CAPÍTULO 10

A las ocho en punto de la mañana siguiente, en la espaciosa habitación del segundo piso de su desvencijada casa de Weavers Street, una calle recóndita de las barriadas al norte de Brick Lane, Grimsby, encarnando el personaje de maestro, se disponía a pronunciar un discurso ante el último grupo de reclutas de la Escuela Grimsby de ladrones para Niños Huérfanos.

Caminando lentamente ante los siete niños alineados delante de él, tan sólo a falta de uno para cumplir el pedido de Smythe y librarle de las garras de Alert, Grimsby estaba complacido. Lo demostraba con una expansiva sonrisa paternal y amistosa; había aprendido hacía tiempo que los niños respondían bien a los sentimientos manifiestos: enseguida aprendían que si él estaba contento, ellos también lo estarían. De ahí que se esforzaran por hacerle sonreír.

Las mugrientas ventanas apenas dejaban entrar luz, ni siquiera en verano; ese día, con una densa niebla en la calle, una penumbra gris invadía el espacio, pero todos ellos, los niños, Grimsby y su ayudante Wally, estaban acostumbrados a trabajar a media luz. Paja Vieja y el consiguiente polvo cubría el entarimado desnudo del suelo, el polvo se arremolinaba con cada paso que Grimsby daba.

Wally, un veinteañero reservado e insulso que siempre hacía laciamente lo que Grimsby le decía, aguardaba entre las sombras junto a la escalera. Era de estatura y constitución medianas, de rasgos anodinos; un joven a quien todo el mundo olvidaba al poco de verlo. Eso, ajuicio de Grimsby, era la mayor virtud de Wally; de ahí que la víspera Smythe se lo hubiese llevado consigo en la búsqueda de su último recluta.

En la habitación, que ocupaba la planta entera, había pocos muebles. Una mesa de caballetes larga y estrecha, en la que los niños comían y en algunas ocasiones trabajaban, estaba arrimada contra una pared; los bancos guardados debajo. Los cuencos y cucharas de hojalata que usaban para comer estaban apilados en un rincón oscuro; los camastros de paja en que dormían estaban esparcidos sobre el suelo del ático de arriba, al que se llegaba por una escalera de mano.

El material de enseñanza para formar a los niños era al mismo tiempo primitivo y práctico. Cuerdas de distintos grosores colgaban de las vigas; una plétora de cerraduras y cerrojos decoraban las paredes de madera. Un tramo de verja de hierro con pinchos en lo alto se apoyaba contra una pared, junto con una reja de barrotes como las que solían proteger las ventanas. Toscos marcos de madera, todos lo bastante pequeños como para impedir que un hombre adulto pasara a través de ellos, estaban apilados un poco más allá.

Grimsby inspeccionó el equipo propio de su oficio y de pronto, deteniéndose en medio de la fila, miró a sus alumnos y les dedicó una sonrisa radiante.

– Ya he dado la bienvenida a muchos de vosotros a esta reputada institución, y hoy nos alegra acoger a un nuevo alumno en nuestro seno. -Dirigió la mirada al chico escuálido de pelo castaño que ocupaba el medio de la fila. -Aquí Jemmie es el penúltimo en unirse a nosotros. Vendrá uno más, aún hay una plaza vacante, pero todavía no ha llegado.

Grimsby se arropó con el abrigo de lana; en la habitación había corriente de aire aunque ni los niños, con sus delgadas ropas mugrientas, ni Wally parecían darse cuenta de ello.

– De todas formas -prosiguió, -vamos a dar inicio a las clases hoy mismo. El último chico tendrá que ponerse al día. Bien, ya os he dicho, a todos y cada uno de vosotros, lo afortunados que sois por tener una plaza aquí. Las autoridades os han puesto a nuestro cargo para que nos ocupemos de enseñaros un oficio.

Sonrió aún con más viveza, mirando a los rostros precavidos. Ninguno de los niños seleccionados era estúpido; los estúpidos nunca duraban más de una salida, lo cual los convertía en una mala inversión.

– Así que voy a deciros lo que vais a hacer. Trabajaréis, comeréis y dormiréis aquí. No saldréis a no ser que vayáis con Wally o, más adelante, una vez que dominéis los rudimentos y estéis preparados para entrenar sobre el terreno, con mi socio el señor Smythe. Pero antes, las lecciones que aprenderéis aquí os enseñarán cómo se entra en una casa, cómo moverse a oscuras por las mansiones de los ricos sin hacer ningún ruido, cómo descorrer cerrojos y forzar cerraduras con ganzúas, cómo gatear a través de lugares angostos y también a estar vigilantes. Aprenderéis a escalar paredes, a tratar a los perros. Aprenderéis cuanto es preciso saber para convertirse en aprendiz de ladrón.

Pasó revista a la fila de rostros atentos sin perder la afable sonrisa.

– Bien, esta escuela no está abierta siempre, sólo cuando hay puestos de trabajo para nuestros niños. No es necesario que insista en la suerte que tenéis de haber sido elegidos para formaros en un campo que os proporcionará empleo de manera inmediata. Todos sois huérfanos; tan sólo pensad en los demás huérfanos que hay en la calle luchando por un mendrugo y durmiendo en el arroyo. ¡Habéis tenido mucha suerte!

Dejó de sonreír, se encorvó y, uno tras otro, miró a los niños a los ojos.

– No lo olvidéis; recordad que habríais terminado en el arroyo igual que todos los demás huérfanos si no hubieseis tenido la suerte de conseguir un sitio aquí. -Se enderezó y, relajando el semblante, les dirigió un gesto de asentimiento. -Así que trabajad duro y aseguraros de ser merecedores de vuestra suerte. Bien, ¿qué me decís?

Se removieron inquietos pero contestaron diligentemente al unísono:

– Sí, señor Grimsby.

– Bien. ¡Bien! -Miró a su ayudante. -Wally comenzará vuestras lecciones hoy; fijaros en lo que diga, prestad atención y os irá bien. Como he dicho, una vez que hayáis captado los rudimentos, el señor Smythe, que es una leyenda en su campo, comenzará a llevaros con él a la calle para enseñaros cómo funciona todo.

Una vez más, inspeccionó los semblantes de su reducida tropa.

– ¿Alguna pregunta antes de empezar?

Para su sorpresa, tras un momento de vacilación, su último recluta levantó tímidamente la mano. Grimsby lo observó y asintió.

– Bien, ¿de qué se trata?

El niño, que no era otro sino Jemmie, se mordió el labio, tomó aire y farfulló:

– Ha dicho que las autoridades nos han enviado aquí para que nos enseñen a ser aprendices de ladrón. Pero robar va contra la ley. ¿Por qué nos enviarían a aprender algo así las autoridades?

Grimsby sonrió, no pudo evitarlo, siempre le habían gustado los niños que razonaban.

– Tu pregunta es inteligente, chaval, pero la respuesta es bien simple. Si no hubiera chicos que estudiaran para aprendices de ladrón, los ladrones no podrían trabajar, o al menos no tanto, y entonces ¿a quién darían caza los polizontes? Es un juego, ¿entiendes? -Miró a los demás rostros, consciente de que la misma pregunta había estado germinando bajo cada mata de pelo mugriento. -Es un juego, chavales, todo es un juego. Los polizontes nos dan caza pero nos necesitan. Tiene su lógica. Si no existiéramos, se quedarían sin trabajo.

Se tragaron el retorcido razonamiento sin rechistar; Grimsby vio que una luz más clara asomaba a los siete pares de ojos. Era lo natural: les aliviaba y tranquilizaba saber que su nueva vida era honorable. Sí, había honor entre los ladrones, al menos cuando eran jóvenes.

Pero tal como les había dicho, la vida era un juego; no tardarían en averiguar la paradoja que eso encerraba.

– Pues muy bien. -Sonrió afablemente una vez más. -Si eso es todo, os dejo con Wally para que den comienzo las lecciones.

Mientras el ayudante se acercaba a ellos, Grimsby fue hacia la escalera. Antes de bajar se volvió.

– ¡Trabajad duro! -los exhortó. -Y haced que me sienta orgulloso de teneros aquí.

– Sí, señor Grimsby.

Esta vez la respuesta a coro fue entusiasta. Riendo para sus adentros, Grimsby bajó ruidosamente la escalera.


– ¿Entonces no vio ni oyó nada ayer noche? ¿Ni siquiera durante la tarde?

Penelope deseaba aferrarse a alguna esperanza, pero no le sorprendió que la anciana denegara con un gesto de su cabeza canosa.

– No. -La mujer vivía al otro lado del estrecho callejón, dos puertas más abajo de las habitaciones que habían ocupado la señora Carter y Jemmie. -Ni me imaginé que ocurriera algo malo. -La anciana miró a Penelope a los ojos. -Jemmie habría venido en mi busca su hubiese necesitado ayuda. No entiendo por qué no lo hizo. No hacía mucho que se habían mudado aquí pero la señora Carter y yo nos llevábamos bien.

Penelope esbozó una sonrisa.

– Me temo que Jemmie no tuvo ocasión de ponerse en contacto con nadie. Pensamos que se lo llevaron los mismos que…

– Los mismos que pusieron una almohada en la cara de Maisie y apretaron hasta que murió. -El tono de la anciana escupía veneno. Volvió a mirar a Penelope a los ojos. -He oído decir que ese joven que la acompaña tiene que ver con los polizontes; no que él lo sea, por descontado, pero que puede hacer que se muevan. Haga que consiga que descubran a quien hizo esto; no hace falta ningún juicio, basta con que nos den el soplo. Aquí sabemos cómo ocuparnos de los nuestros.

Penelope no tenía la menor duda al respecto; pese a que no podía aprobar tomarse la justicia por la propia mano, entendía e incluso compartía la ira de la anciana. Se había topado con el mismo sentimiento una y otra vez a lo largo de la última hora que había pasado interrogando a los habitantes de aquella callejuela.

– De momento nos centramos en hallar y rescatar a Jemmie; eso debe ser lo primero. Pero cuando le encontremos, lo más probable es que descubramos quién mató a la señora Carter. -Sosteniendo la mirada de la anciana, Penelope tomó una decisión y asintió con brusquedad. -Si la policía no lo atrapa, mandaré aviso.

La sonrisa de la anciana prometía represalias.

– Hágalo, querida; le prometo que le daremos su merecido a ese mal nacido.

Penelope volvió a la acera. Miró calle arriba y vio que Barnaby conversaba animadamente con un hombre de mediana edad. Barnaby se volvió hacia ella, la vio y le indico que se acercara.

Llevada por el instinto, Penelope echó a caminar hacia él, recogiéndose las faldas y apretando el paso. El hombre con quien Barnaby hablaba parecía recién levantado. Iba despeinado y tenía cara de sueño, aunque saltaba a la vista que estaba sobrio y serio.

Barnaby se dirigió a ella cuando los alcanzó.

– Este es el señor Jenks, un trabajador por turnos. Ahora está haciendo el de noche y se marcha de aquí a las tres de la tarde.

Jenks asintió.

– Puntual como un reloj, o de lo contrarío me arriesgo a llegar tarde a la fábrica.

– Ayer -prosiguió Barnaby, -cuando salía de su casa, Jenks vio o entrevió a dos hombres entrando en casa de la señora Carter.

– Sabía que la pobre no estaba bien, así que me pareció un poco raro. -Jenks adoptó un aire abatido. -Ojalá me hubiese parado a preguntar, pero pensé que a lo mejor eran amigos. Jemmie tenía que estar en casa y no se oyó ninguna trifulca cuando entraron.

Penelope miró a Barnaby y vio que estaba aguardando a que ella hiciera la pregunta. Se volvió hacia Jenks.

– ¿Qué aspecto tenían?

– El primero era fuerte. Yo lo soy, pero él lo era más; no me gustaría tener que habérmelas con un tipo así. Duro y malo, tenía que ser, pero iba bien arreglado y no parecía que buscara problemas. El segundo era un tipo del montón. Pelo castaño, ropa corriente. -Jenks se encogió de hombros. -No tenía nada de especial.

– ¿Los reconocería si volviera a verlos? -preguntó Penelope.

– ¿Al primero? -Jenks frunció el ceño. -Sí, seguro que lo re conocería. Al segundo… -Arrugó más la frente. -Es extraño, le vi más rato que al otro pero me parece que podría cruzarme con él sin darme por enterado. -Miró a Penelope a los ojos e hizo una mueca. -Lo siento, esto es todo lo que sé.

– No se preocupe; nos ha dicho más que cualquier otro. Al menos ahora sabemos que fueron dos hombres y que uno es identificable. -Sonrió. -Gracias. Nos ha proporcionado la primera pista real.

Jenks se relajó una pizca.

– Sí, bueno, no me sorprende que nadie más sepa nada. Si fueras a hacer lo que esos dos hicieron, la primera hora de la tarde es el momento apropiado. Dudo que en toda le manzana haya más gente de la que se cuenta con los dedos de una mano cuando me marcho a trabajar; todo el mundo anda por ahí ocupado en sus cosas, nadie se queda en casa pendiente de lo que pueda pasar.

Barnaby asintió.

– Fueran quienes fueran, sabían lo que se hacían.

Penelope reiteró su agradecimiento. Barnaby dio las gracias a su vez, y luego emprendieron el regreso hacia Arnold Circus.

– Ya está. -Barnaby echó un vistazo al callejón. -He preguntado a todos los de este lado. He dejado a Jenks para el final porque me dijeron que estaba durmiendo.

– Y yo he preguntado a todos los del otro lado, sin ninguna suerte. -A la altura de la puerta de la señora Carter, Penelope se detuvo, la miró y suspiró. -¿Y ahora qué? -Miró a Barnaby. -tiene que haber algo más que podamos hacer; algún otro lugar, otra manera de buscar una pista.

Él le sostuvo la mirada un instante y luego enarcó una ceja.

– ¿Quiere saber la verdad?

Frunciendo levemente el ceño, ella asintió.

– Pues aquí no podemos hacer nada más. Hemos hablado con todo el mundo y averiguado cuanto cabía averiguar. Esa es la verdad, tenemos que seguir adelante, avanzar hasta que demos con algo.

Penelope miró en derredor y sus ojos se posaron de nuevo en la puerta tras la que debería estar Jemmie.

– Tengo la sensación de haberle fallado. Y todavía más a ella. Le pije que velaría por su seguridad, y se lo prometí. -Levantó la vista, miró a Barnaby y vio su comprensión. -Una promesa a una madre agonizante sobre la seguridad de su hijo. ¿Qué valor cabe atribuir ahora a eso? No puedo, simplemente no puedo dormir con este cargo de conciencia. Tiene que haber algo más que yo pueda hacer.

Él torció los labios pero no sonrió. Tomándola del brazo, enfilaron de nuevo la calle.

– No eres la única implicada. Yo también hice una promesa, y fue al propio Jemmie. Y sí, lo entiendo, tenemos que rescatarlo y llevarlo al orfanato, que es donde debe estar.

Penelope se vio alejándose de la puerta, obligada con tiento por Barnaby, que le sostuvo la mirada cuando ella levantó la vista.

– Hice otra promesa, si lo recuerdas. Y te la hice a ti. Te prometí que encontraría a Jemmie, y tengo intención de cumplirla, del mismo modo en que ambos, tú y yo, mantendremos las promesas que hicimos a Jemmie y su madre. Pero no podremos cumplirlas si nos distraemos actuando sólo por hacer algo que nos tranquilice la conciencia. Tenemos que actuar, es verdad, pero debemos hacerlo racionalmente, con lógica y sensatez. Sólo así se vence al villano y se rescata al inocente.

Penelope escrutó su semblante y luego miró al frente porque ya llegaban a la nublada y bulliciosa Arnold Circus.

– Logras que parezca muy sencillo.

Barnaby la condujo hacia donde aguardaba su coche de punto.

– Porque es sencillo, lo que no significa fácil. En cualquier caso, es lo que debemos hacer. Tenemos que dejar los sentimientos a un lado y centrarnos en nuestro objetivo.

Penelope soltó un bufido; le habría encantado discutir, simplemente por lo atormentada que se sentía, pero Barnaby tenía razón. Él le abrió la portezuela y la ayudó a subir. Ella se acomodó en el asiento y aguardó a que él se sentara a su lado y el carruaje arrancara antes de decir:

– De acuerdo. No cederé ante mi conciencia, al menos no lo haré obrando impulsivamente. De modo que pregunto: ¿cuál es el siguiente paso sensato, lógico y razonable?

Su tono fue insolente pero Barnaby se alegró; que se insolentara con él indicaba que no se dejaba abrumar por la situación. La mirada perdida que había visto en sus ojos cuando miraba la puerta de los Carter lo había entristecido, tanto más cuanto que comprendía cómo se sentía. Pero había pasado por momentos iguales o peores en otras investigaciones; sabía cómo seguir adelante.

– Hay que contar a Stokes lo que hemos averiguado. Puede que no sea gran cosa pero sabrá sacarle el mejor partido. La descripción que nos ha dado Jenks no es muy buena pero quizá sirva para que algún sargento ate cabos.

Era casi mediodía. Había dado instrucciones al cochero para que los llevara de regreso a Mayfair. Como ya habían pasado antes por el orfanato, no había necesidad de volver.

– Iremos a comer algo y luego a Scotland Yard.

A su lado, Penelope asintió.

– Y una vez que hayamos visitado a Stokes, deberíamos referir las novedades a Griselda sin más dilación.


Stokes había tenido la misma idea. Llegó a la tienda de St. John's Wood High Street poco después de las dos.

Esta vez las chicas le recibieron sonrientes. Una corrió de inmediato a informar de su presencia a la señorita Martin.

Griselda descorrió la cortina con una sonrisa en los labios.

El inspector la correspondió, a su juicio con bastante soltura, pero ella pareció percibir la tensión que latía en su fuero interno. Se puso seria; ladeó la cabeza, invitándole con los ojos.

– Entre, por favor.

Pasando junto a las chicas, la siguió a la cocina, dejando que la cortina se cerrara a sus espaldas. Igual que la vez anterior, la mesa estaba cubierta por montones de plumas y cintas; un sombrero a la última moda, aún sin acabar, ocupaba el espacio central.

– La he interrumpido -dijo Stokes.

Ella lo miró frunciendo el ceño.

– ¿Qué ha ocurrido?

El la miró a los ojos y luego lanzó una mirada a la cortina. Si no tiene inconveniente, preferiría que habláramos arriba.

– Por supuesto. -Rodeó la mesa hacia la escalera. -Subamos. La siguió por el estrecho tramo, procurando, sin demasiado éxito, no fijarse en el meneo de sus caderas. Griselda cruzó la sala hacia la butaca que obviamente prefería, indicándole que se sentara en la otra.

Dejándose caer en ella, Stokes suspiró; cuando estaba allí, con ella, se sentía literalmente como si le quitaran un peso de los hombros. En respuesta a sus cejas enarcadas, dijo:

– Creo que Adair y la señorita Ashford mencionaron que habían encontrado a un niño en circunstancias similares a las de los desaparecidos, pero que como a su madre, a decir de todos, aún le quedaba bastante tiempo de vida, se consideró innecesario poner la casa bajo vigilancia permanente.

Griselda negó con la cabeza.

– ¿Ha ocurrido algo malo?

Apoyando la cabeza en el respaldo, Stokes cerró los ojos.

– Anoche supimos que habían hallado muerta a la madre, asesinada, y que el chico ha desaparecido.

Griselda masculló algo para sus adentros.

– ¿En el East End?

– Cerca de Arnold Circus. -Observó que ella arrugaba la frente. -¿Porqué?

Griselda apretó los labios. Al cabo de un momento, dijo:

– El East End es en muchos aspectos una ciudad sin ley, pero allí se encargan de los suyos. Hay ciertos límites que nadie traspasa, y matar a una madre para robarle el hijo es uno de ellos. Nadie va a estar contento con esto; si alguien tiene información que dar, lo hará de buena gana.

– Así pues, si preguntamos, ¿nos la darán?

Griselda sonrió con cinismo.

– Los policías pueden contar con toda la ayuda que quepa dar.

Stokes le estudió el semblante.

– No parece tener plena confianza en que esa ayuda baste.

– Porque no la tengo. Quizás haya información suficiente para indicar quién se llevó al niño, pero hallar al villano y rescatar al niño será harina de otro costal. -Y agregó: -Todavía quedan cinco nombres en su lista. Es posible que uno de esos cinco sea el maestro que está raptando a los niños. El modo más rápido que tengo de ayudarle a usted y los demás es hacer indagaciones acerca de esos cinco nombres.

Sonó la campanilla de abajo. Griselda se levantó y ladeó la cabeza, aguzando el oído. Stokes se puso de pie. Ella lo miró.

– La señorita Ashford y Adair. -Se asomó a la escalera. -Sí, Imogen, ya lo sé. Por favor, diles que suban.

Un instante después apareció Penelope seguida por Barnaby. La joven abrió mucho los ojos al ver a Stokes.

– ¡Conque aquí está! Hemos ido a Scotland Yard pero había salido.

El inspector se sonrojó levemente.

– Pasé más tiempo del previsto en Liverpool Street. -Miró a Barnaby. -Hemos alertado a todos los puestos de policía de Londres, dándoles la descripción de Jemmie. Todos los miembros del Cuerpo pronto sabrán que lo buscamos; si le ven por la calle, hay posibilidades de que lo rescaten.

Barnaby hizo una mueca.

Por desgracia, si lo han secuestrado para llevarlo a una escuela de ladrones, es poco probable que ande por las calles; al menos hasta que lo envíen a trabajar.

Y una vez que el niño participara en un delito, liberarlo del enmarañado sistema legal no sería tarea fácil.

Griselda les indicó que tomaran asiento. Así lo hicieron, todos muy serios, por no decir abatidos. Barnaby miró a su amigo.

– Hemos hablado con todos los vecinos de la calle. Tuvimos un golpe de suerte. -Explicó lo que Jenks había visto.

Stokes asintió.

– No es un gran punto de partida, pero algo es algo. Encaja con la hora en que el médico piensa que la mataron, de modo que lo más seguro es que todo fuera obra de los mismos sujetos. -Reflexionó unos instantes y agregó: -Pasaré por Liverpool Street en el camino de vuelta y haré que también hagan circular esa descripción. Ninguno de los dos hombres resultará reconocible si va solo, pero juntos… La descripción puede ser más útil de lo que parece.

– Cierto -dijo Barnaby, -pero empieza a ser urgente que encontremos a esos niños. Que nosotros sepamos, tienen a cinco, pero podrían ser más; niños de quienes nada sabemos. No podemos limitarnos a aguardar a que llegue información.

– Eso es precisamente lo que estaba señalando cuando ustedes han llegado -terció Griselda. -Tengo intención de visitar a mi padre mañana para ver si se ha enterado de algo más acerca de los cinco nombres que aún tenemos en la lista. Será lo primero que haga. Luego, según lo que me cuente mi padre, iré a preguntar por ahí para ver si me entero de algo más concluyente. -Miró a Stokes. -Cuando crea que tengo las señas de la escuela, mandaré aviso.

– No será preciso que lo haga; estaré con usted. -Griselda abrió la boca pero Stokes levantó una mano. -Como ya dije en su momento, si va a llevar a cabo trabajo policial que pueda acarrear algún riesgo, lo cual está claro que es así, yo también debo estar presente.

La sombrerera entornó los ojos pero luego inclinó la cabeza.

– Muy bien.

– Nosotros también iremos. -Penelope se incorporó en el sofá. -Así las pesquisas serán más rápidas…

– No. -Barnaby le puso una mano en el brazo. Cuando ella se Volvió, le sostuvo la mirada. -Tiene que encargarse de otra vía de investigación. -Visto que se quedó perpleja, agregó: -Los archivos, ¿recuerda?

Penelope pestañeó.

– Oh. Sí, claro. -Miró a Stokes. -Me había olvidado.

El inspector frunció el ceño.

– ¿Qué archivos?

– Los del orfanato. ¿Recuerdas la idea de tender una trampa usando como cebo a un niño que diera el perfil y cuyo tutor estuviera a punto de morir? -Stokes asintió y Barnaby prosiguió: -Ese plan fracasó porque el único niño así en los archivos era Jemmie, pero resultaba que su madre no iba a fallecer hasta dentro de unos meses. No obstante -su tono se endureció, -habida cuenta de lo que ha ocurrido con Jemmie, cabe deducir que la necesidad de niños es apremiante, al menos lo bastante para que no vacilen en poner un final prematuro a la vida de los tutores enfermos.

La expresión de Stokes se avivó.

– De modo que si encontráis a otro niño con la constitución adecuada, con un tutor enfermo que se espera fallezca en un futuro no lejano, hay una posibilidad… -Hizo una pausa, reflexivo, y luego se dirigió a Penelope. -Si encuentra un chico que cumpla esas condiciones en el East End, le garantizo que la policía lo mantendrá a salvo. Montaremos un dispositivo de vigilancia permanente, si esos malhechores se presentan en su casa, los pillaremos con las manos en la masa. Aunque yo mismo tenga que montar guardia.

Penelope reparó en el compromiso que ardía en los ojos de Stokes; miró a Griselda, en quien vio una versión más apaciguada del mismo y, de repente, se sintió mucho mejor. Incluso estuvo dispuesta a dejar que los demás hicieran las pesquisas mientras ella se abría camino entre montañas de carpetas.

Barnaby suspiró.

– ¿Cuántas carpetas hay?

Penelope lo miró.

– Ya vio el último lote; multiplíquelo por diez.

Él miró a Stokes.

– Quizás obtendríamos una mejor división del trabajo si yo ayudara a Penelope a revisar el archivo. Si hallamos un candidato probable, mandaré aviso.

Ella entrecerró los ojos, mirando primero a Stokes y luego a Barnaby, preguntándose si todo era fruto de su imaginación o si realmente había tenido lugar alguna otra comunicación en ese intercambio de palabras.

Fuera como fuese, ahora tenían una tarea encomendada. Dejando a Stokes y Griselda planeando cuándo y dónde encontrarse, bajaron a la tienda y salieron a la calle.

Una vez más tuvieron que ir hasta la esquina de la iglesia para encontrar un coche de punto. Al pasar por el sitio donde habían tenido el altercado la tarde anterior, el sitio donde él la había besado, la invadió una oleada de escrúpulos. Sintió un cosquilleo en la piel, sensibilizando tentadoramente todas sus terminaciones nerviosas.

Para empeorar las cosas, un caballero eligió ese momento para recorrer el mismo trecho de acera en dirección opuesta. Al acercarse, Barnaby la apartó hacia un lado; su mano firme y grande abrasando su espalda, su cuerpo un escudo interpuesto entre ella y el desconocido.

Penelope se mordió el labio y se obligó a no reaccionar. Ese simple contacto era un acto instintivo, algo que todo caballero como él hacía en compañía de una dama como ella. Por lo general no significaba nada… aunque para ella sí. Esa cortesía quizá fuese normal y corriente, pero no era de las que los caballeros solían prodigarle. Normalmente ella no lo permitía porque olía a protección y sabía de sobra a qué conducía eso.

Prosiguieron hasta doblar la esquina y Barnaby apartó la mano. Levantando la cabeza, ella soltó el aire retenido en los pulmones. No iba a decir nada, no iba a llamar la atención sobre el perturbador efecto que le producían tales atenciones. Si bien a tenor de la discusión de la víspera podría preguntarse si Barnaby lo estaba haciendo a propósito, a fin de debilitar su resistencia, Penelope no tenía ninguna prueba de ello; sin duda resultaría irracional que protestara sobre tan endeble fundamento.

Él levantó un brazo y paró un coche de punto. Aguardando a un lado, lo miró de soslayo. Otra razón por la que no iba a decir nada era que le necesitaba para ayudarla a rescatar a Jemmie.

Ése era el primer y más importante factor, e invalidaba cualquier gazmoña necesidad de guardar las distancias con él. Tras lo acontecido durante las últimas veinticuatro horas, cortar todo contacto con aquel hombre era sencillamente imposible.

Cuando el carruaje se detuvo y Barnaby le ofreció la mano, ella posó con calma sus dedos en loe suyos y permitió que la ayudara a subir.

Arrellanándose en el asiento al lado de ella, Barnaby no tuvo ninguna dificultad en disimular su sonrisa. Penelope podía ser tan transparente como el cristal, al menos en cuanto a la reacción que le suscitaba el contacto con él, pero Barnaby no era tan idiota como para dar nada por sentado, vista la indómita voluntad de aquella joven. Era una joven veleidosa y avispada; para conseguirla tendría que jugar con mucho tino y mano izquierda.

Por suerte, se crecía ante los retos.

El carruaje circulaba deprisa hacia Mayfair. Al cabo de un rato, el inusitado silencio de Penelope se hizo notar. Barnaby la miró; tenía el rostro medio vuelto hacia la ventanilla, pero lo que alcanzó a ver de su expresión reflejaba serenidad… lo cual significaba que estaba planeando algo.

– ¿Qué pasa?

Penelope lo miró; como no se molestó en preguntar a qué se refería, Barnaby supo que había interpretado correctamente su expresión abstraída. Se demoró un poco antes de responder.

– Jemmie está ahí fuera, en alguna parte, desamparado, y probablemente tenga miedo. Me inclino por no aguardar a mañana para comenzar a buscar al próximo niño que tal vez vayan a secuestrar. Tú mismo lo has dicho: está claro que tienen cierta urgencia por hacerse con más niños; no podemos permitirnos desperdiciar ni una hora. -Lo miró de hito en hito. -Por desgracia, me he comprometido a acompañar a mi madre a una velada musical esta noche. -El ligero arqueo de una ceja repitió la sugerencia de su tono.

En vez de mostrarse demasiado ansioso por aceptar sus plañe… Barnaby volvió la vista al frente y suspiró.

– Me reuniré contigo allí y luego nos escabullimos. Sabe Dios que nadie se fija en quién está o deja de estar presente una vez que comienzan los maullidos, pero tendremos que estar pendientes del reloj y regresar antes de que termine el espectáculo.

Con el rabillo del ojo, vio que Penelope quitaba importancia al asunto con un ademán.

– No hará falta. -Con una sangre fría equiparable a la de él, si guió mirando por la ventanilla. -Me entrará dolor de cabeza y diré que me acompañas a casa. Mamá no montará un escándalo. Me aseguraré de que tampoco vaya a ver cómo me encuentro cuando vuelva a casa, y Leighton no cierra la puerta con llave hasta que me ve entrar.

Volvió la cabeza y lo miró.

– Una vez nos hayamos ido de casa de lady Throgmorton, podemos pasar toda la noche revisando el archivo.

En lo que a proposiciones sobre cómo pasar la noche atañía, Barnaby las había oído mejores, pero aquella propuesta le permitiría promover su causa, tanto con ella como en el rescate de Jemmie Carter.

Asintió y dijo:

– Así pues, quedamos en casa de lady Throgmorton a las ocho en punto.


Hacia las nueve menos cuarto de esa noche estaban sentados en el despacho de Penelope en el orfanato, rodeados de carpetas. Montones de carpetas. Barnaby contemplaba las pilas en precario equilibrio.

– Tiene que haber un modo más rápido.

– Por desgracia no es así.

– ¿Qué me dices de las carpetas que ya hemos revisado? Tampoco es que hubiera tantas.

– Esas eran de niños cuyos tutores tenían una esperanza de vida muy corta; en el caso de la señora Carter, su salud mejoró, pero yo ya había efectuado la visita reglamentaria, de ahí que me acordara de Jemmie.

Sentada a su escritorio, Penelope revisaba las carpetas -había más de cien- que la señorita Marsh había reunido en montones.

– Éstas son las carpetas de todos los niños registrados como posibles candidatos a venir aquí en el futuro. Vendrían a ser como nuestra lista de espera sin cribar. Las carpetas que vimos, unas pocas docenas, si te acuerdas, constituían la lista de admisiones inminentes.

Barnaby cogió una carpeta del montón más cercano y se puso a hojearla.

– Estas carpetas son mucho más delgadas.

– Porque sólo contienen el registro inicial y, como mucho, una nota. Aun no hemos hecho el seguimiento, ni el informe médico, nada… Y tampoco he visitado a las familias, ni la señora Keggs, de modo que no contamos con una descripción física del niño que nos sirva de guía.

Barnaby adoptó una expresión precavida.

– ¿Qué estamos buscando exactamente?

– A un niño de entre siete y once años, de quien se sepa que no tardará en quedar huérfano. -Iba contando los aspectos a tener en cuenta con los dedos. -Tiene que vivir en el East End. Y debemos comprobar si hay alguna nota acerca del tutor. -Lo miró a los ojos. -Me figuro que si pueden elegir, esos villanos preferirán un tutor al que puedan reducir fácilmente.

– Es una suposición razonable.

– Pues muy bien. -Contempló un momento las carpetas y luego le miró. -¿Qué tal si elaboramos un plan de ataque?

– Por favor.

– Trabajemos progresivamente, siguiendo los aspectos definidos por orden: tú empiezas y compruebas si cada carpeta corresponde a un niño o una niña. Las niñas a un lado, los niños para mí. -Inclinándose, señaló la esquina superior derecha de la carpeta que había vuelto a abrir. -¿Lo ves ahí? ¿Niño o niña?

– Niño. Esta para ti.

Lanzó la carpeta sobre el escritorio delante de ella y cogió la siguiente.

– Yo comprobaré la edad y la dirección. -Alcanzó la carpeta que él le había lanzado y la abrió. -East End o no. -Frunció el ceño y levantó la vista. -¿Te parece probable que extiendan su radio de acción fuera del East End?

– Es posible -dejó caer la segunda carpeta al suelo junto a su silla, -pero sólo si no encuentran a un niño adecuado en su propia zona. -Cogió la carpeta siguiente. -Los villanos tienden a ceñirse a barrios concretos que convierten en territorios de sus nefandos propósitos.

Penelope asintió y comprobó la dirección de la carpeta que tenía abierta. Paddington. La cerró y la dejó caer al suelo al tiempo que Barnaby le pasaba otra.

Establecieron un ritmo silencioso mientras la casa se iba acallando en torno a ellos. A su llegada, los niños mayores aún estaban despiertos y el personal andaba de aquí para allá supervisándolos y acostando a los más pequeños. Ruidos propios de una familia bulliciosa, multiplicados de manera notable, resonaban por los pasillos. Pero a medida que el reloj de encima del armario marcaba el inexorable paso del tiempo, todos esos ruidos fueron menguando, dejando sólo los secos crujidos del papel y el ocasional palmetazo de una carpeta descartada como única puntuación en el silencio reinante.

Cuando el reloj sonó, Penelope levantó la mirada y vio que eran las once y media. Con un suspiro, dejó caer la última carpeta a descartar del último montón y se quedó contemplando, igual que Barnaby, la reducida pila que quedaba encima de su cartapacio.

Estiró los brazos para desentumecerse la espalda.

– Quince.

Quince niños del East End, entre los siete y los once años, estaban registrados como huérfanos en potencia.

Barnaby echó un vistazo a las carpetas descartadas.

– Jamás hubiese imaginado que hubiera tantos niños huérfanos. Levantó la vista hacia Penelope. -No podéis albergar a todos éstos aquí.

Ella negó con un ademán.

– Nos gustaría, pero no es posible. Tenemos que elegir. -Al cabo de un momento, agregó: -Da la casualidad de que basamos nuestra decisión en algunas de las características que buscan esos villanos: agilidad mental y, si es posible, también física. La talla no la tomamos en cuenta pero, sabiendo que tenemos que elegir, hace tiempo decidimos admitir sólo a los niños que puedan sacar más provecho de las oportunidades que les ofrecemos.

– Y eso significa mente despierta y buena salud. -Cogió la primera carpeta de las quince restantes. -De modo que ahora intentaremos hallar alguna indicación sobre el estado de salud del tutor.

Aunque sólo tuvieran que evaluar quince carpetas, les llevó tiempo; tuvieron que leer no sólo lo que estaba escrito sino también, en cierta medida, entre líneas.

Al final, el montón quedó reducido a tres carpetas. Tres niños que ambos convinieron en que eran los únicos objetivos probables entre todas las carpetas que se habían leído.

Con las manos cruzadas sobre el escritorio, Penelope miraba las tres carpetas.

– Me sigue preocupando que haya otros niños que no estén registrados. -Miró a Barnaby. -¿Y si los villanos van por ellos y deán a estos niños en paz? -pregunto, señalando las carpetas con la bartilla.

Él hizo una mueca.

– Es un riesgo que tendremos que correr. Pero hasta ahora habéis perdido a cinco de vuestros candidatos registrados; es probable que estos niños estén, o acaben por estar, en el punto de mira de esos villanos. -Hizo una pausa y añadió: -Debemos darlo por supuesto si seguimos adelante con nuestro plan. No tenemos ninguna certeza pero es lo mejor que podemos hacer.

Penelope estudió sus ojos como descifrando su sinceridad y luego asintió.

– Tienes razón. -Miró las carpetas de nuevo y suspiró. -Aquí no hay nada que nos diga si los niños cumplen los requisitos físicos. Puede que sean demasiado corpulentos o torpes o… mañana tendré que visitarles para comprobarlo.

El reloj dio la hora: la una de la madrugada.

Barnaby se levantó, rodeó el escritorio, le tomó la mano y la puso de pie.

– Iremos juntos mañana temprano y así sabremos más sobre ellos.

Alargando el brazo, apagó la lámpara de sobremesa que habían puesto a tope para disponer de luz suficiente para leer. Luego, cogiéndole las dos manos, la volvió hacia él.

– Hemos llevado a cabo todo lo que podía hacerse esta noche en ese frente.

Penelope percibió el cambio de rumbo de su tono. Abrió más los ojos, escrutando los suyos.

– ¿Qué…?

Él la atrajo hacia así, agachó la cabeza y borró la confusión de sus labios con un beso. Los saboreó, dejando bien claro cuál era el tema que ahora se proponía investigar: ella. Sus labios, su boca, su lengua, la exquisita sensación de tenerla entre sus brazos, lo bien que se amoldaba a su cuerpo…

Había previsto cierta resistencia; en cambio, lo único que advirtió fue un instante de perplejidad, como si la mente de Penelope se hubiese paralizado.

Entonces sus labios, ya separados cuando él los había cubierto, se endurecieron debajo de los suyos, pero no trató de cerrarlos para rechazarle, sino que correspondió al beso. Con firmeza, sin vacilación esta vez.

Con ese súbito cambio de táctica, él se encontró siguiéndola en vez de llevándola. Luego las manos de ella, apoyadas contra su pecho, se deslizaron por sus hombros hasta meterse bajo sus rizos y acariciarle la nuca. Él tuvo que esforzarse para contener un escalofrío, sorprendido de que un gesto tan simple de aquellos gráciles dedos pudiera resultar tan excitante.

Entonces ella se arrimó más a él y Barnaby tembló.

Penelope se estrechaba contra él y cedía su boca; y Barnaby perdió contacto con el mundo inmediato, transportado en un santiamén a un lugar donde no existía ningún dique de contención para su naturaleza primitiva.

La atrajo hacia sí con brusquedad, espoleado por la calidez que le ofrecía su boca y la licenciosa acometida de su lengua. Correspondió a cuanto ella le ofrecía y, de manera ostensible y flagrante, amoldó los labios de ella a los suyos.

Penelope emitió un leve sonido; no un gemido, un sollozo o un jadeo, sino una combinación de los tres, un sonido de aliento que Barnaby interpretó sin dificultad; reaccionó dejando que sus manos, hasta entonces afianzadas en sus caderas, se aflojaran y se deslizaran hacia abajo, rodeándola, llenando las palmas con sus firmes curvas. Flexionando los dedos, la atrajo hacia sí con gesto seductor.

Y notó cómo ella se derretía en sus brazos, cómo toda resistencia, incluso la tensión de la columna vertebral, se evaporaba.

Ella estaba dispuesta a entregarse totalmente si él quería, y ambos lo sabían.

Ella deslizó una mano menuda de su nuca a su mejilla sin dejar de besarlo, tan absolutamente licenciosa y descarada como él deseaba.

Volviéndose, la aprisionó contra el escritorio; el borde golpeó los muslos de Penelope por detrás. Las carpetas desparramadas por el tablero ya nada importaban; alargó el brazo para apartarlas…

Clic, clic, clic.

El tabaleo de unos tacones que se acercaban por el pasillo embaldosado los devolvió de sopetón al mundo real, al que englobaba el despacho con su amplia arcada y más allá la antesala con la puerta abierta.

Se separaron. Barnaby rodeó rápidamente el escritorio y se dejó caer en la silla que había ocupado antes.

Penelope arrimó su silla al escritorio, se sentó y cogió las tres carpetas que tenía sobre el cartapacio. Levantó la vista cuando la señora Keggs apareció en la arcada.

Ésta se fijó en los nuevos montones de carpetas y en las tres que Penelope sostenía.

– Vaya, habrán trabajado como burros para revisar todas ésas. ¿Sólo tres?

Penelope asintió.

– Acabamos de terminar. -Recogió el bolso que tenía junto a sus pies y se levantó. -Pues sí, sólo hay tres. Tendré que visitarlos y ver si pueden interesar a esos villanos. -Echó un vistazo al reloj. -Me llevo las carpetas para hacerlo mañana.

Barnaby se puso en pie. La señora Keggs sonrió afablemente.

– Caramba. Tendrán ganas de acostarse, sin duda. Los acompaño y así cierro.

Penelope no miró a Barnaby al pasar junto a él.

Se detuvo ante la percha donde había colgado su capa, pero Barnaby se adelantó y la cogió caballerosamente. La sacudió y se la puso sobre los hombros.

– ¿Lo tienes todo?

Su aliento rozó la sensible piel de debajo de la oreja, excitando los sentidos de Penelope, pero haciendo un esfuerzo los amarró de nuevo.

– Creo que sí. -Se las arregló para dedicar una sonrisa a la señora Keggs, su involuntaria salvadora.

Con las tres carpetas en una mano, el bolso en la otra y la capa sobre los hombros, y con Barnaby detrás, recorrió con calma el largo pasillo hasta el vestíbulo, se despidió de la señora Keggs y luego con la cabeza bien alta, salió a la noche.

Durante el trayecto de regreso a Mount Street, guardó silencio. No se lo ocurría nada que decir. Dudaba en agradecer el tacto de Barnaby al guardar silencio también, pese a que percibía que su mutismo lo divertía.

Lo que sí hizo fue pensar mucho sobre ese beso tan imprudente. No el que le había dado él, iniciando el episodio, sino el que ella, tonta y desvergonzada, le había estampado en los labios. Eso y lo que había seguido eran cosas que sin duda necesitaba analizar.

Con un brevísimo intercambio de palabras, se separaron ante la puerta de Mount Street después de que él hubiese comprobado que, en efecto, no estaba cerrada con llave, permitiéndole entrar sin despertar a nadie. Lo último que vio de él mientras cerraba la puerta fue cierta sonrisa de complicidad; le habría encantado borrarla, pero decidió que era más sensato ignorarla.

Encendió la vela que le habían dejado en la mesa del vestíbulo y, alumbrándose, subió con paso cansino la escalera, preguntándose cuándo iba a estar lo bastante despejada para dilucidar a qué atenerse con respecto a Barnaby Adair.

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