CAPÍTULO 21

– Tal como me temía -Stokes se desplomó en la que se había convertido en su butaca en la sala de Griselda, -mi solicitud de poner más agentes en la ronda de Mayfair ha caído en saco roto.

Los demás -Penelope y Barnaby en el sofá, Griselda en su butaca- hicieron una mueca. No habían planeado reunirse aquella tarde, pero al concluir sus obligaciones en el orfanato, impaciente y sin tener nada que hacer, Penelope había ido a ver a Griselda con la leve esperanza de que ésta se hubiese enterado de algo a través de sus amigos del East End, esperanza que la sombrerera, tras cerrar la tienda temprano, había truncado. Barnaby había llegado poco después; Stokes diez minutos más tarde.

Al cabo de un momento, el inspector continuó y la frustración resonaba en su voz.

– Si hubiera una amenaza real, alguna prueba consistente, me pondría en acción sin más demora. No obstante, el mismo hecho que para nosotros hace que esos robos sean más probables, es decir, que las familias de abolengo se hayan ido de la ciudad dejando sus mansiones vacías, se vuelve contra nosotros a la hora de pedir más policía en las calles; lo único que ven los comisarios es que con casi ningún noble en la ciudad, es poco probable que una ilustre cabeza reciba un golpe durante un robo, ergo no es necesaria mayor presencia policial.

Aceptó el tazón de té que Griselda le alcanzaba, bebió un sorbo y miró a Penelope bastante desanimado.

– Cuándo comentamos el plan de Alert, mencionaste que quienes no pertenecen a esos círculos quizá no sean conscientes de la cantidad de objetos valiosos que permanecen en las mansiones de Mayfair. -Hizo una mueca. -Tenías razón. Mi comisario es incapaz de imaginárselo. Y ninguno de los pares que conozco, como el padre de Barnaby, sigue en la ciudad. -Stokes suspiró. -Lo he intentado. He explicado resumidamente en qué consiste el plan de Alert, pero los de arriba piensan que es descabellado.

– Por más que no nos convenga, tus comisarios llevan razón, al menos desde su punto de vista. -Barnaby se arrellanó en su rincón del sofá. -No tenemos pruebas, todo lo que decimos son conjeturas y especulaciones.

Griselda negó con la cabeza.

– La desaparición de niños y el asesinato no son especulaciones.

– Exacto. -La voz de Penelope fue más contundente, por no decir beligerante. -Me traen sin cuidado las cajas de rapé, los jarrones o lo que sea que Alert tiene planeado robar, pero debemos rescatar a esos niños. Si la policía no va a patrullar las calles de Mayfair, tendremos que hacerlo nosotros.

Ambos hombres se incorporaron a la vez.

– Ni hablar -dijeron al unísono.

Penelope los miró, ensombreciendo el semblante.

– Pero…

– No. -Barnaby retuvo su mirada. -No podemos deambular por las calles de noche con la esperanza de toparnos con Smythe y Alert. Y encontrarnos en cambio con Dios sabe quién. -Apartando de su mente la imagen de Penelope acechando por calles desiertas y oscuras, caballerizas adoquinadas y húmedos callejones detrás de las casas, habló deprisa. -Tendrá que ocurrírsenos otra manera de afrontar esto; por ejemplo, indagando cómo se propone Alert vender los objetos robados. -Miró a Stokes. -Si esos objetos son tan valiosos, lo más probable es que sean singulares y fáciles de identificar. Los peristas corrientes se guardan mucho de traficar con esas cosas.

– Cierto. -El inspector frunció el ceño. -¿Y entonces cómo…?

– Tiene que haberlo organizado de algún modo. Me pregunto… -Barnaby tardó un momento en aclarar la idea que cobraba forma en su mente. -¿Sería posible que Alert cometiera esos robos por encargo, por decirlo así? ¿Podría ser que robara objetos concretos que algún conocido suyo quiera poseer y estuviera dispuesto a pagar por ellos? -Miró a su amigo, que se encogió de hombros.

– Podría ser. Pero como no sabemos de qué objetos se trata, tampoco nos sirve de mucho.

Pero había servido para distraer a Penelope de la idea de patrullar las calles de Mayfair; con un poco de suerte, ahora estaría pensando en los posibles «compradores». Barnaby se estaba felicitando por haber desviado su hilo de pensamiento cuando Griselda habló, demostrando que ella, al menos, no se había desviado lo más mínimo.

– Sea como fuere, tendremos que evitar acorralar a Smythe mientras los niños estén con él. -Miró a su amiga. -Cuando un ladrón experimentado como él sale a la calle, mantiene sujetos a los niños con correas, de modo que si damos con Smythe dirigiéndose a una casa o saliendo de ella, tendrá rehenes. Y los utilizará. Tal vez no se le conozcan delitos de sangre hasta ahora, pero mató a la madre de Jemmie y fue a por la abuela de Horry. Si lo acorralamos mientras tenga a los niños sujetos…

Penelope hizo una mueca. Volvió a desplomarse en el sofá.

– Tienes razón. ¡Maldita sea! ¡Pero tenemos que hacer algo para recuperar a esos niños!

Barnaby echó un vistazo al reducido círculo. Si bien ambas mujeres se centraban sobre todo en rescatar a los niños, y frustrar los robos era una preocupación secundaria para ellas, para Stokes era todo lo contrario. En su caso, los robos planteaban una amenaza profesional, no sólo para él sino para todo el Cuerpo de Policía; para él, rescatar a los niños pasaba por impedir los robos y atrapar a Alert.

En cuanto a sí mismo… Barnaby era muy consciente de que ambas cosas eran necesarias; quería rescatar a los niños por el bien de Penelope y de los niños, y quería frustrar los planes de Alert por el bien de Stokes y de la policía en general. Por el bien común del pueblo; por primera vez se veía a sí mismo sirviendo a una causa. Podía apreciar mejor lo que inducía a su padre a dedicar tanto tiempo a la política; durante años había pensado que se trataba de una mera forma de eludir el constante ajetreo social de su madre.

Cambió de postura y miró a Penelope.

– Ven, te acompañaré a casa – Miró a los demás -De momento no podemos hacer nada. Si a alguno se le ocurre algo o se entera de algo…

Stokes se levantó al mismo tiempo que él.

– Daremos un toque de clarín.


Aquella tarde, aunque muy a su pesar, Penelope se vistió diligentemente con su mejor traje de noche de invierno, un austero ejemplo de alta costura en gruesa seda granate, y acompañó a su madre a cenar con lord Montford.

Su señoría era una persona dada a recluirse y un gran filántropo. Había manifestado interés por el orfanato y tenía ganas de hablar del asunto con ella y su madre; ése era el motivo principal de la cena.

Conducida ante su señoría en su domicilio cercano a Piccadilly, fue recibida por un caballero rechoncho, simpático y jovial. Le cayó bien en el acto y respondió a las cortesías al uso con sincero agrado.

Después de saludar a su madre, lord Montford las acompañó a su salón.

– Creo que ya conocéis a los demás invitados.

El brillo de sus ojos la alertó un instante antes de que mirara al otro lado de la estancia y viera a Barnaby levantarse de un sillón. Lord y lady Hancock eran los otros invitados; ella y su madre los conocían bien.

Penelope no se sorprendió cuando los mayores se juntaron pan conversar sobre hijos, nietos y cacerías, dejando que Barnaby la entretuviera y viceversa. Lo miró haciendo conjeturas.

– ¿Hace mucho que conoces a su señoría?

Barnaby sonrió.

– Es un viejo amigo de mi padre -dijo, bajando la vista hacia ella. -¿Haces esto muy a menudo? ¿Hablar con donantes y solicitar fondos?

– Normalmente no. Portia es quien se encarga de recaudar fondos; se le da bien hablar con la gente para, como dices, solicitar fondos. Pero ahora que ella está en el campo, me ha endilgado a mí estas reuniones, las que se celebran en esta época del año. Regresará a la ciudad para la temporada la próxima primavera y retomará las riendas de la recaudación, pero entretanto -abrió las manos -aquí estoy.

Él sonrió.

– Te subestimas. Puedes ser muy persuasiva cuando te lo propones.

Penelope miró un momento a lord Montford.

– ¿Algún consejo?

– Bastará con que seas tú misma. -Vaciló un instante y agregó: -Es muy astuto; mucho más de lo que aparenta.

– Ya me lo figuraba.

Se reunieron con los demás en cuanto el ayuda de cámara de Montford anunció que la cena estaba servida. Pasaron al acogedor comedor; pese al ambiente que creaba el costoso mobiliario, la estancia era propicia para mantener conversaciones más íntimas y pausadas. Desde el principio, todos hablaron con desenvoltura.

Penelope estaba a la derecha del anfitrión, con Barnaby a su lado. Lady Hancock estaba al otro lado de lord Montford, y la madre de Penelope en un extremo de la mesa, delante del anfitrión, con lord Hancock entre ambas damas. Los Hancock ya eran donantes del orfanato; ellos y lady Calverton se enfrascaron en otros temas, de modo que Lord Hancock pudiera interrogar libremente a Penelope acerca del orfanato.

Barnaby se puso cómodo y la observó tratar con Montford. Ella eludió la trampa de contestar sus preguntas a la ligera, otorgándole en cambio el beneficio de su considerable inteligencia; algo a lo que Montford, que no tenía un pelo de tonto, correspondió. En realidad, observando a Montford cada vez más fascinado tanto con los programas del orfanato como con el papel que la joven desempeñaba en ellos, se dio cuenta de que gozar de la confianza intelectual de Penelope era un sutil privilegio. Saltaba a la vista que pocas personas, sobre todo hombres, estaban a la altura de su inteligencia.

La idea le hizo sonreír. La observó seducir sin proponérselo a Montford, quien, aunque casi con toda certeza era consciente de ello, se mostraba más que contento de ser seducido de aquel modo.

Cuando sirvieron el postre, el anfitrión, obviamente satisfecho con lo que había aprendido acerca del orfanato, desvió la conversación hacia el Cuerpo de Policía y las recientes maniobras políticas que lo afectaban, convirtiendo a Barnaby en el centro de atención.

No sin cierta sorpresa para él, Penelope siguió la iniciativa de Montford, sabiendo defender sus puntos de vista en lo que devino un debate en profundidad sobre las propuestas para el mantenimiento del orden, así como sobre las personalidades y prejuicios que influían en su resultado.

Cuando regresaron al salón estaban absortos en el asunto y siguieron conversando más de una hora, pero una vez servido y consumido el té, la velada comenzó a tocar a su fin pese a la renuencia de todos los presentes.

Montford se volvió hacia Penelope.

– Querida, mañana enviaré un cheque al orfanato. Además, cuando todos regresemos el año que viene, me gustaría ir a visitarte y comentar otras opciones. Prefiero financiar programas concretos, programas prácticos que rindan a largo plazo. Quisiera tomar en consideración programas educativos y de formación, tal vez más innovadores, para aportar fondos específicos.

Encantada, ella le tendió la mano.

– Siempre será bienvenido en el orfanato, milord. En el ínterin, pensaré sobre posibles programas.

Montford tomó su mano entre las suyas y le dio unas palmaditas.

– Tu madre puede estar orgullosa de ti, al igual que de tus hermanas. -Le soltó la mano, sonriendo con sinceridad, y miró a Barnaby. -Debo decir que me resulta alentador descubrir a una joven pareja como la vuestra, ambos con una familia y posición donde nunca habéis tenido ni tendréis que preocuparos de la próxima comida, tan entregada a ayudar a los menos afortunados. Tú -indicó a Penelope con un gesto de la cabeza- mediante tu trabajo en el orfanato. Y tú -volvió la mirada hacia Barnaby- a través del tuyo con la policía, resolviendo crímenes y deteniendo a delincuentes sin tener en cuenta el corte de sus abrigos.

Sonriéndoles con jovialidad, añadió algo que tenía todo el propósito de ser una bendición:

– Formáis una pareja excepcional. Y os lo advierto, cuento con ser invitado a la boda.

– John…

Lord Montford se volvió para atender a lady Hancock y por lo tanto no reparó en el absoluto silencio que siguió a su comentario.

Barnaby miró a Penelope, que lo miró a su vez. Pero, a diferencia de lo acostumbrado, no se sostuvieron la mirada. Él no sabía que decir, no se le ocurría nada, tenía el cerebro paralizado y ella parecía aquejada de lo mismo. Que ambos se vieran reducidos al mutismo, a la impotencia, por la simple palabra «boda», tenía que significar algo.

El qué, Barnaby no tuvo tiempo de investigarlo. Una acuciante llamada a la puerta principal envió al ayuda de cámara de Montford a abrir de inmediato.

Regresó instantes después, con cara de desaprobación, para ofrecer a Barnaby en bandeja una nota doblada.

– Un mensaje urgente de Scotland Yard, señor.

Barnaby cogió la nota, la abrió y leyó, en la enérgica caligrafía de Stokes: «La partida ha comenzado.» Guardándose la nota en el bolsillo, saludó con la cabeza a los demás y se volvió hacia Montford.

– Mis disculpas, milord, pero debo irme.

– Por supuesto, muchacho. -Montford le dio una palmada en el hombro y lo acompañó hasta el vestíbulo. -De todos modos, la velada toca a su fin; que Dios te acompañe.

Le estrechó la mano y lo dejó marchar sin más preguntas.

Como cabía esperar, Penelope no estaba tan conforme. Lo había seguido de cerca y ahora lo cogió por la manga.

– ¿Qué ha ocurrido?

Barnaby se detuvo, bajó la vista hacia ella, se preguntó si se daba cuenta de lo reveladoras que serían su actitud, su pregunta y la ineludible respuesta que tendría que darle, para los demás, que los habían seguido desde el salón y ahora también estaban atentos.

Tampoco era que importara. Viendo la inquietud y la preocupación que ahora nadaban en las profundidades de aquellos ojos negros, Barnaby estaba obligado a contestar. Cerró su mano sobre la de ella sobre la manga.

– No lo sé. Stokes ha escrito que la partida ha comenzado, nada más. -Ladeó la cabeza hacia la puerta. -El mensajero sabrá dónde está. Iré a averiguar qué ha ocurrido. -Vaciló antes de agregar: -Si hay algo pertinente, te lo contare por la mañana.

Penelope pareció comprender que era cuanto él podía hacer. Asintió apretando los labios, para no hablar de más, intuyó Barnaby.

Ella le soltó el brazo y dio un paso atrás. Barnaby le hizo una reverencia extensiva a los demás, dio media vuelta y salió a la calle.


– ¡Mucho cuidado con eso! -dijo Smythe entre dientes.

Iba pisando los talones de Jemmie y Dick mientras éstos subían trabajosamente por la escalera del sótano cargando con el pesado reloj que acababan de birlar en la cuarta y última casa de la lista de Alert para aquella noche.

Mucho más alto que los niños, en cuanto su cabeza asomó a la calle, volvió a sisear. -¡Alto ahí!

Los niños se pararon asustados, respirando fatigosamente. Smythe escudriñó la calle. Con aquel pesado reloj como botín no quería tropezarse con nadie. La oscura calle parecía vacía, las farolas alumbraban poco, su luz tamizada por una densa y oportuna niebla.

Aguzó el oído pero no oyó nada, ni siquiera el chacoloteo distante de un caballo; la calle era larga y la esquina quedaba un tanto alejada. Miró a los niños. Esperó que Alert estuviera aguardando.

– Venga, rapaces, moveos.

Los niños subieron trastabillando los últimos escalones, luego inclinaron el dorado reloj de elaboradas esferas y manecillas, para cruzar la verja con él. Smythe lo sostuvo hasta que hubieron salido y luego se sumó a ellos, asegurando la correa. Señaló con el mentón.

– Hacia allí.

Sus palabras fueron un leve susurro, pero los niños le oyeron y emprendieron la marcha, ansiosos por dejar de cargar con el pesado reloj.

Tal como en cada una de las tres casas que ya habían robado, el carruaje negro aguardaba a la vuelta de la esquina.

Jemmie levantó la vista, escrutando la lóbrega oscuridad. En el pescante había el mismo hombre. Este bajó la vista, no hacia ellos, sino hacia el reloj con el que forcejeaban, y sonrió. Asintió mirando a Smythe.

– Buen trabajo.

Alargó el brazo y le entregó una bolsa. Sin que se lo ordenaran, los niños llevaron a cuestas el reloj hasta la parte trasera del carruaje. Smythe los siguió y abrió el maletero. Había una manta dispuesta para envolver el reloj. Jemmie y Dick hicieron malabarismos con el artefacto mientras Smythe lo cubría con la manta y luego lo cargaba en el maletero, entre el bulto que contenía el jarrón robado en la primera casa y la estatua envuelta que habían sacado de la tercera. El cuadro que habían descolgado de la biblioteca de la segunda estaba al fondo del maletero.

Aligerados de su carga, libres de ataduras por un instante, Jemmie miró a Dick, pero sin darle tiempo de llamar la atención de su amigo y darle la señal para huir, Smythe cerró el maletero y dejó caer una pesada mano en sus respectivos cogotes.

Jemmie se mordió la lengua para no soltar una maldición y agachó la cabeza. Guiado por la mano de Smythe fue arrastrando los pies junto a Dick hasta un lado del carruaje, diciéndose a sí mismo, como llevaba días haciéndolo, incluso una semana entera, que ya llegaría el momento.

Y cuando llegara, él y Dick escaparían por piernas.

Por desgracia, el diablo querría morderles los tobillos; no se haría ilusiones acerca de Smythe. Los mataría si los pillaba; debían asegurarse de huir sin dejar rastro.

Smythe los detuvo junto al carruaje.

– Por esta noche hemos terminado. ¿Tiene la lista para mañana?

El hombre asintió.

– Tengo que revisarla contigo. -Ladeó la cabeza señalando el carruaje. -Subid. Iremos a un sitio donde podamos hablar.

Smythe empujó a los niños hacia atrás y abrió la portezuela.

– Adentro.

Una vez hubieron subido, Smythe subió a su vez. Jemmie se acurrucó en el extremo del asiento; Dick hizo lo mismo enfrente. Smythe cerró la portezuela y se dejó caer en el asiento al lado de Jemmie. Acto seguido, el carruaje dio una sacudida y arrancó.

El cochero conducía despacio, como si el caballo, cansado, caminara lenta y pesadamente de regreso a la cuadra. Dejaron atrás las grandes mansiones y luego aparecieron grandes árboles que sumieron el carruaje en una oscuridad aún más profunda.

Al cabo de poco, el vehículo aminoró y se detuvo. Smythe alargó el brazo hacia el pomo de la portezuela pero no llegó a abrirla; en la penumbra, escrutó sus semblantes. Oyeron apearse al conductor.

– No os mováis de aquí -gruñó Smythe.

Bajó y cerró la portezuela a sus espaldas.

Jemmie miró a Dick; ambos se incorporaron y se asomaron a las ventanillas de su lado. El panorama que vieron sus ojos no era nada alentador; los árboles bajo los que se había parado el carruaje bordeaban una amplia extensión de campo abierto. Habían dejado atrás lo peor de la niebla; allí era poco más que un velo y la luz de la luna lo bañaba todo, dejándolos sin lugares donde esconderse. Para dos golfillos nacidos y criados en los barrios bajos, los espacios abiertos no eran seguros. Si huían, Smythe les oiría bajar del carruaje. Podría verlos y correr tras ellos. Seguro que los atraparía.

Decepcionado, Jemmie miró a Dick. Apretando los labios, negó con la cabeza. Armándose de valor, oteó por las ventanillas del otro lado del carruaje; a través de ellas se veía la espalda de Smythe y la del caballero. Le habían oído hablar; sabían que era un aristócrata.

Se habían alejado unos pasos del carruaje; con la cabeza gacha de espaldas al carruaje, estudiaban un papel con detenimiento.

Tras cruzar otra mirada con Dick, Jemmie se deslizó sigilosamente del asiento y gateó hasta ese lado del carruaje, agachándose al llegar a la portezuela para que no le vieran. Un segundo después, Dick se reunió con él.

Apoyando la cabeza contra el panel de la portezuela, oyeron al caballero explicar dónde se encontraba una estatua concreta. Al parecer, la noche siguiente iban a robar más casas. En un momento dado, abriendo ojos como platos, Dick miró a Jemmie y movió los labios sin emitir sonido alguno:

«¿Cuatro más?»

Jemmie asintió. Entonces oyeron que Smythe preguntaba:

– ¿Qué pasa con la policía?

El caballero contestó. Hablaba en voz más baja, más melodiosa; no lograban entender todo lo que decía, pero le oyeron decir:

– Si alguien denuncia alguno de los robos que habéis cometido esta noche, es posible que mañana por la noche haya más policías en la calle. No obstante, sabré dónde estarán, y no será cerca de las casas que nos interesan. No hay de qué preocuparse. Tendréis el campo libre. Y, tal como dije, los más interesados en nuestras actividades estarán distraídos.

El hombre escuchó refunfuñar un asentimiento a Smythe y luego dijo:

– Si cumples con tu parte tan bien como esta noche, todo irá sobre ruedas.

Percibiendo el tono tajante de esa voz cultivada, los niños cruzaron miradas de miedo y volvieron a sus respectivos rincones, adoptando las posturas de antes justo cuando Smythe abrió la portezuela de golpe. Los miró con recelo y gruñó:

– Fuera; nos vamos.

Los niños bajaron del carruaje. En cuanto lo hicieron, Smythe enganchó una correa a las gazas de las cuerdas que sujetaban los pantalones de los niños.

– Venga, en marcha.

Comenzaron a caminar. Ninguno de los dos niños fue tan tonto como para volver la vista atrás y mirar el carruaje. Caminaron penosamente a través del campo abierto, dirigiéndose a la gélida noche.


– ¡No me lo puedo creer!

Stokes iba de acá para allá en su despacho de Scotland Yard.

Desde su posición, apoyado contra un lateral del escritorio de Stokes, Barnaby le observaba. El sargento Miller estaba plantado en el umbral.

– ¡Es imposible saber a quién más han robado! -Stokes alzó las manos al cielo. -Maldita sea, bastante difícil será ya saber qué les han robado -extendió un brazo hacia la puerta, -por más que el personal esté seguro de que ha sido así.

Barnaby miró a Miller enarcando una ceja.

– ¿El antiguo ayuda de cámara está seguro de que la urna estaba allí?

Miller asintió.

– Pero -observó Stokes con un tono malicioso, -no está seguro de que su amo no la haya vendido. El viejo ayuda de cámara y pollero sabe que es una pieza de un valor fabuloso que muchas visitas admiraban, de modo Que es posible que su amo la vendiera el día antes de abandonar la ciudad y olvidara mencionarlo. Así pues, tendremos que confirmarlo con el marqués antes de hacer sonar las alarmas. Y el marqués ahora mismo está de cacería en Escocia. -Se detuvo e inspiró hondo procurando dominar su furia.

Sin inmutarse, Barnaby dijo lo evidente para ahorrarle el fastidio a su amigo:

– Pasarán días, más bien una semana, antes de que lo sepamos.

Stokes asintió lacónicamente con expresión pétrea.

– Y para entonces no tendremos ninguna posibilidad de recuperar la pieza. -Rodeó el escritorio y se dejó caer en la silla. Miró al otro extremo de la habitación. -Lo cierto es que si el portero no fuese el ex ayuda de cámara ni siquiera sabríamos nada de este robo. El marqués habría regresado en febrero o marzo, y no nos habríamos enterado hasta entonces.

Renunciando a su posición junto al escritorio, Barnaby pasó a ocupar una de las sillas. Miró a Miller.

– ¿El portero no vio nada que pueda sernos útil?

El sargento negó con la cabeza.

– Vive en el sótano, no en el ático, de lo contrario no se habría enterado de nada. Es mayor y duerme mal. Oyó un rumor de pasos arriba y subió a echar un vistazo. No vio nada raro pero pensó que no estaría de más comprobar las ventanas. Encontró abierta una que estaba seguro de haber cerrado. No le dio mayor importancia porque la ventana tiene reja, así que la cerró y volvió a la cama. Pero por el camino pasó por delante del estudio de su amo y notó que algo no encajaba. Tardó lo suyo en darse cuenta de que el tapete de Holanda estaba encima de la mesa cuando debería estar cubriendo esa urna china que, por lo que él sabe, tenía que estar allí pero ya no estaba.

Stokes gruñó y miró su escritorio. Al cabo de un momento, sin levantar la vista, preguntó:

– ¿El comisario ya ha enviado esa nota al marqués?

Había bajado la voz. Barnaby volvió la vista atrás y vio que Miller se asomaba al pasillo.

– Me parece que aún la está escribiendo -informó el sargento, también a media voz.

Stokes suspiró. Hizo una seña a Miller para que fuera a echar un vistazo.

– Ve y asegúrate de que la envían urgente. Tenemos que cubrir al menos ese frente.

En cuanto Miller se hubo marchado, Barnaby dijo:

– ¿Debo deducir de ese comentario que tus superiores siguen poco dispuestos a reconocer que tal vez se esté cometiendo una serie de robos en la zona alta ahora mismo, delante de sus narices?

El inspector asintió.

– Se niegan a creerlo. Sólo de pensarlo les entra el pánico y no saben qué hacer, y lo cierto es que es muy poquita cosa lo que podemos hacer, aparte de inundar Mayfair de agentes, lo cual no sólo es poco práctico sino que haría cundir el pánico a su vez.

Soltando un suspiro, Stokes se apoyó contra el respaldo y miró a su amigo.

– La verdad es que nosotros, el Cuerpo de Policía, nos enfrentamos a una pesadilla política.

No fue preciso que entrara en detalles; en todo caso, Barnaby veía las repercusiones incluso mejor que Stokes. La Policía iba a quedar como un hatajo de ineptos incapaces de impedir que un solo I.id ron listo atentara contra la propiedad de los londinenses ricos. Habida cuenta del clima político, eso suponía un revés que no podía permitirse un Cuerpo todavía joven y en plena evolución. Sosteniendo la mirada de Stokes, dijo rotundamente:

– Tiene que haber algo que podamos hacer.


Envuelta en su capa, Penelope subió la escalinata de la casa de Barnaby. El carruaje de su hermano aguardaba junto al bordillo pese a que había dado instrucciones al cochero, buen aliado suyo desde tiempo atrás, para que regresara a las caballerizas de Mount Street; lo haría en cuanto la viera a salvo en el interior. Armándose de valor, miró la puerta y llamó con firmeza.

Mostyn abrió la puerta y, a continuación, unos ojos como platos.

– Buenas noches, Mostyn. ¿Ha regresado ya el amo?

– Oh… No, señora. -Se apartó, haciéndole sitio para que entrara.

– Cierre la puerta. Fuera hace frío. -Se quitó los guantes y la capucha de la capa mientras él obedecía. Cuando se volvió hacia ella, Penelope prosiguió: -Su amo y yo estábamos en casa de lord Montford cuando el señor Adair ha sido reclamado de urgencia por un asunto relacionado con la investigación que llevamos a cabo.

– Dio media vuelta y se dirigió hacia el salón. -Tengo que aguardar aquí hasta que regrese.

Una declaración que Mostyn no cuestionó. Se apresuró para abrir la puerta del salón, al que Penelope entró majestuosamente delante de él.

– ¿Le sirvo una taza de té, señora?

Un buen fuego ardía en el hogar. Penelope se acercó a él para calentarse las manos.

– No, gracias, Mostyn. -Echó un vistazo en derredor y fue hacia el sillón que había ocupado semanas antes, cuando había venido a pedir ayuda a Barnaby por primera vez. -Me sentaré aquí, junto al fuego, y aguardaré.

Tras dejarse caer en el asiento, miró al ayuda de cámara.

– Retírese, por favor; es posible que su amo llegue bastante tarde.

Mostyn vaciló un instante antes de hacer una reverencia.

– Como guste, señora.

Salió sin hacer ruido, dejando la puerta entornada para que Penelope pudiera ver el vestíbulo.

Ella oyó alejarse los pasos de Mostyn y luego, con un suspiro, se arrellanó en el sillón y cerró los ojos; no estaba contenta pero al menos estaba donde quería estar. No tenía ni idea de cuánto tardaría Barnaby en regresar a casa, pero le había dicho a Mostyn la pura verdad: tenía que esperarlo. Tenía que estar allí para cerciorarse de que no le había pasado nada; carecía de sentido intentar dormir mientras no supiera que estaba sano y salvo.

Esa tremenda necesidad se había adueñado de ella en cuanto Barnaby había desaparecido de su vista en casa de lord Montford, en el mismo instante en que se había dado cuenta de que no sabía a qué iba a enfrentarse. «La partida ha comenzado.» A saber qué había querido decir Stokes con aquello. Tal vez en ese mismo momento estuvieran dando caza al diablo de Alert por los callejones de los barrios bajos, más allá del puerto, arrostrando quién sabía que peligros.

Asimismo, cabía que estuvieran sentados en el despacho de Stokes, pero ¿cómo saberlo?

Ante la necesidad de sabor que Barnaby estaba a salvo, la idea de quedarse dormida se había vuelto risible. Había regresado a casa con su madre, avisado al cochero con un guiño y aguardado a que reinara el silencio en la casa para luego salir subrepticiamente por la puerta de atrás y dirigirse a las caballerizas.

En el fondo, su lado racional le decía que muy probablemente se estaba preocupando sin necesidad.

Eso no cambiaba nada; la preocupación seguía presente, lo bastante intensa como para que ella aceptara que allí era donde debía estar, aguardando a que él regresara a casa para ver con sus propios ojos que llegaba ileso.

No se tomó la molestia de reflexionar por qué se sentía así. El motivo no importaba; simplemente existía. Innegable, evidente, tal como lord Montford había dejado perfectamente claro.

Pronto tendría que enfrentarse a ese motivo, pero aquella noche le bastaba con verle en casa sano y salvo. El resto podía esperar… por ahora.


Barnaby arribó a su casa a altas horas de la madrugada. Él y Stokes habían aguardado en Scotland Yard con la esperanza de que alguien denunciara otro robo, en vano. Finalmente, aceptando que no habría ninguna novedad hasta la mañana, se habían marchado a sus respectivas casas.

Tras echar el cerrojo, se encaminó a la escalera. La puerta del salón estaba abierta; echó una ojeada y se detuvo.

En el resplandor rojizo del fuego mortecino, Penelope era poco más que un bulto informe en el sillón, el rostro oculto, recostada de lado. Pero supo que era ella, lo supo con absoluta certeza gracias a una intuición primitiva que la reconocería en cualquier parte, por pocos detalles que percibiera.

Entró con sigilo y se plantó delante del sillón. En ese momento no supo cómo definir lo que sentía, las emociones que anidaban, crecían e inundaban todo su ser. Permaneció quieto, en silencio, prolongando el momento, saboreándolo, acaparando los sentimientos, las emociones, para guardarlos en su corazón.

Nadie le había esperado levantado jamás; nunca había encontrado a nadie aguardando su regreso а casa por la noche, a menudo cansado y abatido, decepcionado, a veces desilusionado. Y de todas las personas del mundo, ella era la única que él quería que estuviera allí, aguardando su regreso. La única en cuyos brazos residía el consuelo.

Su primer impulso fue cogerla en brazos y subirla al dormitorio. Pero entonces pensó en por qué estaba allí.

Al cabo de un momento se puso en cuclillas, encontró sus manos entre los pliegues de la capa y se las rozó con delicadeza.

– ¿Penelope? Despierta, mi vida.

Parpadeando antes de abrir los ojos del todo, ella lo miró fijamente y entonces se arrojó en sus brazos.

– ¡Estás bien!

Lo abrazó con fuerza. Barnaby rio y la abrazó a su vez; apoyándose en los talones, en vez de dejarse caer sobre la alfombra se puso de pie, tirando de ella.

En el mismo instante que sus pies tocaron el suelo, Penelope se apartó un poco y le miró de arriba abajo. Barnaby tardó un segundo en comprender que estaba comprobando que estuviera ileso.

Sonrió y volvió a estrecharla entre sus brazos.

– No estoy herido; no ha habido acción. He pasado toda la noche en Scotland Yard.

Penelope lo miró a la cara.

– ¿Y qué ha ocurrido?

Barnaby se agachó, la tomó en brazos, dio media vuelta y se sentó en el sillón con ella en el regazo.

Penelope se acomodó, apoyándose contra su brazo para que pudiera verle la cara.

– ¿Y bien?

Barnaby se lo contó todo, incluso la frustración de Stokes. Ella insistió en que le refiriera todos los pormenores del único robo que había sido denunciado y luego pasó a hacer hipótesis sobre el mismo; cómo uno de los niños tenía que haberse colado entre los barrotes para llevarse la urna.

Penelope frunció el entrecejo.

– Tiene que tratarse de una urna pequeña.

– Así es. Stokes y yo interrogamos al portero antes de que se marchara y nos describió la urna. A juzgar por lo que contó, no es una urna china cualquiera, sino una muy antigua tallada en marfil. Sólo Dios sabe el valor que puede llegar a tener.

Al cabo de un momento, Penelope dijo:

– Ha ido por piezas de coleccionista, ¿verdad?

Barnaby asintió.

– Lo cual encaja con nuestra idea de que roba por encargo, hurtando objetos concretos por los cuales alguien está dispuesto a pagar sin hacer demasiadas preguntas acerca de su procedencia.

Ella hizo una mueca.

– Lamentablemente, cuando se trata de coleccionistas ávidos, hay bastantes sin escrúpulos que encajan en ese perfil.

Él no contestó. Habían abordado todos los datos de los que tenían conocimiento; por más urgencia que ambos sintieran por encontrar a los dos niños todavía desaparecidos, no había nada más, ninguna otra vía que pudieran explorar esa noche.

Al menos en lo concerniente a la investigación.

Barnaby sabía que Penelope estaba pensando, dándole vueltas a lo que él le había referido, pues distraídamente frotó la mejilla contra su pecho. Tan simple caricia le llenó de calor, no sólo de deseo sino de una necesidad más profunda.

Ella guardaba silencio, tranquila y confortada entre sus brazos.

La ocasión estaba servida si él quería aprovecharla, no obstante, era un momento tan especial, tan novedoso y serenamente espléndido, que no tuvo ánimo de interrumpirlo o abreviarlo.

Después del comentario de lord Montford, después de que ella hubiera venido a su casa, después de su reacción al encontrarla aguardándole no cabía duda sobre lo que los unía. Había deseado que ella hablara, que propusiera casarse, eximiéndole así de tener que hacerlo él, no obstante, su necesidad de tenerla por esposa y lo que suscitaba esa necesidad, aunque su mente todavía lo consideraba una debilidad, ya no era algo que quisiera ocultar… o, para ser más exacto, ocultarla ya no era razón suficiente para impedirle tomar lo que necesitaba, lo que deseaba, lo que tenía que tener.

Si ella no hablaba pronto, lo haría él.

Pero allí, esa noche, no era el momento.

Ambos estaban cansados, y el nuevo día estaría empeñado en exigirles mucho. Aquella noche necesitaban descanso, necesitaban lo que encontrarían uno en brazos del otro. Placer, y un olvido que todo lo curaba.

Con cuidado, la levantó sosteniéndola con firmeza en brazos. Se encaminó hacia la puerta.

– ¿Tu pobre cochero está aguardando fuera? Penelope apoyó la cabeza en su hombro, rodeándole el cuello con los brazos.

– No. Le dije que se fuese a su casa. Más tarde tendremos que buscar un coche de punto. -Mientras él se volvía hacia la escalera, ella sonrió y murmuró: -Mucho más tarde; al alba.

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