CAPITULO VIII. Explorando el barco

El primero que se despertó al día siguiente fue Julián, justo cuando el sol, bordeando el horizonte, empezaba a iluminar el cielo con sus dorados resplandores. Estuvo un momento contemplando el techo con indiferencia, pero luego se acordó de golpe de todos los acontecimientos del día anterior. Se levantó de la cama de un salto y le gritó a su hermano:

– ¡Dick! ¡Despiértate! ¡Tenemos que ir a explorar el barco! ¡Levántate ya!

Dick se despertó y miró a Julián con ojos soñolientos. En seguida se sintió invadido por un sentimiento de felicidad. Iban pronto a disfrutar de una verdadera aventura. Saltó de la cama y fue corriendo al dormitorio de las chicas. Abrió la puerta. Las dos niñas estaban todavía profundamente dormidas, sobre todo Ana, que parecía un lirón, acurrucada entre las sábanas.

Dick zarandeó a Jorge y luego le dio a Ana un palmetazo en la espalda. Ellas se despertaron sobresaltadas, y se incorporaron.

– ¡Arriba! -dijo Dick, sin gritar mucho, para que no pudieran oírle sus tíos-. Acababa de salir el sol. Hay que darse prisa.

Los ojos de Jorge brillaban mientras se estaba vistiendo. Ana brincaba de contento mientras buscaba su escueto ropaje: un par de sandalias, el traje de baño, el jersey y los shorts.

– Ahora no hagáis ruido mientras bajamos por la escalera: que nadie hable ni tosa -advirtió Julián cuando estaban ya todos reunidos.

A Ana se le escapaban a menudo gritos por cualquier fruslería, y más de una vez con ellos había puesto a la luz secretos planes de sus hermanos. Sin embargo, esta vez tuvo buen cuidado de no hacerlo. Bajaron sigilosamente por la escalera y entraron en el jardín. No hicieron ningún ruido. Con mucho cuidado cerraron tras ellos la puerta de la casa y atravesaron el jardín en dirección a la puerta de la valla. Pero como ésta hacía siempre mucho ruido al abrirse y cerrarse, los chicos optaron por saltar por encima del valladar. El sol resplandecía fulgurantemente, aun cuando todavía no se había despegado del horizonte. Producía un calor muy agradable. El cielo estaba tan límpido que Ana pensó que lo acababan de fregar.

– Parece enteramente que lo han sacado del lavadero hace poco -dijo a los otros.

Todos rieron con ganas. Ana ciertamente tenía ocurrencias muy extravagantes a veces. Pero esta vez comprendieron lo que había querido decir y estaban de acuerdo con ella. El día era tan luminoso que producía una especial sensación de alegría. Las nubes se recortaban limpiamente en el cielo azul y el mar aparecía majestuosamente en calma. Parecía increíble que el día anterior hubiera estado tan alborotado.

Jorge, después de preparar el bote, se fue a buscar a Timoteo, mientras los otros arrastraban la embarcación hasta el mar. Alfredo, el pescador, quedó muy sorprendido de ver a Jorge tan temprano. Estaba a punto de marcharse con su padre a pescar. Le hizo señas a Jorge.

– ¿Es que también vas de pesca? -le preguntó-. ¡Hay que ver la tormenta de ayer! Supongo que regresaríais antes de que empezara.

– No; se nos echó encima -dijo Jorge-. ¡Ven! ¡Tim! ¡Ven!

Timoteo estaba muy contento de ver a su amita tan de buena mañana. La acompañó haciendo cabriolas tan alborotadas a su alrededor que por poco la tira al suelo.

En cuanto vio el bote se metió en él, plantándose en la popa, con la roja lengua fuera y moviendo el rabo vertiginosamente.

– No comprendo cómo conservas todavía el rabo, Timoteo -dijo Ana-. Un día se te va a escapar si lo agitas con tanta fuerza.

Emprendieron el camino hacia la isla. Era fácil remar ahora, porque el mar estaba muy en calma. Luego la rodearon para dirigirse a la parte que no se veía desde tierra firme.

¡Allí estaba todavía el barco, aprisionado entre las escarpadas rocas! Se había quedado fijo allí, sin que las olas hubiesen conseguido arrastrarlo de nuevo.

Estaba ligeramente inclinado y el mástil, aún más destrozado que antes, había caído contra un rincón de la cubierta.

– Aquí tenemos el barco -dijo Julián, excitado-. ¡Pobre velero! Debe de estar ahora más averiado que antes de la tormenta. ¡Hay que ver el ruido que hizo cuando se estrelló contra estas rocas!

– ¿Cómo podremos meternos en él? -preguntó Ana, mirando las enormes rocas que obstruían el camino. Pero Jorge, a este respecto, no estaba nada desanimada. Conocía pulgada a pulgada toda la costa que bordeaba su pequeña isla. Siguió remando firmemente en dirección a las rocas.

Cuando hubieron llegado, los chicos contemplaron admirados el barco. Era enorme, mucho más grande de lo que parecía cuando lo vieron hundido. Estaba cubierto de escamas de peces y ristras verdoso oscuras de algas, que colgaban por todos sitios. Ofrecía un aspecto muy extraño. Tenía grandes agujeros en los costados, que se habían producido al topar contra las rocas. En cubierta también había agujeros. El viejo barco producía cierta impresión de tristeza y abandono, cosa que no le prestaba gran atractivo, pero para los chicos era la cosa más interesante que habían visto en su vida.

Se aproximaron más a las rocas, remando. La marea les favorecía. Jorge abarcó la nave con la mirada.

– Será mejor que enganchemos la borda con una cuerda -dijo-. Así podremos trepar por ella y llegar a cubierta fácilmente. ¡Julián! ¡Toma esa cuerda y echa el lazo a ese trozo de madera que sobresale allí!

Julián hizo lo que Jorge le había dicho. La cuerda cruzó rápidamente el aire y aprisionó con el lazo un saliente de cubierta. De esa manera, pudieron poner el bote en el lugar más adecuado para el abordaje. Entonces Jorge empezó a trepar por la cuerda con la misma facilidad que un mono. Era una maravilla trepando. Julián y Dick la siguieron solos, pero a Ana hubo que ayudarla. Pronto se encontraron todos sobre la inclinada cubierta. La verdina, que despedía un fuerte olor, la hacía muy resbaladiza.

– Ésta es la cubierta -dijo Jorge-. Y por ese agujero era por donde los marineros entraban y salían.

Señaló un gran agujero. Todos se dirigieron a él y observaron el interior. Aún se conservaban los restos de una escalerilla de hierro. Jorge la examinó:

– Creo que podrá aguantar nuestro peso -dijo-. Yo bajaré primero. ¿Tiene alguien una linterna? Está todo muy oscuro.

Julián había traído una linterna. Se la dio a Jorge. Todos guardaban silencio, impresionados. Tenían ante sí una ocasión única en la vida de explorar por dentro un misterioso barco del pasado. ¿Qué encontrarían en él? Jorge encendió la linterna y empezó a bajar por la escalerilla. Los demás la siguieron.

A la luz de la linterna pudieron contemplar un espectáculo extraño. El techo de la parte interna del barco era de roble y muy bajo, de tal modo que los niños tenían que ir con la cabeza gacha. Al parecer, lo que veían habían sido camarotes, pero no podían asegurarlo, dado lo húmedo, verdinoso y destrozado que estaba todo. El olor que desprendía la verdina secándose era horrible. Los chicos tenían que andar haciendo equilibrios para no resbalar a causa de la humedad del suelo. El barco, al fin y al cabo, no parecía tan grande por dentro.

A la luz de la linterna pudieron ver una cavidad en el suelo.

– Ahí debe de ser donde se guardaban las cajas con las barras de oro -dijo Julián-. Pero ahí dentro no hay ahora nada más que agua y peces.

Los chicos no pudieron meterse en la cavidad, porque había mucha agua en su interior. Dos barriles flotaban en ella, reventados y mostrando a las claras que no había nada en su interior.

– Supongo que serán barriles que usarían para guardar agua o comida -dijo Jorge-. Vamos a ver si en la otra parte del barco hay camarotes. A lo mejor vemos las literas donde dormían los marineros. ¡Fíjate en esa vieja silla de madera! ¡Es fantástico que se haya conservado después de tanto tiempo! ¡Mirad las cosas que cuelgan de esos ganchos! ¡Todo está lleno de algas, pero apostaría a que se trata de cacharros de cocina!

Todo en el barco resultaba extraño e interesante. Los chicos estaban todos ojo avizor, a la búsqueda de las cajas donde se encontraban las barras de oro. Pero, en realidad, no parecía que hubiese oro por ningún sitio.

Entraron en un camarote que era algo mayor que los demás. En un rincón había una litera sobre la cual se divisaba un cangrejo. El mobiliario era viejo y consistía apenas en una mesa de dos patas, pegada a la litera e incrustada de conchas marinas. Algunos cuadros colgaban de las paredes del camarote, festoneados de algas gris-verdosas.

– Éste debió de haber sido el camarote particular del capitán -dijo Julián-. Es el más grande de todos. Fijaos: ¿qué es eso que hay en ese rincón?

– ¡Es una taza vieja! -exclamó Ana, cogiéndola-. También hay una salsera, rota. Supongo que el capitán estaría aquí tomándose una taza de té cuando el barco se hundió.

Todo parecía muy extraño. El camarote era húmedo y maloliente y el suelo estaba muy resbaladizo. Jorge empezaba a pensar que su barco parecía mucho más atractivo cuando estaba bajo el agua que ahora que había salido a flote.

– Vámonos ya -dijo con voz ligeramente temblorosa-. No me gusta mucho esto. Desde luego, es un barco muy interesante, pero también me da un poco de miedo.

Decidieron marcharse. Julián, por última vez, iluminó todo el camarote con su linterna. Se disponía ya a apagarla y reunirse con los demás cuando vio algo que le hizo detenerse. Llamó a los otros.

– ¡Eh, aguardad! ¡Hay aquí un armario incrustado en la pared! ¡Voy a ver si dentro hay algo!

Los otros regresaron y a las indicaciones de Julián pudieron ver lo que parecía un pequeño armario cuya puerta se hallaba al nivel de la pared del camarote.

Julián dirigió en seguida la vista al ojo de la cerradura: no había llave en él.

– Dentro del armario puede haber algo interesante -dijo Julián. Intentó hacer palanca con los dedos para abrir la portezuela, pero no lo consiguió-. Está cerrado con llave -dijo-. Era de suponer.

– Tal vez no funcione muy bien la cerradura ahora -dijo Jorge, intentando a su vez abrir la pequeña puerta. Entonces sacó de su bolsillo un recio cortaplumas, lo abrió e introdujo la hoja entre la puerta del armario y la pared. Hizo fuerza con el mango, porfiadamente, hasta que por fin la cerradura cedió. Tal como había dicho, ésta se encontraba en mal estado: estropeada y mohosa. Abrió la portezuela. A la vista de los chicos apareció como una especie de estante que contenía cosas extrañas.

Había una caja de madera, hinchada por la humedad de muchos años. También había algo que parecía un libro, así como un vaso roto y dos o tres cosas más, a cuál más curiosa, pero todas tan deterioradas por la acción del mar que no podía adivinarse qué eran.

– Lo único que hay verdaderamente interesante es la caja -dijo Julián, sacándola del armario-. Aunque, de todos modos, supongo que lo que haya dentro estará estropeado o destruido por el agua. Pero nada nos impide intentar averiguarlo.

Él y Jorge emplearon todas sus fuerzas en procurar abrir la vieja tapa de madera, donde estaban grabadas las iniciales H…J. K.

– ¡Supongo que éstas serán las iniciales del nombre del capitán! -dijo Dick.

– ¡No! ¡Éstas son las iniciales de un antepasado mío! -dijo Jorge, con los ojos repentinamente brillantes-. Se llamaba Henry John Kirrin. Este barco era suyo, como sabéis. Seguramente esta caja tiene cosas muy personales de él: papeles manuscritos o diarios. ¡Oh, abrámosla en seguida!

Pero era enteramente imposible levantar la tapa con las escasas herramientas de que disponían. Pronto abandonaron el empeño y Julián cargó con la caja para llevársela al bote.

– La abriremos en casa -dijo excitadamente-. Con un martillo o cualquier otra cosa conseguiremos abrirla. ¡Oh, Jorge! ¡Esto sí que ha sido un hallazgo!

Todos los chicos tenían la sensación de que algo muy interesante habían encontrado. ¿Qué habría dentro de la caja? Se les haría muy largo el tiempo hasta llegar a casa.

Subieron a cubierta por la escalerilla de hierro. En cuanto llegaron pudieron darse cuenta de que el barco había sido descubierto ya por otras personas. Su secreto había terminado.

– ¡Cáspita! ¡La mitad de los pequeños pesqueros han descubierto ya el barco! -gritó Julián, viendo por todo el contorno pequeñas naves que osadamente se acercaban al barco de Jorge. Los pescadores contemplaban admirados el navío. En cuanto vieron a los chicos a bordo empezaron a gritar fuertemente:

– ¡Eh, los de ahí! ¿Qué barco es éste?

– ¡Es aquel que estaba hundido! -respondió Julián-. ¡La tormenta lo sacó del fondo del mar!

– No les digas nada más -dijo Jorge, frunciendo el ceño-. Este barco es mío. No tengo ganas de que empiece a registrarlo todo el mundo.

No volvieron a decir nada más. Los cuatro bajaron al bote y remaron en dirección a casa lo más aprisa que pudieron. Ya había pasado la hora del desayuno. Menuda regañina les esperaba. Hasta podría ser que el terrible padre de Jorge los enviara a la cama. Pero ¿por qué preocuparse? Habían conseguido su objetivo: explorar el barco. Habían traído una misteriosa caja en la cual, ya que no muchas, ¡podría tal vez haber una barra de oro!

La regañina que esperaban no tardó en producirse y, además, se quedaron sin probar la mitad del desayuno, porque tío Quintín dijo que los chicos que llegan tarde a casa no merecen tomar huevos ni jamón. Fue algo calamitoso para ellos.

Escondieron la caja debajo de la cama en el dormitorio de los chicos. A Timoteo lo habían dejado en casa del pescador, atado en el corral de la parte trasera. El muchacho había ido de pesca y a aquella hora estaba contemplando, maravillado, desde el barco de su padre, el extraño navío.

– Sería un bonito negocio dedicarse a llevar curiosos a ver el barco -dijo Alfredo.

Antes de que acabara el día, el barco había sido visto ya por multitud de personas desde sus canoas y queches de pesca.

Esto ponía furiosa a Jorge. Claro que no se podía hacer nada para evitarlo. Al fin y al cabo, como había dicho Julián, ¡todo el mundo tenía derecho a verlo!

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