La neblina *

I

El director del asilo miró como se marchaba André. Este andaba con los codos pegados al cuerpo y la cabeza doblada en ángulo recto hacia atrás.

«Está completamente curado», pensó el director.

Tres meses antes, cuando se lo trajeron, aquel tranquilo pensionista no podía desplazarse más que con los brazos separados, mirándose el ombligo y haciendo con la boca una especie de zumbido de abejorro.

«Notable caso», añadió para sí mismo el director. Sacó su paquete de cigarrillos, se metió uno en la oreja, empezó a masticar la cerilla dando saltitos de un pie al otro, y finalmente regresó a gatas a su despacho.

André recorrió doscientos metros y, sintiéndose fatigado, separó los brazos del cuerpo y, a continuación, con la cabeza inclinada hacia delante, hinchó de aire los carrillos y volvió a ponerse en marcha haciendo «Bzzzzzzz…».

El suelo rebullía bajo sus pasos, al tiempo que los árboles del camino meneaban la cola. Acogedoras casitas encaperuzadas con sarmientos desflorados, escrutaban de pasada la barbuda fisonomía de André, sin llegar a sacar por ello ninguna conclusión importante.

Viendo llegar el tranvía, André emprendió un sprint feroz, hasta que la sangre y el aullido de dolor que de él resultó, amortiguó el ruido producido por la entrada en contacto de la delantera del vehículo con los parietales del corredor.

Tal y como había previsto, le llevaron a una farmacia para servirle un vulnerario alcohólico, a pesar de que fuera martes. Dejó una pequeña propina y reemprendió el camino de regreso.

II

Desde su ventana, en el quinto piso, volvía a ver ahora el tejado de la casa de enfrente, un poco más baja, y cuyas contraventanas, que habían dejado abiertas durante demasiado tiempo, marcaban la fachada con trazos horizontales absolutamente invisibles, puesto que siempre permanecían abiertas. En el tercero, una moza se estaba desnudando delante de un armario de luna, y se distinguían también los pies de una cama de palisandro, cubierta con un edredón americano de color amarillo intenso, sobre el que se recortaban dos pies impacientes.

Pensándolo bien, tal vez no se tratase de una moza, y el anuncio de la puerta, Hotel Deportivo, «habitaciones por horas, por medias horas y de tránsito», bastaría para demostrarlo. Pero el hotel era de hermosa apariencia, con mosaico en la fachada en la planta baja, cortinas en todas las ventanas, y solamente una teja un poco trastocada en mitad del tejado. Otras tejas acababan de ser renovadas después del último bombardeo, y su rojo más claro venía a dibujar sobre el marrón conjunto la silueta de María Estuardo embarazada, así como la firma del artista, Gustave Laurent, tejador, calle Gambetta. La casa de al lado no estaba, por el contrario, reparada, y una lona seguía cubriendo la brecha abierta en su ala derecha, y un montón de escombros y de chatarra se apilaba al pie del muro, infestado de milpiés y de crótalos venenosos cuyos cascabeles resonaban a altas horas de la noche, como anunciando la elevación en alguna misa negra.

El último bombardeo había tenido también otros efectos, y en particular el de enviar a André al asilo. Era el segundo que padecía, y su sesera, acostumbrada a abrevarse libremente en los evangelios según san Zano, adquirió en tal ocasión un movimiento giratorio acentuado en el plano vertical, dividiendo a André en dos partes casi idénticas que seguían, para quienes le veían de perfil, el sentido de las agujas de un reloj, proyectando así su cráneo hacia delante y obligándole a abrir los brazos para conservar el equilibrio. Completaba tan original disposición mediante un «Bzzzzzzz» ligeramente ritmado, llegando a colocarse, por todo ello, unos codos por encima de lo corriente.

El efecto descrito se había disipado poco a poco, sin embargo, gracias a los buenos oficios del director del asilo, y si el gesto de André recobró su antiguo comportamiento tan pronto quedó fuera de la vista de dicho afable individuo, se debía a un afán de libertad fácilmente comprensible, así como a una especie de coquetería de inventor.

El reloj de péndulo del abogado dio cinco campanadas en el piso de abajo. Los golpes del badajo contra el bronce resonaban en el corazón de André como si se produjeran simultáneamente en los cuatro rincones de la habitación. Ninguna iglesia en las proximidades. Sólo el reloj de péndulo del abogado mantenía unido a André con el mundo exterior.

De roble barnizado. Una esfera redonda y lisa de metal mate. Dígitos aplicados en cobre rojo y, más abajo, una parte de cristal a través del cual se distinguía el balancín, corto y cilíndrico, terminado en una bobina que se deslizaba sobre otro vástago abultado en su centro y que formaba en su remate la torneada barra transversal de un ancla. Como buen reloj de péndulo eléctrico, no se paraba nunca, y el ancla resultaba invisible para todos. Pero André había llegado a verla, la tarde del bombardeo, a través de la puerta que había dejado abierta el abogado. En aquel momento marcaba las seis, mitad de la eternidad, y fue en aquel mismo instante cuando la bomba le sorprendió, empujándole hacia fuera con una amenazadora corriente de aire, y soplándole en la cara un aliento pestilente. Entonces huyó. Su caída por la escalera sólo se detuvo en el sótano, y once escalones perdieron en ella su pestaña de latón estriado.

Parado, una vez hubiera pasado a posesión suya, el reloj de péndulo permitiría a André echar el ancla en el tiempo.

III

La temperatura seguía subiendo y se apretaba contra el techo bajo, comprimiendo poco a poco la atmósfera respirable hasta dejarla convertida en una estrecha franja situada a ras de la puerta que daba al descansillo. Tumbado delante de su cama, en el suelo, André respiraba con largas inhalaciones el aire apenas más fresco, cuyo movimiento casi insensible pegaba pelusas de polvo a las cargadas ranuras sucias del gastado parquet. Inclinado sobre su lavabo, el grifo dejaba escapar con aspecto agobiado un hilo de agua sobre una botella de alcohol, a fin de evitar que ésta se inflamara espontáneamente. Se trataba de la segunda botella, y el contenido de la primera hervía ya en las tripas de André, derritiéndose a través de sus poros en forma de pequeños surtidores de vapor gris.

Pegando la oreja al suelo, podía él percibir de manera clara el regular sonido del reloj de péndulo, y se fue desplazando hasta situarse justamente en el cenit de éste. Con su navaja de robusta hoja, se esforzó en abrir en la madera de abeto cien veces refregada una abertura que le permitiese contemplarlo. Las vetas de la madera, más amarillas y más duras, ofrecían resistencia al filo de acero, mientras que los intervalos entre ellas, gastados por el frotamiento del cepillo, cedían con bastante facilidad. André empezaba seccionando las fibras de través, y a continuación, clavando la hoja según el hilo de la madera y haciendo palanca, conseguía desprender astillas del tamaño de una cerilla.

A través del cegador marco de la ventana abierta, llegó a sus oídos el zumbido de un avión, muy alto, como un punto brillante que huye ante el ojo semicerrado por la jaqueca sin poder inmovilizarse. No se trataba de un bombardeo. Los cañones de la Defensa Antiaérea, instalados en la extremidad del cercano puente, permanecían mudos.

Volvió a tomar la navaja.

Si hubiese un nuevo bombardeo, quizá el abogado dejaría de nuevo su puerta abierta…

IV

El abogado se arremangó, se rascó vigorosamente el pecho a través del escote de la toga, lo que produjo un ruido semejante al de la almohaza de un caballo, colocó su birrete sobre el reluciente cráneo de un balaustre que tenía al lado, y comenzó su defensa.

– Señores del jurado -dijo-. Dejemos a un lado el móvil del asesinato, las circunstancias en las que fue cometido, y también el asesinato mismo. En tales condiciones, ¿qué tienen que reprochar a mi cliente?

Sorprendidos por esta faceta del problema, que no se les había ocurrido plantearse, los miembros del jurado, un algo inquietos, guardaron silencio. El juez dormitaba, y el fiscal estaba vendido a los alemanes.

– Planteemos el problema de otro modo -dijo el abogado, muy satisfecho de su éxito inicial-. Si no se tiene en cuenta el dolor, con toda seguridad deplorable, y ante el cual inclino la cabeza, de los padres de la víctima; si se hace abstracción de la necesidad en la que se encontró mi cliente, en propia defensa, permítaseme que añada, de cargarse además a los dos policías encargados de su detención; finalmente, si no se tiene en consideración nada de nada, ¿qué queda?

– Nada -se vio obligado a reconocer uno de los miembros del jurado, que era maestro de escuela.

– Una vez sentado lo anterior, si consideramos que, desde su más tierna edad mi cliente no frecuentó más que a bandidos y asesinos, que durante toda su vida ha tenido ante los ojos el ejemplo de una vida libertina y crapulosa, que él mismo se entregó a tal género de vida y la adoptó como perfectamente normal, hasta el punto de convertirse él mismo en un disoluto, un bandido y un asesino, ¿a qué conclusión podemos llegar?

El jurado se sentía confundido ante tanta elocuencia, y el viejo con barba de la extrema derecha acechaba con sesuda aplicación la caída de los perdigones en el suelo. Pero, de nuevo, el maestro de escuela se creyó obligado a responder:

– ¡A ninguna! -y al instante se ruborizó.

– ¡Eh! ¡Cómo que a ninguna, señor! -replicó el abogado con tanta viveza que algunos trozos de cristal empezaron a caer sobre el público. (Los había comido aquella mañana.)-. Llegaremos a la conclusión de que, zambullido en un medio honorable, mi cliente no habría contraído más que costumbres honorables. Asinus asinum fricat, dice el proverbio. Pero no añade que lo contrario puede ser cierto.

El maestro buscó mentalmente durante algún tiempo qué podía ser lo contrario de un asno, y este esfuerzo le agotó tanto que se quedó completamente desmadejado y murió sin volver a levantarse.

– Ahora bien -concluyó el abogado-, lo que acabo de decirles hace un momento no es cierto. Mi cliente pertenece a una familia de reputación intachable, recibió una educación excelente, y fue por propia voluntad y con pleno conocimiento de causa como acabó con la víctima, y para robarle los cigarrillos.

– ¡Hizo bien! -exclamó el jurado con una sola voz, y después de deliberar, el asesino fue condenado a muerte.


El abogado salió del Palacio de Justicia, volvió a montar en su bicicleta para regresar a su domicilio y, al hacerlo, tomó gran cuidado en instalar directamente el trasero sobre el sillín, a fin de que el viento, al precipitarse bajo su amplia toga de casa Piguet, hiciera resplandecer ante los ojos de cualquiera sus peludos muslos, tal y como lo exigía la moda. Por debajo sólo llevaba un bloomer de tela roja, con elásticos en las piernas.


A cierta distancia de su casa, se quedó petrificado delante del escaparate de un anticuario. Un reloj de péndulo holandés ofrecía a su maravillada mirada la complejidad de una esfera múltiple en la que las fases de la luna estaban grabadas en sucesivos crecientes, para acabar floreciendo en los esplendores respectivamente negro y dorado de las lunas nueva y llena. En ella se podían leer, de igual modo, los días, los meses, las fechas y hasta la edad de su constructor, sobre el esculpido frontis.

El cliente al que acababa de defender, y en concepto de honorarios, le había legado en testamento toda su fortuna. Sabiéndose a punto de heredar, pues acababa de ser condenado a muerte gracias a sus esfuerzos, consideró que sería juicioso celebrar tan feliz día mediante la compra de aquel reloj. No se lo llevó puesto porque ya llevaba el de muñeca, y dijo que mandaría a buscarlo.

V

Un resplandor se filtraba por el pequeño orificio cuadrado del piso, e iba a aplastarse perezosamente contra el techo de André, justo al lado de la araña. La araña royó los bordes de la luminosa mancha y le fue dando poco a poco la forma de una esfera. Después se puso a dibujar los dígitos, por lo que André comprendió que estaban hablando del reloj en el piso de abajo.

Pegó la oreja al agujero y el resplandor le entró en el oído, y, con toda nitidez, oyó las palabras resonarle en los ojos, escritas con letra muy clara.

El abogado recibía a un amigo a cenar.

– Pienso vender este reloj -dijo señalando la caja del ancla, cuyo balancín sufrió un sobresalto y luego reemprendió su camino habitual.

– ¿Es que ya no funciona? -preguntó su amigo.

– A plena satisfacción. Pero hace un rato me topé con uno mucho más bonito -dijo el abogado vaciando la mitad de su vaso de vino, justamente la mitad que hasta ese momento se encontraba llena.

– ¿No bebes? -continuó volviendo a llenarla acto seguido y dando ejemplo.

– ¿Cómo es el otro? -preguntó el amigo.

– ¡Tiene hasta las fases de la luna! -prosiguió el abogado.

Después, André no pudo entender nada más, pues los de abajo habían dejado de hablar del reloj.

Se incorporó. Para no dar la alarma, había evitado encender la luz eléctrica. El resplandor que surgía del suelo fue a fijarse de nuevo sobre el techo ligeramente inclinado debido a su abuhardillada construcción.

Llena y rotunda a pedir de boca, la luna típica de los bombardeos completaba la iluminación y se agitaba un poco, pues cada vez hacía más calor.

En el lavabo, el grifo seguía chorreando encima de una botella de alcohol. André reposaba ahora sobre la cama, y el reloj de péndulo le resonaba todo lo que podía en la cabeza. El tiempo paraba a su alrededor, pero le faltaba el ancla para detenerse.

No hacía viento, no llovía, y a pesar de todas las argucias de André, la temperatura seguía subiendo como cada noche, y apretaba tan fuerte, desde el exterior, contra los cristales, que los veía combarse hacia él, inflarse, estallar uno por uno y volver a formarse a continuación, como las pompas de jabón hechas con el agua de un tazón desportillado.

Cuando uno de los cristales estallaba, se podían oír, aunque débilmente y sólo por un instante, los ruidos del exterior, los pasos de la patrulla por abajo, en la pavimentada calle, el sonido de carraca de los gatos sobre el tejado vecino, y los rumores de la TSF tras las corridas cortinas de las ventanas abiertas. Al fondo, y asomándose, podían distinguirse las manchas claras de la camisa del portero y del vestido de la portera, sentados ambos en destartaladas sillas delante de la portería. Pero había que apresurarse, pues adoptaban nuevas formas.

El chapoteo del agua del grifo disminuyó y a continuación volvió a recuperar intensidad, señal de que abajo usaban el agua. El somier metálico hacía un ruidillo muy ligero al compás de la respiración de André.

La cama se había puesto a arañar el suelo a la manera de un gato, encorvando las patas y levantándolas a continuación ligeramente una detrás de otra, y bamboleándose con un movimiento regular. El parquet amanecería completamente estropeado al día siguiente, pues las patas empezaban a hundirse paulatinamente en él. Así que, para atenuar los efectos, André se levantó y se tumbó en el suelo después de haber deslizado bajo cada una de las patas, aprovechando el instante en que cada cual se levantaba, un zapato viejo. La cama aprovechó para darse una vuelta por la habitación y alzar la pata contra la pared. Con zapatos, resultaba fácil y divertido caminar.

El amigo del abogado acababa de irse, y el abogado debía haber salido del comedor, pues ya no se podía ver el reflejo en el techo.

Sólo muy débilmente se oía el ruido de las radios y, desde algún sitio, el reclamo modulado en cinco notas de la interferencia de la BBC, y de repente se produjo en el cielo un difuso ronroneo. Un avión pasó, pero otra vez a tan gran altura que no se podía determinar con precisión su dirección.

Los minutos seguían perdiéndose en la nada, pues André no disponía aún del ancla. Un sudor frío le empapaba el cuello y los muslos cuando pensaba que muy pronto no la tendría cerca de sí.

Entonces fue cuando oyó crecer a lo lejos el griterío menor de las sirenas del municipio vecino y, unos segundos después, el ulular de la del Ayuntamiento se desataba a su vez.

La Defensa Antiaérea aún no daba señales de vida, pero dos proyectores dirigían hacia un cielo de inciertas manchas dos vagas nebulosas gigantes y nerviosas.

Rayas de luz acotaban ahora el marco de ventanas con cortinas escrupulosamente cerradas, y los inmuebles se llenaban de rumores apagados. Se pudieron oír los gritos de un niño despertado con sobresalto, y después, pasos que bajaban la escalera de manera interminable, así como la caída del portero en el sótano, fácil de reconocer por el vocabulario que utilizó. La puerta del abogado no se abría, sin embargo. Sin duda estaría durmiendo, rendido por el vino que durante la cena había ingerido en gran cantidad. La luz se apagó de pronto por todas partes a la vez.

Todavía tumbado en el suelo, André había reptado hasta la ventana y acechaba con angustia la llegada de los aviones y el ruido de la bomba que despertaría al abogado.

Se incorporó, intentó hacer correr agua del grifo, cuyo discreto chapoteo había dejado de oír, pero no obtuvo más que un ronco gorgoteo. El portero acababa de cerrar el contador en el sótano. Aun así se bebió el alcohol de la botella, que descendió en barrena por su esófago con un ronquido extraño, terminando por hacer el ruido de una bañera cuando se acaba de vaciar.

Un sentimiento humanitario le obligaba a avisar al abogado.

A tientas, en la oscuridad, volvió a quitarle dos zapatos a la cama, e introdujo con mucho esfuerzo sus pies en ellos. Se vio obligado a luchar con el lecho para conseguirlo, y una de las ruedecillas de hierro le despellejó la muñeca a lo largo de unos diez centímetros. Entonces, y disimuladamente, él le quitó dos tornillos por la parte de debajo y la cama se derrumbó, vencida, con un estrépito de chatarra muerta.

El ruido no despertó al abogado. Tendría que bajar.

Salió al descansillo, cerrando maquinalmente la puerta tras de sí, y entonces se dio cuenta de que las llaves se le debían haber olvidado en la chaqueta, sobre la silla. Se aseguró de su error hurgando maquinalmente en los bolsillos del pantalón. En ellos no llevaba más que un pañuelo y la navaja.

Cautamente, evitando hacer chirriar el segundo escalón, bajó pegado a la pared. El agujero más negro de la caja de la escalera, abismo submarino del que en cualquier momento podía surgir cualquier horror desconocido, dejaba escapar tufaradas de un olor mefítico, un relente de establo y alcantarilla. Aquella tarde habían cocido col en casa de la portera.

El timbre de la puerta del abogado estaba a la izquierda, a un metro veinte del suelo. Al primer intento, sin haber tanteado previamente, apretó a un lado.

Errando por la jamba, su mano encontró por fin el liso hueco de latón. Apretó, en su centro, la elástica protuberancia, cuyo contacto le produjo un estremecimiento.

La corriente eléctrica estaba cortada, pero quedaba una poca en los cables, y con ella bastaría, tal vez, para despertar al abogado. Para asegurarse aún más, André dio fuertes puntapiés en la puerta.

Mal cerrada por el embriagado abogado, ésta cedió a los golpes, y él se adentró en las tinieblas.

Tropezó, se pegó a la pared, y por fin llegó al comedor. Totalmente abierta, la ventana dejaba pasar una cincuentena de rayos de luna de grueso calibre, y el ancla, parada, refulgía débilmente bajo la lámina de cristal.

Entonces, el tiempo cesó por fin de escaparse, y André no oyó al abogado salir de su habitación, pues éste vivía ya en un mundo un minuto más viejo.

No le oyó, pero le vio, aunque muy lejos, y tuvo que alargar la navaja para franquear la distancia, y la vio a continuación escaparse, arrebatada por el tiempo junto con el sangrante pescuezo y el cuerpo sin vigor del abogado.

De repente, el final de la alerta impuso a la noche su acorde disonante. De un solo golpe, las luces volvieron a encenderse, y el ancla cesó de existir.

VI

La sombra del hueco de la escalera se difuminaba junto a las ventanas compuestas por trozos de vidrio multicolor contorneados con plomo.

Pesados y doloridos, sus pies le empujaban hacia la calle. Dos gatos blancos corrieron por delante de él tras surgir de un cubo de basura como la espuma surge de una botella de champaña.

El puente no estaba lejos, y la lisa superficie del parapeto convenía más a la marcha que el alquitrán descascarillado de la acera.

Entonces, la silueta del mayor, furioso por no haber aparecido en el relato, se irguió detrás de él y le agarró por el cuello. Con los hombros levantados, los brazos extendidos y la cabeza inclinada hacia delante, André gesticulaba unos centímetros por encima del parapeto, y gritaba:

– ¡Suélteme!

Pero era el único que sabía que el mayor lo había levantado en vilo, pues éste acababa de hacerse invisible. Y, para el resto del mundo, André desapareció en el río.

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