A la noche siguiente, Smythe oscureció una vez más la cristalera del salón trasero de la casa de St. John Wood Terrace.
Igual que en la ocasión anterior, Alert aguardaba en las sombras de la habitación. Indicó a Smythe que entrara.
– ¿Y bien? -La aspereza de su tono no le pasó inadvertida a Smythe. -¿Puedo saber a qué se debe esta visita?
El otro no dejó traslucir emoción alguna al acercarse, alzándose imponente sobre Alert, cómodamente repantingado en un sillón.
– A esto.
Sacó una hoja del bolsillo y se la entregó.
Alert dejó pasar un momento antes de cogerla. La abrió y la encaró al fuego. Pese a la escasa luz, le bastó un vistazo para distinguir los caracteres impresos y reconocer su formato. La palabra «recompensa» destacaba claramente.
Asegurándose de mantener el rostro inexpresivo, valoró sus opciones. Luego arrugó el papel y lo tiró a las brasas, donde ardió. En el súbito resplandor anaranjado, miró a Smythe.
– Inoportuno pero no importante, diría yo.
Al parecer, no estaba dispuesto a que tuviera ninguna importancia, a juzgar por su falsa cordialidad. Smythe se encogió de hombros.
– Sólo que no podremos arriesgarnos a adiestrar a esos bribonzuelos de día.
– Pues hacedlo de noche. ¿Eso es un problema?
Smythe sonrió.
– No es tan fácil.
– ¿Pero puede hacerse?
– Sí.
– ¿Entonces? -Alert hizo una pausa, sin apartar los ojos del rostro de Smythe. -Lo que estamos tramando es demasiado importante y lucrativo, como para tirar la toalla por una amenaza sin importancia. Supongo que a estas alturas ya tendréis todos los niños necesarios.
– Todos menos uno.
– Conseguid a ese último.
Smythe se movió.
– Tenemos siete.
– Me dijiste que necesitabas ocho para hacer el trabajo como quiero que se haga. Smythe asintió.
– Para hacer tantas casas en una sola noche necesito ocho para ir bien. Pero si hacemos las mismas casas en dos noches…
– No. -Alert no levantó la voz pero su tono fue rotundo. -Te dije que sé cómo actúa la policía. Si las hacemos todas en una noche, no correremos ningún riesgo; es posible que ni siquiera sepan que hemos entrado hasta después de Año Nuevo. Y así es como tiene que ser. Si necesitas ocho niños, consigue ocho. Ni se te ocurra hacer una chapuza.
Dejó que transcurrieran unos segundos y preguntó:
– ¿Te encargarás tú, o debería decir nuestro amigo común Grimsby, de encontrar al último niño, o debo replantearme nuestro acuerdo?
Smythe esbozó una sonrisa.
– Conseguiremos al chico.
Alert sonrió.
– Bien. La aristocracia comenzará a huir de la ciudad a finales de esta semana. Deberíamos actuar cuanto antes. ¿Cuándo estaréis lisios?
Smythe reflexionó.
– Una semana.
Alert asintió.
– En ese caso, no tendremos nada de qué preocuparnos. Todo sigue adelante según lo planeado.
Smythe lo miró y asintió a su vez.
– Se lo diré a Grimsby.
Alert lo observó ir hasta la puerta y salir sin hacer ruido, cerrándola a sus espaldas. Se quedó tamborileando con los dedos sobre el brazo del sillón. Luego volvió la cabeza y miró las cenizas que ensuciaban el resplandor rojo de las brasas; era cuanto quedaba del aviso.
Del aviso impreso.
Al cabo de cinco minutos, Alert se levantó con agilidad, fue hasta la cristalera y la abrió. Salió, miró en derredor, cerró la puerta con llave y se marchó en dirección opuesta a la que había tomado Smythe.
La tarde siguiente, el inspector Basil Stokes de Scotland Yard caminaba de un lado a otro encima de una tienda de fruslerías femeninas. Llevaba caminando lo que parecían horas, una eternidad; fuera caía la tarde, la luz menguaba. Las aprendizas le habían dicho que su patrona había salido por la mañana, vestida con su «ropa vieja». Por enésima vez, Stokes maldijo para sus adentros; si no regresaba pronto, iba a…
El irritante cascabeleo de la campanilla de la puerta lo hizo parar en seco. Ceñudo, escuchó pese a que, tras numerosas frustraciones, estaba seguro de que oiría una voz femenina inquiriendo por la cinta de terciopelo que combinaba mejor con su capa, y aguardó… Finalmente, oyó la voz que tanto rato llevaba ansiando oír.
Su alivio fue sincero pero fugaz, ya que quedó ahogado por emociones más fuertes.
Poniendo cara de pocos amigos, se plantó en lo alto de la escalera. Allí aguardaba, con los brazos en jarras, cuando, después de tranquilizar a sus aprendizas, Griselda, con su disfraz del East End, subió apresuradamente.
Al levantar la vista vio la expresión de Stokes, pestañeó y vaciló, pero, apretando los labios, siguió subiendo.
– Inspector Stokes, no le esperaba.
– Obviamente. -Con la mandíbula, apretada, procuró no levantar la voz. -¿Dónde demonios estabas?
Griselda lo miró parpadeando, estudió su rostro un instante y se mordió la lengua para no darle la respuesta instintiva: que no era asunto suyo. No le gustaba que la intimidara un gigantón enojado y, para colmo, en su propia sala de estar, pero…
Tras un instante más estudiando la tormenta desatada en sus ojos grises, optó por preguntar, con sincera curiosidad:
– ¿Por qué quieres saberlo?
Stokes la miró fijamente… Diríase que con su perfectamente razonable pregunta lo había dejado sin argumentos para enojarse, pero entonces la fulminó con la mirada.
– ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Sales vestida así -hizo un ademán señalando su atuendo, -a deambular sola por el East End, y luego preguntas por qué llevo una hora paseándome por esta puñetera habitación, imaginando que te ocurrían las cosas más horrendas, atormentándome con imágenes tuyas en manos de esos villanos?
Hizo una pausa. Dándose cuenta de que aquella arenga era retórica, que Stokes sólo estaba ganando tiempo, Griselda asintió.
– Sí. Exacto. ¿Por qué has estado haciendo eso?
Él la miró pestañeando. Su enfado, incluso el fingido, se le bono de los ojos.
– Porque…
No dijo más y sólo levantó una mano; Griselda no estuvo segura de que él se diera cuenta siquiera. Los dedos de Stokes se detuvieron a la altura de sus mejillas, cerca pero sin tocarlas. Como si le diera miedo tocar. Escrutó su mirada un instante, como si pudiera hallar la respuesta en ellos, y luego, al no ser así, maldijo en voz baja y apartó la mano.
La cogió por los hombros y la atrajo hacia sí, estrechándola al tiempo que la besaba en los labios.
Mentalmente, Griselda dio un grito ahogado, le agarró el hombro y se aferró, hincando los dedos en su abrigo como si le fuera la villa en ello. Fue como verse arrastrada hacia un remolino de carencias y necesidades, de deseo y anhelo.
Y él insistió hasta que ella le devolvió el beso y le entregó la boca. Entonces la turbulencia que había en él se disipó.
Y así, en lugar de caminar al borde de una vorágine, Griselda se encontró bailando un vals hacia el placer. El simple placer de un beso teñido de algo más profundo, aderezado con deseo acumulado, endulzado por el afecto.
Al cabo, Stokes levantó la cabeza y aguardó a que ella abriera los ojos para decir:
– Por esto.
No había más que añadir. Griselda pestañeó tratando de reorientarse en un mundo que había escorado.
– Vaya…
Ahora fue ella quien se quedó sin palabras. Notaba el calor que le encendía las mejillas y supuso que las tenía sonrosadas.
Lentamente, los labios de Stokes dibujaron una dulce sonrisa tranquilizadora.
– Como aún no me has dado una bofetada, deduzco que no te disgustan mis intereses.
Ella se ruborizó más, pero se obligó a responder:
– No, no me disgusta ningún interés que puedas tener.
Stokes sonrió más abiertamente.
– Bien.
Griselda se retorció para zafarse de sus brazos; él la soltó a regañadientes.
– Y ahora -dijo adoptando de nuevo una fachada de seriedad, -¿podrías contestar a mi primera pregunta?
Griselda dio media vuelta y se dirigió a su butaca; se sentó y frunció el ceño, como tratando de recordar.
El suspiró y se sentó en la butaca de enfrente.
– ¿Dónde demonios has estado?
– Oh. -El semblante de la sombrerera se iluminó. -Claro. He ido al East End. Pasé por casa de mi padre y luego fui a ver cómo estaban los Bushel; Black Lion Yard me coge más o menos de camino.
– ¿Qué tal siguen? ¿Estaban allí los hermanos Wills?
Griselda asintió.
– Están bien, aunque Mary está comenzando a hartarse de no poder salir de casa. Dos de los chicos Wills estaban con ella; jugaban a los dados y enseñaban a Horry. Después fui a visitar a Edie, la botonera de Petticoat Lane. Me prometió que intentaría dar con el viejo Grimsby, pero dice que es como un cangrejo y que no suele alejarse de su casa. Lleva años sin verle, y ha sido incapaz de encontrar a alguien que lo haya visto últimamente.
– O sea que Grimsby sigue en nuestra lista; el último nombre de los que nos dio tu padre. -Stokes hizo una mueca. -Por desgracia, eso no garantiza que sea quien tiene a los niños.
– No. -Abatida, Griselda negó con la cabeza. -Tiene que haber alguna manera de tener noticias sobre ellos. Cinco niños. Alguien debe de haberlos visto.
– Nuestros anuncios están en circulación. -El inspector comprendía su frustración. -Tendremos que ser pacientes y ver si la promesa de una recompensa le suelta la lengua a alguien.
– ¿Seguimos sin nada?
El negó con la cabeza. Tras observarla un momento, se adelantó hasta el borde de la butaca; alargando los brazos, tomó sus manos entre las suyas. Le acarició los dedos con los pulgares sin dejar de mirarla a los ojos.
– Entiendo que te sientas cómoda en el East End, que sea tu hogar y que tengas que ir a ver a tu padre. Pero… -Hizo una pausa, apretando los labios, pero el orgullo no le daría calor por las noches. -Por favor, cuando tengas que ir, ¿podrías decírmelo antes? ¿O si eso no es posible, dejar al menos una nota para que sepa adónde vas y cuándo estarás de vuelta?
Contuvo el impulso de darle más indicaciones, incluso órdenes. Esperó y rogó que Griselda viera en sus ojos el motivo de su preocupación.
Ella sonrió con inefable dulzura y echó una mirada a la habitación.
– Supongo que, a fin de conservar mi alfombra sin que la desgastes, podría hacerlo.
U n gran alivio se adueño de Stokes; estuvo seguro de transmitirlo con su sonrisa.
– Gracias.
Seguía sosteniéndole las manos y la mirada. Y ella seguía mirándolo fijamente.
Ambos abrieron los labios para hablar a la vez, justo cuando sonó la campanilla de la puerta de abajo. Se volvieron hacia la escalera y escucharon. La voz de Penelope les llegó con claridad, asegurando a Imogen y jane que «conocemos el camino».
EI inspector buscó los ojos de Griselda.
– Luego.
Ella le sostuvo la mirada un instante más y asintió.
– Sí. Luego. Cuando todo esto haya pasado y tengamos tiempo para pensar.
Stokes se mostró de acuerdo asintiendo con la cabeza, le soltó las manos y se puso de pie cuando la cabeza morena de Penelope aparecía por la escalera.
Al levantar la vista, la joven los vio. Sonrió.
– Hola. ¿Hay noticias?
Stokes negó con la cabeza y miró a Barnaby, que seguía a Penelope hacia el sofá.
– ¿Y vosotros?
Barnaby hizo una mueca.
– Ni un susurro de nadie en ninguna parte.
Penelope se dejó caer en el asiento con expresión contrariada. Aun siendo innecesario, les informó:
– La paciencia no es mi fuerte.
Griselda sonrió compadeciéndola.
– Antes pensaba que era el mío, pero con esto…
– Lo peor -dijo Barnaby- es que se nos acaba el tiempo. El Parlamento cierra a finales de esta semana.
El anuncio fue recibido en silencio. Griselda trató de romperlo anunciando.
– Ya es hora de cerrar. ¿A quién le apetece un té?
Los demás mostraron cierto interés. Griselda bajó a la tienda. Barnaby y Stokes se pusieron a comentar una de las intrigas policiacas que estaban afectando a la policía. Penelope los escuchaba mientras oía a Griselda despidiendo a sus aprendizas para luego cerrar la puerta y bajar las persianas. Se puso en pie.
– Voy a ayudar a Griselda con el té.
Los hombres asintieron con aire ausente; ella se dirigió a la escalera y bajó a la pequeña cocina.
Poniendo la tetera en el fogón, Griselda la miró y sonrió. Señaló una lata que había encima de la mesa.
– Tengo galletas de mantequilla; podríamos servirlas.
Penelope abrió la lata y buscó un plato. Griselda le alcanzó uno y luego cogió una bandeja de un estante alto. Le sopló el polvo y la limpió con un trapo. Al dejarla en la mesa, sonrió.
– No recibo muchas visitas.
Tras poner el plato de galletas sobre la bandeja, Penelope la miró.
– Yo tampoco, la verdad.
– Vaya. -Griselda vaciló antes de decir: -Pensaba que las damas de la buena sociedad se visitaban unas a otras asiduamente. Té matutino, té por la tarde, té para merendar…
– Litros de té, por supuesto. Pero solo acudo acompañando a mi madre, y aunque la visitan muchas damas, a mí no me visitan nunca.
La sombrerera ladeó la cabeza.
– ¿Porqué?
Penelope cogió una galleta y le dio un mordisco.
– Porque no tengo amigas de verdad entre las damas más jóvenes. Entre las mayores sí, pero cuentan con que sea yo quien las visite a ellas, como es natural. -Sin aguardar a que la otra preguntara, prosiguió: -Creo que les doy miedo: a las jóvenes, quiero decir.
Griselda sonrió.
– Ya lo imagino, ya.
– Hmm… Tal vez. -Penelope la miró atentamente. -Pero a ti no te doy miedo.
Griselda negó con la cabeza.
– No, en absoluto.
Penelope sonrió.
– Menos mal. -Dio un mordisco a la galleta. -Son deliciosas, por cierto.
Griselda sonrió, y la tetera eligió ese momento para silbar.
Se atarearon disponiendo una bandeja con tazas que cogió Griselda, mientras Penelope llevaba el plato de galletas, y regresaron a la sala de arriba.
Provistos de té y galletas, los hombres dejaron a un lado la política y la conversación retomó el asunto que preocupaba a todos. Comieron, bebieron y se devanaron los sesos en busca de algún otro método ingenioso para localizar a los niños, pero no encontraron ninguno.
– Nada-resopló Penelope. -Hemos repartido avisos. Hemos ofrecido una recompensa. Tenemos gente buscando. Tenemos una trampa tendida. -Fulminó la tetera con la mirada. -Es como para que ocurriera algo.
Ninguno de los demás tenía nada que añadir; permanecieron sentados, tomando sorbos de té, compartiendo su disgusto.
Griselda contempló el pequeño círculo, consciente de que en muy poco tiempo habían logrado sentirse a gusto en su mutua compañía. Ni en sueños hubiera imaginado que un día estaría sentada en su salita con el tercer hijo de un conde, la hija de un vizconde y un inspector de Scotland Yard. Sin embargo, allí estaban todos, unidos por una causa común y por una incipiente amistad.
Una amistad que se estaba consolidando rápidamente porque todos ellos compartían un rasgo: el gusto por la justicia, por ver que se hiciera justicia. Eran diferentes en muchos aspectos, pero aquello lo compartían todos; los unía y siempre sería así.
Notó la mirada gris de Stokes. Le miró a los ojos un momento, disfrutando de la conexión, de lo que veía y sentía, y luego, sabiendo que se ruborizaría si se demoraba demasiado, bajó la vista y tomó un sorbo de té.
La conversación se volvió intermitente y errática.
El té se había enfriado; estaba pensando en preparar una nueva tetera cuando de pronto aporrearon la puerta de la tienda, haciéndola vibrar.
Todos dieron un respingo. Acto seguido, Stokes y Barnaby se precipitaron escaleras abajo. Penelope dejó su taza y fue tras ellos seguida por Griselda.
Seguían llamando con insistencia. Stokes llegó el primero a la puerta. Descorrió los pestillos y la abrió de par en par.
El chico que estaba llamando dio un salto atrás, abriendo ojos como platos.
El inspector lo inmovilizó con una dura mirada.
– ¿Qué pasa? -Visto que eso sólo provocó una mirada asustada, procuró suavizar el tono: -¿A quién buscas?
– A mí, obviamente. -Griselda se abrió paso. Reconoció al chaval. -Barry, ¿qué ha sucedido?
Tranquilizado, el chico se acercó.
– Mis hermanos dicen que venga enseguida, señorita; a BIack Lion Yard. Un malnacido ha intentado matar a la abuela de Horry.
Los cuatro adultos intercambiaron una mirada. Luego Penelope corrió en busca de su abrigo con Barnaby pisándole los talones. Griselda se volvió de nuevo hacia Barry Wills.
– Espera aquí; vuelvo enseguida.
Anochecía cuando llegaron a Black Lion Yard. Dejaron el coche de punto en la entrada y corrieron por el adoquinado sorteando cajas y cajones de embalaje camino de casa de Mary Bushel.
Stokes iba delante. Ninguno sabía lo que iban a encontrar, pero todos sintieron un gran alivio al ver a Mary sana y salva en su butaca junto al fuego, flanqueada por dos fornidos hermanos Wills.
Los Wills y la habitación presentaban un aspecto lamentable. Barnaby reconoció a Joe, que ahora lucía un ojo a la funerala y un labio partido.
Joe asintió a modo de saludo.
– Esos canallas han venido. -Miró a la mujer con ojos brillantes de orgullo. -No lograron su propósito. -Miró a Stokes e hizo una mueca. -Pero no pudimos reducirlos y al final escaparon.
Stokes adoptó un aire adusto y asintió.
– La seguridad de la señora y el chaval es lo principal. ¿Qué ocurrió? Comienza por el principio.
Joe miró a Mary, que levantó la vista hacia él, que estaba apoyado en el brazo de la butaca. Alargó el brazo y le dio unas palmaditas en la mano.
– Cuéntaselo, cielo.
Joe asintió y miró a los recién llegados. Ted y yo estábamos de guardia. Ted los vio venir con sigilo y aire sospechoso. Así que él y yo nos llevamos a Horry atrás -con la cabeza indicó la cortina que daba a otro cuarto- y vigilamos desde allí.
Llamaron a la puerta -terció Mary, -la mar de educados. Dieron que los enviaba el alguacil.
– ¿Eran dos? -preguntó Stokes.
La mujer asintió.
– Uno era un matón grandote, el otro un tipo corriente.
Barnaby cruzó una mirada con Stokes; la descripción encajaba con la que les habían dado de los raptores de Jemmie. Mary prosiguió.
– Preguntaron por mi salud y por Horry, que dónde estaba. Me molesté, bueno, cualquiera se hubiera molestado, y les dije que se marcharan. Pero no se fueron. El grandullón cogió ese cojín de ahí y… -Con la vista en el cojín, se le quebró la voz.
Joe le rodeó los hombros con el brazo y miró a Stokes.
– Pretendía asfixiarla con el cojín. Lo agarró con las dos manos y vino hacia ella.
Entonces fue cuando salimos.
Mary se sorbió la nariz.
– Armaron un buen follón; forcejeando, rompiendo cosas.
El inspector frunció el ceño. Miró a los dos hermanos.
– ¿Cómo lograron escapar? Sois dos, y hay tres agentes ahí fuera.
Joe se mostró un poco avergonzado.
– Creímos que nos plantarían cara, pero no lo hicieron. En cuanto se dieron cuenta de que íbamos a protegerlos y Horry hizo sonar el silbato que usted le dio, se rajaron. Y Smythe es muy grande; hacen falta más de dos para reducirlo. Se nos quitó de encima, empujó al otro tipo a la calle y derribaron a los policías como quien juega a los bolos.
– Smythe -repitió Barnaby, incapaz de disimular su excitación. -¿Le conoces?
Joe asintió.
– Por eso no me preocupó tanto que se escapara. Al menos sabemos quién es.
– ¿Qué aspecto tiene ese Smythe? -preguntó Stokes.
– Es un mangui, y la gente dice que mejor que no se cruce contigo. -Joe frunció el ceño. -Nunca he oído decir que tenga las manos manchadas de sangre, normal siendo un mangui, pero está más claro que el agua que quería matar a Mary.
– Con eso de mangui quieres decir ladrón -dijo Barnaby- ¿Trabaja con niños?
Joe asintió.
– Ladrón de altos vuelos; seguro que usa niños.
– ¿Sabes de dónde los saca?
Joe negó con la cabeza.
– Smythe es un solitario, casi todos los grandes manguis lo son. Saca a sus niños de escuelas de ladrones de las barriadas, pero cogerá a los que le dé cualquiera. Dicen que es muy quisquilloso con sus niños, pero todos los manguis lo son. Es lo que los hace buenos en lo suyo, supongo.
Su hermano Ted se movió. Cuando todos le miraron, se puso rojo y bajó la cabeza. Mirando a su hermano, dijo:
– El otro tipo trabaja para Grimsby. Casi seguro que Grimsby está entrenando a los niños de Smythe, si no, ¿por qué lleva al chaval de Grimsby con él cuando va a buscarlos?
Joe estaba tan asombrado como el resto de ellos.
– ¿Conoces a ese tipo?
Ted asintió.
– Es Wally. Trabaja para Grimsby.
Joe meneó la cabeza y miró a Stokes.
– No reconocería a ese tío si volviera verlo.
Sin alterar su expresión adusta, el inspector asintió.
– Nos han dicho que tiene un aspecto corriente.
– Es verdad -dijo Ted. -No es nada listo pero siempre obedece. Lleva años con Grimsby.
– Bueno, pues asunto resuelto. -Joe los miró a todos. -Grimsby es vuestro hombre; todo el mundo sabe que monta escuelas de vez en cuando.
– ¿Dónde podemos encontrar a Grimsby? -preguntó Stokes. -Para ser más exactos -terció Penelope, -¿dónde podemos encontrar su escuela?
«Ven a mi casa, dijo la araña a la mosca.» El viejo proverbio reptaba por la mente de Grimsby mientras entraba en el salón de Alert. Como siempre, la habitación estaba sumida en la penumbra. Con el cielo encapotado, había poca luz que iluminara la estancia; apenas distinguía a Alert, sentado en el sillón de costumbre junto al hogar.
Maldiciéndolo mentalmente, Grimsby avanzó pesadamente seguido de Smythe. Se alinearon delante de Alert, que permaneció sentado como hacía siempre.
Ni él ni Smythe necesitaban más luz para ver que Alert estaba furioso, aunque lo disimulaba bien.
– ¿Qué ha sucedido? -EI tono desabrido de Alert cortó el silencio.
Smythe se lo contó, sin rodeos y sucintamente.
– Nos estaban esperando.
Como Alert no reaccionó y se limitó a seguir mirándolos, Grimsby se removió.
– Hay que dejarlo correr. Los polizontes están al tanto de nuestro juego. Si no quiere echarse atrás, al menos retrase el asunto hasta que la tormenta amaine.
Alert lo estudió en silencio.
– Oiga. -Grimsby procuró hallar palabras que transmitieran el peligro que entrañaba la situación. -Ahora están circulando esos avisos, y la gente se ha enterado de que hay una recompensa. Y encima ese niño y su abuela tienen protección, protección vecina, y agentes montando guardia. La cosa está peliaguda. -Endureciendo la expresión, insistió: -Hay que dejarlo correr.
El hombre a quien conocían como Alert negó lentamente con la cabeza.
– Ni hablar.
Sostuvo sus miradas y aguardó, dándoles tiempo para asumir la irrevocabilidad de su negativa. Ellos no sabían que había recibido visita del chupasangre de su acreedor aquella misma velada, sólo para recordarle que faltar a su promesa de pagar no sería una idea prudente.
Le había asegurado que todo estaba en orden. Aun siendo él quien lo decía, su plan era brillante. Saldría bien. Se vería libre de sus deudas de una vez por todas; y a finales de año tendría la fortuna que durante años había fingido tener.
– Seguiremos adelante con los siete niños que tenemos. Como no habéis conseguido el octavo, tendréis que apañaros con siete.
Smythe no dio muestras de estar de acuerdo o en desacuerdo, cosa que Alert dio por buena. Smythe no era su principal fuente de preocupación.
Miró a Grimsby.
– Seguirás entrenando y alojando a los niños. Los tendrás listos para Smythe. Él completará su entrenamiento como convenga. Y dentro de pocos días pasaremos a la acción. Lo único que tienes que hacer es cumplir con tu parte unos días más. -Suavizo su tono. -Es cuanto necesitas para asegurarte de no volver a saber de mí nunca más; no oirás ni un susurro sobre lo que sé. -Lo que sabía conllevaría la deportación de Grimsby y, como bien sabía éste, él podía hacer que ocurriera. Y lo haría si Grimsby no bailaba al son de su música. No le sorprendió ver que Grimsby apretaba los labios y cedía. Pasando su mirada a Smythe, enarcó una ceja. -¿Algún comentario?
Smythe le devolvió la mirada y negó con la cabeza.
– Haré el trabajo, los trabajos, con siete. No estarán tan bien entrenados como me hubiera gustado pero… -Encogió los hombros. -Con suerte, nos las arreglaremos.
– Bien.
Eso era exactamente lo que Alert quería oír. Smythe, gracias a Dios, sabía ponerlo contento.
– Esta noche tengo conmigo a los dos más prometedores. Los sacaré a la calle, les enseñaré a moverse por los callejones y las casas, a entrar y salir de las mansiones y orientarse una vez dentro. He encontrado dos casas vacías en Mayfair. Los entrenaré allí.
Alert se permitió mostrar su aprobación.
– Estupendo. De modo que pese a este pequeño tropiezo, vamos encarrilados. El plan sigue adelante según lo previsto. -Miró a uno y otro. -¿Alguna pregunta más?
Ambos negaron con la cabeza.
– Bien, pues. -Con una sonrisa, les indicó la puerta. -Buena suerte, caballeros.
Aguardó a que Smythe hubiese salido y Grimsby estuviera a punto de hacerlo para decir:
– Ten cuidado, Grimsby.
Éste le lanzó una mirada y cerró la puerta a sus espaldas.
Alert permaneció sentado a oscuras y, por enésima vez, revisó NÚ plan. Era consistente. Era necesario. En la silenciosa oscuridad, su necesidad estaba muy clara y la presión para tener éxito era tangible, real.
No le gustaba considerar un posible fracaso, pero una ruta de encape era parte esencial de todo plan cuidadoso. Recostándose, miró en derredor, luego hacia arriba, y sonrió.
Incluso si toda la operación se iba al garete, escaparía sin ser descubierto. Tendría que abandonar Londres para evitar al acreedor, pero conservaría su libertad.
Calculando que ya había transcurrido el tiempo suficiente, se levantó y salió por la puerta cristalera, cerrándola con cuidado. Un conocido suyo, Riggs, vástago de una casa noble, era el dueño de la casa; la amante de Riggs, que vivía allí, era adicta al láudano. Riggs hacía semanas que se había ido de Londres para disfrutar de las amenidades campestres, dejando la casa como el lugar perfecto para que el hombre conocido como Alert se permitiera encarnar a su álter ego.
Mientras se alejaba al amparo de la noche, sonrió. Si el plan finalmente fracasaba, no habría nada que lo implicara. Ninguna posibilidad de seguir una pista que condujera hasta él.