CAPÍTULO 15

– ¡Eh, Horace! ¿Has visto esto?

Grimsby salió de la trastienda arrastrando los pies, mirando con sus ojos de lechuza a Booth, un manitas que de vez en cuando venia para venderle chucherías.

– ¿El qué?

Booth puso un aviso impreso encima del mostrador.

– Esto. Ayer lo vi en el mercado; los están repartiendo a montones. Anoche todos hablaban de lo mismo en el pub. -Booth mira fijamente a Grimsby. -Pensé que querrías saberlo.

Frunciendo el ceño, Grimsby cogió el aviso. Mientras lo leía, notó que mudaba de color. Cuando vio el anuncio de la recompensa, le tembló la mano y soltó el papel.

Booth lo observaba detenidamente.

– Se me ocurrió pasar a darte el soplo, Horace. Nos conocemos de hace mucho; los viejos amigos cuidamos unos de otros, ¿verdad?

Grimsby se obligó a asentir.

– Y que lo digas, Booth. Gracias. Aunque no sé nada de esto, claro.

Booth sonrió de oreja a oreja.

– No más que yo, Horace. -Saludó a Grimsby con un gesto de la mano. -Hasta la vista, pues.

Grimsby se despidió asintiendo pero tenía la cabeza en otra parte. Mientras Booth salía de la tienda, cogió el aviso y volvió a leerlo.

Al cabo, gritó:

– ¡Wally!

El bramido hizo que Wally bajara ruidosamente las escaleras. Echó un vistazo a la tienda y luego miró a Grimsby.

– ¿Qué pasa, jefe?

– Esto. -Grimsby hincó un dedo mugriento en el aviso sobre el mostrador. Estaba indignado. -¡Quién habría pensado que los engreídos del maldito Scotland Yard iban a interesarse por unos mocosos del East End! -Dejando que Wally leyera el papel, rodeó el mostrador. -Algo va mal, te lo digo yo.

Ésa era la cuestión que más lo inquietaba. Según la experiencia de Grimsby, las cosas infrecuentes que se salían del orden normal de las cosas, nunca auguraban nada bueno.

Wally se irguió.

– Yo… esto… oí cuchicheos en la taberna anoche; no sabía que era por esto, pero oí que alguien andaba preguntando por unos chicos.

Grimsby reparó en su tono inseguro y en que rehuía su mirada. Soltando un gruñido, le agarró la oreja y se la retorció cruelmente.

– ¿Qué más oíste?

Wally saltaba y se retorcía.

– ¡Auuu!

Grimsby se la retorció un poco más, arrimándose más a él.

– ¿Por casualidad preguntaban quién podía estar dirigiendo una escuela de ladrones por aquí?

El silencio de Wally fue respuesta suficiente. Grimsby bajó la voz:

– ¿Alguien dijo algo?

Wally intentó negar con la cabeza e hizo una mueca de dolor.

– ¡No! Nadie dijo nada de nada. Sólo se preguntaban quién sería esa gente y por qué andaban haciendo preguntas. Nada más.

Grimsby puso cara de pocos amigos. Soltó a Wally.

– Vuelve con los chicos.

Tras mirarlo con recelo, Wally se fue, frotándose la oreja lastimada.

Grimsby regresó al mostrador y se quedó mirando el aviso. Los nombres y descripciones no le preocupaban; los niños no habían salido de la casa, y ahora aun lo harían menos, excepto de noche. Y todos los golfillos eran iguales a oscuras.

Lo que le fastidiaba era la recompensa. Nadie había dicho nada todavía, pero alguien, en algún momento y algún lugar, lo haría. En el barrio, más de uno vendería a su madre por el olorcillo de una moneda.

Leyó el aviso otra vez y halló cierto consuelo en que la recompensa fuera concretamente por información sobre los niños, no sobre ninguna escuela de ladrones. Como nadie había visto a los niños, ni siquiera los vecinos de al lado, consideró que no estaba contemplando la perspectiva de que le delatara alguien del barrio. Al menos de momento.

Pero los niños tenían que salir a la calle para la última parte de su entrenamiento. En circunstancias normales, Wally los habría llevado primero durante el día a deambular por Mayfair para que se acostumbraran al trazado de las calles más anchas, para enseñarles lugares donde poder esconderse, como las zonas de los sótanos y las escaleras que conducían a ellos. Esos sitios no existían en el East End; un buen niño ladrón debía conocer a fondo el terreno donde trabajaba.

Ahora toda esa parte del entrenamiento tendría que hacerse de noche, y Wally no serviría para eso. Tendría que hacerlo todo Smythe. Y aun así…

Por más empeño que pusiera en su plan, Grimsby se figuraba que Alert no querría arriesgarse a que todo le explotara en la cara.

Según sus cálculos, sólo faltaba poco más de una semana para concluir el asunto. Pese a la mala espina que le daba, era reacio a echarse atrás, sobre todo habida cuenta de que Alert lo tenía entre la espada y la pared.

Y tampoco había que olvidar a Smythe.

Volvió a mirar el aviso. Si de él dependiera, echaría a los niños, dejaría que volvieran a sus casas y se lavaría las manos de todo el asunto. Era demasiado viejo para ir a la cárcel, y más aún para que lo del portaran.

Pero Alert iba ser un problema. Era un encopetado y, como tal, un arrogante.

Smythe, por otra parte, estaba al tanto de todo.


Aquella tarde, Penelope holgazaneaba en la gran cama de Barnaby y no recordaba haber estado nunca tan satisfecha. Tan en paz. Al otro lado de las ventanas, la apagada tarde de noviembre era silenciosa y gris. Era domingo, había poca actividad en la calle, una brisa fría que anunciaba el invierno mantenía en sus casas incluso a los más valientes.

Era un dormitorio acogedor, caldeado por el fuego que ardía alegremente en la chimenea que había frente a los pies de la cama. Ella estaba tumbada sobre los almohadones y acurrucada bajo las mantas, agradablemente caliente y relajada, nada de lo cual cabía atribuirlo al fuego. Las cortinas de la cama estaban sueltas y, parcialmente corridas, creaban una sensación de recinto privado, transformando la cama con su mullido colchón y blandos almohadones en un refugio de placeres secretos e ilícitos deleites.

Tras un almuerzo temprano le había dicho a su madre que se iba a atender asuntos del orfanato. Luego tomó un coche de punto hasta Jermyn Street. Mientras se habían arreglado la ropa en la salita de lady Carnegie la noche anterior, Barnaby había mencionado que Mostyn libraba las tardes de domingo. Por consiguiente, había dejado la puerta abierta, dispuesto a recibirla y entretenerla. A conciencia.

– Ten.

Penelope, al volverse, lo vio de pie junto a la cama, gloriosamente desnudo, ofreciéndole una copa de jerez. Sonriendo, liberó un brazo y alcanzó la copa.

– Gracias.

Le vendría bien el reconstituyente; todavía era pronto y, según había aprendido la víspera y confirmado durante la última hora, aún le quedaba mucho por aprender.

Experimentar y asimilar, al menos sobre sí misma, sobre cómo reaccionaba a su paciente y experta manera de hacer el amor y, más importante, porqué.

No había previsto que tal actividad resultara tan fascinante. Tan apasionante. Tan exigente no sólo físicamente sino en otros aspectos que no comprendía del todo.

Desde luego entrañaba algo más que mera comunión corporal. Y eso sólo bastaba para intrigarla sobremanera. Tomó un sorbo entornando los ojos mientras Barnaby, tras comprobar el estado del fuego, volvía a la cama.

Cogiendo su copa de la mesita de noche, levantó las mantas y subió a su lado. Su peso inclinó el lecho; la proximidad de su desnudez junto a ella, sin ninguna clase de barrera, le provocó un hormigueo de expectación que se extendió por todo su cuerpo.

Ahora que tenía una idea más concreta de lo que esa promesa conllevaba, su expectación no era sino más intensa y más dulce. Tomó otro sorbo y lo saboreó.

Cerrando los ojos, mentalmente tocó y aquilató. El cuerpo le repiqueteaba, casi ronroneando; la mente era un mar inusualmente en calma. No recordaba ninguna ocasión de su vida en que se hubiese sentido tan satisfecha, tan realmente contenta. Incluso a pesar de que la frustración a causa de los escasos progresos en la búsqueda de los niños desaparecidos la fastidiaba, en aquel momento era algo remoto. Algo que estaba más allá de las cortinas de la cama, fuera de aquella habitación.

Dentro, en los confines privados de la cama de Barnaby, había experimentado no sólo placer y deleite sino, después de ellos, una sensación de paz más profunda.

A su lado, Barnaby se recostó en las almohadas, tomó un sorbo de vino, miró su perfil y vio que estaba cavilando. No podía adivinar sobre que, aunque a juzgar por su expresión no se trataba de los niños. Ya habían tratado lo poco que había que comentar sobre la investigación antes de subir al dormitorio. A falta de novedades, progresos ni alguna actividad provechosa de la que ocuparse, Penelope se había mostrado gratamente dispuesta a amoldarse a sus planes de mutuo solaz.

Teniendo en mente su última y más sutil estrategia, se había permitido mostrar su lado más dominante, aunque no del todo, sólo lo justo para intrigarla y desafiarla; tras una breve sorpresa inicial, Barnaby se había visto recompensado por su absoluta atención.

Tal como preveía, había despertado su curiosidad.

La había llevado en volandas hasta la habitación, cerrado la puerta con el pie y proseguido hasta la cama, desnudándola por el camino.

Penelope había reaccionado con gratificante entusiasmo aunque llegados a cierto punto, su insistencia en quitarle la camisa había provocado un momento de confusión, al menos para él. No había contado con que le birlara las riendas, pero lo había hecho. A pesar de haberlas recuperado de nuevo, luego ella quiso cogerlas otra vez; pasarse el control de uno a otro, compartirlo, pasar de guía a seguidor y viceversa, no era algo a lo que Barnaby estuviera acostumbrado, pero se las arregló para amoldarse.

Una vez que la tuvo tendida desnuda en su cama, lo único que había sido capaz de pensar fue en hundir su ya palpitante verga en aquel cautivador cuerpo. Como ella había mostrado la misma urgencia e insistencia, contorsionándose licenciosamente, incitándolo seductoramente, Barnaby se había limitado a hacerlo, dejando a un lado su deseo de dedicar más tiempo a explorar sus curvas desnudas.

A plena luz y detenidamente.

La miró, bebió un sorbo y se prometió que lo haría. Pronto.

En general la había juzgado correctamente: el conocimiento era, en efecto, su premio. En este ámbito, se trataba de una moneda de la que él, comparado con ella, poseía más que suficiente.

Como era de esperar, Penelope era más intrépida de lo normal. Las damas de buena cuna tendían a invitar, instigar y luego consentir; ella hacía las dos primeras cosas pero no la tercera; participaba activamente, esperaba contribuir, si no de igual modo, al menos decididamente al resultado, a definir el territorio al que les conducían sus pasiones, así como a influir sobre el ritmo y la ruta por la que ascendían a la cumbre.

Ponía interés, se aplicaba en la tarea y aprendía sin tregua.

Y aunque Barnaby prefería mantenerse firme en el mando, estaba comenzando a sospechar que quizá disfrutaría con algunas de las ventajas de compartir las riendas de vez en cuando.

Bebiendo el fresco amontillado, desvió la mirada hacia el fuego, tratando de discernir en qué punto se encontraban del camino hacia su boda. Uno o dos pasos más cerca que la noche anterior.

Tal vez hubiera llegado la hora de sembrar unas cuantas ideas más en su receptiva y fértil mente.

Apuró la copa, alargó el brazo y la dejó en la mesita de noche antes de volverse hacia ella y tenderse a su lado.

Penelope entreabrió los párpados; Barnaby captó el brillo de sus ojos negros bajo la exuberante curva de sus pestañas.

Cogiéndole la mano que tenía encima del cubrecama, se llevó sus dedos a los labios y los besó. Luego le levantó el brazo y le puso la mano en las almohadas, encima de su cabeza.

Tenía toda la atención de Penelope puesta en él, pero no la miró a los ojos. Deslizando el brazo bajo las mantas, le puso los dedos a un lado del cuello, resiguiendo suavemente la curva desde debajo de su oreja hasta la clavícula.

Ella se tensó un poco, vigilante. Barnaby levantó la mano para repetir la caricia, retirando las mantas al hacerlo, y luego se arrimó para trazar la misma línea con los labios, logrando que la respiración de Penelope se entrecortara.

Cambió de postura y repitió la caricia en el otro lado; ella ladeó la cabeza para facilitarle el acceso, esbozando una sonrisa al suspirar.

Avanzando, él le sometió los hombros a la misma exploración táctil, primero con los dedos, luego con los labios y la lengua.

Las mantas habían caído hasta justo encima de sus senos. Deslizando una mano por debajo, él la cerró en torno a uno de ellos. No trató de disimular su actitud posesiva, simplemente cerró los dedos en torno al firme montículo y lo reivindicó. Luego comenzó a acariciarla con los dedos alrededor del pezón hasta ponérselo erecto para acto seguido cogerlo entre el índice y el pulgar.

La respiración de Penelope se quebró, fracturada.

Arrimándose aún más, apartó las mantas para poder contemplar la carne que estaba tocando. Tras estudiarla, agachó la cabeza y la lamió lentamente.

Penelope tomó aire.

Barnaby se dispuso a saborearla, a colmar sus sentidos con el excitante sabor de la joven después de haberla poseído una vez. La segunda llegaría, pero sólo después de que él hubiese saciado y satisfecho sus ansias de explorar cada fascinante centímetro de su piel.

Con los ojos, con la lengua, con las manos.

Penelope consentía, hechizada por aquellas sensaciones inimaginables poco tiempo atrás. Unas sensaciones que Barnaby tenía toda la intención de agudizar para reforzar el vínculo sensual que los unía, haciendo que ella fuese más incuestionablemente suya, tamo en su mente como en la de él.

Su piel era increíblemente blanca y suave. Cuando estaba fría parecía el más delicado alabastro, suave pero cálido al tacto; cuan de caliente, como en ese momento, con los senos hinchados y los pezones de punta, parecía seda de color melocotón.

Satisfecho tras haber explorado suficientemente un seno, apartó más las mantas y pasó al otro. Penelope tembló mientras él tomaba posesión; interesante considerando la intimidad que ya habían compartido. Cuando tras un concienzudo estudio la chupó con avidez, Penelope dio un grito ahogado y arqueó la espalda, hundiendo la cabeza en las almohadas.

La mano que sostenía la copa de jerez tembló peligrosamente; alcanzándola, Barnaby se la cogió por el pie y, alargando más el brazo, la puso en la mesita de noche. El ruidito seco de la base contra la madera resonó en la habitación como inequívoca declaración de intenciones.

Declaración que Penelope oyó. Cuando Barnaby se retiró de su seno, hizo ademán de acariciarlo. Para su sorpresa, Barnaby le cogió la mano; sin apartar la vista de sus senos turgentes, le puso la mano encima de la cabeza, junto a la otra, sobre las almohadas.

– Déjalas ahí -masculló con voz grave y autoritaria. -Quédate tendida y deja que… te adore.

Penelope titubeó, estudiando su rostro, tratando de determinar qué era lo que veía en él; algo más duro, más poderoso de lo que había conocido hasta entonces. Movida por la curiosidad, consintió e intentó, sin éxito, conservar la calma mientras él, con una especie de deliberación que resultaba peculiarmente excitante, proseguía con el estudio de su cuerpo y del modo en que respondía a sus caricias.

Cuando un movimiento particularmente ingenioso de la yema de sus dedos en el vientre la hizo temblar, Barnaby murmuró:

– Esto te gusta.

Ella no se molestó en asentir. El tampoco esperaba una respuesta: sus palabras habían sido la constatación de un hecho. No obstante, permanecer pasiva por un tiempo indeterminado resultaba extraño en aquel caso… Adorar, había dicho Barnaby, y de una manera curiosa no dejaba de haber cierta reverencia en ello, pese a que podría haber dicho «tomarte» o «poseerte» y ser igualmente exacto.

El modo en que la trataba la tenía fascinada e intrigada.

Él fue descendiendo por su cuerpo. Al principio metía la mano debajo de las mantas para acariciarla, luego las apartaba, revelando la zona en que concentraba su mirada. Estudiaba, examinaba, aquilataba y acto seguido agachaba la cabeza y probaba.

Las mantas fueron destapándola progresivamente, exponiendo cada vez más cuerpo a su minucioso examen. Barnaby no pedía permiso, ni siquiera sin palabras, simplemente continuaba su exploración como si tuviera un derecho incuestionable.

Como si ella hubiese cedido ante él. ¿Lo había hecho?

A decir verdad, no estaba segura; y aún estaba menos segura de que le importara.

Las manos de Barnaby… Antes había calificado su contacto de mágico. Cerrando los ojos mientras debajo de las mantas una palma dura se deslizaba por su cadera, se esforzó en reprimir un estremecimiento. No tenía frío, como resultado de sus atenciones tenía el cuerpo ardiente, pero el torrente de sensaciones que sus dedos le causaban era algo exquisito que le ponía los nervios a flor de piel, dejándolos sensibilizados y ansiosos, muy ansiosos, de más.

De sentir más.

Era una clase de estimulación táctil que nunca antes había experimentado y que parecía abrirle los poros para absorber mucho más, para aguzarle los sentidos de modo que su siguiente caricia, por ligera que fuese, fuera percibida con mayor intensidad.

Mucho más cargada de sentimiento y significado. De intención.

Lo asimilaba todo mientras bajo las mantas la mano de Barnaby seguía descendiendo y sus dedos coqueteaban juguetones con los rizos de la cima de sus muslos. Un momento después, sus dedos bajaron todavía más y apretaron entre los muslos para palpar, sobar, acariciar.

Finalmente se encontró con las mantas por las rodillas.

Lo que siguió fue bastante más de lo que Penelope se esperaba, más intenso, cada vez más íntimo, pero fue incapaz de dar el alto, ni siquiera de pedir una pausa para recobrar el aliento… porque ya no le quedaba aliento que recobrar puesto que sus prietos pulmones estaban paralizados.

Igual que cuando, destapada desde hacía rato, Barnaby le abrió los muslos, separándole bien las piernas para contemplarla tal como había hecho con el resto de su cuerpo, y luego explorar con los dedos, palpando, acariciando, puntuando con un grave murmullo lo que a ella le gustaba, distrayéndola con ese sonido para luego hacer que atendiera a sus palabras mientras continuaba con su de mostración.

Hacía rato que ella era incapaz de protestar cuando Barnaby agachó la cabeza para probarla. Para saborearla, lamiendo y chupando ligeramente, hasta que la hizo enloquecer.

Hasta que, contorsionándose de excitación, sollozó y suplicó.

Y esta vez sabía por qué.

Como un emperador concediendo un deseo a una esclava, él le dio lo que pedía; su picara lengua la hizo lanzarse vertiginosamente desde aquel borde brillante, lanzándola a una complacida inconsciencia.

Una inconsciencia más complacida, más profundamente saciada de lo que jamás había conocido. Penelope se hundió bajo aquella ola de saciedad recibiéndola con gusto, dejando que la inundara.

Barnaby observó su rostro mientras le hacía alcanzar el clímax y la liberaba de todas las tensiones. Ella se dejó ir con un suspiro, volvió a hundirse en la almohada desenmarañando sus tensos músculos con la expresión perdida, las facciones relajadas salvo por sus labios que, bajo la mirada de él, se curvaron ligeramente.

Sonriendo para sus adentros, Barnaby se apoyó en las rodillas, la cogió por la cintura y le dio la vuelta.

Ella se tumbó boca abajo de buen grado y apoyó la mejilla en la almohada. Curvando los labios en previsión de lo que se avecinaba, él le separó los pies y se arrodilló entre sus piernas.

Comenzó por los tobillos, levantando uno después del otro para explorarlo, acariciarlo y luego mordisquearlo. No le tocó la planta de los pies por si tenía cosquillas; lo último que quería era devolverle la plena conciencia demasiado deprisa.

La turgencia de las pantorrillas, las corvas, la longitud de los muslos, a todo ello rindió diligente homenaje, y ella suspiró y le dejó hacer.

Le dejó reseguir los globos de su trasero, besar y lamer su camino sobre las nalgas y las hendiduras de la columna vertebral. Barnaby abrió los dedos abarcando la parte posterior de la cintura y luego fue subiendo las manos, siguiendo la columna con los labios

Y la lengua, deteniéndose para examinar los omóplatos, hasta que por fin le alcanzó la nuca.

Apartando el pelo que antes le había soltado, la tocó, acarició y apoyó los labios en la delicada piel al tiempo que apoyaba su cuerpo sobre el de ella.

Abriéndola.

La mordisqueó, luego llevó los labios al cuello mientras apretaba las manos contra el colchón, deslizándola debajo de ella para llenarlas con sus senos. Los sobó hasta que encontró los pezones y los pellizcó.

Su erección, caliente y dura como el hierro, se apoyaba palpitante entre los globos de su delicioso trasero. Por la tensión que se adueñó de él cuando le soltó el seno derecho y alargó el brazo para abrirle las piernas, Penelope adivinó lo que Barnaby se proponía, aunque sin saber cómo lo haría exactamente. Este se imaginaba el cerebro de ella bullendo de preguntas que, afortunadamente, no tenía aliento ni tiempo para formular.

Se aseguró de lo segundo soltándole la rodilla, retirándose para situar la punta de su erección en el punto de entrada. Acto seguido se hundió en ella sólo un poco, justo lo suficiente para contestar a las primeras preguntas.

Moviéndose para apoyar su peso en un brazo y dejar de aplastarla contra la cama, Barnaby devolvió la mano a la posición anterior, reclamando de nuevo su seno. Su peso la mantenía inmovilizada mientras mantenía el otro seno apretado contra su otra palma. Bajo la cabeza, le cogió el lóbulo con los dientes y lo mordisqueó, luego posó los labios en la sensible piel de debajo y ella arqueó la espalda, y despacio, con deliberada lentitud, saboreando cada centímetro, la penetró.

Debajo de él, Penelope se estremeció. Tenía los ojos cerrados y expresión de suma concentración.

Barnaby empujó más hondo, notando que la delicada cavidad cedía y le dejaba entrar para luego abrazarlo. Se cerró en torno a él con fuerza, envolviendo su erección en un resbaladizo calor abrasador, cortándole la respiración.

Entonces ella se movió debajo de él, empujando hacia atrás, instintivamente buscando más. Abriéndose más para él.

Barnaby empujó a fondo, con fuerza, y la oyó gimotear, no de dolor sino de placer. Aquel sonido lo sacudió y descentró un momento, de modo que tuvo que detenerse, cerrar los ojos y aguanta la respiración hasta recobrar parte del control.

Cuando lo hubo hecho, se retiró despacio y volvió a embestirla con potencia.

Penelope sollozó de nuevo.

Paseándole los labios justo debajo de la oreja, Barnaby murmuró:

– Esto también te gusta.

Su única respuesta fue un minúsculo pero exigente estremecimiento del trasero.

Barnaby soltó una risita gutural y la complació. Retirándose una vez más, se dispuso a montarla; despacio, cada empujón medido en potencia y profundidad, exquisitamente sintonizado para aumentar el placer de Penelope, que se retorcía y suplicaba, tratando de instarlo a ir más deprisa; él hizo oídos sordos y se ciñó a su plan, ejerciendo en todo momento un control absoluto con el buen tino de no dejar que ella lo debilitara.

Apretó los dientes y aceleró el ritmo, usando su peso para someterla y empujando hondo, al tiempo que le sobaba los senos, hasta que llegó al orgasmo con un grito, el primero que Barnaby le arrancaba.

El sonido rompió todos los diques de contención y con un gruñido se hincó en ella hasta la empuñadura, una y otra vez, hasta que una marea desatada lo arrastró consigo, arrebatándole la conciencia, inundándolo de un placer total mientras bombeaba su semilla dentro de ella.

Hecho polvo, se desplomó encima de ella, demasiado débil, demasiado agotado, demasiado saciado para moverse.

En cuanto pudo reunir las fuerzas necesarias, rodó sobre un costado, sin soltar a Penelope, recolocándola contra él, la espalda de ella en su pecho.

Con las manos libres en torno a sus senos, pudo reseguirle las costillas mientras procuraba recobrar el aliento.

Al cabo de un momento, ella echó un brazo atrás y le pasó la mano por el flanco, un movimiento tierno y acariciante que daba fe de su agradecimiento.

Barnaby le acarició la nuca con la nariz; fue la manera de darle las gracias a su vez. Pero en cuanto recobró el aliento, murmuró:

– Pues esto es lo que podrías disfrutar cada vez que te viniera en gana.

La risita con que contestó Penelope fue en extremo sensual.

– ¿Cada vez? Sin duda necesitaría que tú alcanzaras el resultado deseado.

– Cierto. -Eso era precisamente lo que quería que ella entendiera. Acercó los labios a su oreja. -Pero como estoy aquí…

Con una mano se puso a sobarle un seno otra vez mientras deslizaba la otra hacia abajo, separando los dedos al llegar al vientre y apretando ligeramente mientras se movía detrás de ella, recordándole que todavía lo tenía dentro. Recordándole el placer que eso le había proporcionado.

Como si ella necesitara que se lo recordara. Reprimiendo un estremecimiento innecesario, pues era obvio que Barnaby no necesitaba que lo alentaran más, a Penelope le costaba creer que hubiese vivido tanto tiempo desconociendo que existiera un placer tan profundo, tan cálido y satisfactorio. Que con el varón adecuado pudiera disfrutar hasta ese extremo en que la gloria parecía correr por sus venas. Que el simple regocijo de la intimidad pudiera ser tan intenso.

Pero con el varón adecuado; quizá por eso nunca antes se había sentido inclinada a explorar en esa dirección. Barnaby Adair era diferente; para ella, diferente en muchos sentidos. No pensaba que fuese débil o poco inteligente, ni siquiera menos inteligente que ella; y sentía una secreta excitación ante su tamaño en comparación con el suyo. Él era mucho más grande, duro y fuerte. Sin embargo, parecían encajar no sólo en la intimidad sino también en otros aspectos, se había acostumbrado a tenerle cerca, cual muro de masculinidad, acechando junto a ella.

Lo cual constituía toda una novedad, habida cuenta de su reacción habitual ante los hombres altos y acechantes.

– No deja de ser sorprendente, si lo piensas. -La voz de Barnaby, relajada y profunda, flotaba junto a su oído; Penelope sintió que hablaba tanto para ella como para él. -Me refiero a que nos entendamos tan bien. -Juntó los dedos sobre su seno. -Y no sólo en la cama, también en sociedad e incluso en nuestra investigación.

Hizo una pausa y luego prosiguió en tono reflexivo.

– Lo cierto es que me gusta hablar contigo, y eso, debo confesarlo, no es lo normal. No te limitas a pensar en modas, bodas o bebés; tampoco es que suponga que no piensas nunca en esas cosas, pero no te sientes obligada a comentar esos asuntos conmigo, y en cambio tienes otras ideas, otros preocupaciones que yo puedo compartir.

Penelope miraba la habitación sin verla, consciente no sólo del calor del cuerpo de Barnaby acunando el suyo, de su mano acariciándole sin darse cuenta el seno, sino también de otro calor que emanaba de sus pensamientos compartidos, de su empeño compartido.

– Gracias a Dios no te impresiona mi trabajo. -Hizo una pausa. -Y a mí no me amedrenta el tuyo.

Penelope rio y dijo:

– Parece que nos complementamos bastante bien.

Barnaby se movió detrás de ella, recordándoselo.

– Y que lo digas.

Penelope volvió a reír ante la mordacidad de su tono pero sus pensamientos, motivados por los de él, reclamaron su atención. Era bien cierto que parecían tener un consenso natural, uno que ella, y al parecer también él, no había encontrado en ninguna otra persona. Pertenecían al mismo círculo social selecto, uno por cuyas restricciones ni él ni ella se sentían demasiado constreñidos, pero esa circunstancia facilitaba que se entendieran cualquiera fuese la situación que afrontaran.

La envolvió una lenta marea de calor y se dio cuenta de que él se estaba moviendo con suma ternura dentro de ella. Y comprendió que él había recobrado las energías, por decirlo así.

Penelope miró hacia la ventana; aunque la veía borrosa, la luz anunciaba el final de la tarde. Ignorando la pasión que ya se adueñaba de ella, se obligó a decir:

– Debo irme. No tenemos tiempo.

Su decepción le tiñó la voz. Como respuesta, Barnaby apretó con las manos, manteniéndola en su sitio; se retiró y acto seguido empujó con más ímpetu, haciéndola soltar un grito entrecortado.

– Sí que tenemos tiempo. -Se retiró y empujó otra vez, sujetándola con más firmeza. -Luego podrás marcharte.

Un lametón delicioso le recorrió la columna vertebral. Ella esbozó una sonrisa y dijo en susurro:

– Si insistes…

Barnaby insistió, deleitándola a fondo una vez más antes de permitir que se levantara y vistiera. Luego la acompañó a Mount Street.


Smythe se presentó en la vivienda de Grimsby bien entrada la noche del sábado. Grimsby levantó la vista y lo vio, llenando el umbral de su habitación.

– ¡Santo cielo! -Atrapado en su viejo sillón, Grimsby se llevó la mano al corazón. -A ver si avisamos, que cualquier de día de éstos me matas del susto.

Los labios de Smythe temblaban; entré, cogió una silla vieja de respaldo recto, le dio la vuelta para que el respaldo quedara de cara a Grimsby y se sentó a horcajadas.

– Bien, ¿cuál es el problema?

Grimsby hizo una mueca. Había dejado recado en la taberna Prince's Dog, el único modo que conocía para ponerse en contacto con Smythe. No tenía ni idea de cuándo recibiría Smythe el mensaje, y mucho menos de cuándo respondería.

– Tenemos un problemita -dijo. Moviéndose para meter la mano en el bolsillo de su viejo abrigo, sacó el aviso impreso y se lo pasó a Smythe. -La bofia ha hecho correr la voz.

Smythe lo cogió y leyó. Cuando llegó al anuncio de la recompensa, enarcó las cejas.

Grimsby asintió.

– Sí, a mí tampoco me gustó esa parte. -Pasó a referirle cómo se había enterado del aviso y lo que Wally le había contado al respecto. -O sea que es demasiado peligroso llevarse los chicos a entrenar, al menos durante el día. No voy a pedirle a Wally que lo haga; lo último que necesitamos es que la pasma lo pille con un par de chavales y que luego se presenten aquí y pesquen al resto.

Smythe tenía la mirada perdida. Asintió.

Grimsby aguardó sin quitarle ojo; no quería presionar a Smythe. Finalmente, éste murmuró:

– Tienes razón. No tiene sentido arriesgarlo todo, y tampoco queremos que nos pesquen con esos rapaces. -Volvió a mirar a Grimsby. -Pero no estoy dispuesto a renunciar a un trabajo tan bueno como éste; y estoy seguro de que tú tampoco, y menos con las ganas que te tiene Alert.

Grimsby puso cara de pocos amigos.

– Ya. Me querrá en el ajo a toda costa. Pero con los chavales a medio entrenar, está cantado que perderás alguno; bueno, por eso tenemos tantos, pero aun así. -Señaló con el mentón el aviso que Smythe aún sostenía. -Tendrías que enseñarle eso, sólo para que no venga con que no lo sabía o que no entendía su significado, a saber, que no podemos entrenar a los niños del todo como estaba previsto.

Smythe estudió el aviso otra vez y se levantó.

– De acuerdo. -Metiéndose el aviso en el bolsillo, añadió: -Quién sabe, Alert igual está al corriente, o tiene manera de averiguar quién ha metido a los polizontes en esto.

Grimsby se encogió de hombros; no se levantó cuando Smythe se marchó. Escuchó los pasos fuertes en la escalera y luego el golpe de la puerta de la tienda al cerrarse.

Soltando un suspiro, se preguntó si eran figuraciones suyas; si la insinuación de Smythe en cuanto a que si Alert averiguaba quién incitaba a la bofia se aseguraría de que ese malnacido lo lamentara.

Entonces pensó en Alert y decidió que no estaba imaginando nada.


Una hora después, Penelope se acostó y cerró los ojos. Estaba en su propia cama, en su dormitorio de Calverton House en Mount Street, la misma habitación en que había dormido la mitad de su vida. Sin embargo, esa noche sentía que le faltaba algo.

Algo cálido, duro y viril contra su espalda.

Suspiró. En lugar de su presencia, dejó que su mente divagara hacia la tarde de gozo. Pasar la tarde entera en la cama con Barnaby Adair había resultado una experiencia muy grata.

Una experiencia que abría nuevos horizontes; sin duda había aprendido más sobre el deseo, sobre cómo él despertaba el suyo, sobre cómo reaccionaba ella y sobre cómo él respondía a su vez.

Esbozando una sonrisa espontánea, se dijo que estaba aprendiendo a pasos agigantados. Y lo que había aprendido comenzaba, para su sorpresa, a alterar su visión de la vida.

No había previsto algo semejante. No había considerado posible que el deseo, la búsqueda y el estudio del deseo, pudiera conducirla a un replanteamiento fundamental. Sus opiniones estaban talladas en piedra, inmutables, o eso creía hasta ahora…

Pese a la testarudez que le dificultaba admitir un cambio de opinión, en el fondo era menos reacia a considerar un posible cambio de postura, a considerar si su vida podría ser mejor en caso de hacerlo. Después de la dicha de aquella tarde resultaba difícil no cuestionarse si no se había precipitado al pensar que no quería ni querría nunca mantener una relación duradera con un hombre. Sabía que no necesitaba tal relación para estar feliz y contenta con lo que le había tocado en suerte, pero la cuestión no era si la necesitaba sino si la necesitaba. Si tal relación podría ofrecerle suficientes ventajas como para arriesgarse.

Ventajas como la profunda satisfacción que todavía corría por sus venas. Aquello era algo que nunca había sentido, pero el brillo era tan intenso, tan acogedor, tan adictivo que sabía que si se le presentaba la ocasión, optaría por conservarlo en su vida.

No acababa de entender del todo su origen; había una parte de intimidad física, una parte de entendimiento a un nivel diferente, una parte de alegría de estar cerca, tan estrechamente próxima, a otro ser humano con una mente muy parecida a la suya. Un varón que la comprendía mucho mejor que cualquier persona de su mismo género.

Él entendía sus carencias y necesidades, sus deseos, tanto físicos como intelectuales, mejor que ella misma. Y parecía deleitarse sinceramente al explorar y complementar esos deseos con su cuerpo.

Todo lo cual contribuía al placer que él hacía florecer, al placer que ella sentía cuando yacía en sus brazos. Todo lo cual era mucho mayor de lo que jamás se hubiese figurado.

Su idea inicial de permitirse el capricho de aprenderlo todo para luego retirarse como si tal cosa ya no resultaba válida. Debía replanteársela.

Reconsiderar su plan y modificarlo. Pero ¿modificarlo en qué sentido? Aquélla era la cuestión principal. ¿En qué medida debía cambiarlo, hasta qué punto era seguro y conveniente hacerlo?

¿Acaso tenía siquiera elección entre una relación duradera y el matrimonio?

En la buena sociedad se daban bastantes relaciones duraderas, pero ninguna protagonizada por damas de su edad y condición. Habida cuenta de quiénes eran ellos, cualquier intento por mantener una relación duradera iba a resultar complicado, al menos hasta que ella alcanzara la edad en que la sociedad considerara definitivamente que se había quedado para vestir santos. En su caso, eso sería cuando mínimo a los veintiocho, cuatro años más.

Intentó imaginarse rompiendo su relación y luego aguardando cuatro años antes de reanudarla… Una idea risible, por más de un motivo.

Lo cual le.dejaba una sola opción: casarse con él.

Al considerar esa perspectiva, seguía sin ver que el matrimonio fuera recomendable per se, al menos no para ella; los riesgos potenciales tenían más peso que los posibles beneficios. Las razones de su antiguo rechazo seguían teniendo fundamento.

No obstante, cuando añadía a Barnaby Adair a la balanza, el resultado era menos claro.

Casarse con Barnaby Adair. ¿Tal sería su destino?

Estuvo un buen rato mirando al techo mientras intentaba imaginar, formular y contestar preguntas, ver cómo podría funcionar ese matrimonio. Ambos tenían ya fama de excéntricos; aunque estaba claro que un enlace entre ellos no se ajustaría a las pautas al uso, la buena sociedad tampoco esperaría lo contrario.

El matrimonio con Barnaby Adair quizá sería una unión en la que podría vivir; era muy probable que ser su esposa no incidiera demasiado en sus libertades, como sucedería si se convirtiera en la mujer de otro caballero.

Por supuesto, siempre y cuando él estuviera dispuesto a concederle, una vez fuera su esposa, la libertad de ser ella misma y, por supuesto, siempre y cuando quisiera casarse con ella.

¿Sería así? ¿Cómo podía averiguarlo?

Mucho después, cuando por fin concilio el sueño, todavía daba vueltas a esas preguntas, incapaz de contestarlas.

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