CAPÍTULO 08

Penelope había aprendido tiempo atrás que nunca era sensato alentar a un caballero a creer que ella necesitaba protección. Sobre todo si dicho caballero era como su hermano Luc, su primo Martin o su cuñado Simon Cynster. Simplemente, había hombres de quienes una no podía esperar que supieran trazar la línea, o siquiera reconocer que dicha línea existía, entre envolver a una dama entre algodones y ser un caballero andante razonable. El resultado inevitable de que una dama aceptara su protección era una batalla incesante, batalla que la dama se veía obligada a librar para conservar cierto grado de independencia.

Tal había sido la conclusión a que había llegado en el caso de los tres hombres antedichos. Mientras se daba prisa para estar lista a las ocho y media de la mañana siguiente, cada vez estaba más segura de que Barnaby Adair, pese a su excéntrico pasatiempo, pertenecía al mismo grupo.

Los hombres autoritarios, advertía la voz de la experiencia, eran autoritarios en todo.

No sabían, no podían cambiar sus galones aunque a veces los disimularan.

Con esa sabiduría resonando en su cabeza, reforzó su entusiasmo con un desayuno rápido pero sustancioso y corrió a ponerse la capa. Llegó a la puerta principal al mismo tiempo que el coche de punto que había pedido.

Se despidió de Leighton, el ayuda de cámara, y miró a derecha e izquierda mientras bajaba la escalinata pero no vio a nadie que pudiera ser Barnaby, es decir, Adair. Un lacayo sostenía abierta la portezuela del carruaje, aguardando para ayudarla a subir.

– Vamos a St. John's Wood High Street -ordenó al cochero -a la sombrerería.

Una vez acomodada en el asiento, autorizó al lacayo a retirarse. Este cerró la puerta y regresó a la casa.

La portezuela del otro lado se abrió y el carruaje se inclinó al subir un hombre.

Penelope se quedó boquiabierta. Lo único que reconoció del hombre que cerró la portezuela y se dejó caer en el asiento de enfrente fue el intenso azul de sus ojos.

El carruaje arrancó y paró bruscamente; el cochero se había dado cuenta de que un hombre se había unido a su pasajera.

– ¿Señorita? ¿Va todo bien?

Con los ojos abiertos de asombro todavía fijos en el rostro de Barnaby, Penelope se limitó a seguir mirando. El frunció el ceño y señaló hacia el pescante, haciendo que Penelope volviera en sí y farfullara:

– Sí, sí… Todo en orden. Sigamos.

El cochero murmuró algo y acto seguido el carruaje reanudó la marcha. Al doblar la esquina de Mount Street, Penelope fue bajando la vista, asimilando aquella sorprendente versión de Barnaby Adair. Por regla general los disfraces ocultaban, pero a veces revelaban. Estaba un tanto perpleja, y un poco recelosa, de lo que, gracias al disfraz que llevaba, ahora veía en él.

Barnaby le puso cara de pocos amigos, ceñuda, expresión que por alguna razón encajaba en su nuevo semblante, los rasgos austeros manchados de hollín, la enjuta mandíbula un tanto más dominante bajo la barba sin afeitar. La barba hacía más ásperas sus mejillas. El pelo era una maraña de rizos dorados sin peinar; normalmente nunca llevaba flequillo ni la ropa arrugada, pero ese día sí.

Como si acabara de levantarse de la cama de una amante.

La idea pasó fugazmente por la cabeza de Penelope, que la desterró al instante. Apretó los labios y se dio cuenta de que necesitabas tragar; tenía la garganta extrañamente seca. Siguió pasando revista a Barnaby, desde los hombros al pecho, cubiertos por una chaqueta raída con una lacia camisa de algodón debajo, sin corbata ni cualquier otra prenda que le ocultara la esbeltez del cuello.

Los largos muslos enfundados en pantalones de obrero; los pies calzados con unas botas raídas. Era el vivo retrato de un tosco patán, de un peón que trabajara en los muelles y almacenes haciendo lo que estuviera mejor pagado en cada momento.

Irradiaba cierta sensación de peligro. El aura de un varón a quien era mejor no contrariar. Demasiado peligroso.

– ¿Qué pasa? -espetó Barnaby desafiante, entornando los ojos.

Penelope le sostuvo la mirada y supo que bajo la ropa tosca y los modales igualmente toscos seguía siendo el mismo hombre. Tranquilizada, esbozó una sonrisa y meneó la cabeza.

– Está perfecto para el papel. -«De acompañante de una florista de Covent Garden», se abstuvo de comentar, pero si la agudeza de su mirada servía de guía, él la entendió perfectamente.

Barnaby soltó un bufido, cruzó los brazos, apoyó la cabeza en el respaldo y se sumió en un reservado silencio.

Como se le estaba escapando una sonrisa, Penelope miró por la ventanilla para que él no la viera.

Mientras el carruaje traqueteaba por las calles, caviló sobre la peligrosidad que había percibido en él; no era un rasgo que impostara para el papel sino algo intrínseco, inherente a su persona.

Sus pensamientos de antes acudieron de nuevo, ahora influidos por una comprensión más profunda. Visto que se confirmaban sus sospechas de que Adair era igual que su hermano, su primo, su cuñado y otros hombres de ese tipo, parecía evidente, según demostraba la situación presente, que en tales hombres la sofisticación de que hacían gala en su vida mundana era el auténtico disfraz. Sólo cuando se despojaban de los símbolos y el boato de su refinada educación, tal como Barnaby había hecho ahora, podía entreverse la realidad oculta. Y dado que esa realidad… no estaba demasiado segura de qué hacer con aquella revelación, de cómo debía reaccionar. ¿Debía reaccionar o en cambio fingir que no se había dado cuenta de nada?

El trayecto transcurrió en silencio, ella sumida en sus pensamientos, alimentados por una creciente curiosidad.

Finalmente el carruaje se detuvo delante de la sombrerería. Barnaby descruzó sus largas piernas, abrió la portezuela y se apeó. Rebuscó en los bolsillos y dio unas monedas al cochero, dejando que Penelope bajara del carruaje por su cuenta.

Así lo hizo, y luego cerró la portezuela. Barnaby le lanzó una mirada severa para comprobar que estuviera bien y acto seguido, metiéndose las manos en los bolsillos, subió los escalones de la tienda da con los hombros caídos, abrió la puerta de par en par, aguardó a Penelope y, de repente, saliéndose del personaje, hizo una exagerada reverencia para invitarla a pasar.

– ¡Por Dios! ¡Si es un encopetado! -masculló el cochero desde el pescante.

Penelope se detuvo en el umbral y observó el rostro de Barnaby cuando éste fulminó con la mirada al cochero; las magras facciones se veían más duras, más perfiladas que nunca, y aquellos ojos azules se achicaron hasta semejar dos esquirlas de pedernal. El cochero fustigó al caballo y masculló una maldición que fue seguida por un chacoloteo de cascos.

Sin cruzar una mirada con Barnaby, Penelope entró a refugiarse en la tienda. No estaba muy segura de no compartir las reservas del cochero a propósito del hombre que la seguía pisándole los talones.

Griselda había oído la campanilla. Salió de la trastienda y, al ver a Barnaby, faltó poco para que retrocediera. Abrió los ojos como, platos, al igual que sus dos aprendizas, que estaban trabajando en la mesa situada entre el mostrador y la cortina y se habían quedado paralizadas, con sendas agujas en el aire.

Tras una fracción de segundo, la sombrerera dirigió la mirada a Penelope, que sonrió.

– Buenos días, señorita Martin. Creo que nos estaba esperando.

Griselda pestañeó.

– Oh… sí, claro, por supuesto. -Ruborizándose levemente, descorrió la cortina. -Pasen, por favor.

Entraron, Barnaby pegado al hombro de Penelope, quien reparó en que él incluso se movía de manera diferente, más agresiva. Pasaron junto a las chicas, que bajaron la mirada.

Sin salir de su asombro, Griselda miró a Barnaby meneando la cabeza cuando éste se detuvo delante de ella. Con un ademán les indicó que siguieran.

– Vayan arriba. Enseguida subo.

Penelope comenzó a subir la escalera. A sus espaldas oyó la voz de Griselda, amortiguada por la cortina, dando instrucciones a las aprendizas.

Una vez en la salita, Penelope se detuvo. Barnaby se acercó a la ventana para echar un vistazo a la calle. Ella aprovechó la ocasión para estudiarlo, para examinar otra vez la dureza esencial que su disfraz dejaba entrever.

Al cabo de un momento llegó Griselda.

– Bien. -Ella también escrutó la figura apostada junto a la ventana. -Desde luego, usted pasa la inspección.

Barnaby volvió la cabeza y las miró. Con el mentón, señaló a Penelope.

– Veamos qué puede hacer su magia con ella.

Griselda leyó la mirada de Penelope. Ladeó la cabeza hacia su dormitorio.

– Venga conmigo. Tengo la ropa a punto.

Cuando la espalda a Barnaby, Penelope siguió a Griselda.


Llevó algo de tiempo, y no poca hilaridad, transformar a Penelope en una florista de Covent Garden. Griselda cerró la puerta del dormitorio para trabajar con tranquilidad.

Una vez satisfecha con el aspecto que presentaba Penelope, ella también decidió cambiarse de ropa.

– He pensado que si aparento estar pasando una mala racha será más fácil que quienes me reconozcan me hablen sin tapujos-explicó. -Exhibirme como una sombrerera de éxito quizá me granjee respeto, pero no simpatías.

Sentada ante el tocador de Griselda, Penelope se sirvió del espejo para ajustar la inclinación de su sombrero. Era un viejo gorro de terciopelo azul oscuro que había conocido tiempos mejores, pero con un ramillete de flores de seda prendido a la cinta parecía exactamente lo que luciría una florista de las calles adyacentes al Covent Garden.

Su atuendo consistía en una amplia falda de satén barato azul brillante, una blusa otrora blanca y ahora de un desvaído gris y una chaqueta entallada de sarga negra con grandes botones.

Habían envuelto con cinta las patillas de las gafas y frotado con cera la montura de oro para desmerecerla. Se habían planteado que llevara una canasta ovalada, sello distintivo de su oficio, pero optaron por descartarla: hoy no estaba Interesada en vender nada.

Asintiendo, Penelope dijo:

– Un disfraz perfecto; gracias por su ayuda.

Mientras se ataba los cordones de una vieja enagua a la cintura, Griselda le echó un vistazo. Vaciló un instante y luego dijo:

– Si quiere devolverme el favor, podría satisfacer mi curiosidad.

Penelope giró en redondo en el taburete y sonrió.

– Pregunte lo que quiera.

Griselda cogió la falda que había elegido.

– He oído hablar del orfanato y los niños que van allí; la educación que reciben. A decir de todos, usted y otras damas, entre ellas sus hermanas, lo han organizado todo. Y usted sigue al frente de la casa. -Hizo una pausa. -Mi pregunta es: ¿por qué lo hace? Una dama como usted no necesita mancharse las manos con gente como ésa.

Penelope enarcó las cejas. Tardó en contestar; la pregunta era sincera y merecía una respuesta meditada e igualmente sincera. Griselda la miró a la cara, vio que estaba pensando y le dio tiempo.

Finalmente, Penelope dijo:

– Soy hija de un vizconde, ahora hermana de uno muy rico. He vivido una vida de lujo, protegida de la realidad y con todas mis necesidades cubiertas sin mover un dedo. Y aunque faltaría a la verdad si sostuviera que eso no es cómodo, desde luego no constituye un desafío. -Levantando la vista, miró a Griselda a los ojos. -Si me cruzo de brazos y dejo que mi vida de hija de vizconde transcurra tal como se espera, ¿qué satisfacción obtendría? -Abrió las manos. -¿Qué conseguiría en la vida? -Dejó caer las manos en el regazo. -Ser rica es agradable, pero estar ociosa y no lograr nada no lo es. No satisface, no… llena. -Respiró hondo, sabiendo que estaba siendo sincera. -Por eso hago lo que hago. Por eso otras damas de mi posición hacen lo que hacen. La gente lo llama beneficencia y para los beneficiados supongo que lo es, pero a nosotras también nos sirve de mucho. Nos da algo que de otro modo no tendríamos: satisfacción, plenitud y una meta en la vida.

Al cabo de un momento, Griselda asintió.

– Gracias. Lo que dice tiene sentido. -Sonrió. -Ahora la entiendo. Me alegra que Stokes se acordara de mí y me pidiera ayuda.

– Hablando del rey de Roma… -Penelope levantó un dedo. Ambas prestaron atención y oyeron, amortiguado pero discernible, el tintineo de la campanilla de la puerta.

– Qué puntualidad -dijo Griselda mientras se ponía una chaqueta holgada con un bolsillo rasgado. Acto seguido cogió una mugrienta gorra escocesa y se la puso encima del pelo. Oyeron las pesadas botas de Barnaby dirigirse a la escalera y bajar. Mirándose al espejo por encima de Penelope, Griselda se encasquetó la gorra y asintió complacida.

– Lista. Reunámonos con ellos.

Griselda bajó primero. Cuando iba a correr la cortina, Penelope la retuvo un momento.

– ¿Y sus aprendizas? ¿No pensarán que todo esto es bastante raro?

– Sin duda; más que raro. -Griselda le sonrió con tranquilidad. -Pero son buenas chicas y les he dicho que mantengan los ojos abiertos pero la boca bien cerrada. Aquí tienen un buen empleo y lo saben; no se arriesgarán a perderlo por cotillear más de la cuenta.

Penelope asintió y tomó aire para darse aplomo; estaba tan nerviosa como si fuese a salir a un escenario.

Griselda pasó delante. Penelope vio a Barnaby y Stokes conversando en medio de la tienda, dos personajes oscuros y peligrosos incongruentemente rodeados de plumas y fruslerías. No pudo reprimir una sonrisa.

Griselda se detuvo junto al mostrador para hablar con las aprendizas. Stokes, de cara al mostrador, la vio y se quedó sin habla.

Alertado por la repentina palidez de Stokes, Barnaby giró en redondo. Y la vio: Penelope Ashford, hija menor del vizconde Calverton, emparentada por sangre y matrimonio con numerosas familias de la alta sociedad, transformada, con gafas y todo, en la mujerzuela más atractiva y simpática que jamás hubiese paseado por las aceras de Covent Garden. Faltó poco para que cerrase los ojos y gruñera.

Stokes farfulló algo ininteligible entre dientes; Barnaby no necesitó oírlo para saber que pasaría cada minuto del resto del día pegado a Penelope.

Ésta fue a su encuentro, sonriendo encantada con su nueva imagen.

Mirando sus ojos castaños, una insistente advertencia tomó forma en la mente de Barnaby. Cuando lo tocaba fingir ser alguien de posición muy baja, como ahora, le resultaba muy fácil hacer caso omiso de las limitaciones sociales que debía observar un caballero de su clase. Y Penelope estaba demostrando ser muy parecida a él.

Apretó tanto la mandíbula que temió que se le fuera a romper.

Ella lo miró pestañeando.

– ¿Y bien? ¿Aprobada?

Barnaby precisó un segundo para dominar las ganas de gruñir.

– De sobra. -Mirando por encima de la cabeza de Penelope, vio que Griselda se acercaba. -Nos vamos. -Fue a coger del brazo a Penelope pero rectificó a tiempo y se limitó a asirla de la mano.

Ella se sobresaltó ante el inesperado contacto pero enseguida le sonrió, claramente encantada, y se la estrechó.

Tragándose una maldición, Barnaby se volvió y la arrastró hacia la puerta.


Llamaron un coche para el trayecto a Petticoat Lane. Mataron el tiempo comentando en qué orden abordarían los nombres de la lista de Stokes y haciendo planes por si decidían separarse, decisión que postergaron hasta que se hallaran sobre el terreno y hubiesen sopesado la posibilidad.

Tras apearse en un extremo de la larga calle, se zambulleron en la ingente masa humana que llenaba la calzada entre las dos hileras de tenderetes montados en las aceras. A ningún conductor en su sano juicio se le ocurriría meter el coche en aquella calle con el mercado en pleno auge.

Los asaltaban ruidos y olores de todas clases. Barnaby miró a Penelope, preguntándose si flaquearía, pero su expresión daba a entender que estaba impaciente por comenzar. Parecía no tener la menor dificultad en obviar lo que no quería ver y empaparse de toda lo que veía por primera vez.

Barnaby dudaba seriamente que la hija de cualquier otro vizconde alguna vez se hubiese codeado con los moradores de Petticoat Lane.

Por su parte, dichos moradores le lanzaban miradas sagaces pero todos daban la impresión de tomarla por lo que aparentaba. Con el dobladillo de la falda bastante más corto de lo exigido en cualquier reunión de buen tono -revoloteando en torno a las canas de sus botines gastados y su esbelta figura realzada por la chaqueta entallada -cuyas solapas se abrían provocativamente sobre sus pechos, -además de su innata confianza y el sincero deleite en todo lo que veía, su acento barriobajero poniendo el broche final a su papel, no era de extrañarse que los vecinos del lugar se tragaran su disfraz a pies juntillas.

Y también se tragaron el de Barnaby. Con una expresión adusta a modo de clara advertencia, andaba alrededor de Penelope como demonio presto a vengarse. Ningún ángel había tenido jamás un aspecto tan malvado y amenazante como él, ni siquiera Lucifer. Le costaba poco proyectar esa imagen porque así era precisamente como se sentía.

Cuando un carterista zarrapastroso se arrimó demasiado a ella, se topó con el hombro de Barnaby y una fulminante mirada azul. Con los ojos muy abiertos, el hombre se enderezó y se escabulló entre la multitud.

Stokes se acercó a su amigo. Delante de ellos, Penelope y Griselda examinaban un surtido de cuencos expuestos en un tenderete destartalado.

Mirando en torno por encima del mar de cabezas, Stokes dijo: ¿Por qué no os quedáis Penelope y tú en este lado mientras nosotros recorremos el otro?

Con la mirada fija en la hija del vizconde, Barnaby asintió.

– Figgs, Jessup, Sid Lewis y Joe Gannon; éstos son los cuatro que buscamos hoy.

Stokes asintió.

En esta calle o en Brick Lane, deberíamos poder ubicarlos. Estamos en su terreno; la gente los conocerá. Pero no insistas demasiado; y procura que tu acompañante tampoco lo haga.

Barnaby contestó con un gruñido. Le encantaría saber cómo se figuraba Stokes que conseguiría eso último. Penelope escapaba por completo a cualquier control.

La idea, o mejor dicho, la idea de controlar a una mujer con el disfraz que llevaban uno y otra, le dio una ocurrencia, el atisbo de un posible medio de supervivencia. Cuando Stokes se alejó para llevarse a Griselda consigo, Barnaby tomó a Penelope de la mano y la arrastró hasta el tenderete siguiente.

Ella lo miró.

– ¿Qué pasa?

Barnaby le explicó el plan de Stokes y luego señaló la hilera de puestos.

– Éste es nuestro lado, y tenemos mucho que hacer. No obstante, ahora que nos hemos separado, usted y yo tendremos que permanecer juntos, de modo que voy a interpretar el papel de un amante celoso contrariado por el tiempo que su amada pierde mirando bibelots.

Ella lo miró aún con más fijeza.

– ¿Porqué?

– Porque es un papel que los vecinos del lugar reconocerán como normal. -Y a él no iba costarle ningún esfuerzo interpretarlo.

– Ya, ya… -repuso Penelope no muy convencida.

Él respondió rodeándole la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí. Ella se puso tensa y quiso fulminarlo con la mirada, pero él sonrió con malicia y le tocó la nariz, sacándola de quicio.

– Ninguna florista de Covent Carden reaccionaría así -murmuró Barnaby. -Usted quiso el papel, ahora toca interpretarlo.

Penelope tuvo que hacer un esfuerzo para serenarse. Siguieron avanzando por la hilera de tenderetes, deteniéndose a charlar aquí y allá, dejando caer los nombres de su lista cada vez que se topaban con alguien que a su juicio podía saber algo.

Barnaby dejó que Penelope decidiera a qué vendedores abordar, parecía tener buen ojo para saber con quién entablar una conversación quizá provechosa. Dejó que hablara ella, su acento era perfecto, y él se limitó mayormente a dar gruñidos, resoplidos y respuestas monosilábicas.

Penelope tuvo que admitir que la estratagema de Barnaby daba resultado, alentando a quienes reparaban en ellos a reconocerlos como una pareja normal en aquel barrio, lo cual les permitía formular preguntas sobre sus objetivos en medio de conversaciones más generales.

Por desgracia, tenía su coste. La proximidad de Barnaby, la firmeza de su cuerpo cada vez que la atraía hacia sí, la compacta musculatura contra la que se apretaba cada vez que el gentío la empujaba hacia él, la creciente actitud posesiva de la fuerte mano que le envolvía la cintura o sujetaba la suya… Todo ello desató un torrente de sentimientos encontrados, una perturbadora mezcla de excitación y cautela, el sutil estremecimiento del miedo rociado con una desconcertante dosis de placer. No obstante, a medida que pasaba el tiempo se sentía más y más tentada por el papel asumido.

Además, gracias a sus aptitudes histriónicas, averiguaron el posible paradero de dos de los hombres que buscaban. Así pues, Penelope consideró los perjuicios causados a sus nervios y su genio como un intercambio justo.

Llegaron a la esquina del estrecho callejón donde supuestamente vivía Sid Lewis. Barnaby escudriñó la calle tratando de localizar a Stokes y Griselda mientras Penelope estudiaba el callejón.

– La quinta puerta del lado norte. La veo. -Agarró el abrigo de Barnaby, que le rodeaba la cintura con el brazo, reteniéndola a su vera, y tiró para llamarle la atención. -La puerta está abierta. Hay gente dentro.

Él le cubrió la mano con la suya.

– No veo a Stokes. -Escrutó el callejón. -De acuerdo. Echemos un vistazo. Pero no olvide su papel e interprete al personaje; lo cual significa que hará lo que yo le diga.

– ¿Está seguro de que todos los hombres del East End son tan dictatoriales?

– Considérese afortunada. Que yo sepa, son peores.

Ella rezongó para sus adentros pero lo siguió cuando se adentró en el callejón a la sombra de las fachadas del lado sur.

A la altura de la quinta casucha contando desde la esquina Penelope distinguió, por la puerta abierta, movimiento en el interior. Pero había muy pocos transeúntes en la callejuela; si se quedaban merodeando atraerían la atención, y alguien estaba saliendo de la casa.

Barnaby se arrimó a la puerta contigua, arrastrando consigo a Penelope y abrazándola.

– Sígame el juego -susurró.

Agachó la cabeza y le recorrió el cuello con los labios.

Penelope necesitó un momento para recuperar la respiración… y encontrarse con que todos sus sentidos estaban embriagados por él. Su calor la envolvió y empezó a derretirle los huesos. Por alguna razón, deseó apoyarse en él, hundirse contra la pura tentación masculina de aquel pecho musculoso.

Su reacción era tan inesperada como innegable.

Se tambaleaba algo más que su conciencia: sus sentidos se estaban dando un verdadero festín. Por dentro temblaba, aguardando anhelante la siguiente caricia fugaz de sus labios. Era una suerte que la estuviera sosteniendo, pues se sentía extrañamente débil.

Entonces se dio cuenta de que Barnaby estaba observando la actividad del otro lado del callejón por el borde de su sombrero.

La estaba utilizando de escudo.

Entornó los ojos. La furia era un sentimiento que conocía y entendía; se aferró a él y lo usó para recobrar la compostura.

Barnaby percibió el instante en que se liberó; tuvo que reprimir el impulso de mover los labios a la izquierda para que se encontraran con los suyos, con aquellos labios tan carnosos, tan lozanos, que le obsesionaban. En cambio, sus labios le acariciaron el lóbulo de la oreja y notó el estremecimiento sensual que recorrió el espinazo de ella, captó su momentánea parálisis, el instante en que logró volver a sobornar el raciocinio de aquella joven.

La sensación de tenerla en sus brazos, tierna y femenina pero rebosante de vida, escultural pero maleable, era perturbadora, algo con lo que no había contado. La perfección con que encajaba en' su cuerpo, como si estuviese hecha ex profeso para él, alimentaba aquella sensación que se cernía en los confines de su conciencia, dándole más sustancia, más vida.

Habida cuenta de sus disfraces, de los papeles que interpretaban; y de aquella sensación, tuvo que combatir la necesidad compulsiva de tomar lo que su personaje habría tomado: sus labios, su boca. A ella por entero.

Mientras una parte de su cerebro vigilaba lo que ocurría al otro lado del callejón, el resto estaba comprometido en la lucha contra su instinto, en contenerlo manteniéndolo a raya. Bien sujeto. Controlado.

Como era de prever, la perturbación de Penelope duró poco.

– Quieta-le susurró Barnaby, previendo que iba a oponer resistencia.

Penelope respiró hondo y le contestó entre dientes.

– Esto sólo lo hace para hacerme pagar por haber insistido en venir hoy.

– Piense lo que quiera-gruñó Barnaby. -Lo único que importa es que su actuación resulte convincente.

Estrechó el brazo en tomo a su cintura, arrimándola más a él para posar sus labios en la sensible piel bajo la oreja, y la oyó dar un grito ahogado. Notó que la resistencia de sus manos, que le apretaban el pecho, se debilitaba.

Barnaby inspiró, y la fragancia de Penelope se entretejió en su cerebro. Le llegó a la médula. Su pelo lacio y brillante, oscuro y sedoso, olía a sol. Apretó los dientes para combatir el inevitable efecto, y susurró:

– Está saliendo alguien.

Y la levantó en volandas para que pareciera que la estaba devorando, comiéndosela a besos, tal como deseaba hacer su faceta más primitiva.

Penelope no se resistió. Al cabo de un instante él murmuró con aspereza:

– Me parece que podemos tachar a Sid Lewis de nuestra lista.

– ¿Porqué?

El aflojó el abrazo, dejándola de nuevo en el suelo pero manteniéndola de frente. Estudió a los tres hombres que habían salido del tugurio.

– Por lo visto, Sid Lewis está reforzando su relación con Dios. Me extrañaría que esté dirigiendo una escuela de ladrones y que haya invitado al párroco a su casa.

Penelope echó una ojeada por encima del hombro y volvió a ponerse de cara a él.

– Sid Lewis es el calvo bajo. -Ella le había sonsacado la descripción al dueño de un tenderete. -Parece enfermo.

– Lo que explica su repentino interés por la religión.

El hombre se apoyaba pesadamente en un bastón. Desde donde estaban oían que respiraba con dificultad.

– Vámonos. -Pasándole un brazo por los hombros, la empujó suavemente fuera del umbral e inició el regreso a la calle. -Busquemos a Stokes. Aún nos quedan otros tres que investigar hoy.

Encontraron a Stokes y Griselda cerca del extremo sur del mercado. El inspector oyó las novedades acerca de Sid Lewis e hizo una mueca.

Figgs también queda descartado. Está en Newgate. Eso sólo nos deja a Jessup y Joe Gannon. Jessup, a decir de todos, es un sujeto peligroso. -Miró a Barnaby a los ojos.

Siendo así, habrá que ir con mis cautela -dijo Penelope mirando en derredor. -¿Adónde vamos ahora?

Stokes miró a Griselda.

– ¿Qué tal a una taberna para almorzar algo?

La propuesta fue aprobada por unanimidad. La sombrerera sugirió un pub que conocía en la esquina de Old Montague Street y Brick Lane.

– Sirven comida fiable; de todos modos, debemos ir hacia Brick Lane. En los puestos del mercado es donde más probabilidades tenemos de averiguar algo sobre Jessup y de confirmar la dirección de Gannon.

Regresaron en tropel a Wentworth Street y atajaron hacia el Delford Arms, el pub de Brick Lane. La puerta estaba abierta de par en par; tras echar un vistazo al interior, Stokes y Barnaby hicieron entrar a las mujeres apenas un metro dentro. Había bancos y mesas de caballete toscamente labradas a ambos lados de la entrada; todas estaban ocupadas pero la gente iba y venía sin cesar.

– Ustedes dos aguarden aquí-dijo Stokes. -Pedimos la comida y volvemos. -Miró las mesas. -Con un poco de suerte habrá alguna libre para entonces.

Griselda y Penelope asintieron y observaron a sus galanes adentrarse en el pub. Habiendo visto la muchedumbre apiñada en la barra, ninguna de las dos tuvo excesivo ánimo para acercarse. No obstante…

– Parecen compartir cierta inclinación a dar órdenes -señalo Penelope.

– En efecto -respondió Griselda, y siguieron esperando.

Como había pasado las últimas horas inmersa en una babel de acentos, el oído de Penelope había mejorado considerablemente. Para poner a prueba su habilidad, escuchaba distraídamente la conversación de cuatro hombretones mayores en la mesa más cercana, llena de platos vacíos, jarras de cerveza en mano, cuando oyó pronunciar el nombre de Jessup. Pestañeó y aguzó el oído.

Al cabo de un momento dio un codazo a Griselda y le indicó la mesa con los ojos. La sombrerera miró, y luego a ella otra vez enarcando las cejas. Los hombres siguieron charlando pero ya no dije ron nada relevante.

Al poco regresó Barnaby con dos platos de humeantes mejillones y caracoles marinos. Detrás de él, Stokes sostenía en precario equilibrio una bandeja con una jarra y cuatro vasos.

En ese instante, dos hombres sentados a la mesa contigua a la de los hombres que habían mencionado a Jessup se levantaron y se marcharon arrastrando los pies. Otros dos, con guardapolvos oscuros propios de oficinistas, seguían sentados junto a la pared.

Penelope condujo a Barnaby hasta aquella mesa. El la miró pero se dejó hacer. Mientras dejaba los platos en la mesa y se sentaba en el banco, desplazándose para cederle el asiento de la punta, ella se volvió hacia Stokes y Griselda y susurró:

– Esos hombres -señaló con disimulo la mesa contigua- han mencionado a Jessup. Hablaban de algo ilegal pero no lo he entendido.

Griselda volvió a echar un vistazo a los hombres y luego miró a Stokes.

– Conozco a uno. Si me habla, no nos interrumpan, ni siquiera nos miren. Es muy receloso, pero conoce a mi familia de toda la vida.

Stokes titubeó, mas, endureciendo el semblante, asintió. Se sentó delante de Barnaby, dejando el sitio de la punta, más próximo a los hombres en cuestión, para Griselda. Ambas mujeres se sentaron.

Griselda miró en derredor mientras se alisaba las faldas, como si quisiera comprobar a quién tenía detrás. Inclinándose hacia un lado, miró abiertamente al hombre que estaba sentado de cara a ella ni la mesa de atrás.

– ¿Tío Charlie?

El aludido la miró fijamente antes de sonreír.

– La pequeña Grizzy, ¿no? Hacía mucho que no te veía. Me dijeron que te habías mudado al centro a hacer sombreros para las ricachas. -Unos ojos sagaces se fijaron en que su atuendo no reflejaba demasiada prosperidad. -¿No te va bien últimamente?

Ella hizo una mueca.

– Las modas vienen y van. Resultó que no era tan buena idea como pensaba.

– Así que has vuelto al redil. ¿Cómo sigue tu padre? Me he enterado de que anda pachucho.

– Va tirando. Aunque no se queja.-Sonriendo con desenvoltura, preguntó por su familia, el tema perfecto para allanar el camino hacia los cotilleos sobre la delincuencia local.

Los demás hombres se sumaron a la charla, poniéndola al día en cuanto supieron que hacía poco que había regresado al barrio; para aquellas gentes, hablar de delincuencia era de lo más normal.

Griselda se tomó su tiempo; prefería no preguntar directamente por Jessup. Recordando la mala fama de aquel hombre, su estatus entre los delincuentes del barrio y que habían mencionado su nombre, finalmente se atrevió a decir:

– ¿Alguna novedad importante entre los reyes del barrio de un tiempo a esta parte?

Charlie arrugó la cara como si pensara.

– Lo único es lo de Jessup. Seguro que te acuerdas de él. Era un ladrón de primera. Pero se ha largado a Tothill Fields, ya ves tú, y se ha hecho un sitio en el comercio habitual. -En Tothill Fields «comercio habitual» significaba prostitución.

Griselda no precisó mucho esfuerzo para mostrarse convenientemente interesada. Sobre todo habida cuenta de que aquella información le permitió decir:

– Eso habrá dejado un buen hueco en estos pagos. ¿Se sabe quién lo ocupará?

Charlie se rio.

– Llevas razón en cuanto a lo del hueco, pero no se sabe de nadie que tenga prisa por aprovecharlo. También es cierto que estamos en temporada baja. Seguro que habrá más movida después de Año Nuevo.

Stokes, a su lado, le propinó un codazo. Sin mirar a nadie, masculló:

– Mejor que espabile si quiere probarlos.

Griselda le lanzó una mirada y comprendió que le estaba diciendo que dejara de preguntar. Volviéndose hacia el tío Charlie y los otros tres hombres, sonrió.

– Más vale que coma o me quedaré sin nada.

Los cuatro sonrieron e inclinaron la cabeza.

Aún sonriente, Griselda se puso de cara a los demás.

– Vaya -dijo, -qué interesante.

– Coma.

Stokes empujó un plato hacia ella.

Griselda reparó en lo tenso que estaba y sintió curiosidad por saber la causa, aunque el rostro del inspector no mostraba ningún indicio. Así pues, la sombrerera cogió un mejillón, lo abrió con la cuchara y se metió el molusco con sus jugos en la boca.

Penelope la observó entornando los ojos, admirada por el condado manejo de la cuchara de que hacía gala Griselda. Si alguien le hubiese dicho a ella, siendo como era la superviviente de un sinfín de cenas de postín, acostumbrada a lidiar con platos y cubiertos de todos los modelos concebibles, que un día sería vencida por una simple cuchara y un molusco, se habría burlado.

Pero así había sido.

Sus dedos simplemente no parecían lo bastante grandes o fuertes para sostener el molusco e insertar y girar la cuchara, al menos no simultáneamente.

Se había visto obligada a aceptar comida de la mano de Barnaby, hecho que él y Stokes encontraban divertido. Pese a que ni siquiera habían sonreído, ella había detectado la expresión de sus ojos y lo tenía muy claro. ¡Hombres!

Tendía la mano abierta y aguardaba a que Barnaby le pusiera otro mejillón abierto en la palma. Entonces cogía la concha y tenía que concentrarse para meterse la carne en la boca sin hacer un estropicio, aunque eso, al menos, le salía bien; si hubiese tenido que permitir que Barnaby le diera la comida con una cuchara, se le habría quitado el apetito.

Lo cual habría sido una lástima. No había comido nada parecido en su vida y jamás se había sentado en una calle concurrida para almorzar al aire libre, pero los caracoles eran deliciosos y además tenía un hambre lobuna. Sólo había tomado un sorbito de cerveza, que tenía un sabor muy amargo. Barnaby y Stokes, en cambio, apuraron la jarra.

Griselda enseguida dio cuenta de su ración de mejillones y caracoles. No había servilletas y Penelope observó que los demás se limpiaban la boca con los puños. Sujetando el puño de la blusa para que no se le escurriera, los imitó.

– Se ha dejado una gota.

Barnaby le estaba escrutando el rostro. Sin darle tiempo a preguntar dónde, él levantó una mano y le pasó el pulgar por la comisura de los labios.

El escalofrío que la sacudió la dejó impresionada. Si hubiese estado de pie, le habrían flaqueado las piernas.

– Ya está. -Barnaby le buscó los ojos y la miró con intensidad más que suficiente para cortarle la respiración, pero sin asomo de ternura o amabilidad. Entonces él sonrió y se echó atrás, invitándola con un ademán a levantarse del banco.

Penelope se encontró de pie, pestañeando, tratando de orientarse en lo que de súbito parecía un paisaje cambiante.

Stokes y Griselda, que se volvió para despedirse de tío Charlie y sus amigos, pasaron delante. Apoyando una mano posesiva en su espalda para luego deslizaría hasta su cadera, Barnaby la condujo tras ellos.

Penelope supuso que Barnaby sólo la tocaba de aquel modo tan desconcertante para que escarmentara por haber insistido en participar en los acontecimientos de la jornada. Por desgracia, saber eso no disminuía el efecto de tales actos sobre sus sentidos.

Pasearon por el mercado de Brick Lane de manera muy parecida a como lo habían hecho en Petticoat Lane, pero mientras los alegres vendedores de Petticoat Lane ofrecían una amplia variedad del mercancías, entre las que predominaban las telas y los artículos de piel, los puestos de Brick Lane los regentaban personajes taimados, y más de la mitad del género permanecía oculto debajo del mostrador. Dicho género consistía mayormente en adornos y joyas, muebles estropeados y baratijas. Muchas mesas montadas en la acera tenían por objeto atraer clientes a las sombrías barracas de detrás. Muerta de curiosidad, Penelope se aventuró a entrar en una y la encontró abarrotada hasta el techo de lo que parecían generaciones de muebles mohosos, ninguno de los cuales saldría bien parado de una inspección a plena luz.

En cuanto la vio, el dueño fue a su encuentro sonriendo melifluamente. Surgiendo junto a su hombro, Barnaby puso mala cara, la cogió del brazo y la sacó a la calle.

Fue Griselda quien consiguió información sobre Joe Gannon, confirmando que su negocio estaba en un edificio de Spital Street. Al parecer su especialidad era «vender cosas viejas». Era el última de los cuatro que podían conocer en los mercados; aunque aplicaron el oído y Griselda hizo preguntas, no averiguaron nada acerca de los otros cinco nombres de la lista de Stokes.

Caía la tarde cuando se reagruparon en el extremo norte de Brick Lane.

– Aquí no vamos a sacar nada más en claro -dijo Stokes ladeando la cabeza hacia el este. -Spital Street no queda lejos. Iré a comprobar la dirección que nos han dado de Gannon. Tal vez esté allí. O tal vez se haya mudado. -Encogió los hombros. -Ya veremos.

– Voy con usted. -Griselda aguardó a que Stokes la mirara a los ojos. -Si es una tienda será fácil entrar y echar un vistazo.

– Yo también voy -declaró Penelope. -Si hay alguna posibilidad de que los niños estén allí, debo estar presente. -No miró a Stokes sino a Barnaby.

Con expresión dura y apretando los labios, Barnaby la miró a su vez. Quería discutir pero sabía que sería en balde. Asintió de manera cortante y miró a Stokes.

– Vamos todos.

Salieron de Brick Lane por callejuelas que más bien eran como pasajes, ya que a menudo los pisos superiores de las casas se unían en lo alto. Llegaron a Spital Lane y siguieron caminando. Stokes y Griselda iban cogidos del brazo. Penelope y Barnaby, él abrazado a ella, los seguían unos metros por detrás.

Las indicaciones que les habían dado los condujeron hasta una vieja casa de madera. Estrecha, descolorida y con las ventanas cerradas, daba directamente a la calle. Tenía dos pisos destartalados y una buhardilla; no había sótano. Un callejón por el que sólo podía pasar un hombre recorría un lado. Ningún rótulo anunciaba que fuese una tienda, pero la puerta estaba entreabierta.

Pasaron de largo sin ver signos de vida.

Stokes se detuvo un poco más adelante. Él y Griselda hablaron mientras aguardaban que Barnaby y Penelope los alcanzaran.

– Entraremos primero -dijo el inspector. -Ustedes esperen aquí por si nuestras indagaciones dan fruto.

Barnaby asintió. Fue a apoyarse contra una pared cercana, llevándose a Penelope consigo cogida por la cintura. Ella puso los ojos en blanco pero se abstuvo de hacer comentarios.

Stokes y Griselda cruzaron la calle y desaparecieron en la casa.

Transcurrió un minuto. Penelope pasó el peso de un pie al otro y de inmediato decidió no volver a hacerlo. Al moverse había frotado el muslo de Barnaby con la cadera. Con estudiada indiferencia obvió el sofoco que le sobrevino, y sermoneó severamente a sus estúpidos sentidos para que dejaran de alborotarse.

Estaban justo enfrente del callejón aledaño al edificio. Al observar la pared, la joven reparó en una irregularidad. Dio un paso adelante.

– Hay una puerta lateral.

Fuese porque pilló a Barnaby desprevenido o simplemente porque éste había aflojado la mano, Penelope se vio liberada. Así pues, cruzó rauda la calle y se metió en el callejón. Lo oyó maldecir mientras la seguía. Pero en el callejón no había nadie y ella no corría peligro, de modo que aunque Barnaby se apuró en acortar distancias, no intentó agarrarla para hacerla retroceder.

Al acercarse a la puerta, Penelope aflojó el paso, preguntándose si conduciría a la tienda o si se trataba de otro local. La cautela ya se había adueñado de ella cuando la puerta crujió para luego abrirse lo justo para que un hombre saliera reculando. Comenzó a cerrar la puerta.

– ¿El señor Gannon?

El hombre dio un respingo y renegó. Giró en redondo y se pegó a la pared. Penelope lo miró con cara de pocos amigos.

– Deduzco que usted es el señor Joe Gannon, y siendo así, tenemos unas preguntas que hacerle.

Gannon parpadeó. Miró a Penelope y recobró parte de su aplomo. Pero entonces vio a Barnaby detrás de ella y quedó claro que no sabía a qué atenerse. Receloso, preguntó:

– ¿Quién va a interrogarme?

Ella contestó sin titubear:

– Lo estoy haciendo yo con pleno respaldo de la Policía Metropolitana.

Gannon abrió los ojos.

– ¿La pasma? -Intentó ver si había alguien detrás de ellos y luego se volvió hacia la otra punta del callejón. -Eh, yo no he hecho nada.

– Eso es físicamente imposible. -Penelope puso los brazos en jarras; había renunciado al disimulo y volvía a ser en buena medida una dama altiva, exigente e imperiosa, de ahí que Gannon estuviera tan confundido. -No me mienta, caballero. -Inclinándose hacia delante, le hizo un gesto admonitorio con el dedo, -¿Qué sabe de Dick Monger?

Gannon estaba sumamente nervioso.

– ¿De quién?

– Es así de alto -Penelope alzó una mano a la altura del hombro, -un chaval rubio. ¿Trabaja para usted? -le espetó.

Gannon casi retrocedió.

– ¡No! El único chaval que tengo es de mi hermana; mi sobrino. Menudo holgazán. ¿Para qué quiero otro? Y menos si lo busca la pasma. -Miró a Barnaby como si fuese su salvación. -Eh, si usted es un madero disfrazado, no debería dejar suelta a una mujer como ésta. Es peligrosa.

Barnaby llevaba un rato pensando lo mismo, pese a que cuando había aparecido Gannon sintió una punzada de miedo por la seguridad de ella.

– Usted conteste a sus preguntas y nosotros, y la policía, le dejaremos en paz. ¿Sabe algo, o ha oído algún rumor, sobre un chaval como el que le ha descrito?

Ansioso por colaborar, Gannon frunció el ceño y meditó la cuestión, pero finalmente negó con la cabeza.

– No he visto a ningún rapaz como ése por aquí. Y tampoco he oído decir nada… ni sobre él ni sobre ningún otro. -Una cierta astucia le iluminó los ojos. -Si usted y la señora buscan a un chaval raptado y piensan que igual lo tengo yo a mi servicio como niño ladrón, han de saber que no me dedico a eso desde hace más de dos años; ya pasé una temporada en chirona.

Parecía sincero. Barnaby miró a Penelope y vio que opinaba lo mismo. Después de asentir, su delicado cuerpo perdió la tensión de la lucha.

– Muy bien -dijo a Gannon, y aún había una advertencia latente en su tono. -Le creo. A partir de ahora procure no quebrantar la ley.

Dicho esto, giró en redondo. Y se encontró de cara con el pecho de Barnaby. Éste se hizo a un lado para dejarla pasar y ella salió con paso resuelto del callejón.

Barnaby miró a Gannon, cuya expresión decía que le alegraría mucho no volver a encontrarse nunca más con tan desconcertante y perturbadora mujer.

Tras una última mirada de advertencia, Barnaby dio media vuelta. En cuatro zancadas alcanzó a Penelope. Nunca había sentido un desasosiego semejante; agachando la cabeza para hablarle al oído, le dijo en voz baja:

– No vuelva a meterse en un callejón adelantándose a mí. -Su tono fue neutro, la dicción precisa. Ella lo miró perpleja.

– No había nadie. No he corrido peligro. -Miró al frente. -Y al menos ahora sabemos que podemos tachar a Gannon de la lista.

Al salir del callejón, se detuvo en la acera. Se fijó en que estaba anocheciendo y suspiró.

– Me figuro que tendremos que dejar a los otros cinco para mañana.

Barnaby vio a sus amigos en la acera de enfrente y apretó la mandíbula, la cogió del brazo y la condujo hacia ellos, sorprendiéndose al constatar que, contra todo pronóstico, tenía algo en común con Joe Gannon.


Cogieron un coche de punto para regresar a la tienda de Griselda. Por desgracia era un modelo pequeño, de modo que Barnaby tuvo que soportar la proximidad de Penelope durante todo el camino.

Griselda y Stokes, sentados enfrente, dedicaron el trayecto a dilucidar cómo indagar sobre los cinco nombres restantes de la lista. El East End era grande y por el momento no tenían ninguna pista sobre dónde podían estar actuando aquellos hombres. Finalmente decidieron que Griselda visitaría de nuevo a su padre para ver si había obtenido nuevos datos. Entretanto, Stokes preguntaría con más detenimiento a sus colegas de los puestos de policía del East End. Se reunirían al cabo de dos días para evaluar los resultados de sus respectivas indagaciones.

A Penelope le irritó la postergación de la pesquisa, pero no tuvo más remedio que consentir.

Por fin llegaron a St. John's Wood High Street. Barnaby saltó a tierra y dejó que Stokes ayudara a bajar a las damas mientras él pagaba al cochero.

Cuando el carruaje arrancó, se volvió y vio que Stokes se estaba despidiendo de ambas. Observar la cortés reverencia que hizo al tomar la mano de Griselda, reparar en la expresión de ésta al sonreírle mirándolo a los ojos y decirle adiós y fijarse en como su amigo retenía sus dedos más tiempo del necesario, lo llevó a preguntarse por primera vez si Stokes tenía un motivo personal para elegir a Griselda como su guía en el East End. Vaya, vaya.

Uniéndose al grupo, inclinó la cabeza para despedirse de Stokes.

– Pasaré a verte mañana.

El inspector asintió.

– También preguntaré en el cuartel general por si alguien tiene idea de dónde andan merodeando esos cinco.

Tras un último saludo al grupo, se volvió y echó a caminar.

Griselda se quedó un momento mirándolo, luego volvió en sí, lanzó una sonrisa fugaz a Penelope y Barnaby y entró en la tienda.

Las aprendizas estaban a punto de marcharse.

– Vaya arriba -instó Griselda a Penelope. -Cierro y subo enseguida.

La joven asintió y enfiló la escalera. Barnaby habría preferido aguardar junto a la puerta hasta que se hubiese puesto otra vez ropa y se reuniera con él, pero lo agobiaba verse rodeado de volantes y cintas. Además, saltaba a la vista que su presencia alteraba a las aprendizas de la sombrerera.

– Yo aguardaré en la sala -informó.

Y subió la escalera. Al llegar arriba se encontró con que Penelope ya se había encerrado en el dormitorio. Un tanto encorvado y con las manos en los bolsillos, fue hasta la ventana y se quedó de pie contemplando la calle.

Se sentía… No se sentía él mismo en absoluto. No, mentira, se sentía enteramente él mismo pero con su pátina de sofisticado control corroída hasta ser una fina, demasiado fina, capa de barniz. No tenía la menor idea de por qué Penelope Ashford penetraba sus defensas tan fácilmente, pero no cabía negar que lo hacía; ella le hacía reaccionar como ninguna otra mujer antes.

Resultaba desconcertante, perturbador, y lo estaba trastornando.

Lo estaba desquiciando.

La puerta del dormitorio se abrió. Barnaby dio la vuelta y la vio salir, de nuevo con su propia ropa, restituida a su habitual elegancia austera.

Se había lavado la cara quitándose el polvo que Griselda le había aplicado para atenuar la lozanía de su cutis de porcelana. A la luz del sol poniente, resplandecía como la perla más costosa.

Observándolo, ella percibió claramente su tensión -a juicio de Barnaby, desconociendo la causa de ésta- y ladeó la cabeza. Dijo:

– Veo que Griselda sigue abajo. ¿Nos vamos?

Barnaby indicó la escalera con un ademán. Ella bajó delante; mientras la seguía él intuyó, no supo cómo, que Penelope estaba resuelta a no comentar lo que juzgaba una grosera conducta por su parte.

En cuanto llegó abajo siguió adelante, con la cabeza bien alta, hacia donde Griselda estaba haciendo caja.

– Muchas gracias por la ayuda que nos ha prestado hoy. -El afecto ruborizó a Penelope y tiñó sus palabras. -Nunca habríamos llegado tan lejos sin usted.

Le tendió las manos. La sonrisa de Griselda al tomarlas entre las suyas fue igualmente cariñosa. Aseguró a Penelope que estaba encantada de que hubiesen contado con ella.

Penelope le estrechó las manos, se irguió y juntó su mejilla a la de su nueva amiga. Era un gesto de afecto común entre las damas de buena cuna; a juzgar por la sorpresa que Barnaby entrevió en los ojos de Griselda, ésta reconoció el gesto y se quedó atónita.

Si Penelope fue consciente de lo que había hecho, no lo demostró; sin dejar de sonreír afectuosamente, dio un paso atrás, soltó las manos de Griselda y se volvió hacia la puerta.

– Bien, pues nos vamos. Seguro que volveremos a vernos en cuanto Stokes o usted tengan novedades.

Griselda la siguió hasta la puerta y la abrió. Con una última sonrisa, Penelope salió. Barnaby dedicó una sonrisa a la sombrerera Y se despidió al pasar junto a ella.

– Hasta la próxima.

Griselda sonrió.

– Buenas noches.

El bajó los tres escalones y se detuvo junto a Penelope. Tal como había hecho ella, miró hacia ambos lados de la calle. Ningún coche de punto a la vista. Levantó la mirada hacia los tejados para orientarse.

– Deberíamos encontrar un coche en la esquina después de la iglesia.

Penelope asintió y echó a caminar a su lado.

Fuese por la costumbre de aquel día o, probablemente por galantería innata, Barnaby le apoyó la palma de la mano en la espalda al girar para cruzar la calle.

Penelope inhaló bruscamente y dio un respingo.

– Oiga, ya basta. La jornada ha terminado. Ya no voy disfrazada.

Pillado con la guardia baja, Barnaby frunció el ceño.

– ¿Qué demonios tiene que ver su disfraz?

– Sí, mi disfraz. -Con ademán desdeñoso, enfiló hacia la esquina. -O sea, su excusa para comportarse como ha hecho todo el día; todos esos toqueteos concebidos adrede para ofenderme.

Barnaby parpadeó. Alargando el paso, no tardó en adelantarla.

– ¿Mi excusa para ofenderla? -Comenzó a perder la calma. -¿Cómo ha deducido eso, si puede saberse?

Llegaron a la iglesia de la esquina. Penelope se paró y giró sobre los talones para mirarlo a la cara, quedando con el alto muro de la iglesia a sus espaldas. Entornó los ojos, brillantes de indignación, y lo fulminó con la mirada.

– Ni se le ocurra hacerse el inocente conmigo. Fingir que era mi amante contrariado. Cogerme la mano, y no sólo la mano, como si fuese de su propiedad. ¡Fingir que me besaba en aquel umbral! Como he dicho, ¡soy perfectamente consciente de que ha hecho todo eso porque no aprobaba mi presencia allí!

¿Lo decía en serio? Barnaby se quedó mirándola impávido ante mi sermón, impresionado no ya por su enojo sino por la respuesta que suscitaba en él.

Ella prosiguió furibunda.

– Sin duda se imagina que semejante conducta me disuadirá de volver a salir disfrazada. Pues permítame informarlo de que se equivoca de plano.

– Esa no ha sido ni de lejos mi intención.

Cualquiera que le conociera habría tomado como una advertencia la extrema serenidad de su tono. Penelope no lo conocía tan bien. Con la mirada encendida clavada en los ojos de Barnaby, inspiró hondo.

– Bien, ¿pues cuál era su intención? ¿Qué le ha llevado a conducirse de esa manera todo el condenado día?

Durante un tenso momento, Barnaby le sostuvo la mirada. Luego alzó las manos, le cogió la cara, se acercó a ella al tiempo que se inclinaba hacia arriba y posó sus labios en los suyos. Y le dio la respuesta. No fue un beso tierno.

A él le había enfurecido que lo hubiese tomado por la clase de hombre que jugaría con sus sentimientos para castigarla.

Cuando en realidad había pasado el día entero conteniendo el impulso de violarla.

Que Penelope hubiese juzgado tan mal sus motivos le resultaba incomprensible.

E imperdonable.

De modo que tomó sus labios y su boca y le robó el aliento, desahogando el enajenante deseo que había reprimido todo el día.

Eso y sólo eso era lo que le había poseído, lo que le había llevado a conducirse como no lo había hecho jamás.

Esa cruda, desesperada, ávida necesidad lo invadía y manaba de él vertiéndose en el beso. Y en cuanto a besos, aquél era ingobernable, teñido de un desenfreno que nunca antes había sentido. Los labios de Penelope eran tan carnosos y suculentos como había imaginado, la suave caverna de su boca rendida un exquisito placer.

Que él saqueaba.

Sin restricción.

Y ella consentía.

No era que la voluntad y la razón de Penelope zozobraran; se habían ausentado. Por completo. Por primera vez en su vida se descubrió rehén de sus sentidos, completamente a su merced. Y eran despiadados.

O, mejor dicho, el efecto que Barnaby ejercía sobre ellos era implacable, inflexible y absolutamente arrollador.

Sus labios se movían sobre los de ella, duros y firmes, con imperiosa autoridad, exigentes de un modo que la estremecía. Un brazo la tenía rodeada, reteniéndola; una mano le sujetaba la cabeza de modo que era toda suya para que la devorara.

Y a ella no le importaba. Lo único que le importaba era experimentar más, saborear más, sentir más.

En algún momento había separado los labios, dejando que le llenara la boca, dejando que su lengua reivindicara de una manera que ella encontraba excitante, emocionante, una oscura y ardiente promesa de placer.

Las sensaciones físicas se entretejían en su mente, la nublaban, la aturdían. La excitación sensual tiraba de ella de un modo que resultaba inexplicable.

Deseaba. Por primera vez en su vida notaba el despertar del placer; algo más poderoso que la mera voluntad. Algo adictivo que bullía con un apetito que exigía ser saciado.

Deseaba corresponder a su beso, reaccionar como él quisiera, de cualquier manera que los apaciguara y satisficiera a ambos. La idea de dar para recibir floreció en su mente junto con la creciente certeza de que en ese terreno las cosas funcionaban así.

Había apoyado las manos en el pecho de Barnaby; dejando de agarrarlo de manera tan compulsiva las deslizó hacia arriba, hacia sus hombros, anchos y fuertes, para luego seguir subiendo hasta su nuca y los sedosos rizos que le cubrieron los dedos.

Jugueteó con ellos.

Su contacto afectó a Barnaby; inclinó la cabeza y profundizó más el beso; su lengua acarició la suya con ardiente persuasión.

Sintió un escalofrío. Envalentonada, correspondió vacilante al beso; indecisa, insegura.

La respuesta de Barnaby la conmocionó: una oleada de deseo apasionado que parecía surgirle del alma, que manaba de todo su cuerpo y se concentraba en aquel beso. Y la fuerza, la avidez, la descarnada necesidad que percibía latente en sí misma, tendrían que haberla hecho recobrar la compostura, aferrarse de nuevo al instinto de supervivencia.

En cambio, cayó en la trampa.

En la tentación de besarlo sin comedimiento, de dejar que su lengua jugara con la suya, de arrimarse a él. De aprender más.

A través del beso, a través de aquellos labios que devoraban los suyos, a través de las firmes manos que la estrechaban contra aquel inflexible cuerpo, percibió una primitiva satisfacción masculina fruto de que ella consintiera, de que respondiera, de que se entregara.

Esto último era temerario; aun habiendo perdido el juicio lo sabía de sobra. Mas el momento, el aquí y ahora, no encerraba ninguna amenaza.

Por más que aguzara los sentidos, lo único que detectaba era calor y un creciente placer, y mezclada en todo ello de manera esquiva, una fuerza que resultaba adictiva. Que apelaba a ella en un nivel de feminidad desconocido hasta entonces, que nunca antes se le había manifestado tan abiertamente.

La respuesta de Barnaby a eso la impresionó, le hizo abrir los ojos a la mujer que llevaba dentro. Y a sus ansias.

Se apartó, interrumpió el beso con un leve jadeo. Lo miró anonadada a los ojos.

Brillantes, azules, encendidos por lo que ahora ella entendía que era deseo, la miraron a su vez. La expresión de aquellos ojos, la lentitud con que apretaba la mandíbula, le dijeron que Barnaby había visto y entendido… demasiado.

Aguijoneada por el miedo, se zafó de su abrazo y dio media vuelta para seguir caminando. No iba a decir nada, ni siquiera a hacer referencia al beso. Ni siquiera aludir a él.

No cuando se sentía tan alterada.

Tan desprotegida.

Tan vulnerable.

Barnaby no dijo nada. En dos zancadas se puso a su altura y se acopló a su ritmo.

Penelope notaba su mirada en el rostro pero mantuvo los ojos al frente. Con la cabeza alta, siguió adelante.

Rodearon la iglesia y salieron a una calle más concurrida. Barnaby paró un coche de punto. Abrió la portezuela y ella subió sin dejarse ayudar.

Él subió tras ella y, para su sorpresa y creciente indignación, se sentó a su lado, aunque dejando suficiente espacio entre ambos para no agobiarla. Apoyó un codo en la ventanilla y se dedicó a contemplar las fachadas, guardándose sus pensamientos para sí.

Dejándola a ella con los suyos.

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