CAPÍTULO III. Una historia extraña y un nuevo amigo

Los tres hermanos miraron a Jorge grandemente sorprendidos.

– ¿Qué es lo que quieres decir? -dijo Dick-. La isla Kirrin no puede ser tuya. Estás fanfarroneando.

– No fanfarroneo -dijo Jorge-. Pregúntale a mi madre. Y si es que no pensáis creeros las cosas que os diga no os volveré a dirigir la palabra. Yo no acostumbro decir mentiras. Faltar a la verdad es cosa de cobardes, y yo no soy cobarde.

Julián se acordó entonces de que tía Fanny había dicho que Jorge era totalmente sincera, noble y leal. Se rascó la cabeza y volvió a mirarla. ¿Cómo diablos era posible que hubiese dicho la verdad?

– Por supuesto que creeremos todo lo que nos digas siempre que sea verdad -dijo-. Pero comprenderás que lo que acabas de decir es algo increíble. Realmente increíble. Los niños no suelen ser propietarios de islas, aunque sean tan minúsculas como ésa.

– No es una isla minúscula -dijo Jorge altivamente-. Además es maravillosamente bonita: Está llena de conejos domesticados. Y en la parte que no se ve hay muchos cormoranes y gaviotas de toda especie. Y el castillo es muy bueno, aunque esté en ruinas.

– Lo que dices es muy interesante -dijo Dick-. Pero, dinos: ¿cómo es posible que la isla sea de tu propiedad, Jorgina?

Jorge miró a Dick con ojos fulgurantes y no se dignó contestar.

– Perdona -dijo Dick apresuradamente-. No era mi intención llamarte Jorgina, sino Jorge.

– Contesta, Jorge, y cuéntanos cómo es posible que la isla te pertenezca -dijo Julián, rodeando con el brazo los hombros de su huraña prima.

Ella se soltó, empujándolo violentamente.

– Quieto -dijo-. Todavía no sé si acabaré siendo amiga vuestra.

– Está bien, está bien -dijo Julián armándose de paciencia-. Puedes ser enemiga de quien te parezca: a nosotros eso nos trae sin cuidado. Pero apreciamos mucho a tu madre y no queremos que piense que no nos gusta tu amistad.

– ¿Apreciáis mucho a mi madre? -dijo Jorge, dulcificando un poco la expresión de sus luminosos ojos-. Ella es muy agradable, ¿verdad? Bueno, está bien: os diré por qué el castillo de Kirrin es mío. Vamos a sentarnos en ese rincón donde nadie pueda oírnos.

Se sentaron todos en un rincón natural que las rocas formaban en la playa, apartado del tránsito de la gente. Jorge dirigió la mirada hacia la pequeña isla de la bahía.

– La cosa es como sigue -dijo-. Hace muchos años los antepasados de mi madre eran propietarios de casi todas estas tierras. Pero se arruinaron y se vieron obligados a venderlo casi todo. Sin embargo, nadie quiso comprar la isla, porque decían que tenía muy poco valor, sobre todo el castillo, que hace ya mucho tiempo que está en ruinas.

– ¡Qué raro que nadie quisiera comprar esa isla tan bonita! -dijo Dick-. Yo, si tuviera dinero, la compraría ahora mismo.

– Todo lo que nos queda de esas propiedades no son más que nuestra casa, "Villa Kirrin", una granja que hay algo más allá y la isla Kirrin -dijo Jorge-. Dice mamá que cuando yo sea mayor seré la dueña de la isla y que ya no la considera como suya, porque ha de ser para mí. Es una isla de mi exclusiva propiedad y nadie puede visitarla sin mi permiso.

Los tres chicos miraron interesados a Jorge. Creían a pies juntillas todo lo que les había contado, porque era evidente que decía la verdad. ¡Qué magnífico tener una isla propia! Verdaderamente, era como para sentirse feliz.

– ¡Oh, Jorgina, digo Jorge! -exclamó Dick-. ¡Qué suerte tienes! Debe de ser una isla estupenda. Espero que nos hagamos amigos y que pronto nos llevarás a verla. No te puedes imaginar las ganas que tengo.

– Sí que me lo imagino -dijo Jorge, contenta por el interés que había causado en sus primos-. Ya veré. Nunca he llevado a nadie allí, a pesar de que me lo han pedido muchas veces las chicas y chicos de estos alrededores. Pero no me eran simpáticos; por eso no los he llevado.

Hubo un corto silencio que los cuatro aprovecharon para volver a mirar hacia la bahía, donde se destacaba limpiamente la isla de Jorge. La marea había bajado. Parecía casi que se podía llegar hasta allí vadeando. Dick preguntó si ello era posible.

– No -dijo Jorge-. Ya os he dicho que sólo se puede ir en bote. Está más lejos de lo que parece y el agua es muy profunda. Tiene rocas y arrecifes por todo el derredor y para llegar allí remando en un bote y evitar que encalle hay que conocer bien el camino. Es bastante peligrosa la costa de esa isla. Muchos barcos se han hundido cuando intentaban pasar por entre las rocas.

– ¡Caramba! -exclamó Julián con los ojos brillantes-. Nunca he visto un barco hundido. ¿Quedan muchos por allí?

– Ahora ya no -dijo Jorge-. Los han sacado casi todos. Sólo queda uno, pero está al otro lado de la isla. Si se va remando por aquel lugar en un día de calma se puede ver desde la superficie del agua un trozo de mástil roto. Ese barco hundido es mío también.

Esta vez costaba más trabajo a los chicos creer las palabras de Jorge. Pero ella confirmó con firmes movimientos de cabeza.

– Sí -dijo-. Era un barco que perteneció a los tatarabuelos de los tatarabuelos de mis tatarabuelos o, por lo menos, a un antecesor mío muy lejano. Estaba cargado de oro, enormes barras de oro, y naufragó en la costa de la isla Kirrin.

– ¡Oooh! Y ¿qué pasó con el oro? -preguntó Ana con sus grandes ojos muy abiertos.

– Nadie lo sabe -repuso Jorge-. Supongo que lo habrán robado. Varias personas han buceado para rescatarlo, pero no lo encontraron.

– ¡Caramba, qué interesante es todo eso! -dijo Julián-. Me gustaría poder ver el barco.

– Quizá podamos verlo esta tarde cuando haya bajado más la marea -dijo Jorge-. El mar está hoy en calma y limpio. Creo que lo podremos ver.

– ¡Oh, qué maravilloso! -exclamó Ana-. ¡Con las ganas que tengo de ver a lo vivo un barco hundido!

Los demás rieron.

– Bueno; no creo que esté muy vivo -dijo Dick-. Jorge: ¿qué te parece si nos diéramos un baño?

– Primero voy a buscar a Timoteo -dijo Jorge, levantando.

– ¿Quién es Timoteo? -dijo Dick.

– ¿Podéis guardarme un secreto? -preguntó Jorge-. Es que no quiero que se enteren en casa.

– Bueno, sigue: ¿qué secreto es ese? -preguntó Julián-. Puedes decírnoslo tranquila. No somos acusicas.

– Timoteo es mi mejor amigo -dijo Jorge-, No puedo hacer, nada sin él. Pero a papá y a mamá no les gusta. Por eso lo tengo escondido en un sitio secreto. Voy a buscarlo.

Jorge echó a correr y desapareció tras las rocas. Los demás quedaron esperándola pasmados, pensando que su primita era la chica más extraña que habían conocido en su vida.

– ¿Quién diablos será Timoteo? -dijo Julián, pensativo-. A lo mejor se trata de algún muchacho pescador de por aquí cuya amistad con Jorge no agrada a sus padres.

Los chicos, sentados en la arena, contemplaban expectantes el lugar por donde había desaparecido Jorge. No tardaron en oír su clara voz procedente de detrás de las rocas.

– ¡Ven, Timoteo, ven!

Se levantaron para ver mejor cómo era Timoteo. Lo que vieron no fue precisamente un muchacho pescador, sino un enorme perro castaño, de raza mixta, que tenía un rabo absurdamente largo y unos enormes hocicos contraídos en extravagante mueca. Daba vueltas alrededor de Jorge, loco de alegría. Ella se acercó corriendo a sus primos.

– Éste es Timoteo. ¿Verdad que es perfecto?

En cuanto a perro, Timoteo distaba mucho de ser una perfección. Era de complexión un tanto deforme: tenía la cabeza demasiado grande, las orejas exageradamente puntiagudas, el rabo larguísimo y, por otra parte, era imposible adivinar a qué raza podía pertenecer. Además producía unas impresiones bastante dispares; perro risueño, alborotador, servicial y torpe, pero en conjunto tan agradable que los chicos se sintieron fascinados por él y lo adoraron desde el primer momento de verlo.

– ¡Oh, qué perro más simpático! -dijo Ana, dándole un cachetito en la húmeda nariz.

– ¡Es estupendo! -dijo Dick. Le dio a Timoteo un amistoso beso, cosa que conmovió al can, el cual se puso a dar saltos de alegría.

– ¡Cómo me gustaría tener un perro como éste! -dijo Julián, a quien le gustaban mucho los perros y siempre había querido tener uno propio-. ¡Oh, Jorge, es maravilloso! ¿No estás orgullosa de él?

La primita sonrió. La emoción y el contento hermoseaban aún más su lindo rostro. Se sentó en la arena y el perro se abalanzó sobre ella, lamiéndole la cara, los brazos y las piernas.

– Lo quiero horrores -dijo-. Me lo encontré hace un año en el pantano y lo llevé a casa. Al principio le gustó a mamá, pero cuando se hizo mayor se volvió terriblemente malo.

– ¿Por qué malo? -preguntó Ana-. ¿Qué hacía?

– Porque, aunque es un perro maravilloso, muerde todo lo que encuentra. Estropeó una alfombra nueva que mamá acababa de comprar; hizo polvo también un sombrero muy bonito que tenía; y a papá le destrozó las zapatillas e hizo trizas muchos papeles. Además ladra fuerte. A mí me gusta que ladre, pero a papá no. Dijo que iba a acabar volviéndose loco. Un día le pegó a Timoteo y yo me enfadé mucho con él.

– Y ¿no te dio una azotaina? -preguntó Ana-. Yo no me atrevería a enfadarme con tu padre: parece de muy mal genio.

Jorge se puso a contemplar la bahía. Su rostro se había vuelto otra vez huraño.

– No le di bastante motivo como para que me castigara -dijo-. Pero lo peor de todo fue cuando papá dijo que eso de tener yo un perro en casa se había acabado; mamá se puso también de su parte y dijo que había que echar al perro. Yo me pasé varios días llorando, y eso que no me gusta llorar. Los chicos no lloran, y a mí me gusta ser como ellos.

– No creas: los chicos también lloran a veces -empezó a decir Ana, mirando a Dick, quien, tres o cuatro años atrás, había sido un perfecto llorón. Dick le dio un fuerte y significativo codazo y ella no volvió a hablar más del asunto.

Jorge miró a Ana.

– Los chicos no lloran -dijo obstinadamente-. Por lo menos yo no he visto llorar a ninguno y yo me aguanto siempre que tengo ganas de llorar. Llorar es cosa de críos. A pesar de todo, cuando me dijeron que tenía que despedirme de Timoteo, no lo pude evitar. Él también lloraba.

Los chicos contemplaron respetuosamente a Timoteo. Nunca, hasta entonces, habían conocido un perro que pudiese llorar.

– ¿Quieres decir que realmente lloraba? -preguntó Ana.

– No del todo -dijo Jorge-. Es demasiado orgulloso para eso. Lo que hizo fue ponerse a aullar y aullar con mucha pena, al darse cuenta de que por causa de él tenía yo el corazón destrozado. Entonces fue cuando me di cuenta de que nunca podría separarme de él.

– Y ¿qué ocurrió entonces? -preguntó Julián.

– Fui a ver a Alfredo, un muchacho pescador que conozco -dijo Jorge-. Y le dije que si quería guardarme el perro en su casa y que a cambio le daría yo todo el dinero que me dieran a mí. Aceptó el trato y desde entonces me guarda a Timoteo. Por eso yo no tengo nunca dinero: todo me lo gasto en el perro. ¡Qué caro me resultas! ¿Verdad, Tim?

– ¡Guau! -ladró Timoteo, dando media vuelta de un formidable salto. Julián le empezó a hacer cosquillas con la mano.

– Y ¿cómo te las arreglas cuando quieres comprar dulces o helados? -preguntó Ana, gran compradora de chucherías.

– No me las arreglo de ninguna manera -repuso Jorge-. No compro nada y ya está.

Sus palabras produjeron terrible impacto en los otros chicos, que consumían en abundancia y con mucha delectación dulces, helados y cosas parecidas. Miraron fijamente a Jorge.

– Pero supongo que los chicos que juegan contigo en la playa te invitarán a veces a tomar dulces o helados, ¿verdad? -preguntó Julián.

– No les dejo -dijo Jorge-. Si yo no puedo corresponderles con nada, es justo que no les admita nada. Por eso rechazo todo lo que me ofrecen.

Se oyó a cierta distancia el tintineo de la campanilla de un vendedor de helados. Julián metió la mano en el bolsillo, sacó unas monedas, se levantó y echó a correr. Al cabo de poco estaba ya de vuelta, portador de cuatro enormes barras de chocolate helado. Dio una a Dick, otra a Ana, y la tercera se la tendió a Jorge. Ésta contempló el helado unos segundos, pero luego denegó con la cabeza.

– No, gracias -dijo-. Ya has oído lo que he dicho. Yo no tengo dinero para comprar helados. Por eso no podré nunca invitaros, y por la misma razón no debo aceptar nada de vosotros. No es justo aceptar cosas de los demás si luego no podemos corresponderles de alguna manera.

– Con nosotros es distinto -dijo Julián, intentando poner la barra de helado en la morena mano de Jorge-. Somos primos tuyos.

– No, gracias -volvió a decir Jorge-. No lo quiero, aunque reconozco que eres muy amable.

Miró serenamente a Julián con sus azules ojos. El muchacho frunció el ceño, haciendo cabalas sobre cuál sería la mejor manera de conseguir que su terca prima aceptara el helado. De pronto sonrió.

– Escucha -dijo-. Tú tienes cosas que ofrecernos a las cuales nosotros no podemos corresponder como es debido. En realidad, tienes muchas cosas de las que nos gustaría disfrutar, si tú quisieras. Deja que disfrutemos con ellas y permite que te correspondamos con helados y cosas así. ¿De acuerdo?

– ¿Qué cosas puedo yo tener que vosotros queráis? -preguntó Jorge, sorprendida.

– Tienes un perro espléndido -dijo Julián, acariciando al pardo animal de raza mixta-. Nos gustaría mucho poder jugar con él siempre que quisiéramos. Tienes una isla maravillosa. Estaríamos encantados si pudiésemos ir a verla. Tienes también un barco hundido en sus aguas. No sabes lo interesante que sería para nosotros acercarnos a los restos y verlos de cerca: con todo eso nos correspondes a nosotros espléndidamente. Todas esas cosas tuyas valen mil veces más que los helados y los dulces. Pero, si quieres, podríamos hacer un contrato para repartir bien todo y que no haya desigualdad.

Jorge miró los pardos ojos de Julián, que estaban fijos en los suyos. No pudo evitar el sentir un ramalazo de simpatía hacia su primo. Por supuesto que no entraba en sus costumbres el hacer contratos de esa naturaleza. Siempre había sido una muchachita solitaria e incomprendida, de fuerte carácter, aunque muy apasionada. Nunca había tenido amigos de verdad. Timoteo fijó su mirada en Julián y comprendió que éste estaba ofreciendo a Jorge algo realmente bueno: nada menos que una magnífica barra de chocolate helado. Se abalanzó sobre él y empezó a lamerle.

– Ya puedes verlo, Timoteo está conforme en formar parte de nuestro contrato -dijo Julián, riendo-. Estoy seguro de que le gustaría mucho tener tres nuevos amigos.

– Sí, eso creo -dijo Jorge, cambiando rápidamente de opinión y cogiendo la barra de chocolate-. Gracias, Julián. Pactaré contigo. Pero ¿verdad que no le diréis a nadie que yo tengo todavía a Timoteo?

– Claro que no -dijo Julián-. Además, no creo que tus padres se acuerden ya de él, después de tanto tiempo. ¿Qué tal el helado? ¿Te gusta?

– ¡Ooooh! ¡Nunca había probado nada tan bueno! -dijo Jorge, saboreándolo-. Está muy frío. Este año no había tomado ninguno. ¡Es sencillamente DELICIOSO!

Timoteo hacía intentos por probar el helado de su amita. Jorge arrancó un trocito y se lo dio. Luego se volvió a sus primos, sonriente.

– Sois muy agradables -dijo-. Al fin y al cabo, me alegro mucho de que hayáis venido a mi casa. Esta tarde cogeremos un bote e iremos remando a la isla para ver si conseguimos ver el barco hundido, ¿queréis?

– ¡Claro que sí! -dijeron los tres hermanos al momento. El mismo Timoteo, como si entendiera todo lo que se hablaba, empezó a mover la cola alegremente.

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