CAPÍTULO IX. La caja que había en el barco

Lo primero que hicieron los chicos después de desayunarse fue, por supuesto, coger la preciosa caja y llevarla al cobertizo del jardín para tratar de abrirla. En ello tenían centrado todo su anhelo. Todos mantenían la esperanza de que en su interior hubiese un pequeño tesoro o algo parecido.

Julián buscó una herramienta. Encontró un cincel que le pareció el instrumento más adecuado para forzar la tapa de la caja. Lo intentó, pero el cincel resbalaba fácilmente. Lo sujetó bien y manipuló con más firmeza, pero la caja se resistía obstinadamente a ser abierta. Empezaron a desanimarse.

– Lo que deberías hacer -dijo Ana al final- es subir al piso más alto de la casa y echarla desde allí. Supongo que entonces no tendrá más remedio que reventar.

Los otros reflexionaron sobre la idea de Ana.

– Es muy arriesgado -dijo Julián-. Si dentro hay algo de valor, a lo mejor se rompe o se estropea.

Sin embargo, a nadie se le ocurrió una idea mejor para abrir la caja. Por tanto, Julián se decidió a llevarla al piso más alto. Entró en el ático y abrió la ventana. Los demás quedaron abajo, esperando. Julián lanzó al suelo la caja con todas sus fuerzas, desde la ventana. La caja cruzó rápidamente el aire y se estrelló contra el suelo produciendo un violento ruido. Entonces se abrió de repente la puerta de abajo, apareciendo la figura del tío Quintín tan rápida y furiosamente como sale una granada del cañón.

– ¿Qué diablos estáis haciendo? -gritó-. ¿Os estáis dedicando a tirar cosas por la ventana? ¿Qué es eso que ha caído al suelo?

Los chicos miraron la caja. Ésta, con la caída, se había abierto y mostraba lo que había en su interior: un viejo cofre de metal a prueba de agua. ¡Era seguro que su contenido no podía estar estropeado! ¡No se podía haber mojado!

Dick corrió a recogerlo.

– He dicho que qué significa eso que hay en el suelo -dijo el tío, acercándoseles.

– Pues es… es una cosa nuestra, una cosa que nos pertenece a nosotros -dijo Dick, poniéndose encarnado.

– Pues bien, ahora mismo os la voy a quitar. ¡Qué manera de hacer ruido! Dadme eso. ¿De dónde lo habéis sacado?

Nadie contestó. Tío Quintín frunció tanto el ceño que las gafas estuvieron a punto de caérsele.

– ¿De dónde lo habéis sacado? -bramó, encarándose con la pobre Ana, que era la que tenía más cerca.

– Estaba en el barco -balbució la muchachita, aterrorizada.

– ¡La habéis sacado del barco! -exclamó su tío, sorprendido-. ¿Ese viejo barco que salió a flote ayer? He oído hablar de eso. ¿Queréis decir que habéis entrado en él?

– Sí -dijo Dick. Julián reapareció angustiado. Sería demasiado terrible que su tío les quitase la caja justo cuando acababan de abrirla. ¡Pero eso fue precisamente lo que hizo!

– Bien. Esta caja puede contener algo importante -dijo, quitándosela a Dick de las manos-. Vosotros no tenéis ningún derecho a andar registrando ese barco. A lo mejor os lleváis por ahí cualquier cosa importante y la perdéis.

– Pues ese barco es mío -dijo Jorge, desafiante-. Por favor, papá, devuélvenos la caja. Acabamos de conseguir abrirla. ¡Seguramente dentro hay algo de valor, una barra de oro o algo así!

– ¡Una barra de oro! -dijo su padre, sarcásticamente-. ¡Qué criatura eres! Dentro de ese cofre tan pequeño no cabe una cosa así. Es mucho más verosímil que lo que haya dentro sean noticias de lo que ocurrió con las barras de oro. Siempre he pensado que el oro lo pusieron a buen recaudo en algún sitio antes de que se hundiera el barco a la entrada de la bahía.

– ¡Oh, papá, por favor, por favor, devuélvenos la caja! -imploró Jorge, casi a punto de llorar. De pronto comprendió que su padre tenía razón: que lo más probable era que dentro del cofre hubiera documentos donde se indicara qué había ocurrido con las barras de oro. Pero su padre, sin decir más palabras, se volvió a meter en la casa, llevándose la caja rota y abierta, con su cofrecillo impermeable a la vista de todos.

Ana rompió a llorar.

– ¡No me regañéis porque dije que la habíamos sacado del barco! -sollozó-. Por favor, no. No tenía más remedio que decírselo. Me lo había preguntado.

– Está bien, pequeña -dijo Julián, poniendo la mano en el hombro de su hermanita. Parecía furioso. Pensaba que lo que había hecho su tío, quitarles la caja de esa manera, era muy poco noble-. Esto no pienso aguantarlo. Tenemos que recuperar la caja y abrir el cofre -dijo-. Estoy seguro de que tu padre la olvidará en seguida. Ya tiene bastante trabajo con sus libros y no se va a dedicar ahora a preocuparse de ella. Aguardaré la primera oportunidad, me meteré en su despacho y me haré con la caja, ¡aunque a lo mejor me descubre y me da una paliza!

– Muy bien -dijo Jorge-. Vigilaremos para ver cuándo sale papá del despacho.

Todos se dedicaron por turno a la vigilancia, pero tío Quintín, con gran enojo de los chicos, se pasó encerrado toda la mañana. Tía Fanny estaba sorprendida de ver de vez en cuando a uno o dos de los chicos en el jardín, lo que suponía que no habían querido ir a bañarse a la playa.

– ¿Por qué no vais todos a cualquier sitio, a la playa por ejemplo? -les dijo-. ¿Es que habéis reñido?

– No -dijo Dick-. Claro que no.

Pero se guardó mucho de decir por qué estaba en el jardín quieto y sin hacer nada.

– ¿Es que tu padre nunca sale de casa? -preguntó a Jorge cuando le tocó a ésta el turno de vigilar-. No creo que eso le siente muy bien a su salud.

– Los hombres de ciencia nunca salen de casa -dijo Jorge, como si conociese al dedillo todo lo concerniente a los hombres de ciencia-. Pero sí podría ser que esta tarde durmiera un rato la siesta. A veces lo hace.

Aquella tarde Julián se apostó en el jardín. Se sentó bajo un árbol y empezó a hojear un libro. No mucho después oyó un curioso ruido que le hizo levantar la vista. ¡En seguida se dio cuenta de qué se trataba!

"¡Es que tío Quintín está roncando! -se dijo, excitado-. ¡Es eso! ¡Oh, ahora podré meterme en la casa por la puerta-ventana y rescatar la caja!"

Se acercó sigilosamente a la puerta-ventana. Estaba ligeramente abierta. Pudo ver a su tío recostado en un confortable sofá con la boca entreabierta y los ojos cerrados. ¡Estaba completamente dormido! Cada vez que inspiraba lanzaba un profundo ronquido.

"Parece que está enteramente dormido -pensó el chico-. Y ahí está la caja, justo detrás de él, en aquella mesa. Apuesto a que si me sorprende me voy a llevar una gran paliza, pero no tengo más remedio."

Se metió en la habitación. Su tío seguía roncando Se acercó sigilosamente a la mesa que había tras el y cogió la caja.

Entonces un trozo de madera de la caja rota cayo al suelo con gran estrépito. Su tío se removió en el sofá y abrió los ojos. Rápido como una centella, Julián se agazapó tras el sofá, conteniendo la respiración a duras

– ¿Qué ha sido eso? -oyó que decía su tío. Julián permaneció quieto. Luego su tío volvió a acomodarse en el sillón y a cerrar los ojos. Pronto volvieron a oírse los acompasados ronquidos.

"¡Hurra! -pensó Julián- Ya esta dormido otra vez."

Sigilosamente volvió a coger la caja y se dirigió a la puerta-ventana. Al poco estaba ya paseando tranquilamente por el jardín. No pensó en ocultar su trofeo. Su mayor ilusión era enseñárselo a los otros para que admirasen la proeza que había llevado acabo.

Fue corriendo a la playa, donde los otros estaban tomando el sol sobre la arena.

– ¡Eh! -gritó-. ¡Eh! ¡Ya la tengo! ¡Ya la tengo!

Los chicos se incorporaron rápidamente, muy contentos de ver la caja en manos de Julián. Olvidaron completamente que en la playa había muchas personas que podían verlos. Julián se dejo caer en la arena.

– Tu padre se durmió al final -le dijo a Jorge-. ¡Tim, no me muerdas el traje de baño! Fíjate, Jorge: me metí en la habitación por la puerta-ventana y cuando ya había cogido la caja se cayó un trozo de madera y el ruido despertó a tu padre.

– ¡Cáspita! -dijo Jorge-. ¿Y que paso luego?

– Me escondí detrás del sillón y estuve allí, agazapado, hasta que volvió a dormirse -dijo Julián-. Luego me escapé. Ahora vamos a ver lo que hay dentro del cofre. No creo que tu padre lo haya tocado siquiera.

Así era, en efecto. El cofrecillo estaba intacto, aunque enmohecido por la humedad de años. Y la tapa estaba tan oxidada que parecía imposible que el cofre pudiera abrirse.

Sin embargo, Jorge empezó a raspar el óxido con su cortaplumas y a poco la tapa empezó a ceder. ¡Antes de un cuarto de hora, estaba ya abierto el cofre!

Los chicos se inclinaron todos sobre él, observándolo con interés. Dentro había unos cuantos papeles viejos y una especie de libros con las cubiertas negras. Pero nada más. Nada de oro. Nada de tesoro. Todos se sintieron algo decepcionados.

– Está todo enteramente seco -dijo Julián, sorprendido-. No hay rastro de humedad. El cofrecillo ha resguardado bien lo de dentro.

Tomó el libro y lo abrió.

– Es un diario de tu antepasado donde cuenta las incidencias del viaje -dijo-. Cuesta mucho trabajo entender la escritura. Es muy pequeña y enrevesada.

Jorge cogió uno de los papeles. Era un grueso pergamino amarillento por los años. Lo desdobló y lo extendió sobre la arena. Todos lo miraron, interesados, pero nadie pudo comprender el significado de los garabatos que tenían ante los ojos.

Parecía algo así como un plano.

– Tal vez sea el plano de un sitio a donde hay que ir -dijo Julián.

De pronto, Jorge empezó a agitar nerviosamente las manos y miró a los demás con un raro brillo en los ojos. Abrió la boca, pero no pudo articular palabra.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Julián lleno de curiosidad-. ¿Qué intentas decir? ¿Es que no te funciona la lengua?

Jorge agitó la cabeza y empezó a hablar atropelladamente.

– ¡Julián! ¿Sabes lo que es esto? ¡Es un plano del castillo Kirrin hecho antes de que se derrumbara! ¡Y explica dónde están los sótanos!

Señaló con tembloroso dedo un lugar del plano. Los demás observaron llenos de curiosidad el lugar que Jorge estaba indicando. Tenía el dedo puesto bajo una curiosa palabra escrita con antiguos caracteres de letra.


LINGOTES


– ¡Lingotes! -dijo Ana, desconcertada-. ¿Qué significa eso? Nunca había oído esa palabra.

Pero los dos chicos sí la conocían.

– ¡Lingotes! -gritó Dick-. Se trata seguramente de las barras de oro. Se llaman lingotes.

– Todas las barras de metal pueden llamarse lingotes -dijo Julián, con la cara roja de excitación-. Pero nosotros sabemos que en el barco había una carga de barras de oro. Por tanto, tiene que referirse a ellas. ¡Oh, es fantástico pensar que a lo mejor están escondidas en el castillo, Jorge! ¡Jorge! ¿Verdad que todo esto es terriblemente emocionante?

Jorge afirmó con la cabeza. Temblaba de excitación.

– Si pudiéramos encontrarlas… -susurró-. ¡Con tal que pudiéramos!

– Tenemos por delante un trabajo maravilloso: buscarlas -dijo Julián-. Claro que será terriblemente difícil hacerlo, porque el castillo está en ruinas y lleno de maleza, sobre todo por la parte baja. Pero los lingotes tienen que estar allí y nosotros acabaremos encontrándolos. ¡Qué bien suena esa palabra! ¡Lingotes! ¡Lingotes! ¡Lingotes!

La palabra "lingotes" sonaba a los chicos mucho mejor que "oro". En adelante, ninguno de ellos volvió a decir "oro". Siempre que se referían al tema decían "lingotes". Timoteo estaba desconcertado. No tenía la menor idea de por qué los chicos estaban tan excitados sin hacerle caso. Movía vertiginosamente la cola mientras intentaba en vano poder lamer tranquilamente las orejas a cada uno de ellos, pero ¡por primera vez en la vida no se habían dignado prestarle la menor atención! El can, sencillamente, no comprendía nada, por lo que, al cabo de un rato, se sentó en la arena, alicaído, con las orejas gachas y dándoles la espalda a los chicos.

– ¡Oh, pobre Timoteo, fijaos! -dijo Jorge-. No puede comprender lo que nos pasa. ¡Tim, Tim querido, todo va bien! Nadie tiene nada contra ti. ¡Oh, Tim, hemos descubierto el secreto más interesante del mundo!

Timoteo dio un salto y empezó a mover la cola, satisfecho de haberse enterado, por fin, de qué es lo que había ocurrido. Puso su enorme pata sobre el precioso plano. Los chicos empezaron a increparle.

– ¡Eh, cuidado! ¡Que lo vas a hacer trizas y tenemos que devolverlo! -dijo Julián. Luego miró a los otros, frunciendo el ceño-. ¿Qué vamos a hacer con la caja? -preguntó-. El padre de Jorge no debe darse cuenta de que se la hemos quitado, ¿verdad? Tenemos que volverla a su sitio.

– ¿No nos podíamos quedar con el mapa? -preguntó Ana-. Él no sabrá que estaba en el cofre si, como es seguro, no lo ha abierto. Las otras cosas que hay dentro no tienen importancia: total, un viejo diario y unas cuantas cartas.

– Para estar tranquilos, lo que podemos hacer es sacar una copia del plano -dijo Dick-. Así, podremos devolver la caja con todo su contenido.

Todos estuvieron de acuerdo en que Dick había tenido una buena idea. Regresaron a "Villa Kirrin" y sacaron cuidadosamente una copia del plano. Lo hicieron en el cobertizo, porque no querían que nadie pudiese descubrirlos. Era un plano muy extraño. Estaba dividido en tres partes.

– Esta parte indica el lugar donde están los sótanos -dijo Julián-. Aquí está dibujada la planta baja y este trozo representa un ala del castillo. ¡Caramba, debió de ser un castillo estupendo! Los sótanos están esparcidos por el subsuelo de toda la planta baja. Probablemente, en tiempos, los utilizarían para cosas terribles. Lo que no sé es cómo los habitantes del castillo se las arreglaban para meterse en ellos.

– Pues estudiaremos detenidamente el plano y lo averiguaremos -dijo Jorge-. Así, al pronto, parece muy difícil para nosotros descubrir la entrada, pero si vamos al castillo y desde el mismo lugar estudiamos el plano, ya veréis como al final encontramos la manera de meternos dentro de los sótanos. ¡Oh, estoy segura de que ningún chico ha tenido en perspectiva una aventura tan extraordinaria como ésta!

Julián se guardó cuidadosamente la copia del plano en el bolsillo de sus shorts. No tenía la menor intención de perderla. Era algo precioso. Luego guardó en el cofre el plano auténtico y miró hacia la casa.

– ¿Qué os parece volverla a su sitio ahora mismo? -dijo-. Quizá tu padre esté dormido todavía, Jorge.

Pero no era así. Estaba bien despierto. Por suerte, no había echado de menos la caja. Se dirigió al comedor para tomar el té con su familia. Julián aprovechó la oportunidad. Musitando una excusa se fue de la mesa y pudo fácilmente restituir la caja a su sitio, dejándola sobre la mesa que había detrás del sillón de su tío.

Cuando regresó al comedor les guiñó un ojo a los demás. Éstos comprendieron en seguida que Julián había conseguido su objetivo y se sintieron aliviados. Todos estaban atemorizados con la presencia del tío Quintín y no estaban nada entusiasmados con las cosas que éste contaba de sus pesados libros. Ana no dijo una sola palabra durante todo el tiempo. Tenía un miedo enorme a irse de la lengua y revelar algo sobre Timoteo o sobre la caja. Los otros hablaban también muy poco. Mientras tomaban el té sonó de pronto el teléfono y tía Fanny fue a contestar.

Pronto estuvo de vuelta.

– Es para ti, Quintín -dijo-. Por lo que veo, el viejo barco ese está despertando mucha curiosidad por todos sitios. Te llaman desde un periódico de Londres para preguntarte cosas acerca de él.

– Diles que estaré con ellos a las seis -dijo tío Quintín.

Los chicos se miraron unos a otros, alarmados. Esperaban que su tío no les enseñaría la caja a los periodistas. ¡El secreto del tesoro escondido dejaría de existir!

– Qué buena idea fue la de sacar una copia del plano -dijo Julián después del té-. Pero ahora estoy pensando que hubiera sido mejor no dejar el plano auténtico dentro del cofre. ¡Ahora cualquiera podrá descubrir nuestro secreto!

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