Los tres hombres quedaron en la orilla, observando como Jorge iba distanciando cada vez más el bote de la isla. No podían hacer nada. Su lancha motora era inservible.
– El barco pesquero que han traído aquí es demasiado grande para atracar en la caleta -dijo Jorge-. Tendrán que esperarse ahí hasta que alguien que pase en un bote pequeño quiera recogerlos. ¡Esto sí que les habrá hecho polvo!
El bote de los chicos tuvo que pasar muy cerca del enorme pesquero. Desde la cubierta, un hombre les gritó:
– ¡Eh, los de ahí! ¿Venís de la isla Kirrin?
– No contestéis -dijo Jorge-. No digáis una palabra. -Los otros se pusieron a mirar en otra dirección como si no hubieran oído nada.
– ¡Eh, vosotros! -volvió a gritar el hombre, furioso-. ¿Es que sois sordos? ¿Salís ahora de la isla?
Los chicos seguían mirando para otro sitio mientras Jorge remaba con todas sus fuerzas. El hombre del barco miró desasosegadamente hacia la isla. Estaba seguro de que aquellos niños venían de allí. Conocía al dedillo la aventura en que se habían metido sus compinches de tierra y empezaba a pensar que algo no había ido bien.
– Puede, por supuesto, echar al agua un bote y atracar en la isla para ver qué es lo que ha ocurrido -dijo Jorge-. Pero, de todos modos, no podrán llevarse muchos lingotes. Y encuentro muy difícil que se atrevan a llevarse nada, ahora que han visto que nos hemos escapado y podemos contar lo que ha ocurrido.
Julián miró en dirección al barco. Al poco rato pudo ver que estaban echando a la mar un pequeño bote.
– Tenías razón -le dijo a Jorge-. Han pensado que algo no va bien. Ahora van a reembarcar a esos tres.
El bote de los chicos llegó por fin a tierra. Saltaron todos y lo arrastraron hasta la playa. Timoteo ayudó en esta operación. Estaba siempre deseoso de participar en todas las actividades de los chicos.
– ¿Llevarás al perro a casa de Alfredo? -preguntó Dick.
Jorge negó con la cabeza.
– No -dijo-. No tenemos tiempo que perder. Ataré a Timoteo a la valla del jardín.
Se dirigieron a "Villa Kirrin" lo más aprisa que pudieron. Tía Fanny estaba ocupada en arreglar el jardín. Quedó muy sorprendido al ver llegar a los chicos con cara de acontecimientos.
– ¿Qué os ha ocurrido? -preguntó-. ¡Me habíais dicho que no volveríais hasta mañana o pasado! ¿Ha habido algún percance? ¿Qué le ha sucedido a Dick en la mejilla?
– Oh, nada de particular -dijo Dick.
Los demás empezaron a hablar todos a la vez.
– Tía Fanny, ¿dónde está tío Quintín? Tenemos algo muy importante que decirle.
– Mamá, hemos tenido una aventura de verdad.
Tía Fanny contempló preocupada a sus descompuestos sobrinos.
– ¿Qué es lo que ha ocurrido? -dijo. Entonces se acercó a la casa y gritó-: ¡Quintín! ¡Quintín! ¡Los niños quieren decirte algo muy importante!
Tío Quintín apareció, bastante malhumorado, pues estaba embebido en su trabajo en aquel momento.
– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó.
– Tío, es algo relativo a la isla Kirrin -dijo Julián, vehementemente-. Esos hombres no la han comprado todavía, ¿verdad?
– No, pero es cosa decidida -dijo el tío-. Yo he firmado ya el contrato y ellos lo firmarán mañana. ¿A qué viene esa pregunta? ¿Qué tenéis vosotros que ver con eso?
– Tío, no deje usted que firmen mañana el contrato -dijo Julián-. ¿Sabe usted por qué querían comprar la isla y el castillo? No para construir allí un hotel o algo semejante, sino porque saben que en él hay un tesoro.
– ¿Qué disparate estás diciendo? -dijo su tío.
– ¡No es ningún disparate, papá! -gritó Jorge, indignada-. Todo lo que ha dicho Julián es verdad. El plano del castillo que había dentro del cofre que vendiste a aquel anticuario mostraba dónde están escondidos los lingotes de oro de mis tatarabuelos
El padre de Jorge parecía contrariado y molesto. Sencillamente, no creía una palabra de lo que le estaban diciendo. Pero su mujer había comprendido, al ver los rostros solemnes y serios de los cuatro chicos, que verdaderamente algo importante había ocurrido. De pronto, Ana rompió en sollozos. Había recibido aquel día demasiadas impresiones y encontraba insoportable pensar que su tío no quería creerse nada de lo que estaban contando.
– Tía Fanny, tía Fanny, todo eso es verdad -gimió-. Tío Quintín, es terrible que no quieras creernos. Oh, tía Fanny, el hombre tenía en la mano un revólver, y, ¡oh!, encerró a Julián y a Jorge en los sótanos y Dick tuvo que meterse en el pozo para rescatarlos. ¡Y Jorge les destrozó el motor de su lancha para impedir que se escaparan!
Los tíos de los chicos, al pronto, pensaron que lo que estaban oyendo no tenía pies ni cabeza, pero de pronto tío Quintín pareció convencerse de que el asunto era más importante de lo que suponía, y empezó a interesarse.
– ¡Destrozaste el motor de la lancha! -exclamó-. ¿Por qué? Venid a mi despacho. Quiero oírlo todo desde el principio hasta el final. Tengo que convencerme de que es verdad lo que decís.
Fueron al despacho de su tío. Julián y Jorge le contaron la historia completa. Tía Fanny se puso pálida, sobre todo cuando oyó lo que había hecho Dick, bajando por el pozo.
– ¡Podías haberte matado! -exclamó-. ¡Oh, Dick, qué valiente has sido!
Tío Quintín seguía escuchando con el mayor pasmo. Nunca había tenido debilidad especial por los niños. Opinaba que ellos eran alborotadores, molestos y estúpidos. Pero en cuanto oyó y se convenció de la veracidad de la historia que contaba Julián, cambió en seguida el concepto que tenía de los cuatro.
– Habéis sido muy inteligentes -dijo-. Y muy valientes también. Estoy orgulloso de todos vosotros. Me explico muy bien, Jorge, que no quisieses que vendiera la isla, puesto que sabías lo de los lingotes. Pero ¿por qué no me lo dijiste?
Los cuatro chicos quedaron mudos. No tenían ninguna buena razón que dar.
"Bueno: lo primero es que usted no hubiera querido creernos. Segundo, que usted tiene un mal genio terrible y siempre nos tiene asustados. Tercero, que no confiábamos en que hiciera usted lo más conveniente y lógico."
En realidad, le hubieran querido contestar todo eso.
– ¿Por qué no respondéis? -preguntó el tío. Su mujer contestó por ellos, con suave entonación de voz.
– Quintín, tú espantas a los niños, lo sabes bien, y yo encuentro natural que ellos no tengan confianza en ti. Pero ahora que te han confiado su secreto, es la hora de que tomes una determinación. Los niños no pueden hacer nada por ellos mismos. Deberías llamar a la policía para que oigan la historia.
– Está bien -dijo tío Quintín. Al momento se levantó y le dio a Julián una palmada en la espalda-. Os habéis portado todos muy bien -le dijo. Entonces desordenó con la mano los cortos cabellos de Jorge-. También estoy muy orgulloso de ti, Jorge -dijo-. Eres igual que un muchacho.
– ¡Oh, papá! -dijo Jorge, poniéndose encarnada de sorpresa y placer. Sonrió a su padre y éste le sonrió a ella. Los chicos se dieron cuenta de que su tío tenía una cara muy agradable cuando sonreía. El padre y la hija irradiaban simpatía y encanto en aquel momento. Pero no eran nada atractivos cuando estaban enojados o ceñudos. ¡Qué diferente cuando reían, o simplemente sonreían!
El padre de Jorge se dirigió al teléfono para avisar a la policía y consultar también con su abogado. Entre tanto, los chicos se sentaron y se pusieron a merendar, mientras contaban a su tía toda clase de detalles de su aventura. De pronto se oyó un fuerte y enojado ladrido que provenía del jardín. Jorge quedó algo cohibida.
– Ése es Timoteo -dijo, dirigiendo a su madre una ansiosa mirada-. Es que no me ha dado tiempo de dejarlo en casa de Alfredo, que me lo tiene guardado. Mamá, Timoteo fue para nosotros un gran consuelo y alivio mientras estábamos en la isla. Siento mucho que se ponga ahora a ladrar, pero es que me parece que tiene hambre.
– Pues tráetelo -dijo su madre, ante el asombro de los demás-. Él también ha sido un héroe. Le daremos buena comida.
Jorge sonrió, radiante de contento. Se marcho y fue a buscar al perro. Lo desató y éste se dirigió a la casa dando grandes saltos y moviendo su larga cola. Entró en la habitación y empezó a lamer a la madre de Jorge, con las orejas muy empinadas.
– Buen perro -dijo ella dándole cariñosos golpes-. ¡Te voy a traer cosas de comer!
Tía Fanny se dirigió a la cocina seguida por Timoteo. Julián le dijo a Jorge:
– Ya ves como tu madre es buena.
– Sí, pero todavía no ha venido papá. Ya veremos lo que dirá cuando vuelva y vea que el perro está otra vez en casa -dijo Jorge, dubitativa.
El padre de Jorge llegó en seguida. Tenía cara de acontecimientos.
– La policía se ha tomado la cosa muy en serio -dijo-. Y mi abogado también. Todos han estado de acuerdo en reconocer que los niños han sido muy inteligentes y valientes. Además, Jorge, dice mi abogado que no tengo que preocuparme: el oro que se ha encontrado en la isla es nuestro. ¿Había mucha cantidad?
– ¡Oh, papá! ¡Había lingotes a centenares! -gritó Jorge-. En enormes cantidades. ¡Oh, papá! ¿Seremos ricos ahora?
– Sí -dijo su padre-. Ahora somos ricos. Lo suficiente para que pueda comprarte a ti y a tu madre todas las cosas que desde hace muchos años quería yo que tuvieseis. Yo he trabajado por vosotras mucho hasta ahora, pero mi trabajo no es de los que producen dinero en abundancia: por eso he tenido siempre tan mal carácter. Pero a partir de ahora podréis tener todo lo que se os antoje.
– Yo me conformo con lo que tengo ahora -dijo Jorge-. Pero, papá, hay una cosa que me gustaría tener sobre todas las demás, y que a ti no te costaría dinero.
– Pues la tendrás, querida -dijo su padre, echándole el brazo sobre los hombros, con gran sorpresa de ella-. Pide lo que quieras, que, por muy caro que sea, lo tendrás.
En aquel momento se oyeron unas singulares pisadas que provenían, al parecer, del pasillo. De pronto una enorme cabeza peluda asomó por la puerta y se puso a mirar a los presentes interrogativamente. ¡Por supuesto que se trataba de la cabeza de Timoteo!
Tío Quintín lo miró, sorprendido.
– ¡Caramba! Éste es Timoteo, ¿verdad? ¡Eh, Tim!
– ¡Papá! Timoteo es la cosa que yo más quiero en el mundo -dijo Jorge, apretando el brazo de su padre-. No te puedes imaginar lo bien que se ha portado con nosotros en la isla. Tenía unas ganas enormes de atacar y morder a aquellos hombres. ¡Oh, papá, no quiero otro regalo! Sólo quiero tener a Timoteo en casa a mi disposición. Se le podría comprar una perrera para que estuviese allí todo el tiempo y durmiera. No te molestará nunca, estoy segura.
– ¡Ya lo creo! ¡Tendrás el perro! -dijo su padre.
Timoteo, al oír esto, entró de golpe en la habitación, satisfecho de que lo admitieran en la casa y demostrando además que se había enterado palabra por palabra de todo lo que se había dicho. ¡Se puso a lamerle la mano a tío Quintín! Ana pensó que era un perro muy valiente.
Pero tío Quintín había cambiado mucho. Parecía como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Ahora era rico: Jorge podría ir a un buen colegio y su mujer podría tener todas las cosas que durante mucho tiempo él había querido regalarle y, además, podría dedicarse en adelante a sus libros, su trabajo favorito, sin tener la pesadumbre de que las ganancias que le produjeran no eran suficientes para su familia.
Miró a todos con aire de persona que se siente el más feliz de los mortales.
Jorge no cabía en sí de alegría, por lo de Timoteo. Rodeó con los brazos el cuello de su padre y le dio un fuerte abrazo, cosa que hacía mucho tiempo que no había hecho. Su padre pareció sorprendido, pero contento.
– Bueno, bueno -dijo-. Esto me gusta mucho. A ver: ¿no llega ya la policía?
Efectivamente, la policía acababa de llegar. Entraron en la habitación y tuvieron unas breves palabras con tío Quintín. Uno de ellos quedó allí para tomar nota en su bloc de las declaraciones de los niños y los demás fueron a buscar un bote para ir a la isla.
¡Los hombres no estaban allí! El bote del buque pesquero los había rescatado y ahora, tanto el bote como el barco habían desaparecido sin dejar rastro. La lancha motora estaba allí, en la caleta, con el motor inutilizado.
– Aquella jovencita tiene un fuerte carácter -dijo el inspector mirando la embarcación-. Lo ha hecho todo tan esmeradamente que les ha resultado imposible huir en la lancha. Habrá que remolcarla.
Otros policías llegaron con algunas muestras de los lingotes para enseñárselas a tío Quintín. Habían sellado la puerta de los sótanos para que nadie pudiese entrar en ellos hasta tanto el tío de los chicos no fuera allí para recoger el resto del tesoro. Todas las diligencias se llevaban a cabo a la perfección, pero, según los niños, con cierta lentitud. Ellos hubieran querido ver en seguida a los individuos aquellos capturados para llevarlos a presidio y también que los policías hubiesen traído de una vez todos los lingotes.
Estaban todos muy cansados y se alegraron mucho de que tía Fanny les dijese que aquella noche podían irse temprano a la cama. Se desnudaron, se pusieron los pijamas y decidieron cenar todos en el dormitorio de las chicas. Timoteo estaba con ellos, presto a hacerse con lo que le echaran para comer.
– Pues hemos tenido una aventura maravillosa -dijo Julián, muerto de sueño-. En cierta manera me da pena que haya terminado ya, aunque hemos pasado malos ratos, ¿verdad, Jorge? Sobre todo cuando tú y yo estábamos encerrados en aquella cueva. Fue algo terrible.
Jorge estaba radiante de contento. Saboreaba con gran satisfacción las galletas que le habían servido. Se dirigió a Julián:
– Parece mentira que al principio me molestara tanto la idea de que ibais a pasar aquí las vacaciones -dijo-. ¡Os traté muy mal! En cambio, ahora, lo que más me disgusta es pensar que tenéis que marcharos, porque es lógico que lo hagáis cuando las vacaciones se terminen. Y ahora, que me he acostumbrado a tener tres amigos y a participar con ellos en aventuras como ésta, resulta que me quedaré otra vez sola, como antes. Antes no me importaba nada. Pero ahora sé que voy a sentir mucho quedarme sola.
– Eso lo puedes evitar -dijo. Ana, de pronto-. Puedes hacer algo para que eso no suceda.
– ¿Qué puedo hacer? -dijo Jorge, sorprendida.
– Puedes pedir a tus padres que te manden interna al mismo colegio donde estamos nosotros -dijo Ana-. Es un colegio muy agradable y muy bonito. Y además, nos permiten tener con nosotros las cosas que queramos. ¡Por supuesto que podrás estar allí con Timoteo! ¡No tendrás que separarte de él!
– ¿De verdad? ¿Podré llevarlo? -dijo Jorge, con los ojos brillantes-. Entonces no me importará ir. Hasta ahora siempre había dicho que no quería meterme interna en un colegio, pero he cambiado mucho y creo que es mejor disfrutar de la compañía de otros en vez de estar siempre sola. ¡Y si, además, no me separo de Timoteo, la cosa resulta de lo más maravilloso!
– Será mejor que os vayáis ya a la cama, niños -dijo tía Fanny, apareciendo por la puerta-. Fijaos: Dick está ya medio muerto de sueño. Supongo que esta noche soñaréis cosas muy agradables, porque habéis pasado por una aventura de la que podéis estar muy orgullosos y satisfechos. Jorge: ¿no se ha metido el perro debajo de tu cama?
– Pues… sí, creo que está ahí -dijo Jorge, fingiéndose sorprendida-. ¡Por Dios, Tim! ¿Cómo se te ha ocurrido meterte debajo de mi cama?
Timoteo salió de su escondrijo y se acercó a la madre de Jorge. Miró a su acusadora con sus pardos ojos expresivamente conciliadores.
– ¿Es que quieres dormir en esta habitación esta noche? Bien, puedes hacerlo -dijo la madre de Jorge, echándose a reír.
– ¡Mamá! -dijo Jorge, emocionada-. ¡Oh, gracias, gracias! ¿Cómo has adivinado que esta noche no quería separarme de Timoteo? Tim, dormirás sobre la alfombra.
Los cuatro felices muchachos estaban poco después acomodados en sus lechos. Su maravillosa aventura había tenido un final perfecto. Tenían en perspectiva aún muchos días de apacibles vacaciones, y tío Quintín, que ahora era rico, les haría muchos regalos, como les había prometido. Jorge iba a ir interna a un colegio con Ana, y además, ¡tenía de nuevo a su querido perro en la casa! La isla y el castillo seguirían siendo suyos. ¡Todo había ido a las mil maravillas!
– Cuánto me alegro de que no hayan vendido la isla ni el castillo, Jorge -dijo Ana, empezando a dormirse-. Estoy muy contenta de que sigas siendo la dueña.
– Vosotros tres también sois dueños -dijo Jorge-. Lo soy yo y también tú, Julián y Dick. He descubierto que lo mejor de todo es compartir las cosas con los demás. Por eso mañana mismo pienso hacer una declaración, o como se llame, y decir que os regalo a cada uno una cuarta parte de la isla y del castillo. ¡De ahora en adelante, nosotros cuatro seremos los dueños!
– ¡Oh, Jorge, cómo te lo agradezco! -dijo Ana, llena de gozo-. ¡Verás qué contentos se ponen mis hermanos cuando se enteren! Yo también estoy muy conten…
Antes de que acabara de hablar, la muchachita se había dormido. Lo mismo le ocurrió a Jorge. En la otra habitación los niños dormían también, soñando con lingotes, sótanos y toda suerte de cosas excitantes.
Sólo una figura estaba despierta: ésta era Timoteo. Tenía empinada una oreja, con la cual percibía el aliento de las chicas. En cuanto vio que éstas se habían dormido del todo abandonó la alfombra donde estaba echado y se acercó a la cama de Jorge. Luego apoyó las patas delanteras sobre el colchón y oliscó a su amita.
Entonces, de un salto subió a la cama, acomodándose en ella al modo perruno. Echó un vistazo alrededor y, por fin, cerró los ojos. Los cuatro chicos estaban, por supuesto, muy contentos, pero Timoteo lo estaba más que nadie.
– ¡Oh, Tim! -murmuró Jorge, despertándose a medias al sentir el peso del can-. ¡Oh, Tim, tú no puedes entenderlo, pero si vieras lo feliz que soy! Tim, nosotros cinco volveremos a correr nuevas aventuras, ¿verdad?
¡Ya lo creo que correrían aventuras nuevas! Pero la de ahora termina aquí. Las demás son materia de otros libros.