CAPÍTULO V. Una visita a la isla

Tía Fanny organizó un pequeño picnic al día siguiente. Fueron a una caleta que se hallaba no muy lejos de la casa, donde pudieron bañarse y chapotear a su gusto con gran contento de sus corazones. Lo pasaron maravillosamente, pero Julián, Dick y Ana lamentaban en secreto no haber podido visitar aquel día la isla de Jorge, Eso lo preferían a todo.

Jorge estaba disgustada: pero no precisamente por que no le gustasen los picnics, sino porque no podía estar con Timoteo. Como su madre había ido con ellos a la excursión, ella tendría que pasarse un día entero sin ver a su adorado can.

– ¡Mala suerte! -dijo Julián, adivinando la causa del disgusto de su primita-. Lo que no comprendo es por qué no le dices a tu madre lo de Timoteo. Estoy seguro de que no le importará que aquel chico te lo guarde en su casa. Yo sé que a mi madre no le hubiera importado una cosa así.

– No pienso decírselo a nadie más -dijo Jorge-. En casa me riñen por todo. Reconozco que muchas veces tengo yo la culpa, pero ya estoy cansada. Fíjate que papá gana muy poco dinero con los libros que escribe, aunque él quisiera comprarnos muchas cosas que no están a su alcance. Por eso tiene tan mal carácter. Él también querría enviarme a un colegio bueno, pero el dinero no le llega. Yo, por mi parte, me alegro. No tengo ni pizca de ganas de irme a vivir a un colegio. Yo estoy bien aquí. No podría soportar separarme de Timoteo.

– Ya lo creo que te gustaría estar interna en un colegio -dijo Ana-. Nosotros estamos internos todos. Resulta muy divertido.

– No, no me gustaría -dijo Jorge, obstinadamente-. Sería terrible para mí ser una cualquiera entre las demás y pasar el día con montones de chicas riendo y alborotando a mi alrededor. Odio todo eso.

– No, no lo creas -dijo Ana-. Se pasa estupendamente. Estoy segura de que te convendría.

– Si vas a empezar a aconsejarme qué cosas me convendrían, acabaré odiándote también a ti. Papá y mamá siempre están aconsejándome cosas que me convienen -dijo Jorge, con una repentina expresión de dureza en sus ojos-; pero resulta que toda m cosas que me molestan.

– Está bien, está bien -dijo Julián, echándose a reír-. Dios mío, qué ganas me entran de ponerme a fumar cuando te veo. Creo que podría encender un cigarrillo con las chispas que saltan de tus ojos.

Esto hizo reír a Jorge, a su pesar. Era realmente imposible enfadarse con el simpático primo.

Decidieron tomarse el quinto baño del día. Al poco rato estaban chapoteando alegremente en el agua. Jorge aprovechó el tiempo para enseñar a nadar a Ana, quien lo hacía con poco estilo. Jorge se sintió muy orgullosa cuando comprobó que sus lecciones habían dado fruto y que Ana nadaba correctamente ya.

– Oh, gracias -dijo Ana, mientras avanzaba braceando con energía-. Sé que nunca lo haré tan bien como tú, pero, al menos, me gustaría saber nadar como mis hermanos.

Mientras regresaban a casa, Jorge se apartó de los demás para hablar con Julián.

– ¿Te importaría decir que vas a comprar periódicos o algo por el estilo? Así, yo aprovecharía la ocasión, con el pretexto de acompañarte, para ir a hacerle una visita a Timoteo. Debe de estar muy triste, pensando que hoy no le he ido a sacar de paseo.

– Muy bien -dijo Julián-. No necesito comprar periódicos, pero traeré helados. Dick y Ana pueden muy bien cargar con todas las cosas. Voy a pedirle permiso a tu madre.

Se acercó corriendo a su tía.

– ¿Me dejas que vaya a comprar helados? -preguntó-. No hemos tomado hoy ninguno. No tardaré mucho… ¿Puede venir conmigo Jorge?

– No creo que quiera -dijo su tía-. Pero puedes preguntárselo.

– ¡Jorge, ven conmigo! -gritó Julián, apresurando la marcha en dirección al pueblo. Jorge, con la cara radiante de contento, echó a correr tras él. En seguida lo alcanzó y se puso a su lado, sonriéndole agradecida.

– Gracias -dijo-. Ve tú a comprar los helados y yo iré a visitar a Timoteo.

Se separaron. Julián compró cuatro helados y se volvió en dirección a casa. A la salida del pueblo se paró, esperando a Jorge, a quien vio venir corriendo pocos minutos después. Tenía la cara encendida.

– Está perfectamente -dijo-. ¡No te puedes imaginar lo contento que se ha puesto al verme! ¡Por poco se me sube a la cabeza de un salto! ¡Anda, has comprado también un helado para mí! Eres muy amable, Julián. Te voy a recompensar muy pronto. ¿Qué te parece ir mañana a visitar la isla? ¡Ven! ¡Vamos a decírselo a los demás!

Poco después estaban los cuatro sentados en el jardín, saboreando los helados. Julián les contó lo que Jorge había decidido. Todos saltaron de contento. Jorge estaba satisfechísima. Hasta entonces siempre había rechazado, arrogantemente y dándose mucha importancia, todas las proposiciones que había recibido para llevar a otros a visitar su isla. Pero esta vez lo que la llenaba de contento era pensar que iba a llevar allí a sus primos.

"Siempre había creído que lo mejor de todo era estar sola. Pero ahora lo que más me gusta es ir a la isla con Julián y sus hermanos", pensó, mientras apuraba el helado que le había regalado su primo.

Tía Fanny mandó a los chicos a arreglarse para la cena. Mientras lo hacían, hablaron ávidamente de su próxima excursión a la isla. Ella los escuchaba, sonriente.

– Estoy muy contenta de que Jorge haya decidido enseñárosla -dijo-. ¿Os gustaría llevaros la comida y pasar todo el día en la isla? No vale la pena tomarse el trabajo de remar tanto rato si luego no se disfruta del lugar durante varias horas.

– ¡Oh, tía Fanny! ¡Qué maravilloso sería eso! -gritó Ana.

Jorge levantó la vista.

– ¿Vas a venir tú también, mamá? -preguntó.

– No parece que te entusiasme mucho mi compañía, al fin y al cabo -dijo su madre con tono contrito-. Ayer me di cuenta perfectamente de que te enfurruñaste cuando comprendiste que iba a ir con vosotros a la caleta. No; no os acompañaré mañana, pero estoy segura de que tus primos pensarán que eres una chica muy rara, pues nunca quieres ir a ningún sitio con tu madre.

Jorge no dijo nada. Difícilmente pronunciaba palabras cuando la estaban regañando. Los otros chicos tampoco dijeron nada. Sabían de sobra que lo que le pasaba a Jorge era que no le gustaba pasar otro día sin Timoteo y que a ella no le importaba que su madre les acompañara si no fuera por tal circunstancia.

– De todos modos, tampoco podría ir con vosotros -siguió tía Fanny-. Tengo que arreglar el jardín. Podéis consideraros seguros con Jorge. Maneja un bote igual que un hombre.


Al día siguiente, en cuanto los tres hermanos se levantaron, lo primero que hicieron fue escudriñar el cielo ávidamente. Hacía un tiempo espléndido y el sol brillaba con fuerza.

– ¿Verdad que hace un día maravilloso? -dijo Ana a Jorge mientras se levantaban-. ¡Cómo me gusta ir de excursión un día así!

– Pues, sinceramente, estoy pensando que sería mejor no ir -dijo Jorge, inesperadamente.

– ¡Oh! ¿Por qué? -gimió Ana.

– Me parece que va a haber tormenta -dijo Jorge, mirando por la ventana en dirección sudoeste.

– Pero, Jorge, ¿por qué dices eso? -preguntó Ana impacientemente-. Mira el sol. Además, apenas hay nubes en el cielo.

– El viento es malo -dijo Jorge-. Y fíjate que las olas, junto a la isla, tienen la cresta blanca. Es mala señal.

– ¡Oh, Jorge, nos vamos a llevar el disgusto mayor de nuestra vida si no vamos hoy! -dijo Ana, que difícilmente podía soportar la menor contrariedad-. Además -añadió astutamente-, si nos quedamos hoy en casa por miedo a la tormenta no podremos ver a Timoteo.

– Es verdad -dijo Jorge-. Está bien: iremos. Pero ten en cuenta que probablemente habrá tormenta. En ese caso no vayas a portarte como una criatura miedosa. Lo soportarás tranquilamente sin asustarte.

– No es que me gusten mucho las tormentas -empezó a decir Ana. Pero se calló de pronto al ver la desdeñosa mirada que le lanzaba Jorge.

Mientras se desayunaban, Jorge preguntó a su madre si se podían llevar a la isla la comida, como había prometido el día anterior.

– Sí -dijo su madre-. Tú y Ana me ayudaréis a preparar los bocadillos. Y vosotros, chicos, podéis ir al jardín a recoger unas cuantas ciruelas maduras para llevároslas como postre. Y tú, Julián, puedes ir luego al pueblo a comprar botellas de limonada, o cerveza amarga o cualquier cosa que os guste para beber.

– Traeré refrescos de jengibre -dijo Julián.

Los demás estuvieron conformes. Todos se sentían muy felices. Era algo maravilloso ir a visitar la extraña isla de Jorge. Ésta se regocijaba al pensar que iba a pasar el día con Timoteo.

Por fin empezó la excursión. Lo primero que hicieron fue ir a buscar a Timoteo. Estaba atado en el corral de la casa del pescador amigo de Jorge. Éste también se encontraba allí y, al verla, le hizo un gesto.

– Buenos días, "señorito" Jorge -dijo.

Los tres chicos no acababan de acostumbrarse a que a su prima la llamasen "señorito" Jorge.

– Timoteo anda de cabeza. No para de ladrar -siguió el muchacho-. Estoy seguro de que ha adivinado que usted iba a venir a recogerlo.

– Por supuesto que sí -dijo Jorge, desatando al can. Éste, en cuanto se vio libre, empezó a dar vueltas alborozadamente alrededor de los muchachos con el rabo casi rozando el suelo y tiesas las orejas.

– Este perro corre como un galgo: ganaría todas las carreras -dijo Julián admirativamente-. Claro que en la arena no se le puede notar mucho. ¡Tim! ¡Eh, Tim! ¡Ven aquí y dame los buenos días!

Timoteo se abalanzó de un salto sobre Julián y empezó a lamerle la oreja izquierda, más loco que nunca. Luego, cuando notó que todos emprendían el camino hacia la playa, recobró parte de su compostura y echó a correr tras Jorge. Le lamió las piernas a su amita una y otra vez. Jorge le dio un amistoso tirón de orejas.

Se metieron en el bote y Jorge empezó a apartarlo de la orilla. El pescador les gritó desde lejos, con tono preocupado:

– No estaréis mucho rato, ¿verdad? Creo que va a haber tormenta y no de las suaves.

– Ya lo sé -exclamó Jorge-. Pero seguramente estaremos de vuelta antes de que empiece. Todavía ha de tardar.

Jorge siguió remando en dirección a la isla. Timoteo iba de un extremo a otro del bote, ladrando cada vez que veía una gran ola. Los chicos observaban extasiados la isla, que cada vez se iba acercando más. Les parecía más extraña y misteriosa que el primer día.

– Jorge, ¿dónde vamos a atracar? -preguntó Julián-. No comprendo cómo te las puedes arreglar para pasar por entre estas rocas terribles. Debes de conocer muy bien el camino. A cada momento tengo miedo de que encallemos.

– Atracaremos en la caleta de que os hablé el otro día -dijo Jorge-. Para llegar allí sólo hay un camino, pero yo me lo sé de memoria. Está en un sitio muy resguardado al otro lado de la isla.

La primita remaba con gran destreza, sorteando hábilmente el intrincado laberinto de las rocas. Al doblar una de éstas vieron de pronto la caleta a la que Jorge se había referido. Era como un pequeño puerto natural, cuyas tranquilas aguas, resguardadas del viento entre las altas rocas, azotaban suavemente la orilla de la playa. El bote se deslizó quietamente a través de la caleta y se detuvo. No se notaba el menor balanceo. El agua allí parecía un espejo: ni siquiera formaba rizos.

– ¡Caramba! ¡Qué sitio más bonito! -dijo Julián, con los ojos brillantes de admiración.

Jorge lo miró. Tenía también brillantes sus claros ojos azul mar. Nunca había querido invitar a nadie a visitar la isla. Sin embargo, esta vez estaba muy contenta de haber llevado allí a sus primos.

Introdujo en la amarilla arena la proa del bote.

– ¡Estamos de verdad en la isla! -exclamó Ana, casi sin creer lo que veían sus ojos. Saltaba de contento. Timoteo la imitó dando enormes saltos. Parecía todavía más loco que al principio. Los chicos no pudieron contener la risa. Jorge arrastró el bote un buen trozo en la arena.

– ¿Por qué lo metes tanto en la arena? -preguntó Julián mientras la ayudaba-. Aunque suba la marea no creo que llegue a tanta altura.

– Ya te dije que me parecía que iba a haber tormenta -dijo Jorge-. Y cuando llegue, esta caleta se convertirá en un infierno. Supongo que no querrás que las olas se nos lleven el bote, ¿verdad?

– ¡Vamos a explorar la isla! ¡Vamos a explorar la isla! -gritó Ana, mientras trepaba alegremente por las rocas que bordeaban la caleta-. ¡Venid! ¡Venid!

Los demás fueron corriendo a reunírsele. Realmente era aquél un sitio encantador. ¡Por todas partes había conejos! Éstos lanzaban breves carreritas al ver a los chicos, pero ninguno se metía en su madriguera.

– ¡Están magníficamente domesticados! -dijo Julián, sorprendido.

– Claro: yo soy la única persona que viene a la isla. Y no me dedico a asustarlos. ¡Tim, Tim, no persigas a los conejos o te zurraré!

Timoteo miró a su amita con expresión dolorida. El can y Jorge estaban siempre de acuerdo en todo, menos cuando de conejos se trataba. Según Timoteo, los conejos no servían más que para una cosa: ¡para darles caza! Nunca pudo comprender por qué Jorge no le dejaba perseguirlos. Pero se contuvo y retrocedió con paso solemne, mientras contemplaba codiciosamente sus frustradas presas.

– Se les podría, creo, dar de comer con la mano -dijo Julián.

– No: yo lo he intentado muchas veces, pero no quieren -dijo Jorge-. Fíjate en esos pequeñitos. ¿Verdad que son una monería? ¿No están para comérselos?

– ¡Guau! -ladró Timoteo, completamente de acuerdo, dirigiendo sus pasos peligrosamente hacia los animalitos. Pero Jorge le dio un grito de aviso y el can volvió sobre sus pasos con el rabo entre las piernas.

– ¡Allí está el castillo! -dijo Julián-. ¿Vamos a explorarlo ahora? Tengo enormes ganas.

– Sí, podemos hacerlo ahora -dijo Jorge-. Fíjate: aquella bóveda medio derruida era la entrada.

Los chicos contemplaron la enorme y vieja bóveda. Tras ella aparecía una escalera de pétreos y destrozados escalones que terminaban casi en el mismo centro del castillo.

– Está rodeado por una muralla soberbia que tiene dos torres -dijo Jorge-. De una de ellas ya no queda gran cosa, como podéis ver, pero la otra no está tan derruida. En ella anidan los grajos todos los años. ¡Está llena a reventar de nidos y palitroques!

Cuando llegaron junto a la torre menos derruida, los grajos empezaron a volar dando vueltas alrededor de los chicos con fuertes gritos de "¡chak, chak, chak!" Timoteo daba brincos en el aire en la creencia de que podría atraparlos, pero los grajos lo esquivaban tan fácilmente que parecía que se estaban burlando del pobre can, dejándolo en ridículo.

– Éste es el centro del castillo -dijo Jorge, mientras cruzaban una ruinosa entrada. Desde ella podía verse como un espacioso patio con suelo de piedras entre cuyos intersticios abundaban las hierbas y toda suerte de maleza.

– Aquí es donde vivían los habitantes del castillo. Estas eran las habitaciones. Fijaos: aquélla de allí está casi intacta. Vamos a pasar por aquella puertecita y la podremos ver por dentro.

Se dirigieron en tropel a la puerta y, una vez franqueada, encontraron una pequeña y oscura habitación con las paredes, el suelo y el techo de piedra. En un rincón había una especie de chimenea. Dos estrechos ventanucos dejaban pasar unos débiles rayos de luz, dando a la habitación un aspecto legendario.

– ¡Qué lástima que esté todo tan derruido! -dijo Julián, una vez hubieron salido al aire libre-. Esta habitación parece la única que está enteramente intacta. Veo que hay otras muchas, pero a todas les falta el techo o las paredes. Sólo en la habitación donde hemos estado se podría vivir. ¿No hay ninguna escalera para ir a la parte alta del castillo?

– Desde luego -dijo Jorge-. Pero ya no tiene escalones. ¿Ves? Allí arriba puedes ver un trozo de habitación junto a la torre de los grajos. No se puede llegar a ella; yo lo he intentado varias veces y no he podido. Una vez estuve incluso a punto de romperme la nuca. Los escalones están todos desmoronados.

– ¿No hay sótano en el castillo? -preguntó Dick.

– No lo sé -dijo Jorge-. Supongo que habrá. Pero hasta ahora nadie lo ha encontrado: está toda la parte baja llena de maleza.

Ciertamente que el suelo del castillo estaba cubierto de maleza. Se veían por doquier matojos de negras bayas y genistas que cubrían las posibles aberturas y tapaban los rincones. La hierba verde abundaba también, y toda clase de plantas silvestres proliferaban por las hendiduras y grietas.

– ¡Qué sitio más bonito es éste! -exclamó Ana-, Lo encuentro perfecto.

– ¿Verdad que sí? -dijo Jorge, complacida- Yo estoy muy orgullosa de esto. Oíd: ahora iremos a visitar la otra parte de la isla, la que da al mar abierto. ¿Veis aquellas grandes rocas donde están posados unos pájaros extraños?

Los chicos miraron en la dirección que les indicaba Jorge. Pudieron ver una porción de rocas apiladas, sobre las cuales descansaban unos pájaros exóticos en posturas extravagantes.

– Son cormoranes -dijo Jorge-. Han atrapado y se han comido su buena porción de peces, y ahora están haciendo la digestión. ¡Anda! ¡Remontan el vuelo! ¡Se marchan todos! ¿Qué les pasará?

En seguida oyeron un estruendo lejano en dirección sudoeste.

– ¡Es un trueno! -dijo Jorge-. Es que se acerca la tormenta. ¡Se nos va a echar encima antes de lo que creía!

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