Los cuatro quedaron tan tremendamente impresionados que durante unos minutos no volvieron a pronunciar palabra. Miraban y miraban la oscura silueta del navío imaginando cosas fantásticas sobre lo que podría haber en su interior. Luego Julián cogió a Jorge por el brazo, apretándoselo nerviosamente.
– ¿No es maravilloso? -dijo-. Oh, Jorge, ¿verdad que lo que ha acontecido es fantástico?
Jorge permaneció un rato en silencio, mientras por su mente corría todo un torbellino de imaginaciones.
– Me pregunto si podré considerar el barco como mío, ahora que ha salido a la superficie -dijo-. Ahora no estoy tan segura de quién pueda tener derecho sobre él y sobre el tesoro, si es que todavía está dentro. Aunque, al fin y al cabo, cuando se hundió era propiedad de unos antepasados míos. Mientras estaba hundido no había problema: nadie se preocupaba de él. Pero ahora que ha salido a flote no sé si será tan fácil seguir siendo la dueña.
– ¡Pues no le digas a nadie que ha salido a flote! -dijo Dick.
– No seas cándido -dijo Jorge-. Cualquier pescador que atraviese la bahía en su barco lo verá y se lo dirá a todo el mundo. Esta clase de noticias corren como la pólvora.
– Pues bien: entonces lo que podemos hacer es registrarlo bien antes de que lo hagan los demás -dijo Dick, ávidamente-. Todavía no sabe nadie que ha salido a flote. Sólo lo sabemos nosotros. Podemos registrarlo en cuanto amaine un poco más el temporal.
– No podemos ir a pie hasta esas rocas, si es eso lo que propones -repuso Jorge-. En bote sí, pero no debemos arriesgarnos mientras las olas sean tan enormes. Estoy segura de que el temporal no terminará hoy. El viento es demasiado fuerte.
– ¿Y si fuésemos a explorarlo mañana por la mañana muy temprano? -preguntó Julián-. Antes de que nadie lo vea. Apuesto a que si conseguimos registrarlo los primeros, encontraremos las cajas del oro.
– No estoy muy segura -dijo Jorge-. Ya os he dicho que muchas personas han registrado el barco y no han encontrado el oro, aunque reconozco que hacerlo bajo el agua es bastante difícil. Tal vez nosotros encontremos lo que se les escapó a los demás. Oh, todo esto parece un sueño. ¡Todavía no acabo de creerme que mi barco haya salido del fondo del mar!
El sol hacía rato que lucía en el cielo y, bajo el ardor de sus rayos, la ropa de los chicos estaba ya casi seca. La piel de Timoteo desprendía vapor de agua. Al can no parecía gustarle mucho el barco, a juzgar por los profundos gruñidos que lanzaba al mirarlo.
– No seas aprensivo, Tim -dijo Jorge, acariciándolo-. Ese barco no puede hacerte daño. ¿Qué es lo que estás pensando?
– A lo mejor se cree que es una ballena -dijo Ana, riendo-. ¡Oh, Jorge! ¡Éste es el día más interesante de mi vida! ¡Oh! ¿No podríamos coger el bote ahora mismo y explorar el barco?
– No, no puede ser -dijo Jorge-. Ojalá pudiéramos. Pero es totalmente imposible, Ana. No es seguro que el barco vaya a estar todo el tiempo quieto e incrustado en las rocas. Cualquier ola grande puede sacarlo de ahí. Sería muy peligroso meterse en él ahora. Por otra parte, no tengo la menor intención de ver el bote hecho pedazos ni de que nos ahoguemos en el mar. Todo eso podría ocurrir. Es mejor que esperemos hasta mañana. Es una buena idea la de ir muy temprano. Antes de que empiece a venir gente mayor diciendo que registrar el barco es asunto de ellos.
Los chicos contemplaron anhelantes el barco durante un rato más. Luego extendieron la mirada por todo el derredor de la isla. Ésta no era, ciertamente, muy extensa, pero ofrecía un espectáculo magnífico, con su rocosa costa, sus tranquilas calas (como aquélla donde habían dejado el bote), su ruinoso castillo, y sus pájaros exóticos y huidizos conejos, que abundaban por doquier.
– ¡Cómo me gusta esto! -exclamó Ana-. ¡Cómo me gusta! Aquí nos damos cuenta perfectamente de que estamos en una isla. Hay muchas de ellas que son tan grandes que no se nota que son islas. Yo sé que Gran Bretaña es una isla; pero si lo sé es porque me lo han dicho. En cambio, aquí se ve en seguida que estamos rodeados de mar por todos sitios, porque desde un mismo lugar se pueden ver todas las orillas. ¡Cómo me gusta!
Jorge estaba radiante de contento. Ella había estado muchas veces en la isla anteriormente, pero siempre sola, salvo la compañía de Timoteo. Se había jurado no llevar allí nunca a nadie, porque sólo así le parecía totalmente suya. Sin embargo, ahora seguía pareciéndole tan suya como antes. Había llevado allí a sus primos por propia voluntad y con gran alegría de su corazón. Por primera vez empezaba Jorge a entender que el compartir las alegrías con los demás dobla el placer que éstas nos producen.
– Cuando las olas no sean tan grandes regresaremos -dijo-. Tengo el presentimiento de que va a llover otra vez y supongo que no querréis volver a mojaros. No podremos estar de vuelta antes de la hora del té, porque al bajar la marea, las corrientes serán contrarias a la dirección del bote.
Los chicos se sentían todos algo cansados de tantas emociones que les había deparado la mañana. Apenas pronunciaban palabra mientras regresaban en el bote. Iban remando por turno, pero en él no tomaba parte Ana, que no tenía bastante fuerza para remar contra corriente. Contemplaron una vez más la isla mientras se alejaban de ella. Ya no podían ver el barco, pues había encallado en la parte opuesta.
– Nos viene muy bien que el barco esté al otro lado -dijo Julián-. Nadie podrá descubrirlo. Y mañana iremos a explorarlo muy temprano, mucho antes de que ningún otro bote se haga a la mar. Nos tendremos que levantar al alba.
– Es muy temprano para vosotros -dijo Jorge-. ¿Os podréis despertar a esa hora? Yo estoy acostumbrada a levantarme al amanecer, pero supongo que vosotros no.
– Ya lo creo que nos levantaremos -dijo Julián-. Vaya, menos mal que por fin hemos llegado a la playa. Tengo los brazos entumecidos y estoy tan hambriento que me comería con gusto una despensa entera llena de manjares.
– ¡Guau, guau! -ladró Timoteo, completamente de acuerdo.
– Ahora iré un momento a dejar a Timoteo en casa de Alfredo -dijo Jorge, saltando a tierra-. Tú, Julián, puedes meter el bote en la arena. Volveré en seguida.
Poco rato después los cuatro estaban sentados a la mesa tomando el té. Tía Fanny les tenía preparadas unas pastas riquísimas y había hecho, además, especialmente para ellos, un pastel de jengibre con miel, coloreado y muy sabroso. Los chicos dieron buena cuenta de él en un momento y estuvieron concordes en afirmar que no habían probado nada tan bueno en su vida.
– ¿Lo habéis pasado bien? -preguntó tía Fanny.
– ¡Oh, sí! -dijo Ana ávidamente-. Aunque la tormenta ha sido muy fuerte. Hasta llegó a levantar…
Julián y Dick le dieron entrambos un puntapié por debajo de la mesa. Jorge intentó hacer lo mismo, pero, aunque no le faltaron las ganas, no pudo alcanzarla: estaba demasiado lejos de ella. Ana miró a los demás, irritada, mientras se le saltaban las lágrimas.
– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó tía Fanny-. ¿Te han vuelto a dar un puntapié, Ana? Pues bien: ¡se terminó eso de pegarle a Ana por debajo de la mesa! ¡Pobre Ana! ¡Cómo te habrán lastimado! ¿Qué estabas diciendo, querida? ¿Que el mar había levantado algo?
– Llegaron a levantarse unas olas enormes -dijo Ana, mirando a los otros, desafiante. ¿No creían que ella iba a decir que la tempestad había levantado y sacado del fondo del mar el barco hundido? ¡Pues se habían equivocado! ¡Le habían dado los puntapiés sin ninguna razón!
– Siento haberte lastimado, Ana -dijo Julián-. Se me resbaló el pie.
– El mío también -dijo Dick-. Sí, tía Fanny, desde la isla se divisaba un panorama impresionante. Las olas azotaban la caleta y eran tan fuertes que tuvimos que adentrar mucho el bote en la arena para que el mar no se lo llevara.
– A mí la tormenta, no me daba miedo, realmente -dijo Ana-. De hecho, no tenía, por lo menos, tanto miedo como Ti…
Todos se dieron cuenta de que Ana iba a mencionar al perro. Se pusieron a hablar atropelladamente y en voz muy alta. Julián le dio a su hermanita otro puntapié.
– ¡Oh!… -dijo Ana.
– Los conejos parecían todos domesticados -dijo Julián, a voces.
– También hemos visto los cormoranes -dijo Dick.
Mientras éste hablaba, Jorge iba diciendo:
– Los grajos chillaban muy fuerte: hacían "chak, chak, chak" todo el tiempo.
– Vosotros sí que parecéis una manada de grajos hablando todos al mismo tiempo -dijo tía Fanny, riendo-. Bueno: ¿habéis terminado ya de comer? Será mejor que vayáis a lavaros las manos. Sí, Jorge, tenéis que tenerlas pringosas a la fuerza: os habéis tomado cada uno tres rebanadas de pastel con miel. Cuando os hayáis lavado, podéis iros a jugar sin hacer ruido a la habitación de al lado, porque con esta lluvia no es bueno que salgáis. Pero procurad no estorbar a papá, Jorge, porque ahora está muy atareado.
Los chicos fueron a lavarse las manos.
– ¡Idiota! -dijo Julián a Ana-. ¡Has estado dos veces a punto de meter la pata!
– La primera vez os equivocasteis. ¡Yo no pensaba decir nada de lo que habíais supuesto! -empezó a decir Ana, indignada.
Jorge la interrumpió.
– No disimules. ¡Has estado a punto de revelar el secreto del barco y el de Timoteo! -dijo-. ¡Hay que ver cómo se te desata la lengua siempre!
– Sí, es cierto -dijo Ana, lastimeramente-. Creo que será mejor que no vuelva a hablar nunca más durante las comidas. Es que me gusta tanto Timoteo que no puedo resistir las ganas de hablar de él.
Se fueron a la habitación de al lado a jugar. Julián cogió una pequeña mesa que había allí y la volvió del revés, produciendo un fuerte ruido.
– Jugaremos a barcos hundidos -dijo-. Esta mesa es el barco. Ahora vamos a explorarlo.
La puerta se abrió de pronto y un rostro severo y ceñudo empezó a mirar a los chicos. ¡Era tío Quintín!!
– ¿Qué significa ese ruido? -dijo-. ¡Jorge! ¿Has puesto tú esa mesa del revés?
– He sido yo -dijo Julián-. Lo siento, señor. Había olvidado completamente que estaba usted trabajando.
– ¡Como volváis a hacer ruido no os dejaré levantaros de la cama mañana! -dijo tío Quintín-. Jorgina, encárgate de que tus primos no armen escándalo.
Tío Quintín se marchó dando un portazo. Los chicos se miraron unos a otros.
– Tu padre tiene un mal genio terrible, ¿verdad? -dijo Julián-. Cuánto siento haber hecho ruido. Fue sin querer.
– Es mejor que nos dediquemos a distraernos con cosas más sosegadas -dijo Jorge-. ¡No vaya a ser que mi padre cumpla su promesa y nos prohíba mañana salir de la cama, precisamente cuando tenemos que explorar el barco!
Este pensamiento horrorizaba a todos. Ana fue a buscar una de sus muñecas para jugar con ella. Se las había arreglado para meter en el equipaje unas cuantas de su colección. Julián empezó a hojear un libro y Jorge cogió un pequeño barco de madera que estaba tallando ella misma. Dick quedó recostado en una silla mientras recordaba los excitantes acontecimientos del día. La lluvia seguía cayendo, constante. Los chicos tenían la esperanza de que a la mañana siguiente hubiera cesado.
– Mañana tendremos que levantarnos terriblemente temprano -dijo Dick, dando un bostezo-. ¿No sería mejor que nos fuésemos a la cama en seguida? Estoy muy cansado de haber remado tanto.
Normalmente, a los chicos no les gustaba nada acostarse temprano, pero los acontecimientos que iban a producirse al día siguiente les hacía pensar de diferente manera.
– El tiempo se me hace muy largo -dijo Ana, soltando la muñeca que tenía en las manos-. ¿No podríamos acostarnos ya?
– A mamá le extrañaría mucho que nos acostásemos todos después del té -dijo Jorge-. Creería que estamos enfermos. No; nos acostaremos después de cenar. Le diremos que estamos muy cansados de la excursión y de tanto remar, cosa que es verdad, y procuraremos dormir muchas horas de un tirón para estar bien dispuestos mañana por la mañana. Por supuesto que tenemos por delante una aventura de verdad. ¡Muy pocas personas habrán tenido la magnífica ocasión de registrar un barco antiguo que acaba de salir del fondo del mar!
Total, que a eso de las ocho de la noche todos se habían ido ya a la cama, ante la sorpresa de tía Fanny. Ana se durmió en seguida. Sus hermanos lo hicieron pronto también, pero Jorge se pasó buena parte de la noche pensando en su isla, su barco y, sobre todo, en su adorado Timoteo.
"Timoteo irá también -se dijo a sí misma, poco antes de dormirse-. No podemos dejar a Timoteo al margen de esta aventura. ¡Quiero que comparta con nosotros todas nuestras cosas!"