A dieciocho kilómetros del mediodía, es decir, nueve minutos antes de que el reloj dé las doce campanadas, puesto que iba a ciento veinte por hora, y ello en un vehículo automóvil, Faetón Sol se detuvo al borde de la umbrosa carretera, obedeciendo a la indicación de un pulgar apuntado hacia adelante y que era prolongación de un cuerpo prometedor.
Anaïs no se había decidido a practicar el autostop más que como último recurso, en virtud de la escasez de vil metal. La escasez concomitante y no menos efectiva de calzado explicaba su decisión final.
Faetón Sol se llamaba en realidad Olivier, y le abrió la portezuela. Jacqueline subió (Anaïs sólo era un nombre supuesto).
– ¿Vas a Carcassonne? -preguntó con voz de sirena.
– ¿Por qué no? -respondió Olivier-. Pero ¿qué carretera se debe tomar a la salida de Rouen?
En efecto, estaban muy cerca de El Havre, y rodaban hacia París.
– Yo te diré cuál -respondió Jacqueline.
Tres kilómetros más tarde, Olivier, que era de natural tímido, detuvo de nuevo su Faetón y se inclinó sobre la aleta izquierda provisto de una llave inglesa, a fin de modificar el ángulo del retrovisor.
Desde su asiento, y volviendo la cabeza a la izquierda, podría contemplar de tal modo, en sus tres cuartas partes, lo que resulta mejor que nada, a la joven sentada a su derecha, perspectiva que dibujó una maliciosa sonrisa en los labios del cerebro de Olivier, y una simple sonrisa en sus labios.
En la parte de atrás del coche iban, exactamente, el mayor, un perro y dos maletas. El mayor dormía, y las dos maletas no podían permitirse la ociosidad de hacer de rabiar al perro, sentado demasiado lejos de ellas.
Olivier colocó la llave inglesa en la caja metálica situada debajo del salpicadero, se acomodó y volvió a poner el coche en marcha.
Estaba deseando aquellas vacaciones desde el final de las precedentes, como todas las personas que trabajan mucho. Desde once meses atrás se preparaba, en efecto, para el momento, caro entre todos -sobre todo si se toma el tren-, de la huida en una mañana clara hacia las ardientes soledades de la Auvernia tropical, que se extienden hasta el Aude y no se enfrían hasta el crepúsculo. Recordaba ahora su última mañana en la oficina, el esfuerzo de colocar un pie a cada lado del teléfono y de arrojar al cesto de los papeles el taco de correspondencia recién recibida, la melosidad del aire huyendo de debajo del ascensor con un rechinar sedoso, el rayo de sol bailando delante de él, reflejado por su metálica pulsera, cuando regresaba a su apartamento en la calle del Muelle, los gritos de las gaviotas y de los pajarillos negros y grises, la animación un poco desmadejada del puerto, y el poderoso olor de la brea en el establecimiento del boticario Latulipe, su vecino de abajo.
Un carguero noruego estaba desembarcando en aquel momento un cargamento de remotos pinos cortados en maderos de tres a cuatro pies de largo, e imágenes de una vida libre en una cabaña de troncos cerca del lago Ontario recorrían el espacio ávidamente escrutado por los ojos de Olivier, que tropezó con un calabrote y se encontró sumergido en el agua enturbiada por el mazut, o por decirlo mejor, aligerada de mazut, ya que pesa menos que ella para igual volumen, y por las inmundicias del verano.
Todo eso ocurría ayer y, en el momento actual, la realidad sobrepasaba con mucho las aspiraciones más secretas de Olivier, al volante de su automóvil, y acompañado de Jacqueline, el perro, las maletas y el mayor.
Acompañado de Jacqueline, de la que Olivier todavía no conocía el nombre.
A la salida de Rouen, Jacqueline indicó la carretera adecuada a Olivier, y su gracioso gesto la hizo aproximarse a él hasta rozar con sus castaños cabellos la mejilla del joven.
Un límpido vapor transitó ante los ojos de éste. Recuperó por fin el sentido cinco minutos más tarde, y aprovechó la circunstancia para soltar el pedal del acelerador, que volvió hacia atrás a disgusto, pues desde su posición anterior podía ver un gran trecho de asfalto a través del orificio del piso.
La carretera se rebobinaba a gran velocidad alrededor de los neumáticos del coche, pero un perfeccionado sistema derivado del arrancaclavos «Super», en venta en los Almacenes Velocipedistas, la desprendía de ellos automáticamente, con lo que volvía a caer detrás en fláccidas ondulaciones, estirada por el rápido movimiento de rebobinado. Sin embargo, a veces se sobresaltaban al paso del coche, pues Olivier había dejado el escape libre, y aquellos cuyas ramas no llegaban a tocar los hilos del teléfono (caso que era el general, dada la severa poda practicada en el lado oportuno por los agentes responsables), no podían ser avisados a tiempo.
Los nidos de los pájaros, que conocían el truco desde 1898, resistían, por su parte, a las mil maravillas, y también a los sobresaltos.
Algunas nubecillas daban al cielo el aspecto de un cielo salpicado de nubecillas, lo que no dejaba de ser el caso. El sol alumbraba, y el viento desplazaba el aire, a no ser que fuese el aire en desplazamiento lo que produjera el viento, tema sobre el que se podría discutir con profusión dado que el Pequeño Larousse define el viento como «agitación del aire», y que agitación significa tanto el hecho de agitar como la situación de lo que está agitado.
De vez en cuando, una marsopa atravesaba la carretera, pero esto no era más que una ilusión.
Olivier seguía contemplando en el retrovisor las tres cuartas partes de Jacqueline. Su corazón se inflamaba de deseos más o menos turbulentos, o al menos Max du Veuzit no diría otra cosa.
Un traqueteo más violento que los anteriores (pues se habían producido algunos), sacó de repente al mayor de su letargo. Estiró los brazos, se frotó la cara con la mano ahuecada, sacó el peine del bolsillo y volvió a ponerse en orden las greñas. A continuación, extirpó su ojo de cristal de la órbita correspondiente, lo limpió cuidadosamente con la punta del pañuelo tras escupir encima de ésta, y se lo ofreció al perro, quien se negó al trueque que le proponía. Entonces se lo volvió a colocar en su sitio, y se inclinó hacia los asientos de delante para animar la conversación, hasta entonces de las más menguadas.
En efecto, se acodó sobre los respaldos, entre las espaldas de Jacqueline y de Olivier.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó.
– Jacqueline -respondió la joven volviéndose ligeramente hacia la izquierda para que la viera de perfil, lo que originó que, en el retrovisor, Olivier la viese ahora de frente.
Resultando completamente absorbido el último cuarto de su capacidad de visión por la nueva fracción de Jacqueline que el movimiento de ésta hacia el mayor le había hecho descubrir, no pudo darse cuenta a tiempo de la aparición, en la carretera, de un nuevo factor cuyo surgimiento, si lo hubiera percibido en el momento oportuno, no le habría ocasionado la carencia del reflejo necesario para evitarlo, pero como nada veía, aplastó el mencionado factor, en este caso una cabra.
De rebote de la cabra, fue a dar contra un mojón de piedra que señalaba la parte derecha de la puerta de un taller con la finalidad de permitir al chapista hacer sus pruebas, y, a causa de la velocidad adquirida, penetró hasta el centro mismo de la nave, no sin antes abandonar la aleta derecha del coche al hambriento mojón.
El mecánico se dispuso a comenzar la reparación del automóvil, y Olivier ayudó a Jacqueline a bajar por su lado, pues la portezuela derecha acababa de ser retirada ya por el chapista.
El mayor y el perro se apearon a su vez, y se pusieron a buscar un restaurante provisto, en la medida de lo posible, de bar, pues el mayor tenía sed.
De pasada constataron que la cabra, causa inicial del accidente, era fuerte como un roble, y ello debido a que era de madera de olmo, con la pelambrera pintada de blanco por el chapista, que la utilizaba como señuelo. Jacqueline la acarició al pasar por su lado, y el perro hizo pipí en una de sus patas, por simpatía.
La única venta del lugar, la de «El Tapir Coronado», presentaba un aspecto sobrecogedor. En uno de sus rincones, algunos hombres se afanaban alrededor de una especie de artesa de piedra repleta de ardientes ascuas, y uno de ellos golpeaba con violentos martillazos una pieza de hierro al rojo con forma de herradura. Cosa más curiosa todavía, un caballo con la cebadera de basta tela alrededor del pescuezo y con la pata trasera izquierda flexionada, esperaba su turno de golpear, triturando algo negro con sus robustos dientes. Tuvieron que rendirse a la evidencia: la venta estaba enfrente.
Sobre un blanco mantel les fueron servidos platos vacíos, cuchillos, tenedores, vasos y un salero-pimentero con mostacera central, a continuación servilletas y, para terminar, algo de comer. El mayor bebió una copita de matarratas, y se fue a hacer la digestión entre la alfalfa acompañado del perro.
Olivier y Jacqueline se quedaron solos bajo el cenador.
– ¿O sea que sabías -le preguntó a quemarropa- que iba a Carcassonne?
– No -respondió Jacqueline-, pero me siento muy feliz de que también tú vayas allí.
Oprimido por la dicha, Olivier perdió el aliento y comenzó a respirar como un hombre al que se está estrangulando, excepción hecha del ruido de la risa del verdugo, que faltaba.
Transcurrido algún tiempo, se recuperó y consiguió superar de nuevo su timidez. Habiendo crecido de tal modo aproximadamente media cabeza, acercó ligeramente su mano a la de Jacqueline, sentada enfrente de él.
Los pájaros, bajo el cenador, chillaban como burros y se bombardeaban con miguitas de pan y con piedrecitas verdes, ambiente de felicidad que iba embriagando paulatinamente a Olivier.
– ¿Pasarás muchos días allí? -volvió a preguntar.
– Espero que todas las vacaciones -aseguró Jacqueline con una sonrisa más que turbadora.
Olivier adelantó un poquitín más la mano, y el latido de la sangre en sus arterias contagió ligeramente su vibración al dorado vino contenido en uno de los vasos, que entró en resonancia y se quebró de repente.
Otra vez el tiempo necesario para recobrar el ánimo. Después continuó:
– ¿Vas a casa de unos familiares?
– No -dijo Jacqueline-; me alojaré en el hotel Albigenses y de la Estación, Reunidos.
Verdaderamente no tenía el cabello castaño, sobre todo cuando el sol se lo atravesaba como ahora, y las minúsculas pecas que podían verse en sus brazos tostados por la vida al aire libre -hacía también muchas otras-, daban motivo para imaginar más, y Olivier se sonrojó.
A continuación, tras volver a recuperar ánimos a manos llenas, se los puso todos en la izquierda, y colocó la derecha sobre la mano más próxima de Jacqueline, no pudiendo darse cuenta con exactitud de cuál se trataba, pues desapareció por completo bajo su gran zarpa de hombre.
El corazón le golpeaba con gran intensidad en el pecho, y preguntó:
– ¿Quién va?
Pero al instante se dio cuenta de su error, y Jacqueline seguía sin retirar la mano.
En aquel mismo momento, todas las flores florecieron a la vez, y una maravillosa melodía inundó los campos. Se trataba del mayor, que tarareaba la novena sinfonía, con coros y todo, y venía a avisarles de que el coche estaba arreglado.
A la sazón más allá de Clermont, el automóvil rodaba ahora entre dos hileras de postes eléctricos en plena floración, que perfumaban el ambiente con un delicioso aroma de ozono.
Al salir de Clermont, Olivier hizo puntería cuidadosamente sobre Aurillac, y se limitaba a seguir su propia trayectoria. Viéndose liberado de sujetar el volante, había vuelto a aprisionar con su mano derecha la mano de Jacqueline.
El mayor husmeaba con delectación el perfumado hálito de los postes, con la nariz al viento y el perro sobre las rodillas. Iba cantando un melancólico blues, intentando calcular mentalmente, al mismo tiempo, cuántos días se podrían pasar en Carcassonne con veintidós francos.
El cálculo venía a desembocar siempre en la división de veintidós entre cuatrocientos sesenta, lo que acabó por producirle jaqueca y el consiguiente desinterés respecto al resultado. Decidió, sencillamente, quedarse un mes en el mejor hotel.
El mismo viento que azotaba las fosas nasales del mayor, dispersaba los bucles de Jacqueline, y refrescaba las enrojecidas sienes del desenfrenado Olivier. Desviando los ojos del retrovisor, éste pudo ver junto a su pie derecho los encantadores zapatitos de Jacqueline, de lagarto todavía vivo con la boca cerrada con una hebilla de oro para que no pudieran escucharse sus gritos. La deliciosa silueta de sus ambarinas pantorrillas se recortaba sobre el cuero color crema de los asientos delanteros. Sería preciso mudar aquel cuero hecho ya jirones, pues la joven cambiaba de postura con bastante frecuencia, pero a Olivier el asunto apenas si le preocupaba, pues podría conservar el actual como un precioso recuerdo.
La carretera tenía que hacer en aquellos momentos grandes esfuerzos para convertirse en recta bajo las ruedas del coche. El tino de Olivier al apuntar hacia Aurillac a la salida de Clermont había sido de tal precisión, que ni la menor curva hubiera resultado concebible. Al mínimo error del asfalto, el volante giraba sobre sí mismo los grados necesarios, y volvía a imponerle la adecuada dirección, previo pago de extenuantes contorsiones. De tal manera, la carretera no pudo volver a recuperar su disposición de siempre más que hasta altas horas de la noche, originando múltiples colisiones y considerablemente estirada.
Dejaron atrás Aurillac, después Rodez, y las lindes de la tropical Auvernia se mostraron por fin ante los ojos de los tres viajeros. En los mapas, el territorio viene bautizado como Languedoc, y los geólogos no pueden equivocarse.
Desde que Aurillac había quedado atrás, Olivier ocupaba la parte posterior del coche junto a Jacqueline, y el mayor y el perro se encargaban de su conducción. Con un golpe de llave inglesa habilidosamente aplicado, el mayor había restablecido la orientación exacta del retrovisor, por lo que ahora podía consagrarse al exclusivo examen del camino que acababan de recorrer.
Poco después, las lindes de la Auvernia tropical desaparecían al mismo tiempo que la noche cerraba, pero volvieron a aparecer casi al instante: el perro acababa de manipular el interruptor de los faros.
A una hora de Carcassonne no era todavía más que medianoche, pero también fue a la hora una cuando entraron en dicha ciudad.
La habitación de Jacqueline y la de Olivier estaban reservadas desde mucho tiempo atrás, y el mayor, acompañado por el perro, encontró de su agrado introducirse en la cama de una de las sirvientas del hotel, y a continuación en la sirvienta misma. En tal punto hizo alto, y se durmió muy calentito. Volvería a cambiar de habitación al día siguiente, previa una cuidadosa elección.
Se reunieron de nuevo por la mañana alrededor de la redonda mesa del desayuno. Sentado debajo a igual distancia de cada uno de los tres, el perro se encontró de tal manera, y por vez primera, anulado, salvo en altura. Razón por la que pudo identificarse cómodamente con la pata de la mesa.
Un movimiento del mayor le obligó, no obstante, a volver a convertirse en perro. Tal movimiento consistió en salir a los jardines del hotel. Él le siguió moviendo la cola y ladrando, aunque sólo fuera por cortesía. El mayor iba silbando un stomp y limpiando su monóculo.
Solos otra vez, Jacqueline y Olivier, que se sentía intimidado por las vigas también castañas del techo, miraban cada uno para lado distinto.
El sol dibujaba a contraluz el perfil de Jacqueline sobre una de las ventanas compuestas por trocitos de vidrio, y se vio obligado a volver a empezar varias veces antes de conseguir un parecido perfecto, pero cuando lo consiguió, la cosa resultaba verdaderamente encantadora.
La lisa piel de sus mejillas contribuía a acentuar su aspecto de lozana juventud, y el rosa de té de su tez adquiría junto a sus broncíneos cabellos un matiz hasta entonces desconocido para Olivier.
Sí, los ojos claros de Jacqueline, y después morir.
Olivier estaba saboreando en lo más profundo de sí mismo un albaricoque que se acababa de tragar para degustarlo de reflujo, como lo hacen los animales provistos de cuernos. Cada vez se sentía más feliz, ¿y cómo explicar tal estado de ánimo si se hiciera abstracción de Jacqueline?
Con un ligero movimiento, ésta se levantó, echó hacia atrás su silla y le tendió la mano.
– Vamos -dijo-. Demos un paseo antes del almuerzo.
En el extremo situado frente a la estación, el mayor estaba comprando tarjetas postales. Compró por valor de veintiún francos y regaló las veinte monedas de cinco céntimos que le quedaban al perro, para que se comprara alguna tontería, con todos los tontos dentro, por supuesto.
El mayor les contempló alejarse con ternura en un ojo, y solamente cristal en el otro, como es lógico. Cogidos del brazo, sus amigos se internaron por el rupestre camino.
Ella llevaba un vestido de tela clara y sencillas sandalias de aparatosos tacones, así como su cabellera con el sol prisionero dentro, e incapaz de escapar todavía.
El mayor dio en cambiar por un slow el stomp que aún seguía silbando, y se instaló cómodamente en la terraza del café «De la Estación y de los Albigenses, Reunidos».
La rural vereda resultaba, como otras veredas rurales, agradable de recorrer acompañado. La integraban una parte de camino propiamente dicho, una parte semicamino y semicampo dividida en talud con arbustos, fosa poco profunda y talud provisto de árboles, y, finalmente, campo y más campo con todos los ingredientes deseables: mostaza, colza, trigo y animales diferentes e indiferentes.
También estaba Jacqueline con sus largas piernas y su rotundo busto subrayado por su cinturón de cuero blanco, y con sus brazos al aire, excepción hecha de dos manguitas en forma de globo, siempre dispuestas a levantar el vuelo con el corazón de Olivier colgado debajo por un fragmento de aorta lo suficientemente largo como para formar un nudo.
A la vuelta, la mano de Jacqueline sobre el antebrazo de Olivier vino a quedarse marcada, cuando ella la retiró, en tono claro sobre un fondo bronceado, pero sobre el cuerpo de Jacqueline no se distinguía ni una sola huella.
Tal vez Olivier fuese demasiado tímido.
Llegaron a la plaza de la estación cuando el mayor se levantaba para echar al correo once tarjetas postales emborronadas en un santiamén, y sabiendo que costaban diecinueve monedas de cinco céntimos cada una, fácil resultará calcular cuántas le quedaban todavía.
En el hotel, el almuerzo les esperaba.
El perro se estaba rascando las pulgas delante de la puerta de la habitación del mayor, y Olivier le pisó sin querer la cola, al salir de la suya para acudir a la llamada de la campanilla de la colación de mediodía.
El día anterior había resultado maravilloso, con un paseo en coche hasta el río. Pero el perro estaba protestando, pues solamente ahora, una vez había acabado con la pulga, disponía del odio suficiente para ocuparse de Olivier.
Y qué guapa estaba Jacqueline tumbada cerca del agua con su bañador blanco, con agua perlada en sus cabellos, con agua en forma de brillante celofán en sus piernas y sus brazos, y con agua simplemente regada sobre el trozo de arena en el que estaba tendida. Así que se agachó y golpeó amistosamente el lomo del perro, quien le correspondió con un gran lengüetazo en la mano, en señal de condescendencia.
Pero no se había atrevido a decirle esas palabras que siempre embarazan cuando se es tímido. Sí, regresó al hotel con ella, pero simplemente le dijo «buenas noches», como los días anteriores.
Ahora bien, aquella mañana pensaba decirle de una vez tales palabras. Mas en aquel momento la puerta de la habitación del mayor se abrió, y Olivier se quedó entre la hoja y la pared. Y Jacqueline, con un pijama de seda blanca escotado sobre sus firmes senos, salió de ella, cruzó el pasillo y se dirigió a la suya para peinarse y vestirse…
La puerta del mayor no podría volver a cerrarse, porque el agua salada de las lágrimas había oxidado las bisagras…