Blues por un gato negro *

I

Peter Gna salió del cine con su hermana. El aire fresco de la noche, con perfume de limón, sentaba bien después de la atmósfera de la sala, pintada de azul de Auvernia, con las lógicas consecuencias. Habían visto unos dibujos animados profundamente inmorales, y Peter Gna, furioso, hacía molinetes con su chaquetón canadiense, de tal manera que se cargó a una vieja dama todavía intacta. Los olores precedían a las personas por las aceras. Iluminada por las farolas y por las luces de los cines y de los coches, la calle cabrilleaba un poco. La cosa se ponía todavía más compacta en las callejuelas transversales, y ellos torcieron hacia Folies-Bergere. Un bar cada dos casas; dos chicas delante de cada bar.

– ¡Hato de sifilíticas! -refunfuñó Gna.

– ¿Todas? -preguntó su hermana.

– Todas -aseguró Gna-. Me las encuentro en el hospital y a veces te ofrecen las nalgas so pretexto de que se las han enlucido.

Su hermana sintió un escalofrío por la espalda.

– ¿Qué significa enlucido?

– Es cuando ya no se da la reacción Wassermann -dijo Gna-. Pero eso no prueba nada.

– Y que los hombres no se desganen… -dijo su hermana.

Giraron a la derecha e inmediatamente después a la izquierda, y algo maullaba bajo la acera. Entonces se detuvieron para ver de qué se trataba.

II

En principio, el gato no tenía ganas de pelea, pero cada diez minutos al gallo emitía un chillido estridente. Se trataba del gallo de la señora del primero. Lo estaban cebando para comérselo en el momento oportuno. Los judíos acostumbran comerse siempre un gallo en determinada fecha y, hay que decirlo, éste se deja comer. El gato estaba hasta la coronilla del gallo. Si por lo menos jugase… Pero no, siempre sobre sus dos patas y haciéndose el astuto.

– Agárralo -dijo el gato, y le lanzó un buen zarpazo a la cabeza.

Esto ocurría en el alféizar de la ventana de la portera. Al gallo no le gustaba pelear, pero su dignidad… Emitió un gran cacareo y castigó los lomos del gato con un picotazo.

– ¡Cerdo! -dijo el gato-. Así que me tomas por un coleóptero… ¡Pero te haré cambiar de opinión!

Y ¡plaff!… Un cabezazo en la quilla… ¡Bestia de gallo! Nuevo picotazo en la columna vertebral del gato, y otro más a la altura de los riñones.

– ¡Ahora verás! -dice el gato.

Y le muerde en pleno cuello. Pero tiene que escupir un bocado de plumas, y antes de que vuelva a ver las cosas claras, recibe dos directos de ala y rueda hasta la acera. Pasa un hombre. Le pisa la cola al gato.

El gato saltó en el aire, volvió a caer en la calzada, evitó una bicicleta que cargaba contra él, y pudo constatar que la alcantarilla tenía una profundidad de un metro sesenta aproximadamente, con un resalte a un metro veinte de su boca, pero muy estrecho y lleno de porquerías.

III

– Es un gato -dijo Peter Gna.

Resultaba poco probable que otro animal llevara su perfidia hasta el punto de imitar la voz del gato, llamada habitualmente maullido, por onomatopación.

– ¿Cómo habrá caído ahí?

– Ese cerdo del gallo -dijo el gato- y una bicicleta subsiguiente.

– ¿Fuiste tú quien empezó? -preguntó la hermana de Peter Gna.

– No -dijo el gato-. Me provocaba gritando sin parar. Y sabe que eso me horroriza.

– No se le debe guardar rencor -dijo Peter Gna-. Van a cortarle el cuello muy pronto.

– Y harán bien -dijo el gato con una sonrisa de satisfacción.

– Está muy mal -dijo Peter Gna- que te alegres de la desgracia ajena.

– No -dijo el gato-, puesto que yo mismo me encuentro en un apuro.

Y se puso a llorar con amargura.

– Un poco más de valor -dijo severamente la hermana de Peter Gna-. No eres el primer gato que se cae en una alcantarilla.

– Pero los demás me importan un comino -refunfuñó el gato, y a continuación añadió-: ¿No querrían intentar sacarme de aquí?

– Claro que sí -dijo la hermana de Peter Gna-, Pero si vas a volver a empezar a pelearte con el gallo, no merece la pena.

– ¡Oh…! Dejaré al gallo tranquilo -dijo el gato con tono de desinterés-. Ya le he dado su merecido.

Desde el interior de la portería, el gallo emitió un cloqueo de regocijo. Felizmente, el gato no le oyó.

Peter Gna se quitó el fular y se echó cuerpo a tierra en la calle.

Todo aquel bullicio había atraído la atención de los transeúntes… y un nutrido grupo se fue formando alrededor de la boca de la alcantarilla. En él se encontraba una peripatética con abrigo de piel y con un vestido rosa tableado asomando por el escote. Olía furciamente bien. Con ella estaban dos soldados americanos, uno a cada lado. Al de la derecha no se le veía la mano izquierda, y al de la izquierda tampoco, pero es que éste era zurdo. También estaban la portera de la casa de enfrente, la fámula del cafetín de enfrente, dos rufianes con sombrero flexible, otra portera y una abuela chiflada por los gatos.

– ¡Es espantoso! -dijo la puta-. ¡Pobre animal! No puedo ver estas cosas.

Se ocultó el rostro detrás de las manos. Uno de los rufianes le alargó con galantería un periódico en el que podía leerse: «Dresde reducido a añicos; por lo menos ciento veinte mil muertos».

– Los hombres -dijo la anciana chiflada por los gatos al leer el titular- no importan, no me importan nada. Pero no puedo ver sufrir a un animal.

– ¡Un animal! -protestó el gato-. ¡Lo dirá por usted…!

Pero por el momento sólo Peter Gna, su hermana y los americanos podían entenderle, pues hacía gala de un fuerte acento inglés que tenía asqueados a los americanos.

– The shit with this limey cat! -dijo el más grande de los dos-. What about a drink somewhere…?

– Sí, querido mío -dijo la puta-, Claro que vamos a sacarlo de ahí.

– Me parece que no -dijo Peter Gna volviendo a ponerse de pie-. Mi fular es demasiado corto y no puede agarrarse a él.

– ¡Es espantoso! -gimió el concierto de voces apiadadas.

– ¡Cierren el pico! -masculló el gato-. Déjenle que piense.

– ¿Nadie tiene un bramante? -preguntó la hermana de Peter Gna.

Encontraron un bramante, pero, a todas luces, el gato no podía agarrarse a él.

– No funciona -dijo el gato-. Se me escurre entre las garras, lo que resulta muy desagradable. Si estuviera aquí el cerdo del gallo, le restregaría las napias por esta guarrería. Este agujero huele a ratas de una manera asquerosa.

– Pobre pequeñín -dijo la fámula de enfrente-. Maúlla de una forma que me desgarra el alma. Estas cosas me conmueven.

– Conmueven más que un bebé -observó la puta-. Es demasiado atroz. Me voy.

– To hell with that cat -dijo el segundo americano-. Where can we sip some cognac?

– ¡Ya has bebido demasiado coñac! -tronó la chica-. Vosotros también sois terribles… Vamos, no quiero oír a ese gato…

– ¡Oh…! -protestó la criada-. ¡Bien podría ayudar un poco al señor y la señora…!

– ¡Ese sería mi mayor deseo! -dijo la puta deshaciéndose en lágrimas.

– ¿Por qué no cierran el pico de una vez ahí arriba? -repitió el gato-. Y, además, dense prisa… Me estoy constipando…

Un hombre cruzó la calle. Iba con la cabeza descubierta, sin corbata y en zapatillas. Estaba fumando un cigarro antes de acostarse.

– ¿Qué ocurre, señora Choriza? -le preguntó a la que tenía aspecto de portera.

– Un pobre gato al que algún gamberro ha debido meter en la alcantarilla -interfirió la anciana de los gatos-. ¡Hay tanto gamberro…! Los debían tener metidos a todos en correccionales hasta que cumplieran los veintiún años.

– A los gallos es a quienes deberían meter -sugirió el gato-. Los gamberros se pasan el día entero chillando so pretexto de que probablemente el sol va a levantarse…

– Volveré a subir a mi casa -dijo el hombre-. Tengo algo que servirá para sacarlo de ahí. Esperen un minuto.

– Espero que no sea una broma -dijo el gato-. Empiezo a darme cuenta de por qué el agua no vuelve a salir nunca de las alcantarillas. Es fácil entrar, pero la maniobra inversa resulta un tanto delicada.

– No veo qué se pueda hacer -dijo Peter Gna-. Está muy mal situado, es casi inaccesible.

– De sobra lo sé -dijo el gato-. Si no fuera así, saldría por mis propios medios.

Otro americano se aproximó. Este caminaba derecho. Peter Gna le explicó la cosa.

– Can I help you? -dijo el americano.

– Lend me your flash-light, please -dijo Peter Gna.

– Oh! Yeah! -dijo el americano, y le pasó una linterna.

Peter Gna volvió a ponerse cuerpo a tierra y esta vez consiguió entrever un poco al gato. Este exclamó:

– ¡Hágame llegar ese aparatito! Parece que funciona. Es de un yanqui, ¿verdad?

– Sí -dijo Peter Gna-, Mira, voy a utilizar mi chaquetón canadiense. Intenta agarrarte a él.

Se quitó el chaquetón y lo pasó por la boca de la alcantarilla sujetándolo por una manga. Los reunidos empezaban a entender al gato. Se iban haciendo a su acento.

– Un poquito más -dijo el gato.

Y a continuación saltó para aferrarse a la prenda. Pudo oírse, en idioma gatuno esta vez, un espantoso taco. El chaquetón se le escapó a Peter Gna y desapareció por la alcantarilla.

– ¿Todo bien? -preguntó Peter Gna inquieto.

– ¡Por todos los demonios! -dijo el gato-. Acabo de golpearme el cráneo contra algo que no había visto. ¡Leñe…! ¡Siento como punzadas!

– ¿Y mi chaquetón? -dijo Peter.

– I'll give you my pants -dijo el americano, y comenzó a despelotarse para colaborar en el salvamento.

La hermana de Peter Gna le detuvo.

– It's impossible with the coat -dijo-. Won't be better with your pants.

– Oh! Yeah! -dijo el americano, y empezó a abrocharse los pantalones otra vez.

– ¿Qué hace? -dijo la puta-. ¡Es negro…! No le dejen despelotarse en la calle. ¡Qué cochino!

Imprecisas individualidades continuaban uniéndose al pequeño grupo. La boca de la alcantarilla adquiría, bajo el resplandor de la linterna, un aspecto muy extraño. El gato despotricaba y el eco de sus imprecaciones llegaba curiosamente amplificado a los oídos de los recién llegados.

– Me gustaría recuperar mi chaquetón -dijo Peter Gna.

El hombre en zapatillas se sirvió de los codos para abrirse paso. Llevaba un largo mango de escoba.

– ¡Ah! -dijo Peter Gna-, Tal vez eso funcione.

Pero al verse ante la entrada de la alcantarilla, el palo se puso tieso, y el saliente formado por la bóveda impidió su introducción.

– Sería mejor buscar la tapa de la alcantarilla y desempotrarla -sugirió la hermana de Peter Gna.

Tradujo al americano su proposición.

– Oh! Yeah! -dijo éste.

Y al instante se puso a buscar la tapa. Cuando la encontró, pasó la mano por la abertura rectangular, tiró, resbaló, soltó presa y se escoñó contra el muro de la casa más cercana.

– Ocúpense de él -ordenó Peter Gna a dos mujeres de la multitud.

Estas levantaron al americano y se lo llevaron a su casa para cerciorarse del contenido de los bolsillos de su marinera. Encontraron, en concreto, una pastillita de jabón Lux y una gran tableta de chocolate relleno O'Henry. A cambio, él les pasó una buena blenorragia que debía a una encantadora rubia a la que había encontrado dos días antes en Pigalle.

El hombre del palo se golpeó la cabeza con la palma de la mano y dijo:

– ¡Eurekato! -y volvió a subir a su casa.

– Se está burlando de mí -dijo el gato-. Escuchen ahí arriba: si no se dan un poco más de prisa, me las piro. Ya encontraré una salida.

– ¿Y si se pone a llover? -dijo la hermana de Peter Gna-. Te ahogarías.

– No lloverá -afirmó el gato.

– Bueno, pero te encontrarás con ratas.

– Me da igual.

– Está bien, lárgate -dijo Peter Gna-. Pero considera que las hay que son más grandes que tú. Y son repugnantes. ¡Ah! ¡Y no te mees sobre mi chaquetón!

– Si son tan asquerosas -dijo el gato-, la cosa cambia. En cualquier caso, la verdad es que apestan. Venga, ahora sin bromas, dejen de pisar huevos ahí arriba. Y usted no se preocupe por su chaquetón. No lo pierdo de vista.

Se estaba acobardando a oídos oídas. El hombre volvió a aparecer. Llevaba, atada al extremo de una larga cuerda, una bolsa de la compra.

– ¡Maravilloso! -dijo Peter Gna-. Con toda seguridad se podrá agarrar a eso.

– ¿De qué se trata? -preguntó el gato.

– Ahí lo tienes -dijo Peter Gna lanzándoselo.

– ¡Ah, esto está mejor! -aprobó el gato-. No empiece a tirar todavía. Voy a coger el chaquetón.

Segundos más tarde la bolsa reaparecía. El gato se había instalado cómodamente en su interior.

– ¡Por fin! -exclamó nada más salir de la bolsa-. En cuanto al chaquetón, arrégleselas. Busque un anzuelo o cualquier otra cosa. Pesaba demasiado.

– ¡Pedazo de estiércol! -gruñó Peter Gna.

Un clamor de satisfacción acogió al gato a su salida de la bolsa. Se lo pasaron de mano en mano.

– ¡Qué gato tan bonito! ¡Pobrecillo! Está lleno de lodo…

Olía horriblemente mal.

– Límpienle con esto -dijo la puta alargando su fular de seda azul lavanda.

– Se va a estropear -dijo la hermana de Peter Gna.

– ¡Oh, no importa! -dijo la puta en un arranque de generosidad-. No es mío.

El gato repartía apretones de mano a su alrededor, y la multitud empezaba a dispersarse.

– ¿Qué pasa? -dijo el gato viendo que todo el mundo se iba-. ¿Ahora que he salido ya no resulto interesante…? A ver, ¿dónde está el gallo?

– No te pongas chulo -dijo Peter Gna-. Vente a tomar un trago y no pienses más en el gallo.

Permanecían alrededor del gato el hombre de las zapatillas, Peter Gna, su hermana, la puta y los dos americanos.

– Sí, vamos todos juntos a echar un trago -dijo la puta-. A la salud del gato.

– No es desagradable la moza -dijo éste-. ¡Pero qué pinta tiene…! Bueno, en el fondo, de buena gana me acostaba con ella esta noche.

– Tranquilidad -dijo la hermana de Peter Gna.

La puta sacudió a sus dos acompañantes.

– ¡Venid! ¡Beber…! ¡Coñac! -enunció con gran esfuerzo.

– Yeah!… Cognac! -respondieron los dos hombres espabilándose al mismo tiempo.

Peter Gna marchaba en cabeza llevando al gato, y los demás le seguían. Había un cafetín todavía abierto en la calle Richer.

– ¡Siete coñacs! -pidió la puta-. La ronda es mía.

– ¡Linda y simpática sacaperras! -dijo el gato con admiración-, ¡Un poco de valeriana en el mío, camarero!

El camarero les sirvió, y todos brindaron alegremente.

– Este pobre gato ha debido acatarrarse -dijo la puta-. ¿Y si le diéramos un Viandox?

Al oír tal cosa, el gato estuvo a punto de ahogarse, y escupió coñac en todas direcciones.

– ¿Por quién me toma? -preguntó a Peter Gna-. ¿Soy un gato, sí o no?

A la luz de los tubos de vapor de mercurio del techo, podía verse ahora el tipo de gato que era: un terrible gato gordo, con los ojos amarillos y bigotes a lo Guillermo II. Sus orejas llenas de mordiscos probaban su total virilidad, y una gran cicatriz blanca, desprovista de pelos, coquetamente explotada mediante una orla violeta, le atravesaba el lomo.

– What's that? -preguntó un americano, poniendo el dedo en el lugar-. ¿Herido, señor?

– Yep! -respondió el gato-. F.F.I…

Pronunció «Ef. Ef. Ai», como debe ser.

– Fine -dijo el otro americano estrechándole vigorosamente la mano-. What about another drink?

– Okey doke! -dijo el gato-. Got a butt?

El americano le alcanzó su cajetilla de cigarrillos, sin mostrar rencor por el horrible acento inglés del gato, que creía serle agradable sacando a relucir su argot yanqui. El gato cogió la toba más larga y la prendió con el encendedor de Gna. Los demás tiraron también de cigarrillo.

– Cuéntanos lo de tu herida -dijo la puta.

Peter Gna acababa de encontrar un anzuelo en su vaso, y al instante salió a la repesca del chaquetón.

El gato se sonrojó y bajó la cabeza.

– No me gusta hablar de mí mismo -dijo-. Que me pongan otro coñac.

– Te va a sentar mal -dijo la hermana de Peter Gna.

– ¡Qué va! -protestó el gato-. Tengo las tripas blindadas. Verdadero mondongo de gato. Y, además, después de esa alcantarilla… ¡Aggg! ¡Cómo olía a ratas…!

Se atizó de un trago el coñac.

– ¡Leñe…! ¡Qué tragaderas! -dijo el hombre de las zapatillas con tono admirativo.

– El próximo, en un vaso de naranjada -especificó el gato.

El segundo americano se separó del grupo y se sentó en el alzapié del café. Puso la cabeza entre las manos y comenzó a vomitar sobre sus propios pies.

– Ocurrió -dijo el gato- en abril del 44. Venía yo de Lyon, donde había conectado con el gato de Leon Plouc, que también estaba en la Resistencia. Un gato de altura, por otra parte, que después fue detenido por la Gestapo gatuna y deportado a Buchenkateze.

– ¡Espantoso! -dijo la puta.

– No me siento inquieto por él -dijo el gato-. Se las arreglará… Una vez que nos separamos, regresé a París y, en el tren, tuve la desgracia de encontrar a cierta gata… ¡La zorra…! ¡La cochina…!

– Deberías cuidar tu vocabulario -dijo severamente la hermana de Peter Gna.

– ¡Perdón! -dijo el gato. Y se atizó un gran trago de coñac.

Sus ojos se encendieron como dos bombillas y su mostacho se erizó.

– Tuvimos que pasar una noche en el tren -dijo, estirándose con complacencia-. ¡Dios mío! ¡Cómo movía los riñones! ¡Hip…! -concluyó, pues le dio hipo.

– ¿Y qué? -preguntó la puta.

– Que eso es todo -dijo el gato con falsa modestia.

– Pero ¿y la herida? -preguntó la hermana de Peter Gna.

– El dueño de la gata tenía los zapatos claveteados -dijo el gato-, y aunque me apuntó al pompis, falló el objetivo. ¡Hip…!

– ¿Eso es todo? -preguntó la puta decepcionada.

– ¿Qué? Le hubiera gustado que me reventara, ¿eh? -sonrió el gato con sarcasmo-, ¡Vaya puta mentalidad tiene usted…! A propósito, ¿no va nunca por el Pax-Vobiscum?

Se trataba de un hotel del barrio. Para decirlo todo, de un hotel de paso.

– Sí -respondió sin disimulos la puta.

– La doncella es muy amiga mía -dijo el gato-. ¡La cantidad de desperdicios que me guarda…!

– ¡Ah! -dijo la puta-. ¿Germaine?

– Sí -dijo el gato-. Ger… ¡hip!… maine…

Se acabó el vaso de un trago.

– Me podría echar al coleto a una tricolor -dijo.

– ¿Una qué? -preguntó la puta.

– A una gata tricolor. Y también a cualquier gatito no demasiado crecido.

Se rió de manera repugnante y guiñó el ojo derecho.

– ¡O al gallo! ¡Hip!…

El gato se irguió sobre sus cuatro patas, con el lomo arqueado y la cola rígida, y se le estremeció la rabadilla.

– ¡Salud! -dijo-. ¡Me estoy poniendo cachondo…!

Embarazada, la hermana de Peter Gna se puso a hurgar en su bolso.

– ¿No sabrá usted de alguna? -le preguntó el gato a la puta-, ¿Sus amigos no tienen gatos? ¿Ni siquiera conejos?

– ¡Eres un cerdo! -respondió la puta-. ¡Delante de esta dama y estos caballeros…!

El individuo de las zapatillas no hablaba mucho, pero excitado por la conversación del gato, se acercó a la fulana.

– Qué bien huele usted -le dijo-, ¿Qué es?

– «Flor de Azufre», de la casa Viejotronco -dijo ella.

– ¿Y esto? -preguntó él poniendo la mano encima-, ¿Qué es esto?

Se había colocado en la parte que había dejado libre el americano indispuesto.

– Vamos, querido mío -dijo la puta-, compórtese.

– ¡Camarero! -dijo el gato-, ¡Una menta verde!

– ¡Ah, no! -protestó la hermana de Peter Gna-. ¡Por fin! -dijo al ver que la puerta se abría.

Peter regresaba con el chaquetón lleno de inmundicias.

– Impídele beber -le dijo su hermana-. ¡Está completamente curda!

– Espera -dijo Peter Gna-, Primero tengo que limpiar el chaquetón. ¡Camarero, dos sifones!

Colgó su canadiense del respaldo de una silla y la ensifonó copiosamente.

– ¡Fantástico! -dijo el gato-, ¡Camarero…! ¿Qué pasa con esa menta verde…? ¡Hip!… ¡Eres mi salvador…! -exclamó inmediatamente después, abrazándose a Peter Gna-. Ven conmigo, te invito a la claque.

– Tranquilo, amigo mío -dijo Peter Gna-. Vas a pescar una congestión.

– ¡El me salvó! -rugió el gato-, ¡Me sacó de un agujero repleto de ratas en el que estuve a punto de reventar!

Emocionada, la puta dejó caer su cabeza sobre el hombro del individuo de las zapatillas, que la soltó y se fue a culminar la faena a un rincón…

El gato saltó sobre la barra y vació el culo de coñac que quedaba.

– ¡Brrr! -hizo, agitando rápidamente la cabeza de derecha a izquierda-. ¡Con qué fuerza baja…! ¡Sin él -siguió gritando a continuación-, a estas horas estaría jodido, jodido…!

La puta se dejó caer sobre la barra con la cabeza entre los codos. El segundo americano la soltó a su vez y se instaló junto a su compatriota. Los vómitos de ambos se sincronizaron y comenzaron a dibujar la bandera americana en el suelo. El segundo se encargó de las cuarenta y ocho estrellas.

– ¡Ven a mis brazos… hip! -concluyó el gato.

La puta se secó una lágrima, y dijo:

– ¡Qué gentil es!

Para no ofenderle, Peter Gna le dio un beso en la frente. El gato lo estrechó entre sus patas, pero de repente aflojó presa y se derrumbó.

– ¿Qué le pasa? -preguntó con inquietud la hermana de Peter Gna.

Peter Gna sacó del bolsillo un espéculo y se lo introdujo en la oreja al gato.

– Está muerto -dijo después de mirar-. El coñac le ha afectado el cerebro. Le rezuma.

– ¡Oh! -dijo la hermana de Peter Gna, y se puso a llorar.

– ¿Qué es lo que le pasa? -preguntó, inquieta, la puta.

– Está muerto -repitió Peter Gna.

– ¡Era un gato tan lindo…! Y, además, sabía hablar… -dijo el hombre de las zapatillas regresando del rincón.

– Sí -dijo la hermana de Peter Gna.

El encargado del cafetín no había dicho nada todavía, pero parecía que por fin salía de su sopor.

– ¡Son ochocientos francos! -dijo.

– ¡Ah! -dijo Peter Gna, inquieto.

– Era mi ronda -dijo la puta, sacando mil francos de su lindo bolso de cuero rojo-. ¡Guárdese el cambio, camarero!

– Gracias -dijo el camarero-, ¿Qué debo hacer con esto?

Señalaba al gato con aspecto de desagrado. Un hilo de menta verde se iba corriendo sobre el pelaje del animal, dibujando una complicada red.

– ¡Pobre pequeñín! -sollozó la puta.

– No podemos dejarlo aquí -dijo la hermana de Peter Gna-, Habrá que hacer algo…

– Bebió más que un tonel -dijo Peter Gna-, Qué historia más tonta. Ya no podemos hacer nada.

El ruido de las cataratas del Niágara que constituía el fondo sonoro desde la retirada estratégica de los americanos, cesó de repente. Se levantaron al mismo tiempo y se volvieron a unir al grupo.

– ¡Coñac! -pidió el primero.

– ¡Dodó, pequeñín mío! -dijo la puta-. Ven aquí…

Acabó por enlazarlos a cada uno por un brazo.

– Perdónenme, dama y caballeros -prosiguió-. Me tengo que ir a acostar a mis bebés… Pobre gatito, en cualquier caso… Una velada que había empezado tan bien…

– Adiós, señora -dijo la hermana de Peter Gna.

El hombre de las zapatillas tocó amistosamente en el hombro a Peter Gna sin decir nada, con gesto de condolencia. A continuación sacudió la cabeza, aparentemente desolado, y salió de puntillas.

Evidentemente, el camarero tenía sueño.

– ¿Qué podemos hacer? -dijo Peter Gna, pero su hermana no respondió.

Entonces Peter Gna envolvió el gato en su chaquetón y salieron hacia la noche. El aire estaba frío, y las estrellas brillaban cada cual en su sitio. La marcha fúnebre de Chopin, interpretada por las campanas de las iglesias, hizo saber a la población que la una de la madrugada acababa de sonar. Con paso tardo, se fueron abriendo camino por la cortante atmósfera.

Llegaron a la esquina. Negra y ávida, la alcantarilla esperaba a sus pies. Pierre Gna abrió su chaquetón. Sacó al gato, ya completamente tieso, con precaución, y su hermana lo acarició sin decir palabra. Y después, lentamente, como a disgusto, el gato desapareció en el agujero. Este hizo «¡Glop!» y, con una sonrisa de satisfacción, la boca de la alcantarilla volvió a cerrarse.

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