Mis mayores enemigos son las Mujeres y el Mar. Odio ambas cosas. A las Mujeres las odio porque son débiles y estúpidas y viven a la sombra de los hombres y no son nada comparadas con ellos, y al Mar porque siempre me ha frustrado, destruyendo lo que construyo, arrasando lo que he levantado, borrando las marcas que he dejado. Y no estoy seguro de que el Viento esté tampoco libre de culpa.
El Mar es una especie de enemigo mitológico, y yo le ofrezco algo parecido a sacrificios en mi alma, con cierto temor, respetándolo como se merece, pero tratándolo también en cierto modo como a un igual. Lo que hace afecta al mundo, como lo que yo hago; ambos deberíamos ser temidos. Las Mujeres… bueno, en lo que a mí respecta, las mujeres las tiene uno demasiado cerca para estar cómodo. Ni siquiera me gusta que estén en la isla, aun la señora Clamp, que viene cada semana los sábados para limpiar la casa y traemos alimentos. Es vieja y asexuada, como ocurre con los muy viejos o los muy jóvenes, pero sigue siendo una mujer, y tengo mis buenas razones para no perdonárselo.
Me desperté a la mañana siguiente intrigado por saber si mi padre había vuelto o no. Sin molestarme en vestirme me fui directamente a su habitación. Cuando iba a abrir la puerta pude oír sus ronquidos antes de tocar el picaporte, así que me di la vuelta y me dirigí al cuarto de baño.
En el baño, después de hacer un pis, realicé mi diario ritual de lavado. Primero me duché. La ducha es el único momento en las veinticuatro horas del día en que me quito completamente los calzoncillos. Eché los calzoncillos en la bolsa de ropa sucia que hay en el armarito con rejilla. Me duché a conciencia, comenzando por el pelo y acabando entre los dedos de los pies y debajo de las uñas. A veces, cuando tengo que fabricar preciadas sustancias como queso de uñas del dedo gordo del pie o pelusa de ombligo, tengo que pasarme días y días sin ducharme; odio tener que hacerlo porque enseguida me siento sucio y me pica todo el cuerpo, y lo único bueno que sale de tal abstinencia es lo bien que se siente uno cuando finalmente puede ducharse.
Tras darme una ducha y secarme enérgicamente, primero con una toalla de cara y después con una toalla de baño, me corto las uñas. A continuación me lavo los dientes a fondo con mi cepillo eléctrico. Después viene el afeitado. Siempre utilizo espuma de afeitar y lo último en cuchillas (las más avanzadas ahora mismo son las de doble hoja y cabeza basculante) para rasurar, con destreza y precisión, esa pelusilla marrón que me ha crecido el día y la noche anterior. Al igual que ocurre con todas mis abluciones, el afeitado sigue una pauta definida y predeterminada; me doy un mismo número de pasadas, de idéntica extensión y en el mismo orden cada mañana. Como siempre, cada vez que contemplo las superficies meticulosamente tonsuradas de mi cara, siento un creciente cosquilleo de emoción.
Me soné la nariz y me la hurgué hasta dejarla limpia, me lavé las manos, limpié la cuchilla, el cortauñas, la bañera y la ducha, escurrí el trapo de fregar y me peiné. Afortunadamente no tenía ningún grano, así que no me quedaba más que un lavado final de manos y un par de calzoncillos limpios. Coloqué todos mis útiles de limpieza, las toallas, la cuchilla y lo demás, en su lugar preciso, limpié un poco el vaho del espejo que hay en mi armarito del baño, y volví a mi habitación.
Allí me puse los calcetines; ese día tocaban verdes. A continuación una camisa caqui con bolsillos. En invierno me pondría una camiseta debajo y una chupa militar verde encima, pero en verano no. Después venían mis pantalones de pana verde seguidos de mis botas Kickers de color gamuza con las etiquetas arrancadas, como toda la ropa que llevo, pues me niego a servir de anuncio ambulante para nadie. Las demás cosas, mi cazadora de combate, la navaja, las bolsas, el tirachinas y el resto del equipo, me lo llevé directamente a la cocina.
Seguía siendo muy temprano y estaba a punto de caer la lluvia que habían anunciado el día anterior. Tomé mi frugal desayuno y ya estaba preparado.
Salí a la fresca humedad de la mañana y me puse a caminar con paso vivo para mantener el calor y dar la vuelta a la isla antes de que empezara a llover. Las colinas que hay detrás del pueblo estaban ocultas tras las nubes, y el mar se iba encrespando a medida que refrescaba el viento. La hierba estaba cubierta de rocío; gruesas gotas de rocío doblaban las flores cerradas y se aferraban también a mis Postes de Sacrificio, como sangre transparente en las resecas cabezas y en los cuerpos desecados. En un momento dado cruzaron el cielo un par de aviones a reacción, dos Jaguars que pasaron ala con ala a unos cien metros de altura y acelerando, cruzando toda la isla en un abrir y cerrar de ojos en dirección al mar. Les eché una mirada furibunda y seguí mi camino. Dos años antes, un par de aviones como aquellos me hicieron saltar. Llegaron a una altura ilegalmente baja tras unas prácticas de bombardeo en el campo de tiro que hay justamente debajo del estuario, retumbando sobre la isla tan inesperadamente que pegué un salto cuando estaba enfrascado en la delicada operación de conseguir introducir en un frasco una avispa que había en el viejo tronco caído cerca del abandonado corral de ovejas al final de la isla. La avispa me picó.
Aquel día fui al pueblo, me compré un modelo del Jaguar en un kit de modelismo, lo construí aquella misma tarde y, siguiendo un ceremonial, procedí a volarlo en mil pedazos en el techo del Bunker con una pequeña bomba de tubo. Dos semanas después se estrelló un Jaguar en el mar a la altura de Nairn, aunque el piloto pudo salir expulsado a tiempo. Me gusta pensar que ya en aquel tiempo funcionaba el Poder, pero sospecho que solo fue una coincidencia; los aviones de combate a reacción se estrellan con tanta frecuencia que no era nada sorprendente que mi destrucción simbólica y su destrucción real ocurrieran con quince días de diferencia.
Me senté en el montículo de tierra que da a la Ensenada Enlodada y me comí una manzana. Me recliné sobre un árbol que, cuando joven, había sido el Asesino. Ahora había crecido y era un poco más alto que yo, pero cuando yo era un niño y teníamos la misma altura me sirvió de catapulta fija para defender cualquier acercamiento por el sur de la isla. Entonces, como ahora, el árbol se encontraba frente a la ancha ensenada y al lodo de color acerado por donde sobresalían los restos carcomidos de un viejo barco de pesca.
Tras la Historia del Viejo Saúl decidí emplear la catapulta para otras cosas y se convirtió en el Asesino; flagelo de hámsters, ratones y jerbos.
Recuerdo que podía lanzar una piedra del tamaño de un puño por encima de la ensenada y llegar a unos veinte metros en tierra firme, y cuando por fin me acostumbré al ritmo, podía disparar cada dos segundos. Podía acertar en cualquier sitio dentro de un ángulo de sesenta grados según la dirección en la que tirara del arbolito y cuánto lo doblara hacia el suelo. Nunca utilicé un animalito para disparar cada dos segundos; tan solo caían unos cuantos a la semana. Durante seis meses fui el mejor cliente de la tienda de animales de Porteneil, pues iba cada sábado a comprar un par de bichos, y aproximadamente cada mes iba a comprar una lata de volantes de badmington de la tienda de juguetes. No creo que nadie atara cabos y relacionara ambas cosas, excepto yo.
Lo que hacía tenía un fin concreto; como prácticamente casi todo lo que hago. Estaba buscando la calavera del Viejo Saul.
Lancé el corazón de la manzana a la ensenada; cayó en el lodo del último montículo con un satisfactorio sonido de chapoteo. Decidí que era hora de echarle un vistazo al Bunker y salí trotando del montículo, esquivando la duna más al sur hacia el viejo círculo de cemento. Me detuve para observar la playa. No parecía haber nada de interés, pero recordé la lección aprendida el día anterior, cuando me detuve a olisquear el aire y todo parecía en orden y, diez minutos más tarde, me encontraba luchando a brazo partido con un conejo kamikaze, así que descendí a paso ligero por la ladera de la duna hasta llegar a la hilera de desechos que arroja el mar.
Había una botella. Un enemigo de poca monta, y además vacía. Me acerqué a la orilla y lancé la botella al mar. Se quedó balanceándose cabeza arriba, a unos diez metros. La marea no había cubierto aún los guijarros, así que cogí unos cuantos y comencé a apedrear la botella. Estaba lo suficientemente cerca como para poder utilizar el método de lanzamiento rasante por debajo de la cintura y los guijarros que había escogido eran más o menos del mismo tamaño, así que mi puntería fue muy certera: cuatro tiros a distancia de salpicadura y un quinto que destrozó el cuello de la botella. Hay que admitir que era una pequeña victoria, porque la verdadera derrota de las botellas tuvo lugar hace ya mucho tiempo, al poco de aprender a tirar piedras, cuando por primera vez caí en la cuenta de que el mar era un enemigo. De vez en cuando seguía poniéndome a prueba, aunque yo no estaba dispuesto a tolerarle la menor intrusión en mi territorio.
La botella se hundió y volví a las dunas, subí a lo alto de la duna en donde se erguía el Bunker medio enterrado y eché una mirada alrededor con mis prismáticos. La costa aparecía despejada, aunque el tiempo no lo estaba. Bajé hasta el Bunker.
Hace años reparé la puerta metálica engrasando las herrumbrosas bisagras y enderezando las guías del pestillo. Saqué la llave del candado y abrí la puerta. En el interior me reencontré con el mismo olor a cera y a quemado. Cerré la puerta, la atranqué con una madera y me quedé quieto un rato, acostumbrando mis ojos a la penumbra y mi mente a la sensación de aquel lugar.
Al rato ya podía ver entre tinieblas con la luz que se filtraba a través de los sacos colgados tras las rendijas que conforman las únicas ventanas del Bunker. Me descolgué del hombro la bolsa y los prismáticos y los colgué en clavos hundidos en las desmoronadas paredes de cemento. Saqué la latita con cerillas y encendí las velas; se consumían con una luz amarillenta, y yo me arrodillé apretando los puños y pensando. Encontré el material de fabricación de velas en el armario que hay debajo de las escaleras hará unos cinco o seis años, y estuve experimentando con colores y consistencias durante meses antes de dar con la idea de utilizar la cera como una prisión para avispas. Entonces miré hacia arriba y vi la cabeza de una avispa asomando en lo alto de una vela que había en el altar. La vela recién encendida, de un rojo sangriento y gruesa como mi muñeca, contenía la inmóvil llama y la pequeña cabeza dentro de su caldera de cera, como piezas en un juego extraterrestre. Mientras miraba, la llama, que sobresalía un centímetro por detrás de la cabeza sumergida en cera, acabó liberando las antenas de aquel derretido y emergieron por un momento antes de prenderse y quemarse. La cabeza comenzó a humear al tiempo que la cera iba derritiéndose a su alrededor y, al poco, el humo se convirtió en llamas, y el cuerpo de la avispa, una segunda llama en aquel cráter, flameó y chisporroteó, incinerando al insecto desde la cabeza.
Encendí la vela que había dentro de la calavera del Viejo Saúl. Aquella esfera de hueso, hueca y amarillenta, fue la que mató a todas aquellas pequeñas criaturas que encontraron su muerte en el lodo del extremo más lejano de la ensenada. Observé la humeante llama en el interior de aquel recipiente en donde en otro tiempo estuvo el cerebro del perro y cerré los ojos. Vi de nuevo los Territorios del Conejo, y los cuerpos en llamas, saltando y corriendo. Volví ver a aquel que escapó de los Territorios y murió poco antes de llegar al arroyo. Vi el Destructor Negro y recordé su trágico final. Pensé en Eric, y me pregunté de qué estaría tratando de prevenirme la Fábrica.
Me vi a mí mismo, Frank L. Cauldhame, y me vi tal como debería haber sido; un hombre alto y delgado, fuerte y seguro de sí mismo, que iba abriéndose paso por el mundo con determinación y propósito. Abrí los ojos, tragué un nudo en la garganta y respiré hondo. Una fétida luz resplandecía por los agujeros de los ojos del Viejo Saúl. Las velas colocadas a ambos lados del altar oscilaban junto con la llama de la calavera por una corriente de aire.
Eché un vistazo al interior del Bunker. Las cabezas cortadas de gaviotas, conejos, cuervos, ratones, buhos, topos y lagartijas me miraban desde lo alto. Todas ellas colgaban de pedazos de cuerda negra suspendidas de cordeles tendidos de pared a pared, de una esquina a otra, y borrosas sombras iban apareciendo en las paredes detrás de ellas. Desde el pie de las paredes, sobre poyetes de madera o de piedra, o encima de botellas y latas que había desechado el mar, me observaba mi colección de calaveras. Los amarillentos huesos craneales de caballos, perros, pájaros, peces y carneros miraban de frente al Viejo Saúl, algunos con los picos o las mandíbulas abiertas, otros cerradas, con los dientes expuestos al aire como garras. A la derecha del altar de ladrillo, madera y cemento en donde estaban las velas y la calavera, se encontraban mis pequeños frascos de preciados fluidos; a la izquierda se erguía una alta estantería de cajoncitos de esos diseñados para guardar tornillos, arandelas, clavos y ganchos. En cada cajón, no mucho más grande que una caja de cerillas, había una avispa que había pasado por la Fábrica.
Alargué el brazo para coger una gran lata que tenía a mi derecha, abrí la tapa haciendo palanca con la navaja y utilicé una cucharilla que había en el interior para poner un poco de la mezcla de color blanco que había dentro en un platillo metálico colocado delante de la calavera del viejo perro. Después saqué el cadáver de avispa más antiguo de su pequeño cajón y lo arrojé sobre el montoncito de gránulos blancos. Volví a cerrar la tapa de la lata, metí el pequeño cajón de plástico en su sitio y encendí la pequeña pira con una cerilla.
La mezcla de azúcar y herbicida chisporroteó y refulgió; la intensa luz me deslumbre y nubes de humo se elevaron rodeando mi cabeza mientras aguantaba la respiración y se me humedecían los ojos. En un segundo se apagó la llamarada convirtiendo la mezcla y la avispa en un negro montón de restos llagados y cicatrizados enfriándose tras un intenso resplandor amarillo. Entorné los ojos para inspeccionar los restos, pero tan solo quedaba en mis ojos la última imagen, difuminándose como el brillo del platillo de metal. Después de danzar en mis retinas un tiempo, desapareció. Había esperado encontrar el rostro de Eric, o cualquier otra pista que me indicara lo que iba a pasar, pero no encontré nada.
Me recliné hacia delante, apagué de un soplo las velas de las avispas, primero las de la derecha y después las de la izquierda, y a continuación soplé por el agujero de un ojo y apagué la vela que había dentro de la calavera del perro. Seguía deslumbrado, pero llegué hasta la salida tanteando las paredes entre la oscuridad y el humo. Salí afuera y dejé que el humo y los gases escaparan al aire húmedo; espirales de color azul y gris surgieron a jirones de mi pelo y de mis ropas mientras permanecía allí quieto, respirando hondo. Cerré los ojos un momento y después volví al Bunker para arreglarlo un poco.
Cerré la puerta y eché el pestillo. Volví a casa a comer y me encontré a mi padre cortando maderos de la playa en el patio trasero.
—Un buen día —dijo, secándose el sudor de la frente. Era húmedo y no particularmente cálido, y él se había quitado la chaqueta.
—Hola —dije yo.
—¿Fue todo bien ayer?
—Todo bien.
—No volví hasta muy tarde.
—Ya estaba dormido.
—Ya pensé que te habrías dormido. Supongo que querrás comer algo. Si quieres, ya lo prepararé yo hoy.
—No, no te preocupes. Puedes seguir cortando leña ya que te has puesto. Ya preparo yo la comida. —Bajó el hacha y se restregó las manos contra los pantalones sin quitarme la vista—. ¿Todo tranquilo ayer?
—Oh, sí —asentí con la cabeza sin moverme de donde estaba.
—¿No pasó nada?
—Nada especial —le aseguré dejando mis cosas en el suelo y quitándome la chaqueta. Agarré el hacha—. De hecho todo estuvo demasiado tranquilo.
—Muy bien —dijo, aparentemente convencido, y se metió en la casa. Yo empecé a levantar el hacha para seguir partiendo leña.
Después de comer me fui al pueblo con Gravel, que es como llamo a mi bicicleta, y algún dinero. Le dije a mi padre que volvería antes de la cena. Cuando estaba a mitad de camino de Porteneil comenzó a llover, así que me detuve para ponerme el impermeable. Cayó un buen chaparrón pero conseguí llegar sin contratiempos. El pueblo se veía gris y vacío bajo la mortecina luz de la tarde; unos coches pasaban como una exhalación por la carretera que va al norte, algunos con las luces encendidas, haciendo que todo se tornara más tenebroso a su paso. Primero fui a la armería y ferretería a ver al viejo Mackenzie para comprarle otro de sus tirachinas americanos de caza y unos perdigones para la escopeta de aire comprimido.
—¿Y cómo estamos hoy jovencito?
—Muy bien, ¿y usted?
—Bah, voy tirando. Ya ves —me dijo moviendo lentamente su cabeza canosa de un lado a otro, con sus amarillentos ojos y cabellos bastante macilentos bajo la luz eléctrica de la tienda. Siempre nos decimos las mismas cosas. A menudo me quedo en la tienda más tiempo del previsto porque huele muy bien.
—¿Y cómo le va a ese tío tuyo? No lo he visto desde… bueno, hace tiempo.
—Muy bien.
—Vaya, me alegro, me alegro —dijo el señor Mackenzie entornando los ojos con una leve expresión forzada y asintiendo lentamente con la cabeza. Yo también moví la cabeza de arriba abajo y miré mi reloj.
—Bueno, tengo que irme —le dije, y comencé a retroceder mientras metía mi nuevo tirachinas en la mochila que llevaba a la espalda y guardaba los perdigones envueltos en papel de estraza en los bolsillos de mi cazadora de combate.
—Oh, bueno. Si te tienes que ir, te tienes que ir —dijo Mackenzie mirando al mostrador y asintiendo, como si estuviera inspeccionando las moscas, las bobinas y los reclamos para patos que tenía expuestos. Tomó un paño que había junto a la caja registradora y comenzó a pasarlo lentamente por la superficie, levantando la vista una sola vez antes de que yo saliera para decirme—: Bueno, adiós.
—Sí, adiós.
En el Café Firthview sito en un enclave en donde debió de tener lugar un terrible y localizado hundimiento de tierras desde que le pusieron ese nombre que anuncia vistas al estuario, pues para poder ver el agua debería tener al menos un piso más de altura— me tomé una taza de café y jugué una partida de Invasores del Espacio. Tenían una máquina nueva, pero después de jugar más o menos una libra ya lo dominaba y gané una nave espacial extra. Enseguida me aburrí y me senté con mi café.
Revise los carteles que colgaban de las paredes del café para ver si había alguna actividad interesante programada en los alrededores, pero aparte del Cine Club no había mucho más. Entre las películas anunciadas estaba El tambor de hojalata, pero ese era un libro que me regaló mi padre hacía tiempo, uno de los pocos regalos de verdad que me había hecho jamás, y por eso evité por todos los medios leerlo, al igual que hice con Myra Breckímidge, otro de sus ocasionales regalos. Por regla general mi padre me da el dinero que le pido y me deja que me compre lo que quiera. No creo que le interese mucho lo que yo haga: pero por otra parte tampoco me niega nada. Por lo que a mí respecta, tenemos una especie de acuerdo tácito por el cual yo me callo la boca en lo que se refiere a mi inexistencia oficial a cambio de poder hacer más o menos lo que me venga en gana en la isla y de poder comprarme más o menos lo que quiera en el pueblo. El único motivo de discusión que tuvimos recientemente fue debido a la moto que él prometió comprarme cuando fuera un poco mayor. Yo le sugerí que no sería mala idea comprármela a mitad del verano, porque así podría practicar antes de que llegara el mal tiempo, pero él pensaba que en esa época habría demasiados turistas por el pueblo y por las carreteras. Me da la impresión de que es una excusa para seguir aplazándolo; debe de tener miedo de que gane demasiada independencia, o a lo mejor teme simplemente que me mate como muchos otros jóvenes que se compran una moto. No sé; la verdad es que nunca he sabido si se compadece de mí. Ahora que pienso en ello, yo tampoco sé nunca hasta qué punto él me da pena.
Cuando me fui a la ciudad esperaba encontrarme con alguien conocido, pero la única gente que vi fue al viejo Mackenzie en la armería y ferretería y a la señora Stuart en el café, gorda y aburrida tras su mostrador de fórmica, leyendo una novelita romántica de la colección Mills & Boon. No es que yo conozca a mucha gente de todas formas; Jamie es mi único amigo de verdad, aunque por él he conocido a otra gente de mi edad a los que considero conocidos. El no haber ido a la escuela y el haber simulado que no pasé toda mi vida en la isla me ha supuesto no crecer con amigos de mi edad (excepto Eric, por supuesto, pero incluso él desaparecía largas temporadas), y en la época en que decidí aventurarme fuera de los límites de la isla y conocer a más gente, Eric se volvió loco y las cosas se pusieron un poco difíciles en el pueblo.
Las madres les decían a sus hijos que, o se portaban bien o vendría Eric Cauldhame a llevárselos y les haría cosas horribles con gusanos y larvas. Supongo que era inevitable que la historia acabara deformándose gradualmente y que llegaran a decirles a los niños que Eric les prendería fuego a ellos mismos, no solo a sus perros; y como también supongo que era inevitable, muchos niños empezaron a pensar que yo era Eric, o que hacía lo mismo que él. O tal vez sus padres adivinaron algo sobre Blyth, Paul y Esmerelda. En cualquier caso, lo que empezó a pasar fue que los niños salían corriendo al verme, o me gritaban palabrotas desde lejos, así que traté de pasar desapercibido y restringí mis visitas al pueblo al mínimo indispensable. Hasta hoy día sigo recibiendo esas extrañas miradas de niños, jóvenes y adultos, y sé de algunas madres que les dicen a sus hijos que se porten bien o «vendrá Frank y te llevará», pero no me importa. Puedo soportarlo.
Me subí a la bicicleta y volví a casa haciendo un poco el loco, atravesando charcos por el camino y cogiendo el Salto —un trecho en el que hay una gran bajada empinada en una duna y después una breve subida en donde no es difícil despegar del suelo— a unos cuarenta kilómetros por hora, aterrizando con un enlodado ruido seco y a punto de estrellarme contra las retamas pero deseando volver a abrir la boca con aquella misma sensación. Al final llegué sin contratiempos. Le dije a mi padre que estaba bien y que volvería para la cena en una hora aproximadamente, y me fui directamente a mi cobertizo a limpiar mi bicicleta, Gravel. Cuando terminé, me puse a fabricar unas cuantas bombas nuevas para reponer las que había utilizado el día anterior, y algunas más de repuesto. Encendí la vieja estufa eléctrica dentro del cobertizo, no tanto para calentarme yo mismo sino para prevenir que la mezcla, de alto nivel higroscópico, absorbiera humedad adicional del aire.
Lo que a mí me gustaría sería no tener que molestarme en venir del pueblo cargado con bolsas de azúcar de kilo y latas de herbicida para meterlo todo en tubos metálicos de conducción eléctrica que Jamie el enano me consigue del constructor para el que trabaja en Porteneil. Con un sótano lleno de cordita suficiente como para volar por los aires la mitad de la isla parece una pérdida de tiempo, pero mi padre no me deja acercarme allí abajo.
Fue su padre, Colin Cauldhame, quien consiguió la cordita en los desguaces de barcos que solía haber en la costa. Uno de nuestros parientes trabajaba allí y encontró un viejo barco de guerra con un polvorín aún cargado con el explosivo. Colin compró la cordita y la utilizó para encender la chimenea y la cocina. La cordita sirve para encender fuegos cuando no está comprimida. Colin compró suficiente cantidad como para que nunca faltara en la casa en los siguientes doscientos años aunque su hijo hubiera seguido utilizándola, así que quizá pensó en revenderla. Sé que mi padre la empleó durante un tiempo para encender la cocina, pero hace mucho que no la usa. Dios sabe cuánto quedará todavía allí abajo; he visto grandes montones de sacas y tardos que todavía llevan el sello de la Armada Real, y he soñado en mil maneras de llegar hasta ella, pero como no haga un túnel desde el cobertizo y saque la cordita por el fondo de manera que los fardos aparezcan intactos al entrar en el sótano, no veo ninguna otra forma de hacerlo. Mi padre inspecciona el sótano cada tres o cuatro semanas, baja nervioso escaleras abajo con una linterna, se pone a contar los fardos y a oler el aire, y revisa el termómetro y el higrómetro.
En el sótano se está bien y hace fresco, pero no hay humedad, a pesar de que debe de estar justo al nivel del mar, y mi padre parece saber lo que se trae entre manos, igual que parece seguro de que el explosivo no se ha vuelto inestable, pero yo creo que en realidad el asunto lo pone nervioso y que está así desde que ocurrió lo del Círculo de la Bomba. (Vuelvo a declararme culpable; también fue culpa mía. Mi segundo asesinato, por el cual me da la impresión de que algunos miembros de la familia empezaron a sospechar.) Si está tan asustado no entiendo por qué no se le ocurre deshacerse de ella. Pero la impresión que tengo es que él tiene su propias supersticiones sobre la cordita. Algo relacionado con un eslabón del pasado, o con un demonio maligno que nos acecha, un símbolo de todas las desgracias de la familia; esperando, quizá, sorprendernos a todos un día.
La cuestión es que no hay modo de entrar allí y por eso tengo que cargar con metros de tubería metálica desde el pueblo con sudores y fatiga, doblarla y cortarla y taladrarla y remacharle los bordes y volver a doblarla, luchando a brazo partido hasta que la mesa de trabajo y el cobertizo empiezan a crujir con mi esfuerzo. Supongo que se puede considerar un trabajo artesanal, y no cabe duda de que requiere cierta habilidad, pero a veces me aburre, y lo único que me consuela tras tanto doblarme y levantarme es pensar en el fin que tengo destinado para esos pequeños torpedos negros.
Dejé todo en orden, limpié el cobertizo tras mis actividades de fabricación de bombas y me fui a cenar.
—Están buscándolo —me dijo mi padre de repente, entre bocados de coles y pedazos de soja. Sus negros ojos destellaron frente a mí como dos negros tizones y, a continuación, volvió a bajar la mirada. Yo le di un trago a mi última cerveza recién salida. La nueva remesa de cerveza casera sabía mejor que la última, y más fuerte.
—¿Eric?
—Sí, Eric. Lo están buscando en los páramos.
—¿En los páramos?
—Creen que puede estar en los páramos.
—Sí claro, eso explicaría que lo estén buscando allí.
—Por supuesto —dijo mi padre asintiendo con la cabeza—. ¿Por qué estás tarareando?
Yo me aclaré la garganta y seguí comiéndome mis hamburguesas como si no lo hubiera oído.
—Se me ha ocurrido… —comenzó a decir, sin dejar de llevarse a la boca cucharadas de aquel revoltijo verde-marronaceo y de masticarlas durante mucho tiempo. Me quedé esperando para ver si acababa de oír lo que iba a decirme. Dejó la cuchara en el aire, como apuntando hacia algún lugar en lo alto, y dijo—: ¿qué extensión dirías que tiene el cable del teléfono?
—¿Flojo o estirado? —solté yo sin pensármelo dos veces y dejando el vaso de cerveza en la mesa. Él gruñó y no dijo nada más, dedicándose a su plato de comida, aparentemente apaciguado, aunque no satisfecho. Yo bebí un trago.
—¿Hay algo especial que quieres que te encargue en el pueblo? —me preguntó finalmente mientras se enjuagaba la boca con zumo de naranja natural. Yo moví la cabeza de un lado a otro y bebí cerveza.
—No. Lo de siempre —contesté encogiéndome de hombros.
—Puré de patatas en polvo y hamburguesas congeladas y azúcar y pastel de frutas y especias picadas y copos de maíz y porquería de esa, supongo. —Mi padre esbozó una maliciosa sonrisa, a pesar de que lo dijo sin ningún retintín.
Yo asentí con la cabeza.
—Sí, con eso está bien. Ya sabes lo que me gusta.
—No comes una dieta sana. Debería ser más estricto contigo.
Yo no dije nada, pero seguí comiendo lentamente. Estaba seguro de que mi padre me estaba observando desde el otro extremo de la mesa, dando un gran trago de su zumo sin quitar la vista de mi cabeza, que estaba inclinada sobre mi plato.
Sacudió la cabeza y se levantó de la mesa llevándose su plato al fregadero para enjuagarlo.
—¿Vas a salir hoy? —me preguntó mientras abría el grifo.
—No. Hoy me quedaré. Salgo mañana por la noche.
—Espero que no acabes borracho como una cuba otra vez. Una noche de estas te van a arrestar y entonces… ¿qué va a ser de nosotros? —Me echó una mirada—. ¿Eh?
—Yo no voy por ahí emborrachándome como una cuba —le aseguré—. Simplemente me tomo un trago o dos para ser más sociable, y ya está.
—Pues cuando vuelves a casa armas demasiado follón para ser alguien que solo quiere ser sociable, y lo sabes muy bien. —Me dirigió otra de sus miradas sombrías y volvió a sentarse.
Yo me encogí de hombros. Por supuesto que me emborracho. ¿De qué sirve beber si no te emborrachas? Pero voy con cuidado; no quiero meterme en líos.
—Bueno, pues haz el favor de tener cuidado. Siempre sé cuanto has bebido por tus pedos. —Bufó, como imitando uno de ellos.
Mi padre tiene una teoría sobre la conexión entre la mente y la barriga que, según él, es una conexión crucial y directa. Es otra de esas ideas suyas que trata de venderle a la gente; ya tiene un manuscrito sobre el tema («El arte del pedo») que también manda de vez en cuando a editores de Londres y que ellos, como es de esperar, le devuelven a vuelta de correo. En su tratado afirma, con variados argumentos, que a partir de los pedos puede deducir, no solo lo que la gente ha comido o bebido, sino de qué clase de persona se trata, lo que debería beber o comer, si se encuentra en estado de inestabilidad emocional o contrariada, si guarda secretos, si se está riendo de ti a tus espaldas o si está tratando de congraciarse contigo, e incluso lo que está pensando en el preciso momento en que suelta el pedo (y todo ello básicamente por el sonido). Una estupidez de cabo a rabo.
—Humm —dije yo con el último bocado, reclinándome en mi asiento y limpiándome la boca con el dorso de la mano, más que nada para molestarlo. Él continuó moviendo la cabeza de arriba abajo.
—Sé con certeza cuando te has tomado una cerveza oscura o una lager clara. Y puedo afirmar que he llegado a oler Guinness que en alguna ocasión has expelido.
—Yo no bebo Guinness —dije mintiéndole, verdaderamente impresionado—. Tengo miedo de coger garganta de atleta.
Aquel ingenioso chiste no pareció pescarlo pues, sin detenerse, continuó:
—Eso es tirar el dinero, ya sabes. No creas que voy a costear tu alcoholismo.
—Vamos, no digas tonterías —le dije levantándome.
—Sé muy bien de lo que estoy hablando. He visto hombres mejores que tú pensar que podían controlar la bebida y que ha acabado en un estercolero puliéndose una botella de licor estomacal.
Si aquella última ocurrencia estaba destinada a golpearme por debajo de la cintura, no lo consiguió; lo de «hombres mejores que tú» lo tenía ya muy manido desde hacía tiempo.
—Bueno, es mi vida, ¿no? —le dije poniendo mi plato en el fregadero y saliendo de la cocina. Mi padre no dijo nada.
Aquella noche miré la televisión, me dediqué a poner papeles en orden, a corregir los mapas para añadir la recién bautizada colina del Destructor Negro, a escribir una breve descripción de lo que había hecho con los conejos y dejar constancia escrita tanto de los efectos de las bombas que había empleado como de la calidad de la última remesa. Decidí que a partir de entonces llevaría siempre la Polaroid en la Mochila de Guerra; en el caso de expediciones punitivas de bajo riesgo, como la acometida contra los conejos, compensaría de sobra el peso adicional de la cámara y el tiempo empleado en utilizarla. Pero está claro que para acciones verdaderamente diabólicas la Mochila de Guerra tiene que ir muy ligera, y llevar la cámara significaría un riesgo, aunque desde hace dos años no he tenido ninguna amenaza real, desde la época en que algunos chicos mayores del pueblo se dedicaron a meterse conmigo en Porteneil y a tenderme emboscadas en el camino.
Durante un tiempo pensé que la situación llegaría a ser insoportable, pero ellos no continuaron con las hostilidades tal como yo creía. Una vez, cuando me pararon en el camino con mi bicicleta y me empujaron para pedirme dinero, los amenacé con mi navaja. Aquella vez se retiraron, pero unos días después intentaron invadir la isla. Los mantuve a raya con bolitas de acero y piedras, y ellos respondieron con sus escopetas de aire comprimido, y durante un rato resultó bastante emocionante, pero entonces llegó la señora Clamp con el correo semanal y nos amenazó a todos con llamar a la policía, y después de insultarla, se fueron.
Fue entonces cuando inicié mi sistema de zulos, construyendo depósitos de aprovisionamiento de bolas de acero, piedras, tuercas y plomos de pesca enterrados en cajas en diferentes puntos estratégicos de la isla. También coloqué trampas de lazo y cables atados a botellas de cristal para tropezar, entre la hierba o en las dunas que hay sobre la ensenada, de modo que si alguien quisiera husmear acabaría cazándose a sí mismo o sacando la botella de su agujero en la tierra y rompiéndola contra una piedra. Las siguientes dos noches me quedé sentado, asomando la cabeza por el tragaluz trasero del desván, con los oídos atentos a cualquier tintineo de cristal rompiéndose o a interjecciones apagadas, o a la más común señal de pájaros que levantan el vuelo, pero no pasó nada. Lo que hice fue evitar durante un tiempo encontrarme con los muchachos por el pueblo, yendo únicamente con mi padre o en las horas que sabía que estaban en el colegio.
El sistema de zulos aún pervive, y hasta he añadido un par de bombas de gasolina a uno o dos de los depósitos secretos que se encuentran en una posible vía de ataque donde todavía están las botellas que se romperían pero en donde he desmantelado las trampas de lazo para llevármelas al cobertizo. Mi Manual de Defensa, que contiene cosas como mapas de la isla con la localización de los zulos marcados, probables rutas de ataque, un resumen de tácticas y una lista de las armas que tengo o podría tener, incluye en esta última categoría bastantes cosas desagradables, como cables para tropezar y trampas de lazo preparadas para la anchura de un cuerpo, sin contar con las botellas rotas medio enterradas boca arriba bajo la hierba, minas de detonación electrónica fabricadas con bombas de tubería y clavos pequeños, todas ellas enterradas en la arena, y algunas armas secretas interesantes, aunque improbables, como frisbees con cuchillas sujetas a sus bordes.
No es que quiera matar a nadie, pues todo esto tiene un carácter más defensivo que ofensivo, y hace que me sienta mucho más seguro. Pronto tendré dinero para una ballesta verdaderamente potente, que es algo que estoy deseando tener hace ya mucho tiempo; sería una buena compensación, ya que nunca he logrado convencer a mi padre de que me compre un rifle o una escopeta de repetición, que me vendría de maravilla de vez en cuando. Tengo mis tirachinas y mis hondas y la escopeta de aire comprimido, y todos ellos pueden resultar letales en las circunstancias oportunas, pero no tienen el poder de tiro a largo alcance que yo deseo. Con las bombas de tubería pasa lo mismo. Se tienen que colocar en el lugar preciso, o como mucho lanzarlas al objetivo, y hasta aquellas que se pueden lanzar con la honda —fabricadas del tamaño apropiado para tal efecto— resultan poco precisas y lentas. También se me pasan por la cabeza cosas horribles que pueden ocurrir empleando la honda; las bombas de honda tienen que llevar una mecha muy corta para que detonen al poco de llegar al blanco y no te las puedan lanzar de vuelta, y ya me he salvado un par de veces por los pelos con un par de ellas que detonaron cuando acababan de salir de la honda.
He experimentado con armas, por supuesto, tanto con armas de lanzamiento de proyectiles como con morteros caseros que pueden alojar una bomba de honda, pero eran muy rudimentarias, peligrosas y lentas, y con bastante tendencia a explotar.
Una escopeta de repetición sería ideal, aunque yo me conformaría con un rifle del 22, pero una ballesta me haría el apaño. Quizá algún día pueda ingeniarme algún modo de sortear mi inexistencia oficial y solicitar yo mismo una pistola, aunque en tal caso, y considerando todas las cosas, tal vez no me concederían la licencia. Ah, si estuviera en América, pienso a veces.
Estaba introduciendo en el registro las bombas de gasolina, que llevaba un tiempo sin inspeccionar para comprobar la evaporación, cuando sonó el teléfono. Miré mi reloj, sorprendido por lo tarde que era: casi las once. Corrí escaleras abajo hasta el teléfono y pude oír a mi padre saliendo de su habitación cuando pasé por delante.
—Porterieil 531. —Sonaron unos pitidos.
—Jódete. Frank, tengo ampollas en los pies de tanto andar. ¿Cómo está mi pequeño rufián?
Miré el auricular, después alcé la vista hasta mi padre, que estaba apoyado en la barandilla de la escalera en el piso de arriba remetiéndose la camisa de su pijama en los pantalones. Contesté al teléfono:
—¿Sí.Jamie, qué haces llamándome tan tarde?
—¿Cómo…? Ah, tienes al viejo a tu lado, ¿no? — dijo Eric—. Dile que es una pústula de pus efervescente, de mi parte.
—Jamie te manda recuerdos —le dije en voz alta a mi padre, que se dio la vuelta y regresó a su habitación. Oí cómo se cerraba la puerta. Volví a ponerme al teléfono—. Eric, ¿en dónde estás ahora?
—Ah, mierda, no pienso decírtelo. Adivínalo.
—Bueno. Pues no tengo ni idea… ¿Glasgow?
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! —se desternillaba Eric. Yo apreté el plástico del teléfono con todas mis fuerzas.
—¿Cómo estás? ¿Estás bien?
—Estoy bien. ¿Y tú?
—Fenomenal. Dime, ¿cómo estás comiendo? ¿Tienes dinero? ¿Haces auto-stop, o qué? Te están buscando, ya sabes, pero todavía no ha salido nada en las noticias. No habrás… —me contuve antes de decir algo que considerara una alusión directa.
—Estoy bien. ¡Me como perros! ¡Je, je, je!
Yo refunfuñé.
—Oh, vaya, ¿no me digas?
—¿Qué voy a comer si no? Es fabuloso, mi pequeño Frankie; no salgo de los campos y los bosques y camino mucho y hago auto-stop y cuando llego cerca de un pueblo busco un perro rollizo y jugoso y me hago amigo de él y me lo llevo al bosque y después lo mato y me lo como. ¿Hay algo más fácil? Me encanta la vida al aire libre.
—Pero los asas, ¿no?
—Pues claro que los aso, no seas jodido —dijo Eric indignado—. ¿Por quién me tomas?
—¿Y eso es lo único que comes?
—No. También robo cosas. Hurto en las tiendas. Es tan fácil… Robo cosas que no puedo comerme, solo por joder. Cosas como tampones y plástico para forrar armarios de cocina y bolsas de patatas fritas tamaño familiar y cien palillos para cóctel y doce velitas para tartas de cumpleaños de colores variados y marcos de fotografías y fundas para el volante del automóvil de piel falsa y barras para toallas y suavizante para lavadora y ambientadores de doble acción para acabar con esos olores que impregnan la cocina y lindas cajitas para guardar fruslerías y paquetes de cintas de audio y tapones de gasolina bloqueables para el coche y líquido para limpiar discos y agendas de teléfonos revistas para adelgazar agarradores para cazos calientes paquetes de etiquetas con nombres pestañas artificiales cajas de maquillaje mezcla anti-tabaco relojes de juguete…
—¿No te gustan las patatas fritas? —le interrumpí rápidamente.
—¿Cómo? —Sonaba confundido.
—Has mencionado bolsas de patatas fritas tamaño familiar como algo que no te comerías.
—Por el amor de Dios, Frank, ¿acaso consideras las bolsas de patatas fritas tamaño familiar como algo que tú puedes comer?
—¿Y cómo te mantienes? —dije rápidamente—. Me refiero a que debes de estar durmiendo al relente. ¿No irás a coger un resfriado o algo así?
—No duermo.
—¿Cómo que no duermes?
—Por supuesto que no. Uno no necesita dormir. Eso es simplemente un rollo que te cuentan para mantenerte controlado. Nadie necesita dormir; te enseñan a dormir cuando eres un niño. Si tienes suficiente fuerza de voluntad puedes superarlo. Yo he superado la necesidad de dormir. Ahora nunca duermo. Así resulta mucho más fácil mantenerte alerta y estar seguro de que nadie te va a saltar encima, y también puedes seguir avanzando. No hay nada como seguir avanzando. Te conviertes en una cabra.
—¿En una cabra? —Ahora sí que estaba confundido.
—Deja de repetir lo que digo, Frank —le oí poner más monedas en el teléfono público—. Ya te enseñaré a no dormir cuando vuelva.
—Gracias. ¿Cuándo crees que llegarás?
—Tarde o temprano. ¡Ja, ja, ja, ja!
—Oye, Eric, ¿por qué estás comiéndote perros si puedes robar todas esas cosas?
—Ya te lo he dicho, imbécil; esas cosas no se pueden comer.
—Pero entonces, ¿por qué no robas cosas que puedas comer en lugar de robar cosas que no puedes comer y dejas en paz a los perros? —le sugerí. Ya sabía yo que no era una buena idea; podía oír el tono de mi voz elevándose cada vez más a medida que iba pronunciando la frase, y aquello siempre era una señal de que me estaba metiendo en alguna clase de lío verbal.
Eric se puso a gritar:
—¿Estás loco? ¿Qué pasa contigo? ¿Qué estás insinuando? Son perros, ¿no? Como si fuera por ahí matando gatos o ratoncillos o pececitos de colores o cosas así… ¡Estoy hablando de perros, majadero! ¡De perros!
—No tienes por qué gritarme —le dije en tono moderado, a pesar de que estaba empezando a enfadarme—. Solo te preguntaba por qué malgastas tiempo robando cosas que no te puedes comer y después malgastas aún más tiempo robando perros cuando podrías robar y comer al mismo tiempo, según parece.
—¿«Según parece»? ¿«Según parece»? ¿Qué coño estás farfullando? —gritó Eric, con su voz estrangulada, como chillona y de contralto.
—Venga, no empieces a gritar —le dije en tono de queja, llevándome la otra mano a la frente, pasándomela por el pelo y cerrando los ojos.
—¡Gritaré todo lo que quiera! —gritó Eric—. ¿Por qué crees que estoy haciendo todo esto? ¿Eh? ¿Por qué coño crees que estoy haciendo todo esto? ¡Se trata de perros, pequeño descerebrado de mierda! ¿Es que no te queda cerebro? ¿Qué ha pasado con el cerebro que te quedaba, pequeño Frankie? ¿El gato se te comió la lengua? ¡Te he preguntado que si el gato se te comió la lengua!
—No empieces a aporrear el… —dije, aunque en realidad ya me había apartado el teléfono de la cara.
—¡Eeeeeeaaarrrggghhh Bllleeeaarrrgggrrllleeeooouurrgghh! —Eric escupió y se atragantó a través de la línea telefónica y a continuación siguió el ruido que hacían los golpes del auricular contra las paredes de la cabina. Suspiré y volví a colocar el auricular en su sitio con la máxima delicadeza. Al parecer me resultaba imposible tratar a Eric por teléfono.
Volví a mi cuarto e intenté olvidar lo de mi hermano; quería irme pronto a la cama para poder levantarme a tiempo para la ceremonia de bautizo del nuevo tirachinas. Ya pensaría en otra manera mejor de tratar a Eric cuando me quitara eso de encima.
…Como una cabra; ni que lo digas. Vaya lunático.