– No teníamos manera de saber que la orden era falsa, señor. -El capitán del puesto de vigilancia de Holborn se inclinó sobre la mesa y señaló la orden que había recibido de Scotland Yard. -Está en el impreso correcto, debidamente rellenado y firmado, como siempre.
La orden estaba en medio de la mesa. Barnaby, sentado frente al capitán con Stokes a su lado, la estudiaba, tal como lo hacía el sargento que había llevado a cabo el registro en el orfanato.
– Desde luego parece auténtica-admitió Stokes. -Por desgracia, la firma no es de nadie del Yard ni del Cuerpo.
El capitán hizo una mueca.
– Sí, bueno, eso no podíamos saberlo. Si comprobáramos con el Yard la autenticidad de cada firma en cada orden, nunca tendríamos tiempo para ejecutarlas.
Stokes asintió.
– Tiene razón. Y eso es con lo que contaba nuestro villano.
Cogió la orden y la dobló. El sargento torció el gesto.
– ¿Puedo preguntar, señor, quién puede ser ese villano, para conseguir hacerse con el formulario de una orden y saber cómo rellenarlo, y luego hacer que nos lo enviaran en la saca oficial?
Stokes sonrió apretando los labios.
– Eso es lo que el señor Adair y yo tenemos intención descubrir.
Tras salir del puesto de vigilancia, dejaron Procter Street para adentrarse en el bullicio matutino de High Holborn. Junto al bordillo a la espera de un coche de punto, Barnaby preguntó:
– ¿Qué ponía en la firma? No la he visto bien.
Stokes masculló:
– Grimsby.
Barnaby se volvió para mirarlo de hito en hito. Al cabo de un momento, apartó la vista.
– Nuestro señor Alert tiene sentido del humor.
– Está jugando con nosotros.
– Obviamente. -Al ver un coche libre, Barnaby le hizo señas; el conductor se dio por enterado con un gesto de su látigo. Mientras aguardaban que el carruaje se abriera paso entre el denso tráfico, preguntó: -Háblame sobre esa saca oficial. ¿Es así como se envían las órdenes a los distintos puestos de vigilancia?
Stokes asintió.
– Las órdenes relacionadas con crímenes importantes proceden del oficial que lleva el caso en el Yard. Cualquier oficial tiene un montón de formularios; yo tengo uno en un cajón de mi escritorio.
– O sea que echar mano a un formulario es bien fácil.
– En efecto. Una vez rellenados y firmados, los formularios se meten en las valijas de expedición oficiales; sacas de cuero que están colgadas en la oficina de expedición. Hay una para cada puesto de vigilancia.
– De modo que este asunto de la orden falsa lleva la relación de Alert con la policía un paso más allá; tiene que ser alguien con acceso a Scotland Yard, que sabe cómo funciona todo lo bastante bien como para falsificar una orden y hacer que la envíen sin que nadie se entere.
Stokes gruñó cuando el coche de punto se detuvo delante de ellos.
– Hay una cosa más; la oficina de expediciones nunca está desguarnecida. Siempre hay como mínimo un sargento y normalmente uno o dos mensajeros para llevar las órdenes urgentes.
– ¡Ajá! De modo que Alert es alguien que los sargentos están acostumbrados a ver metiendo órdenes en las sacas; debe de ser alguien que participa en los procedimientos habituales. Debe de ser parte de su trabajo habitual.
– Exacto. -Stokes abrió la portezuela del coche. -De ahí que ahora vayamos a la oficina de expediciones.
Barnaby subió al carruaje. Stokes miró al cochero.
– A Scotland Yard. Tan deprisa como pueda.
Mientras ambos amigos daban tumbos entre el tráfico, en el orfanato Penelope trabajaba con diligencia para asegurarse que después de la incursión policial todo volviera a marchar sobre ruedas.
La señora Keggs y el personal se habían recuperado magníficamente; incluso la señorita Marsh, normalmente tan tímida, se mostraba determinada y resuelta mientras ordenaba los archivos que los agentes habían revuelto.
– Qué patanes tan patosos. -Chascó la lengua mientras Penelope cruzaba el ante-despacho. -Ni siquiera dejaron las cosas en su sitio.
La joven reprimió una sonrisa y prosiguió hacia su despacho. Estaba impresionada por la contundencia con que el personal e incluso los niños mayores habían reaccionado a la amenaza implícita de la incursión policial. Y también por la firmeza con que habían evitado el pánico, negándose a creer nada malo relacionado con el establecimiento; más aún, les había ofendido la sugerencia de que hubiera algo malo en la manera en que la casa, y ella como administradora, conducía sus asuntos.
Desplomándose en la silla, pensó que, paradójicamente, había salido algo bueno de la redada. La casa existía desde hacía cinco años; estaba claro que en esos cinco años habían logrado convertirla en la clase de institución que sus empleados y sus residentes valoraban lo bastante como para luchar por ella.
De no haber sido por aquel fastidioso registro, nunca habría sabido en qué medida el personal y los niños valoraban lo que habían conseguido.
Y ahora que todo había vuelto a la normalidad, sólo había paz y tranquilidad en aquella parte de su mundo. Lo único que faltaba eran Dick y Jemmie. En cuanto los recuperase, su vida, aquel aspecto de ella, sería plena y completa.
Por entero.
Recostándose en la silla, la hizo girar y miró el día gris. Lloviznaba; los niños se habían quedado dentro, calientes y secos en el comedor.
Su vida, la cuestión de su integridad, su plenitud, le ocupaba la mente. Todo lo que sentía, todo lo que pensaba la conducía progresivamente hacia un camino muy concreto, uno que jamás había imaginado que recorrería. Y las inesperadas revelaciones de Mostyn suscitaban otra pregunta.
Si bien cada vez estaba más segura de lo que pensaba, ¿qué pasaba por la mente de Barnaby?
Había creído, supuesto, que lo sabía, pero en vista de las agudas observaciones de Mostyn su certeza empezaba a zozobrar.
De una cosa estaba segura: Barnaby Adair era tan inteligente, ingenioso y listo como ella. Había demostrado ser sorprendentemente perspicaz en lo concerniente a sus pensamientos y reacciones. En más de una ocasión había respondido a sus deseos sin que ella los hubiera manifestado; a veces incluso antes de que ella fuera consciente de ellos.
Pero, a pesar de todo lo que percibía entre ambos, ¿realmente deseaba aceptar el riesgo inherente a seguir el camino hacia el que la empujaba su intuición más que sus pensamientos?
Contempló el día nublado mientras los minutos se sucedían; luego, con un suspiro, se volvió de nuevo hacia el escritorio y se obligó a concentrarse en el trabajo.
Pese a todo, tenía sus reservas; preguntas para las que aún no tenía respuesta y que, de momento, no sabía cómo contestar. A pesar de la coacción del instinto y los sentimientos, e incluso del pensamiento racional, su lado lógico y prudente se sentía incómodo, incapaz de seguir adelante hasta que esas preguntas se hubiesen resuelto.
La cuestión era cómo resolverlas.
Puso una pila de documentos de custodia sobre el cartapacio, cogió el primero y comenzó a leer.
La Oficina de Expediciones de Scotland Yard estaba ubicada en la planta baja, al final de un pasillo que salía del vestíbulo hacia la parte posterior. Barnaby siguió a Stokes a través de las puertas de vaivén.
Deteniéndose en medio de la habitación, miró en derredor y vio lo que su amigo le había querido decir: el sargento de expediciones, sentado detrás de un largo mostrador que ocupaba toda la pared enfrente de las puertas, y sus subalternos trabajando en pupitres altos detrás de él, no podían dejar de ver a cualquiera que entrara allí.
En las paredes de ambos lados se alineaban cuatro hileras de ganchos de madera; una saca de cuero colgaba de cada gancho. Encima de cada uno había una placa con el nombre de uno de los puestos de vigilancia de Londres. Siguiendo a Stokes hasta el mostrador, Barnaby se fijó en que incluso había sacas de expedición para Birmingham, Manchester, Liverpool… todas las grandes ciudades de Inglaterra.
El sargento, un veterano, saludó al inspector con una sonrisa y una inclinación de la cabeza.
– Buenos días, señor. ¿Qué se le ofrece?
– Buenos días, Jenkins. -Stokes le mostró la orden que había sido enviada a Holborn, explicándole que había sido falsificada.
– Holborn. -Jenkins señaló una sección de ganchos a unos tres metros del mostrador. -Lo tenemos por allí; la segunda hilera contando desde arriba.
Dada la distancia entre la puerta y la saca en cuestión, y su proximidad al mostrador, la idea de que alguien entrara sigilosamente y metiera la orden en la saca de Holborn sin que nadie se apercibiera resultaba insostenible.
– Bien, pues. -Stokes se volvió hacia Jenkins. -¿Quién tiene acceso a las sacas? Enumere todas las clases de personas que normalmente ve entrar aquí para meter órdenes, o cualquier otro documento, en esas sacas.
Jenkins lo meditó y luego dijo:
– No son tantas, al fin y al cabo. Están los sargentos de turno, los sargentos de guardia; cuatro de cada. Los inspectores como usted mismo y sus investigadores jefe, el comisario y los comisionados, aunque, por supuesto, ellos no vienen en persona. Es a sus secretarios a quienes vemos ir y venir. -Entornó los ojos y echó un vistazo a la habitación. Bajó la voz. -Como el señor Cameron -añadió señalando con el mentón.
Stokes y Barnaby oyeron la puerta al cerrarse. Mirando en derredor, vieron entrar a un hombre a quien ambos conocían de vista.
Douglas Cameron, el secretario personal de lord Huntingdon, era un sujeto arrogante; se notaba en sus andares y en su postura de la cabeza, levantando la afilada nariz con las ventanas abiertas como si siempre anduviera oliendo alguna sustancia nociva.
Fingiendo no haber reparado en su presencia, Cameron fue hasta la saca de Birmingham, en el lado opuesto de la saca de Holborn y más cerca del mostrador. Levantó la solapa, metió dentro una hoja doblada y se volvió hacia ellos.
Era imposible que no hubiera reparado en que le estaban observando. Su dura mirada color avellana pasó por Jenkins y Stokes sin un parpadeo de reconocimiento; ellos, obviamente, no eran dignos de su atención. Su mirada llegó a Barnaby y se detuvo. Con frialdad, Cameron inclinó la cabeza.
– Adair. ¿Visitando los barrios bajos de nuevo?
Barnaby sonrió forzadamente.
– Ya ve.
Tras enarcar ligeramente las cejas, Cameron inclinó la cabeza y se marchó con la misma parsimonia que había exhibido al entrar.
Torciendo los labios, Jenkins bajó la mirada y revolvió unos papeles.
– No sacará gran cosa de la gente de aquí, señor.
Barnaby suspiró.
– Lamentablemente, ser un gilipollas estirado no es razón suficiente para suponer que Cameron pueda ser nuestro hombre.
Stokes gruñó su asentimiento. Dirigió una inclinación de la cabeza al sargento.
– Gracias, Jenkins. -Vaciló un instante y agregó: -Por si acaso, ¿podría preguntar a los mensajeros si han visto algo raro, alguna persona que no suela venir por aquí por el motivo que sea? Jenkins asintió. Descuide, señor.
Barnaby y Stokes salieron de la Oficina de Expediciones y subieron la escalera hasta los dominios de Stokes. Una vez dentro, Stokes cerró la puerta de forma harto significativa, cosa que rara vez hacía, y rodeó su escritorio para dejarse caer en su silla. Barnaby ya estaba espatarrado en una de las de enfrente con aire meditabundo.
El inspector lo miró unos instantes antes de preguntar:
– ¿Qué opinas? ¿Podemos permitirnos descartar a los miembros del Cuerpo que no son caballeros?
– Creo que pisamos terreno firme al concluir que Alert es un caballero. Si lo aceptamos como un hecho, dado que se ha estado reuniendo con Grimsby y Smythe, me parece que podemos suponer que ha sido él mismo quien fue a la Oficina de Expediciones para meter esa orden falsificada en la saca de Holborn.
Stokes asintió.
– Tratar con Smythe directamente, cara a cara, es el mayor riesgo que ha corrido nunca, según la opinión generalizada lo corrió sin la más ligera reserva. Nunca ha intentado guardar las distancias, ¿por qué iba a empezar a hacerlo ahora, siendo un asunto de relativa importancia?
– Más aún, se trata de un acto tangencial; no forma parte de su plan principal. Arremeter contra Penelope y el orfanato ha sido el acto de un hombre confiado, no de uno asustado o temeroso de ser descubierto. Está seguro de sí mismo, sumamente confiado; no me lo imagino molestándose en buscar a un tercero para que metiera la orden en la saca de Holborn. ¿Por qué complicar las cosas?
– ¿Y arriesgarse a que ese alguien, caso de ser preguntado, recordara y diera su nombre?
– Exacto. -Barnaby asintió con determinación. -Borremos de la lista de Jenkins a todos los que no sean caballeros. ¿Cuántos nos quedan?
Stokes estaba escribiendo.
– Aparte de nuestro amigo Cameron, están Jury, Partridge, Wallis, Andrews, Passel, Worthinton y Fenwick. -Frunció el ceño. -Hay unos cuantos más en las oficinas de los comisionados, asistentes cuyos nombres desconozco. Pero puedo conseguirlos.
– Estupendo. -Incorporándose, Barnaby echó un vistazo a la lista. -Nuestro próximo paso debería ser ver qué podemos averiguar sobre las finanzas de estos caballeros.
Comenzando a duplicar la lista, Stokes le miró.
– Buena parte de esto tendrás que hacerla tú. Yo puedo investigar a los prestamistas, pero si son deudas de juego…
Barnaby asintió.
– De eso me encargo yo. -Sonrió y se levantó. -Sé a quién preguntar.
– Bien. -Le pasó la copia de la lista de nombres y se levantó a su vez. -Ve y pregunta. Yo haré lo mismo. -Acompañando a su amigo hasta la puerta, agregó: -Nos estamos quedando sin tiempo; es preciso que encontremos a esos niños.
La velada llevó a Penelope a otra cena, ésta todavía más formal que la de lady Forsythe. Lady Carlingford era una anfitriona sagaz en cuestiones de política; entre sus invitados se contaban varios donantes que contribuían a llenar las arcas del orfanato, haciendo que la asistencia de Penelope fuera esencial.
Llegó con su madre; después de saludar a lady Carlingford, circularon entre los invitados reunidos en corrillos en el salón.
Penelope se había separado de su madre y conversaba con lord Barford cuando Barnaby apareció a su lado. Sorprendida y complacida, le tendió la mano. El la saludó con cortesía y luego, llevándose su mano al brazo, sonrió a lord Barford y le preguntó cómo seguían sus caballos de caza; su señoría era un entusiasta de la caza con jauría.
Al separarse, lord Barford aseguró a Penelope que podía seguir contando con su apoyo.
– No olvide darle recuerdos a su hermano, querida. La mejor presa que he cobrado es la zorra que me brindó Luc.
Sonriendo a modo de respuesta, Penelope dejó que Barnaby la condujera hacia el siguiente corrillo.
– No esperaba verte aquí-dijo, levantando la vista hacia él. La sonrisa que bailaba en sus ojos la enterneció.
– Mi padre se ha marchado de Londres. A menudo le sustituyo en reuniones como ésta, sobre todo cuando tienen que ver con el Cuerpo de Policía, más que con sus demás asuntos.
– ¿A tu hermano mayor no le interesa la política?
– Si guarda relación con la policía, pues no. Pero de todos modos, tanto los otros dos, junto con sus esposas, como mi hermana y su marido, ya están en Cothelstone.
Penelope pensó en eso mientras charlaban brevemente con la señora Worley. Cuando siguieron adelante, dijo:
– Tu madre debe de estar esperándote en casa. ¿Vas a irte pronto de la ciudad?
Barnaby saludó a lady Wishdale con una cortés sonrisa en los labios.
– Eso depende.
– ¿De nuestra investigación?
La miró a los ojos.
– En parte. -Titubeó un instante antes de agregar: -De eso y de cuándo te irás tú.
Se miraron de hito en hito hasta que Penelope se vio obligada a mirar al frente, dado que lady Parkdale se aproximaba majestuosamente hacia ellos.
– ¡Queridos míos! -exclamó. -Qué delicia veros a los dos.
Pese a su avidez de cotilleos, lady Parkdale era una gran donante del orfanato, y Penelope tenía paciencia con su histrionismo y sus picaras miradas de buen talante.
– Al menos nunca es maliciosa -murmuró Barnaby cuando, tras separarse de la exuberante señora, siguieron adelante.
Penelope sonrió en cordial complicidad.
El siguió conduciéndola entre los invitados, manteniéndola a su lado y contestando a las preguntas que los hombres le hacían a propósito del Cuerpo de Policía de Peel y su funcionamiento. Conocía a todos los presentes, tanto a las damas como a los caballeros; por más que estuviera disfrazada de reunión social, la velada era, en el fondo, un asunto muy serio.
A decir verdad, tales «entretenimientos» eran más de su agrado que los actos puramente frívolos; mientras guiaba a Penelope de un corrillo al siguiente, tuvo la clara impresión de que en eso, como en tantas cosas, eran almas gemelas.
Ambos eran expertos en el trato social y tenían ingenio de sobra para aguantar el tipo en los círculos más exigentes. Y ambos preferían tener que usar dicho ingenio mientras conversaban; les gustaba el desafío, la conversación de más calado que en aquel marco, con aquella compañía, era la norma establecida.
Aprovechó un momento entre corrillos para contarle los progresos de la jornada y la subsiguiente decisión del inspector de solicitar autorización para poner más agentes de ronda en Mayfair.
– Lamentablemente, Stokes no abriga muchas esperanzas. Y para colmo, investigar la situación económica de unos caballeros no se resuelve en pocos días.
Penelope tenía el ceño fruncido.
– Está ese hombre al que los Cynster y mi hermano recurren cuando necesitan hacer investigaciones económicas.
– Montague. Le he visto esta tarde. Hemos acordado que averiguará cuanto pueda sobre los caballeros que figuran en la lista, pero mientras no reduzcamos el campo no es factible llevar a cabo una investigación en profundidad.
– Hummm… -Barnaby le había dicho los nombres de la lista. Negó con la cabeza. -Debo reconocer que no conozco a ninguno de ellos; aunque si tienen costumbre de frecuentar garitos es poco probable que nuestros caminos se hayan cruzado.
Barnaby se la imaginó en un garito y se abstuvo de contestar.
Cuando pasaron al comedor, dedicó una sonrisa a la anfitriona al descubrir que él y Penelope estaban emparejados. Ocuparon sitios contiguos e intercambiaron ocurrencias y comentarios mordaces mientras entretenían a los demás comensales. En un momento dado, al levantar la vista de la mesa se topó con la mirada de lady Calverton. Sonriendo con aprobación, la madre de Penelope alzó su copa hacia él en un discreto brindis.
Barnaby correspondió inclinando la cabeza y alzó su copa a su vez. Mientras bebía un sorbo, miró a Penelope y se preguntó si ella, igual que él, se daba cuenta de lo compatibles que llegaban a ser.
Poco después las señoras se levantaron y dejaron que los hombres se sirvieran oporto y debatieran el estado de la nación, los proyectos de ley no aprobados por el Parlamento durante el otoño y las expectativas puestas en el calendario legislativo del año venidero.
Penelope aprovechó la ausencia de los caballeros para hablar con aquellas damas con quienes, como administradora del orfanato, debía hacerlo. Algunas eran donantes por derecho propio, mientras que otras eran responsables de disponer de la generosidad de sus maridos. También había otras que proporcionaban valiosos contactos en otros aspectos, como lady Paignton, patrona de un servicio, la Agencia Athena, que colocaba a jovencitas como sirvientas, gobernantas y demás en casas de la alta sociedad. La agencia contaba con muchas clientas entre las matronas de categoría. Dado que muchas de las pupilas del orfanato se marchaban para ganarse la vida como sirvientas de una clase u otra, Penelope hacía años que conocía a lady Paignton.
Atractiva con su mata de pelo caoba, lady Paignton sonrió cuando la joven se le acercó.
– Seguro que mi marido está acribillando al señor Adair a propósito de la última iniciativa de Peel. Ahora que nos ha dado por pasar tanto tiempo en el campo, se está tomando muy en serio su papel de magistrado. Según tengo entendido, se ha hablado de enviar agentes y montar puestos de vigilancia en las grandes ciudades.
– Eso creo. -Los Paignton tenían cuatro hijos, dos chicos y dos chicas. Penelope añadió: -Vi a su hija mayor hace unas semanas. Me pareció que mostraba un vivo interés por la agencia.
– Así es. -Lady Paignton sonrió con afecto. -Está decidida a tomar las riendas cuando llegue el momento. Resulta muy gratificante, la verdad… Ah, por fin vuelven los hombres. -La buena señora miró a la joven a los ojos. -No dejes de decirle a tu gente que siga enviándonos a cuantas muchachas consideren apropiadas. Estamos muy contentas con las que nos han mandado hasta ahora.
Sonriendo, Penelope inclinó la cabeza.
– Se lo recordaré.
Se separaron; Penelope observó cómo lady Paignton iba al encuentro de un caballero alto y bien vestido, sumamente distinguido con mechones plateados en el pelo negro. Fue el primero de los caballeros que reapareció en el salón. El vizconde Paignton era uno de los mayores terratenientes de Devon y se había vuelto muy influyente, sobre todo en el Ministerio del Interior.
Penelope no se había propuesto espiar, pero era imposible no fijarse en el brillo de los ojos de lord Paignton, una mezcla de orgullo, alegría y felicidad al mirar a su esposa.
Imposible malinterpretarlo.
Del modo más inesperado, Penelope fue presa de un súbito y muy concreto anhelo: que un día un hombre la mirara a ella con aquella misma luz en los ojos. No con la luz más bien inocente e ingenua, la luz no puesta a prueba que una veía en los ojos de las parejas de recién casados, sino con ese brillo más profundo, maduro y perdurable que hablaba de un amor duradero.
Parpadeó y miró hacia otra parte. Se preguntó de dónde salía esa idea, esa necesidad, de qué rincón de su fuero interno surgía.
Lady Curtin se detuvo a su lado.
– Es muy alentador, querida, ver que Adair te prodiga tantas atenciones. -Antes de que Penelope tuviera ocasión de sacarla de su error, pues Barnaby estaba allí en representación de su padre, lady Curtin prosiguió: -Soy una vieja amiga de Dulcie, su madre, y debo decirte que el chico, bueno, el hombre en que se ha convertido, la ha hecho enloquecer con su rotunda negativa a comprometerse con jóvenes casaderas, y mucho menos a consentir que le buscara una esposa. Por el modo en que elude a las mujeres de buena familia, bueno, al menos a las casaderas, ¡se diría que todas tienen la peste! Según Dulcie, ha elevado la elusión a una forma de arte. ¡Caramba!, si incluso cuando viene como suplente de Cothelstone, como ha hecho esta noche, suele negarse en redondo a seguir el juego. -Cuando por fin hizo una pausa para tomar aliento, lady Curtin la miró, atenta a su reacción. -No puede decirse que seas una chica normal y corriente, sin embargo sigues siendo un buen partido. Si lo que se precisa para fijar su atención es que te lances al galope, que así sea; me consta que Dulcie se derretirá a tus pies.
Y tras dar una palmada un tanto brusca en la muñeca de Penelope, lady Curtin se marchó, dejándola ligeramente aturdida.
Dirigió la mirada al umbral por el que iban entrando caballeros sin ninguna prisa, los de detrás todavía enzarzados en discusiones. Al final del grupo vio una cabeza dorada, ladeada para atender lo que lord Carlingford estaba diciendo.
Sola por un momento en la otra punta de la estancia, aprovechó la ocasión para estudiarlo. Para reflexionar sobre sus pensamientos recientes, las revelaciones de lady Curtin, los comentarios mordaces de lady Parkdale, la luz en los ojos de lord Paignton…
Barnaby no la miraba de aquella manera, pero… ¿podría hacerlo?
Si seguía el camino que el corazón le instaba que tomara, ¿lo haría algún día, en el futuro?
Barnaby se separó de lord Carlingford y recorrió el salón con la vista. Al verla, se encaminó hacia ella.
Penelope lo observó aproximarse, con la atención puesta en ella. Recordó que había oído los comentarios de lady Curtin en boca de otras personas; el honorable Barnaby Adair no prodigaba atenciones a las jóvenes casaderas.
Excepto a ella.
Barnaby sonrió, reclamó su mano y se la llevó al brazo.
– He dicho todo lo que quería decir sobre la policía esta noche. ¿Hay alguien más con quien quieras hablar?
Optando por la prudencia, ella sonrió y lo condujo hacia lord Fitchett.
Aquella noche debía marcharse con su madre, cosa que tal vez fuese lo preferible. Necesitaba pensar sobre Barnaby Adair. Y pensar sobre él de una manera lógica y racional resultaba difícil, por no decir imposible, estando entre sus brazos.
El hombre que se hacía llamar señor Alert estaba bajo las sombras del viejo árbol en medio del cementerio de la esquina de St. John's Wood High Street. La niebla lo envolvía como una mortaja; oyó que Smythe se aproximaba mucho antes de tenerlo a la vista, resbalando entre dos grandes lápidas.
Con ojos escrutadores bajo la visera de una gorra vieja bien calada en la frente, Smythe se detuvo y escudriñó la oscuridad bajo el árbol.
Alert sonrió para sí.
– Estoy aquí.
Smythe se agachó bajo el dosel que formaba la copa del árbol.
– Mala noche para dar un paseo; mucho mejor para salir a robar.
– Diría que la de mañana será igual. ¿Todo a punto?
– Sí. Los chicos están todo lo bien preparados que pueden estar, al menos con tan poco tiempo. Por suerte son rápidos y listos, saben que les conviene trabajar duro.
– Bien. -Alert sacó unos papeles doblados del bolsillo y se los dio a Smythe. -Ahí están los detalles de los objetos de las cuatro primeras casas, en el orden en que quiero que se lleven a cabo los robos. No hace falta que lo leas ahora. He descrito cada objeto lo bastante bien como para que cualquier idiota pueda reconocerlo. También he anotado la ubicación exacta del artículo en el interior de la casa, no sólo dónde está sino también qué puertas y cerrojos puede haber por el camino. Todas las cerraduras las abriría un niño retrasado.
Smythe desdobló las hojas y las inclinó para que captaran la poca luz que había. No pudo leer nada pero vio la gran cantidad de detalles que contenían.
– Tal como acordamos -prosiguió Alert, -yo conduciré un pequeño carruaje negro sin distintivos por las calles del barrio. Iré vestido como un cochero. Me veré con vosotros en la esquina anotada al final de cada descripción, cerca de cada una de las casas, y me pasaréis el objeto birlado. Ninguno es tan grande como para que los niños no puedan sacarlos de las casas, pero todos son tan pesados y difíciles de sostener que no conviene arriesgarse a recorrer distancias largas con ellos.
Smythe levantó la cabeza.
– ¿Y nos pasará un anticipo por cada objeto cuando se lo demos?
Alert asintió.
– Luego, cuando haya pasado los objetos a los compradores y me hayan pagado, recibiréis el resto de vuestra parte. Tal como convinimos.
– Bien. -Smythe metió los papeles doblados en el bolsillo de su chaquetón.
– Una cosa más. -Alert endureció el tono. -También acordamos que te asegurarías de que tus chicos no sacarán ningún otro objeto de esas casas en concreto. Una vez que hayamos vendido los artículos y tengamos nuestro dinero, puedes volver si así lo deseas, pero esta vez sólo deben extraerse los objetos que figuran en la lista.
Smythe asintió.
– Me avine a eso desde el principio, no lo he olvidado. Haremos el trabajo como usted quiere. Pero ¿qué pasa con la pasma? Dijo que Io controlaría.
– En efecto. Y lo he hecho. No habrá agentes adicionales en la ronda de mañana.
– ¿Y qué pasa con la segunda noche, suponiendo que aún siga empeñado en hacer las otras cuatro casas la noche siguiente?
– Sí, eso no puede cambiarse. La explicación es complicada pero no podemos arriesgarnos más de dos noches.
Smythe estudió a Alert un momento y luego asintió.
– Muy bien; pero ¿qué pasará con la policía la segunda noche?
Una vez más, la voz de Alert sonó fría y arrogante.
– Bien, veo que comprendes por qué quería hacer las ocho casas en una sola noche. Existe una posibilidad, sólo una, de que la policía sea alertada e intente reforzar las patrullas en Mayfair. No obstante, es harto improbable que lo hagan con suficiente rapidez como para causarnos problemas la segunda noche. Una tercera noche quizá sería insensato, pero la segunda sólo será un poco más peligrosa que la primera. Además, sé quién ha alertado a la policía respecto a nuestro, plan. En todo caso, he tomado medidas para asegurarme de que no se interpongan en nuestro camino la segunda noche. Y si la suerte nos acompaña, ni siquiera sabrán que hemos dado el golpe hasta dentro de unos meses.
Smythe lo estudió a través de la penumbra.
– O sea que no nos molestará nadie…
– Aunque estén sobre aviso, lo más probable es que monten un dispositivo fácil de sortear. -Alert se irguió y habló confiado. -Tendré los detalles de cualquier patrulla adicional que salga la segunda noche. Y en cuanto a nuestros entrometidos -sonrió, un destello de dientes blancos en la oscuridad, -he organizado una distracción para ellos.