Un joven se disponía a casarse. Estaba terminando sus estudios de marmolista funerario en todos los estilos, y era de buena familia. Su padre dirigía la sección K de Calderas Tubulares y su madre pesaba sesenta y siete kilos. Vivían en el número 15 de la calle des Deux-Frères, y el papel de su comedor, desdichadamente, no se había cambiado desde 1926, y representaba naranjas de color naranja sobre un fondo azul de Prusia, lo que resulta feo. En los tiempos que corren no se hubiese puesto nada, y ello sobre un fondo de color diferente, más claro por ejemplo. Se llamaba Fidèle, y su padre Juste. Su madre también tenía nombre.
Como cada tarde, tomó el Metro para ir a clase, con una losa sepulcral debajo del brazo y sus herramientas en un maletín. A causa de la losa, acostumbraba viajar en litera a fin de evitarse las observaciones con frecuencia áridas, y capaces de estropear por tanto el pulido grano del material calcáreo, que uno se gana en los vagones ordinarios cuando va muy cargado.
En la estación de Denfert-Rocherau subió al mismo departamento un compañero de estudios, pero de la sección superior. Llevaba una losa sepulcral de mayores dimensiones, y en un capacho llevaba, además, una hermosa cruz de cuentas de vidrio violetas. Fidèle le saludó. La disciplina académica era severa, y todos los discípulos debían vestir traje negro y cambiarse de ropa interior dos veces por semana. Debían también abstenerse de actitudes fuera de lugar, tales como salir sin sombrero o fumar por la calle. Fidèle envidiaba la cruz violeta, pero el año avanzaba, y en dos meses más pasaría también él al curso superior. Entonces tendría acceso a las grandes losas sepulcrales y a dos cruces de cuentas de vidrio y una de granito que, en principio, no tenían derecho a llevarse a casa para trabajar. Dado su elevado precio, el material estaba marcado con el nombre del director del curso, pero de vez en cuando los alumnos recibían autorización para trabajar en sus propias casas determinadas combinaciones estéticas, a fin de que sacaran un provecho completo de las enseñanzas recibidas en clase. En la primera sección se estudiaban los mármoles destinados a niños de hasta trece, años, después se tenía derecho a los J-3 y, finalmente, en la tercera sección, se operaba sobre tumbas de adultos, que resultaban más interesantes y más variadas. Se trataba, por supuesto, de estudios teóricos: los conocimientos adquiridos se referían al proyecto y a la disposición de las losas. La ejecución del tallado y la realización material de la entalladura correspondían a los alumnos de la División de Realización. La Escuela disponía de una oficina de colocación y, por lo general, conseguía empleos para los alumnos que superaban las pruebas de la oposición de salidas, por parejas: un proyectista y un realizador seleccionados según sus respectivas afinidades, y después de una serie de pruebas según los métodos de la Sociedad de Transportes Parisinos. El futuro proyectista estudiaba igualmente la vertiente comercial del oficio y las relaciones con la clientela, lo que justificaba la necesidad de una perfecta corrección en cuanto a indumentaria y maneras.
Los dos condiscípulos se apearon juntos en la estación de Saint-Michel, y subieron por el bulevar. La sede social de los cursos estaba situada en las ruinas de las Termas de Juliano el Apóstata por autorización especial de los abates de Cluny, y una parte de las enseñanzas tenían lugar por la noche, al aire libre y en mitad de las ruinas, a fin de colocar a los alumnos en el estado de receptividad apropiado para el posterior afloramiento de una estética funeraria moderna y refinada.
Según se aproximaban a las ruinas, oyeron resonar el fúnebre tañido, y apretaron el paso, pues era la hora.
Las clases se interrumpían a medianoche para un recreo de una hora aproximadamente, y los alumnos aprovechaban tal momento para respirar el aire fresco de las ruinas y para divertirse descifrando las inscripciones que se encuentran sobre las losas sepulcrales hebraicas, un número imponente de la cuales se hallan en las Termas de Juliano.
También les estaba permitido, durante esos sesenta minutos de descanso, ir a tomar cualquier bebida al bar regido por los abates de Cluny Lazare Weill y Joseph Simonovitch, en el contiguo museo. La conversación de ambos hombres, fértil en enseñanzas sobre el arte de la cantería del mármol, y rica en cuanto a originales apreciaciones de toda índole, encantaba en el más alto grado al estudioso Fidèle, cuya mente no se separaba de las lápidas más que para demorarse en los contornos de una agraciada imagen: la de su prometida, Noémi.
Noémi, cuyo padre era inspector y cuya madre se conservaba bien, vivía sencillamente en un apartamento del bulevar Saint-Germain, doce habitaciones en el segundo piso. Tenía dos hermanas de la misma edad que ella, y tres hermanos de los que uno tenía un año más, razón por la que se le llamaba el hermano mayor.
A veces, Noémi acudía a pasar un instante con su prometido en el bar del Museo, bajo la paternal mirada de Joseph Simonovitch, y ambos jóvenes intercambiaban tiernos juramentos mientras bebían un Graves Ghost, la mejor especialidad de Joseph. En días normales, los alumnos de los cursos no tenían derecho más que a café solo, con una lágrima de plata, pero el reglamento solía sufrir algunas nimias infracciones sin consecuencias graves para la salud moral de los discípulos. Estos mantenían siempre una dignidad perfecta.
Aquella noche, Noémi no fue a reunirse con Fidèle. Este había quedado con Laurent, un antiguo compañero de Liceo, a la sazón interno del hospital del Hôtel-Dieu. Con frecuencia, a Laurent le tocaba guardia de noche, y acostumbraba escaparse del dormitorio cuando las necesidades del servicio no le tenían demasiado ocupado.
Laurent llegó hacia la una menos veinte. Llegaba con retraso. Poco antes habían llevado al Hôtel-Dieu a un borracho, con cinco o seis agentes custodiándolo, como de costumbre. En un primer momento, éstos no habían comprendido que se trataba simplemente de un beodo. Sin embargo, la buena fe de los agentes, que lo habían molido a palos, no podía ponerse en tela de juicio. Y como él estaba en coma, hubo que prescindir de su testimonio.
– Iba gritando «¡Viva la libertad!» -dijo un gendarme-. Y atravesó la calle por fuera de los tachones.
– Entonces fue cuando le caímos encima -continuó otro-. No se puede permitir que en un barrio de estudiantes, individuos en estado de embriaguez den mal ejemplo a la juventud.
Avergonzado, el individuo murió antes de que comenzase la operación, bajo los efectos del cloroformo, lo que había retrasado a Laurent. Por suerte, su colega Peter Gna se había ocupado del individuo, y atendía ahora el servicio.
– O sea que ¿cuándo te casas? -dijo Laurent.
– La semana que viene…
– ¿Y cuándo vas a organizar tu despedida de soltero? Se trata de una actividad deportiva para la que espero que estés preparado.
– ¡Dios mío! -dijo Fidèle-, Me imagino que la celebraré la semana que viene también.
– Sabrás -dijo Laurent- que deberías empezar a ocuparte de eso seriamente.
– Ya me estoy ocupando seriamente.
– ¿A quién invitarás?
– A ti, a Pierre y al mayor.
– ¿Quién es el mayor?
– Un amigo de Pierre. Pierre está absolutamente empeñado en que le conozca.
– ¿Y qué tiene de particular?
– Parece que ha visitado montones de cementerios, por lo que puede resultarme muy útil para mis estudios. Y, además, es un tipo muy divertido.
– ¡Bien por el mayor! -dijo Laurent-, ¿Y en cuanto a mujeres?
– ¡Oh! -dijo Fidèle extrañado-, ¡Nada de mujeres…! Considera que me casaré tres días después.
– Entonces, ¿por qué crees que se celebran las despedidas de soltero?
– Las despedidas son cosas serias -dijo Fidèle-. Y además, quiero poder ofrecerle a mi prometida lo mismo que exijo de ella.
– A saber, ¿una virginidad perfecta? -se informó Laurent.
– Por lo menos una virginidad reciente… -dijo modestamente Fidèle.
– Está bien -dijo Laurent-, ¿Entonces se tratará de una cena de varones?
– ¡Por supuesto! -aseguró Fidèle-, El miércoles por la tarde, a las siete, en mi casa.
Salieron del bar cuando sonaba la una de la madrugada. Laurent estrechó la mano de su amigo y saludó a Joseph al irse. Fidèle volvió a reunirse con sus compañeros en la cripta sur, donde tenían lugar las clases. En ella se acostumbraba exponer, asimismo, los proyectos de fin de curso. La lección comenzó. Trataba de la oportunidad de teñir de negro el balasto que se dispone entre los pies de los bojs enanos que constituyen el adorno vegetal del modelo número veintiocho, de granito, tipo de cruz en semirrelieve.
Fidèle sacó su cuaderno de apuntes y se acomodó sobre un bloque de mármol rojo fantasía.
A las cuatro, Fidèle salió con un compañero para disfrutar de un recreo de media hora entre las ruinas.
Vio que había estrellas, más o menos todas menos Betelgeuze, cuyo consumo, demasiado intenso el mes anterior, había motivado su extinción temporal. A continuación se apretó la bufanda alrededor del cuello. Del bulevar, a través de las rejas, llegaba un vientecillo, y se las arregló para permanecer en las zonas de aire en calma, detrás de los barrotes.
Después se aproximó al rincón donde están apiladas las piedras sepulcrales hebraicas, cuyos detalles les estaba permitido examinar, y se sentó en una de ellas.
Delante de él, un fragmento de bóveda, resto de la columnata, yacía enterrado a medias. Curiosamente presentaba la forma general de una ostra, perfectamente cilíndrica, con una base chata y la otra hemisférica. Fidèle intentó darle la vuelta. Lo consiguió tras mucho esfuerzo. Dos tijeretas medio dormidas, enlazadas, reposaban debajo junto a un ciempiés y a tres caramelos de menta en perfecto estado de conservación. Los saboreó uno detrás del otro, volvió a colocar la piedra en su primitivo emplazamiento, y constatando justo en aquel instante su asombroso parecido con una ostra, sacó del bolsillo un formón y, arrodillándose delante de ella, intentó abrirla.
Después de infructuosos esfuerzos, consiguió introducir el extremo del formón en una grieta lateral medio llena de tierra y musgo, ejerció una fuerza intensa apalancada y el formón se rompió. Entonces cogió otro. Desalentada, la piedra cedió. Fidèle colocó con suavidad la tapadera a su lado y examinó el interior. Sobre una capa de arena fina reposaba la fotografía de Noémi con marco de madera labrada y bajo un cristal teñido de rosa. Se puso la rosa en el ojal, tomó el retrato y luego lo volvió a dejar sobre la arena.
Noémi movió los labios y él rompió el cristal para poder oír sus palabras. Después también le dijo, a su vez, cuánto la quería.
El día despuntaba. Pronto comenzaría la última clase. Un pajarillo salió de su nido, sacudió una por una las briznas que componían éste, se agitó, se desperezó, levantó el vuelo y regresó con el desayuno, pero Fidèle ya no estaba.
El pajarillo se comió las dos raciones. Y se pasó toda la mañana enfermo.
Noémi leía en su habitación. Le acababan de llevar, también, su desayuno: una tarta de nueces y una cigala con mayonesa. Acostumbraba cuidarse el hígado, pues lo tenía sensible.
El libro narraba la vida de la muy santa Isabel de Hungría, por el señor Vizconde de Montalembert, y Noémi lloraba mucho, porque se trataba de la muerte del animoso y joven burgrave, esposo de la valiente Isabel. Sin embargo, sentía el corazón alegre y, por tal razón, cerró dicho libro y cogió en su lugar Tres hombres en una barca, mas como empezó a pensar en cosas serias de repente, decidió dejar de leer, pues hubiera tenido que levantarse para escoger una obra adecuada, ya que sobre la mesilla de noche no le quedaba más que la Guía de Teléfonos.
Para solazar su espíritu, realizó algunos movimientos de gimnasia finlandesa, que se practica sin moverse, en posición tumbada, y que consiste en la tensión y posterior distensión de determinados músculos juiciosamente seleccionados.
Se levantó finalmente, se cubrió con un vestido de tela de colores alegres, subió tres escalones, y cayó desde una altura de cincuenta centímetros en la habitación vecina, que estaba al mismo nivel que la suya. La caída le produjo un ligero esguince, por lo que se dirigió al cuarto de baño para vendarse el tobillo. Así que se sentó delante del espejo y se alisó su cabello rojo subido. Sonreía a su imagen reflejada, pero el dolor del tobillo impidió a ésta devolverle la sonrisa y Noémi, afectada, se puso a llorar. Animosamente, su reflejo se esforzó en sonreír para devolverle la calma, y todo volvió a ponerse en orden, aunque estaba ya muy ordenado.
Fidèle empezaba a preparar la recepción de sus amigos. A ella no asistirían sus padres. La presencia de éstos resultaba a veces compatible con la libertad, pero son precisamente los padres de tal especie los que por sí mismos deciden irse al cine para dejar campo libre a la juventud. Fidèle no estaba preparando una orgía, pero, sin embargo, el pudor exige ciertas restricciones verbales en la expresión de los propios sentimientos delante de las personas mayores, y Fidèle deseaba, por lo menos, describir a sus camaradas lo profuso de su felicidad mediante una bacanal fraseológica que le hacía estremecerse de antemano.
El comedor, estancia alargada y de alto techo, se prestaría cómodamente a la comida. Fotografías de sepulturas de lujo, maquetas de proyectos realizados por Fidèle, alegraban sus paredes con el retoque gris de las piedras antiguas. Pocos muebles: un largo y bajo aparador de abedul afligido soportaba dos candelabros de plata provistos de velas rojas. Una mesa del mismo tipo de madera, así como sillas de un abedul más oscuro, casi negro, que se produce en África, donde se le designa con un nombre cuya traducción literal sería ébano, sillas tapizadas con tafilete rojo. Fidèle se colocaría dando la espalda a las ventanas.
El único engorro era el papel con sus naranjas de color naranja sobre el fondo azul de Prusia, y Fidèle descolgó el teléfono y telefoneó para que fueran a cambiarlo. Deseaba naranjas azul de Prusia sobre un fondo de color naranja. Pero, pensándolo mejor decidió que un papel crudo, liso y granulado tampoco estaría mal, por lo que el empapelador colocó bandas alternativamente marfil y blanco de nata, con una cenefa de rojo intenso haciendo juego con el tafilete de las sillas, reemplazando además las fotos de las sepulturas por el retrato de Noémi, que sacó con una sonrisa cómplice de su mesa plegable de encolar.
Aquella mañana, Noémi haraganeó en la cama hasta hora muy avanzada. Sin embargo, no permanecía por completo inactiva, sino que había cogido su labor. En su cesto de mimbre barnizado había tres gruesos ovillos de lana de angora blanca y uno de lana corriente roja. Estaba terminando la parte superior de la delantera: tan sólo le quedaban catorce pasadas. Toda la mencionada delantera era de angora blanca con una raya roja horizontal cada dos pasadas, y a continuación dos nuevas pasadas de blanco. Sobre diez de estas pasadas se proponía tricotar con un telar Jacquard el nombre de su prometido. Este aparecería en tonos rojos sobre el fondo de angora blanco, fondo en el que el suave pelo lo ocultaría a medias y lo mantendría bien calentito. Para simplificar, lo escribiría con caracteres rúnicos, para lo que sería suficiente con contar, a lo largo de diez pasadas, ocho puntos del revés en blanco y dos puntos del derecho en rojo. Sería un jersey muy bonito.
Aquella tarde pensaba ir al cine con una amiga a ver la última película de Manfred Carote y de esa chica que en la cinta llevaba un jersey exactamente igual que el que ella estaba haciendo.
Había quedado a las cuatro y media en El Pájaro Verde, para no perderse el principio de la película y llegar, sin embargo, una vez terminado el noticiero, visto ya diecinueve veces aquella semana.
Aquella misma mañana, Pierre, uno de los invitados de Fidèle, se afeitó cuidadosamente y se puso una camisa limpia antes de dirigirse a su trabajo. Trabajaba como ingeniero en una empresa muy lanzada. Esperaba una llamada telefónica del mayor para indicarle la dirección de Fidèle y, en caso necesario, encontrarse con él antes de la cena a fin de hacer el trayecto en su compañía.
Por su parte, el mayor descendió a las catorce veinte de su avión especial, dejó su maleta vacía en consigna, y se llevó la de uno de sus compañeros de cola para compensar la pérdida sufrida de tal modo. A continuación llamó a grandes voces a un taxi, indicó a su conductor que tenía una mancha de tizne en la nariz, bajó a tomar el Metro y no dejó ni un centímetro para los demás, salió a las quince horas de la estación deseada, y llegó pedestremente a El Tazón de Oro y a la entrada de su hotel particular, en la calle Corazón de León.
Volvió a salir una media hora después, dejando al servicio el cuidado de hacer justicia al espantoso desorden completado en aquel tiempo récord. Se había cambiado de traje, ejecutaba molinetes con ayuda de un elegante bastón de concha rubia, y su ojo de vidrio brillaba como un faro, cegando para siempre a las escasas personas a las que distinguía con una mirada.
Entró en un café, decapitó de un bastonazo a un inofensivo consumidor, paró en seco las protestas del camarero mediante una aparatosa propina que le introdujo en la abierta boca como si se tratase de una mordaza, y se encerró con dos vueltas de llave en la cabina telefónica, cuyo piso cedió bajo su peso como consecuencia de una maniobra defectuosa del cuadrante.
El mayor se encontró así en la bodega del café, se apropió de algunas botellas escogidas que repartió por sus diversos bolsillos, y a continuación subió la escalera, salió a la calle con toda naturalidad y buscó un establecimiento más sólido.
Lo encontró, se instaló, echó una ficha en la ranura y telefoneó a Pierre.
Ayudado por Peter Gna, Laurent estaba operando su cuarto hiparion de ovario desde el principio de la jornada. Ahora iba a proceder a su fijación. El paciente reposaba sobre un caballete de tubo niquelado, especie de asnilla con forma de letra A. Su columna vertebral procuraba equilibrarse sobre la arista de la letra, y la cabeza y los pies pendían a una parte y otra de la misma, a lo largo de los dos ramales de la A. Su vientre se mantenía tenso como un parche. El dolor provocado por dicha postura hacía olvidar las crueles punzadas producidas por el hiparion. Un aparatoso reflector blanco saeteaba sobre el campo operatorio una luminosidad estridente, y el hiparion se agitaba ligeramente bajo la piel. La luz le molestaba.
– Evipán -dijo Laurent.
Peter Gna preparó la jeringa, frotó la hinchazón del enfermo con una hila de algodón embebida de alcohol, y pinchó la aguja en la azulosa y cordada vena, que estalló con un ruidito húmedo. Buscó otro lugar, y no encontrándolo, clavó con gesto decidido la punta sesgada bajo la velluda axila. El plateado líquido descendió lentamente bajo la presión del émbolo, al mismo tiempo que una pequeña protuberancia cónica se iba formando bajo el ojo derecho del paciente.
– Cuente hasta diez -ordenó Laurent a este último.
El enfermo se detuvo en el seis.
– ¡Qué raro! -dijo Peter Gna-. De ordinario no se duermen antes de los veinte segundos…
– No estoy dormido -gritó el enfermo-. Lo que pasa es que no sé seguir contando…
Y de repente se quedó dormido sobre el caballete. Su columna vertebral dejó de verse afirmada por la tensión nerviosa específicamente debida al estado de vigilia, se plegó de golpe y se amoldó al agudo perfil de la armazón tubular.
– ¿Puedes verlo? -preguntó Laurent en voz baja.
– Sí -susurró Peter Gna.
El hiparion, seriamente perturbado, intentaba escabullirse de la claridad del reflector.
– ¡Aguja! -pidió Laurent.
Peter se la pasó. Se trataba de una inmensa aguja de acero pavonado, provista de una empuñadura niquelada.
Laurent apuntó cuidadosamente y clavó la acerada aguja en la masa oscura, que cesó de moverse bajo la piel. La mantuvo clavada durante unos instantes con todas sus fuerzas. Al cabo de un momento relajó su esfuerzo.
– Ya está fijado -dijo-. Podemos operar. Pero démonos prisa, esta tarde tengo una cita a las siete en casa de un amigo.
Fidèle recibió a Pierre y al mayor en el vestíbulo, cuya puerta acababa de abrirles la criada.
– ¿No viene Laurent con vosotros? -les preguntó estrechándoles la mano.
– No, quedó en venir por su lado -respondió Pierre-, Te presento al mayor.
– Mucho gusto -dijo Fidèle-, Por lo demás, no llegáis con retraso. A Laurent le dije que a las siete y no son más que las seis y cuarto. Podremos charlar.
– Es usted muy amable al cedernos acomodo -dijo el mayor-. Podría hacernos esperar en el descansillo…
Fidèle lo tomó por una graciosa broma, y se desternilló como debía. Los otros dos le hicieron coro, y la cosa terminó con un acorde de quinta aumentada.
– Pasemos al estudio -propuso Fidèle.
Pasaron. El papel de las paredes representaba naranjas de color verde sobre un fondo violeta-malva. Un pequeño mueble bar, una mesa, una tumbona, sillones de cuero.
– ¿Zumo de uva? -dijo Fidèle.
– Fermentado y destilado para mí -especificó el mayor-, A veces se le llama coñac, otras armañac, según las regiones.
– Veo que ha viajado mucho -dijo Fidèle con admiración.
– He… -comenzó el mayor.
Los otros dos se habían sentado en el diván, vaso en mano. El mayor sentaba cátedra desde el fondo de un sillón relleno de plumón fino.
– …visto los océanos y los mares, el Nuevo y el Antiguo Mundo. El Nuevo antes, por gusto, y el Antiguo en su momento, como debe ser. He visitado también los bolsillos de buen número de mis conciudadanos, he quemado el pavimento de ciudades consideradas incombatibles y he hecho tintinear en el asfalto de las capitales el dorado extremo de las colillas que tiraba negligentemente, envuelto en algún ruso de fabricación rubaixiana, y siempre consciente de las maravillas que descubriría al día siguiente.
– ¿Y ha visitado cementerios? -preguntó Fidèle.
– ¡Los he llenado! -dijo el mayor fríamente-. Podría describiros las fosas de tierra bermeja de las Islas Bajo-el-Viento, donde los indígenas entierran a sus muertos envueltos en sudarios de pandáneas, al anochecer, cuando la luna despunta. Las vahinés, con el pecho descubierto, cantan la melodiosa letra del Himno de los Antepasados:
Oari ména
Oara Méni
Tatapi oya Tatapi
Arhuu Arhuu Oari
Ména Tatapu…
Y otras muchas letras que no os diré, pues supongo que sois cristianos. Y el brujo de la Isla quema una candela de cera virgen inclinándose ante el astro de las noches…
– ¿Y ponen losas sobre las tumbas? -preguntó Fidèle.
– Toneladas de losas -aseguró el mayor.
– ¿Esculpidas? -preguntó Fidèle.
– Completamente esculpidas -dijo el mayor.
– ¿Esculpidas cómo?
– ¡En forma de losas! -concluyó el mayor. Y después continuó-: ¿Cenaremos pronto?
– Ehhh… -dijo Fidèle-. Quizá debamos esperar a Laurent.
– Entonces, telefonéele y que se dé prisa -dijo el mayor.
– Ehh… Sí… -dijo Fidèle-. Ahora mismo voy.
Se levantó y pasó al despacho de su padre. El mayor aprovechó para probar las diversas bebidas que contenía el bar, y volvió a sentarse cuando Fidèle regresaba.
– ¿Bien…?
– Ahora mismo no puede venir -explicó Fidèle-, Acaba de ingresar una mujer con los dos ojos a la virulé y el cuero cabelludo semiarrancado. Ha sido su marido quien lo ha hecho…
– ¿Y ella no ha podido desquitarse? -preguntó el mayor.
– ¿Sabéis lo que le ha dicho a Laurent…? Pues le ha dicho: «No podía delante de la cría… Hubiese sido contraproducente…»
– ¡Esas mujeres del pueblo son a veces tan virtuosas…! -suspiró el mayor.
Le vino un hipo y le echó las culpas a su ojo con un aplomo indecente.
– Sí -dijo Fidèle-, Muy bien hecho por parte de la mujer. Laurent cree que habrá terminado dentro de un cuarto de hora.
– Bueno, eso está mejor -dijo el mayor-. Así pues, en Groenlandia…
Noémi salió del brazo de su amiga del cine Imperieux-Cujas, en el que Manfred Carote acababa de sucumbir bajo los despiadados golpes de una banda de crueles verdugos mucho mayores que él. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y su esguince le seguía doliendo un poco. La noche cerraba rápidamente, y el lluvioso viento formaba halos alrededor de las farolas eléctricas. Circulaban todavía bastantes automóviles y vehículos pesados de tracción mecánica, destinados al transporte de géneros inertes.
– Y -concluía el mayor-, lejos de conservar los muertos en perfecto estado, conviene señalar que el hielo polar los congela completamente, hasta el punto de dejarlos duros como la carne sacada de un congelador en el que, sin embargo, no llega a entrar ni una partícula de hielo. Os dejo el trabajo de explicar tal anomalía.
– ¿Los esquimales esculpen los bloques de hielo que colocan sobre esas tumbas? -preguntó Fidèle.
– No -dijo el mayor-, por la sencilla razón de que se construyen en forma de hornacina. Es decir, se retira un bloque de hielo y se mete en el hueco al cliente, y después se echa un poco de agua encima, pero de manera que no llegue hasta el borde.
– ¡Toma! ¿Y por qué? -preguntó Fidèle.
– Puede explicarse desde un punto de vista físico -dijo el mayor-. El agua que se vierte proviene de un bloque de hielo previamente retirado, y todo el mundo sabe que el hielo pierde volumen al fundirse.
– Pero -insistió Fidèle-, dado que vuelve a congelarse a continuación…
– Sí -dijo el mayor-, pero te estás olvidando de los pingüinos.
– ¡Ah! -dijo Fidèle sin acabar de comprender.
– ¡Siempre tienen sed…! -dijo el mayor-. Y no son los únicos -añadió con discreción mirando hacia su vaso.
Fidèle volvió a llenar el vaso del mayor, y éste continuó:
– Vuelve a telefonear a Laurent, querido Pierre. Debe haber terminado ya.
Pierre desapareció en el despacho, y se dejaron oír desde allá los ecos de su insistencia.
– No puede venir… -dijo.
– ¿Sigue con esa maldita mujer? -tronó el mayor.
– No, ahora es el marido. Tiene dos costillas rotas, la nariz aplastada y una fractura en el cuello del fémur.
– Afortunadamente, su esposa se contuvo a causa de la cría -suspiró el mayor-. Así que, dime -continuó volviéndose hacia Fidèle-, ¿o sea que te casas mañana…?
– Sí… -dijo Fidèle-. En el Registro Civil…
– ¿Y cómo es tu prometida…?
– Es muy linda… -dijo Fidèle-. Tiene las mejillas lisas como pórfido pulimentado, los ojos como grandes cuentas de vidrio negras, los cabellos de un rojo oscuro y peinados en forma de corona, un busto de mármol y, además, tiene el aspecto de estar aislada del resto del mundo por una pequeña verja de hierro forjado.
– ¡Sugestivo…! -apreció el mayor, mientras un escalofrío le recorría el espinazo.
Noémi era verdaderamente linda, y lo siguió siendo incluso después de que el camión la hubiera despedido contra la acera. Su cabeza resonó y sus dientes entrechocaron con violencia. Su amiga se puso a gritar. La ambulancia no llegó acto seguido, y el hospital más cercano era el de Hôtel-Dieu.
Después la transportaron sobre una camilla. Por los pasillos, las enfermeras pasaban vaciando los cubos llenos de amígdalas o de apéndices que los ayudantes de los cirujanos acababan de sacar a la puerta de las salas de operaciones. Dos de ellas jugaban con un gran balón de oxígeno con bandas rojas y amarillas. Sobre la camilla, Noémi seguía teniendo bonitos labios rojos bien dibujados, sus cabellos de color rojo oscuro y su rectilínea nariz, pero sus ojos estaban cerrados.
– Ocurra lo que ocurra -dijo el mayor-, en esta llamada vas a decirle que venga de una vez y rápidamente, porque si no yo me largo.
– Sí -dijo Fidèle-. Voy a insistir. Nos está jorobando con sus enfermos…
– …Pero es que no puedo -dijo Laurent-. Acaban de traerme a una muchacha a la que ha atropellado un camión…
– Ven en cualquier caso -dijo Fidèle-. Deja que otro se ocupe de ella.
– Escucha -dijo Laurent-. No me gustaría… Además, es muy linda…
– Me das asco -dijo Fidèle-. Lo que acabas de decir te condena. Por favor, haz un esfuerzo.
– Está bien -dijo Laurent-. Pero si el burro de Duval se la carga, será culpa tuya.
– ¡A la mesa…! -bramaba el mayor.
Y, naturalmente, la operación salió bien, pero no para Noémi, quien falleció. Y como no quedaba ni un sitio para poner su cuerpo, se avisó en seguida a sus padres para que se lo llevaran a casa inmediatamente. Ella estaba ya envuelta en una sábana, pues resulta penoso constatar los efectos del trabajo que exige una fractura de cráneo, pero a los viejos les entregaron sus cabellos. Había habido que cortarlos, pues eran demasiado largos.