, pero tenía la sospecha de que lo que tenía que ocurrir pasaría en el pueblo o cerca de allí.
Pensé en llamar a Jamie, pero seguramente no estaría en condiciones de ponerse a buscar por Porteneil a mi padre ni de mantener despierto el olfato para oler un perro en llamas.
Me senté en el sendero y traté de pensar. ¿Cuál sería el siguiente paso de Eric? Podría esperar a que cayera la noche para acercarse a la casa (estaba seguro de que vendría; no iba a hacer todo este viaje para volverse en el último momento, ¿no?), o quizá se había arriesgado demasiado llamando y ahora pensaría que no arriesgaría mucho encaminándose directamente a la casa. Pero estaba claro que lo mismo podría haber hecho ayer, así que, ¿qué le impedía acercarse a la casa? Estaba planeando algo. O quizá fui demasiado brusco con él por teléfono. ¿Por qué le colgué? ¡Imbécil! ¡Quizá se iba a entregar, o a poner tierra por medio! ¡Y todo porque yo le había rechazado, su propio hermano!
Sacudí la cabeza enfadado conmigo mismo y me levanté. Todo aquello no me llevaba a ninguna parte. Había asumido que Eric iba a seguir en contacto conmigo. Eso significaba que debía regresar a la casa a donde, tarde o temprano, acabaría telefoneándome o llegando. Además, allí estaba el centro de mi poder y mi fuerza, y también era el lugar que necesitaba proteger con más atención. Una vez decidido, más tranquilo ahora que ya tenía un plan decidido —aunque fuera más un plan carente de acción que otra cosa— me volví a la casa corriendo.
En el tiempo que había estado fuera de casa el ambiente se había caldeado más aún. Me desplomé en una silla de la cocina y enseguida me levanté a lavar el vaso y tirar la botella de whisky. Me bebí un buen trago de zumo de naranja y llené una jarra de zumo y hielo, cogí un par de manzanas, media barra de pan y algo de queso y lo transporté todo al desván. Cogí la silla que tengo normalmente en la Fábrica y la puse encima de una pila de viejas enciclopedias, abrí el tragaluz que da a tierra firme y me fabriqué un cojín con unas viejas cortinas descoloridas. Me asenté en mi pequeño trono y me puse a observar por los prismáticos. Después de un rato cogí la vieja radio de baquelita y transistores de detrás de una caja de juguetes y la conecté al enchufe de la segunda luz con un transformador. Seleccioné Radio Tres, donde ponían una ópera de Wagner; pensé que era perfecto para mi estado de ánimo en aquel momento. Volví al tragaluz.
En el cielo encapotado se habían abierto unos cuantos claros; se desplazaban lentamente, proyectando manchas de sol refulgente en la tierra. A veces la luz brillaba en la casa; contemplé la sombra de mi cabaña moverse lentamente a su alrededor cuando el final de la tarde se iba transformando en la caída de la noche y el último sol se colaba por las deshilachadas nubes. Lentamente las ventanas de casas nuevas que se distinguían entre los árboles fueron relumbrando con el reflejo del sol, ligeramente encima de la parte vieja del pueblo. Gradualmente fue apagándose un conjunto de ventanas mientras otras comenzaban a refulgir, todo ello resaltado por ocasionales fulgores de ventanas que se abrían o se cerraban o de coches que pasaban por las calles del pueblo. Bebí un poco de zumo y me metí cubitos de hielo en la boca mientras la brisa cálida me abrazaba. Seguía barriendo regularmente el terreno con los prismáticos, de norte a sur, hasta donde podía sin caerme desde el tragaluz. La ópera se acabó y la siguió un horrible programa de música moderna que sonaba a grupos que podrían llamarse Hereje-a-la-parrilla o Perro Ardiendo, pero la dejé sonar porque con aquello era imposible dormirse.
Justo después de las seis sonó el teléfono. Salté de la silla, me dejé caer desde la puerta del desván, bajé los peldaños de las escaleras de dos en dos y descolgué el teléfono, llevándomelo a la boca con un rápido movimiento. Sentí un zumbido de emoción al verme actuar con movimientos tan coordinados, y contesté calmadamente:
—¿Sí?
—¿Frang? —se oyó la voz de mi padre, lenta y pastosa—. Frang, ¿eress tu?
Dejé que el desprecio que sentía se transmitiera a mi voz.
—Sí, papá, soy yo. ¿Qué ocurre?
—…toy en el pueblo, hijo —me informó lentamente, como si estuviera a punto de ponerse a llorar. Le oí inspirar profundamente—. Frang, sabes que siempre te he querido… te… te estoy llamando desde el pueblo, hijo. Quiero que vengas aquí, hijo, quiero que vengas… que vengas aquí. Han cogido a Eric, hijo.
Me quedé helado. Me quedé mirando fijamente el papel pintado sobre la pequeña mesa que hay en la esquina de las escaleras donde está el teléfono. El dibujo mostraba unas formas vegetales, verde sobre blanco, con una especie de enrejado de fondo que aparecía entre el follaje por algunos lados. Estaba ligeramente torcido. No le había prestado atención a aquel papel en años, desde luego no desde que contestaba al teléfono. Era horrible. Mi padre tenía que estar loco para haberlo elegido.
—¿Frang? —dijo aclarándose la garganta—. ¿Frang, hijo? —volvió a decirme, casi sin tartamudear, para volver a caer en lo mismo—: ¿Frang,…tas ahí? Di algo, hijo. Algo. Dim’algo, hijo.Te’ dicho qu’an cogío’a Eric. ¿M’oyes, hijo? ¿Frang,…tas ahí?
—Ya… —la boca seca me impedía hablar, y la frase murió. Me aclaré la garganta varias veces y volví a empezar—.Ya te he oído, papá. Han detenido a Eric. Te he oído. Enseguida voy. ¿Dónde nos encontramos? ¿En la comisaría?
—Na, na, hijo. Na,…vemos fuera de… fuera de… la bilioteca. Sí, la bilioteca. Nos vemos allí.
—¿La biblioteca? —le dije—. ¿Por qué allí?
—Bien,…vemos ’seguida, hijo. Date prisa, ¿eh? —Le oí trastear con el aparato unos instantes hasta que la línea se cortó. Bajé el teléfono lentamente, sintiendo con intensidad los pulmones y una sensación fuerte que provenía del retumbar de mi corazón y del ligero mareo que sentía.
Me quedé quieto un momento y después subí hasta el desván para cerrar el tragaluz y apagar la radio. Me di cuenta de que tenía las piernas doloridas y cansadas; quizá me había excedido un poco últimamente.
Los claros entre las nubes que cubrían el cielo se iban moviendo lentamente hacia el interior mientras caminaba de vuelta por el sendero hacia el pueblo. Estaba bastante oscuro para ser las siete y media, una penumbra veraniega de luz tenue que inundaba todo el paisaje. Algunos pájaros se despertaban agitándose a mi paso. Unos pocos estaban posados en los cables del teléfono que llegaban zigzagueando hasta la isla colgados en postes raquíticos. Las ovejas emitían sus desagradables y ásperos sonidos, y los carneritos les respondían balando. Había pájaros posados en las cercas de alambre de espino que se alzaban más adelante, donde los enredados mechones de lana sucia delataban las huellas de las ovejas que pasaban por allí. A pesar de toda el agua que había bebido durante el día, la cabeza empezaba a dolerme otra vez. Suspiré y seguí caminando por aquellas dunas que se iban haciendo más pequeñas tras las tierras baldías y los pastizales dispersos.
Poco antes de abandonar las dunas me senté con la espalda contra la arena y me sequé el sudor de la frente. Me sacudí un poco de sudor de los dedos y observé las ovejas estáticas y los pájaros posados en los cables. En el pueblo se podían oír campanas, probablemente de la iglesia católica. O quizá había corrido la voz de que sus jodidos perros ya estaban seguros. Esbocé una mueca de desprecio, resoplé por la nariz con una media sonrisa y miré más allá de los matorrales y la maleza hacia el campanario de la Iglesia de Escocia. Desde donde me encontraba casi podía divisar la biblioteca. Mis pies se resentían y me di cuenta de que no debía haberme sentado. Me dolerían cuando volviera a caminar. Sabía perfectamente que lo que estaba haciendo era retrasar mi llegada al pueblo, igual que había retrasado mi salida de casa tras la llamada de mi padre.Volví a mirar a los pájaros, colocados como notas de música en los mismos cables que me habían traído la noticia. Pero evitaban una sección. Lo noté.
Fruncí el ceño, miré con más atención, y volví a fruncirlo. Me llevé la mano a los prismáticos, pero lo único que noté fue mi pecho; me los había olvidado en la casa. Me levanté y comencé a caminar por la tierra baldía, apartándome del sendero, hasta iniciar una leve carrera; entonces empecé a correr y acabé a toda velocidad por encima de la maleza y los matojos, cruzando de un salto la cerca hasta el pastizal donde estaban las ovejas, que se levantaron y se dispersaron entre sonidos de queja.
Estaba sin aliento cuando llegué hasta la línea telefónica.
Y estaba cortada. El cable recién cortado colgaba apoyado contra la madera del poste. Miré hacia arriba, me aseguré de no estar imaginándome aquello. Algunos de los pájaros que estaban por allí salieron volando y se pusieron a dar vueltas en lo alto, piando con sus tonos estridentes en la quietud del aire, sobre los pastos dispersos. Me fui corriendo hacia el otro poste en dirección a la isla. Una oreja, cubierta de un corto pelaje negro y blanco, estaba clavada en la madera. La toqué y sonreí. Miré alrededor con furia y traté de calmarme. Giré el rostro hacia el pueblo, donde el campanario apuntaba como un dedo acusador.
—Cabrón mentiroso —dije casi sin aliento, y dirigí de nuevo mis pasos hacia la isla, cogiendo ritmo mientras avanzaba, dando pisotones y rasgando la tierra, golpeando el suelo hasta llegar al Salto y dejándome ir cuesta abajo al llegar allí. Grité y solté los peores insultos; después me callé y reservé mi preciado aliento para correr.
Volví a la casa, una vez más, y subí como una exhalación hasta el desván, cubierto de sudor, deteniéndome brevemente ante el teléfono para comprobarlo. La línea estaba cortada, no había duda. Corrí hasta el desván y me encaramé al tragaluz, eché un vistazo a los alrededores con los prismáticos y a continuación traté de recomponerme, armándome y comprobando que todo funcionara. Volví a la silla, conecté de nuevo la radio, y continué vigilando.
Estaba por alguna parte allí afuera. Gracias a Dios por los pájaros. Mi estómago se estremecía enviando una oleada de intensa emoción por todo mi cuerpo, haciéndome tiritar a pesar del calor. El viejo mentiroso de mierda, intentado apartarme de la casa con engaños solo porque él estaba demasiado asustado de tener que enfrentarse con Eric. Dios mío, qué estúpido había que ser para no haber notado aquel completo embuste que desvelaba su voz pastosa. Y tenía las agallas de gritarme porque bebía. Por lo menos yo lo hacía cuando sabía que me lo podía permitir, no cuando sabía que necesitaba todas mis facultades para afrontar una crisis. El cabrón. ¡Y llamarse hombre!
Me serví unos cuantos tragos de la jarra aún fría de zumo de naranja, me comí una manzana y un poco de pan y queso, y seguí escudriñando los alrededores. La noche se fue oscureciendo con la caída del sol y la cerrazón de las nubes. Las corrientes térmicas que habían abierto claros sobre la tierra fueron desapareciendo y aquella manta colgada sobre los montes y el llano se asentó, gris e indefinida. Al rato volví a oír truenos y algo en el aire se volvió intenso y amenazador. Me encontraba muy excitado y en el fondo estaba deseando que sonara el teléfono, aunque sabía que era imposible. ¿Cuánto tardaría mi padre en darse cuenta de que empezaba a retrasarme demasiado? ¿Esperaba que fuera en mi bicicleta? ¿Se habría caído en alguna cuneta, o estaría encabezando una partida de ciudadanos enarbolando antorchas en dirección a la isla para aprehender al Asesino de Perros?
No importaba. Podría distinguir a cualquiera que se acercara, aún con aquella luz, y podría salir a recibir a mi hermano o escapar de la casa para esconderme en la isla si aparecieran los ciudadanos vengativos. Apagué la radio para poder oír cualquier grito que pudiera venir de tierra firme y entorné los ojos para forzar la vista bajo aquella luz que se desvanecía. Después de un rato salí corriendo a la cocina y me preparé una ración de comida que introduje en la bolsa de lona que tenía en el desván. Era para el caso que tuviera que salir y encontrara a Eric. Quizá tendría hambre. Me instalé en la silla y seguí escrutando las sombras sobre el paisaje que iba oscureciéndose. En la distancia, al pie de los montes, se desplazaban luces por la carretera, relumbrando en el crepúsculo, destellando como faros irregulares a través de los árboles, por las curvas, sobre los montes. Me restregué los ojos y me desperecé tratando de quitarme el cansancio del cuerpo.
Seguí tomando precauciones y añadí unos analgésicos a la bolsa que me llevaría si saliera de la casa si fuera necesario. El tiempo que hacía podría provocar las migrañas de Eric y quizá necesitara un alivio. Esperaba que no sufriera una de las suyas.
Bostecé, abrí los ojos y me comí otra manzana. Las difusas sombras bajo las nubes se hicieron más oscuras.
Me desperté.
Había oscurecido completamente y yo seguía en la silla, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre el marco metálico del tragaluz. Y algo, un ruido en el interior de la casa, me había despertado. Me incorporé un segundo sintiendo cómo el corazón se me disparaba y la espalda se resentía de la posición en que me había quedado dormido. La sangre volvió a circular dolorosamente por aquellas partes de los brazos donde el peso de la cabeza había restringido su paso. Di la vuelta alrededor de la silla, rápida y silenciosamente. El desván estaba sumido en una oscuridad total, pero no noté nada. Apreté un botón en mi reloj y descubrí que pasaban de las once. Me había dormido varias horas. ¡Idiota! Entonces oí a alguien moviéndose abajo; pasos irreconocibles, una puerta que se cerraba, otros ruidos. Un cristal que se rompía. Sentí cómo se me erizaba el vello de la nuca; la segunda vez en una semana. Apreté fuertemente las mandíbulas y me prometí que no tendría miedo y que haría algo: Podría ser Eric o podría ser mi padre. Iría abajo y lo averiguaría. Para estar seguro me llevaría el cuchillo conmigo.
Salté de la silla y me dirigí lentamente hacia donde estaba la puerta, tanteando los ladrillos desnudos de la chimenea. Me detuve allí, me saqué el faldón de la camisa por fuera de los pantalones de pana y oculté el cuchillo que colgaba de mi cinturón. Me fui deslizando en silencio por la escala hasta llegar al rellano, que estaba a oscuras. Había una luz encendida en el recibidor, en la misma entrada, y proyectaba una serie de extrañas sombras, amarillas y tenues, en las paredes del rellano. Me acerqué hasta la baranda y miré por encima. No podía distinguir nada. Los ruidos habían cesado. Olí el aire.
Se percibía el olor a alcohol mezclado con humo del pub. Debía de ser mi padre. Me sentí aliviado. En ese instante lo oí salir del salón. Un sonido arrollador surgió tras de él, como un océano rugiente. Estaba tambaleándose, dándose contra las paredes y tropezando en las escaleras. Lo oí respirar pesadamente y farfullar algo. Me quedé escuchando, dejando que el olor y el sonido llegaran a mí. Me erguí y fui calmándome gradualmente. Oí cómo mi padre llegaba al primer rellano, donde estaba el teléfono. Después se oyeron pasos vacilantes.
—¡Frang! —gritó. Yo me quedé inmóvil, sin decir nada. Puro instinto, supongo, o un hábito aprendido de las innumerables veces que había fingido no estar donde realmente estaba, y de escuchar a la gente cuando cree estar sola. Respiré tranquilo.
—¡Frang! —volvió a gritar. Yo me dispuse a regresar al desván, girando sobre la punta de los pies y evitando los lugares en donde crujía el suelo de madera. Mi padre aporreó la puerta del cuarto de baño del primer piso y a continuación soltó una imprecación cuando se dio cuenta de que estaba abierta.
Oí cómo empezaba a subir las escaleras, hacia mí. Sus pasos resonaban, irregularmente, y gruñó al tropezar contra la pared y golpearse. Yo subí sigilosamente la escala de mano y con un impulso me encontré tendido en el suelo desnudo del desván, donde me quedé tal como estaba, con la cabeza a un metro, o así, de la trampilla abierta, apoyado con las manos en los ladrillos desnudos, preparado para agacharme bajo el cañón de la chimenea si mi padre intentaba echarle un vistazo al desván desde la trampilla. Parpadeé. Mi padre aporreó la puerta de mi habitación. La abrió.
—¡Frang! —gritó de nuevo. Y a continuación se oyó—: Ah… joder…
Mi corazón dio un salto mientras seguía tendido allí. Jamás en la vida le había oído soltar una palabrota como aquella. Sonaba obscena en su boca, no como algo ocasional como cuando Eric o Jamie lo decían. Le oía respirar allá abajo de la trampilla, por donde su olor ascendía hasta mí: whisky y tabaco.
De nuevo el sonido de los pasos vacilantes hasta el rellano de la escalera y la puerta de su dormitorio, que se cerró de un portazo. Volví a respirar y entonces me di cuenta que había estado aguantando la respiración. El corazón me palpitaba a punto de saltarme del pecho y casi me sorprendió que mi padre no lo hubiera oído retumbar a través de los paneles de madera encima de él. Esperé un rato, pero no oí nada más, tan solo aquel sonido distante que venía del salón. Era como si se hubiera dejado el televisor encendido mientras cambiaba de canal.
Me quedé allí tendido, le concedí cinco minutos, y después me levanté lentamente, me sacudí la ropa, me metí la camisa en los pantalones, recogí la bolsa en la oscuridad, me encajé el tirachinas eri el cinturón, tanteé el suelo en busca de mi chaleco y lo encontré; entonces con todo mi equipo a punto me deslicé por la escala hasta el rellano, lo crucé y bajé silenciosamente las escaleras.
En el salón el televisor destellaba su colorido siseo a una habitación vacía. Me acerqué y la apagué. Me di la vuelta para marcharme y entonces vi la chaqueta de tweed de mi padre tirada y arrugada en un sillón. La recogí y tintineó. Palpé los bolsillos con la nariz apretada ante el olor a alcohol y tabaco que despedía. Mi mano se cerró alrededor de un montón de llaves.
Las saqué del bolsillo y me quedé mirándolas. Estaba la llave de la puerta principal, la de la puerta de atrás, la de la bodega, la del cobertizo, un par de llaves más pequeñas que no reconocí, y otra llave, una llave que abría una de las habitaciones de la casa, como la llave de mi dormitorio, pero con los dientes diferentes. Sentí que la boca se me secaba y noté cómo la mano empezaba a temblarme. El sudor brillaba en mi mano y de repente comenzaron a formarse gotitas en las líneas de la palma. Podría ser la llave de su dormitorio o…
Subí corriendo los escalones, de tres en tres, rompiendo únicamente el ritmo en los tramos que sabía que crujían. Llegué al primer piso y pasé de largo el despacho para seguir subiendo hasta el dormitorio de mi padre. La puerta estaba entreabierta y la llave en la cerradura. Podía oír los ronquidos de mi padre. Cerré la puerta con cuidado y corrí abajo hacia el despacho. Metí la llave en la cerradura y dio una vuelta con engrasada facilidad. Me quedé quieto un par de segundos, giré el picaporte y abrí la puerta.
Encendí la luz. El despacho.
Estaba atestado y desordenado, el ambiente sobrecargado y caliente. La luz en mitad del techo no tenía pantalla y era muy brillante. Había dos mesas, un escritorio y un catre con un montón de sábanas retorcidas tiradas encima. Había una estantería, dos mesas grandes unidas llenas de variadas botellas y componentes de experimentación química; tubos de ensayo y frascos y un condensador en espiral que desaguaba en un fregadero en una esquina. El sitio olía a algo parecido al amoniaco. Me di la vuelta, saqué la cabeza al pasillo, escuché atentamente, y oí el sonido distante de un ronquido; a continuación cogí la llave y cerré la puerta, encerrándome por dentro y dejando la llave puesta.
Fue al volverme tras cerrar la puerta cuando lo vi. Un frasco de muestras que estaba colocado encima del escritorio situado justamente al lado de la puerta y que siempre quedaría escondido a la vista desde el pasillo cuando estaba abierta. El frasco estaba lleno de un líquido transparente: supuse que sería alcohol. En el alcohol flotaban unos pequeños genitales masculinos desgarrados.
Me quedé mirándolos, con la mano aún aferrada a la llave que estaba girando, y los ojos se me llenaron de lágrimas. Sentí algo en mi garganta, algo muy dentro de mí, y los ojos y la nariz parecían congestionarse por momentos, a punto de estallar. Me quedé inmóvil y lloré dejando que las lágrimas me resbalaran por las mejillas y me llenaran la boca con su sabor a sal. Me puse a moquear y sorbí y resoplé y sentí que me faltaba aire en el pecho y que la mandíbula me temblaba descontroladamente. Me olvidé completamente de Eric y de mi padre, me olvidé de todo excepto de mí y de lo que había perdido.
Me llevó un rato recobrar el ánimo y no lo conseguí enfadándome conmigo mismo ni convenciéndome de que no debía actuar como una niña tonta, sino calmándome del modo más natural y distendido posible hasta que un cierto peso se descargó de mi cabeza y fue a asentarse en mi estómago. Me enjugué las lágrimas con la camisa y me soné los mocos tranquilamente. A continuación empecé a rebuscar metódicamente por toda la habitación ignorando aquel frasco que estaba sobre el escritorio. Quizá no había más secreto que aquel, pero quería estar seguro.
La mayoría de las cosas eran trastos inservibles. Trastos y productos químicos. Los cajones de la mesa y del escritorio estaban llenos de viejas fotografías y papeles. Había antiguas cartas, billetes y facturas de otro tiempo, escrituras y formularios y pólizas de seguros (ninguna que me concerniera y todas expiradas hacía mucho tiempo), páginas de un cuento o de una novela, plagada de correcciones, que alguien había estado escribiendo en una vieja máquina de escribir y que seguía siendo horrible (algo relacionado con hippies en una comuna en mitad del desierto que establecen contacto con extraterrestres); había algunos pisapapeles de cristal, unos guantes, unas insignias psicodélicas, unos viejos singles de los Beatles, unos ejemplares de Oz y de IT, unas plumas secas y lápices rotos. Basura, nada más que basura.
Entonces llegué a la parte del escritorio que estaba cerrada: era una sección que el escritorio ocultaba con su cierre de persiana, justo abajo, y tenía una cerradura en el borde superior. Saqué las llaves de la cerradura y, para mi sorpresa, una de las llaves encajaba. La compuerta se abrió hacia abajo, saqué el conjunto de cuatro pequeños cajones que había detrás y los coloqué sobre la mesa de trabajo del escritorio.
Me quedé mirando el contenido hasta que las piernas empezaron a temblarme y tuve que sentarme en la pequeña banqueta que estaba medio oculta bajo el escritorio. Dejé caer la cabeza hasta las manos y empecé a temblar de nuevo. ¿Qué más tendría que soportar aquella noche?
Metí las manos en uno de aquellos pequeños cajones y saqué una caja azul de tampones. Con dedos temblorosos extraje la otra caja del cajón. Llevaba una etiqueta que ponía «Hormonas masculinas». Dentro había cajitas más pequeñas, y en cada una de ellas había una fecha escrita con bolígrafo negro. La última fecha expiraba en seis meses. En otra caja de un cajón diferente ponía «KBr»,y aquellas siglas me sonaban a algo, pero no podía decir a qué. Los dos cajones restantes contenían rollos apretados de billetes de cinco y diez libras y bolsitas de plástico con pequeños trozos de papel en su interior. Pero ya no me quedaba valor para tratar de averiguar de qué podía tratarse aquello; mi cabeza estaba ocupada con una idea estremecedora que acababa de considerar. Me quedé allí sentado, mirando todo aquello fijamente, con la boca abierta y pensando. No levanté la vista hasta el frasco.
Pensé en aquel rostro delicado y en aquellos brazos casi sin vello. Intenté pensar si había visto alguna vez a mi padre desnudo hasta la cintura, pero no recordaba nada parecido en toda mi vida. El secreto. No podía ser. Sacudí la cabeza pero no podía apartar aquella idea. Angus. Agnes. Tan solo contaba con su palabra para certificar todo lo que había ocurrido. No tenía idea de hasta qué punto se podía confiar en la señora Clamp, ni de qué tipo de información tenían el uno del otro. Pero… ¡No podía ser! ¡Era algo tan monstruoso, tan espeluznante! Me levanté de un salto dejando que la silla cayera de espaldas y golpeara contra el suelo enmaderado. Agarré la caja de tampones y las hormonas, con las llaves abrí la puerta que había cerrado por dentro y salí como una furia escaleras arriba metiéndome las llaves en un bolsillo y desenvainando mi cuchillo de su funda. «Te las verás con Frank», mascullé con rabia.
Irrumpí en el dormitorio de mi padre y encendí la luz. Estaba tendido en la cama con la ropa puesta. Tenía un pie descalzo y el zapato estaba caído en el suelo bajo su pie, que colgaba al borde de la cama. Estaba boca arriba, roncando. Se removió y se puso un brazo sobre la cara, apartándose de la luz. Me fui hacia él, le agarré el brazo y le di dos bofetones en la cara, con ganas. Sacudió la cabeza y pegó un grito. Abrió un ojo y después el otro. Llevé el cuchillo frente a sus ojos y observé cómo trataba de enfocarlos en la hoja con la imprecisión de un borracho. El olor a alcohol que despedía era asqueroso.
—¿Frang? —pronunció débilmente. Entonces acerqué el cuchillo a su cara dejando el filo casi tocando el puente de su nariz.
—Eres despreciable —le solté en la cara—. ¿Qué coño es esto? —le dije mientras con la otra mano le mostraba los tampones y las hormonas. Profirió un gemido y cerró los ojos—. ¡Dímelo! —le grité volviendo a abofetearle con el dorso de la mano en la que sostenía e! cuchillo. Intentó escabullirse rodando por la cama, bajo la ventana abierta, pero lo agarré a tiempo apartándolo de aquella noche caliente y silenciosa que se veía afuera.
—No, Frang, no —dijo él meneando la cabeza y tratando de apartar mis manos. Dejé caer las cajas y lo agarré por un brazo con fuerza. Lo acerqué hacia mí y le puse el cuchillo en la garganta.
—Me lo vas a decir o te juro por Dios que… —dejé que las palabras se quedaran en el aire. Le solté el brazo y llevé las manos hasta sus pantalones. De un tirón le arranqué el cinturón de las trabillas de tela alrededor de su cintura. Intentó detenerme con torpes aspavientos pero le aparté las manos de un golpe y le pinché la garganta con el cuchillo. Le desabroché el cinturón y le bajé la cremallera sin quitarle la vista de encima, tratando de no imaginar lo que podría encontrar, lo que podría no encontrar. Le desabroché el botón que tenía encima de la cremallera. Le abrí los pantalones y le levanté la camisa. Tendido en la cama, me miró con ojos enrojecidos y brillantes y sacudió la cabeza.
—¿Qué vas’ hacer, Frangie?…siento, de veras que lo siento. Era na más qu’un experimento. Solo un experimen… No me hagas nada, por favor, Frangie… Por favor…
—¡Eres una puta, una mala puta! —le dije, sintiendo que empezaban a empañárseme los ojos y a flaquearme la voz. De un tirón, con rencor, le bajé los pantalones a él/ella.
Algo gritó afuera, en la noche que entraba por la ventana. Me quedé mirando la polla y los huevos de mi padre, rodeados de pelo oscuro, grandes, de aspecto grasiento, y algo animal, allí afuera, en el paisaje de la isla, gritó. Las piernas de mi padre temblaban. Entonces apareció una luz, naranja y ondulante, donde no debería haber ninguna luz, allí afuera, sobre las dunas, y se oyeron más alaridos.
—Por el amor de Dios, ¿qué es eso? —resopló mi padre volviendo su cabeza temblorosa hacia la ventana. Yo me levanté, rodeé el pie de la cama y observé por la ventana. Los horribles sonidos y la luz en el extremo de las dunas parecían acercarse. La luz aparecía rodeada de un halo sobre la duna grande que hay detrás de la casa, donde están los Territorios de la Calavera; centelleaba destellos amarillos con jirones de humo. El sonido era el que haría un perro en llamas, pero amplificado, repetido una y otra vez, y con un tono distinto. La luz se fue haciendo más intensa y algo vino corriendo por la cima de la gran duna, algo en llamas, gritando y corriendo por la ladera que da al mar en la duna de los Territorios de la Calavera. Era una oveja y venía seguida por otras. Primero otras dos, y después media docena de animales aparecieron en estampida sobre la hierba y la arena. En unos segundos la ladera se vio cubierta de ovejas ardiendo, con el vellón en llamas, balando salvajemente y corriendo ladera abajo, prendiendo la hierba y los matojos que crecían entre la arena y dejándolos ardiendo en su flamígera estela.
Y entonces vi a Eric. Mi padre llegó a mi lado temblando, pero no le hice caso y seguí observando las raquíticas figuras danzando y saltando en lo alto de la duna. Eric blandía una inmensa antorcha en una mano y un hacha en la otra. También estaba gritando.
—Oh, Dios mío, no —dijo mi padre. Me volví hacia él. Estaba subiéndose los pantalones. Lo aparté de mi camino y corrí hacia la puerta.
—Vamos —le grité. Salí del dormitorio y bajé corriendo las escaleras sin mirar si me seguía. Podía distinguir las llamas desde todas las ventanas y oír los gemidos de las torturadas ovejas por toda la casa. Llegué a la cocina, pensé en recoger agua mientras pasaba a toda carrera, pero decidí que no serviría para nada. Salí corriendo por el porche hasta el jardín. Una oveja, con los cuartos traseros ardiendo, estuvo a punto de chocar conmigo. Corría desesperada por el jardín en llamas y cuando estuvo delante de la puerta se desvió en el último momento con un balido estremecedor. saltando entonces la pequeña valla que da al jardín de delante. Yo corrí por la parte de atrás de la casa en busca de Eric.
Había ovejas por todas partes y el fuego lo invadía todo. La hierba que cubría los Territorios de la Calavera ardía y las llamas saltaban desde el cobertizo y los arbustos y las plantas y flores del jardín, y ovejas muertas, crepitantes, yacían en charcos de llamas vivas mientras otras corrían y saltaban por todas partes, gimiendo y aullando con sus voces guturales y entrecortadas. Eric estaba en los escalones que llevan al sótano. Vi la antorcha que había sostenido en su mano, ahora una llama vacilante apoyada contra la pared de la casa, bajo la ventana del lavabo de abajo. Estaba acometiendo la puerta del sótano con el hacha.
—¡Eric! ¡No! —le grité. Avancé hacia él y a continuación me volví, me apoyé en la esquina de la casa y asomé la cabeza para mirar la puerta del porche abierta—. ¡Papá! ¡Sal de la casa! —Podía oír el sonido de la madera restallando detrás de mí. Me volví y corrí hacia Eric. Salté sobre el humeante cadáver de una oveja justo antes de los escalones del sótano. Ene se dio la vuelta y blandió el hacha contra mí. Me agaché y rodé hacia un lado. Caí sobre mis pies y de un salto me puse en pie, listo para echar a correr, pero Eric había vuelto a golpear la puerta con el hacha, chillando con cada hachazo que descargaba, como si él fuera la puerta. La hoja del hacha desapareció tras la madera, se quedó atascada; él la movió de un lado a otro con todas sus fuerzas y la sacó, me miró y volvió a levantarla frente a la puerta. Las llamas de la antorcha arrojaban su sombra sobre mí; la antorcha estaba apoyada contra el lateral de la puerta y pude ver cómo la pintura reciente comenzaba a arder. Saqué mi tirachinas. Eric estaba a punto de echar la puerta abajo. Mi padre seguía sin aparecer. Eric volvió a mirarme y descargó el hacha contra la puerta. Una oveja gritaba detrás de nosotros mientras yo rebuscaba una bola de acero en mis bolsillos. Podía oír el crepitar de los fuegos por todos lados y olía a carne a la brasa. La esfera de metal encajó en el pedazo de cuero y estiré el brazo.
—¡Eric! —grité en el momento en que la puerta cedió. El sostuvo el hacha con una mano y con la otra agarró la antorcha; le dio una patada a la puerta y se vino abajo. Tensé el tirachinas un último centímetro. Fijé la vista en Eric a través de la Y del tirachinas. Él me miró. Tenía la cara sin afeitar, sucia, como la máscara de un animal. Era el muchacho, el hombre que había conocido, y era otra persona completamente distinta. Aquel rostro bañado en sudor se fruncía en una mueca maliciosa y se movía rítmicamente de arriba abajo al tiempo que su pecho subía y bajaba y las llamas palpitaban. Sostenía el hacha y el tizón ardiendo, y tenía detrás de él la puerta destrozada del sótano. Pensé que podría salvar los fardos de cordita, que ahora se veían de un naranja oscuro bajo la espesa y vacilante luz de los fuegos que nos rodeaban y de la antorcha que mi hermano sostenía en su mano. Meneó la cabeza, como expectante y confundido.
Yo moví la cabeza de un lado a otro, lentamente.
El se rió asintiendo con la cabeza, dejó caer, o medio lanzó la antorcha al sótano, y corrió hacia mí.
Estuve a punto de soltar la bola cuando lo vi venir hacia mí a través del tirachinas, pero justo en el último segundo antes de que mis dedos se abrieran vi cómo dejaba caer el hacha, que retumbó en los escalones del sótano al tiempo que Eric pasaba como una exhalación junto a mí y yo me tiraba a un lado agachado. Di una vuelta en el suelo y vi a Eric corriendo como una liebre por el jardín, en dirección al sur de la isla. Arrojé el tirachinas, bajé corriendo las escaleras del sótano y recogí la antorcha. Estaba metida un metro dentro del sótano, bastante lejos de los fardos. La lancé afuera rápidamente en el mismo momento en que las bombas que guardaba en el cobertizo empezaron a explotar.
El ruido era ensordecedor, la metralla silbaba por encima de mi cabeza, las ventanas de la casa estallaron hacia adentro y el cobertizo se había desplomado; un par de bombas salieron despedidas del cobertizo y explotaron en otras partes del jardín, pero afortunadamente no cayeron cerca. Cuando me pareció seguro asomar la cabeza el cobertizo ya no existía, todas las ovejas estaban muertas o habían huido, y Eric había desaparecido.
Mi padre estaba en la cocina, con un cubo de agua en una mano y un cuchillo de carne en la otra. Entré y él puso el cuchillo sobre la mesa. Parecía que tuviera cien años. Sobre la mesa estaba el frasco de muestras. Me senté a la cabecera de la mesa y me desplomé en la silla. Lo miré.
—Papá, Eric estaba en la puerta —le dije, y me reí. Los oídos me seguían resonando por las explosiones del cobertizo.
Mi padre se quedó allí en pie, viejo y estúpido, con los ojos turbios y húmedos, y las manos temblorosas. Sentí cómo me iba calmando gradualmente.
—¿Qué…? —comenzó a balbucear para aclararse a continuación la garganta—. ¿Qué… qué ha pasado? —Parecía como si estuviera sobrio de nuevo.
—Estaba intentando entrar en el sótano. Creo que quería volarnos por los aires. Ahora ha salido corriendo. He atrancado la puerta lo mejor que he podido. Casi todos los fuegos están apagados; no necesitarás eso —le dije señalando el cubo de agua que sostenía en la mano—. En lugar de eso me gustaría que te sentaras un momento y me contaras un par de cosas que me gustaría saber—. Me recosté en la silla.
Se quedó mirándome un segundo y, a continuación recogió el frasco de muestras, pero se le escurrió de los dedos, cayó al suelo y se rompió. Soltó una risa nerviosa, se agachó y volvió a incorporarse sosteniendo en la mano lo que había estado dentro del frasco. Me lo acercó para que lo viera pero yo le estaba mirando a la cara. Cerró la mano y volvió a abrirla, como un mago. En su palma había una bola de color rosa. No un testículo; una bola rosa, como un pedazo de plastilina, o de cera. Volví a mirarle fijamente a los ojos.
—Cuéntamelo todo —le dije.
Y entonces me lo contó.